23

El último viaje

LONERIN cruzó el puente, consumido por la ira. Le faltaba el aire, y cruzó el poblado acelerando cada vez más el paso, hasta que acabó corriendo. El aire fresco de la noche azotaba su rostro ardiente.

Llegó a su cabaña, abrió la puerta con violencia y volvió a cerrarla tras de sí dando un portazo. Por fin se detuvo. El silencio sólo se veía interrumpido por el angustioso sonido de su respiración. Se dedicó a observar la normalidad que reinaba en su estancia. La túnica lisa, a un lado, con desgarrones que había practicado para lavarle las heridas a Dubhe. Las hierbas y los frascos que había utilizado para destilar la poción, dispuestos ordenadamente en la mesilla que había bajo la ventana. Su cama, con las mantas bien dobladas. De pronto, aquella escena le pareció saturada de una absurdidad intolerable. ¿Por qué todo estaba normal, por qué entre sus cosas no había el menor rastro de lo que acababa de suceder?

Sintió una rabia ciega ascendiendo por su cuerpo. Se abalanzó sobre la mesilla y la volcó. Las ampollas se rompieron, las hierbas se dispersaron por el suelo de madera, bajo sus pies. Aún no satisfecho, cogió las mantas y las tiró, y lanzó contra la pared lo que quedaba de su casaca. Gritó. Qué pensarían los gnomos… Seguro que se habían despertado, pero le daba igual.

Se hincó de rodillas en el suelo, junto a la mochila, y empezó a asestarle puñetazos. Estuvo así un buen rato, hasta que se lastimó las manos: por fin se detuvo. La rabia bullía en sus venas como un veneno, pero sabía perfectamente que ni siquiera destruyendo la cabaña entera lograría sentirse mejor. El hecho de que Dubhe ya no le pertenecía era una verdad incuestionable y terrible que nadie podía cambiar.

Unas lágrimas silenciosas empezaron a deslizarse por su rostro. Hacía tanto tiempo que no le sucedía…

«Los hombrecitos no lloran. Vamos, enjúgate la cara, Lonerin».

Su madre siempre se lo decía cuando era pequeño, a él le había tocado ser el hombre de la casa desde el momento en que su padre los abandonó.

No entendía por qué tenía que recordarlo precisamente en esos momentos.

Se llevó las manos a la cara y empezó a llorar como había hecho Dubhe poco antes. Por un instante, la vio acurrucada en el suelo, al lado de la puerta, después de que él la hubiese besado por la fuerza. No se sentía culpable por lo que había hecho, no podía, el rechazo de que había sido objeto ahuyentaba el menor rastro de compasión. No obstante, se sentía mal, las lágrimas se insinuaban a través de los dedos entrecerrados, y el llanto hacía arder sus ojos congestionados.

No era como ella decía. No era así, y punto. La Gilda no tenía nada que ver. Él la amaba. Él la habría salvado. Cuando era un niño, el Dios Negro le otorgó la vida a cambio de la de su madre, y él no pudo hacer nada. Esta vez habría sido distinto, Y, sin embargo, pese a su esfuerzo y a su dedicación, Dubhe seguía negándole su amor, y se obstinaba en solazarse con aquel absurdo dolor del pasado.

Lonerin estaba destrozado. Habría querido que Dubhe estuviera allí con él, deseaba su contacto físico más que cualquier otra cosa, como cuando su madre comprobaba si tenía fiebre, o cuando, siendo pequeño, iba al mercado y se perdía entre el pintoresco vocerío de los comerciantes. Era lo mismo. La misma sensación de bienestar y felicidad.

Saboreó aquellos retazos de memoria hasta el final, sumergiéndose por completo en la melancolía y en la soledad, hasta donde parecía que no había camino de retorno.

Siguió esperando a que llegara Dubhe. Podía verla abriendo la puerta y corriendo hacia él con los ojos hinchados por el llanto. Le habría dicho que estaba equivocada, y todo volvería a ser como antes.

Se pasó toda la noche ovillado en la misma posición, pero no acudió nadie.

* * *

Lo despertó el gnomo que le llevaba el desayuno. Lonerin lo oyó llamar a la puerta. Ni siquiera se había percatado de que ya era de día. La noche se había convertido en un magma indiferenciado donde las horas dejaron de existir, y el tiempo quedó bloqueado en un viscoso y eterno presente.

—¡Adelante!

El gnomo entró con cautela. Lonerin oyó el ruido de sus metódicos pasos al pisar los fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. Alzó la vista y lo vio allí plantado, inmóvil en el centro de la sala, sosteniendo la bandeja, como si lo hubieran sorprendido con las manos en la masa. Parecía atemorizado, seguramente a causa del terrible aspecto que debía de tener el muchacho, aunque no le importó lo más mínimo. Hubo un instante de silencio, tras el cual el gnomo esbozó una frase de circunstancias interesándose por su estado de salud.

Sa makhtar aní —respondió Lonerin con un amago de sonrisa. «Todo bien», había dicho, aunque en realidad ni él ni el huyé se lo creían—. Nar kathar —añadió.

No quería comer. El gnomo se limitó a dejar la comida en el suelo, y se encaminó a toda velocidad hacia la puerta. Él habría querido preguntarle dónde estaba Dubhe, pero no le dio tiempo, Por lo demás, lo único que importaba era que no había ido. Probablemente también lo oiría gritar, y le había dado la espalda conscientemente. Era una doble traición.

Observó las tazas humeantes, y se le cerró el estómago. Paseó la mirada por la estancia. Reinaba una confusión terrible, y la mesilla caída en el suelo tenía una pata rota. Se avergonzó de sí mismo. De pronto, la contemplación de su propia rabia lo disgustó y sintió la necesidad de salir.

En el exterior el día estaba insólitamente oscuro. El cielo tenía un aspecto tenebroso y denso; los dragones estaban silenciosos en sus madrigueras de los acantilados. Los relámpagos iluminaron el valle, y a continuación una lluvia estruendosa y balsámica lavó la tierra. Como aquella vez al comienzo del viaje, en el bosque. Fue más fuerte que él, y al hilo de aquel pensamiento su mirada fue a caer directamente sobre la cabaña de Dubhe, que apenas se divisaba en la lejanía.

«Debería ir a ver cómo está, curarle las heridas, comprobar que se haya tomado la poción».

Cerró los ojos, y sus pies se movieron por sí solos.

El poblado parecía estar vacío. Los puentes elevados estaban resbaladizos por el agua. Cruzó un par, bajó de nivel, volvió a subir. Su corazón empezó a acelerarse en cuanto divisó la cabaña de Dubhe. Se la imaginó aún sentada con la espalda apoyada en la puerta.

Se detuvo. Bajo la lluvia, la madera oscura de la construcción se había vuelto casi negra. Miró la puerta y las ventanas. Cerradas. No se atrevió a avanzar. Se quedó allí plantado. Con el pelo empapado.

Al instante comprendió que le había dicho la verdad. No lo amaba. Nunca lo amaría. Sólo habían transcurrido unas pocas horas, y sus ilusiones se disipaban con el agua. Se sentó bajo un cobertizo; no tenía fuerzas para ir a casa de la chica, ni tampoco para regresar a su cabaña. Se quedó mirando cómo caía la lluvia, con la ropa adherida a la piel.

* * *

Dubhe permaneció encerrada en su cabaña durante tres días seguidos. Estaba cansada, y en cualquier caso no tenía ningunas ganas de volver a salir. Fuera estaba Lonerin, y tenía la certeza de que no podría soportar su mirada.

Nunca habría creído que decirle que no, rechazarlo, le resultaría tan doloroso. Tenía la total e inexorable conciencia de haberle hecho daño a una persona que le había salvado la vida, de haberla destrozado. Se sentía como al comienzo del viaje, era como si hubiese retrocedido. Volvía a estar marcada, y su destino la perseguía, obligándola a golpear y a herir contra su voluntad, como si la muerte y el dolor fueran su sino.

Por eso atrancó la puerta y cerró los postigos. No quería luz. La oscuridad era más apropiada, como cuando, siendo una niña, tras la muerte de Gornar, se atrincheró en la buhardilla.

Su soledad sólo se veía interrumpida por las visitas del sacerdote. Resultó ser increíblemente discreto. No le preguntó por los motivos de su exilio ni intentó abrir las ventanas. Respetó su silencio y no la miró a los ojos. Se limitó a seguir haciendo su trabajo y a llevarle la comida dos veces al día. En cierto sentido, su silenciosa presencia le resultó reconfortante.

Entretanto, su cuerpo iba curándose y sus fuerzas se restablecían. Pero su mente estaba como en suspensión. Una parte de sí se planteaba si no se habría equivocado en algo, si no habría cometido un terrible error. De algún modo, echaba de menos a Lonerin. Sin embargo, no lograba dar con una respuesta. Y entonces se preguntaba por qué tenía que ser tan difícil escoger, y por qué toda elección tenía que acabar convirtiéndose en un salto al vacío.

Más tarde, un mañana, rompieron su exilio. En el cuadrado luminoso de la puerta no apareció el consabido joven sacerdote, sino otro gnomo más alto y de mayor edad.

—Hoy es el día de la partida —dijo sonriente. Tenía un acento muy pronunciado, pero no resultaba nada desagradable.

Se llevó una mano al pecho y añadió:

—Soy Yljo, vuestro guía. Te esperaré aquí fuera, prepárate.

Y así, tan silenciosamente como había entrado, volvió a cerrar la puerta a su espalda.

Dubhe permaneció unos instantes en la penumbra de la estancia, sentada en el borde de la cama.

«Llegó el momento», pensó. Se vistió rápidamente y, por primera vez desde que arribaron a aquel poblado, volvió a coger sus armas. Repuso uno a uno los cuchillos de lanzar, enfundó el puñal en su vaina, se puso el arco en bandolera. Volvía a ser una guerrera. Descubrió que hasta cierto punto había echado de menos el peso de las armas.

Finalmente vio la carta. Estaba apoyada en su mochila, allí donde había dejado aquellas prendas viejas que nadie había tirado aún. Se le hizo un nudo en la garganta. Durante muchos años, aquel papel había constituido toda su vida. Sentía un terrible deseo de volverla a llevar consigo, de guardarla en su pecho. Sin embargo, aquello ya se había acabado, lo sabía. Cuando le dijo adiós a Lonerin, en realidad estaba despidiéndose del Maestro. Lo había dejado volver entre las sombras, había renunciado a él para siempre. Por eso abrió las ventanas de par en par con un único gesto, e inspiró el aire fresco que llegaba del bosque. Una ráfaga de viento tiró la carta al suelo. No la recogió. Se dirigió hacia la puerta y salió.

* * *

Vio a Lonerin a lo lejos, tratando de subir a la grupa de uno de aquellos pequeños dragones que ya había tenido ocasión de observar durante sus paseos por el poblado. Había tres, agarrados a la roca. Evidentemente, iban a ser su medio de transporte.

Dubhe sintió la tentación de cubrirse la cabeza con la capucha, pero resistió. Habría sido del todo inútil. Aguantó la angustia y el sentimiento de culpa: eran inevitables, y además merecía padecerlos.

Él no la vio en seguida, de modo que pudo concederse el viejo placer de contemplarlo unos instantes sin ser vista. Se le veía más bien desmañado, como si aquellos animales le dieran miedo, y también cansado, podía leerlo en su cara. Ruborizada, bajó la vista y se acercó.

Los gnomos se volvieron en su dirección, e Yljo la recibió con una reconfortante sonrisa.

Dubhe saludó con un gesto de cabeza a los allí presentes y procuró fijar su atención en ellos, evitando la mirada de Lonerin. Estaban los cuidadores de los dragones y el jefe del poblado, al que Dubhe dedicó una profunda reverencia, tras lo cual se apoyó de manera bastante torpe en el bastón que aún seguía usando para caminar, pues se sentía débil.

Fue Yljo quien acudió a socorrerla. Le señaló uno de los pequeños dragones.

—Iremos con los kagua; el camino más corto discurre a través de senderos inconexos por los que sólo ellos saben moverse.

Era la primera vez que Dubhe veía uno de cerca. Resultaban muy parecidos a los dragones de tierra: las mismas escamas, aunque más pequeñas y menos coriáceas, e idéntico color. Sin embargo, el hocico era menos alargado, y la cresta que asomaba detrás de la cabeza, más pequeña. Y lo más importante, carecían de alas y llevaban arreos, para mayor comodidad de quien los montaba.

—Antes de partir, una plegaria a nuestro dios —dijo el jefe del poblado.

Junto a la plataforma donde se encontraban había una gran estatua de madera que representaba —como no podía ser de otro modo— un dragón de la tierra. Los huyé se arrodillaron ante el tótem y se postraron hasta tocar el suelo con la frente. Dubhe los imitó, y con el rabillo del ojo vio que Lonerin hacía lo mismo. El jefe del poblado repitió algunas palabras que no entendió.

—Responded «Hawas».

Dubhe y Lonerin obedecieron.

El huyé se volvió hacia ellos.

—He rezado al Dios Dragón, el Makhtahar, para que vele por vosotros durante el viaje y os permita llegar sanos y salvos. Tu respuesta significaba «Te lo rogamos».

Sonrió, y Dubhe asintió.

Los tres se pusieron en pie y montaron los kagua.

—Son hijos menores de Makhtahar, un cruce entre nuestro dios y los grandes reptiles del río. Muy confortables para viajes largos.

En efecto, no parecían peor que los caballos en cuanto a comodidad, y Dubhe no tardó en hallar el modo de mantenerse erguida sin problemas. Le dolían un poco los músculos, pero era soportable.

—Que vuestro viaje resulte seguro y confortable, y que encontréis lo que andáis buscando —les deseó el jefe del poblado antes de despedirse.

—Gracias por vuestra inestimable ayuda —respondió Lonerin.

Tenía la voz ronca y grave, y Dubhe se preguntó si debía de haber llorado mucho.

Por fin partieron.

El poblado desapareció con rapidez, engullido por una de las primeras curvas que tomaron. Frente a ellos se abrían nuevas esperanzas, y un buen número de precipicios.

* * *

Los kagua se movían de un modo más bien extraño. De hecho, se balanceaban hacia los lados mientras avanzaban, lo cual hacía difícil mantener el equilibrio. Dubhe tenía a su favor sus años de adiestramiento: mantuvo las riendas con firmeza y cogió el ritmo rápidamente. No podía decirse lo mismo de Lonerin, que al poco rato estaba tendido sobre el lomo del kagua, pálido como un fantasma.

Yljo sonrió al verlo y lo reconfortó:

—Ya te acostumbras, no temas. Dentro de unas horas estarás bien.

Lonerin esbozó una sonrisa, pero se notaba que estaba sufriendo. Entonces la miró. Fue la primera vez que intercambiaban una mirada, Y Dubhe sintió que la atravesaba. Notó que tenía los ojos hinchados, característicos de quien no ha dormido y ha llorado, y aquella demostración de su debilidad la atormentó. Se sintió culpable, era una sensación líquida, en el pecho, la conocía bien. Él la miró persistentemente, como si estuviera exhibiendo aquel rostro tenso y doliente, hasta que por fin fijó la vista en otra parte.

Cabalgaron durante todo el día sin dirigirse la palabra. Yljo ya se encargaba de llenar aquellos silencios. Según parecía, los huyé eran un pueblo jovial y alegre, y especialmente dado a conversar. Yljo los instruyó acerca de la naturaleza de los kagua, su carácter y las leyendas sobre cómo habían sido domesticados. Dubhe lo escuchaba sin ganas, satisfecha únicamente de que aquel parloteo neutralizase el silencio que reinaba entre Lonerin y ella. No se detuvieron para almorzar, comieron sin desmontar mientras seguían avanzando. Los kagua eran incansables, e Yljo se apresuró a destacar cuán fuertes eran y cuántas leguas eran capaces de recorrer sin desmayo.

No pararon hasta el anochecer, cuando ya había oscurecido. Cenaron con sobriedad, racionando los alimentos y, contra todo pronóstico, Yljo se durmió casi de inmediato. Dubhe y Lonerin se quedaron solos alrededor del fuego. Lo estuvieron contemplando unos minutos, en silencio, y ella se preguntó si no debería romper el hielo diciendo que se había hecho tarde y que tal vez lo mejor sería ir a dormir.

—Ten.

Se sobresaltó al notar la mano de Lonerin rozando su brazo. La miró. Sostenía una cantimplora. Comprendió al instante de qué se trataba y sintió una opresión en el pecho.

—La poción; ibas a olvidártela. Y eso que deseas vivir.

Ella se lo quedó mirando, embobada. La culpa volvió a enroscarse subrepticiamente en su pecho.

—Lonerin, yo…

—Cógela y basta, ¿de acuerdo? Y mañana por la mañana tómatela, o pronto empezarás a sentirte mal de nuevo.

Dubhe la cogió. Aquel recipiente aún conservaba el calor del cuerpo de Lonerin.

—Siento haberte hecho daño, de verdad, no sabes cuánto.

—Aún no me siento capaz de afrontar este tema. Tenemos un objetivo común, encontrar a Sennar. Hagámoslo, y ya está. Después cada uno irá por su lado.

Dubhe contuvo las lágrimas y se sorbió la nariz.

—Como quieras.

—No, es lo que tú has querido. No intentes cargarme a mí las culpas.

—Tienes razón.

—Es tarde. Me voy a dormir, y te aconsejo que hagas lo mismo.

Ella se limitó a asentir. Echó agua en el fuego. La oscuridad descendió sobre el bosque, donde ya sólo se oía la respiración sibilante de los kagua. Miró a Lonerin, que le daba la espalda con obstinación. Realmente aquello era el final, un final que ella había causado, que había buscado.

Se envolvió en la capa, se tumbó sobre la alfombra de hojas secas y helechos. Tal vez pudiera liberarse de todo lo demás, como estaba haciendo con el amor de Lonerin. Tal vez él tuviese razón, y lo suyo no fuera más que placer, deseo de revolcarse en el dolor con la esperanza de dar paz a todos aquellos muertos. Seguramente le esperaba mucho sufrimiento, pero quizá un día lograse mudar la piel, como una serpiente, y renacer. Le pareció un objetivo impreciso e inalcanzable.

Cerró los ojos, y se dejó acunar por el aliento de la noche.