22

El poblado

SU estancia entre los huyé transcurrió como en un sueño. Dubhe se quedó en cama la mayor parte del tiempo, vencida por un cansancio extremo. No era capaz de levantarse, y las heridas le producían unos dolores insoportables, pero su incapacidad para reaccionar obedecía fundamentalmente a una suerte de agotamiento mental.

Pensaba que fuera de aquel poblado, más allá de la selva que alcanzaba a ver desde la ventana de su estancia, los problemas que la habían estado acechando hasta entonces sólo esperaban a que se recuperase para volver a acosarla. En cuanto saliera de aquel territorio protegido ya nada podría salvarla.

Ante todo estaba la incógnita de la poción: para evitar que muriese, Lonerin había gastado todo el contenido de la ampolla, y ya no quedaba nada. Dubhe sentía que la Bestia estaba durmiendo un sueño ligero, liberarla había sido una temeridad que tarde o temprano acabaría pagando. En ese momento sólo le quedaba una única y débil esperanza: encontrar a Sennar a tiempo, antes de que llegara ese momento. Sí, Sennar… ¿Quién les aseguraba que aún estaba vivo, y que lograrían dar con él? Y a todo eso, ¿cómo iba a tratar a Lonerin en lo sucesivo? A Dubhe la asaltaban mil pensamientos, y había sido una suerte que él estuviera ocupado ese día.

—Tengo que estudiar las técnicas curativas de este pueblo, tal vez entre sus plantas haya alguna que pueda aliviar tu maldición —había dicho.

Desde entonces casi siempre estaba ausente, en algún lugar de aquella jungla. Ella ya no lo veía hasta el anochecer, cuando llegaba ojeroso y la mayoría de las veces con las manos llenas de rasguños. Tras un superficial beso en la mejilla se informaba de su estado de salud y examinaba meticulosamente sus heridas.

En esos momentos su relación ya parecía girar exclusivamente alrededor de ese tema. Era como si Lonerin estuviera obsesionado, y Dubhe aún no se había atrevido a dejar las cosas claras entre ambos. Estaba segura de que tarde o temprano tendría que encarar la situación. Pero aún no se sentía preparada.

Así pues, se pasaba un día tras otro mirando a través del cuadrado de la ventana, espiando el cielo, que cambiaba de color a cada hora, y escuchando los ruidos del bosque. Tal vez moriría. Tal vez regresaría la Bestia. Desde aquella cama todo parecía distante y confuso.

* * *

Durante unos cuantos días, el único contacto que tuvo con el pueblo de los huyé fue a través del sacerdote que la curaba. Apenas era un muchacho, y en él confluían de forma grotesca los rasgos de un gnomo y los de un elfo: las orejas puntiagudas resaltaban en aquella cabeza rapada, y la larga barba de color azul oscuro e intenso permitía imaginar la tonalidad de su cabello. Iba con el torso desnudo, y en el pecho llevaba un tatuaje rojo que destacaba especialmente sobre su piel clara. Era un amplio y complejo dibujo del Padre del Bosque, representado con minucioso detalle. Los pantalones, en cambio tenían una forma curiosa, y parecían hechos de gamuza. Entraba silencioso en su estancia y jamás le dirigía la palabra. Ni siquiera la miraba a los ojos, y se limitaba a examinar las heridas, sin permitir que su mirada se paseara por otras partes de su cuerpo.

Dubhe se sentía incómoda en su presencia. Por una parte tenía la impresión de ser un mero objeto, susceptible de ser analizado y manipulado, lo cual le ocurría siempre que alguien la curaba o un sacerdote examinaba su maldición. Por otra, resultaba imposible hablar con él y darle las gracias. Tenía unas manos realmente extraordinarias. Cada vez que tocaba sus heridas recitaba unas extrañas fórmulas, una especie de letanías en una lengua desconocida que, sin embargo, le procuraban un alivio inmediato. De sus manos emanaba un calor reparador y, ciertamente, su estado de salud mejoraba a ojos vistas. La piel se regeneraba, y allí donde antes estaba mortecina y tumefacta ahora parecía como nueva. Era un milagro. Con los masajes y los emplastos, Dubhe se sentía mejor cada día, e incluso su mano, que al principio ni siquiera podía mover del dolor, estaba recuperando lentamente su aspecto inicial.

Por fin, al cabo de cuatro días de atenciones y curas, las heridas ya habían cicatrizado casi por completo. Así que Dubhe decidió dar un paseo por el poblado. Necesitaba aire fresco después de tanto tiempo encerrada en su habitación, y deseaba aclarar las ideas.

* * *

Le consiguieron un bastón. Estaba claro que resultaba demasiado corto para su altura, pero bastaba para poder moverse sin la ayuda de nadie. Se lo había procurado Lonerin. Había logrado hacerse comprender utilizando un élfico académico y más bien rudimentario, por eso no le resultó difícil explicarle a uno de los huyé lo que necesitaban. Se lo entregó a Dubhe sin mucha convicción.

—¿Estás segura de que podrás hacerlo?

Ella sonrió.

—Después de pasarme tanto tiempo en la cama, no puede hacerme ningún daño.

Lonerin la ayudó a incorporarse sujetándola del brazo, y en cuanto estuvo seguro de que podía sostenerse por su propio pie, la besó en la boca por sorpresa.

—Ten cuidado —le dijo al oído, y sonrió.

Ella sonrió, azorada.

Cuando cruzó la puerta le temblaban las piernas, A pesar del reposo forzado, seguía sintiéndose muy débil.

La luz del día la cegó, y una suave brisa matinal la hizo estremecerse. Cuando fue capaz de abrir los ojos, se quedó con la boca abierta. A sus pies se extendía un puente colgante de madera y cuerdas que conducía hacia otras cabañas encaramadas sobre un acantilado rocoso. Parecían nidos de golondrinas y estaban dispuestas a distintas alturas. Cada casa se comunicaba con las demás mediante puentes colgantes semejantes al que partía de la puerta de su cabaña, y unas escalerillas de madera suspendidas en el vacío conectaban los distintos niveles del poblado. Los ingeniosos huyé también habían pensado en aquellos que, como ella misma, tenían dificultades para desplazarse: mediante unas pequeñas cabinas se podía pasar de un nivel a otro, gracias a unos diligentes operarios que se encargaban de izarlas o bajarlas en caso de necesidad.

—Que disfrutes del paseo —le dijo Lonerin, sonriente mientras pasaba por su lado y enfilaba el puente.

* * *

Dubhe recorrió todo el poblado sin prisas y pudo comprobar que no era muy grande. Unas veinte cabañas en total, construidas con una madera oscura que contrastaba con los tonos claros de la roca, y con los tejados hechos de hojas secas trenzadas.

Resultaba increíble la laboriosidad de aquel pueblo. Todo había sido estudiado minuciosamente. Había canales que conducían el agua hasta grandes cisternas suspendidas, un sistema de puentes móviles permitía separar unas cabañas de otras en caso de ataque. Todo estaba construido reciclando materiales del bosque, pero el ingenio y el primor de todas aquellas edificaciones era tal que resultaba imposible no quedarse maravillado al contemplarlas. A ello también contribuía la belleza estética que habían incorporado a toda aquella funcionalidad extrema: en efecto, por todas partes podían apreciarse decoraciones talladas en la madera que demostraban la gran maestría de sus artistas. Muchas de aquellas ornamentaciones reproducían los dragones de aquellas latitudes, a los que probablemente veneraban como dioses. Dubhe observó que los huyé utilizaban como montura una variedad de dragón a todas luces más pequeño y más dócil. No era extraño ver reducidos grupos de cazadores avanzando hacia el cañón —situado unos cientos de brazos más abajo— a lomos de aquellos extraños corceles.

Al principio pensó que debían de vivir fundamentalmente de la caza, pero al fijarse con mayor detalle descubrió que también se dedicaban a la agricultura. Al fondo de la garganta había una pequeña zona vallada y regada por una red de canales, donde las mujeres cultivaban distintas hortalizas. Llegó a reconocer algunos productos, aunque la mayoría de las plantas le resultaban desconocidas.

Un poco más lejos volvió a distinguir los majestuosos dragones con que se toparon en el claro la primera vez. Al parecer, los huyé habían construido el poblado cerca de uno de sus nidos, y pensó que tal vez no fuera por casualidad. Pudo confirmarlo cuando observó en la cima de la pared donde se asentaba éste, una especie de tótem que representaba con gran realismo uno de aquellos grandes animales. Junto a éste había un árbol enorme que de algún modo le recordaba al Padre del Bosque bajo el que habían descansado en el ecuador de su viaje. Alrededor del tronco se extendía una larga cabaña, más sofisticada que el resto, con el techo de madera. Cada vez que un huyé pasaba por allí, se llevaba la mano al corazón. Sin duda era un lugar de culto o de importancia estratégica para el poblado.

Cuando dio por finalizado su paseo, Dubhe estaba desconcertada, y notó que la gente con que se cruzaba se la quedaba mirando con una mezcla de simpatía y curiosidad. Los niños se escondían en las esquinas de las casas y la seguían; los adultos la miraban de reojo, la señalaban y cuchicheaban entre sí. Al instante se sintió incómoda. Estaba acostumbrada a ser invisible, mientras que allí no podía evitar ser el blanco de todas las miradas. Sin embargo, aquella actitud de estupefacción ante su presencia le despertó un sentimiento de ternura. Su vida sencilla y laboriosa, su porte elegante y discreto e incluso sus graciosos cuerpos le recordaban cómo habría podido ser su vida en Selva, si no hubiera sucedido aquella desgracia. El pueblo de los huyé vivía ese tipo de existencia aparentemente pacífica que durante todos aquellos años ella sólo había podido observar desde lejos, con envidia.

Cuando se retiró a su cabaña, agotada y casi con el tiempo justo para las curas, ya había atardecido. Lonerin entró justo cuando el sacerdote le estaba aplicando un ungüento a base de hierbas.

Tenía la expresión tensa y parecía cansado, pero había un brillo de exaltación en su mirada.

—¡Aquí la tienes! —dijo con voz triunfal.

Dubhe sintió que se le aceleraba el corazón. No se atrevía a creerlo.

—Ya casi la tenía, sólo había que añadir la ambrosía, como era de esperar, por lo demás. Lo has visto, ¿verdad? En lo alto de la roca. El Padre del Bosque. Era el ingrediente final, junto con un par de plantas absolutamente increíbles que crecen por estos lares.

Lonerin hablaba tan de prisa que costaba seguirlo.

—¿Es la poción? —preguntó ella casi con temor.

—¡Pues claro que sí es! La nueva versión. Y ahora que conozco las plantas con las que puedo elaborarla, podré hacer toda la que quiera, siempre.

Tenía una gran sonrisa estampada en los labios. Le puso la cantimplora en las manos, apartó al sacerdote y la abrazó, como si éste ni siquiera estuviese allí. Dubhe se apartó en seguida y Lonerin la miró desconcertado, aunque sólo duró un segundo.

—Esta noche nos han invitado a cenar en casa del jefe del poblado.

Dubhe se acordó de la larga cabaña situada en la cima del precipicio.

—Son buenas noticias —agregó él con una enigmática sonrisa—. Pasaré a buscarte cuando sea la hora.

* * *

Dubhe despertó de un largo y reparador sueño vespertino. De pronto notó que había algo en su zurrón. Se levantó presa de la curiosidad y vio que era ropa. La suya, por lo demás, estaba muy estropeada. Alguien la había lavado, pero no habían podido hacer nada con los cortes y los desgarrones.

Se sentó al borde de la cama y estudió la ropa nueva. Era de piel, de esa especie de gamuza que al parecer todos usaban por aquellos pagos. Tal vez los pantalones fueran algo cortos, pero si se los metía por dentro de las botas no se notaría. La casaca, en cambio, parecía de su talla: no tenía mangas, y en el pecho llevaba bordado un espléndido dragón terrestre.

Dubhe se la puso de inmediato y al momento se sintió a gusto con ella. No era ropa de Asesino, ni de ladrona. Era algo distinto, nuevo.

Su vista captó algo en la ropa que acababa de quitarse. Entre la piel negra había algo de color blanco. El corazón le dio un vuelco. La carta del Maestro. La cogió. Estaba descolorida de tantas veces que la había leído y acariciado.

La abrió por enésima vez siguiendo los profundos pliegues que la surcaban, pasó los dedos por la tinta, por el vergueteado del papel. Cuántas lágrimas había vertido en ella durante todo aquel tiempo…

Creo que te amo. La amo a ella a través de ti.

Palabras que entonces le inflamaron de amor y de dolor el corazón. Ahora las comprendía en profundidad, de pronto lo veía todo claro. Volvió a doblarla y la guardó donde estaba, junto a su ropa vieja.

—¿Estás preparada?

Dubhe se volvió hacia la puerta. Lonerin estaba esperándola, vestido él también a la usanza de los huyé. Llevaba una casaca como la suya, a excepción del bordado, que en su caso representaba un enorme árbol de ramas retorcidas y de grandes hojas.

—Sí —confirmó ella mientras cogía el bastón.

De camino, el mago la informó de todo cuanto debía saber acerca de aquella velada. Le explicó que el jefe del poblado, no era más que una persona elegida por el resto de los habitantes para regir los destinos de la pequeña comunidad, y que la cabaña hacia donde se dirigían estaba construida alrededor del Padre del Bosque de aquella zona.

—Los huyé tienen dos dioses; uno para el bosque, el Padre, y otro para los animales, el Makhtahar, el dragón de la tierra. Aquí se sienten especialmente afortunados, en el lugar hay un nido de dragones.

—¿Y lo de la cena?

—El jefe del poblado quiere hablarnos. Conmigo ya ha podido hacerlo, y le he contado nuestra historia, pero obviamente también desea conocerte a ti. Por eso nos invita a participar en la cena que celebran en honor del Padre del Bosque cada veintiocho días, en plenilunio.

Dubhe parecía ligeramente sombría.

—¿Qué le has dicho de mí?

—Sabe lo de tu maldición.

—¿Y lo de mi trabajo?

Lonerin guardó silencio unos instantes.

—Sabe que nos perseguía la Gilda, pero no sabe que eres una ladrona.

No le gustaba. La velada empezaba bajo malos auspicios.

No obstante, cuando entraron en la gran sala la tensión pareció relajarse. Había una mesa de generosas proporciones construida alrededor del gigantesco tronco del árbol. Aquel Padre del Bosque era bastante más pequeño que el que habían utilizado como refugio unos días atrás, pero era del mismo tipo, y ejercía el mismo atractivo, misterioso y místico. Parecía iluminar toda la estancia.

A lo largo de la mesa estaban sentados prácticamente todos los habitantes del poblado, vestidos de fiesta. Las mujeres lucían llamativas túnicas multicolores, decoradas con motivos geométricos y abstractos, y los hombres vestían casacas que cubrían sus torsos —generalmente desnudos—, estampadas con motivos rojos de temática variada. Pero lo más destacado eran los suntuosos peinados de ellas. Algunas se habían trenzado el cabello con cuentas de colores o llevaban turbantes hechos con tiras de telas decoradas; otras lucían complejos peinados con toda clase de adornos, desde dientes de dragón hasta plumas de ave. Flotaba un leve murmullo de excitación en el ambiente, y todo, desde los invitados hasta las antorchas dispuestas a intervalos regulares, imprimía un aire festivo a aquel lugar.

Dubhe y Lonerin se sentaron al lado del jefe del poblado. No era tan viejo como ella se había imaginado. Llevaba una espesa barba recogida en forma de finas trenzas, y su pelo, largo y lustroso, desprendía un brillo azul oscuro como la noche. Estaba sentado sobre un cojín, con las piernas cruzadas —como el resto de los comensales—, y sonrió amablemente a sus invitados en cuanto éstos se le unieron.

Lonerin los saludó en su lengua, y Dubhe tuvo que limitarse a sonreír, confundida.

El jefe del poblado la miró con una expresión benévola e intensa al mismo tiempo.

—No temas, no intercambiaré con tu compañero ninguna palabra que tú no puedas entender.

—Os agradezco inmensamente la ayuda que nos habéis prestado —le dijo Dubhe, aliviada.

—El grito de Makhtahar nos condujo hasta vosotros. Abatisteis a su enemigo, teníamos que ayudaros.

Evidentemente, el gnomo se refería a Rekla.

La cena dio comienzo. Primero rezaron una oración de agradecimiento, que Lonerin trató de traducirle a grandes rasgos, y a continuación todos empezaron a comer. Debía de tratarse de una ocasión realmente solemne, porque se sirvieron una gran cantidad de manjares de toda especie. Un plato de cada vianda, como mínimo, era depositado al pie del Padre del Bosque a modo de ofrenda. El jefe del poblado les amenizó la velada explicándoles el sentido de todas aquellas tradiciones de su pueblo.

Se comportó con discreción: ni una sola pregunta acerca de sus vidas, únicamente escucharon un plácido relato sobre su gente y sus costumbres; lentamente; Dubhe sentía que iba adentrándose poco a poco en una atmósfera casi familiar. El gnomo era amable, los movimientos que los huyé describían a la hora de realizar sus ofrendas eran armoniosos y ancestrales, y sus rostros, sonrientes y hospitalarios.

La cena concluyó entrada la noche, con una danza propiciatoria bajo la luna llena. A lo lejos, los rugidos de los dragones saturaban el aire.

—¿Lo oís? Makhtahar nos responde, participa de nuestro canto. Él nos ha dado este lugar maravilloso, y vela porque el bosque nos proporcione alimento y nos proteja de los elfos.

A Dubhe se le hacía extraño oír hablar de los elfos en esos términos. Tenía una imagen pacífica de ellos, y no podía imaginar que pudieran suponer una amenaza para aquel pueblo apacible y generoso. Sin embargo, no hizo ninguna observación; se limitó a participar en silencio de la ceremonia.

Cuando todo terminó, el jefe del poblado pasó a temas más concretos. Los condujo a una sala apartada dentro de la gran cabaña, se sentó frente a ellos y los invitó a acomodarse.

—He preferido esperar a que te recuperases para hablaros —dijo dirigiéndose a Dubhe—. Según me ha dicho Lonerin, sois compañeros de viaje, y compartís el mismo destino. Así pues, sé lo que os ha traído hasta aquí, y también sé cómo ayudaros.

El corazón de la chica latió un poco más fuerte, aunque observó que Lonerin ni se había inmutado. Estaba claro que sabía algo.

—Fue Sennar quien os enseñó nuestra lengua, ¿no es así? —preguntó él.

El jefe del poblado sonrió con benevolencia.

—Nosotros venimos del Mundo Emergido. Partimos de allí hace siglos, cuando los elfos aún no habían poblado la costa. Pero apenas recordamos vuestra lengua. Más tarde, de eso hará unos cuarenta años, llegó el hombre que buscáis.

Lonerin y Dubhe redoblaron su atención.

—Durante mucho tiempo fue un gran amigo para mí, de él aprendí vuestra jerga, pero hace años que dejé de ir a visitarlo.

Los dos jóvenes se pusieron tensos.

—Comprendí que no le gustaba mi compañía, que sólo deseaba la soledad, y desde entonces sólo nos comunicamos por carta.

—Entonces ¿sigue con vida? —preguntó Lonerin con un suspiro de alivio.

El jefe del poblado asintió.

—Nuestra misión es trascendental, como ya os he explicado. Para nosotros es de vital importancia encontrar a Sennar. De ello depende la salvación del Mundo Emergido, además de la vida de mi compañera.

El gnomo sonrió.

—No estoy tratando de disuadiros. Pero debéis contemplar la posibilidad de que él no quiera recibiros.

Ése era un problema totalmente secundario.

—¿Dónde está? —preguntó Dubhe.

—Nosotros mismos os llevaremos hasta allí cuando lo deseéis; se encuentra a seis jornadas de viaje.

Dubhe se sentía confundida. Bastarían seis días, y por fin lo sabría. Le resultaba imposible. Librarse de la maldición siempre le había parecido algo tan lejano y vago como un sueño. En esos momentos, en cambio, estaba más cerca que nunca.

El resto de la conversación desapareció diluyéndose en una cháchara indiferenciada: Lonerin y el jefe del poblado intercambiándose cumplidos, decidiendo la fecha de la partida… En su mente sólo cabía la idea de que Sennar estaba vivo, cerca de allí.

Entonces vio a Lonerin ponerse en pie, y al jefe del poblado que se despedía de él cortésmente. Ella también se incorporó de forma mecánica y lo saludó inclinando la cabeza.

—Os agradezco vuestra ayuda —murmuró con un hilo de voz.

—Has de tener confianza, Dubhe. Ya sé que, por un instante, Makhtahar ha tenido miedo de ti. Mis guerreros lo han visto.

Dubhe se estremeció.

—Pero el grito de Makhtahar ha sido de dolor, en realidad. ¿Me comprendes? En ti hay mucho más que los abismos que habita el monstruo.

Ella no fue capaz de añadir nada. Le hizo una nueva reverencia y emprendió el regreso a su cabaña del brazo de Lonerin; se sentía aturdida.

* * *

Salieron al aire fresco de la noche, que olía a hierba y a rocío.

—Te acompañaré —dijo Lonerin.

Dubhe se dejó guiar dócilmente con la mente ocupada en sus pensamientos. La maldición, la poción, la escarpadura y lo que allí le había sucedido. Ahora todo encajaba. ¿Realmente Sennar la curaría?

Cuando llegaron a la puerta de su cabaña, Lonerin se puso frente a ella. Observó que se retorcía las manos llenas de rasguños que se apreciaban perfectamente a la luz de la luna.

—Partiremos dentro de tres días, ¿te parece bien? Debes acabar de restablecerte por completo.

Dubhe asintió.

—Buenas noches, entonces —dijo, escueta.

Cuando ya se volvía, él la sujetó del brazo.

—Esta noche me gustaría quedarme contigo.

Por un instante, Dubhe sintió que se le paraba el corazón.

—No podemos.

Trató de endurecer la mirada, pero fue imposible. Lonerin era su compañero de viaje a pesar de todo, la persona que le había salvado la vida innumerables veces, que incluso le había conseguido la poción a costa de pasarse noches sin dormir y de llenarse las manos de arañazos.

Él se quedó desconcertado unos instantes.

—Sólo quiero dormir contigo, nada más…

—No es eso. —Le temblaba la voz.

Lo arrastró hacia el interior, cerró la puerta tras de sí y apoyó la espalda.

—¿Sucede algo? —le preguntó Lonerin.

No parecía sospechar nada.

Dubhe alzó la vista y lo miró fijamente a los ojos.

—Hemos cometido un error.

Por la expresión de su rostro, él no comprendía qué estaba sucediendo.

—Yo…

—No podemos estar juntos.

Le costó lo indecible pronunciar aquellas palabras. Pesaban como losas.

Lonerin se quedó estupefacto, pero al instante sonrió indulgente.

—¿Qué historia has maquinado ahora para volver a negarte la felicidad, eh? Estamos cerca de Sennar, ¿lo recuerdas? Él te liberará, y entonces llevaremos a cabo nuestra misión. Todo está saliendo bien, vas a ser libre por fin…

Ella sacudió la cabeza y bajó la vista.

—No es eso. Creo que no te amo.

La miró. No daba crédito a lo que acababa de oír.

—Y estoy segura de que si mirases en el fondo de tu corazón, te darías cuenta de que tú tampoco me amas.

—Te estás equivocando, y mucho. Sólo tratas de buscar excusas para alejarme de ti porque tienes miedo. Llevas tanto tiempo acostumbrada a no tener esperanza que ahora disfrutas con el sufrimiento, hasta el punto de que no quieres alejarlo de ti. Y es normal, créeme. Pero debes superar este momento.

Se le acercó para abrazarla, pero ella pegó la espalda a la puerta y se apartó de él. Sentía escozor en los ojos.

—Ha sido bonito, no te lo negaré. He tratado de abandonarme, de tomar simplemente todo cuanto me dabas, sin pararme a pensar. Pero no es posible. No soy capaz. No soy capaz de fundirme en tus abrazos, ni de arder con tus besos. Y lo desearía, de verdad, lo desearía. Para mí sólo eres un amigo, el mejor, probablemente el único. Pero nada más.

El rostro de Lonerin aún se veía más lívido bajo la luz de la luna que se filtraba en la estancia. Parecía como paralizado, tenía las manos tendidas hacia Dubhe.

—En la cueva no fue así. Respondiste a mis caricias, las deseabas tanto como yo —le replicó.

Dubhe cerró los ojos y apoyó la cabeza en la puerta. Pensó en la carta que llevaba oculta entre sus ropas, y en el sueño que tuvo antes de despertar donde en esos momentos estaba.

—Yo sólo amé una vez, y esa persona era mi Maestro. Él era mi razón de vivir, mi fuerza, me salvó y me enseñó todo cuanto sé. Cuando él murió, en mi interior se abrió un vacío que hasta ahora aún no he sabido colmar. Durante todos estos años no hecho otra cosa que buscarlo a él, por todas partes. Todo cuanto hacía era por él, en su memoria. Lonerin, no hice sino buscar su imagen en ti.

Él tenía los brazos pegados al cuerpo, y la mirada atónita.

—No estás hablando en serio…

—Al principio creí que podrías ser la persona que amaba. Creí que podría aferrarme a ti y salvarme, pero no es así. A pesar de lo que sucedió en la gruta, sigo razonando como si estuviera sola, y me siento sola. Tú crees que para salvarme basta con erradicar la maldición, y todos tus esfuerzos giran en torno a ese fin. El amor que crees profesarme no es tal, sino piedad al verme en esta situación, lo leo en tus ojos cada vez que me miras. Para ti no soy más que una víctima de la Gilda, alguien que debes arrebatar a tus eternos enemigos.

—¡No vayas por ahí!

Dubhe se sobresaltó. Lonerin había liberado su rabia de golpe, y la había asustado.

—¡No trates de convencerme de que lo haces por nuestro bien! —gritó—. ¡Eres tú quien no me ama, quien no quiere entender que yo podría salvarte de verdad sólo con amarte!

Lentamente, Dubhe se dejó caer deslizándose por la puerta en que estaba apoyada. Acabó sentada en el suelo, incapaz de seguir manteniendo aquella conversación. Lo estaba hiriendo de muerte, pero no tenía otra alternativa. Pensó en el mal que le había causado a Jenna, en que no era capaz de dar un paso sin herir a los demás, incluso aunque no tuviese la menor intención de hacerlo.

Él se agachó hasta ponerse a su altura y tomó las manos de ella entre las suyas.

—Dime que no es más que un arrebato, por favor. Vayámonos a dormir, ya verás, mañana por la mañana todo volverá a ser como antes.

Dubhe sacudió la cabeza. Él se le acercó más y trató de besarla, ella intentó esquivarlo.

—No quiero…

Se volvió de lado, pero Lonerin le sujetó el rostro con ambas manos y la besó a la fuerza. Cuando la oyó llorar se detuvo. Tenía la mirada perdida.

Lloraba desconsoladamente, llevándose las manos a los ojos. Oyó el crujir de la madera mientras él se sentaba frente a ella.

—Perdóname… —murmuró—. No sé… bien, en realidad, sí lo sé. No puedo vivir sin ti.

Dubhe se apartó las manos de la cara y lo miró.

—Ojalá pudiera amarte, ojalá, de veras. ¿Crees que me gustan esta soledad y esta desolación? ¿Crees que me gusta mi vida? Pero ¡no soy capaz, no soy capaz!

Las lágrimas le ahogaron la voz. Él trató de cogerle la mano, pero ella la apartó.

—Te estás equivocando, y no sólo me estás haciendo daño a mí, te lo estás haciendo sobre todo a ti misma —dijo Lonerin con una voz que no parecía la suya.

Entonces se puso en pie, y ella se apartó lo justo para permitirle abrir la puerta y salir. Cuando oyó que se cerraba a su espalda, lloró todo el dolor que aún le quedaba.