21

Una antigua deuda

DOHOR entró en el templo con paso marcial. Yeshol ya se hallaba allí esperándolo, arrodillado en el banco que había frente a la estatua de Thenaar. Estaba rezando, y Dohor podía oír el canturreo de su voz desde la puerta. Hizo una mueca. Nunca había sido religioso. Su mujer solía confortarse con la fe, sobre todo poco antes de morir, cuando la enfermedad ya la había consumido. Él, no. Sólo veía en la religión un mero instrumento de poder, y por eso sentía lástima de aquellos que creían sinceramente.

—Los dioses existen, Dohor, y al final tendrás que rendirles cuentas —le había dicho su mujer una vez. Él, por toda respuesta, se rio en su cara. Para él, todo eso no eran más que estúpidas supersticiones.

—¿Y bien…? —dijo con voz estentórea cuando llegó a la altura de la espalda de Yeshol.

Observó cómo el viejo enderezaba los hombros por un instante, y entonces volvió a oírlo rezar. Nunca dejaba de asombrarle la impertinencia con que aquel hombre lo trataba siempre. En cualquier caso, ese carácter independiente era lo que más valoraba de él.

Cuando hubo terminado, Yeshol se puso en pie, se inclinó ante él y bajó la cabeza.

—Estaba rezando.

Aquella justificación sorprendió a Dohor por su inaudita simplicidad y franqueza. Decidió que no era el momento de hacer valer su autoridad.

—Ya, tú obedeces a un señor que está por encima de mí, ¿no es así? —dijo con voz cantarina.

Yeshol se limitó a sonreír enigmáticamente y al instante volvió a ponerse serio.

—Os he hecho llamar porque debo daros una noticia de extrema gravedad.

Dohor no concedió demasiada importancia a aquel preámbulo. Para el Supremo Guardián, todas las noticias que le daba eran de una importancia extraordinaria.

—¿Y entonces? —inquirió Dohor, que ya estaba impacientándose.

—Un enemigo le ha arrebatado a uno de mis mejores Victoriosos el niño que necesitábamos.

«Tal como sospechaba, una noticia intrascendente», pensó el rey.

—Ese problema sólo te incumbe a ti —le respondió—. Este tipo de cosas debes resolverlas tú solo, ya lo sabes. Ya te he ayudado bastante, y te recuerdo que por tu culpa ya he perdido un dragón y un jinete.

—El enemigo es Ido.

Aquellas palabras dejaron sumido el templo en un pesado silencio. Dohor sintió que se le paralizaba el corazón. Hacía al menos tres años que no oía aquel nombre, y la verdad era que no esperaba volver a oírlo.

—Es imposible —replicó, tratando de que su voz sonara natural—. Hace tres años hallaron unos restos carbonizados en la Tierra del Fuego. Con toda seguridad se trataba de su dragón. Ido está muerto.

—Un gnomo al que le falta un ojo, con una cicatriz blanca que le atraviesa el lado izquierdo de la cara. Ha matado a uno de mis Victoriosos, ha dejado al otro malherido en la frontera que separa la Gran Tierra de la Tierra del Fuego. Él me lo ha descrito en estos términos, y ha añadido que se trata de un individuo anciano, pero muy experto en las artes del combate.

Dohor no logró ocultar un leve temblor en sus manos.

—¿Dónde está? —En su voz había mucha ira reprimida.

Yeshol sacudió la cabeza.

—No lo sabemos con exactitud. Probablemente siga en la Tierra del Fuego, recuperándose de sus heridas en alguna parte. Por lo que ha contado mi hombre, no salió muy bien parado.

Aquellas palabras despertaron en Dohor antiguos y desagradables recuerdos. La resistencia en la Tierra del Fuego, las continuas incursiones de Ido contra sus hombres, la larga guerra y la última batalla librada en los canales subterráneos. Había perdido un millar de hombres allí abajo, y todo para hacer salir de su madriguera a cien rebeldes.

—El acueducto —dijo en un suspiro.

—Eso pensamos. Al parecer no está del todo inundado.

Dohor ignoraba esa circunstancia. Cuando ordenó que abrieran las cataratas, creyó que bastaría con la potencia del agua. Pero no fue suficiente.

—Déjalo de mi cuenta —respondió con determinación mientras se ponía en pie.

—No nos cabe la menor duda —aseveró Yeshol, sonriente—. En cuanto Sherva me reveló la identidad del enemigo, tuve la certeza de que vuestros hombres se encargarían de resolver el asunto.

Dohor asintió secamente.

—Ya puedes darlo por muerto. En breve te traeré al jovencito.

El Supremo Guardián le hizo una reverencia.

—Confío en vos. Mi futuro está en vuestras manos.

* * *

Cuando Learco, hijo de Dohor, entró en la sala, halló a su padre sentado en el trono, esperándolo. En cuanto llegó, mandó llamarlo. El joven lo había visto pasar con el manto que sólo vestía cuando emprendía algún viaje importante. Desconocía sus intenciones, pero sin duda se trataba de un asunto serio. Cuando supo que iba a ser convocado, se demoró algunos minutos contemplando su rostro en el espejo de su habitación.

No había nada que hacer, el parecido con su padre resultaba sorprendente. El mismo cabello, tan rubio que parecía blanco, la misma mirada… De Sulana, su madre, sólo había heredado el color verde de los ojos. Demasiado poco para diferenciarse de su padre. Al cabo de unos años heredaría el reino y tendría que seguir luchando por un sueño que no le pertenecía. Si de él dependiera, habría renunciado a perpetrar aquellas matanzas, pero no podía. Su destino era inapelable.

Se aproximó al trono con paso marcial. En el fondo no era más que un subalterno. El emisario de muerte de su padre. Cuando estuvo ante él, se arrodilló. Siempre era así, las relaciones entre ambos eran frías y formales. Ni una sola palabra de afecto, ni un solo abrazo. Si mal no recordaba, no habían vuelto a tocarse desde que, siendo él un niño, en Makrat, ante una festiva multitud, el rey lo había cogido en brazos y lo había mostrado eufórico al pueblo. Y ya nunca había vuelto a suceder.

—Levántate.

Learco obedeció pero siguió con la vista fija en el suelo. No le gustaba mirarlo.

—Tengo una misión que encomendarte. Y alza los ojos cuando te hable, eres el heredero al trono, no un aldeano cualquiera.

Learco obedeció de mala gana, ya hacía tiempo que la cara de su padre le resultaba insoportable. Era como mirarse al espejo, y no soportaba la idea de parecerse a él. Su rostro de conquistador, tras el cual se ocultaba la culpa por una infinidad de luchas y guerras, lo sacaba de quicio.

El rey sostuvo su mirada con frialdad.

—Ese aire de perro apaleado que sigues exhibiendo no te sienta nada bien.

—Estoy cansado, padre, eso es todo —mintió el muchacho.

Dohor no le creyó. Y, en cualquier caso, a Learco no le interesaba. Nada de cuanto hacía contaba con la aprobación de su padre. Siempre estaba por debajo de sus expectativas, no hacía más que decepcionarlo.

—Ido no está muerto, sobrevivió y actualmente está interfiriendo en nuestros planes.

Learco se puso rígido.

—Lleva consigo a un niño que vale su peso en oro. Trata de conducirlo a la Tierra del Agua, y desde allí probablemente hallará el modo de hacerlo desaparecer. La misión que te confío es muy simple: encuentra a ese maldito gnomo, mátalo, coge al niño y tráemelo.

Learco cerró los puños. No le apetecía cumplir aquella misión, ni ninguna otra de las que le encomendaba su padre. Durante unos años lo había servido de buen grado, y tarde o temprano esperaba impresionarlo con sus hazañas y sus habilidades como guerrero. Después comprendió en qué se basaba su poder, y descubrió que era totalmente incapaz de satisfacer sus deseos. Desde entonces cada una de esas misiones era un nuevo motivo de humillación y dolor. Pero había algo más. Dohor se percató.

—¿Tienes algo que decirme, hijo?

—En absoluto, cumpliré vuestras órdenes, padre, es un placer.

Learco volvió a fijar la mirada en el suelo.

—¿Entiendes por qué te envío a ti?

El muchacho lo miró. Desde el trono elevado, Dohor parecía dominarlo con su imponente corpulencia.

—Creo que sí.

—El modo en que dejaste que Ido se escapara en la Tierra del Fuego, constituye una indignidad, una mancha que un futuro rey no puede permitirse bajo ningún concepto. Espero que le des su merecido a mi peor enemigo, ¿está claro? Quiero que me sirvas su cabeza en una bandeja de plata. No espero menos de ti.

Learco bajó la cabeza en señal de asentimiento. Era imposible discutirle las órdenes a su padre, aunque en la mayoría de los casos no las compartiese.

—¿Los espías saben dónde se encuentra?

—Dejó casi muerto a un hombre en la Gran Tierra, cerca de la frontera con la Tierra del Fuego. Al parecer lo hirieron. Es posible que tome el camino más corto y directo para llegar a la Tierra del Agua. El mejor momento para capturarlo será cuando atraviese el desierto. Allí estará totalmente al descubierto, no tendrá la menor posibilidad de hallar un refugio donde ocultarse.

—En efecto —respondió Learco con voz neutra.

—Te llevarás a Xaron.

El joven asintió. Al menos volaría.

—Si no ordenáis nada más…

—No me defraudes. —El rey le lanzó una mirada penetrante y hostil—. Hasta el momento me has dado un sinfín de motivos para repudiarte. Pero, por desgracia, eres mi único heredero. No me obligues a hacer algo que no deseo.

Con el corazón desbocado, Learco hizo una profunda reverencia, se incorporó y abandonó la sala.

Se sentía confuso, las palabras de su padre habían sido una advertencia, y cuando salió del palacio, en lugar de dirigirse a la cuadra de su dragón, tomó el camino de la galería y caminó todo lo de prisa que pudo. Una vez en el exterior, el delirante laberinto de calles de Makrat se desplegó ante sus ojos. Se estaba poniendo el sol, y el aire era fresco. Learco lo respiró a pleno pulmón. Lo necesitaba. Al instante evocó el olor acre del azufre, las pestilentes emanaciones del Thal. Allí fue donde había encontrado a Ido por primera vez.

* * *

Learco va montado en la grupa de su dragón. Está sobrevolando el campo de batalla en busca de supervivientes, está agotado y es totalmente consciente de que está desobedeciendo las órdenes de su tío Forra. La excitación del combate sigue corriendo por sus venas, ha incinerado a los enemigos con su dragón, ha machacado a los rebeldes tal como le habían ordenado, él solo, lo cual no es poco para un chico de catorce años, aunque ya sea Caballero del Dragón.

Se había sentido un poco como Nihal, un guerrero, un soldado de la muerte del que su padre no podría por menos que sentirse orgulloso. Ningún gnomo, adulto o niño, que se había cruzado en su camino había escapado con vida.

Sin embargo, en lo más íntimo de su ser, Learco sabe que aquella escapada repentina obedece a otro motivo, que no tiene nada que ver con la batalla ni con el valor. Ahora que ni su tío ni nadie va a regañarle, puede dar rienda suelta a su piedad. Nadie se burlará de él. Nadie podrá reprenderlo por sentir tanto rencor hacia la guerra y hacia su padre. Learco se siente prisionero, sin posibilidad de elección. Había sido su padre quien lo había mandado allí; su hijo debía prepararse para convertirse en un gran guerrero, y también en un digno sucesor de su trono. ¿Qué mejor lugar para ponerlo a prueba que el campo de batalla más cruel, el de la Tierra del Fuego, allí donde el corazón de la resistencia latía con más fuerza y no daba su brazo a torcer? Learco habría querido ir, pero no podía. Una parte de sí mismo tenía la obligación de estar allí, y nada podría hacerle renunciar a esa convicción.

Las alas de su dragón se enarcan silenciosas en el aire. A sus pies sólo hay ruinas y cadáveres. Aguza la vista, y por casualidad percibe un destello a su espalda. Apenas tiene tiempo de desenvainar la espada y volverse para parar el golpe. Un gnomo sin coraza, montado sobre un enorme dragón rojo, empuña una arma con la guarda circular de madera y la hoja curvada, y la está apuntando directamente hacia él. Una larga cicatriz blanca surca su rostro. Learco lo observa un instante, y se echa a temblar.

Ido.

—Mira a quién tenemos aquí… —murmura el gnomo con expresión feroz.

Guiado por su instinto, Learco trata de huir. ¿Qué otra cosa podría hacer? Ido es una leyenda, un guerrero invencible.

El gnomo salta hacia delante con increíble rapidez, al tiempo que el dragón rojo hace presa en la cola de la montura del príncipe. El animal grita de dolor, y Learco apenas puede mantenerse sobre su grupa.

«Voy a morir —piensa—. ¡Voy a morir!».

El dragón rojo zarandea con fuerza al otro dragón y lo lanza lejos.

Learco ya no sabe dónde se encuentra, y rueda aturdido por el suelo. No obstante, Ido no lo ataca. Implacable, lo contempla mientras trata de ponerse en pie desmañadamente.

El chico se prepara para defenderse, convencido de que no tiene escapatoria, Empuña la espada con ambas manos y la extiende ante sí.

Ido señala el arma.

—Veo que ahora os la pasáis de padre a hijo —observa en tono burlón.

Learco comprende. Esa espada es la de su padre.

—¿Sabes quién soy?

—Ido.

El gnomo sonríe.

—Tu padre tendría más o menos tu edad cuando lo humillé en la Academia, su mano mantenía tendida la misma espada que hoy llevas tú. Te lo habrá contado.

No, nunca lo ha hecho. Pero Learco conoce igualmente la historia. De hecho, en los pasillos del palacio se suele cuchichear acerca de cómo Ido humilló al rey cuando éste se hizo el arrogante en la Academia, derrotándolo tres veces en tres asaltos, delante del resto de los alumnos.

Learco empuña la espada con más fuerza. Sabe perfectamente lo que va a suceder. Ido es el enemigo jurado de su padre, no dejará escapar esa ocasión. Se vengará de Dohor a través de él. Matará al único heredero del rey, pero antes lo torturará, lo humillará. Será el fin.

Siente las manos resbaladizas a causa del sudor, y la frente húmeda. Tiene frío.

«Lucharé —piensa—. Haré aquello que me han enseñado, me portaré como querría mi padre, con honor».

Ido ataca por sorpresa, y él apenas logra detener la embestida. Retrocede de golpe, la violencia del asalto de su enemigo es extraordinaria. El gnomo domina la situación, lo puede leer en sus ojos, y tiene razón. Ataca sin descanso, juega, se divierte, y él está totalmente a su merced.

Ido intensifica el ritmo, y Learco siente una quemazón en el hombro, Tocado. La punta de la espada del adversario está roja. Su sangre. Es la primera vez que lo hieren con una espada. Hasta ese momento, sólo lo había hecho la fusta de Forra.

Se le escapa un débil lamento, baja la cabeza, pero se recobra. Debe conducirse con honor. Seguramente morirá, pero su padre se sentirá orgulloso de él. Jamás lo ha estado, lo sabe. Por eso es tan importante portarse valerosamente, es su última oportunidad. Decide empuñar la espada con una sola mano.

Ido vuelve a la carga, y sus golpes dan en el blanco con mayor precisión. Pequeños cortes, y en cada ocasión un lamento escapa de los labios de Learco. Intenta reprimirlos, pero no lo consigue. Se siente débil y estúpido, quisiera llorar al verse así.

«Le dirán a mi padre que fui un pusilánime».

—Eres valiente —le dice Ido—, pero inexperto —concluye con sarcasmo.

Lanza una estocada lateral y gira con tal fuerza que le tuerce la muñeca. Eso ha bastado para que la espada de Learco salga volando lejos. Aún está mirando el arco luminoso que describe en el cielo cuando Ido le da una patada en el pecho.

Se ahoga, y cae al suelo.

De repente se hace el silencio. Learco sólo oye el ruido de su respiración entrecortada. La espada de Ido está a unos centímetros de su garganta. El gnomo también jadea, y la punta de su arma tiembla. El muchacho nota que toca su garganta, justo donde empieza a sobresalirle la nuez de Adán. Traga saliva, cierra los ojos.

Sabe que ha llegado el momento y, sin embargo, no tiene tanto miedo como habría creído. El ritmo de su corazón se ralentiza de repente. Entonces alza la cabeza y le ofrece la garganta.

—Si has de matarme, hazlo y basta.

Una frase digna de un héroe estúpido, piensa, como esos que tanto abundan en las historias que su padre le obliga a leer. A pesar de todo, cree que es adecuada para ese momento, que expresa aquello que realmente desea.

Ido lo mira con el semblante serio, y la espada apuntando en todo momento a su garganta.

—¿Qué estás haciendo aquí, solo? ¿Dónde están los demás?

Es una pregunta que Learco no se espera, hasta el punto de que ha de tomarse su tiempo antes de responder.

—Se han ido con los prisioneros. Ya lo han destruido todo y se han llevado lo que querían.

El gnomo lo observa con mirada severa.

—¿«Han»? ¿Y dónde estabas tú, joven muchacho, mientras los malos luchaban?

Aquella frase golpea a Learco con mayor violencia que una espada. Busca una vía de escape con la mirada y, por fin, repara en unas rocas descoloridas por el viento y el humo del volcán, a poca distancia de donde se encuentra.

—Estaba con ellos —susurra.

Esa confesión le resulta más onerosa que toda la vergüenza que ha sentido al presenciar las carnicerías perpetradas por su padre.

—¿Te dejaron aquí esperándonos? ¿Qué estabas buscando?

—Nada.

Ido se inclina hacia él sin dejar de apuntarle al cuello. Learco siente la calidez de su respiración en el cuello.

—No te conviene hacerte el listo conmigo. No te mataré hasta que me digas lo que quiero, y te aseguro que conozco muchos modos de hacerte hablar. Si, aun así, sigues negándote, te llevaré conmigo, y lamentarás no haber aprovechado este momento de clemencia, ¿está claro?

Learco se muestra indiferente. Ahora ya se encuentra más allá del miedo, lo que acaba de admitir le ha hecho superar la barrera del terror.

—Miraba lo que he hecho. Buscaba algún superviviente.

—No me cuentes paparruchas —replicó Ido, cortante.

—Sabía que no me creerías, y me da igual si lo haces o no. Es la verdad.

Learco siente que aquel alarde de seguridad no tardará en desaparecer. Quiere que todo acabe, para siempre y de prisa.

—Mátame —le dice con convicción.

Es lo que desea realmente. Busca la estocada definitiva.

Ido permanece inmóvil ante él. Está perplejo, pero aun así no baja la guardia. Sin embargo, su mirada empieza a cambiar lentamente. Aquel chico ha dejado de ser un enemigo para él. Finalmente suspira, baja la espada y la deja descansar en su costado.

—Vete —le ordena con voz perentoria.

Learco lo mira estupefacto.

—Si lo prefieres, puedes pensarlo, pero yo que tú saldría zumbando de aquí.

El joven príncipe permanece en su sitio, con las manos apoyadas en el suelo. De pronto no quiere marcharse. No quiere salvarse, no lo merece. Entonces agacha la cabeza y empieza a llorar. Ha resistido hasta ese momento, pero ahora ya no es capaz. Se siente perdido y estúpido.

Ido sigue allí plantado. No sabe qué hacer.

—Te he dicho que estás salvado, no me lo hagas repetir.

Learco se pone en pie, se enjuga las lágrimas. Una indecible angustia le oprime el pecho.

—Perdóname. Por todo —es cuanto puede decirle.

Y echa a correr hacia el llano. Pasa junto a su dragón muerto, que yace bajo las garras del otro animal. Corre, corre, desea desaparecer. Sólo piensa en la espada que apuntaba a su garganta, y en las palabras que han liberado todo aquel dolor.

«Estaba con ellos».

* * *

Learco suspiró. Era un recuerdo desagradable. Había pensado en ello muchas veces, pero nunca creyó que volvería a ver a Ido. Cuando se enteró de que seguramente estaba muerto, por algún extraño motivo se sintió disgustado.

Por fin se dirigió a las cuadras. Se preguntó qué querría hacer su padre con un niño, qué otros horrores encubriría aquella misión, pero eran preguntas inútiles, que no hacían más que lastrarle el alma. A fin de cuentas, pese a todo lo que sabía de Dohor, no dejaba de ser un niño estúpido, deseoso de complacer a su padre.

Pensó en Ido, en la deuda que había contraído con él. Probablemente, habría sido mejor que aquel día el gnomo lo hubiese matado, allí, al pie del Thal, pero, en cualquier caso, le seguía debiendo la vida. Y ahora le habían ordenado que lo matase.

Entró en la cuadra con la mirada baja, cerró los ojos por un instante y se preparó para afrontar lo que le esperaba.

—Haz salir a Xaron, partimos para una misión —le dijo al mozo de cuadras.