20
Salvamento
LONERIN estaba solo, con la ampolla vacía en una mano y la cabeza de Dubhe apoyada en la otra. Tras todo aquel estrépito, un silencio ensordecedor se había apoderado del llano.
Miró atónito a su alrededor. Más allá del desprendimiento estaba el cuerpo de Rekla, poco más que un fantoche negro tendido sobre un gran charco de sangre. Al otro lado, casi en la misma posición que la Guardiana de los Venenos, estaba Filla. Él también yacía en el suelo, desmadejado.
Dubhe observó su rostro unos instantes: sus ojos abiertos y cargados de dolor miraban a la mujer que amaba. Era lo último que había visto, en lo que había pensado. Todo el odio que había sentido hacia aquel hombre se desvaneció por completo, disolviéndose en una piedad devastadora. ¿Por qué todo aquel dolor? ¿Por quién? ¿Por Thenaar?
Dirigió su mirada hacia Dubhe, que descansaba entre sus brazos. Estaba extremadamente pálida. Esa vez tampoco había logrado salvarla. Pese a su amor y a su entrega, la maldición estaba a punto de tragársela para siempre. Lonerin estaba cansado, no tenía fuerzas para continuar. Aquello había sido demasiado. Estrechó a la chica contra su pecho y sintió el débil latido de su corazón. Tenía ganas de llorar.
«¡Necesito que me ayudes, estúpida, vamos!».
Recobró la compostura. Trató de analizar la situación, de valorar el estado físico de Dubhe. Pero le resultó difícil: lo consumían la angustia y la preocupación, tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse lúcido.
Dubhe tenía un gran corte en el pecho, y le habían atravesado la mano de parte a parte con un cuchillo. Tenía rasguños y magulladuras por todo el cuerpo, respiraba con dificultad, la palidez de su rostro era preocupante. Si no tomaba una decisión en seguida, esa vez se arriesgaba a perderla definitivamente.
«¡Mantente lúcido, Lonerin, mantente lúcido!».
Náuseas. Sintió cómo ascendían por su garganta, mezcladas con el sabor salado de sus lágrimas, Habría querido gritar hasta la extenuación, pedirle ayuda al cielo. Pero estaba desoladoramente solo. Palpó las heridas de Dubhe con mano temblorosa: en realidad no eran muy graves, pero ya había perdido demasiada sangre. Tenía que detener la hemorragia, pero él nunca había visto a una persona en ese estado, y no estaba preparado en absoluto para afrontar una situación como aquélla.
El corazón le latía desbocado y le zumbaban los oídos. En su interior no cesaba de oír una voz que gritaba aterrorizada.
Apoyó la cabeza de Dubhe en el suelo con mucho cuidado, se apretó las sienes con sus propias manos y empezó a temblar de manera convulsiva. Los pensamientos se agolpaban caóticos en su mente, recreando escenas de muerte y desolación, de entre las cuales había una que destacaba en especial. Era un cuerpo blanco, envuelto en una camisa del mismo color. Tenía una gran mancha roja a la altura del pecho, y el cabello negro le caía en desorden por la frente y sobre los hombros. Su madre en la fosa común.
Dubhe era como ella. Una era la mujer que no había sido capaz de proteger; la otra, aquella a quien quería salvar a toda costa. Era como si compartiesen el mismo destino y el mismo lugar en su corazón. Gritó, desesperado.
«¡Tranquilo, tranquilo!», se impuso a sí mismo, y trató de razonar.
Rasgó un jirón de su túnica, la empapó con el agua de su cantimplora y empezó a lavar las heridas, una por una. Había demasiadas, la sangre lo confundía todo. No sabía muy bien cómo proceder. Y de hecho agotó la reserva de agua antes de haberlas lavado todas.
«Estamos perdidos, no lo lograremos».
Trataba de relegar aquellos pensamientos en los márgenes de su conciencia, pero sin éxito. Arrancó lo que quedaba de su túnica y extrajo varias tiras. No había suficientes, y además eran cortas. Entonces cogió la capa y la desgarró, lo cual no resultó fácil teniendo en cuenta su estado físico. Gritó de rabia y de agotamiento.
Desechó los cortes superficiales y se dedicó a los más profundos, empezando por la mano herida. Presionó sacando fuerzas de flaqueza y la sangre resbaló por sus dedos. Sintió un nuevo amago de vómito, pero se contuvo. Gritó el encantamiento curativo, pero intuyó que no iba a funcionar. Sus manos emitían un flujo de energía débil e irregular. Demasiado escaso.
«Esto ya nos sucedió una vez. Es como en el desierto, ¡vamos, concéntrate!».
En realidad no se trataba del mismo caso. Él se sentía desfallecido, y Dubhe aún estaba peor. No había nadie que pudiese ayudarlos. Estaban solos y perdidos en un lugar desconocido.
Apretó las vendas cuanto pudo y pasó a los otros cortes. Trataba de aplicar su magia en cada uno de ellos, durante unos segundos, pero estaba demasiado cansado para poder sanarlos. Cada vez le resultaba más difícil fijar la vista, y sus manos habían empezado a temblar. La imagen indeleble de la fosa seguía torturando su mente.
«¡Esta vez, todo será distinto, la Gilda ya no podrá capturarla de nuevo!».
Cuando terminó, estaba rendido. En esos momentos debía coger a Dubhe en brazos y partir en busca de ayuda. Lo intentó una vez, pero sus piernas cedieron con el peso. Al tercer intento logró cargarla sobre los hombros, pero le costaba mantener el equilibrio.
No tenía ni idea de adónde debía dirigirse, si bien lo más lógico era seguir hacia delante. Pensó en Sennar, deseó que estuviera cerca pero, vista la situación en que se hallaban, al instante todo aquello le pareció absurdo. Y fue entonces cuando comprendió que no tenía ningún destino.
Había sido vencido. La Gilda lo había derrotado. De nada había servido reprimir el odio y fortalecerse, unirse a la resistencia y tratar de luchar. El Dios Negro era más poderoso y devoraba a todos sus seres queridos.
Cayó de rodillas, tenía ganas de abandonarlo todo. Las lágrimas le enturbiaban los ojos y le empastaban la boca, todo a su alrededor era indefinido y confuso.
De pronto tuvo la sensación de que no estaba solo. Abrió los ojos como platos. Unas formas redondeadas acababan de surgir de detrás de las rocas, en los márgenes del sendero, y se dirigían hacia él. Tras haber acudido atraídos por el grito del Dios Dragón, habían sido testigos de la lucha, pero no se habían atrevido a intervenir. Ahora ya no sentían miedo ante la presencia del hombre que lloraba, y habían decidido mostrarse.
Lonerin estaba agotado, tras dar algunos pasos ya no se vio con fuerzas para volver a ponerse en pie. Se dejó caer en el suelo, y Dubhe quedó apoyada en su espalda, emitiendo un ruido sordo. Dirigió una sarta de maldiciones al cielo; cuando alzó nuevamente la vista, vio con detalle a uno de aquellos seres. Era la criatura más extraña con que jamás se había topado, pero en ese momento no se preguntó quién era ni qué quería. Únicamente pensó que no estaba solo, y que tal vez alguien podría ayudarlo.
Tenía la envergadura de un gnomo, aunque era más esbelto y grácil. Llevaba el cabello y la barba largos y decorados con conchas, pero Lonerin jamás había visto aquellas valvas en el Mundo Emergido. Bajo aquella cabellera morena e hirsuta, de un color que oscilaba entre el negro y el azul, asomaban dos orejas puntiagudas.
—¡Está mal! —gritó Lonerin—. ¡Necesitamos ayuda!
El gnomo sostenía una lanza y llevaba una larga espada ceñida a la cintura. No llevaba camisa, sólo unos pantalones de piel. Se quedó mirando al chico, sin moverse.
Lonerin señaló a Dubhe.
—¡Mal! ¡Ayudadnos!
Aparecieron otras criaturas, y le apuntaron con sus lanzas. Sin embargo, sus rostros no transmitían hostilidad. Eran cuatro o cinco, vestidos del mismo modo. Lonerin trató de ponerse en pie pero sólo logró arrastrar dolorosamente las rodillas.
—¡Por lo que más queráis, ayudadnos! —gritó, y ellos retrocedieron algunos pasos.
Intercambiaron unas miradas de complicidad sin dejar de señalar a Lonerin y a Dubhe, que estaba en sus brazos.
Uno de ellos se le acercó.
—Araktar mel shirova?
Lonerin se quedó perplejo. Aquel extraño balbuceo le resultaba vagamente familiar, pero no lograba recordar por qué. Estaba demasiado y confundido y agotado para ponerse a pensar. Su voz se redujo a un susurro:
—Ayuda…
El gnomo lo miró compungido y, a continuación, les hizo una señal a sus compañeros. Dos de ellos salieron corriendo, y los demás le ayudaron a depositar cuidadosamente a Dubhe en el suelo. Lonerin se sentía confundido.
—Ayuda —murmuró el que se había situado junto a él.
Lonerin suspiró aliviado.
—Sí, sí, ayuda, ayuda… —dijo, y dejó escapar una carcajada histérica.
Corrió hasta la chica y le acarició el cabello.
—Estamos salvados… Ahora te curarán, seguro… Estamos salvados.
No podía dejar de mirarla mientras le sujetaba la mano. Se sentía tan infinitamente ligero, tan condenadamente feliz y aliviado y… al límite del desfallecimiento. Ya no le quedaban energías, y se le cerraban los ojos.
El gnomo lo estuvo observando mientras se inclinaba sobre Dubhe. La expresión de su rostro resultaba indescifrable. Cuando le pareció que el chico estaba más tranquilo, habló.
—¿De allí? —preguntó, al tiempo que señalaba con el dedo el horizonte de la garganta de donde habían partido.
—No comprendo —respondió con sinceridad Lonerin.
El otro pareció meditar un buen rato, como si quisiera recordar algo importante.
—Erakhtar Yuro…, tierras… de allí…, río…
Lonerin tuvo que concentrarse un poco más, pero al final lo entendió. Asintió con convicción.
—¡Sí, del Mundo Emergido, yo, y la chica también!
El gnomo sonrió, asintiendo a su vez.
—Ghar, ghar… Mundo Emergido… Erakhtar Yuro.
Lonerin recordó que había estudiado aquella lengua, ¿cómo no la había reconocido? Era élfico, o algo muy parecido.
El extraño individuo lo miró sonriente.
—Poco hablo bárbaro, poco.
Lonerin no acababa de dar crédito a aquel milagro. No importaba quiénes fuesen aquellos seres, ni de dónde habían llegado. Eran sus salvadores, y con eso bastaba.
Entretanto, los dos que habían sido enviados como avanzadilla habían regresado con un nutrido grupo de compañeros. Todos iban vestidos más o menos de la misma guisa, y llevaban consigo un animal atado con una cadena. A juzgar por sus proporciones parecía un cachorro de dragón, pero carecía de alas. De su boca partían una serie de arreos que pasaban por su grupa y tiraban de una parihuela. Pusieron en ella a Dubhe, aunque una parte de sus piernas quedaba fuera. Estaba claro que aquel medio de transporte había sido pensado para las dimensiones de los gnomos, no de los seres humanos.
La criatura que tenía ante sí le indicó mediante una seña que se levantase.
No sin esfuerzo, Lonerin logró incorporarse. Las piernas apenas lo sostenían, pero él siguió al lado de Dubhe, cogiéndole la mano. No quería dejarla. Por fin empezó a caminar dificultosamente en pos de sus salvadores.
* * *
El Maestro estaba con ella. Tenía cogida su mano, le acariciaba la frente. Le murmuraba al oído palabras de aliento.
—Me alegra que hayas vuelto —le dijo mirándolo a los ojos.
Ahora que volvía a contemplar sus facciones, era consciente de hasta qué punto lo había echado de menos.
—No he venido aquí para quedarme, y tú lo sabes.
—Entonces, me quedaré yo.
El Maestro suspiró y la miró con afecto.
—¿No crees que ya va siendo hora de olvidar y de volver a empezar de cero?
Ella le estrechó la mano con fuerza.
—Sólo te deseo a ti.
—Pero yo ya me he marchado, y no tiene sentido que sigas buscándome.
La miró intensamente, de aquel modo que ella tanto adoraba, y añadió:
—Él no es yo.
Dubhe habría querido llorar.
—Lo sé —respondió con un hilo de voz.
Y entonces, la oscuridad en que estaban sumidos se disolvió, y se formó una nube de luz cegadora que se llevó al Maestro.
«¡No me dejes!», habría querido gritar Dubhe, pero una terrible quemazón en la garganta se lo impidió.
Sus ojos se abrieron de golpe, y el blanco deslumbrante que ahora lo invadía todo la dejó aturdida. Sintió el peso de su propio cuerpo arrellanado en una confortable cama, y un dolor sordo y difuso que se concentraba en algunos puntos y le infligía intensas punzadas. Notó que al menos dos palmos de sus piernas sobresalían del colchón de hojas secas.
Parpadeó, y la luz empezó a disolverse, adquiriendo formas más definidas. Una ventana, un techo verdoso, un arcón. Y, al fin, una cara conocida.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Lonerin, inclinándose hacia ella.
Dubhe se lo quedó mirando unos instantes, silenciosa. Demacrado, pálido, exhausto. Sintió un profundo afecto al contemplar aquel rostro, sólo eso. Cerró los ojos con dolor.
—Tienes unas cuantas heridas, por eso te sientes tan mal.
La chica volvió a abrir los ojos y se esforzó en sonreír. Sin embargo, los recuerdos empezaban a aflorar uno tras otro, dolorosos, insoportables. Imágenes que quisiera erradicar, pero que ya habían quedado grabadas de forma indeleble en su mente. En la última de ellas veía a Filla debatiéndose desesperado entre sus manos, repitiendo obsesivamente —cegado de amor y desesperación— un nombre: Rekla.
—Estamos a salvo, como puedes ver —observó Lonerin, interrumpiendo el flujo de sus pensamientos.
Dubhe volvió a la realidad, sin dejar de mirarlo. Detrás del chico entrevió algunos detalles del lugar donde se encontraban. Era una cabaña con las paredes y el tejado de hojas secas y ramas. Aquel espacio le resultaba extraño: el techo era insólitamente bajo, y a sus pies se abría una gran ventana con vistas a una espesura de árboles que se recortaba contra el apacible cielo crepuscular. La cama era más bien corta, ideal para un gnomo, y junto a ésta había una silla y un arcón decorado con esmero con unos festones que le resultaban vagamente familiares.
—Imagino que debes de estar preguntándote dónde estamos.
Dubhe asintió.
—Nuestros salvadores son gnomos. Unos gnomos bastante peculiares, con las orejas puntiagudas y el cabello azul.
Su cara traslucía satisfacción y cierto entusiasmo. A diferencia de ella, se lo veía tranquilo. Porque él estaba realmente a salvo. Ella, en cambio, seguía atrapada en sus propias pesadillas, enredada en la telaraña de la Bestia. Esa diferencia también los separaba, y sólo era una más entre otras muchas.
—Son una especie de cruce entre gnomo y elfo que, según parece, viven a varias millas de aquí, en la costa.
Esa vez el corazón de Dubhe permaneció impasible al oír nombrar a los elfos, el mítico pueblo perdido que había adornado sus fantasías infantiles.
—Hablan élfico, se autodenominan huyé, un nombre peyorativo con el que, según creo, los bautizaron los elfos. Significa «pequeños», «enanos».
—¿Ellos nos han salvado? —preguntó ella con voz cansada.
En realidad no estaba interesada en conocer la historia, pero la conversación la ayudaría a ahuyentar las imágenes de muerte que saturaban su cabeza.
—Han aparecido justo en el momento en que creía que estábamos perdidos. Tú estabas empapada de sangre, y a mí la magia me había agotado por completo… Creí que íbamos a morir, que tú morirías, y eso era lo peor de todo.
Dubhe no logró sentirse emocionada por aquella especie de declaración amorosa. Recordó el sueño que había tenido antes de despertar, y al Maestro hablándole. Era cierto. Lonerin no era Sarnek, y nunca lo sería. Ella sólo había buscado eso en él: a su antiguo Maestro.
El mago se recreó contándole la breve conversación en élfico que había mantenido con los huyé, y también su llegada a aquella aldea, y cuánto tiempo había estado inconsciente. Estaba contento, entusiasmado por haber dado con un nuevo pueblo, su alma de explorador se sentía muy estimulada. A Dubhe, en cambio, todo aquello le resultaba distante, como si perteneciese a un mundo distinto que le hubiera sido vedado. Lentamente empezó a alejarse. La voz de Lonerin le sonaba cada vez más extraña. Se estaba precipitando en su infierno personal.
—¿Me estás escuchando?
Dubhe lo miró.
—Sí…
—Te hablaba de las heridas. No hay ninguna que sea realmente grave, y este pueblo está muy versado en las disciplinas sacerdotales. Te recuperarás en seguida.
Dubhe esbozó una sonrisa.
Él se quedó mirándola un buen rato, silencioso.
—No te atormentes. No eras tú —dijo por fin.
Eso era fácil decirlo, pensó Dubhe. Pero ¿cómo explicarle que ese detalle apenas contaba? ¿Cómo decirle que cada vez que emergía la Bestia, algo se rompía en su interior?
—La dejé en libertad —murmuró, desviando la vista.
—Era la única opción —afirmó él con convencimiento.
—Pero he vuelto a perpetrar una matanza.
Dubhe clavó sus pupilas en las de Lonerin, y comprendió que no era capaz de entenderlo. Quien no había matado nunca no podía comprender, siempre acababa alzándose un velo que la separaba del mundo de la gente normal, de aquellos que no habían probado la sangre.
Lonerin suspiró.
—No eres la única que ha hecho cosas terribles.
Se quedó estupefacta. Recordaba claramente que había matado a Filla con sus propias manos.
—Yo estuve a punto de matar a aquel Asesino.
Ella seguía mirándolo con perplejidad.
—Trataba de matarte, no habría habido nada de malo en ello…
—Utilicé una magia prohibida. —Lonerin se interrumpió, como si sintiera vergüenza. Pero cuando vio que Dubhe no lo entendía, prosiguió.
»La magia se basa en el equilibrio y en el aprovechamiento de las fuerzas naturales. El mago nunca hace nada contra natura: se limita a someter las leyes naturales a su propia voluntad, de forma que lo secunden. Por eso hay cosas que no se pueden hacer. Causar heridas mediante magia, por ejemplo, o matar. Son acciones que subvierten la naturaleza, la alteran. El Tirano era un gran dominador de la magia prohibida. Quien practica un encantamiento prohibido arriesga su propia alma, la vende al mal a cambio de adquirir la fuerza necesaria para realizar el sortilegio deseado. Esa magia no se puede ejercer impunemente: te corroe por dentro, te empuja a la maldad, te destruye.
Dubhe reconoció de inmediato las características de su maldición. Sin duda su sello pertenecía a aquella clase de magia.
—Usé uno de esos hechizos contra el hombre que iba con Rekla. Y no porque me estuviera atacando o me quisiera matar. Sé cómo neutralizar a un enemigo sin tener que cargármelo. —Tragó saliva—. Lo hice porque era un Asesino. Ése fue el único motivo.
Dubhe recordó a Lonerin arrojándose por el precipicio, unos días atrás, en todo el odio que vio en sus ojos, algo tan insólito en él, y tan repentino.
—¿Por qué los odias? —preguntó.
—Cuando tenía ocho años contraje la fiebre roja.
Dubhe la conocía. De hecho, durante siglos había sido uno de los azotes del Mundo Emergido. Solía atacar a los niños y se manifestaba en forma de letales fiebres hemorrágicas. La mayoría de las veces causaba la muerte por desangramiento. En el Mundo Emergido todos le tenían pánico.
—Mi madre estaba sola. Mi padre la abandonó antes de que yo naciera, sólo me tenía a mí. Entonces acudió al Dios Negro, Thenaar, y se ofreció como Postulante.
Lonerin se pasó una mano por la cara y prosiguió con su historia.
—Logré curarme, pero mi madre ya no volvió; incluso fuimos a buscarla al templo, con la vecina a quien me había confiado, pero no había ni rastro de ella. Al cabo de unos meses supe qué le había sucedido. Había un campo, cerca de donde jugaba…, lleno de huesos… Lo descubrí junto con unos amigos… Fuimos a verlo… y ella… estaba allí.
Dubhe se imaginó la escena. Le entró un escalofrío. Permaneció en silencio. No había nada que pudiese decir, lo sabía.
Nos la llevamos de allí y la enterramos. Yo fui adoptado por un tío. Durante los siguientes años pensé en el modo de vengarme. Destruiría la Gilda, mataría a todos aquellos cerdos aun a costa de mi propia vida. Entonces conocí al maestro Folwar, y él me dijo que había otro camino. El rencor no me conduciría a ninguna parte. Por el contrario, debía dejar que floreciese y convertirlo en fuerza. Por eso empecé a estudiar magia, para darle una finalidad a todo mi dolor y a mi odio. Por eso hice que me enviasen a la Casa como infiltrado, por eso he continuado con la misión.
Dubhe bajó la mirada. Lo veía desde una perspectiva desconocida hasta ese momento.
—Le carbonicé una mano. Y disfruté al hacerlo. Y aunque comprendí que luchaba por amor a Rekla, deseé su muerte. Pero me contuve.
En efecto, ésa era la diferencia entre ambos. Él aún tenía elección, aún podía detenerse ante el abismo. Ella, no. Ella siempre era arrastrada al fondo.
—Yo también me equivoqué. Yo también cedí. No debes sentirte culpable.
Ella sonrió con amargura.
—¿De veras pretendes comparar ese instante tuyo de debilidad con la matanza que perpetré en el roquedal?
—No estabas en tus cabales, y no tenías elección. ¿Crees realmente que habría sido mejor dejar que Rekla te matase? ¿Qué habrías ganado con ello?
Dubhe miró al suelo. No sabía qué responder, pero cualquier cosa era preferible al dolor que sentía en ese momento.
—Es la maldición, el maldito sello. Eso es lo que te devora y hace que te sientas así. No eres tú, ¿lo entiendes?
Lonerin le cogió la mano con fuerza, se la estrechó y la miró larga, intensamente a los ojos.
—Tú nunca has matado a nadie, no puedes comprenderlo… No importa el porqué, Lonerin. No cuenta que tuvieses razón cuando tomaste ese camino; no cuenta que fuese un accidente o cualquier otra cosa. Lo que cuenta es que lo has hecho. Y nada es ya como antes. La muerte entra en tus venas, y te intoxica. Mi Maestro… murió por ese motivo. Y la Bestia… no está fuera de mí, está dentro de mí.
Lonerin sacudió la cabeza con determinación.
—No, estás del todo equivocada. Tú no eres una asesina y nunca lo has sido. Fueron las circunstancias, y ahora es la maldición, lo que han hecho que tengas que verte así. Pero tú, tú nunca has tenido nada que ver con la muerte.
Su semblante irradiaba convicción y sinceridad. Él creía en lo que decía, o, cuando menos, quería creerlo. Dubhe sintió una punzada de dolor.
«Si realmente me amase, lo entendería. Y si yo lo amase realmente a él, me bastaría con su mirada».
Pero no le bastaba. Estaba sola, sola con su horror. Y pese a que él lo había visto, no lo había comprendido. No la amaba todo cuanto ella era, no amaba sus manos manchadas de sangre. Amaba su imagen, su fragilidad y su debilidad. ¿Y ella? Ella amaba todo cuanto había en él que le recordase al Maestro, amaba su mundo, en el que se podía decidir, su seguridad.
—Te juré que te salvaría, y lo haré. Te libraré de la maldición, nada me detendrá, y nunca más volverás a tener que vivir una experiencia tan terrible. No pude salvar a mi madre, pero contigo será distinto. Ya verás como cuando elimine la maldición serás por fin libre.
¡Qué falso sonaba aquello! Aunque lograrse liberarla de la maldición, no podría salvarla. Porque el sello no era su única cárcel. Su cárcel era mucho vasta, y él ni siquiera había llegado a verla.
Sin embargo, Dubhe sonrió. Le estrechó la mano. Cuando menos, aquella voluntad de amarla la conmovía.
—Gracias —murmuró, y su voz sonaba a llanto.
Él le ofreció sus labios para darle un largo beso, y ella supo que ése sería el último.