19

La Bestia

DUBHE permaneció inmóvil un instante; un reguero de sudor helado descendía por la cavidad de su espalda. Respiró profundamente y se volvió con la rapidez de un rayo, con las manos sobre el pecho, lista para lanzar los cuchillos.

Arrojó dos, pero, tal como se esperaba, falló. Rekla se apartó veloz y los esquivó: entonces se quedó quieta, con el puñal en la mano y una mueca triunfal.

Dubhe apenas podía reconocerla. Era ella, y al mismo tiempo no lo era. Hacía más de diez días que no tomaba la poción, y la vejez había causado estragos en ella. La piel del rostro se había vuelto flácida y rugosa como un paño mojado, parecía haber demasiada para cubrir aquel pequeño cráneo macilento. Su rala cabellera formaba una especie de matojos resecos como la estopa a cada lado de su cabeza. No quedaba ni rastro de sus sedosos rizos. En cambio, sus ojos, aunque entelados por los años, refulgían de odio y de sed de venganza.

Sus huesos despuntaban por todo su cuerpo a través de la piel translúcida, si bien sus músculos seguían reaccionando con la misma prontitud de siempre. La fe ciega que profesaba por su dios le insuflaba la fuerza necesaria para seguir adelante.

—¿Acaso mi aspecto te da miedo? —le preguntó con voz burlona.

Rekla avanzó un par de pasos. Dubhe retrocedió instintivamente. No había escapatoria. Tras ella sólo estaba la pared de roca que acababa de desplomarse, y a su izquierda un precipicio infranqueable. Era una ratonera. No podía usar el arco, no disponía de espacio para moverse. Sólo le quedaban tres cuchillos: no bastarían.

—Mira bien esta cara, mírame atentamente —le dijo Rekla mientras seguía avanzando.

Dubhe ya tenía la espalda contra la pared.

«¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?».

—Así es como soy realmente. De no ser por los valiosos filtros que esparciste por el suelo, siempre tendría este aspecto. ¿Qué pretendías con ese gesto? ¿Pensabas que así me derrotarías? ¿Creías que iba a rendirme? Mi voluntad es más sólida y más fuerte que antes, porque mi dios no me ha abandonado, para que lo sepas.

Dubhe oyó un grito al otro lado del desprendimiento. Lonerin estaba en peligro, y ella no podía ayudarlo. De pronto se sintió presa del pánico, y ese instante de distracción le costó caro. La anciana Guardiana se abalanzó sobre ella y la sujetó por la garganta. Su mano de acero ejercía una presión terrible. Dubhe sintió que le faltaba el aire mientras su enemiga la levantaba lentamente del suelo, con el rostro contraído por el esfuerzo.

—¡Filla no tendrá piedad de tu amigo, es inútil que sigas pensando en él!

Cuando Dubhe oyó aquellas palabras se le paralizó el corazón y casi se quedó sin aliento. Trató desesperadamente de alcanzar el cuchillo, pero Rekla la inmovilizó al instante con su brazo.

—Nada de trucos —le susurró al oído. Y la chica volvió a percibir la insoportable calidez de su respiración, mientras el odio iba creciendo en lo más profundo de su ser. Algo se movió en su interior.

Rekla la soltó de golpe, y Dubhe notó que se le aflojaban las piernas. Mientras caía de rodillas, la otra descargó una amplia estocada lateral contra su pecho. En el chaleco se abrió un largo corte rojo, y el cinturón cayó al suelo con los cuchillos de lanzar. Éstos tintinearon fuera de sus fundas. Dubhe se esforzó en controlar el dolor y se abalanzó sobre los cuchillos, tratando de recuperar al menos uno. Alcanzó a duras penas una arma y entonces sintió un dolor insoportable en la mano. Su grito se sobrepuso a otro, el de un hombre, al otro lado de la pared.

«Lonerin…».

Cuando abrió los ojos, vio el puñal de Rekla clavado en el dorso de su mano. La había atravesado de parte a parte, manteniéndola clavada al suelo. La mancha roja que teñía la tierra iba haciéndose cada vez más grande. La Guardiana se arrodilló frente a ella y la miró exultante.

«Estoy muerta. Pese al estado en que se encuentra, es más fuerte que yo. Todo se ha acabado».

Tembló de miedo y de dolor. Rekla untó los dedos en la sangre que impregnaba el suelo y entonces, con gesto dramático, la examinó a la luz del sol.

—Seguro que Thenaar sabrá apreciar este regalo —dijo sonriente.

Desclavó el puñal con violencia y, por un instante, ella creyó morir. Pero reaccionó de inmediato. Con la mano sana, cogió uno de los cuchillos de lanzar y lo arrojó con todas sus fuerzas hacia donde se encontraba Rekla. Tenía la vista nublada, pero con todo logró herirla en un hombro. Había sido tan rápida que su torturadora no tuvo tiempo de evitar el ataque. Cuando Dubhe volvió a alzar la cabeza, la vio sujetándose el hombro mientras su sangre, negra y espesa como la tinta, se derramaba por el chaleco.

—¡Cómo has osado! —gruñó Rekla.

Fue rápida como un rayo. Se le echó encima y la derribó. Cuando estuvo encima de la chica, la apuñaló en el hombro. Ésta volvió a gritar, desesperada. Pero en esa ocasión hubo algo más en aquel grito, un registro espeluznante que ella conocía.

Rekla seguía encima de ella, sentía todo el peso de aquel cuerpo en decadencia oprimiéndole el vientre.

—Te llevaré a la piscina de Thenaar, aunque sea lo último que haga. Pero esta vez me aseguraré de que no me causes ningún problema durante el trayecto. No me importa en qué condiciones llegues, ya he sido demasiado clemente contigo. Y no pienso volver a cometer el mismo error.

La voz de Rekla le llegaba distorsionada y lejana. Había otro sonido que la ensordecía. Conocía bien aquel grito que sentía crecer en sus entrañas, siempre lo había temido, pero en esos momentos era su única salvación.

Rekla volvió a abalanzarse sobre Dubhe y le dio un puñetazo en el abdomen. Por un instante, la chica contrajo los músculos a causa del dolor, pero después no sintió nada. Era como si poco a poco su cuerpo se estuviera volviendo insensible.

Entonces lo comprendió. Empezó a sentir un hormigueo en los dedos, y aquel extraño entumecimiento fue difundiéndose a través de los brazos hasta llegar al pecho. Debajo, la Bestia se afanaba en salir.

—¡Por tu culpa Thenaar ha dejado de hablarme! ¡Me odia porque cometí un error contigo, porque no te mantuve atada a una cadena como si fueras un animal! ¡Fui una estúpida al dejarte libre para que hurgases en las cosas de Su Excelencia! ¡Yeshol habría debido capturarte en cuanto huiste con ese Postulante! ¡Ahora pagarás por lo que hiciste!

Dejó escapar su rabia lanzando un grito al cielo, y aquel agudo chillido se solapó con el de un dragón. Todos los animales de los alrededores estaban inquietos. Incluida la Bestia. Dubhe sentía cómo palpitaba en su interior. Buscaba una vía de escape, pero la poción de Lonerin le impedía salir al descubierto. Tenía que dar con una solución, inmediatamente. Tenía que derribar aquel muro, o ya podía darse por muerta.

Rekla le propinó una patada, y empezó a apretarle el cuello a Dubhe con ambas manos. No tenía intención de matarla, sólo quería torturarla. Quería disfrutar de aquel placer hasta el final.

—¡Esto es lo que merece una traidora como tú! —le dijo, extasiada—. ¡Estás atrapada, sin esperanza, y el dolor será tu compañero hasta el final de tus días!

Dubhe trató de concentrarse. Pensó en su primera matanza en el bosque, en los ojos saturados de terror de sus víctimas. En el ruido de su cuchillo al atravesar su carne. Una parte de ella sentía un remordimiento incontenible por aquella acción, y contemplaba aterrorizada el abismo en que se precipitaría si la Bestia saliese y tomase posesión de su cuerpo. La otra, sin embargo, gozaba, y saboreaba el olor de su propia sangre, ansiosa por devorar al enemigo que había osado desafiarla.

Rekla empuñó el puñal y la hirió de nuevo en el pecho. Dubhe apenas sintió dolor. Sus manos se agitaban, presa de convulsiones, y su mente ya empezaba a perder el contacto con la realidad.

—En cuanto haya ofrendado tu vida a Thenaar, todo volverá a ser como antes, ¿lo entiendes? Mis años y mi belleza son un precio que pago gustosamente a cambio.

Dubhe sintió con toda claridad que quería derribar la última barrera. Su mente renunció por voluntad propia, con la misma desesperación que impulsa al suicida a consumar su último gesto, del que ya no hay vuelta atrás.

Los sonidos del exterior desaparecieron y el silencio la envolvió por completo. Estaba cayendo en el abismo, en el agujero negro que formaba parte de su ser. Al fondo, dos ojos rojos como brasas iluminaban aquel lugar de desolación. Habría podido volver a subir, pues la poción le brindaba esa posibilidad. Pero ya había tomado una determinación. Respiró profundamente el olor acre del cuerpo de Rekla y se dejó llevar. Se sintió presa de un calor insoportable, los dos ojos rojos invadieron las sombras que la condenaban y entonces percibió que la Bestia tomaba el mando.

De pronto parecía como si Rekla se moviese lentamente, como si estuviera bajo el agua. Tenía ante sí el patético cuerpo de aquella vieja fanática devorada por el odio. Dubhe saltó hacia delante y la Bestia rugió.

Vio su propio cuerpo moviéndose a una velocidad sobrenatural. Se incorporó en un instante, como si ya no estuviera agotada y a punto de desfallecer. La anciana perdió el equilibrio y cayó al suelo. Todo sucedió en una fracción de segundo.

—Ni siquiera la Bestia podrá matarme, ilusa —murmuró con una mueca de autosuficiencia.

Dubhe atacó, rapidísima, y sintió que sus manos eran como dos zarpas encorvadas. Su voz resultaba casi irreconocible, sonaba ronca, no parecía humana. Cuando reparó en uno de sus propios brazos se estremeció: no era el suyo. Se había transformado en una máquina de matar perfecta. Sus músculos vibraban enloquecidos, y su sed de muerte era insaciable, nada podría colmarla. Aquel instinto animal había aplastado su conciencia, y ya no sabía si podría volver atrás.

Golpeó a Rekla varias veces, la agarró del cuello y la lanzó contra la pared rocosa. El ruido de sus huesos al fracturarse la llenó de satisfacción.

Habría deseado parar, en ese mismo instante, pero ya era demasiado tarde.

A pesar del terrible golpe recibido, su enemiga reaccionó. Empuñaba el cuchillo con una mano y con la otra sujetaba un cuchillo de lanzar.

—Mi fe es mucho más grande que tu maldición. ¡Thenaar me dará fuerzas!

Empezó a atacar a ciegas, moviendo las manos con gran agilidad. Hirió superficialmente a Dubhe en varias ocasiones, y unos finos arcos de color rojo surcaron el aire mientras el penetrante olor de la batalla impregnaba el claro. Los dragones empezaron a rugir, aterrorizados. Dubhe los oía lejanos, como si formasen parte de un sueño. Sólo sentía una excitación incontrolable.

Alzó a Rekla por los aires como si fuera una rama. Y empezó a golpearla con la mano libre. Sus puños eran cortantes como cuchillos.

Su mente se sentía horrorizada. Era como si estuviera escindida. Ella no quería aquella carnicería. Tenía claro que había superado el punto de no retorno, que había ido demasiado lejos, y que ya nadie podría frenar a la Bestia. Trató de gritar, sin éxito. Su garganta ya no le pertenecía.

Tuvo que resignarse a oír los gritos de Rekla, cada vez más desesperados, con el cuerpo cediendo bajo los golpes.

Dubhe creyó que iba a enloquecer, comprendió que, de seguir así, no podría resistirlo, aquello era demasiado. Su cuerpo ya no le pertenecía, era incapaz de cerrar los ojos para no ver lo que estaba haciendo, no podía detenerse ni, a la vez, dejar de gozar con cada uno de aquellos gritos.

Al final agarró a Rekla y la lanzó contra el suelo. Estaba casi muerta, pero la Bestia aún no tenía bastante. Le rodeó el cuello con las manos y apretó, apretó, sintiendo cómo los pies de su víctima se debatían convulsivamente.

«¡Basta!».

Los huesos del cuello se rompieron bajo su presión, y Dubhe deseó morir, anheló perderse para no tener que seguir siendo espectadora de aquel horror.

Por fin aflojó la presa. Un grito captó su atención. Se volvió. Algunas de las piedras desprendidas parecían moverse: a través del hueco que acababa de abrirse entrevió a Lonerin, atónito, y a Filla, que gritaba de dolor.

La Bestia esbozó una sonrisa maligna.

* * *

El mago empezó a apartar con sus manos las rocas caídas durante el derrumbamiento. Estaba agotado, pero había oído gritar a Dubhe varias veces.

—No llegarás a tiempo. Mi señora sabe ser letal cuando siente la mano de su dios posándose sobre su cabeza —dijo Filla.

—¡Cállate!

Optó por usar la magia. Aún le quedaba energía suficiente para un hechizo de levitación. Pero tenía que apresurarse. Seguro que Dubhe la necesitaba. Juntó las manos y recitó imperiosamente la fórmula. Una a una, las rocas empezaron a moverse, apartándose del montículo que obstruía el paso. Volaban hacia abajo, rodando por la escarpadura al son de los rugidos de los dragones.

Y entonces, un grito surcó el cielo. Era un alarido inhumano, ronco, salvaje. Lonerin se detuvo al instante. Recordaba perfectamente aquel sonido.

«¡No, Dubhe, no!».

Se concentró para poder ir más de prisa. Las piedras empezaron a elevarse del suelo a toda velocidad mientras la energía fluía de sus manos unidas como un río en plena crecida. En cuanto se abrió el primer resquicio lo comprendió todo. Al otro lado del derrumbamiento había dos personas: Dubhe y una figura negra, vestida del inconfundible modo en que lo hacían los Victoriosos. Pero Dubhe no era ella, su rostro ya se había transfigurado, sus músculos palpitaban bajo la piel describiendo extraños movimientos rítmicos.

Hasta ese momento, cada vez que afloraba la Bestia, Dubhe seguía manteniendo su aspecto a pesar de todo. Sólo se le transformaba el rostro, que adoptaba una expresión de desquiciada ferocidad. Sin embargo, ahora todos sus miembros estaban henchidos de esa fuerza oculta que sólo la maldición podía conferir. Tenía un aspecto salvaje, animalesco, señal inequívoca de que la Bestia había vuelto a emerger a pesar de la poción.

Al igual que la primera vez que la había visto en acción, Lonerin se quedó petrificado. Incluso dejó de apartar las piedras y se quedó allí plantado observándola, incapaz de moverse.

Dubhe tenía el rostro contraído en una horrible mueca, y estaba agachada sobre el cuerpo de Rekla, estrechando las manos convulsivamente alrededor de su garganta. Lonerin alcanzaba a ver los pies de la mujer agitándose incontrolados, pero a cada instante sus movimientos eran más débiles y lentos. Tenía la boca muy abierta para tratar de respirar y proferir palabras mudas que nadie habría de escuchar.

—¡Detente!

El grito que oyó a su espalda lo sobresaltó. Filla intentaba zafarse desesperadamente del encantamiento que lo mantenía sujeto. Fuera de sí, observaba la escena, y sus ojos traslucían una preocupación sin límite.

Rekla dejó de mover los pies, un sonido terrible —de huesos rotos— se impuso al artificioso silencio que se había impuesto tras el grito de Filla. Dubhe no soltó la presa, se limitó a volverse hacia ellos; en sus ojos había un brillo espeluznante. A Lonerin se le heló la sangre. No era ella. Su mirada, la mueca que dibujaban sus labios, el rostro manchado de sangre…

—¡Mi señora! —gritó Filla totalmente fuera de sí. Pese al agotamiento, ya había logrado liberar un brazo, y se arrastraba con desesperación hacia la brecha del derrumbamiento.

Parecía haber enloquecido.

«La maldición la ha devorado», pensó Lonerin, cada vez más horrorizado.

No tuvo tiempo de concluir su pensamiento: Dubhe describió un salto sobrehumano, atravesó la brecha que él mismo había abierto y se abalanzó enfurecida sobre el discípulo de Rekla.

Vio cómo lo destrozaba con sus propias manos, que a esas alturas ya se habían convertido en auténticas armas, las mismas manos que él había acariciado pocos días antes. Nunca hasta ese instante se había sentido tan aterrorizado. Lo único que pudo hacer fue permanecer inmóvil, mirando. Su mirada se encontró con la de Filla por un instante. No estaba horrorizado, ni roto de dolor. Desde el otro lado del desprendimiento se limitaba a mirar a aquel espantajo negro que yacía en el suelo con una expresión de infinita tristeza.

—¡Ya basta! —Las palabras brotaron espontáneamente de sus labios, aunque sabía que no iban a servir de nada.

«¡Tengo que liberarla, debo hacerlo!».

Se abalanzó sobre ella, y sintió la musculatura recién adquirida de sus hombros. Tenía una fuerza increíble: con una simple sacudida lo lanzó contra la pared rocosa. Lonerin se resintió del golpe y se quedó sin respiración. Cuando alzó los ojos, Dubhe estaba frente a él, sedienta de sangre, podía leerlo en sus ojos.

—¡Vuelve en ti, te lo ruego!

Ella se quedó inmóvil; lo miraba con ferocidad, pero no lo atacaba, parecía confusa.

Lonerin sólo vio una solución posible. Gritó la palabra «lithos» empleando todo el aire que quedaba en sus pulmones. Dubhe se quedó rígida al instante. Él se tomó un instante para recobrar el resuello, y entonces empezó a hurgar frenéticamente en la mochila que yacía en un rincón tras haber caído al suelo durante el combate. Cuando sus dedos entraron en contacto con el frío cristal sintió que aún había esperanza, que todavía podían salvarse.

«Ella sigue estando aquí, en las profundidades, bastará un sorbo de poción para que todo vuelva a ser como antes. No ha sido más que un terrible accidente, sólo eso. ¡Dubhe no está perdida, no está perdida!».

Corrió hacia donde ella se encontraba. Aunque apenas se le oía, Filla lloraba desconsoladamente en el suelo.

—Mi señora… mi señora… Rekla… —murmuró con un hilo de voz, mirando fijamente el cuerpo que yacía sin vida al otro lado del desprendimiento. Y entonces se hizo el silencio.

Lonerin le abrió los labios a Dubhe por la fuerza y vertió todo el contenido del vial en su garganta. Vio cómo sus miembros se sustraían lentamente al encantamiento, notó cómo se dejaba caer en sus brazos, débil y agotada. Escrutó con ansiedad su rostro, pero no vio reaparecer a la Dubhe que conocía. Sus ojos seguían inyectados en sangre, y aún conservaba aquella expresión tan feroz.

«¡Sigue estando aquí, la maldición no la ha devorado!», se repetía desesperado, aunque no acababa de creérselo. El dolor lo golpeó como un puñetazo.

—Dubhe… Dubhe…

La recostó en el suelo, sosteniéndole la cabeza. Ella cerró los ojos. Tenía el rostro totalmente lívido. Pero, al cabo de unos segundos, algo pareció moverse bajo sus párpados. Cuando se recobró, sus pupilas habían recuperado aquel color que Lonerin tanto adoraba: volvían a ser negras como la boca de un pozo. Las facciones de su rostro se relajaron y pasaron a convertirse en una simple mueca de dolor. La maldición volvía a estar bajo control.

—Gracias, gracias… —murmuró el mago, que no acababa de dar crédito a aquel regalo. La abrazaba, acunándola entre sus brazos.

»Todo va bien, Dubhe, todo va bien. Te he dado la poción, ahora te sentirás mejor.

Ella lo miró y murmuró su nombre. Y entonces se desmayó.