18

Recuerdos sumergidos

IDO se despertó pronto. San estaba en la cama, a su lado, y dormía sereno, en paz.

Se sentía bastante vigoroso. Las curas del niño habían surtido un efecto espectacular, y el temple de su raza había hecho el resto. Al cabo de un par de días podrían partir. En ese momento, sin embargo, le apetecía dar un paseo por la guarida de la resistencia, él solo.

En cuanto puso el pie allí sintió la necesidad de hacerlo. Los recuerdos lo atormentaban, y la idea de un peregrinaje por aquel lugar cargado de memoria le pareció la mejor opción. Tener cien años y haber sobrevivido a todo y a todos era una condición difícil de soportar. Ido se sentía cansado y abrumado por aquel peso. La muerte empezaba a parecerle una amiga. Más que una adversaria. Pero aún quedaba mucho por hacer, y no tenía intención de irse dejando tareas incumplidas tras de sí.

Contemplar los lugares donde había luchado y sufrido, divertido, gozado… sin duda le ayudaría a sentirse mejor.

Llegó a su viejo habitáculo, un nicho excavado en la pared. A un lado estaba la cama que había compartido muchos años con Soana. Un poco más adelante, la sala donde arengaba a los suyos, donde daba las órdenes y donde planificaban juntos las acciones guerrilleras. La armería, con las espadas ya medio oxidadas, las lanzas, las armaduras esparcidas por el suelo.

Todo estaba vacío y silencioso. Sin embargo, el gnomo recordaba perfectamente las caras de sus compañeros, e incluso el modo en que murieron. Una infinita sucesión de funerales, de cuerpos destrozados por las espadas, de moribundos a los que había asistido en sus agonías.

Sus pasos lo condujeron al gran anfiteatro. Era una cisterna vacía. La habían adaptado para que el techo pudiera abrirse gracias a un mecanismo que accionaban tres personas. En el exterior estaban las montañas, era un lugar bastante aislado para que nadie se percatara de la existencia de la abertura.

Entró y respiró a pleno pulmón el aire del recinto. Aún sentía el olor de Vesa, su inmenso cuerpo encajado allí abajo durante los largos períodos de inactividad entre batalla y batalla. Recordaba sus bramidos cuando saltaba a su grupa y le decía que iban a entrar en combate. Desde allí había emprendido su último vuelo, el día que la resistencia fue desmembrada y tomaron el acueducto.

* * *

El sonido de los pasos resuena en sus oídos. Ido ya les ha dicho a los suyos que huyan, pero los soldados de Dohor siguen cercándolos por todo el acueducto. Trata de llegar al anfiteatro, está jadeante, exhausto, la herida de su brazo empieza a palpitar. Se detiene. Frente a él hay un cementerio de hombres carbonizados, y en medio está Vesa, su dragón; está bramando: espera su llegada, su mirada tiene un aspecto feroz.

En cuanto lo ve, lanza un potente rugido, e Ido le sonríe conmovido. Su montura ha salido con bien, podrán volver a luchar juntos.

Ido corre a su encuentro, han de huir inmediatamente y disponen de poco tiempo. Cuando ya está cerca, se percata de que está herido. Algunas lanzas han logrado atravesar la piel coriácea y el ala derecha, y además tiene un corte especialmente profundo en la pata que le preocupa.

—¿Qué te han hecho, Vesa…?

El dragón baja el hocico hasta su altura, resopla ligeramente.

Ido lo acaricia, con delicadeza.

—Ahora nos iremos tú y yo. Ya verás, le encargaré al mejor mago del mundo que te cure. Nos ocultaremos en la Marca de los Bosques, y desde allí se lo haremos pagar, a todos.

Corre hacia el lugar donde se hallan los mecanismos de apertura, tres hornacinas situadas bajo la pared de roca móvil. Se precisan tres personas para accionar el dispositivo, pero tal vez bastará con su fuerza para abrirlo hasta la mitad. Del resto se ocupará Vesa con su enorme cuerpo.

Ido se encarama con cierta dificultad. Se le empieza a nublar la vista, ha perdido mucha sangre. Con todo, logra alcanzar uno de los nichos. En el centro hay una gran palanca de madera conectada a una rueda dentada de considerables dimensiones. El gnomo que la controlaba yace en el suelo, traspasado por una lanza. Ido se limita a apartarlo. No hay tiempo para gestos piadosos.

Sujeta la palanca con ambas manos y tira de ella con todas sus fuerzas. El brazo le duele terriblemente, pero por fin la palanca se mueve y la roca se desplaza hacia un lado con un estruendo de mil demonios.

Ido se deja caer y aterriza desmañadamente sobre el lomo de Vesa. El animal ya está intentando forzar la roca. Sus enormes músculos se tensan con el esfuerzo, arquea las patas y clava las garras en la piedra. La herida del ala sangra copiosamente y el olor a sangre invade la sala.

—Un esfuerzo más y lo habremos conseguido. ¡Vamos, Vesa, tú puedes!

La roca chirría y se desplaza unos palmos más, pero el animal se deja caer sobre las patas delanteras, agotado.

A su alrededor, los gritos de los combatientes y el ruido de las espadas son cada vez más intensos.

—¡Ya casi está, ánimo, ya lo tienes!

Ido se percata del mortal agotamiento de su dragón. A él le sucede lo mismo. No van a conseguirlo, ambos están al límite.

—¡Vamos! —le grita para darle ánimos. Por fin el animal despliega las alas y emprende el vuelo con dificultad.

La luz del sol casi los deja ciegos, ante ellos el Thal escupe fuego y cenizas. Pero el cielo parece despejado.

Vesa bate las alas, vigoroso, y en un segundo alcanzan las alturas; el aire huele a azufre y el calor del volcán les llena los pulmones.

Por primera vez en su vida, el gnomo siente que aquel lugar le pertenece. Ha luchado por aquella tierra, se ha ocultado en sus entrañas, ha estado con su gente y ahora aquel país de rocas y fuego es realmente su casa.

«Te la arrebataré. Dohor, te la arrebataré y haré que recupere su antiguo esplendor», se dice a sí mismo.

Ya se dispone a relajarse, con la vista puesta en su lejano destino, cuando nota bajo sus piernas que los músculos de Vesa se están poniendo rígidos, y le oye lanzar un rugido agudo y doloroso.

Comienzan a descender precipitadamente, el dragón tiene una ala inmóvil.

Ido se sujeta a las escamas del lomo, y con una sola mirada lo comprende todo.

Ha sido un mordisco. Vesa tiene el ala herida destrozada. Ido está loco de ira.

Entonces lo ve, en el límite de su campo visual; es un maldito dragón, pequeño, escurridizo, montado por un jinete que apenas es un niño.

—¡Vamos, vamos! —le dice Ido a Vesa, azuzándolo, aunque ya es inútil.

El dragón está agotado, con el ala buena trata de aprovechar las corrientes de aire, pero no lo consigue. Extiende la extremidad lesionada para ralentizar la caída. Su rugido ahora ya es un gemido de dolor. A Ido se le remueven las tripas, está fuera de sí.

Se vuelve y ve al jinete, que trata de embestirlo. Monta un dragón bastante joven, cuando menos tan inexperto como su amo. Lleva la lanza en ristre, apuntándole, e Ido intuye con toda claridad sus intenciones. Ya tiene dibujada en el rostro la sonrisa del vencedor, y sin duda sueña con volver a la base con su cabeza entre las manos, la cabeza del terrible Ido.

El gnomo se pone en pie de un salto, manteniéndose en equilibrio sobre la grupa de Vesa. El chico levanta el brazo y descarga el golpe, como era de prever.

Ido se limita a agacharse, y entonces sólo tiene que agarrarse con la mano sana a los arreos del dragón enemigo. Con el rostro demudado, el joven lo ve trepar hasta la silla con la agilidad de un hurón y situarse a su espalda.

—¡No! —es cuanto le da tiempo a decir.

Ido desliza el cuchillo por su garganta, siente cómo lo sacuden las convulsiones de la agonía y, finalmente, se derrumba en sus brazos, ya sin vida. Lo arroja al vacío de una patada y se queda solo con el dragón, que ya ha hecho presa en la cola de Vesa y la sacude con violencia. Ido grita de rabia y le hunde la espada en el costado con todas sus fuerzas, hasta la empuñadura. El animal ruge y suelta su presa, pero aún tiene tiempo de lanzarle una llamarada a Vesa.

—¡Maldito!

Ido está furioso. Se agarra al cuello del dragón; trata de reprimir las náuseas mientras el animal se agita de dolor. Se desliza hacia abajo, allí donde sabe que la espada penetrará con mayor facilidad. Grita y la clava, una vez, dos veces, tres. Sólo se sostiene con el brazo herido, y el corte le inflige unos espasmos atroces. No importa. Aquel animal ha atacado a Vesa, y debe pagar.

Al borde de la inconsciencia, Ido nota que están cayendo. El dragón debe de haber muerto. Se resigna. No hay nada que hacer. Seguramente él también morirá, pero morirá luchando, y eso ya le basta. Morirá vengando a Vesa, además. Sonríe mientras se precipita en el vacío.

Entonces nota un tirón, y todo se paraliza. La casaca le oprime la garganta, se ahoga. Siente una especie de aliento cálido que lo envuelve. Ido comprende al instante.

Vesa… —murmura.

Lo ha cogido al vuelo con los dientes, salvándolo de estrellarse.

Lo posa con delicadeza en el suelo, y entonces oye el ruido de un topetazo. Cuando se vuelve, ve a su dragón tendido en las rocas, con la cabeza ladeada, apoyada en el suelo. Respira con dificultad, su vientre asciende y desciende irregular, la sangre se confunde con el rojo de su piel escamada.

Ido no quiere creerlo. No puede creerlo. Se incorpora de un salto, ignorando el dolor de sus heridas, camina alrededor del dragón, lo examina.

Ha perdido el ala derecha, y la tersa membrana que une ambos huesos está completamente desgarrada. Le han destrozado la cola a mordiscos, y su vientre desprende olor a quemado.

Ido ha comprendido. Ya lo ha comprendido, pero no puede aceptarlo. Se arrodilla ante Vesa y le acaricia la cabeza.

—Todo va bien, Vesa, todo va bien. No te negaré que estás hecho polvo, pero saldremos adelante, ¿no crees? Como siempre. ¿Has visto cómo te he vengado?

Le acaricia compulsivamente la pequeña cresta que tiene encima del hocico, y las manos se le llenan de sangre.

—Todo va bien. Ahora descansaremos un poco, y después nos iremos, ¿de acuerdo?

Ya siente las lágrimas agolpándose en sus ojos.

Vesa lo observa con la mirada apagada. Por vez primera, Ido ve en aquellos ojos algo parecido al miedo, o a la resignación. El animal se está rindiendo.

—¡No, Vesa, maldita sea, no! Te necesito, ¿lo entiendes? ¡No te des por vencido!

Pero sus ojos no centellean, como sucedía siempre que lo llamaba. Ya lo habían herido en otras ocasiones y, cada vez, cada maldita vez que él le decía que todo iría bien, Vesa parecía responderle con la mirada para tranquilizarlo. Sí, todo va a ir bien, porque se pertenecen el uno al otro desde hace una infinidad de años, porque han pasado lo suyo juntos, porque son ellos.

Ido se inclina sobre la cabeza de Vesa, se siente aturdido y el corazón le palpita desbocado. Se acerca cuanto puede a sus ojos, tanto que alcanza a ver cada escama de su espléndida piel roja.

Vesa, te lo suplico, resiste… Yo no me he rendido, me dejaron para el arrastre, pero esta noche he vuelto a luchar con todas mis fuerzas, como tú. Eres todo cuanto me queda, no me dejes…

El dragón clava sus pupilas en las de Ido. Es como si tuviera ante sí a un hombre que le está hablando, no un animal.

—Tengo que irme.

—¡No puedes dejarme! —grita Ido, y siente que le arde la garganta—. ¡No me hagas esto!

—Todo tiene su tiempo. Y el mío se agota hoy.

—¡No es verdad, no pienso aceptarlo! ¿Recuerdas cuando iba a verte después de cada batalla, y te decía que había decidido enfundar la espada para siempre, lo recuerdas? ¡Pues no lo he hecho! ¡No puedes abandonarme tú también, no puedes!

Ahora los ojos de Vesa transmiten sosiego, y su respiración, antaño tan poderosa, se va mitigando, como la de un niño. Su pecho apenas se expande, y lo hace de forma irregular.

—Deja que me vaya.

Ido se echa a llorar como un chiquillo.

La respiración majestuosa de Vesa siempre marcó el compás de las batallas. Ido la escuchaba para tranquilizarse antes de entrar en combate, y después la oía anhelante cuando la lucha había acabado, y aquél era el sonido de la victoria. Cuando viajaban de campamento en campamento, se dormía con aquel sonido. Y ahora no es más que un susurro a punto de extinguirse.

No puede soportarlo. Un caballero sin dragón no existe, un caballero sin dragón debería tener la decencia de morir.

Levanta la cabeza, mira a Vesa a los ojos. Ve cómo se apagan poco a poco, hasta que el telón de sus párpados cae definitivamente y su respiración cesa. Trata de llamarlo una vez más, lo sacude, lo golpea, pero sabe con toda certeza que se ha acabado, y para siempre. Ido contrae los puños hasta el espasmo y estalla en un desconsolado llanto; son las últimas lágrimas de guerrero que aún conserva.

* * *

Ido suspiró. Memorias. Recuerdos grabados con extrema viveza en su mente. Había retenido largo tiempo en su retina la imagen de Vesa tendido en el suelo, le atormentaba cada vez que veía un dragón. El Caballero del Dragón que había en él murió aquel día.

Se volvió, aún era pronto. Había una última etapa que debía recorrer, una última visita que hacer para clausurar aquel pasado glorioso y trágico, y era la más importante.

Avanzó con seguridad por el acueducto. Habían pasado tres años, pero reconocía cada piedra de aquel itinerario. Lo había hecho innumerables veces, y el dolor había acabado grabándoselo en la mente.

Cuando tomaron la gruta, aquella zona se inundó, y el agua le llegó en seguida a la cintura. Avanzó impulsado por un deseo que escapaba a su control.

Por fin la vio. Una parte estaba sumergida, pero en la zona superior aún estaban las flores que dejó la última vez. Estaban secas, pero a salvo del agua. La piedra circular, de un brazo de diámetro, estaba apoyada delante de la pared de roca. Estaba decorada con un friso, a base de flores estilizadas y hojas. Era uno de los antiguos ornamentos que abundaban en el acueducto, fruto del arte de sus antepasados.

El gnomo se acercó lentamente, como hipnotizado. Llevaba tres años sin dar rienda suelta a su dolor. ¿Cuánto hacía que no lloraba? ¿Desde cuándo no se permitía aquella debilidad, aquel lujo tan delicado?

Apoyó una mano en la tumba de Soana, siguió el zócalo hasta donde se sumergía, la acarició, y sintió que el dolor lo envolvía como un río desbordado. Se abandonó a su dolor. Un viejo amigo al que no le abría la puerta desde hacía tiempo, y casi acogió las lágrimas con alegría.

* * *

Ido baja a su estancia en silencio. Sabe que aquél será el último acto.

En la entrada encuentra a Khal, el sacerdote que ha tratado a Soana durante los últimos meses de su enfermedad. Su cara lo dice todo. Ido se queda inmóvil, con las manos en las caderas, convencido de que aún no está preparado. Escucha distante las palabras del sacerdote, como si le llegaran desde un lugar muy lejano.

—Creo que no se puede hacer nada, Ido. Lo siento. La enfermedad ha invadido por completo los pulmones y, llegados a ese punto, nuestra magia es inútil.

—¿Cuánto tiempo le queda? —le pregunta con un hilo de voz.

Khal baja la vista.

—¡Dímelo y basta! —le espeta Ido, furioso.

—Puede que hasta mañana por la mañana, no más.

Se ha acabado, ya no queda espacio para desesperadas esperanzas, para sueños inútiles. Mañana por la mañana finalizarán los años que la suerte les había concedido.

Ido entra en la habitación con la mirada baja, camina de puntillas.

—No es necesario que lleves tanto cuidado, no estoy durmiendo.

La voz de Soana suena débil y afligida. Ido trata de armarse de valor para alzar los ojos y mirarla. Ama incluso el aspecto que la enfermedad le ha dado, su mortal palidez, su piel, que se ha vuelto diáfana y transparente a causa de la fiebre, sus labios finos agrietados.

—Ven y despidámonos.

Tiene la voz serena. Se marcha tranquila, como si fuera a emprender uno de tantos viajes en su vida, y lo deja solo, incapaz de comprenderlo.

Ido se acerca, se sienta a su lado y encuentra las fuerzas necesarias para mirarla. Se recrea en cada detalle de su rostro, en sus ojos hundidos y ojerosos, en la extrema delgadez de su cuello, en su piel reseca.

«¿La recordaré así, durante el resto de mi vida? ¿Un cuerpo enfermo postrado en una cama?», se pregunta.

No puede reprimir las lágrimas.

Soana cierra los ojos, le cuesta respirar.

—Por favor, no lo hagas.

—Y entonces ¿qué debería hacer?

Ella calla.

Ido le coge una mano. Se la estrecha. ¿Cuántas veces ha repetido esa escena? Hasta la saciedad, pero en todos esos años de guerra nunca había pensado que un día la viviría con Soana. Prefería imaginar que una flecha, un puñal, la espada o un veneno llegarían antes, y sería ella quien velase su cuerpo. Pero el destino no ha sido tan clemente con él.

—No estés triste —sigue diciendo Soana con esfuerzo—, hemos tenido nuestros años, y han sido un espléndido regalo, ¿no te parece? Y yo he hecho cuanto tenía que hacer, no me arrepiento de nada.

—Si no te hubiera llevado bajo tierra conmigo, aquí en el acueducto, si tú no hubieras seguido haciendo el tonto, siempre en una guerra tras otra…

Hace un gesto de indiferencia con la mano.

—Yo elegí venir aquí, Ido.

Él sacude la cabeza. No puede tirar la toalla.

—Si te hubiera dicho antes que te amaba, habríamos dispuesto de muchos más años.

Soana sonríe.

—Pero hemos tenido todos éstos, que no han sido pocos.

Para él han sido como un suspiro. Le besa la mano, se la estrecha.

—Ido… —Resulta evidente que ni siquiera Soana sabe qué más puede decirle.

Ido piensa que la muerte de una persona querida nunca es algo natural, siempre es un crimen, un auténtico robo. Es como perder un miembro: uno no puede resignarse. Puede que, simplemente, así sea la vida, pero si es así como funciona, entonces la vida es injusta, y tal vez no valga la pena vivirla.

—No hagas que me vaya con el dolor de dejarte sumido en la desesperación.

Ido siente que ya no le quedan más palabras.

—Si tú quieres, esto también pasará. Pero debes querer que así sea, ¿me comprendes?

Las lágrimas siguen descendiendo silenciosas por los ojos del gnomo y mojan la mano de Soana. En el abismo donde ahora se halla, le resulta imposible creer que algún día podrá volver a ver la luz y, en cualquier caso, tampoco lo desea. Si ella muere, es justo que él permanezca sumido en las tinieblas el resto de su vida.

—Cambiemos de tema, por favor.

Soana se esfuerza en sonreír, y trata de que su voz suene normal, pero le cuesta respirar.

—¿Te acuerdas de aquella noche que te pregunté si podía quedarme en tu casa?

Ido cierra los ojos, vuelve a verla tal como era entonces, exactamente como si estuviera ante él, como si los años no hubieran pasado. Ahora ya no le cabe la menor duda. Ahora sabe que la verá así cada vez que la recuerde.

—Cómo olvidarlo.

—¿Y de la boda de Dohor y Sulana, cuando te avergonzabas de estar a mi lado?

—¡Yo no me avergonzaba! —protesta Ido.

—Sí que te avergonzabas. Te avergonzabas de ti mismo.

Ido sonríe, ruborizado.

Siguen así un buen rato, pensando en lo que han vivido, en los infinitos recuerdos que aquellos veinte años les han regalado. Y cuando ella ya está demasiado cansada para seguir hablando, y su respiración se convierte en un débil estertor, él sigue hablando por los dos. La vela se consume lentamente, hasta que el silencio y la oscuridad se ciernen sobre la estancia.

* * *

—Soana… —murmuró Ido en la penumbra, y la vio, espléndida, sonriente, frente a él. La amargura se había extinguido, y ahora lo que pervivía de ella era un recuerdo de arrebatadora belleza.

—Has vuelto…

—Estoy a punto de partir otra vez.

—Lo sé.

—No podía irme sin antes volver aquí.

Ella le sonrió desde el recuerdo.

—Estoy orgullosa de ti, Ido.

Las lágrimas surcaban lentamente las mejillas de su viejo rostro barbudo.

—Protégelo, y sálvalo. Siempre.

Ido abrió los ojos. Ante él vio la frialdad de la piedra, nada más. Pero ella estaba allí, con él, lo sentía, para siempre.