16
Los amos de las Tierras Ignotas
DUBHE examinó el vial a la luz de la vela. Lonerin estaba sumido en un sueño profundo un poco más allá, y parecía no darse cuenta de nada. Se había despertado pronto, exactamente igual que la mañana anterior.
Ya hacía unos cuantos días que la Bestia no le daba tregua, pero, esta vez, el profundo rugido que sacudió todo su cuerpo fue más potente. Necesitaba tomar la poción, de inmediato.
Miró el poco líquido blanquecino que quedaba y suspiró. Con toda seguridad no alcanzaría para el resto del viaje. De hecho, el otro frasco que le había quitado a Rekla se perdió cuando se zambulló en el lago.
Se dio cuenta poco después del reencuentro con Lonerin, pero aún no le había dicho nada, por temor a que la colmase con todas aquellas atenciones que seguían sacándola de quicio. No quería que la consolasen, deseaba estar sola con su propia rabia, reprocharse aquel gesto infantil, causante de tan enorme pérdida. Lo de dejar ese mundo fue una idea estúpida. Además, las cosas entre Lonerin y ella habían cambiado, por primera vez se sentía extraña o, mejor dicho, distinta.
Todo parecía tan absurdo… Cuando volvió a verlo, sintió que estaba tocando el cielo con los dedos, no sólo había descubierto en él a un compañero de viaje, sino también un amante. Y, sin embargo, volvía a sentirse débil y sola. Al final, esa fuerza que creía haber recuperado no aparecía por ninguna parte. Estaban solas, la Bestia, la poción y ella.
Destapó el frasquito y tomó un sorbo. El líquido descendió por su garganta, tentador, y su instinto le reclamó un poco más. Tal vez otra gota haría que se sintiese mejor, probablemente la Bestia volvería a agazaparse en las profundidades de su cuerpo, y ella podría percibir el mundo en toda su integridad, y también a Lonerin. Por desgracia no podía permitírselo. Dubhe cerró los labios de golpe y los alejó del vial. Quedaba poco más de la mitad. Dos, tres semanas a lo sumo, y entonces la Bestia se liberaría.
Se sentía cada vez más angustiada. ¿Qué haría cuando llegase el momento? Cerró los ojos con fuerza, como si quisiera olvidarlo, y se volvió hacia Lonerin buscando un poco de sosiego. Su silueta apenas resultaba discernible en la penumbra de la cueva, pero bastó para recordarle a Mathon. Entonces, cuando era una chiquilla y estaba enamorada de él, sólo con mirarlo sentía un vacío en el estómago. Dubhe posó la mirada en las manos del joven. Nada. No sintió nada en absoluto. Observó cómo su pecho ascendía y descendía al respirar, pero era como si él no estuviese. Aquella sensación de encontrarse lejos una vez más la llenó de dolor.
* * *
—¿No deberías tomarte la poción?
Lonerin se detuvo, volviéndose en la dirección de Dubhe, con el rostro parcialmente iluminado por la esfera de luz que se propagaba desde la palma de su mano. Estaban recorriendo una galería baja y estrecha; él iba delante y ella lo seguía. Dubhe rehuyó su mirada.
—Ya me la he tomado.
Lonerin parecía perplejo.
—No me he dado cuenta.
—Lo hice ayer por la mañana, mientras dormías.
—¿Cuánta te tomaste?
Ésa era precisamente la pregunta que Dubhe se temía.
—La suficiente.
—Eso no es una respuesta —replicó él, molesto—. ¿Y la otra ampolla? ¿La has perdido?
Resultaba increíble aquella capacidad suya de pillar al vuelo todo cuanto hiciese referencia a su maldición. Captaba las mentiras. Sabía cómo se encontraba en todo momento, cuándo sentía a la Bestia y cuándo debería tomar la poción. Era como si eso fuera lo único que le importase.
—Te he dicho que la suficiente.
Lonerin la miró con dureza.
—Si no te importa, eso soy yo quien lo decide. Después de todo, yo soy el mago.
Dubhe no supo qué responderle. Deseaba con toda su alma que las cosas fueran bien, necesitaba que Lonerin la comprendiese, la ayudase. No obstante, al parecer no era capaz.
—Creo que perdí uno de los viales en el lago —admitió finalmente con un matiz de culpabilidad en la voz—. Ayer por la mañana tomé un sorbo, aún me alcanza para un par de semanas.
El rostro de Lonerin se relajó. Durante un momento se hizo el silencio. Dubhe mantenía la vista baja para no encontrarse con la mirada de Lonerin, pero él la abrazó.
—Hallaremos el modo, tranquilízate. Te lo prometí…
Dubhe podía sentir la calidez de su respiración cosquilleándole el cuello; la fuerza y la sinceridad de aquel impulso eran auténticas; sin embargo, ella estaba fría e inerte, y se despreció profundamente por ello. No lograba recuperar las sensaciones que había experimentado la noche que se amaron.
—Sí —murmuró con la cara encajada en la cavidad de su hombro.
—Todo esto acabará algún día, y entonces tú y yo tendremos la vida que nos merecemos, ¿de acuerdo?
Lonerin la miró con ternura y la besó en los labios. Dubhe lo dejó hacer, pese a que aquel beso la había dejado indiferente. Cuando se separaron, tomó las manos de él entre las suyas, como si le estuviera pidiendo ayuda desesperadamente. Lonerin se limitó a sonreírle. Se volvió, encendió de nuevo la aguja luminosa que señalaba el oeste y reemprendió la marcha.
* * *
Cuando ya llevaban un buen rato recorriendo las galerías, notaron una vibración en el suelo. Era un sonido sordo, bajo, y parecía provenir de las entrañas de la Tierra.
Ambos se detuvieron un instante, en silencio, tratando de comprender. Transcurrieron algunos minutos, que a Dubhe le parecieron eternos. La oscuridad de la gruta se hizo más densa, hasta el punto de resultar oprimente en comparación con la débil luz que desprendía su antorcha. No cabía la menor duda: los sentidos de la Bestia estaban alerta. La vista, el oído, la fuerza en sus músculos… Dubhe estaba lista para saltar y, sin embargo, algo le decía que aún no era el momento: sí, había algo, lo sentía, pero su instinto animal no reaccionaba. En ese instante la Tierra tembló de nuevo. Esta vez el ruido parecía estar localizado justo sobre sus cabezas.
—Esperemos que no vuelva a ser otra travesura de esta tierra de los demonios —comentó Lonerin.
—No lo creo, no siento ningún peligro —opinó Dubhe encogiéndose de hombros.
—Permíteme recordarte que tampoco lo sentiste cuando nos atacaron los fantasmas —replicó él con una sonrisa maliciosa que la hizo sonrojarse.
—Pero al final sí que me percaté, diría yo —protestó ella, fingiéndose ofendida.
—En eso sí que debo darte la razón —admitió Lonerin, dándose aires de venerable sabio.
Se le hacía extraño bromear de aquel modo con él, experimentar aquella nueva intimidad. Tenía algo de artificioso que incomodaba a Dubhe.
«Debería dejarme de historias y tratar de disfrutar de lo que la suerte ha tenido a bien darme. No importa si me siento distante, Lonerin es todo cuanto tengo».
Por las noches dormían abrazados, y ella acababa relajándose al compás de la respiración de él. Por las mañanas él le daba los buenos días con un beso en los labios, y ella le dejaba hacer. Pensaba que bastaría con tener paciencia, y que un buen día todo volvería a ser como aquella primera vez. Lonerin se convertiría en lo que el Maestro había sido para ella en el pasado: un guía, un compañero que la ayudaría a recorrer su camino.
Las vibraciones siguieron haciendo temblar las paredes rocosas, pero fueron disminuyendo a medida que transcurrían los minutos, como si lo que las había provocado se estuviera alejando. Decidieron seguir adelante, avanzando con cautela. La galería parecía muy larga, y a esas alturas ya no podían detenerse.
Cuatro días más tarde divisaron un punto luminoso al final del túnel. Habían llegado, aquello era la salida de las grutas. Dubhe sintió que el corazón le daba un vuelco.
Ya no podía soportar más oscuridad, deseaba la luz y al mismo tiempo la temía. Durante el trayecto las vibraciones habían aumentado en frecuencia y en intensidad. La bestia, inquieta, había empezado a arañarla por dentro, y Dubhe estaba preocupada. Si las luces provenían realmente del exterior, podrían descubrir por fin la causa de aquellos extraños ruidos. Era arriesgado, y ella lo sabía.
Lonerin sacó el mapa —que ahora ya estaba desvaído y casi ilegible por culpa del agua— y examinó la ruta.
Sólo podía tratarse de su meta, allí se encontraba el otro lado de la montaña.
—¿Sabes lo que esto significa?
Dubhe no respondió, a la espera de que él se lo dijese.
—Que ya estamos muy cerca de la casa de Sennar.
Con aquella esperanza reemprendieron el camino, ignorando los ruidos y el miedo. Cuanto más se acercaban a la salida, más fresco olía el aire, y más rápidos eran sus pasos. Ya casi estaban avanzando a la carrera, cuando la chica se detuvo.
—¿Qué te pasa?
—Hay algo.
Lo sentía bajo los pies, en el aire, en todo lo que la rodeaba.
Alzó un dedo.
—Escucha.
Lonerin ladeó la cabeza, se concentró, pero no oyó nada.
Dubhe cerró los ojos.
—Se oye lejano, es como un gruñido profundo, mejor dicho, un rugido. Uno, dos, muchos… Hay algo ahí fuera, Lonerin —le dijo, y volvió a abrir los ojos.
—Es probable, pero eso no significa que no debamos ir.
—No te estoy diciendo que nos detengamos. Sólo que debemos andarnos con ojo.
—De acuerdo —respondió con voz tranquilizadora y se dio la vuelta, dispuesto a seguir adelante.
Dubhe lo sujetó del brazo.
—Yo iré delante.
Él la miró con perplejidad.
—Ni hablar, el guía soy yo.
—Ahora ya no precisamos de tu magia para hallar la salida.
—Sí, pero…
—El trato sigue siendo el mismo —afirmó ella con determinación—: tú guías, yo protejo.
Percibió un destello de disconformidad en los ojos de Lonerin. Por fin, éste se limitó a hacerle una seña con la mano.
Ella se descolgó el arco de la espalda, cogió una flecha y se situó delante del chico.
—En cualquier caso, yo te cubriré las espaldas —le susurró al oído cuando ella pasó por su lado.
Dubhe sonrió, empuñó el arco con determinación y avanzó.
A medida que iban aproximándose, en la piedra empezó aparecer musgo, de aspecto mustio y color blanquecino al principio, y cada vez más verde y lozano conforme se acercaban a la salida. Finalmente, las paredes empezaron a brillar a la luz del sol. La blancura que penetraba en la galería los cegó. Llevaban más de una semana bajo tierra.
Aunque sus ojos no vieran, Dubhe seguía percibiendo con gran claridad el ambiente del exterior. La sensación de que allí fuera había algo esperándolos se había intensificado, y seguía sintiendo bajo sus pies aquellas rítmicas vibraciones, cada vez más perceptibles. Eran pasos. De animales gigantescos.
Encajó la flecha. Ya estaban muy cerca de la salida, tanto que Lonerin ya había apagado el globo luminoso. Dubhe observó los indefinibles colores de su propia casaca bajo la pálida luz que llegaba de fuera: se sorprendió al verla tan sucia y estropeada. Con el rabillo del ojo entrevió a Lonerin, y lo encontró extremadamente pálido y demacrado. Todas las vicisitudes que habían tenido que afrontar para llegar hasta allí habían dejado inequívocas señales en su cuerpo.
Un impresionante rugido sesgó el aire. Dubhe y Lonerin se quedaron clavados en sus respectivos puestos; ella había levantado instintivamente el arco, y en ese instante lo mantenía tensado ante sus ojos.
—Coge mi puñal, me sentiré más segura —le dijo, y Lonerin no se lo hizo repetir.
El sonido agudo de la hoja al salir de la vaina rompió el silencio total que reinaba tras aquel ruido ensordecedor.
Dubhe avanzó con cautela; se detuvo en el umbral de la cueva, apoyando la espalda contra la fría roca que, de pronto, se vio sacudida por nuevos pasos.
Inspiró profundamente y se volvió de golpe.
La luz la envolvió y el calor del sol la dejó aturdida. Una infinidad de perfumes enervó sus sentidos; se echó al suelo, con los ojos todavía entrecerrados, pues no se habían habituado a tanta claridad.
Nada.
Mantenía el arco tensado, los músculos le dolían del esfuerzo. Todo era como siempre, como cuando salía de caza con el Maestro, como cuando lo ayudaba en sus trabajos. Su recuerdo fue tan doloroso que sintió que le faltaba el aire; fue una sensación mucho más intensa que en otras ocasiones. Entonces notó que una mano le tocaba el brazo y un escalofrío recorrió su cuerpo. Por instante tuvo la certeza de que era él en persona.
Miró hacia atrás y se topó con la tranquilizadora presencia de Lonerin, que también se había echado al suelo y llevaba el puñal en la mano. Su mirada serena tendría que haberle infundido valor, pero lo único que experimentó fue una extraña desilusión. Decidió concentrarse en todo lo que la rodeaba, pero hasta unos minutos después no fue consciente del lugar al que habían ido a parar.
Se encontraban en la cima de un precipicio que por un lado limitaba con una pared rocosa y, por el otro, se desplomaba sobre un profundo valle totalmente poblado de árboles. Parecían idénticos a los que habían hallado hasta ese momento, aunque era la primera vez que podían contemplarlo desde arriba. Aquel paisaje tenía el aspecto de una estrecha hendidura forrada de terciopelo verde que se prolongaba hasta el horizonte.
A su vez, la salida daba a una especie de corredor que parecía demasiado regular para ser natural y que bordeaba todo el valle. En algunos puntos había desprendimientos, pero parecía transitable en su totalidad.
Dubhe se arrastró hasta el borde del precipicio para tener una visión más amplia del valle que se extendía a sus pies.
Movió los codos con cautela, llevando el arco siempre por delante. Lonerin avanzaba a su lado.
Sólo vio verdor, las copas de los árboles entrelazándose unas con otras, y las hojas carnosas. Y entonces todo sucedió de repente. La roca bajo la cual se encontraba se vio sacudida por una especie de terremoto y una ráfaga de aire caliente le inundó el rostro.
Estaba a un palmo de su nariz, inmenso, y resoplaba. A Dubhe se le paralizó el corazón.
Oyó a Lonerin a su lado y vio que el animal se volvía hacia él.
Su cabeza medía al menos un brazo de largo. Era de dragón. Tenía el hocico alargado, y en la parte posterior descollaba una amplia cresta ósea. Sus escamas eran brillantes y puntiagudas, de un color marrón oscuro que se tornaba casi negro en la raíz. La cresta, en cambio, era blanca, con vetas rojas. Cuando se volvió hacia Lonerin, su nariz emitió un sonoro resoplido, como si se hubiese accionado un enorme fuelle. Pero, más que el miedo, que a esas alturas ya le había inmovilizado las piernas, fue otra cosa lo que dejó paralizada a Dubhe. Su ojo, rojo, vivaracho, brillante, estaba observándola. Parecía un remolino infinito donde resultaría muy fácil perderse, un abismo de miles de años de antigüedad desde el que el animal contemplaba el mundo con absoluto desapego.
La bestia calló, se diría que estaba asustada. Dubhe era consciente de que sólo se hallaba a unas pocas pulgadas de la muerte. Tras aquel hocico, unos poderosos colmillos parecían dispuestos a desgarrar cuanto se pusiera a su alcance. Por un instante acudieron a su mente las extrañas criaturas con que se habían topado durante su viaje, y pensó que esa vez el bosque iba a tomarse la revancha cobrándose sus vidas.
Contempló los maravillosos ojos del dragón, iluminados por destellos amarillos como el oro, segura de que en el mundo no podía existir nada tan antiguo ni tan formidable. Aun cuando se hallaba frente a un ser absolutamente letal, la chica se sentía fascinada.
El dragón la miró fijamente, como si la estuviera estudiando. Su respiración era imperceptible; el aire, a su alrededor, permanecía inmóvil.
Entonces a Dubhe le pareció que Lonerin la estaba tocando. Se volvió de pronto y vio al muchacho avanzando arrodillado hacia el fabuloso ser. Su rostro tenía aquella expresión resuelta y serena que ella tanto admiraba.
En ese instante supo que fue esa expresión la que la había impulsado a ceder la primera vez en la gruta. Porque Lonerin era una persona que tomaba decisiones. Y nunca tenía miedo de aquello que había escogido.
Como en un sueño, lo vio alargar la mano hacia el dragón, y a éste retirando levemente el hocico.
Lonerin se detuvo, con la mano extendida hacia el animal, sereno. No sentía el menor temor, y lo estaba demostrando. El dragón parecía casi divertido, y una extraña luz iluminó sus ojos, como un destello de comprensión. Apartó la mano del mago con el hocico, pero no fue un gesto hostil, sino más bien de teatral desdén. Lonerin la retiró, y se limitó a inclinarse hasta que su cabeza rozó la roca.
Dubhe intuyó que también debía hacer lo mismo. No comprendía el porqué de aquel gesto, pero sentía que debía hacerlo, más allá de toda explicación lógica.
Así lo hizo, pero se sintió vulnerable, indefensa. Si el dragón hubiese decidido atacar, ni siquiera lo habría visto.
Percibió la respiración del animal, que volvía a ser potente, y con el rabillo del ojo vio cómo se acercaba lentamente a Lonerin, hasta tocarle la cabeza con la punta del hocico. Hizo lo mismo con ella, con la misma tranquilidad y delicadeza. De algún modo, aquel contacto la emocionó. Levantó la cabeza y pudo ver un último instante aquel inmenso hocico y aquellos ojos rojos que la miraban con indiferencia.
Y entonces el dragón desapareció por el borde del precipicio.
Lonerin suspiró a su lado, dejando caer la espalda contra la roca.
Dubhe lo observó como si fuese un desconocido. Su sangre fría la había dejado estupefacta.
—Todo ha salido bien, no me mires con esa cara. Creo que por fin las Tierras Ignotas han decidido dejarnos en paz.
—¿Eso es lo que acabamos de hacer? ¿Lograr que él nos acepte? —preguntó la chica con un hilo de voz.
El mago asintió.
—Los dragones son los seres más antiguos del Mundo Emergido, y sus amos. Ese dragón es el dueño de esta tierra, le pertenece por derecho, y nosotros la estábamos profanando. Digamos que al postrarnos a sus pies nos hemos ganado una autorización para permanecer en este valle.
* * *
Tras aquel encuentro, ambos tomaron el sendero de piedra. Aquel valle era de una increíble belleza, parecía un paraíso salvaje y perdido, con todos aquellos dragones paseándose aquí y allá. En poco tiempo contaron cinco. Eran extraños, más pequeños que los de las Tierras Emergidas; por sus proporciones recordaban a los dragones azules. Se diferenciaban de éstos por el color, y sobre todo por las alas. Los dragones de aquella zona tenían unas alas minúsculas, unidas a las escápulas como si fuesen muñones. Estaba claro que no eran capaces de soportar el peso de sus cuerpos enormes en vuelo. Pero resultaban graciosos: eran de color rosa, con listas blancas, diáfanas, casi transparentes; daban la impresión de ser inmensamente frágiles.
Sin embargo, lo más extraño era que aquellos dragones podían caminar por las paredes rocosas como si fueran lagartos. Dubhe y Lonerin los veían andar arriba y abajo por el precipicio, entrando y saliendo de la capa de árboles que cubría el valle. Podían permanecer pegados a la pared gracias a las poderosas zarpas de que iban provistos cada uno de los tres dedos de sus patas. Tenían un palmo de longitud, estaban muy afiladas, eran fuertes y se hincaban en la piedra como arpones. Cada vez que se clavaban, la roca temblaba. De ahí los misteriosos pasos que habían oído en su última etapa bajo tierra.
Dubhe observó que la pared que había a su lado estaba totalmente salpicada de orificios negros y profundos. Indicaban que por allí habían pasado aquellas garras.
Tuvieron que acostumbrarse a avanzar en presencia de aquellos animales. Las vibraciones que producían hacían que les resultase más difícil mantener el equilibrio en aquel estrecho corredor. Y de algún modo su presencia era inquietante. Tras el primer contacto ya no mostraron el menor interés por aquellos dos homúnculos que surcaban su territorio, pero Dubhe seguía sintiéndose una intrusa a la que espiaban.
Al poco de empezar a recorrerlo, por encima y por debajo del desfiladero surgieron otros dos senderos. Aparecían y desaparecían, a veces uniéndose al que ellos seguían, y otras, desapareciendo en dirección al filo del precipicio, arriba, o en la espesura del bosque, en la parte baja.
—Parecen construidos por alguien —observó ella, señalándolos con la cabeza.
—En efecto, tienen toda la pinta —confirmó Lonerin.
—¿Sennar le habló alguna vez de ellos a Ido?
—A decir verdad, ni siquiera se menciona esta garganta. De aquí en adelante las indicaciones son confusas. En cualquier caso, estoy seguro de que vamos en la dirección correcta.
Dubhe no lo dudaba. Desde que lo vio junto al dragón, confiaba ciegamente en él.
En ese instante un inesperado rugido surcó el aire. El suelo tembló bajo sus pies y Lonerin tuvo que apoyarse en la pared de roca. A continuación se asomó para ver qué estaba sucediendo más abajo.
Nuevos rugidos se propagaron por el cielo, los dragones estaban inquietos. Y entonces, uno de ellos, el más fuerte de todos, desencadenó un auténtico terremoto. Dubhe sintió sus pasos a unos pocos brazos por debajo de donde se encontraban. Éstos se hicieron más rápidos, y sacudieron la roca con tal violencia que una pared entera de la cresta se desmoronó.
Como en una pesadilla, la chica vio desaparecer al mago tras una lluvia de escoria y piedras.
—¡Lonerin! —gritó.
Él apenas tuvo tiempo de volverse, con una mano tendida hacia ella y la boca abierta, a punto de llamarla. Y después, nada. Ante Dubhe sólo había una montaña de rocas y grava.
Estaba a punto de abalanzarse sobre los escombros, cuando oyó algo que la dejó paralizada.
—Yo no me preocuparía por él.
«Maldita sea».
Entonces, como en un destello, recordó el momento en que había salido de la gruta junto a Lonerin.
«No tengo mi puñal».