15
Las entrañas de la Tierra del Fuego
IDO detuvo el caballo, y San despertó de la duermevela en que estaba sumido. Desde que el gnomo se había hecho cargo de la situación no habían parado ni un instante, y ambos estaban agotados.
Oyó al niño frotarse los ojos a su espalda mientras miraba a su alrededor. Ido podía imaginarse perfectamente su cara de desconcierto ante aquel espectáculo. Sólo había desierto, algún que otro arbusto reseco y el Thal, inmenso y omnipresente, frente a ellos.
—Baja —le ordenó—. Si no me ayudas, no podré apearme del caballo.
San obedeció sin hacer preguntas, confiaba ciegamente en él.
Ido logró aterrizar soltando unas cuantas maldiciones, y se encogió unos instantes para recuperar el resuello. Cuando se sintió mejor, empezó a inspeccionar la zona.
—¿Qué buscas? —le preguntó San.
—Una señal. La dejé aquí hace tres años, y aún debería estar.
Pasó los dedos por la tierra, hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió.
—Ayúdame.
Le mostró a San un retal de un extraño tejido que asomaba entre la arena. Lo había usado sobre todo en tiempos de la resistencia, era perfecto para camuflar las entradas al acueducto de la Tierra del Fuego. Estaba fabricado con una fibra especial tratada años atrás por Soana con un filtro mágico que aún lo volvía más invisible.
—Sujeta el otro extremo y tira de él cuando cuente tres —le indicó.
La cubierta se desplazó con bastante facilidad, y entre la polvareda que levantaron Ido reconoció el perfume de su difunta esposa. Por un instante se sintió transportado lejos de allí, a la tierra donde los recuerdos aún conservaban una consistencia real.
—¿Qué es?
La pregunta del niño hizo volver al gnomo a la realidad.
La tela dejó al descubierto una escalera que descendía hacia el interior de la tierra. El jovencito la estaba contemplando con la boca abierta y el gnomo no pudo por menos que sentirse complacido. La primera vez que los llevaba allí, en tiempos de la guerra contra Dohor, todos ponían la misma cara. El primer contacto con la resistencia siempre lo dejaba a uno sin habla.
—Ahora verás —dijo, mientras descendía el primero.
* * *
El agua discurría por un lecho de un par de brazos de ancho y casi otros tantos de profundidad, y el techo abovedado de la conducción se apoyaba en las paredes mediante pequeñas pasarelas laterales en las que apenas cabían dos personas. Ido y San avanzaban a buen paso por una de ellas, bordeando el canal iluminado débilmente por la antorcha que habían encendido. De vez en cuando se abrían ramales secundarios que conducían el agua a otros lugares por el vientre de la montaña, hacia alguna gran ciudad o hacia el Passel, el río de la Tierra de las Rocas que recibía el suministro de agua de la Tierra del Fuego. El calor y la humedad eran insoportables. Aun así, Ido se sentía en casa.
Se acordaba perfectamente de todo. Cada una de las galerías que atravesaban era como una vieja amiga, y entraba en ellas con determinación, rozando las paredes con la punta de los dedos. Todo estaba igual que hacía tres años, cuando la resistencia había sido diezmada, y el acueducto de la Tierra del Fuego, que era su base, había sido desalojado. Al final de la guerra, Dohor hizo ampliar algunas conducciones por razones de seguridad, pero aquella red de canales era demasiado vasta para poder ser destruida por completo. En realidad, casi nadie sabía con certeza hasta dónde se extendía aquel laberinto subterráneo. Ido, por el contrario, sí: aquélla era su tierra, y conocía muy bien los pasajes que aún resultaban accesibles y seguros.
Un poco más adelante se detuvo. Habían llegado. Frente a ellos se abría una sala inmensa, con algunos tramos iluminados por la luz que se filtraba a través de un amplio friso situado en la bóveda. Había bastantes en aquel acueducto, todos camuflados en el exterior con montones de piedras y matorrales. Era una vieja cisterna, y en sus paredes habían excavado pequeñas oquedades y pasadizos: eran las casas de los rebeldes.
Ahora que todo estaba deshabitado, aquel lugar parecía más una cripta que un enclave de guerra histórico. Con todo, los recuerdos de Ido volvieron a poblarlo de inmediato con compañeros de lucha, amigos, mujeres y niños. En su mente, aquellos pequeños nichos negros se iluminaron con una luz tenue, y, cual fantasmas, le devolvieron la imagen de una comunidad vibrante y caótica, en la que también había vivido Soana. Recordaba perfectamente a su mujer, con la frente perlada de sudor y una dulce y eterna sonrisa en los labios, mientras llevaba a la escuela a los niños de los rebeldes o potenciaba las armas de los guerreros con su magia. Desde que murió, aún no había hallado nada en el mundo que pudiese competir con su belleza.
—Es maravilloso…
Ido se volvió de golpe. San contemplaba la sala, girando sobre sí mismo, con la nariz apuntando al techo.
—Es el acueducto, ¿verdad? —preguntó con los ojos brillantes.
Ido asintió.
—Papá solía hablarme a menudo de este lugar. Los libros dicen que por aquí pasó mi abuela, cuando buscaba la séptima piedra del talismán; ¡es un lugar de leyenda! Me explicó que él también habría querido visitarlo cuando era joven… Caramba, estar aquí me produce un sensación extraña.
Ido sonrió con tristeza.
—Has de saber que hasta hace tres años este lugar estaba lleno de hombres, ninfas y gnomos, que se habían aliado para luchar contra Dohor. Después todo acabó, y de aquella gesta sólo ha quedado lo que estás viendo.
Suspiró.
—Ven —le dijo a continuación, y condujo a San hacia los habitáculos.
Eran bastante frugales: poquísimos muebles, ninguna abertura al exterior, sólo unas hornacinas para las antorchas en las paredes; los techos eran bajos, lo justo para que un hombre de estatura media pudiese estar de pie, rozándolo con la cabeza. Las camas estaban excavadas en la pared, cubiertas con colchones de paja. También había algunos arcones para los efectos personales.
Todo había permanecido intacto, exactamente igual que la noche en que la resistencia había sido derrotada. Una silla seguía volcada en el suelo, en un rincón, y en una mesa cercana había unos libros abiertos. La despensa estaba llena de comida podrida, pero la fruta seca se había conservado bien, al igual que la cecina.
Ido sonrió. Allí dentro estaban a salvo.
—Bien, ahora nos toca a nosotros.
San se lo quedó mirando sin entender qué quería decir.
El gnomo lo condujo a una estancia, la que estaba mejor acondicionada, y se sentó en la cama. Le parecía estar en el paraíso. Durante toda aquella maldita persecución no había parado ni un instante, ni para respirar. Dejó escapar un gemido de satisfacción. Se echó.
—Tienes que cambiarme el vendaje. En aquel arcón hallarás algunas vendas; aquí vivía el sacerdote del campamento.
San lo abrió, y una nube de polvo se extendió por la habitación. Tosió un poco, y a continuación introdujo medio cuerpo en el arcón indicado. Al poco reapareció con cara de satisfacción.
—Perfecto. Ahora sólo falta el agua, ¿no?
El niño estaba muy contento de poder echar una mano, y corrió hasta la cisterna para llenar un balde que acababa de encontrar.
Se mostró particularmente hábil con las vendas. Saltaba a la vista que nunca antes lo había hecho, pero escuchaba atentamente las indicaciones de Ido.
Cuando destapó la herida, Ido la estuvo observando con ojo clínico. El corte era bastante profundo. Soltó una maldición.
—Me temo que te tocará coserla, siempre que encontremos aguja e hilo…
San se puso pálido, agachó la cabeza y lo miró de reojo.
—¿Seguro que es necesario?
—No tenemos otra opción, y tampoco es tan terrible como crees. Vas a hacerlo muy bien.
—Quizá haya otra alternativa…
—¿Y cuál sería? —preguntó el gnomo, perplejo.
San se quedó callado, con la mirada baja y las mejillas rojas.
—Mi padre no lo habría aprobado…
Ido se rascó la cabeza.
—No entiendo nada. Procura ser un poco más claro y empieza por el principio.
San asintió, pero tras aquel gesto de asentimiento no hubo ninguna explicación.
—Entonces, ¡haz lo debes hacer!
El niño suspiró profundamente, se lavó las manos con agua y las apoyó con cuidado en la herida del gnomo. Ido contrajo instintivamente el costado, pero al momento lo embargó una agradable sensación de bienestar. Se quedó sin habla. San tenía los ojos cerrados, y sus manos despedían una tenue luz.
—Eres un mago…
Al oír aquella palabra, San abrió los ojos como platos y se apartó inmediatamente de él.
—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—¡Yo no soy un mago! —Estaba asustado.
—¡San, eres capaz de curar con las manos! En pocas palabras, eso es lo que hacen los magos.
—Por eso papá no quería, porque al final la gente acabaría hablando mal de nosotros.
Ido trató de atar cabos. Tarik se había enemistado con Sennar, de modo que tal vez aquella animadversión hacia las capacidades de su hijo proviniese de ahí.
—De acuerdo, como quieras, pero ahora necesito que me cures, por favor, San…
Le sonrió. Hizo falta un poco de tiempo para que el niño volviera a acercarse, pero al final accedió.
A Ido lo habían atendido muchos magos, y había aprendido a distinguir el grado de potencia del sanador en función del alivio que proporcionaba a sus heridas. Era un medio más bien tosco de mesurar la fuerza mágica, pero siempre le había dado buen resultado. Basándose en aquella escala, San debía de ser muy potente. Estaba claro que no había recibido ningún adiestramiento, así que debía de poseer un talento innato. Ido lo observó mientras lo curaba: tenía la cara tensa, y aquel esfuerzo de concentración acentuaba los rasgos adultos que ya comenzaban a despuntar en su rostro de niño. Aquella imagen le suscitó ternura.
—Tú eres Ido, ¿verdad? —murmuró San por sorpresa.
El gnomo se sintió descolocado ante aquella inesperada pregunta.
El rostro del niño se iluminó.
—Estaba seguro.
—¿Cómo lo has sabido?
—Por todo. Por cómo luchaste contra aquel tipo vestido de negro, y por el hecho de que me hayas traído aquí… —San hizo una pausa antes de proseguir con su argumentación—: Yo soy el nieto de Nihal —declaró, con el pecho henchido de orgullo.
—Lo sé. ¿Cómo crees, si no, que podía conocer tu nombre?
San se desinfló. No se esperaba aquella respuesta.
—Claro, no había pensado en ello —respondió, y volvió a ocuparse de la herida.
Su frente estaba perlada de pequeñas gotas de sudor. Se sentía cansado, debía de estar realizando un gran esfuerzo, pero seguía con la curación igualmente.
Hubo un instante de silencio, e Ido observó que su rostro se había ensombrecido.
—Mi padre —añadió al fin con la voz ligeramente trémula— no quería que utilizase estos poderes. —Tenía los hombros caídos y su rostro carecía de expresión.
Ido intuyó que para él debía de suponer una enorme carga hablar de aquellas cosas, ahora que Tarik ya no estaba.
—Vale, ya es suficiente, debes de estar rendido —le dijo.
San obedeció, se apartó de él y se miró las manos con los ojos empañados por las lágrimas. Era evidente que se sentía culpable por lo sucedido. Ido no lo pensó dos veces y lo abrazó. Poco importaba que la herida le diera punzadas, o que la costilla fracturada lo estuviera mortificando. Aquel niño necesitaba desfogarse, no podía guardárselo todo dentro.
Él no correspondió en seguida a su abrazo, pero no tardó en derrumbarse. Finalmente apoyó la cabeza en su hombro e Ido notó que le estaba cayendo una lágrima. Poco después, San lloraba desconsoladamente. Le acarició el cabello azul y no dijo nada, se limitó a compartir su dolor acompañándolo con el ritmo acompasado de su respiración.
* * *
—Papá siempre me hablaba de mi abuela. Se sabía todas sus aventuras, las de los libros y las que se contaban por ahí. Me dijo que había viajado por las tierras de más allá del Saar, y también me habló de su infancia. Me contaba estas historias por las noches, junto al fuego si era invierno, o fuera, bajo las estrellas, en verano. Me gustaban muchísimo.
San estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas; balanceaba levemente el pecho a consecuencia de la agitación que aún sentía. Miraba al suelo y de vez en cuando se sorbía la nariz. Había llorado mucho, pero sin duda le había sentado bien. Ahora tenía ganas de hablar.
Ido lo escuchaba atentamente, sentado en su cama; el vendaje limpio le proporcionaba una intensa sensación de bienestar, aunque le dolían todas las articulaciones a causa del esfuerzo de los últimos días.
—Creo saber por qué mi padre no quería que hablase de mi abuela ni de mis manos luminosas —admitió San—. No quería meterse en líos, ¿comprendes? En Salazar se dedicaba a lo suyo, y mamá y yo hacíamos lo mismo. Éramos normales. A veces, pensaba en mi abuela, en todas las cosas que había hecho, y me decía que si la gente lo hubiera sabido, tal vez yo habría podido ingresar sin dilación en la Academia, o me habrían concedido cualquier otro honor.
—¿Y tu abuelo? ¿Te hablaba de él?
San sacudió la cabeza.
—Nunca. De él sólo sé lo que está escrito. Pero a mí me interesaba Sennar. Escribió un montón de libros famosos, los he leído todos. Ahí fue donde aprendí algunos de mis trucos.
Ido aguzó el oído.
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo, lograr que los animales hagan lo que tú quieres. Dices un par de palabras y ahí los tienes, mirándote embobados. Ése es bueno, ¿eh? Pero papá una vez me pilló. Lo estaba haciendo delante de unos amigos, con una gallina. No era de los que pegaba, pero aquella vez debí de hacerlo enfadar mucho. Me dio tal tunda que al final mamá se enfadó. Y por si fuera poco, me dijo que no volviera a hacerlo, que la magia era algo muy peligroso y otras cosas por el estilo.
«¿Tanto odiabas a tu padre, Tarik? ¿Hasta el extremo de borrarlo de tu vida y de la de tu hijo?».
Ido se estremeció.
—En cambio no le importaba verme luchar con la espada. Eso le gustaba. Un día ingresaré en la Academia, ¿sabes? A él le parecía buena idea, llevaba un tiempo buscando a alguien que pudiera ayudarme, aunque mamá no estuviese de acuerdo.
«Has moldeado a tu hijo según tus deseos, reprimiendo la magia que lleva dentro y exaltando su amor por la batalla. Siempre llevaste a Nihal en el corazón, ¿no es así, Tarik?».
La sombra invisible del padre de San se interpuso entre Ido y el jovencito.
—Pero ¡tú conociste a mi abuela! La de historias que podrías contarme…
Ido se preguntó cuántas de las personas que habían conocido a Nihal quedarían aún en el mundo. Y estaba seguro de que nadie la conocía como él.
—¿Cómo era? Llevo toda mi vida tratando de imaginármela. ¿Se parecía a las estatuas que hay por ahí?
—Era más menuda, y te aseguro que no tenía esa cara tan feroz con la que siempre la esculpen.
—Yo también lo he pensado —reconoció San soltando una risita—. «Ese rostro tan fiero…». He leído las Crónicas del Mundo Emergido, me lo sé casi de memoria, y me la imaginaba distinta. Lo bueno es que ella también tenía miedo como nosotros, ¿no es así?
—En efecto. Yo fui el primero en enseñárselo.
San adoptó una expresión dubitativa, e Ido observó que se parecía mucho a su abuela. Era como si ella estuviera sentada allí, frente a su jergón. Había en él la misma inquietud de Nihal, la misma insatisfacción de fondo y el mismo impulso vital.
—Yo la consideraba como una hija —dijo al fin—. Le enseñé todo cuanto sabía, también cómo comportarse en un campo de batalla, y cuán necesario resulta respetar el terror que se experimenta en una guerra.
San estaba literalmente colgado de sus palabras, mientras los ojos de Ido se iban cargando de recuerdos.
—¡Cuéntame alguna de tus hazañas, eres toda una leyenda! He leído un montón de cosas acerca de ti. Papá nunca creyó que traicionases al Consejo de los Reyes, me lo decía cuando estábamos solos, y yo tampoco lo creía, pero no se lo decía a nadie, naturalmente. En mi ambiente todos son partidarios de Dohor, y no quería buscarme problemas.
Aunque estaba cansado y su estómago protestaba, a Ido le apetecía hablar del pasado. A fin de cuentas era todo lo que le quedaba.
—Coge un poco de queso y unas manzanas de mi zurrón. Mientras comemos te contaré algunas cosas.
San sonrió y se puso en pie de un salto.
Estuvo contándole una historia tras otra hasta el anochecer. Por lo demás, tenía un repertorio prácticamente inagotable. Historias de guerra, de miedo, de amor… Su vida había sido realmente pródiga en anécdotas, y seguía llenándose de hechos y recuerdos, mientras que su cuerpo, como una hoja de papel, seguía registrando una nueva herida por cada aventura vivida. San lo escuchó embelesado, olvidándose incluso de comer, riéndose cuando había que reírse y llorando cuando la cosa se ponía triste. Al cabo de un buen rato tuvo que empezar a luchar contra los primeros síntomas de cansancio. Los párpados se le volvieron pesados, e Ido suavizó el tono de su voz para acompañar su sueño. Lo hizo acostarse en su jergón y se quedó a su lado hasta que se durmió. Aún tenía los ojos inflados de tanto llorar, pero al final su expresión se había serenado.
El gnomo lo miró en silencio, y juró que ahora que lo había encontrado ya no lo dejaría escapar. Nadie le tocaría un solo cabello, al menos mientras él siguiera vivo.
* * *
En los días sucesivos, San demostró ser un solícito enfermero. Le cambiaba los vendajes a Ido dos veces al día, preparaba las comidas y lo curaba con sus poderes mágicos, aunque estaba claro que seguía siendo renuente a hacer uso de sus facultades. Para el gnomo era como dar un salto hacia el pasado. Con San retrocedía a los tiempos de la Academia, cuando formaba a sus alumnos y Nihal ya viajaba para llevar a cabo su misión.
Una noche, el niño se esmeró especialmente preparando una sopa con algunas raíces que había encontrado en la mochila de Ido. Se había pasado más de una hora agachado frente a la lumbre; tenía la casaca empapada en sudor por el calor del fuego y por la temperatura que hacía allí abajo, pues se hallaban muy cerca del Thal. Cuando estuvo todo dispuesto, le llevó la sopa a la cama y esperó a que él la probase primero.
Ido se acercó la cuchara a la boca y se permitió hacer un poco de teatro. La olfateó, sopló para apartar el humo y puso cara de extrañeza. San permanecía a la espera, anhelante. El gnomo habría querido tenerlo en ascuas un poco más —se estaba divirtiendo—, pero decidió tragarse la primera cucharada sin más dilación. No estaba mal. Tal vez un poco demasiado líquida, pero sabrosa. San lo había hecho bien.
—Está estupenda —dijo.
El chico dejó escapar un profundo suspiro de alivio y también empezó a comer. Durante toda la cena se estuvieron mirando de reojo, en silencio, y cuando por fin hubieron acabado de cenar, Ido decidió que era el momento de tener una conversación seria con el chico.
—Te habrás preguntado quiénes eran los hombres que te raptaron —comenzó a hablar sin más preámbulos.
San se quedó bastante sorprendido. Estaba apoyado en la cama, probablemente esperaba escuchar nuevas aventuras, y aquella frase lo pilló desprevenido. Se limitó a sacudir la cabeza.
—Eran miembros de los Asesinos de la Gilda. Sabes quiénes son, ¿verdad?
Ido lo leyó en sus ojos antes de que respondiese. El miedo que inspiraba aquel nombre no tenía fronteras.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó San con un matiz de temor en la voz.
—Quieren tu cuerpo.
Él seguía sin comprender.
—En la Gilda creen que el Tirano es una especie de profeta que desencadenará el fin del mundo. Para que pueda resucitar precisan de un cuerpo. Su alma ya ha sido despertada, y hora sólo necesitan a un elegido para el sacrificio.
El niño guardó silencio unos instantes.
—¿Por qué yo?
—Porque eres un semielfo —respondió Ido, sin concesiones.
Instintivamente, San se llevó las manos hasta sus puntiagudas orejas ocultas bajo el cabello.
—En realidad no eres exactamente un semielfo, pues sólo lo era tu padre, pero a ellos ya les basta con eso. Y además, tienes doce años…
—La edad que tenía el Tirano cuando murió. —Fue San quien terminó la frase, era un jovencito realmente despierto.
Ido asintió.
—Yo fui enviado expresamente a buscarte. En realidad no sabía de tu existencia. Sólo tenía noticias de Tarik, porque tu abuelo me había escrito, y estaba convencido de la que Gilda iría tras él.
—Pero ¿cómo estás tan seguro de que ésas son sus intenciones?
—El Consejo de las Aguas tenía un infiltrado en la Gilda, un mago. Él logró ganarse el favor de una chica que pertenecía a la secta y ella se lo reveló todo.
San tenía el rostro descompuesto, e Ido no se lo podía reprochar. Tan sólo una semana atrás vivía en la Torre, disfrutando de una vida placenteramente aburrida, y en esos momentos se veía inmerso en una intriga que podría acabar con el Mundo Emergido.
—¿Conoces el Consejo de las Aguas?
San negó con la cabeza.
—Está formado por una representación de magos, generales y regentes de la Marca de los Pantanos, la de los Bosques y de la Tierra del Mar, que se han unido formando una especie de federación cuyo objetivo es combatir el avance de Dohor.
Era evidente que el pequeño trataba de seguir todas sus explicaciones, pero no lo lograba.
—Es como el Consejo de los Magos, del que formaba parte tu abuelo —prosiguió el gnomo, empleando un tono de voz lo más relajado posible—. La diferencia estriba en que en este Consejo no hay sólo magos. Yo formo parte de él, sin ir más lejos.
San asintió. Conocía a la perfección las Crónicas del Mundo Emergido.
—El mago del que te estaba hablando, Lonerin, fue enviado a la Secta de los Asesinos por orden del propio Consejo. Queríamos conocer sus planes, pues sospechábamos que tramaban una alianza entre Dohor y la secta.
Por la cara que puso, San parecía escandalizado.
—Resulta difícil de creer, cuando menos para alguien que no conozca a Dohor tan bien como yo, pero ésa es la verdad.
Ido respiró profundamente.
—Supongo que conoces la historia de los semielfos.
—Mi padre me habló de ello. Me dijo que habían sufrido la persecución del Tirano, y que mi abuela era la única superviviente… Es eso, ¿verdad?
Ido asintió.
—Había una profecía que hablaba de la destrucción del Tirano a manos de un semielfo. Por eso los exterminaron. Nihal y Aster fueron los únicos que quedaron con vida. Ahora, con Nihal muerta, tu padre y tú erais los únicos con sangre de semielfo en las venas. Es un tema complicado: según parece, el alma de una persona sólo puede ser reintroducida en un cuerpo que guarde la mayor similitud posible con el que poseía en vida. Te lo cuento tal como los magos me lo explicaron a mí, ¿está claro?
San asintió, esforzándose en no perder la concentración.
—Tú, al tener sangre de semielfo, y la misma edad que el cuerpo del Tirano cuando murió, eres el contenedor perfecto para su alma.
Ido pensó en los extraños poderes de San, y se preguntó si Yeshol también lo sabría, o si sólo se trataba de una inquietante coincidencia.
El niño se estaba tomando su tiempo para poder asimilar aquella revelación. Estaba pálido.
—Entonces, seguirán buscándome —dijo por fin.
Ido asintió.
—Pero no debes preocuparte. Ante todo, yo estoy aquí precisamente para eso, y aunque tal vez te parezca que no estoy muy en forma, te aseguro que en cuanto me haya restablecido podré luchar como un león.
Amagó una sonrisa, pero San no le siguió el juego.
—Y además tenemos otros planes. El mago y la chica de la secta han ido a buscar a tu abuelo.
Esta vez, San puso unos ojos como platos.
—Pero ¡si mi abuelo está muerto! —exclamó.
A Ido se le heló la sangre. Eso no lo había previsto.
El niño escrutó su rostro perplejo y retomó la palabra inmediatamente.
—Papá me contó que la abuela murió joven, y que el abuelo lo hizo poco después… Nunca me explicó cómo, algo de un combate, de unos dolores, no sé… ¡Cuando mi padre se marchó de casa, el abuelo ya no vivía! Si esos dos de los que me has hablado ya han partido, no van a encontrar a nadie.
El gnomo pensó con rapidez cómo enfocar el tema, pero no tenía elección. Sólo podía contarle la verdad.
—Recibí una carta de tu abuelo unos meses después de que tu padre huyera, y otras dos más adelante —murmuró.
San estaba demudado.
—Está vivo, San, o al menos lo estaba hasta hace unos pocos años. Tu padre se fue de casa porque así lo decidió.
—Es imposible. Te habrá escrito otra persona, tal vez mi propio padre, para no darte un disgusto.
—Me hablaba de cosas que sólo él podía conocer.
Ido observó que el chico apretaba los puños con rabia.
—Te digo que es imposible. Mi padre me contó la verdad, no tenía por qué mentir.
Ido suspiró.
—San…, tu padre y tu abuelo…, ellos no se entendían… Tal vez por esa razón…
San se puso en pie de golpe, rojo de ira y de dolor.
—¡Mi padre nunca me mentiría!
—Tenía buenas razones para ello —replicó Ido sin inmutarse. Ahora que el pequeño había estallado, creía que podrían aclararlo todo en mejores condiciones que cuando estaba sentado en la cama, con la mirada perdida.
—No me trates como a un niño —musitó San.
—Entonces, no te comportes como tal.
San tensó la mandíbula: Ido acababa de herir su orgullo. Le lanzó una mirada despiadada.
—¿Qué sabrás tú de mi padre y de mi madre? ¡Ni siquiera fuiste capaz de llegar a tiempo para salvarlos! ¡A mí me secuestraron, y tú te quedaste allí, mirando, y de no ser por mí, aquel hombre te habría matado!
Lo dijo con rencor, con la inequívoca intención de herirlo. Ido notó que se arrepentía casi al instante, pero San siguió aguantando el tipo, apretando la mandíbula y sosteniéndole la mirada.
El gnomo no dio muestras de debilidad, no bajó la vista. Sabía de qué le estaba hablando, había pensado a menudo en ello y, desde aquella noche en Salazar, se lo había preguntado un sinfín de veces. Dicho por San aún resultaba peor, pero no quería dejarse vencer por el desánimo.
—Soy un maldito viejo, y tal vez tengas razón en lo que dices —repuso tras unos instantes de silencio—. Me equivoqué, y murieron dos personas. No tienes idea de cuánto lo siento, San. Pero ¿qué debería hacer? ¿Abandonarlo todo? Seguiré adelante con mi misión, y cumpliré con mi deber, que es protegerte. Te juro que esta vez no fallaré. Soy viejo, es verdad, pero entiendo de guerras.
San había empezado a sollozar, tenía las mejillas rojas y apretaba los puños. Mantenía la cabeza gacha para que su mirada no se encontrara con la del gnomo, y murmuraba unas palabras ininteligibles. Ido estaba cansado de ver tanto dolor por todas partes.
Se sentó sobre las mantas. Se acordó de aquella vez que había visto a Dola sentado en el trono de su padre, el tono de su voz cuando le dijo que había muerto, la sonrisa con la que le dio a entender que él había sido el asesino. Y también del día de su ejecución, y de la muerte de Soana, y de la de Vesa.
—¡Destruiré la Gilda con mis propias manos, y todo volverá a ser como antes! —exclamó San, amenazador.
—Ya, y acabarás solo, rodeado de un montón de escombros, preguntándote de qué ha servido.
—Pero ¡tengo que hacer algo! —protestó el chico, tratando de liberar con su llanto toda la rabia contenida.
Era increíble constatar cómo todo se repetía. Cómo su sufrimiento era el eco del de su abuela. Ido casi sintió miedo ante tal semejanza.
Lo zarandeó, sujetándolo por los hombros con fuerza.
—San, ése no es el camino. ¡Créeme, pasará, pero has de tener esperanza!
Él apartó su rostro, dando a entender que no estaba dispuesto a razonar.
—Yo los he visto morir a todos —prosiguió Ido—, amigos, enemigos, aliados, la mujer que amaba, mi familia al completo, incluso mi dragón. Estoy solo, San, no tengo a nadie a quien contarle lo de aquella vez que Nihal se emborrachó el día de su fiesta de investidura como Caballero del Dragón, nadie que sonría conmigo al evocarlo. A nadie que lleve mi sangre en sus venas, nadie con quien pueda compartir mis luchas. Estamos solos mi pasado y yo, ¿entiendes lo que te quiero decir? Y, sin embargo, estoy aquí, San, porque, al final, el tiempo sigue su curso y todo pasa. Eres joven, y aprenderás a ver el futuro que tus padres pensaban ofrecerte, que con toda seguridad no era convertirte en el elegido para el sacrificio o, peor aún, enfrentarte a la Gilda armado únicamente con tus manos. Pasará, San, porque permitirás que las cosas cambien y te ayuden a crecer. Y al final harás tu elección, y todo te resultará más claro. Pero cada cosa requiere su tiempo. Si abandonas ahora, ya no tendrás otra oportunidad.
San lo miró con los ojos brillantes, cargados de esa ingenua frescura que sólo los niños de su edad aún conservaban. No replicó, simplemente se dejó caer en sus brazos y se serenó.
—No quería decirte esas cosas…
—Lo sé —le respondió Ido, sonriente.
Resultaba increíble sentir que estaba abrazando el futuro. Nunca hasta entonces había experimentado una sensación tan agradable.
—Pero es como si algo me aplastase, a todas horas, y el estómago se comprimiese. Es insoportable. A veces creo que no podré soportarlo.
—Eso también lo sé. Pero tienes que ser fuerte.
El chico asintió, apoyado en su hombro, e Ido lo abrazó aún con más entusiasmo.
Aquella noche, San se quedó a dormir con el gnomo en su cama.