13
Un viaje solitario
DUBHE corría con toda su alma a través de la espesura. El efecto del somnífero que había preparado duraría hasta el alba, y tenía que alejarse todo lo posible de sus captores.
Aún no estaba completamente en forma, tenía las piernas débiles y le costaba respirar. Sin embargo se sentía eufórica. Hacía una eternidad que no tenía esa sensación. La decisión que había tomado, alentada por la rabia y la frustración, parecía haberlo cambiado todo. Se sentía libre, quizá por primera vez en su vida. La Bestia, su inminente destino, la muerte… eran pensamientos ya lejanos. Antes de que todo llegase a su fin, quería intentar hacer algo grande, que diese un sentido a todas aquellas cosas, y a su fuga.
Sólo se detuvo ya avanzada la mañana para beber con avidez de su cantimplora. Apoyó las manos en las rodillas para recuperar el resuello. Tuvo la sensación de que el bosque ya no estaba envuelto en un silencio hostil: ojalá los espíritus la ayudasen a encontrar el camino correcto.
De pronto sintió un peso en el estómago. La Bestia se hacía notar. Necesitaba la poción, ya llevaba demasiado tiempo sin tomar un sorbo. Cogió el vial de Lonerin y lo abrió. Tenerlo en la mano le producía una extraña sensación. Era todo cuanto le quedaba de él. Una herencia de un valor incalculable, y al mismo tiempo demasiado pobre.
Lo echaba muchísimo de menos, pero para su consternación sólo lograba recordarlo mientras caía por el precipicio, como si aquella última imagen hubiera suprimido todo lo demás. El odio que vio en sus ojos era profundo e insondable, y aunque habían estado viajando juntos durante un mes, Dubhe sintió que apenas lo conocía. Siempre había constituido un misterio para ella. Le habría gustado poder comprenderlo mejor y confiarle su propio dolor, pero la muerte le había llegado demasiado pronto. Como siempre.
«Como al Maestro», pensó para su propia sorpresa.
Se estremeció. Ignoraba si aquella ínfima cantidad de poción le bastaría para llegar a la casa de Sennar, pero tenía que lograrlo, no importaba cómo.
Las palabras que Lonerin le había dicho al principio del viaje resonaron terminantes como una orden en su mente:
«Tengo una misión de la que depende la suerte de muchas personas, he dedicado toda mi vida a esto. El hecho de pensar que pueda ir mal, que pueda fracasar, es algo que no contemplo; y, en cualquier caso, no serviría de nada».
Dubhe volvió a incorporarse y se puso en marcha.
* * *
Cuando llegó al precipicio donde había caído Lonerin sintió una fuerte opresión en el pecho. Había estado retrocediendo, y ahora buscaba desesperadamente cualquier rastro de él: un jirón de su ropa, una señal, cualquier cosa que le devolviera la esperanza. Pero no halló nada, era como si la tierra ya lo hubiera olvidado.
Se asomó vacilante al precipicio, y la sonrisa íntegra de Lonerin pasó ante sus ojos. Había algo heroico en la forma en que había afrontado su muerte.
A sus pies, el torrente discurría impetuoso, pero no había ni rastro de su compañero. Sólo una mancha de sangre en una piedra, que el agua había tenido la deferencia de conservar.
A partir de entonces estaría sola. No sabía adónde ir, ni siquiera tenía el mapa de Lonerin. Lo guardaba en un bolsillo de su casaca, y la llevaba puesta. Dubhe se acordaba levemente, pero le faltaban todos los detalles. ¿Hacia dónde dirigirse? ¿Cuál era el camino correcto? Miró a su alrededor, jadeante. La convicción de que seguramente Rekla ya andaba tras su rastro la hacía sentirse atrapada. Aquella mujer removería cielo y tierra con tal de volver a echarle la mano encima y tomarse la revancha.
Se le heló la sangre. Se había dejado llevar por el entusiasmo demasiado pronto, y ahora carecía por completo de una guía.
Permaneció allí, al borde del abismo, incapaz de moverse. Era exactamente igual que cuando había muerto el Maestro. Cuando estaba sola no era nadie. Cuando estaba sola, a lo sumo podía arrastrarse e ir tirando, siguiendo el curso que el destino le había trazado.
Volvió a recordar los últimos instantes pasados junto a Lonerin, su rostro inclinado sobre el mapa, el crujido de sus pies sobre la hierba mientras inspeccionaba el barranco donde habría de caer.
«Hay un precipicio, me temo que tendremos que buscar otro camino…».
Aquellas palabras retumbaron en su mente como si tuviera a Lonerin a su espalda, y se las estuviera repitiendo.
Otro camino… ¿Cuál? ¿Dónde?
Las montañas. Hacia allí se dirigían, el terreno había empezado a hacerse más empinado. Y, además, estaba el precipicio.
Recordaba muy bien que Lonerin, tiempo atrás, había hablado de pasos subterráneos, desfiladeros que atravesaban las montañas sin tener que escalarlas. Tenía que hallar la entrada, y si no, escalaría. No se detendría ante nada. No podía.
Se enjugó las lágrimas con rabia y volvió a ponerse en pie. Era un viaje sin esperanza, pero a veces había que prescindir hasta de eso.
* * *
Cuando Rekla descubrió las piedras en su bolsa, la cabeza seguía dándole vueltas. Vio las cuerdas cortadas, esparcidas un poco más allá, y un fragmento de cristal que brillaba en la hierba. Al instante lo comprendió todo. La chica se había escapado de nuevo y Thenaar ya no le hablaría más. Volvería a estar sola, como cuando era niña.
Tumbó de una patada la ampolla llena de somnífero que Dubhe había dejado a su lado y se puso en pie de un salto. Conocía bien aquel filtro, hasta el más incapaz de los Asesinos sabría prepararlo. El contenido se dispersó por el suelo y sus vapores se disolvieron en el aire.
Filla estaba apoyado en un tronco, respiraba con dificultad. Aunque la ampolla estaba lejos, su efecto había sido mayor en él, tenía dificultades para recobrar el conocimiento. Cuando miró a Rekla, ésta leyó un sentimiento de culpabilidad en sus ojos y se puso aún más furiosa.
—Todo esto ha pasado por tu culpa —murmuró entre dientes.
Él no apartó la vista. Siguió mirándola fijamente sin defenderse, como quien espera un castigo deseado.
—No te fijaste en el pedazo de vidrio, y cuando le diste la poción, ni siquiera te aseguraste de que la tomara realmente.
—Sí —se limitó a responder Filla, casi con alivio.
Rekla se abalanzó sobre él como una fiera y lo golpeó sin parar. Era lo que necesitaba, sentir el olor de la sangre saturando su nariz.
Filla encajó los puñetazos y las patadas sin rebelarse. Rekla tenía razón, era culpa suya, y merecía aquel castigo. Pero no era tan sólo deseo de expiación. Ella necesitaba descargar en alguien su frustración, y Filla se sentía contento de poder ser el instrumento a través del cual su superior podría hallar la paz.
Cuando por fin la Guardiana se sentó en el suelo, el rostro tumefacto de Filla le produjo un intenso placer.
—Levántate —le ordenó.
Él obedeció. Se tambaleaba, pero logró incorporarse; la miraba con afecto y piedad.
—Ahora iremos en su persecución, y no nos detendremos hasta que demos con ella. No comeremos, no beberemos, sólo correremos.
Filla asintió.
—Si te conviertes en un estorbo, te dejaré atrás.
—Lo sé, la misión es más importante —respondió él con voz temblorosa. Tenía la certeza de que Rekla no bromeaba, y sentía miedo.
Ella le sostuvo la mirada un instante, y finalmente desvió la vista hacia su mochila.
Se había quedado sin la poción de la eterna juventud. En unos pocos días las arrugas le surcarían la cara y la carne se le acartonaría alrededor de los huesos. Cerró los puños ante aquella enésima afrenta que le había infligido la chica. Pero, a fin de cuentas, carecía de importancia. Su fe la sostendría hasta el final, y acabaría venciendo.
* * *
Dubhe anduvo vagando sin destino durante tres días. Apenas se detenía, salvo unas pocas horas por la noche, durante las cuales permanecía igualmente despierta, con el puñal siempre en la mano.
Trataba de seguir el curso del sol, siempre alto sobre su cabeza, pero sólo podía entreverlo por las manchas de luz que llegaban al suelo penetrando la espesa cubierta que formaban las copas de los árboles.
Tenía que dirigirse al oeste, hacia ese punto estaban las montañas. Abandonó el curso del río en cuanto vio por primera vez las siluetas de los montes.
Sin embargo, con el paso de los días, sus esperanzas menguaron, pues no tenía ni la más remota idea de dónde se hallaba. Su destino determinaba que jamás llegasen a buen término ni sus planes ni sus deseos.
Entretanto, el bosque guardaba silencio a sus espaldas. Parecía ignorar por completo su dolor, era como si estuviera esperando tranquilamente a que finalizase su viaje. Mientras avanzaba aparecían por doquier flores carnosas con aspecto de máscaras chillonas, y un sinfín de árboles retorcidos le dificultaban el paso. A pesar de todo, Dubhe no percibía el menor peligro. Ella, que no creía en ningún dios ni en el más allá, se preguntaba si aquellas plantas no serían las almas de los muertos. Para ella la religión tenía como único rostro la cruel faz de Thenaar, y no pensaba doblegarse ante aquel dios sanguinario. Pensó en Lonerin, en cuán hermoso había sido que se transformase en vapor y permaneciese junto a ella unos instantes. Sintió aflorar las lágrimas.
«¿Dónde están todas las personas a las que he amado? ¿Dónde están el Maestro y Lonerin?».
Durante dos interminables días anduvo buscando la entrada a los desfiladeros subterráneos. Fue de aquí para allá, examinó todas las grietas y las oquedades. Estaba desesperada. Por primera vez en su vida trataba de llevar a cabo algo importante y grande, pero cuanto más lo pensaba, más le parecía una empresa por encima de sus posibilidades.
Cuando al fin vio una pared rocosa surcada por una estrecha fisura que la hendía de arriba abajo, se sintió feliz. No sabía si aquello sería realmente la entrada que buscaba, o si se trataba un callejón sin salida, pero necesitaba tener fe. Se adentró sin hacerse más preguntas, con una estúpida sonrisa en los labios.
Era un desfiladero. Dubhe no había visto nada parecido, ni siquiera en la Tierra de las Rocas. Era algo asombroso. Las paredes tenían una altura de cien brazos por lo menos, y la distancia entre ambas apenas permitía el paso. Unas veces había que introducirse de lado, mientras que otras había que reptar por galerías estrechas y oscuras, sin tener la certeza de volver a ver la luz. Sólo en las zonas más anchas, y únicamente al mediodía, lograba penetrar el sol. El resto de la jornada, el desfiladero estaba sumido en una especie de crepúsculo irreal, y Dubhe apenas podía distinguir dónde pisaba.
En menos de dos días se había desorientado por completo. El desfiladero se bifurcaba, las grutas que recorría jamás eran rectas y estaban llenas de recovecos y desviaciones. Cuando halló la primera encrucijada estuvo un rato pensando en cómo orientarse. Pero no había nada que pudiera servirle de ayuda. En el suelo, piedras resbaladizas, y a su alrededor, rocas. Y silencio.
A pesar de lo cual, siguió adelante, ignorando el cansancio y las piernas que apenas la sostenían. Cuando ya no recordó nada de las anotaciones de Ido, en cada esquina donde hallaba una bifurcación elegía al azar, por instinto.
Las rocas se fueron haciendo más frías y oscuras. En la parte superior crecía musgo, lo cual indicaba que en invierno discurría un río por aquella garganta. El silencio imperante era irreal, el único sonido, aparte de su propia respiración, era el que provocaban las piedras que caían de vez en cuando desde las alturas y rodaban hasta la sima.
Fabricó una rudimentaria antorcha con algunas de las hierbas de Rekla y un pedernal, para alumbrarse en los tramos más difíciles. Arrancaba un jirón de su capa, la enrollaba a una flecha y la encendía. Cada vez que penetraba en las cavernas, tenía la sensación de que volvía a la Casa. La Bestia se movía en su estómago, y casi tenía la impresión de estar sintiendo la mano de Thenaar sobre su cabeza.
* * *
Un día, la caverna resultó ser más larga de lo previsto, y Dubhe estuvo caminando doce horas seguidas bajo tierra. Cuando la desviación que tomaba conducía a un callejón sin salida, volvía atrás, jadeante, con la esperanza de reencontrar el pasaje principal de donde había partido. En aquel lugar todo parecía tan igual y tan extraño… En la sala principal había concreciones calcáreas por todas partes. Del techo colgaban numerosas estalactitas, algunas de ellas gruesas como columnas, otras, delgadas como saetas. Las había que entraban en contacto con las estalagmitas que se alzaban del suelo, y todo brillaba a la luz de la antorcha. Era un lugar que desprendía magia. El agua que modelaba sus formas emitía un sonido claro y límpido.
Dubhe miró a su alrededor, sin saber qué más podía intentar. Sentía que había llegado a su fin. Allí no llegaba la luz del sol, no había hierbas con que alimentarse ni animales. Podría estar deambulando eternamente sin dar con una salida.
«Es la historia de mi vida, buscar una salida y no hallarla», se dijo, y sin saber por qué le entró risa, una carcajada histérica y desesperada que rebotó de una pared a otra, transformando el eco en un llanto.
«Lonerin, ¿dónde estás…?».
Una vibración sorda la distrajo de aquellos pensamientos. Aguzó el oído. No lograba adivinar qué podía ser aquel sonido, parecía un gruñido cavernoso, subterráneo. Volvió la cabeza a derecha e izquierda, escrutando la oscuridad que se abría más allá de la débil luz de la antorcha improvisada. Nada. ¿Acaso Rekla la había encontrado? No parecían pasos, pero Dubhe se dejó llevar por el pánico, se puso en pie de un salto y tomó el primer camino que encontró. Siguió la luz de la antorcha, avanzando a tientas a través de la densa oscuridad de la caverna. Y entonces vislumbró un resplandor en la lejanía.
«¡La salida!».
Echó a correr y sintió que la tierra vibraba bajo sus pies. Si lograse volver a encontrar el desfiladero, con la luz del sol aún podría albergar alguna esperanza de dar con la casa de Sennar. La claridad se hizo más intensa y Dubhe entornó los ojos, esperando sentir la calidez del sol en la piel. Se quedó sin habla.
Abrió los ojos, y lo que vio la fascinó. Ante ella, una cascada descendía limpiamente a lo largo de una pared y desembocaba en un lago pequeño pero profundo que se hallaba en la base de la cavidad. Por todas partes había cristales gigantescos, transparentes, amarillos y azules, que reflejaban la luz de la antorcha e iluminaban el inmenso lugar formando un juego de espejos. Era de una belleza impresionante, pero tampoco tenía salida. Dubhe no lograba ver ninguna vía de escape.
Realmente era el fin, el último acto de su hazaña. Moriría sola, olvidada, en aquel lugar de hiriente belleza. Dejó caer la antorcha, cerró los puños y se sumió en un llanto desesperado.
—Pero ¡nunca te perteneceré! ¿Lo has entendido? —gritó a la bóveda, y el eco amplificó su voz—. ¡Nunca te perteneceré, y cuando muera no ascenderé a tu maldito reino!
De repente le entraron ganas de bañarse. Hasta ese instante había permanecido en cuclillas, en un rincón de la gruta, incapaz de reaccionar. De vez en cuando volvía a oírse aquel rumor sordo, y cada vez que eso sucedía Dubhe pensaba que Rekla había llegado. En ese caso dejaría a la Bestia en libertad y se enfrentaría a ella.
Pero en esos momentos sólo sentía la necesidad de purificarse, de meterse en el agua, como hacía cuando vivía en la Tierra del Sol, en la zona de la Fuente Oscura. Iba allí cada vez que había cometido un robo. El agua helada la renovaba y la hacía sentirse limpia.
Ahora que lo único que veía ante sí era la muerte, sintió un deseo irrefrenable de hacerlo por última vez.
Se incorporó lentamente, apoyando con delicadeza los pies en la piedra. La cascada parecía llamarla.
Se acercó al borde del lago, lo contempló. El agua era negra, exactamente igual que la de la Fuente Oscura. Era transparente hasta unos pocos brazos de profundidad; después, la vista se perdía en la oscuridad. Aquella negrura tan impenetrable la fascinaba.
Se agachó, tal como había hecho unos días antes, cuando Filla la condujo al manantial para lavarle la herida. Sumergió la cabeza, y cuando abrió los ojos sólo vio su cabello —aún lo llevaba corto— meciéndose alrededor de su frente. La negrura que había bajo sus pies la atrajo hacia sí.
Simplemente se dejó ir. Su cuerpo se deslizó suavemente en el agua, formando apenas alguna pequeña onda. Dubhe se hundió hacia la oscuridad. Agitó los pies para descender algunos brazos más y se detuvo. El agua estaba terriblemente helada y le aguijoneaba el cuerpo. No le dio importancia, se sentía en paz consigo misma. La negrura le parecía cada vez más cautivadora: sabía que sólo con pensarlo liberaría la Bestia. Sintió el instinto irrefrenable de mover brazos y piernas para salvarse, la Bestia impedía que su cuerpo se deslizase lentamente hacia la muerte. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y logró resistir. La profundidad aumentaba, el peso de las armas que llevaba encima, más la ropa, la empujaba hacia el fondo. Y entonces sintió que la abrazaban, con calidez y firmeza. No tuvo valor para rechazarlo, no se resistió, se abandonó a aquel abrazo que, por algún motivo, le resultaba increíblemente familiar.
«Es el Maestro que ha venido a llevarme con él», pensó.
Y entonces dejó de caer. Empezó a ascender, sentía que la presión disminuía en sus oídos y que el agua estaba cada vez más caliente. Siguió ascendiendo, hasta que salió a la superficie. Inspiró profundamente y el aire volvió a llenarle los pulmones, produciéndole un agudo dolor, aunque resultó muy agradable volver a saborearlo. Le pareció que la llevaban hasta la orilla, y entonces oyó una voz que la cogió desprevenida.
—¿Estás bien?
Aquel tono le resultaba familiar. Era una voz triste que ella conocía bien, y que le paralizó el corazón. Cuando abrió los ojos, supo que no se había equivocado.