12

Un gnomo y un niño

IDO no perdió tiempo. Cogió el caballo del hombre que había matado, fresco por la noche de reposo que le habían concedido los Asesinos, y se lanzó en su persecución. Sentía cómo la sangre bullía en sus venas.

Agradeció estar en la Gran Tierra. Las huellas del otro caballo eran claras y limpias. La distancia era mínima, y él era más ligero. No tardaría en alcanzarlo. El Asesino parecía dirigirse derecho a las ruinas de la Roca. Años atrás había sido la colosal morada del Tirano: una enorme torre, toda de cristal negro, visible al menos desde un lugar de cada una de las Ocho Tierras, hacia las cuales se abrían paso unas largas construcciones semejantes a viscosos tentáculos. Había sido destruida en la Gran Batalla de Invierno, y durante mucho tiempo fue un llano desolado repleto de escombros y fragmentos de cristal negro.

Después, cuando Dohor fue aumentando su poder, decidió reacondicionar la zona. Estaba claro que pretendía construir un gran palacio donde viviría en cuanto se convirtiera en el dueño de todo el Mundo Emergido. De hecho, aquel territorio estaba lleno de esclavos, fammin, gnomos y humanos que trabajaban retirando de aquellas tierras los restos de la Roca. Si el Asesino se dirigía realmente allí, la cosa se pondría interesante: eso quería decir que no estaba conduciendo al niño a la Gilda de los Asesinos, sino a Dohor en persona. Ido espoleó con ganas su caballo, pero por más que corriese no lograba darles alcance. Según sus cálculos, con la diferencia de peso y la distancia que los separaba, antes del alba debería avistarlos. Sin embargo, la senda que habían creado sus huellas se prolongaba sin interrupción hacia el horizonte.

Por fin divisó un punto negro. Se restregó el ojo. Estaba confuso y cansado. Llevaba muchos días sin dormir, y la falta de sueño empezaba a hacerse notar. Pensó que tal vez fuera una alucinación. Pero no lo era. El punto negro seguía delante de él.

—Vamos, bonito, un último esfuerzo —animó a su corcel mientras lo espoleaba de nuevo, y éste aceleró.

A medida que se aproximaba, el punto negro iba adoptando con mayor nitidez la forma de un caballo. A Ido se le aceleró el corazón. Eran ellos. Tras una noche de desquiciada persecución lo había conseguido. Apoyó la mano en la espada, ansioso por saborear la revancha.

Y entonces notó que el animal tenía una extraña forma de avanzar. No trotaba, simplemente iba al paso, con la cabeza gacha.

«Es normal, con dos personas sobre su grupa y al galope durante toda la noche, debe de estar reventado».

La distancia entre ambos se redujo rápidamente, y entonces Ido lo comprendió.

—¡Maldito bastardo! —exclamó entre dientes.

Se detuvo y lanzó un grito al cielo.

Se le habían escapado en sus mismas narices y él había picado como el más estúpido de los novatos. El caballo iba solo. Durante toda la noche no había hecho más que seguir a un maldito caballo que se paseaba solo por el desierto.

Volvió a gritar, y su montura se encabritó. Tiró de las riendas. Tenía que calmarse. Siempre había creído que la vejez lo haría más sabio, pero en realidad, con los años lo único que había logrado era volverse más vehemente e irascible. Cada vez le resultaba más complicado mantener la lucidez en determinadas situaciones y, no obstante, tenía muy claro que en ese momento era lo único con lo que podía contar. Lentamente obligó a su corazón a disminuir el ritmo y distendió sus músculos.

«Piensa…, ahora van sin caballo. Y tú sabes hacia dónde se dirigen, son dos, en pleno desierto, a pie, no pueden haberse alejado mucho del punto donde los encontré ayer».

Dio marcha atrás y se lanzó nuevamente al galope.

* * *

Hasta que salió el sol, Sherva no se permitió mirar atrás. No estaba completamente seguro de que su estratagema funcionase. En realidad, si no hubiera sido de noche y si el gnomo no hubiera estado tan excitado, no lo habría logrado. Pero al parecer todo había salido bien.

El niño yacía inerte en sus hombros. Él había supuesto el mayor problema. Desde el primer momento estuvo forcejeando con él, y entonces tuvo que emplear mano dura: le dio un puñetazo y se vino abajo en seguida. Sin embargo, el Asesino sabía que ahí no acabaría la cosa. Si quería llevarlo ante Yeshol y dar por concluida la misión, tendría que dejarlo fuera de combate durante todo el día. Pero lo quería vivo. Por un momento pensó en dejarlo allí, en el desierto, en realidad no había hecho más que ocasionarle problemas. Así, él estaría libre. Se acabaría la Gilda, se acabarían las prisiones. O bien podría presentarse ante Yeshol y mostrarle su cabeza. Por fin dejaría de arrodillarse ante un dios que detestaba. Pero todo eso no era más que una vaga quimera. Siempre había sabido valorar las situaciones, y su propia fuerza, a la espera del mejor momento para atacar. Y aquél no lo era.

Por eso sacó de su bolsillo el vial que Rekla le había dado antes de partir.

—Todos sabemos la clase de demonio que era esa Nihal —le dijo—. Sólo con que su nieto haya heredado una pizca de su histerismo, te va a resultar difícil llevarlo contigo. Te he preparado un filtro para que lo uses en caso de necesidad. Lo mantendrá en un estado de aturdimiento durante todo un día.

Al oírla, Sherva había sacudido la cabeza, pero finalmente no tuvo elección. Había tenido que pegarle al niño y le había partido la boca. Le salía un reguero de sangre —probablemente le había roto un diente—, pero para él, ése era un detalle insignificante. Lo importante era que el filtro descendiese por su garganta.

No obstante, en esos momentos estaba cansado, tenía que parar para reponer fuerzas. Dejó al niño en el suelo y cogió la cantimplora para beber. San lo miraba con los ojos entornados, y aunque estuviera aturdido por el sopor, su mirada era de odio.

Sherva lo observó desde su altura.

—A estas horas tu salvador ya debe de estar muerto. Mirarme así no te servirá de mucho.

El niño no respondió, estaba concentrado en luchar contra el efecto de la poción, a fin de permanecer consciente. Tenía mucho carácter, eso era innegable.

Sherva no le dio mayor importancia, se echó un poco de agua por encima y se tomó un respiro antes de volver a cargárselo al hombro. Tenía que seguir avanzando, el gnomo podría estar ya tras su pista.

Ido no dio con el punto en que el Asesino había abandonado el caballo hasta el amanecer. Había sido muy hábil. Saltó del animal prácticamente en marcha, a fin de que las huellas no presentasen la menor discontinuidad. Debía de tener una agilidad fuera de lo común, aunque eso Ido ya lo sospechaba. Dos cuerpos cayendo desde un caballo tendrían que haber dejado una huella bastante más profunda en aquel terreno. Sin embargo, el hombre con toda probabilidad había caído de pie y había echado a correr de inmediato. Ido se entretuvo unos instantes en analizar la posición del caballo. Había sido un truco estúpido pero eficaz, el Asesino lo había calculado todo al detalle: el tiempo que él tardaría en dar con el rastro correcto, y el hecho de que a esas alturas el viento ya habría borrado en parte sus huellas.

«Así se mueven los Victoriosos», pensó.

Sintió una espontánea admiración por aquel Asesino. Era un auténtico enemigo, un guerrero a su altura.

«Si a ti te han adiestrado para no dejar huellas, yo, en cambio, he aprendido a dar incluso con las más imperceptibles». Y siguió el rastro de las huellas con la mirada.

Probablemente su adversario jugase con ventaja, pero él también tenía un as en la manga: sabía exactamente adónde se dirigía.

* * *

El sueño se estaba convirtiendo en una necesidad perentoria, y el caballo también acusaba el cansancio. Ido había forzado la marcha hasta el límite de sus posibilidades una noche más, y ahora estaba agotado.

Pero las huellas aún eran frescas, y mostraban unos pasos breves y arrastrados. El Asesino estaba tan cansado como él. Seguía con el niño a cuestas, y aquel peso debía de haberlo extenuado.

«¿Cuánto pesa un chiquillo de doce años?».

No tenía ni idea. No había tenido hijos, y a veces aquella ausencia lo afligía. Alguien le había dicho una vez que una vida sin hijos no tenía sentido, y los dioses sabían cuánto le habría gustado tener uno con Soana. Sin embargo, el destino quiso que se conociesen cuando ya eran viejos.

—Si me hubieras prestado más atención en lugar de pensar siempre en la guerra… —Soana estaba a su lado, luciendo ese rostro bronceado que tanto le gustaba a él. No estaba realmente enfadada, fingía. Era un juego que practicaban a menudo.

—Tienes razón —masculló él.

Ella le sonrió con ternura.

—Yo ya era demasiado vieja también.

—Entonces, tendría que haberte amado antes. Porque yo ya hacía mucho tiempo que te amaba, antes de que tú me quisieras a mí.

—Ya lo sé.

Ido estiró la mano para acariciarle la mejilla, se desequilibró y vio que el suelo se le venía encima. Tuvo el tiempo justo de sujetarse a las riendas.

Estaba soñando. Sin darse cuenta, había pasado de la vigilia al sueño.

«Viejo idiota…», se dijo, e hizo el amago de abofetearse.

Estaba demasiado cansado. En aquel estado no podría luchar; espoleó el caballo, tenía que despejarse. El galope no duró mucho; algo más adelante halló huellas muy recientes.

En cuanto desmontó tuvo la inequívoca sensación de estar repitiendo un viejo guión. Todo era igual que la noche anterior, con la salvedad de que él estaba mucho más débil.

Dejó el caballo en el lugar donde se había detenido y empezó a reptar por el suelo, hasta que lo distinguió con toda claridad en la negrura de la noche. El hombre estaba despierto. Hacía una noche maravillosa, clara y despejada. Las estrellas proyectaban su sombra en la tierra.

El niño estaba a su lado, tendido en el suelo. Parecía rendido, y lo estaba mirando a él. Ido lo miró a su vez, se llevó un dedo a los labios. No debía moverse, él se encargaría de todo. Siguió avanzando a rastras por la arena, mientras San lo observaba con los ojos muy abiertos.

Ya se encontraba apenas a un paso y podía percibir el sudor del Asesino: parecía no haberse dado cuenta de nada. Ido apoyó la mano en la empuñadura de la espada. Y en ese instante, el hombre se volvió de golpe. Ya llevaba el puñal en la mano, dispuesto a clavárselo en la garganta a su agresor. Ido casi no tuvo tiempo de ponerse en pie y desenvainar la espada.

Permanecieron inmóviles un instante, así, con las armas cruzadas mientras se estudiaban mutuamente.

—Eres rápido —observó el Asesino.

«Parece una auténtica serpiente —pensó Ido—, con esa nariz curvada y la boca tan fina».

—He de reconocer que tú también.

Sucedió en un segundo. El hombre desplazó el puñal hacia el pecho de su adversario, que había bajado la guardia. Él lo esquivó y sintió un dolor atravesándole el costado, un dolor que contrajo todos sus músculos en un espasmo.

«¡Maldita sea, viejo, resiste!».

Avanzó con la espada por delante, pero el hombre saltó, se situó a su espalda y le agarró la cabeza con la mano.

Ido no podía más. La herida era profunda, sentía un hormigueo en las manos y a duras penas podía sostener el arma.

«¿Por qué él no está cansado como yo?».

Con la mano libre el Asesino estaba ciñendo una cuerda en torno a su cuello. Quería estrangularlo. Él trató de darle una patada para liberarse, pero sólo logró desperdiciar el poco aire que le quedaba. En un último esfuerzo, lo golpeó con la empuñadura de la espada, y Sherva disminuyó levemente la presión. Ido aprovechó para golpearlo de nuevo, pero sólo lo rozó, y el otro volvió a atacarlo con el puñal.

Aunque sus reflejos apenas le obedecían, el gnomo logró parar el golpe con cierta eficacia, pero ya se estaba quedando sin fuerzas. Para él sólo existía el fulgor de la hoja del puñal en medio de la oscuridad, como si no hubiera nada más a su alrededor.

Entonces empuñó la espada con ambas manos y se esforzó cuanto pudo en ignorar el dolor de sus heridas. Esta vez le acertó, dio en el blanco, y sintió la espada clavándose en la carne. El Asesino emitió un leve gruñido, se dobló un instante y el puñal se le cayó de la mano.

«Aún puedo lograrlo», pensó Ido.

Se incorporó, pero el otro lo miró, sonriente. Giró sobre sí mismo y volvió a situarse detrás. Lo derribó violentamente y el gnomo notó cómo le clavaba la rodilla en el omóplato. Sintió un dolor punzante en el tórax.

«Muerto a causa de la vejez y el cansancio, ¡qué muerte tan estúpida!».

El hombre le estaba apretujando el cuello con ambas manos. Sus brazos temblaban ligeramente, señal de que la herida que le había infligido el gnomo era profunda. Ido no tenía nada que hacer, ni siquiera podía forcejear con su enemigo.

De pronto sintió que disminuía la presión y, a continuación, un golpe sordo. No acababa de creérselo. Tenía la garganta libre y jadeaba, luchando por recuperar las fuerzas.

—¿Estás bien?

La voz de un niño. Una cara sucia y dos ojos brillantes entraron en su campo visual. San. San había golpeado al Asesino. Ahora estaba frente a él, temblaba, y tenía la cara pálida y desencajada.

—Tranquilo, tranquilo —susurró Ido, aunque más bien parecía que hablaba consigo mismo.

—Lo he golpeado en la espalda, pero no se ha muerto…

El gnomo no estaba seguro de ello, pero aceptó la versión de que el otro sólo estaba herido. Si así era, tendría que apresurarse, no pasaría mucho tiempo antes de que el Asesino se recuperara.

—¡Ayúdame!

El niño tiró de Ido cogiéndolo por los brazos y lo ayudó a incorporarse. Sintió cómo se tensaba su herida, pero el dolor más intenso provenía del pecho. Tal vez tuviese una costilla rota, y supo que no tardaría mucho en desmayarse.

—Quítate la casaca, rásgala y haz una tira larga. Tienes que cortarme la hemorragia.

San lloraba, empezaba a dejarse llevar por el pánico. Pese a lo cual siguió todas sus instrucciones al pie de la letra; por su parte, Ido notó que cuando le tocaba la herida no sentía dolor, al contrario.

No lograba explicarse cómo había logrado librarse de las ataduras. Tenían que montar a caballo, no podían perder tiempo.

San lo había hecho muy bien, y aunque las vendas estaban bien prietas, subir al caballo supuso una auténtica tortura. Ido sufría continuos desvanecimientos.

—Ponte detrás de mí, tú llevarás las riendas.

El niño no lo entendía, pero subió igualmente.

—Sigue aquella estrella roja que brilla en el horizonte, señala el oeste. Allí está la Tierra del Fuego. Cuando salga el sol, verás el Thal, un inmenso volcán… Tienes que seguir siempre en esa dirección, siempre…

San lloraba, tenía convulsiones… Después de tanto esfuerzo, el miedo había acabado imponiéndose.

—No me dejes…

—San, ahora no podemos perder tiempo. ¡Vamos! —le dijo Ido con un hilo de voz.

El caballo no se movía. El niño estaba paralizado.

—Ya verás como puedes hacerlo. ¿Qué tiene de difícil seguir una simple estrella roja? Mañana, cuando me despierte, guiaré yo el caballo. Necesito dormir, San, debo recuperar las fuerzas, de lo contrario no sobreviviré.

El pequeño se lo quedó mirando, guardó silencio por un instante y asintió. Le dio un taconazo al caballo y por fin partieron.

Seguía llorando, pero le obedeció. Era un niño muy valiente e Ido, antes de desmayarse, sonrió.

* * *

Despertó bruscamente al sentir que el sol le quemaba la cara. Todo era luz, violenta, insoportable.

«A lo mejor esto es el famoso más allá de los sacerdotes, y dentro de poco vendrá Soana a buscarme…».

Una intensa punzada en el tórax le hizo comprender que no estaba muerto, y su visión se fue aclarando lentamente.

Con los ojos apenas entreabiertos, contempló un paisaje que conocía muy bien: el inmenso y humeante Thal justo enfrente, el desierto llameante de su tierra. Bajó la vista. San estaba acurrucado junto a su barriga, con la casaca sucia y desgarrada, y una mejilla inflamada y de color morado. Sintió una extraña calidez en el costado. El niño tenía una mano posada sobre su herida, y parecía estar circundada por un tenue halo luminoso.

—Buenos días… —murmuró.

Fue como si a San le hubiera picado una avispa. Se echó hacia atrás y se apartó de él bruscamente.

—¡No estaba haciendo nada, lo juro!

Ido no comprendía.

—Todo va bien, sólo he dicho buenos días.

San parecía sorprendido.

—En estos casos, responder se considera de buena educación.

—Buenos…, buenos días —balbució inseguro.

Ido tenía la cabeza espesa, sin duda le resultaba imposible pensar en todos los misterios que gravitaban alrededor de aquel niño.

—Mi enhorabuena —le dijo—. Lo has conseguido.

San se ruborizó levemente.

El gnomo se pasó una mano por el vendaje. Estaba seco, la hemorragia había cesado, pero una punzada en el tórax le recordó la costilla rota. La vista se le nubló un instante, pero debía ponerse en pie, ahora le tocaba guiar el caballo a él.

San desmontó y volvió a subir para situarse detrás.

Era más bien alto para su edad, y su cabello sólo tenía un leve matiz azulado. Sin embargo, los ojos, pese a estar hinchados a causa del sueño y del llanto, eran los de su padre. Y también los de Nihal. Ido pensó con tristeza que él no podía saberlo. San no había llegado a conocer a su abuela.

Durante un buen rato avanzaron en silencio bajo el despiadado sol de la Tierra del Fuego. Hacía tres años que Ido no pasaba por allí, pero le parecía que habían transcurrido siglos. Ésa era su verdadera patria, donde había vivido tan poco tiempo, la tierra prometida por la que había dado hasta su última gota de sangre, la casa que no había sido capaz de proteger. Era un lugar demasiado cargado de recuerdos, y agradeció que San le hiciera una pregunta, rompiendo así aquel horrible silencio.

—¿Adónde vamos?

—¿Sabes dónde estamos?

Ido oyó como sacudía la cabeza.

—Nunca he salido de la Tierra del Viento. Mi padre no quiere, —permaneció en silencio un instante, abatido, y a continuación rectificó—: No quería.

—Estamos en la Tierra del Fuego.

Puede que estuviera asombrado. Ido no podía verle la cara.

—Nos dirigimos a un lugar seguro, que sólo conozco yo. Allí me recuperaré, y tú también, que buena falta te hace. —Vaciló un instante—. ¿Fue un puñetazo?

—Cuando me quedé solo con aquel hombre traté de liberarme. Él me tiró al suelo y me golpeó con fuerza. Me rompió un diente.

Ido no sabía qué decirle. Le vinieron a la mente todas las ocasiones en que había tenido que consolar a alguien. Jóvenes esposas, madres, hijos, simples amigos, compañeros de armas. Pero nunca había sido capaz de hacerlo. Se sentía un incompetente ante tanto dolor.

—Vamos a ver si te curamos.

Era la frase más estúpida que podía habérsele ocurrido. Pero estaba cansado y dolorido.

—En cualquier caso, iremos directamente al acueducto.

—¿El acueducto? ¿Ése por donde anduvo Nihal? —La voz de San reflejaba curiosidad.

En sus labios, aquel nombre, Nihal, sonaba igual que en los de cualquier otra persona: era el nombre de una heroína, nada más que una leyenda.

—En efecto, el mismo.

San apoyó la cabeza sobre su hombro. En ese instante tenía las mejillas empapadas en lágrimas.

—Nunca habría creído que llegaría a ir. Papá me hablaba siempre de ese lugar.

Volvió a guardar silencio. Ido sintió que las palabras brotaban de sus labios sin que en realidad lo quisiera.

—Hice cuanto pude por él, San. Intenté salvarlo, pero no hubo la menor posibilidad. Llegué demasiado tarde.

El niño se irguió sobre el caballo.

—¿Lo viste?

—Estuve con él hasta que murió.

—¿Y mamá?

—Ya estaba muerta cuando llegué.

San volvió a apoyar la cabeza en el hombro del gnomo, hundió el rostro en la casaca y empezó a llorar con violencia. Ido habría querido parar, abrazarlo y decirle que lo comprendía, pero no era posible, no en ese momento, allí aún estaban demasiado al descubierto; primero debían llegar a un lugar seguro.

De modo que se limitó a apoyar una mano en su hombro, ignorando el dolor que aquel gesto le provocaba, y lo abrazó con fuerza. A él también le habría gustado llorar.