10
El don de Rekla
REKLA estaba despierta en la oscuridad. Rememoraba cuando, unas horas antes, había perdido la cabeza y le había dado una paliza a Dubhe. Había estado a punto de comprometer la misión y, sin embargo había algo agradable en aquel recuerdo, la misma sensación que ahora la mantenía insomne. Espiaba la respiración de la muchacha, estudiaba su sufrimiento. Porque debía de estar sufriendo, eso lo tenía claro. Esperaba con delectación sus gemidos.
No lograba recordar la primera vez que había disfrutado a costa del sufrimiento del prójimo. Era algo que estaba profundamente arraigado en su naturaleza, tanto que casi había olvidado cómo empezó.
Tal vez fue una especie de juego. En el poblado de la Tierra del Mar, de donde provenía, a veces le daba por seguir a los niños mayores que ella. No era muy popular entre ellos, así que los espiaba desde lejos, sin llegar a unirse nunca al grupo. Algunas veces, cuando parecía que se estaban aburriendo, los veía ensañarse con algún insecto. Observaba cómo les cortaban las patas a los grillos o les arrancaban las alas a las mariposas, y les oía reír.
Había algo en aquellos espectáculos que siempre acababa fascinándola. La fuga desesperada de las víctimas, su impotencia y la vitalidad que siempre exhibían, aquella obstinación en negarse a someterse a la tortura agarrándose denodadamente a la vida. Entonces empezó a hacerlo ella también, en solitario. Notaba que para los demás era distinto. Buly, Granda y sus amigos se abandonaban a aquel juego sólo cuando estaban reunidos, era un ritual de grupo. Todos reían juntos, todos se sentían fuertes. Pero ella no podía estar con ellos. Por alguna extraña razón, no lograba conectar con ninguno. Era demasiado tímida para soltar el rollo, y el temor a ser menos que los demás, el temor a hacer o decir algo equivocado siempre acababan paralizándola. Pero, sobre todo, era el resto del mundo quien no la quería. Porque no hablaba nunca, y porque todos sabían lo que sucedía en su casa. Su familia no era bien vista, y todos estaban al corriente de su historia. Sólo ella, Rekla, se negaba a aceptar la verdad.
Observar la agonía de los pequeños animales que capturaba se convirtió en un sutil placer solitario. Una distracción. Le decía a su madre que se iba a jugar con sus amigos. Pero no había amigos. Salía a las mismas horas que los otros niños, pero no iba con ellos. Se ocultaba tras una pared en ruinas, o en un claro aislado. Y allí practicaba sus juegos.
—Me han dicho que no vas con los demás —le dijo un día su madre.
Rekla se ruborizó.
—Me lo ha dicho la madre de Buly. Cuando tu padre se entere de que le cuentas mentiras, se enfadará conmigo. Me pegará, ¿lo entiendes? Trata de comportarte como los otros niños de tu edad, y no vuelvas a mentirme.
Rekla no respondió. Nunca hablaba mucho con su madre. No sabía qué decirle. Para ella era alguien distante, poco más que una desconocida. Que ella recordase, nunca la había abrazado, y el modo en que la trataba también era frío y distante. Cuidaba de ella como si fuese un deber que cumplía por fuerza, y nunca le hablaba si no era para advertirla de que no enojara a su padre. Por lo demás, con él aún era peor. Era mucho mayor que su madre, y su boca siempre apestaba a cerveza. No era extraño que le levantase la mano por cualquier cosa que ella hiciese y, por lo general, cuando se cansaba de ensañarse con su hija, acababa emprendiéndola con la esposa.
Entonces Rekla se encerraba en su habitación y se tapaba los oídos para no oír los gritos procedentes del otro lado de la pared. Después, todo acababa de repente. Su madre se acurrucaba en un rincón mientras su padre salía a tomar la enésima copa. Hasta que volvía a repetirse.
Durante mucho tiempo, fue incapaz de entender el comportamiento de sus padres. Hasta que un día oyó a un niño que hablaba de ella con otro.
—Todo el mundo sabe que sus padres no la quieren. Una noche, hace años, su padre forzó a su madre. Ella lo despreciaba porque era un viejo borrachín y violento, pero al quedarse embarazada su familia la obligó a casarse para evitar el escándalo.
Cuando los oyó reírse, Rekla no fue capaz de permanecer en la sombra sin hacer nada. Salió de su escondite con los puños cerrados y la rabia quemándole el pecho.
—No es verdad —dijo convencida.
—Y entonces ¿por qué te tratan así? —repuso el niño que estaba hablando de ella—. Naciste por error, y tus padres no te querían, y tampoco te quieren ahora. Toda la aldea lo sabe.
Aquello fue demasiado. Se pelearon. Y después de la paliza de aquel niño, Rekla recibió el castigo de su padre. Y aunque tenía los ojos empañados por las lágrimas, la vio: en un rincón, encogiéndose de hombros, su madre la observaba sin el menor atisbo de piedad por su parte.
Con todo, Rekla no quería creerlo. Para ella no eran más que mentiras.
* * *
No hizo falta mucho para que dejara de conformarse con los insectos. Se había cansado de estudiar su agonía, que ya se sabía de memoria. Necesitaba otro estímulo.
Aprendió a cazar sola. En el poblado había pocos cazadores, sus habitantes eran mayoritariamente agricultores y pescadores, pero de vez en cuando alguno se entretenía, los días de fiesta, cazando pájaros y otros pequeños animales en el bosque cercano. Rekla los observaba a distancia. No se atrevía a acercarse y, por lo demás, tampoco lo deseaba. No había nada interesante en la gente, prefería aprender las cosas manteniéndose a salvo de las miradas indiscretas.
Descubrió que tenía aptitudes. Sabía gatear en silencio por la hierba y tenía talento para fabricar armas y trampas. Al principio se contentó con el mero placer de la caza. Se divertía capturando animales, pero en cuanto los había visto morir perdían todo su interés. No podía llevarlos a casa y comérselos: con toda seguridad, su padre no habría aprobado que se dedicara a pasatiempos tan inadecuados para una niña. Así que acababa enterrándolos con todos los honores.
Después pasó a las trampas. Los capturaba vivos, a veces los observaba mientras trataban de eludir sus ingeniosas celadas. Y entonces jugaba con ellos.
Era un placer extraño y terrible. Por un lado tenía la clara conciencia de que lo que hacía no estaba bien, y además le causaba espanto. La visión de la sangre le resultaba desagradable y, de algún modo, todo aquel sufrimiento la afectaba. Pero ahí precisamente estaba lo bueno. En ese dolor que notaba en lo más hondo de su estómago, en la repulsión que sentía de sí misma mientras se divertía torturando a sus presas. En sentirse inútilmente fuerte, y terriblemente mezquina. Eso era lo que le gustaba del sufrimiento de aquellos animales: hallar por fin la confirmación de todo cuanto la gente murmuraba sobre ella a sus espaldas. Era mala, estaba maldita.
* * *
La descubrieron cuando ya llevaba mucho tiempo practicando aquel juego.
Siempre había tenido la precaución de no dejar ningún indicio. Cuando se lavaba las manos manchadas en el agua del torrente, sonreía aliviada. La corriente se llevaba la sangre y ella regresaba limpia.
«No volveré a hacerlo, ésta es la última vez», se decía.
Pero al cabo de unos días volvía a las andadas. Simulaba que se unía a los juegos de sus compañeros, y entonces se alejaba con la cabeza gacha en dirección a la espesura. Era tan silenciosa que los otros niños empezaron a tenerle miedo.
No era ése el caso de su madre: una vez la siguió y se ocultó entre la vegetación para averiguar en qué se entretenía. Cuando la vio, salió de su escondite con el horror reflejado en su mirada.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Por primera vez en su vida fue ella quien le pegó. Y mientras la golpeaba, le repetía que era un monstruo, y que lo que hacía no era digno de un ser humano.
Sin embargo, no se lo contó a su marido. Aunque sólo guardó silencio para ahorrarse una paliza. Encerró a su hija en una habitación y la tuvo varios días sin comer.
Rekla creía merecérselo. No podía reprochárselo. Era demasiado tarde. Lo que había empezado como un estúpido juego entre niños estúpidos se había convertido en una obsesión. Pero pensaba lograrlo. Tendida en su cama, a oscuras, juró que cambiaría, no sabía cómo, pero no volvería a hacerlo.
Y trató de ser normal. De vivir como todos los demás, con sus absurdos problemas, con sus arbitrarias carcajadas. Pero no podía. Le resultaba imposible mezclarse con ellos. Porque ella había sido mala, había hecho cosas horribles —eso le había dicho su madre— y, por tanto, no había lugar para ella en el poblado. Y si realmente era así, ¿por qué no seguir? ¿Por qué no retomar aquel estúpido juego que, por lo demás, era lo único que podía sosegarla?
Volvió a las andadas. Y la pillaron de nuevo. Siempre era su madre, que probablemente se sentía satisfecha de haber hallado por fin un motivo para pegarle y tratarla como se merecía.
Entonces fue cuando empezó a castigarse a sí misma. Sumergía las manos en agua helada hasta que se volvían insensibles y se ponían rojas. En la oscuridad de su habitación se obligaba a permanecer de rodillas durante horas, hasta llorar de dolor. Siempre se repetía las mismas palabras: «No lo haré nunca más, nunca más».
No funcionaba. Y cuanto más se veía odiar a los suyos, y cuanto más la odiaban a ella, menos fuerzas lograba reunir para salir de aquella espiral que parecía poseerla.
Una noche entró en el salón de la casa después de que sus padres hubieran reñido. Nunca lo había hecho. A lo sumo, escuchaba a su madre llorar mientras recogía la loza rota y la tiraba, y esperaba a que todo volviese a la normalidad, a que desapareciese cualquier rastro de la refriega. Soñaba poder hacer lo mismo con sus malos recuerdos. Recogerlos uno por uno y tirarlos para siempre, suprimirlos como si jamás hubiesen existido. Sin embargo, esa noche no tenía sueño, y sentía una especie de impulso que no alcanzaba a comprender.
En el suelo reinaba una confusión indescriptible. Una silla rota, una olla del revés tirada allí en medio. Gotas de sangre y algunos trocitos de vidrio de una botella hecha añicos. Rekla se agachó y recogió uno. Un rayo de luna que se coló por la ventana lo hizo brillar con mil reflejos azulados. Le pareció precioso. Se lo pasó entre los dedos y sintió un dolor agudo. Vio como la palma de su mano se teñía de un rojo intenso y aquella visión le encantó. Apretó aún con más fuerza el trozo de vidrio y esperó a que la sangre caliente mojara su puño y descendiera por su brazo. Se merecía todo aquel dolor. Y le gustaba.
* * *
Probablemente dejó que su padre la descubriera a propósito. Quería acabar con aquella historia, hallar por fin un poco de paz. Un día se permitió la temeridad de jugar cerca de casa, y cuando su padre la sorprendió aún tenía las manos manchadas de sangre.
La llevó a rastras hasta casa tirándole del pelo, ante su madre, encendido de ira y harto de cerveza.
—¡Mira lo que hace tu hija, este monstruo que tuve a bien criar! ¡Degüella conejos en el bosque y encima se divierte! ¿Qué podía esperarme de una mujer inútil como tú, sino una hija así?
Seguramente no fue peor que otras veces. Su madre escapando y gritando, él persiguiéndola, la madera de las sillas estrellándose contra el suelo.
—¡Te salvé de la ignominia cuando acepté casarme contigo! ¡Nadie te habría aceptado, y yo lo hice, aunque no me interesarais en absoluto ni tú ni esa estúpida niña!
«¡No es cierto, no es cierto!».
Rekla apretaba las manos contra sus orejas, cada vez más fuerte, pero las palabras de sus padres se mezclaban con las que había pronunciado aquel niño.
—¡Yo nunca la quise —gritaba su madre—, y a ti aún menos! ¡Fuiste tú quien me forzaste! —Su voz sonaba despiadada entre un sollozo y otro—. ¿Crees que no intenté abortar antes de que fuese demasiado tarde? ¡Yo no quería pasar por todo esto, pero me salió mal! ¡Maldito sea aquel día! ¡Malditos seáis los dos!
«¡No es cierto, no es cierto!».
Rekla abrió los ojos nublados por las lágrimas, y lo único que vio fue el destello que emitía algún objeto. Aquel fulgor la dejó embelesada, como aquella noche con el fragmento de vidrio. Era el cuchillo que su madre empleaba para cortar las verduras.
Se puso en pie, y ellos ni se enteraron. Cogió el cuchillo porque eso era exactamente lo que debía hacer. Sabía que si lo hacía, todo desaparecería. Su padre, su madre, y también la verdad de aquella historia absurda y trágica.
Y entonces atacó. Dos veces, y su padre se desplomó de cara contra el suelo. Su madre la miró con tanto odio que Rekla jamás olvidaría aquella mirada. Con ella sólo fue necesaria una sola cuchillada; después, los gritos se apagaron y en la casa se hizo el silencio. Aquella extraña quietud transmitía paz, y Rekla empezó a llorar sin hacer ruido.
* * *
Huyó. Había traspasado todos los límites. Después de lo que había hecho no había vuelta atrás. Se valió de sus conocimientos de caza y estuvo vagando por los montes. Su rostro empezó a aparecer en las paredes de las casas, dibujado en carteles de esos que prometían recompensas por los criminales. La gente los miraba y sacudía la cabeza. Por entonces todos sabían quién era y lo que había sido capaz de hacer.
«Soy mala».
Si el hombre hubiera llegado un día más tarde, estaría muerta. Habría dejado de luchar, de cazar, y se habría dejado morir. Tenía doce años, y ningunas ganas de vivir. La magnitud de lo que había hecho estaba destrozándola.
El hombre se había deslizado por detrás sin hacer ruido, y cuando Rekla se volvió, presa del pánico, él le sonrió.
—Tranquila, no estoy aquí para traicionarte.
Por primera vez en su vida había alguien que no la rechazaba. Sintió tanta emoción que todo el dolor de los últimos años se condensó en un llanto desesperado, mientras el hombre la abrazaba.
Iba completamente vestido de negro y sus movimientos eran ágiles y elegantes. Decía que era un Victorioso; llevaba, entre otras muchas armas, un puñal negro, con la guarda y la empuñadura en forma de serpiente.
—Te conozco, Rekla, lo sé todo de ti. Sé que has matado a tus padres, y sé que te gusta el olor de la sangre.
Ella se sonrojó y bajó la mirada; se sentía culpable.
El hombre le sujetó la barbilla con los dedos y le levantó la cabeza.
—No tienes por qué avergonzarte. Mírame a los ojos.
Le obedeció, indecisa.
—Tienes un don, Rekla, y lo que has hecho es extraordinario.
Ella tragaba saliva.
—Soy mala…, en el poblado todos lo saben.
El hombre sacudió la cabeza enérgicamente.
—Tú eres especial. Los necios lo llaman maldad; los sabios, justicia. Sin que tú lo supieses, mi dios, Thenaar, actuaba a través de ti para manifestar su gloria.
Bastó con aquellas palabras. Un dios moviendo sus manos. Y su maldición, un don. Se le iluminaron los ojos.
* * *
Así conoció a Thenaar y supo que era una Niña de la Muerte. Comprendió que se había estado equivocando todos aquellos años al considerarse maldita. ¡Qué horrible malentendido, y cuánto sufrimiento en vano! Simplemente, había sido elegida por Thenaar, creador de los Victoriosos. El destino de éstos era matar a todos los demás, a aquellos que no creían en ese dios y no habían sido sus elegidos. Su sangre sería ofrecida a la divinidad, hasta el día de su regreso. Y ella era uno de esos pocos. Porque ni siquiera entre los Victoriosos y los Asesinos era frecuente obtener tanto placer del asesinato. Fue como descubrir un nuevo mundo. Ya no se sentiría culpable nunca más, y ya no había razón para infligirse aquellas inútiles lesiones. Al contrario, tenía que estar contenta, gozar por haber sido escogida. Toda la angustia de aquellos años se disipó de golpe, y Rekla sintió una serenidad interior desconocida hasta entonces. Sus padres se le aparecieron como lo que eran: seres mezquinos e insignificantes, y matarlos había sido una acción justa.
Thenaar lo era todo para ella. El dios la había escogido, y ella se entregaría a él por completo. Se convertiría en la razón de su existencia, le dedicaría a él cada aliento, y no pensaba morirse sin ser testigo de su gloria en el Mundo Emergido.
Thenaar la compensó de inmediato. Sucedió una de las primeras veces que Rekla estaba arrodillada ante su estatua, rezando. Sólo fue un susurro, débil y veloz, pero desde la paz de su espíritu oyó unas palabras. Era el dios que le hablaba. Lloró, consternada, y al instante comprendió cuál era su verdadera misión, y le rezó para que jamás la abandonase; ella, a cambio, se entregaría a él en cuerpo y alma.
Y así fueron pasando los años, y Rekla fue asumiendo funciones cada vez más importantes en el seno de la Gilda, hasta convertirse en uno de sus ancianos, uno de sus más veteranos integrantes.
Practicó con venenos, estudió botánica, incluso con libros escritos por el propio Aster. Su mayor logro era un filtro que podía mantenerla eternamente joven. Lo había sintetizado ella misma, y estaba particularmente orgullosa. Era una poción muy difícil de obtener, sólo la consumía ella y la guardaba celosamente. No lo hacía por vanidad, no le interesaba ser hermosa. Su cuerpo sólo era una máquina, un puñal en las manos de Thenaar. Lo hacía por su dios. Quería servirlo con todas sus fuerzas en plenitud hasta el último instante, hasta su último aliento. La muerte acabaría llegando tarde o temprano, pero la encontraría joven y ágil como tiempo atrás. Tan eficiente, tan letal como antes.
Había sido una vida feliz, sí. Porque era una vida con una finalidad. Durante su infancia había carecido de todo, había sido como caminar a tientas en la oscuridad buscando un sosiego imposible. En cambio, desde que había conocido a Thenaar, su existencia se iluminó y su camino se reveló firme, seguro. Sabía que detrás de cada sufrimiento estaba él, su dios, y que siempre estaría.
Y entonces llegó Dubhe. No era exactamente su presencia. Rekla no tuvo problemas en aceptar ser su guía. Le excitaba la idea de tener una persona a su entera disposición, a la que poder someter por completo. Fue más bien su fuga lo que lo arruinó todo.
Lo interpretó como un fracaso personal. Dubhe le había sido confiada a ella, y se le había escapado en sus propias narices. Pero si sólo se hubiese tratado de un sentimiento de culpabilidad habría sabido cómo superarlo. Desgraciadamente era algo muy distinto.
El mismo día que se descubrió la fuga de Dubhe, Rekla corrió desesperada al templo. Se postró en el suelo, con las manos alzadas.
—¡Perdóname, Thenaar, te lo ruego, perdona a esta tu inepta sierva! ¡Háblame, dime qué debo hacer y me convertiré en tu mano!
Desde la altura no llegó una sola palabra, ningún consuelo. Sólo silencio.
Pasó largas horas en penitencia, otras tantas rezando, pero todo fue inútil. Thenaar callaba, furioso, y Rekla se desesperaba. Se ofreció para ir a buscar a Dubhe, pues creía que ése sería el único modo de aplacar la cólera de su dios. Cuando la sangre de aquella traidora fuera vertida en la piscina, Thenaar volvería a hablarle. La ira de Rekla no conocía mesura: cuando se desfogó apaleando a Dubhe, sólo logró liberarla en parte. Y eso no le bastaba.
Aquella noche había vertido dos gotas de más en la poción. Y ahora esperaba sus gemidos, por efecto del veneno. No se moriría, pero sufriría, y mucho.
Cuando oyó el primer lamento, sonrió.