9
El fin de la misión
«NUNCA fiarse de lo obvio. Nunca bajar la guardia. De todos modos, siempre acaba llegando un día en que cometes una estupidez. Es inevitable».
Dubhe le estaba explicando a Lonerin las enseñanzas del Maestro, pero él seguía consumiéndose de rabia por haberse dejado engañar como un pardillo.
Continuaba sentado a la orilla del lago, con las mejillas coloradas de la vergüenza, fingiendo que miraba algo que tenía delante.
Dubhe, en cambio, estaba inquieta. A su alrededor, el aire vibraba de un modo extraño. Notaba cómo la Bestia se agitaba en lo más profundo de su vientre, y tenía un mal presentimiento. No podían permitirse seguir allí por más tiempo. Tenían que moverse y reemprender la marcha.
Al cabo de poco, el terreno empezó a hacerse más empinado, señal de que se estaban acercando a las montañas. Iban en la dirección adecuada, Y Dubhe comenzó a sentirse ligeramente excitada. Había vivido tanto tiempo sin albergar esperanzas, que ahora ya no sabía interpretar aquella sensación.
Lonerin se agachó y sacó el mapa una vez más. Ella se situó a su lado y observó la expresión curiosa e infatigable que adoptaba el rostro del muchacho: era la expresión de alguien que persigue una meta. Vio que marcaba con el lápiz todo el trayecto recorrido hasta ese momento.
Lonerin contempló la delgada línea que acababa de trazar.
—Es un buen trecho, ¿no te parece?
Dubhe asintió. Realmente lo era, y, sin embargo, sentía que no se había movido, como si el viaje aún tuviera que comenzar. Ahora había que encontrar el cañón y la entrada a las cuevas, y ella no tenía ningunas ganas de volver a meterse bajo tierra. Ya había tenido bastante con la Gilda. La alegría de un momento antes fue disipándose lentamente y se puso seria.
Siguieron caminando bajo un sol abrasador hasta que, al final de la mañana, llegaron a un espacio abierto, sin árboles y aireado por una ligera brisa. Desde el inicio del viaje, casi un mes antes, era la primera vez que su vista podía abarcar más allá de los tres o cuatro brazos habituales. Y había hierba. Un prado lleno de flores espléndidas.
Dubhe se aventuró hasta allí con paso lento, fascinada ante tanta belleza. Se agachó mientras Lonerin exploraba los alrededores.
—Aquella parte parece acabar en el vacío —dijo, señalando un punto indeterminado, a la derecha—. Hay un precipicio, me temo que tendremos que buscar otro camino…
Dubhe no lo escuchaba. El perfume de aquellas flores le recordaba Selva, su tierra natal. La evocación del lugar donde había pasado su infancia abrió la vía hacia otras remembranzas. Todo podría haber sido distinto, en especial su existencia. Era la primera vez que cuestionaba su propio destino. Siempre había pensado que así era como debía ser, inmutable y cruel. Tal vez había sido precisamente la influencia de Lonerin lo que le había hecho cambiar de idea, su espíritu abierto y vivo.
Aquellos pensamientos le hicieron bajar la guardia por unos instantes.
En cuanto sintió aquella férrea presión sobre la boca ya era demasiado tarde. Trató de gritar, pero lo único que logró filtrar entre los dedos de la mano cerrada sobre su cara fue un chillido ahogado, insuficiente para llegar hasta Lonerin.
Torció el cuello hasta el límite de sus posibilidades, como le había enseñado Sherva, y así logró liberar la boca apenas un instante.
—¡Lonerin!
Lo vio volverse; después, el fulgor de un cuchillo de lanzar bajo la luz del tórrido sol, y a él agachándose.
—¡No!
La Bestia rugió en su interior, y cuando fue consciente de la situación se le heló la sangre: los miembros de la Gilda habían llegado, y Rekla con ellos. Tenía que matarla, de lo contrario no habría escapatoria posible. Trató de liberarse de la presión e hizo el gesto de echar a correr hacia su amigo, pero una patada en plena cara la obligó a caer al suelo, ciega de dolor. Durante unos momentos sólo existían las náuseas, envolviéndola en la oscuridad.
Cuando logró volver en sí, Rekla estaba encima de ella. Todo era exactamente igual que la otra vez, cuando ella rechazaba la poción y la Guardiana de los Venenos dejaba que se revolcase por el suelo, en la Casa, presa de las convulsiones de la Bestia. La odiaba, en esos momentos más que nunca. Sus rizos, su rostro salpicado de pálidas pecas, su sonrisita infantil, todo en ella era insoportable. Trató de llevarse la mano al puñal, pero Rekla apoyó una bota sobre su pecho y le cortó la respiración.
—¡Déjate de bromitas!
Dubhe no gritó. No quería darle la satisfacción de dejarse llevar por el pánico.
Trató de hacer palanca para echarla al suelo, pero ella le clavó un puñal en el hombro. La punzada de dolor fue insoportable.
—¿Tienes ganas de jugar, Dubhe? Muy bien, ya verás qué cosas se me ocurren para que te diviertas.
La levantó bruscamente cogiéndola del chaleco, y con un rápido movimiento le ató los tobillos y las muñecas con un único cable.
—Disfruta del espectáculo. A ti te necesitamos viva, pero a él no.
Dubhe se echó a temblar. Lonerin estaba de rodillas, como ella; mostraba una herida en el costado derecho y tenía encima al compañero de Rekla, cerrándole cualquier posible vía de escape. No parecía estar demasiado mal, pero costaba reconocerlo. Estaba completamente desfigurado, su mirada ardía con una expresión de odio que jamás había visto en él.
Dubhe trató de liberarse, pero lo único que consiguió fue caerse al suelo. Rekla era capaz de cualquier cosa con tal de ver sufrir al prójimo. Lo había hecho con ella, y ahora se emplearía a fondo con Lonerin. Pero Dubhe no quería, no a él, no a su compañero de viaje, a la única persona que hasta ese momento la había protegido y había cuidado de ella, y además arriesgando su vida para salvarla.
Se arrastró por el suelo a pesar de que la herida le enturbiaba la vista. Quería acercarse, hacer algo. Rekla estaba a un paso de Lonerin, y aunque estaba de espaldas, podía imaginarse su sonrisa maligna dibujada en el rostro. Sabía cuánto había anhelado aquel instante, y ahora no se detendría ante nada.
De pronto, un grito desgarró el tórrido aire del calvero. Lithos. Dubhe no tardó en reconocer el sortilegio que acababa de pronunciar Lonerin, y vio cómo el otro asesino que estaba tras él se quedaba paralizado al instante. El mago aprovechó para incorporarse de un salto y librarse de su llave. Tal vez quedase alguna esperanza: estaba desarmado, pero podía conseguirlo. Estaba a punto de pronunciar otro encantamiento cuando Rekla se lanzó contra él y le propinó un potente puñetazo en la mandíbula. Lonerin cayó al suelo profiriendo un doble gemido. Dubhe se estremeció.
—¡Estúpido! ¿Realmente pensabas utilizar estos truquitos conmigo? —dijo Rekla, divertida, mientras lo miraba desde arriba—. Yo conocí al gran Aster, y Yeshol ha sido mi maestro; ¡tú no eres nadie a su lado!
Lonerin se volvió de repente y la hizo caer poniéndole la zancadilla. Se levantó y trató de correr hacia la parte más frondosa del bosque —a la izquierda estaba el precipicio—, pero tropezaba a cada paso. Entonces un cuchillo silbó en el aire y él se desplomó en el suelo, a pocos centímetros del abismo.
Rekla se volvió hacia Dubhe, con una mueca de satisfacción en los labios. Ella se debatió, pero las ataduras le constriñeron aún con más fuerza las muñecas y se le clavaron en la carne. La Bestia estaba volviendo. En esos momentos precisaba de su fuerza destructora y de su sed de sangre, quería hacerla salir, pero la poción la seguía reteniendo. Todo era inútil. Había fracasado también esta vez.
—Aquel que trate de matarme, habrá de recorrer un largo camino hasta la tumba —amenazó la Guardiana a Lonerin.
Él respiraba con dificultad, extenuado por las heridas, pero sus ojos aún centelleaban.
—No te me llevarás a mí también —dijo entre dientes, con la voz cargada de odio.
Entonces la sujetó por un tobillo, rodó sobre sí mismo y se dejó caer al vacío arrastrándola consigo.
—¡Nooo! —gritó Dubhe con todo el aire que quedaba en sus pulmones.
No podía creer que acabase así. Lonerin, el precipicio…
Hacía un mes que viajaban juntos. Un mes que compartían el pan, que dormían hombro con hombro, un mes que se enfrentaban a los peligros y avanzaban a través de un lugar desconocido. ¿Cuántas veces había añorado la soledad de antaño? Aquel pensamiento la hizo enfurecerse consigo misma, y cuando vio una mano que se agarraba al borde del precipicio, sintió que el corazón se le llenaba de esperanza.
«Oh, Lonerin…».
Entonces vio una masa de pelo rubio asomando detrás de la roca, y todo careció de importancia. Fila socorrió inmediatamente a Rekla, el sortilegio ya había perdido su efecto. La izó tirando de su brazo. No había ni rastro de Lonerin.
«Sola».
Dubhe volvía a estar sola. En su interior se abrió un abismo sin fondo. Cerró los ojos.
* * *
Puñetazos, patadas, golpes.
Una vez y otra y otra.
Agredir a la chica, aniquilarla, y suprimir así su propia humillación.
—¡Basta!
Lo que la detuvo no fue tanto la mano que Filla apoyó en su hombro como el tono de su voz. Nadie, salvo Yeshol, había osado gritarle, y mucho menos podía hacerlo Filla, que era un simple subalterno. Rekla se volvió de golpe, llena de ira.
—Su Excelencia dijo que la lleváramos viva —recordó, bajando repentinamente la vista.
Dubhe, inmóvil en el suelo, tenía el rostro tumefacto, y se cogía el vientre con las manos. Por su sed de sangre y por venganza, Rekla estaba a punto de desobedecer las órdenes de Yeshol y, aún peor, los designios de su dios. Se hincó de rodillas.
«¡Perdón, mi Señor, perdón!».
Pero tampoco en esa ocasión sintió aquella sensación de bienestar que hasta entonces le había proporcionado la oración, no oyó la voz indulgente de su dios, confortándola.
«No pasa nada, estoy segura de que Thenaar lo comprenderá».
Filla se había puesto a su lado y la miraba con benevolencia, casi con piedad. Aquella mirada la hizo sentirse mal consigo misma.
Rekla se incorporó de un salto y lo empujó.
—¡Tú no eres quién para decidirlo!
Trató de recuperar la calma. Debía conservar la lucidez. Nunca, nunca mostrarse débil ante un subalterno.
—Debemos reemprender la marcha cuanto antes.
—Pero habrá que curar a la chica, o puede que no llegue viva a la Casa —arguyó Filla.
—¡Lo haremos esta noche! —le espetó Rekla—. Ahora debemos apresurarnos, ya se nos escapó una vez, no podemos arriesgarnos a que suceda de nuevo.
Se pusieron en camino de inmediato. No se detuvieron hasta el crepúsculo, tras una marcha de etapas forzadas.
Filla insistió:
—La herida podría infectarse, y entonces sí que tendríamos un problema.
Rekla accedió furiosa. En el fondo de su corazón sabía que deseaba la muerte de aquella chica. Era un deseo que le avergonzaba admitir. Su dios le exigía una prueba para volver a ser una buena creyente y expiar sus pecados, y ella no era capaz de concedérsela.
Se sentaron bajo la pálida luz de la luna. El bosque estaba en silencio.
Rekla sacó la comida. Filla la miró receloso.
—Primero nosotros, después, ella. ¿Tienes idea de lo que nos ha hecho pasar? ¡Kerav ha muerto por su culpa, se escapó de la Casa para orquestar nuestra destrucción, recuérdalo! Es justo que siga sufriendo un poco más.
Hasta que acabaron de comer, Rekla no se ocupó de atender a Dubhe; sacó lo que necesitaba de la mochila. No había llevado nada preparado de antemano, sino una serie de frascos que contenían los principios más útiles y los ingredientes que más solía emplear en sus filtros.
Le bastaron unos pocos gestos. Era la primera vez que preparaba una medicina para un enemigo, y aquello le produjo una sensación extraña. Bastaría una gota de más de mandrágora, y Dubhe moriría entre atroces dolores. Su mano tembló mientras medía la dosis, pero no se equivocó.
Filla la observaba con preocupación. Tal vez le tenía miedo, o, simplemente, no lograba comprenderla. Nadie la comprendía, a excepción de Yeshol y Thenaar. Era un ser muy peculiar, y eso la condenaba a la soledad.
A regañadientes, le dio la medicina a Filla.
—Hazlo tú.
Él la cogió, indeciso.
Rekla no se quedó a mirar. Se adentró en la espesura, buscó un lugar apartado, donde no llegase el menor ruido, y se arrodilló.
«Me he equivocado, lo sé, mi Señor. Pero llevo muchos años recorriendo tus sendas, y siempre te he sido fiel. No calles ahora. Tu silencio me mata. Pagaré por cuanto he hecho, ya estoy pagando. Pero háblame, disuelve las sombras que me están asfixiando».
Se calló, tenía los ojos cerrados, los puños apretados contra el pecho. El bosque siguió en silencio. Tal vez ya no había redención para ella, su pecado era irreparable.
«Vamos».
Tan sólo una débil sensación, un vago presentimiento. Un susurro.
Rekla abrió los ojos en la oscuridad del bosque y esperó.
«¡Hazlo de nuevo, te lo pido! ¡Háblame de nuevo!».
No obtuvo respuesta.
Sólo había durado un instante, pero ya tenía suficiente. El puente estaba tendido, todo volvería a ser como antes. Cuando vertiera la sangre de Dubhe en la piscina, Thenaar volvería a abrazarla y a consolarla.
Rekla rio en voz alta, entre lágrimas.
* * *
Durante mucho tiempo no hubo más que oscuridad y dolor. Y confusión.
Manos expeditivas sobre su cuerpo, dos voces pronunciando palabras que no entendía, el frescor de un ungüento en su espalda, náuseas.
Y sueños. El Maestro le hablaba.
—No hay que bajar nunca la guardia, siempre hay que estar alerta.
La misma frase de nuevo, repetida hasta el infinito.
—Sí, Maestro.
—Y entonces ¿por qué te has distraído?
Después, flores, una infinidad de flores hasta donde alcanzaba la vista, Lonerin volando a su lado, con una sonrisa extraña y la mirada cargada de odio.
Cuando despertó, apenas había empezado a clarear.
—¿Cómo estás?
¡La voz de Lonerin! Quién sabía cómo había sucedido esta vez, cómo había podido salvarla. Estaba a punto de sonreír, pero al volverse vio el rostro de un desconocido.
No sabría decir qué edad tenía, pero iba completamente vestido de negro, y su cuerpo tenía un aspecto juvenil y atlético.
—¿Quién eres?
Su voz sonaba ronca, le dolía muchísimo la garganta.
—Tu salvador —respondió una voz femenina. Dubhe la reconoció al instante, y la realidad le recordó lo que había sucedido, la golpeó con la violencia de un puñetazo. Lone… Lonerin estaba muerto.
Las náuseas se le hicieron insoportables. Vomitó lo poco que aún quedaba en su estómago. Estaba atada de pies y manos de modo que no podía incorporarse. El hombre la ayudó, para evitar que se ahogase.
Rekla entró en su campo visual.
—Al parecer se me fue un poco la mano —dijo con una sonrisita.
Le plantó bajo la nariz una escudilla llena de un líquido que olía a clavos de esencia. Dubhe apretó los labios.
—Bébetelo o te lo haré tragar a la fuerza.
La chica tenía los ojos empañados por las lágrimas, y era consciente de que su aspecto no debía de resultar nada amenazador, pero sostuvo la mirada. Quería mirar a los ojos a la mujer que había matado a Lonerin.
—Como quieras.
El hombre se acercó por detrás y la hizo sentar, y a continuación Rekla la obligó a engullir la poción que había preparado. Dubhe no tenía fuerzas para rebelarse, su cuerpo no la obedecía.
Parte del líquido le cayó encima, pero una buena cantidad bajó por su garganta, ardiente.
El hombre la soltó de golpe, y lo mismo hizo Rekla. Volvió a encontrarse en el suelo, con el cielo rosado sobre su cabeza. Un espectáculo único. Si Lonerin estuviera allí, se habría tumbado a su lado y seguramente le habría hecho algún comentario gracioso. Cerró los ojos y dos gruesas lágrimas descendieron por sus mejillas.
—No estarás llorando por tu amigo, ¿verdad? —le preguntó Rekla.
Dubhe abrió los ojos y le lanzó una mirada feroz.
—Ni lo nombres… —murmuró con voz ronca.
Rekla alzó una mano, como si quisiera abofetearla. Pero no la golpeó. Se limitó a sonreír, burlona.
—Ya veo, nunca has sido una de los nuestros, si no, habrías comprendido que un Perdedor no es más que un pedazo de carne. Lo único que cuenta es Thenaar.
* * *
Al menos ese día la dejaron en paz. La pócima que le habían dado le embarullaba los pensamientos y la sumía en una especie de aturdimiento. Sin duda la habían drogado. Sabía que no se dejaría conducir a ninguna parte sin ofrecer resistencia.
En su interior, la Bestia permanecía silenciosa: evidentemente, Rekla había añadido algunas gotas de poción en el bebedizo para amansarla. Era consciente de que, en caso de que despertase, tendrían un buen problema. Dubhe se sentía atrapada.
Resultaba extraño hasta qué punto se le había hecho onerosa la presencia de Lonerin. Todas las mañanas buscaba estar a solas, y por las noches no se acostumbraba a tenerlo a su lado. Pero en esos momentos lo echaba de menos, con toda su alma. Ya no estaba, y sin él su misión había terminado. Él la estaba conduciendo hacia la salvación, ésa era la pura verdad. Después de jurarse a sí misma que nunca más se entregaría a nadie, finalmente había acabado como Jenna. Él también había estado a su lado, protegiéndola en más de una ocasión tras la muerte del Maestro, y al final tuvo que alejarlo para salvarle la vida, cuando la Gilda puso precio a su cabeza. Pero mientras que sí fue capaz de preservar la vida de su viejo amigo, no había ocurrido lo mismo con Lonerin.
Ahora, lo único que podía hacer era matar a Rekla y acabar sus días allí en la espesura del bosque, esperando a que la Bestia la devorase. Así su existencia, tan inútil y dañina, finalmente llegaría a su fin.
En realidad nunca había tenido ganas de salvarse. Era Lonerin quien lo quería, por los dos, y aquella voluntad había desaparecido junto con él.
Dubhe ocultó el rostro de la vista de Rekla y de su compañero. Sin que la vieran, en silencio, lloraba.