8
Enfrentamiento a la luz de la luna
YA anochecía cuando Sherva decidió parar. Se apeó del caballo y respiró a pleno pulmón el aire fresco que anunciaba una noche sin luna. Corría sangre de ninfa por sus venas, y el hecho de tener que permanecer en la Casa le había obligado a reprimir en exceso su deseo de hallarse en plena naturaleza. Contempló largamente aquel paisaje baldío y desolado. Árboles caídos, colinas asoladas por el fuego y plantas muertas. Era todo cuanto quedaba del bosque tras la Gran Guerra y la locura de Dohor. Realmente bastaba muy poco para destruir cientos de años de vida…
Se volvió hacia Leuca, su compañero de armas, que seguía en su silla con el niño amordazado. Le hizo una seña para que se apease, pero él cuestionó su decisión.
—Estamos al descubierto, cualquiera podría vernos.
—Es un lugar resguardado, y te acabo de dar una orden.
El otro no hizo más preguntas y desmontó del caballo con el pequeño. Por lo demás, Sherva era un Guardián, uno de los grados superiores de la Gilda, y él un simple Victorioso. Le debía obediencia.
Sherva se volvió hacia un tronco negro y majestuoso que había a su lado. La corteza estaba renegrida y las ramas secas se retorcían hacia el vacío en un postrer espasmo. Una alfombra de hojas malolientes crujía bajo sus pies. Así pues, allí estaba, el Padre del Bosque de Nihal, el poderoso árbol protagonista de algunos cánticos de las Crónicas del Mundo Emergido. En mitad del tronco se abría una cavidad, la misma en la que Nihal había hundido sus manos para robar el corazón que habría de salvar las tierras del Tirano.
Sherva lo acarició y se arrodilló. «Protege mi camino, vela mi noche, arropa con la oscuridad mi lecho».
Su madre y la cultura de las ninfas le habían enseñado a respetar a los grandes sabios, por eso había recitado una plegaria. En su vida consagrada al arte de la muerte no había lugar para Thenaar ni para ninguna otra estúpida divinidad. Sólo existían los espíritus elevados y puros que veneraba su pueblo.
Mientras Leva ataba a un tronco cercano la cuerda que sujetaba al prisionero, Sherva observó al niño con curiosidad. Una venda tapaba su boca, tenía los ojos rojos e hinchados, las mejillas sucias de sudor y empapadas de lágrimas. En ese momento él también lo miraba, y en aquella mirada el Guardián reconoció un sentimiento de odio profundo que le gustó. Percibió que la sangre que corría por aquellas venas era élfica en gran medida: su cabello tenía un color entre azul y negro, y sus orejas tenían una extraña forma puntiaguda en los extremos. Nada que ver con su padre. Un medio hombre sin nervio, al que se había tomado la molestia de matar con sus propias manos. Tal vez aquel niño fuera el adecuado para los planes de Yeshol, pero eso a él le daba igual, no le interesaba.
—Quítale la venda —ordenó por fin.
Leuca lo miró incrédulo. Aquel jovencito lo ponía nervioso, y habría preferido actuar con mayor prudencia. En el fondo, él también era un Asesino, y consideraba muy importante llevar a cabo la misión sin imprevistos. Acampar en aquel claro ya era de por sí una temeridad, y ahora pretendía liberar a aquel mocoso…
—Señor…
—Lo necesitamos vivo, ¿no es así? Y para mantenerlo con vida ha de comer y beber. Quítale la venda, te he dicho.
Leuca no podía seguir forzando la situación.
Retiró la mordaza de la boca del niño, y éste, en cuanto se vio libre, le mordió la mano con todas sus fuerzas. Se alzó un grito y Sherva sonrió para sí.
—¡Maldito bastardo! —Leuca le propinó una potente bofetada que le partió el labio.
Sherva se acercó a él con un veloz salto y le agarró la mano antes de que pudiera golpearlo de nuevo.
—Yeshol lo quiere entero, ¿lo has entendido? —le dijo mientras le retorcía la muñeca.
Leuca asintió, bañado en sudor frío.
«Vaya, qué fácil te resulta imponerte a los débiles como Leuca, pero ¿y con Yeshol?».
Sherva reflexionó un instante, y por fin soltó a su compañero y se dirigió malhumorado al niño con expresión contrariada. Le salía sangre de la boca, y se sorbía la nariz. Estaba llorando, pero no se lamentaba, seguía mirándolo furioso, y el Asesino esbozó de nuevo una sonrisa irónica.
—No creo que logres matarme a base de miradas asesinas.
Sacó un pedazo de queso y se lo puso en una mano.
—Para hoy. Si te portas bien, mañana te daré el doble.
El jovencito lo tiró y se puso a gritar:
—¡No quiero nada de ti, Asesino! —Dicho lo cual, le escupió.
Sherva acercó su cara a la del niño contrayendo la boca hasta formar una mueca.
—Podría retorcerte el pescuezo en cualquier momento, mocoso, y no podrías hacer nada para impedírmelo, igual que tus padres no pudieron hacer nada. Recuérdalo.
El niño se mordió el labio hasta que se puso lívido.
Sherva lo agarró del pelo y le dijo, recalcando cada palabra:
—Me importa un bledo tu desprecio, así como todo lo que digas. —Y, tras una pausa, añadió—: Y ahora comerás. Porque necesito que vivas.
Cogió el pedazo de queso que había caído al suelo y se lo metió a la fuerza en la boca. Con la otra mano se la mantuvo cerrada hasta que se tragó el bocado. Finalmente lo miró satisfecho, le pasó el queso a Leuca y permitió que continuase él.
* * *
Sherva los estuvo observando todo el tiempo. Experimentaba un sutil placer al contemplar la obstinación de aquel niño, doblegada con tanta violencia. Sabía que era un placer de cobardes, pero no quería privarse de disfrutarlo. Desde que Dubhe había huido, toda su vida parecía haberse hundido en la mezquindad. ¿Por qué no aprovechaba aquella ruptura y mataba a Yeshol?
«Tal vez piensas que el día que Yeshol esté a tu alcance no va a llegar nunca».
Aquellas palabras lo obsesionaban, le proporcionaban la justa medida de su vida, consagrada a matar pero sin llegar jamás a su culminación. Lo cierto era que no se sentía lo bastante fuerte, por eso se había ofrecido voluntario para aquella misión. Quebrar la voluntad de aquel niño era un modo como otro de no pensar en su propia debilidad.
—Ya es suficiente, amordázalo —le dijo a Leuca.
Éste obedeció sin hacerse de rogar.
Sherva siguió oyendo refunfuñar al niño durante todo el tiempo que tardaron en cenar su compañero y él. Entre ambos reinaba un significativo silencio.
—¿Y el gnomo? —preguntó Leuca una vez concluida la cena.
Sherva lo recordó como en un destello. No tenía ni idea de su identidad, pero era extraordinario. La facilidad con que se había librado de su presa fue impresionante. Pero el corredor estaba oscuro, y no hubo manera de conocer su aspecto.
—Quizá fuera uno más de los vecinos de Salazar, puede que pasara por allí casualmente.
—Pero nos vio.
—Yo no logré verlo, así que no creo que él nos haya visto a nosotros.
—Mi señor, aquella zona de la torre era más bien modesta, y me temo que…
El guardián alzó un brazo.
—Ya nos ocuparemos de ello si se convierte en un problema.
Leuca guardó silencio, pero Sherva sabía qué estaba pensando su compañero. Era lo mismo que él había pensado. Un gnomo muy versado en las artes del combate. Sólo había una persona que respondiera a esas características: Ido.
Prefirió no darle más vueltas. De momento seguirían su camino. Quería terminar la misión, conducir al niño a la Casa y seguir agachando la cabeza, a la espera de que llegase el momento en que su puñal hiciese correr la sangre de Yeshol.
Aquella idea que tan a menudo lo asaltaba durante las largas noches bajo tierra en esa ocasión no le produjo el placer de costumbre ni le ayudó a conciliar el sueño. Por el contrario, bajo el Padre del Bosque, acudió a su mente el mundo de las ninfas, que había mantenido alejado de sí durante tanto tiempo, y del que siempre había sido excluido. Él era un mestizo, el fruto de un amor impuro y prohibido. Como aquel niño. Lo oía tragándose las lágrimas y reprimiendo los sollozos, un poco más allá, atado al árbol.
No dormía, y él tampoco.
* * *
Ido esperó a que el sacerdote llegara para velar el cuerpo sin vida de Tarik, y se puso a buscar posibles indicios. No podía entretenerse más, tenía que seguir las pistas mientras éstas aún estuviesen frescas. En los corredores, las huellas de los dos sicarios se confundían con las de los mercaderes y las de la gente, pero Ido contaba con una ventaja: sabía que se dirigirían a la Tierra del Norte, y que tomarían el camino más rápido.
Montó sobre su caballo y partió al galope, nuevamente a través de la estepa.
Sentía una rabia ciega en su interior. Treinta años combatiendo, treinta años de guerra durante los cuales había visto correr la sangre de sus seres más queridos, y ahora, si fallaba, todo habría sido en vano. Apretó los dientes. Salvaría a aquel niño, a cualquier precio. Sabía que sus enemigos eran ágiles y astutos, la Gilda adiestraba bien a sus adeptos, y no resultaría fácil dar con ellos. Con todo, examinó cuidadosamente el terreno: los años de clandestinidad en la Tierra del Fuego habían afinado su olfato de cazador.
Halló las huellas de dos caballos que se habían dirigido al bosque, al trote. Evidentemente no pensaban que los seguirían. Ido esbozó una sonrisa feroz.
«En qué poca consideración me tienen».
Estaba claro que no lo habían reconocido o, cuando menos, lo habían infravalorado.
En el pasado, él siempre había sido la presa. Durante años no hizo sino esconderse en las entrañas de la Tierra del Fuego, saliendo al exterior sólo para acciones de guerrilla, desconfiando de todo el mundo. Ahora, de pronto, los papeles se habían invertido y él era el depredador. Lo insólito de aquella situación le estimulaba.
Llegó al bosque cuando ya anochecía, el crepúsculo clausuraba sobre un cielo de cristal uno de los primeros y espléndidos días de verano. Se detuvo un instante en el linde del bosque, allí donde la estepa que había sido escenario de sus combates años atrás moría entre los primeros árboles.
Se apeó del caballo y entró a pie. La cosa se ponía más difícil. Un bosque es un laberinto de rastros para cualquiera, incluso para él: tenía que mantenerse lúcido. No podía pensar en Tarik ni en su mujer tendida sobre un charco de sangre. Ningún pensamiento debía distraerlo, ni siquiera los recuerdos de la guerra y de la paz que aquel lugar le traía.
Hasta bien entrada la noche no halló lo que buscaba. En un pequeño claro reconoció los restos de un campamento nocturno, cenizas enterradas, y en un árbol cercano descubrió los restos de una cuerda. Sin duda habían acampado allí, ocultando su rastro con bastante cuidado, pero no el suficiente, lo cual indicaba que aún no contaban con que los siguiesen.
Se incorporó y echó un vistazo a los alrededores. Reconoció de inmediato aquel lugar, Sennar lo mencionaba en el libro donde narraba su viaje con Nihal. Halló el Padre del Bosque y acarició su corteza negra y rugosa. Nunca había sido un amante de la naturaleza. Para él, los bosques eran un enigma que no lograba descifrar. Apreciaba ciertos paisajes, pero al parecer la naturaleza hablaba un idioma que él no lograba comprender. Sin embargo en ese momento pudo sentir la antigua potencia del Padre del Bosque. Imaginó a Nihal extrayendo la octava piedra del hueco del tronco, la última, aquella que habría de activar el talismán del poder y propiciaría la destrucción del Tirano. Quién sabía si se había sentido perdida, como él se sentía en ese momento. Había una extraña ironía en toda aquella historia: el nieto de Nihal había sido atado precisamente en el mismo punto donde su abuela, cuarenta años atrás, había salvado el Mundo Emergido. Ido apartó las manos del tronco y se puso en marcha.
Mientras estuvo en el bosque no pudo proceder con la celeridad que esperaba. El caballo tenía dificultades para avanzar, las huellas eran confusas, y él mismo comenzaba a acusar el cansancio. Su cuerpo de viejo gnomo reclamaba un poco de reposo, y por un instante pensó en lo bueno que sería retroceder en el tiempo y sentir de nuevo la fuerza de la juventud corriendo por sus venas. Estaba de muy mal humor, odiaba todo lo que sonase a nostalgia, y atravesar aquellos parajes cargados de memoria en verdad no ayudaba precisamente.
El segundo día bordeó la frontera de la Tierra de las Rocas, su tierra. Los recuerdos de su infancia lo asaltaron con virulencia, y estuvo tentado de desviarse brevemente. Entonces se aferró a una única idea, San, y la ira le devolvió la sensatez. Los Asesinos seguían llevándole un día de ventaja, como si el tiempo que había dedicado a asistir a Tarik fuera irrecuperable. En cualquier caso no se dio por vencido. Azuzó al caballo y prosiguió su camino sin desviarse. Ya tendría tiempo de volver a pisar su tierra y recrearse en los recuerdos. En otra ocasión, no en ésa.
Su obstinación no tardó en verse recompensada. A las puertas del desierto de la Gran Tierra halló rastros recientes. La distancia estaba disminuyendo. La euforia revitalizó sus miembros, y sin esperar un segundo se lanzó al galope. Estaban cerca.
* * *
Sherva estaba inquieto. No le gustaba estar en la Gran Tierra, su sangre podía captar el lamento de los árboles muertos. Y además, ahora sí que avanzaban al descubierto. No por lo que aún quedaba de viaje, ni porque les acechara ningún peligro en concreto, pero lo sentía en los huesos. Alguien los seguía. El gnomo.
—Cuando llegue, ¿quién se enfrentará a él? —le preguntó Leuca esa noche, por sorpresa.
No habían encendido fuego. Sherva estaba intranquilo, mejor así. Además la luna brillaba alta en el cielo y dibujaba sombras nítidas sobre la tierra batida. El niño estaba agotado. Lo habían obligado a comer de nuevo, había llorado, se había resistido, había perdido. En esos momentos dormía, y Leuca sostenía la cuerda que lo sujetaba.
—Tú —respondió, cazando al vuelo a quién se refería su compañero—. Yo protegeré al niño.
Leuca sintió un ligero escalofrío, y Sherva no pudo reprochárselo. Tras aquel breve enfrentamiento en el interior de la torre, él también había concluido que se trataba de un guerrero extraordinario. Tal vez sería más justo que luchara él, en el fondo era un Guardián de la Gilda y así podría poner a prueba su potencia. Pero lo pensó mejor. Aunque aquel gnomo fuera realmente Ido, no le resultaba nada estimulante enfrentarse a alguien que en otro tiempo había sido un guerrero extraordinario, pero que ahora no era más que un viejo que pertenecía a otra época. No, su misión era vigilar al niño, y lo haría a toda costa.
* * *
La noche había caído sobre la Gran Tierra. Ido observó las huellas y dedujo que los dos Asesinos ya se encontraban a poca distancia, Desmontó. Habría preferido dejarlo atado, pero aquello era un desierto.
—Si fueras como Vesa, no tendría ningún problema en decirte que te quedaras aquí y me esperaras —le dijo al caballo mirándolo a los ojos—. Por desgracia no eres un dragón. Pero si cuando vuelva no te encuentro aquí, juro que te convertiré en salchichas, ¿está claro?
El caballo lo miró inexpresivo. Ido pensó en los ojos claros y profundos de Vesa, en la última vez que los había mirado. Dejó caer la rienda y apoyó una mano en su lomo.
Los localizó fácilmente. Dos caballos, tres siluetas en el suelo. Su corazón empezó a latir con más fuerza. Después de toda aquella absurda persecución, lo había conseguido. Uno de ellos era San, el pequeño San, todo cuanto le quedaba a Nihal en el Mundo Emergido.
Reptó. Observó la luna baja en el horizonte. Noche cerrada. Dormían profundamente, o al menos eso esperaba.
Cuando se encontraba a unos pocos pasos reconoció por su complexión al hombre que lo había atacado. Tenía que ser él. La misma ágil y esbelta corpulencia, los brazos largos y delgados.
Ido no lograba verlo porque estaba vuelto de espaldas, pero enfrente había otro hombre que dormía. Debía de ser el segundo sicario, pero le pareció un individuo cualquiera. Ninguna característica física destacable, nada de nada. Sostenía una cuerda, la que ataba al niño.
Pensó que le habría ido bien tener un puñal, eran dos y sólo llevaba una espada. Igualmente puso la mano en la empuñadura y se arrastró con precaución hacia San. El corazón parecía querer atravesarle el pecho, pero su mente estaba despejada y tranquila, no le temblaban las manos.
Estaba a punto de coger la cuerda, cuando de repente un brazo lo sujetó con fuerza por detrás y lo levantó del suelo. Los dos hombres se movieron con una rapidez asombrosa. Mientras uno lo inmovilizaba, el otro se incorporó de golpe, cogió al niño y desapareció en la oscuridad. Ido oyó el relincho de un caballo y los cascos golpeando el suelo al galope.
«¡Maldición!».
Pero no hubo tiempo para reflexionar. El centelleo de una hoja se dirigía hacia su cara. El gnomo le asestó un codazo a su agresor, clavó los pies en la tierra negra y lo agarró para derribarlo.
En cuanto se liberó de él, trató de perseguirlo, pero el hombre volvió a plantársele enfrente con el puñal en la mano.
Ido apretó los dientes y desenvainó su espada.
—Esfúmate. Tú no me interesas.
El otro esbozó una sonrisa y le saltó al cuello. El gnomo lo esquivó ladeándose y lanzó una estocada; el adversario la eludió con bastante facilidad y se situó a su espalda.
Ido se volvió de nuevo tratando de herirlo, pero su adversario saltó. Un fulgor en medio de la oscuridad. Se agachó y la hoja del puñal rasgó de nuevo el vacío, muy cerca de su rostro.
Era bueno, ágil, sobre todo. En la lucha, Ido estaba acostumbrado a llevar la iniciativa, y a moverse poco. Los movimientos fluidos e impredecibles de aquel hombre lo desorientaban.
Todo parecía estar igual que al principio. Seguían uno frente al otro: el hombre, encorvado, con el puñal en la mano; él, empuñando la espada. Ido echó un rápido vistazo al cinturón que cruzaba el pecho de su adversario, donde llevaba los cuchillos de lanzar. Había cuatro más, tenía que impedirle que los usara. Esta vez fue él quien atacó primero, lanzando una estocada alta. El hombre la esquivó haciéndose a un lado y se llevó nuevamente las manos al pecho, pero Ido cambió con gran rapidez la trayectoria de su golpe. El cinturón con los cuchillos cayó al suelo, y el Asesino masculló una maldición.
Extrajo un segundo puñal con la mano libre y arremetió a toda velocidad, alternando las cuchilladas con ambas manos. Pero el gnomo no se dejó sorprender. Volvía a sentir, vívido e intenso, el placer de la batalla, la excitación hacía vibrar cada fibra de su cuerpo.
Los sentidos se dilataron, el tiempo se hizo infinito. Ido podía hacer cuanto se propusiera, lo sentía, tenía a su adversario en un puño.
Por fin, el hombre hizo un movimiento totalmente previsible, un golpe lateral en la zona de su ojo ciego. El gnomo bajó la espada y lo hirió en la mano.
El otro gritó de dolor, y el gnomo aprovechó aquella distracción para doblegarlo, apoyando la espada en su garganta. Observó que era joven, más que Tarik. Tal vez lo había matado él… Sintió que el odio lo embargaba.
«Contente, viejo idiota», se obligó a pensar.
—¡¿Qué camino pensabais tomar?! —gritó.
El secuaz guardó un obstinado silencio. Estaba claro. Se las estaba viendo con un fanático, y sabía muy bien que las ideas pueden convertir en un héroe al más cobarde de los hombres.
—Lo sé todo acerca de vosotros —le dijo con voz amenazante.
—Ido… —murmuró el otro, esbozando una sonrisa que a la luz de la luna menguante parecía más bien una mueca.
—En efecto.
—El otro no es como yo —aseveró el Asesino con un hilo de voz—. Aunque des con ellos, jamás lograrás vencerlo.
—Eso ya se verá.
Ido hundió la espada en el pecho del hombre descargando todo su peso.
No habría piedad para nadie.