7
A la sombra de las hojas de plata
LONERIN cargó a Dubhe sobre la espalda y empezó a correr con toda la fuerza de sus piernas.
No había tiempo para pensar en un plan. Lo importante, en ese momento, era alejarse a toda prisa de la cueva. Los tres de la Gilda no tardarían en liberarse.
La lluvia seguía cayendo sin cesar, formando una cortina detrás de ellos y del bosque. Tropezó con una raíz y rodó por el suelo, resbalando en el fango unos cuantos brazos. El peso de Dubhe en la espalda le hizo hundir la cara en el cieno. Se puso de rodillas, le castañeteaban los dientes.
Miró angustiado a su alrededor, y todo le pareció igual: las hojas, los árboles, el implacable cielo sobre sus cabezas. Era inútil continuar sin saber cuál era la dirección correcta.
«Tranquilo, tranquilo…».
Con la mano que tenía libre sacó la aguja y formuló el hechizo. La débil luz azulada indicaba una dirección a su espalda. Se había equivocado.
«¡Maldita sea!».
Cargó de nuevo con Dubhe —que seguía desmayada— y echó a correr de nuevo.
—¡Dubhe! Dubhe, ¿estás despierta?
Un trueno absorbió cualquier otro sonido.
—¡Te estoy llevando a un lugar seco! No te preocupes.
En realidad no tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. La única guía era aquella lámina de luz que iluminaba flores carnosas e inmensas hojas. Estaba avanzando a ciegas, pero no podía hacer otra cosa.
Al cabo de un rato el bosque se hizo más espeso, y Lonerin notó que las piernas no lo sostenían del cansancio. Resultaba complicado moverse con la chica a la espalda, pero la luz de la aguja seguía señalando directamente delante de él. No podía detenerse. Tenía que poner a salvo a Dubhe.
Las ramas le azotaban la cara y tuvo que agacharse para poder continuar. Había entrado en una especie de galería donde las plantas formaban un túnel oscuro y estrecho. Se detuvo un instante. No acababa de comprender en qué lugar se hallaba ni cómo había llegado hasta allí. La lámina de luz había empezado a curvarse hacia la derecha. No había sucedido hasta ese momento, y Lonerin dudó.
La parte positiva era que al menos allí dentro no llovía, y un ligero hormigueo en las manos le hizo pensar que tal vez la lámina de luz estaba siendo atraída por un hechizo. Tenía la sensación de que no les amenazaba ningún peligro, de modo que decidió proseguir. Dejó que Dubhe se deslizara por su espalda y la apoyó en el suelo. La sujetó de un brazo y empezó a arrastrarla.
Avanzó a gatas durante un buen trecho. La galería se volvió aún más angosta, y desde donde se encontraba era imposible volver atrás. No había otro camino. Le entró el pánico: se sentía atrapado, empezaba a perder toda esperanza y la lluvia caía ensordecedora por encima de su cabeza. Gritó de desesperación hasta que le dolió la garganta. Y entonces, de pronto, surgió una luz deslumbrante. Provenía del fondo del túnel, y Lonerin se protegió los ojos con un brazo, tratando de distinguir alguna cosa. Cuando por fin su vista se habituó, no daba crédito a lo que estaba viendo.
Ante él se extendía un claro rodeado por completo por una maraña de árboles y arbustos. En el centro se alzaba un gigantesco árbol con las hojas de plata, que desprendía una intensa luz anaranjada. Nunca había contemplado una planta tan grande. Visto desde arriba, debía de parecer una espléndida mancha blanca en el verde brillante del bosque. Del tronco, claro y repleto de nervaduras, partían centenares de ramificaciones que hundían sus raíces en la tierra negra y untuosa. Por su parte, los cambiantes reflejos de las hojas iluminaban toda la zona con una suave luz trémula, pese a que no soplaba ni una chispa de viento. Era como si el árbol tuviera vida propia, y un flujo ininterrumpido de energía se propagase hacia el interior de la tierra.
Era un Padre del Bosque. También existían en el Mundo Emergido, todos los bosques tenían uno. Eran árboles especiales, morada de espíritus primordiales que insuflaban la linfa y la vida a los bosques que estaban bajo su protección.
Lonerin comprendió al fin. El árbol, con su magia, había atraído hacia aquel túnel la luz que el muchacho había invocado. Sonrió admirado. Sabía que allí nadie daría con ellos, y que nadie se atrevería a hacerles daño.
Entonces se sobresaltó. Algo le había rozado la pierna. Vio a Dubhe, con los ojos empañados pero abiertos, que lo miraba a su vez con expresión doliente. Se había arrastrado hasta llegar a su lado.
—Lo hemos conseguido —le dijo.
* * *
Dubhe aún no podía moverse por sí misma, pero había recuperado algo de lucidez. En cuanto se durmió, en seguida supo que no se trataba de un sueño normal. Había logrado mantenerse lo bastante despierta para no caer en la inconsciencia forzosa que provocaba el veneno; de algún modo, había sido testigo impotente de la huida, y ahora se sentía confusa. Presa de las náuseas, había notado que su cuerpo botaba, y también que algo le oprimía el estómago, pero no lograba recordar nada más. ¿Por qué habían huido? ¿Cómo habían logrado llegar hasta allí?
Lonerin la apoyó en un árbol enorme. No sin dificultad, la chica logró discernir que se hallaban en un claro, pero la luz era extraña y sus ojos aún no se habían habituado. Le pareció que su compañero estaba agotado: tenía las facciones tensas y le temblaban las manos. No comprendía. Evidentemente, el veneno aún seguía actuando y le impedía organizar sus pensamientos. Cerró los ojos y trató de concentrarse, interrogando a su propio cuerpo para dar con el antídoto adecuado.
«Dificultad para controlar las extremidades y para hablar. Visión borrosa. Confusión».
Los síntomas desfilaban ante ella uno por uno, pero eran idénticos a los efectos de un sinfín de venenos del Mundo Emergido. Eso complicaba las cosas. Tenía que esforzarse más. Tenía que recordar.
—No te preocupes, yo soy lo que necesitas.
Abrió los ojos y obtuvo una visión confusa de Lonerin, que le cogía el puñal y lo clavaba en el tronco que tenía a su espalda.
Sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo, casi una contracción dolorosa, y al cabo de poco Lonerin se agachó con las manos formando un cuenco.
—Bebe.
No se hizo de rogar. Ingirió con avidez el líquido lechoso de sus manos. Lo sintió fresco y saludable mientras descendía por su garganta. Ambrosía. La panacea de todos los males. Nunca lo había probado, pues resultaba difícil de encontrar. Los Padres del Bosque eran sagrados, no se les podía molestar salvo en casos de extrema gravedad y, además, la ambrosía era patrimonio exclusivo de los duendes, sólo ellos decidían a quién administrársela. Evidentemente, en aquel lugar no era así.
Apoyó la cabeza en el tronco, ya más recuperada. Lonerin la tapó con la parte de su capa que aún estaba seca y se sentó a su lado. Fue lo último que Dubhe vio, pues fue envuelta por la oscuridad de la inconsciencia.
* * *
No sabía cuánto tiempo había dormido, pero cuando despertó se sentía dolorida y con la boca pastosa.
Lonerin le sonrió.
—Buenos días —le dijo, y estornudó.
—¿Te sientes mal? —le preguntó ella con una voz tan ronca que no parecía la suya.
Él sacudió la cabeza al tiempo que se sorbía la nariz. Sin decirle nada, le pasó otro cuenco de ambrosía.
Dubhe lo miró. Aún no se sentía bien, las náuseas le oprimían el estómago y los vértigos le impedían caminar, pero no estaba acostumbrada a que la cuidasen de aquel modo. No estaba habituada a que nadie antepusiese el bienestar de ella al propio. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Recordó a su madre cuando le llevaba el caldo a la cama y le tocaba la frente con la mano; o al Maestro, que la curaba aplicándole en las heridas el emplasto que años más tarde habría de matarlo. Pensó en Jenna, un buen amigo de Makrat, en las sábanas limpias, en el modo en que le tocaba la espalda cuando le hacía las curas.
—Tómatela tú, sin duda estás a punto de pillar un resfriado —le dijo.
Lonerin le indicó con un gesto que no se preocupase y la miró con aire severo.
—Si no te la bebes, la tiraré al suelo.
Dubhe balbució algo, pero finalmente claudicó y tomó un sorbo.
—Pero ahora te toca a ti, y después me lo contarás todo.
Lonerin la obedeció, tomó la ambrosía y le contó lo de Rekla, lo del veneno, lo de la cueva y lo de la huida hasta el claro.
Dubhe lo escuchó atenta, sin perder palabra.
—Rekla y los suyos volverán —sentenció al final.
—Yo no estaría tan seguro, mira cómo estás tú.
—Rekla es la Guardiana de los Venenos de la Gilda, no hay planta que no conozca.
—Pero esta planta no es del Mundo Emergido.
Dubhe esbozó una sonrisa sarcástica.
—El veneno produce alucinaciones y trastornos del sistema nervioso, y en ocasiones también parálisis respiratoria. La planta no importa demasiado, pues no es más que un determinado grupo de sustancias que causan esos síntomas. Y ya puedo adelantarte que tales efectos se curan con infusiones de hoja azul y emplastos de perifollo.
Lonerin parecía asombrado.
—¡Realmente entiendes de botánica!
Ella se ruborizó.
—Sí. Cuando ayudaba al Maestro, a veces me pagaba, y con el dinero, si no necesitaba otras cosas, compraba libros de botánica.
Al instante se arrepintió de aquella confesión. Se imaginaba cuán difícil le resultaba a él tener que bregar con su parte de Asesina. Durante casi diez años podría decirse que ella tampoco lo había logrado.
—Tú no estás hecha para ser una ladrona ni una asesina, te lo digo en serio.
En los ojos de Lonerin había tanta convicción que Dubhe tuvo que bajar la vista. Eran las mismas palabras que le había dicho el Maestro unos años atrás, y aquella idea la ensombreció. Habría querido replicarle, pero cuando se volvió Lonerin ya no estaba.
A poca distancia de allí los helechos aún se movían: sin duda se había adentrado en la espesura para buscar las plantas del antídoto.
Habría querido seguirlo, pero estaba demasiado débil hasta para incorporarse, de modo que permaneció acostada junto al árbol.
Él volvió al poco rato. Había encontrado el perifollo y le preparó un emplasto.
—No era necesario.
—No te curarás si no lo hago, y si no te curas mi misión no seguirá adelante. Lo hago por mí, como tanto te gusta decir.
—Podrías dejarme aquí.
—¿Tú lo harías conmigo?
Dubhe no respondió. Se le hacía muy extraño depender de alguien, pero ¿que había de malo en fingir ni que fuese un instante que no estaba sola? La Bestia, la Gilda, Rekla… todo eso eran pensamientos que quería dejar tras los límites de aquel claro. Al menos por un tiempo.
En efecto, Rekla… Ahora que Lonerin la había dejado fuera de combate, ya no les daría tregua. Pero ella, Dubhe, ¿sería capaz de hacerle frente? Eran tres, o al menos eso había dicho Lonerin. Tal vez pudiera con los dos Asesinos, pero ¿y con Rekla? Con la Guardiana no, decididamente se hallaba más allá de sus posibilidades.
Estrujó la vaina del puñal. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
Tenía que apresurarse, ni siquiera allí estaban seguros.
* * *
El funeral fue expeditivo. Rekla y Filla excavaron una fosa lo bastante profunda y arrojaron en su interior el cuerpo sin vida de su compañero, Kerav.
Allí abajo lo habían pasado francamente mal, habían estado a punto de morir todos de asfixia. Aquel maldito mago había sido astuto, y rápido. La cueva aún estaba llena de gas, y aquel idiota de Kerav se había apoyado en las raíces mientras tosía sin cesar.
Rekla supo de inmediato lo que había que hacer, pero de pronto la cabeza empezó a darle vueltas y no podía pensar con claridad. Ella también sufría los efectos del veneno. Sólo gracias a la fuerza que asiste a los desesperados y a su empeño en culminar la misión, pudo excavar la tierra con sus propias manos y hallar una vía de escape. Bajo la lluvia, y entre fuertes convulsiones, empezó a buscar los ingredientes para el antídoto y los mezcló con los que ya llevaba en su alforja. Al final, sus esfuerzos fueron recompensados: se salvó, y salvó a Filla. Sin embargo, ya era demasiado tarde para Kerav.
Al menos tuvo un final rápido e indoloro. Ella se ocupó personalmente de que así fuera, sabía cómo matar sin provocar sufrimiento. También recogió un poco de su sangre en una ampolla para llevarla a la Casa.
Rekla no sentía nada por aquel individuo. Todo cuanto pudiera sentir empezaba y acababa en el hecho de que hubiese sido un Victorioso. Debía honrarlo por haber sido su compañero, pero en realidad lo único que lamentaba era haber perdido a un Victorioso. Así era como se lo habían enseñado: se puede sentir estimación por un compañero de armas, pero únicamente se puede amar a Thenaar. Por lo demás, el amor no existe, y el sexo sólo sirve para alumbrar a otros Victoriosos. La amistad es una ilusión, y el compañerismo, el único valor.
¿Quién había sido Kerav? ¿Acaso alguien iba a echarlo de menos en la Casa?
No tenía la menor importancia. Había una sola cosa que Rekla pudiese envidiarle. Él, en esos momentos, estaba bajo tierra, en el sanguinario reino de Thenaar, y podría disfrutar de su presencia.
«Mi señor, háblame…».
Sólo le respondió el eco de sus pensamientos.
El recuerdo del mago que se había infiltrado en sus filas la hizo enrojecer de rabia. A Dubhe la mataría sin prisas, la desangraría en la piscina, pero aquel chico, aquel chico sería un capricho que pensaba concederse allí, en las Tierras Ignotas. Apretó los puños, y las uñas se le clavaron en la carne.
* * *
Por la noche Lonerin y Dubhe se detuvieron junto a una extensión de agua, una espléndida laguna cristalina con una pequeña cascada a un lado. Durante el día caminaban sin apenas descansar para poner la mayor distancia posible entre ellos y la Gilda, pero aquella noche decidieron acampar, exhaustos y sedientos como estaban.
Lonerin fue el primero en lanzarse al agua, arrastrando consigo a Dubhe sin que ésta se lo esperase.
Después de todo lo que había sucedido, jugar resultaba algo tan inesperado y natural que, excepcionalmente, en sus labios también se dibujó una sonrisa sincera.
Lonerin observó cómo emergía y flotaba asomando la barbilla por la superficie. Le habría gustado ver aquella sonrisa más a menudo, y en su interior sintió renovarse con fuerza el deseo de salvarla a toda costa.
En cuanto salió, Dubhe se durmió casi al instante. Tal vez fue cosa del baño, o del cansancio, pero a Lonerin le pareció que por una vez dormía tranquila.
Él, en cambio, se mantuvo despierto junto al fuego, con el mapa desplegado en el suelo. Los apuntes con la minúscula caligrafía de Ido ahora descansaban junto a los suyos, de caracteres más amplios. No renunciaba a convertirse en una especie de explorador. En el fondo soñaba con regresar como lo hacían los exploradores, con un flamante mapa que entregaría a los cartógrafos.
Cuando por fin se sintió realmente exhausto, decidió acostarse. Se tendió mirando hacia la laguna. Era un lugar encantador. La luna se reflejaba formando un disco perfecto sobre la superficie inmóvil del agua, unos metros más allá de la cascada. Lonerin tenía sed y le apeteció beber del hontanar. Las alforjas estaban llenas, pero ¿cuánto tiempo hacía que no se agachaba para beber de un arroyo o algo similar?
Contempló anhelante la acuosa superficie. Parecía casi un pecado encresparla bebiendo.
Para su extrañeza, no acababa de decidirse, y entonces algo empezó a asomar por el agua.
«Puede que me haya dormido sin darme cuenta», pensó. Y, en efecto, la situación parecía del todo irreal. Pero estaba despierto, tenía la certeza.
Un ser empezó a emerger lentamente, su oscura figura estaba perfilada por un estrecho haz luminoso. Primero apareció la cabeza, aplanada; después, el delgado cuello que se asentaba sobre unos esbeltos hombros.
Reinaba un silencio absoluto, incluso la cascada se había callado.
Lonerin estaba como hipnotizado. Tan sólo oía la respiración de aquel ser misterioso que lo miraba desde el centro del lago. Le habría gustado tocarlo, acercarse. Sabía que debía hacerlo.
Se incorporó, y mientras sus pies avanzaban cautelosos por la hierba, aquel extraño ser se acercó silenciosamente a la orilla, sin formar ni una sola onda. El agua permanecía inmóvil por completo, hasta el punto de que el disco luminoso de la luna seguía manteniéndose intacto.
A medida que se acercaba, Lonerin pudo apreciar nuevos detalles de la criatura. La boca era en realidad un pico más bien recio y curvado, y los ojos eran pequeños y luminosos, parecidos a los de un reptil. Parecía inofensiva, con aquella cabeza plana tan cómica y un mechón de pelo hirsuto y tieso a cada lado.
Estaba lo bastante cerca para tocarla, pero no lo hizo. Se quedó mirándola a los ojos. Y entonces, todo desapareció de golpe: la noche, el bosque, el lago. Sólo estaban la nada, él y aquella extraña criatura.
Lonerin no se percató de ninguna cosa. Cuando una punzante sensación de frío en todas sus extremidades lo devolvió a la realidad ya era demasiado tarde. Trató de gritar, pero la boca se le llenó de agua. Frente a él, a un palmo de su cara, podía ver el hocico burlón de aquel ser. Su aspecto inofensivo había dado paso a unos ojos malignos y a una apretada hilera de dientes puntiagudos.
Un perfecto idiota, eso era lo que había sido. Se lo estaba llevando hacia el fondo, lo había engañado; y eso que había leído libros enteros que alertaban sobre las argucias de las criaturas acuáticas.
La sensación de ahogo y la certeza de que no tenía escapatoria le hicieron caer presa del pánico. Trató de forcejear, pero todo fue inútil. La bestia lanzó la cabeza hacia delante para morderlo. Lonerin sintió que las tripas se le fundían del pánico.
Y entonces, un extraño gorgoteo, un lamento y una mano que lo sacaba del lago.
Cayó de bruces sobre la orilla, escupiendo agua y llenándose los pulmones de aire.
—¿Va todo bien?
La voz de Dubhe sonaba angustiada, pero a Lonerin le pareció el sonido más hermoso del mundo.
Se puso boca arriba, le costaba respirar.
Asintió. La chica sujetaba el arco con una mano. Se había dejado engañar como un pardillo, y no soportaba aparecer así ante sus ojos.
—No sé qué era, pero debo reconocer que tienes buena puntería —le dijo.
Dubhe sonrió aliviada.
—Esta vez me tocaba mí salvarte la vida —repuso risueña.
Le tendió la mano libre para ayudarlo a incorporarse.
Lonerin la miró intensamente, y por un instante sintió que su corazón entraba en calor.