6
Lluvia
TRAS el episodio de los espíritus del bosque, el viaje discurrió más tranquilo. Aquellas extrañas presencias volvieron a aparecerse al día siguiente, con el crepúsculo, y por la noche Dubhe y Lonerin montaron guardia de nuevo.
No obstante, a la mañana siguiente, los espíritus desaparecieron definitivamente. Ahora bien, volvieron a irrumpir los sonidos. El viento susurraba entre la vegetación y los helechos crujían, movidos por animales invisibles. A continuación, el canto tímido de algún pájaro, y por fin voces desconocidas, gritos en la lejanía. Ya no reinaba un silencio absoluto. El bosque ya no estaba al acecho. Pero no por ello resultaba menos inquietante. La penumbra seguía dominándolo todo, y tanto Dubhe como Lonerin presentían que los espiaban.
—Es como si el bosque nos observase… Nos ha rechazado desde el momento en que hemos entrado y ha enviado a los espíritus a acosarnos, pero hemos superado la prueba. Ahora, en cambio, nos estudia, y la espesura está plagada de presencias que hablan de nosotros entre sí —observó Lonerin.
—Te ha quedado muy poético —señaló Dubhe sonriéndole.
Lonerin se sonrojó.
—La magia se ocupa de estudiar la naturaleza, sus habitantes y sus leyes. Tal vez por eso la encuentro tan «poética», como dices tú.
Dubhe pensó que le gustaría poder compartir esa visión de las cosas. El suyo era un mundo extremadamente concreto, donde sólo contaba la supervivencia, y la vida se limitaba a comer, beber y respirar.
Sin embargo, Lonerin le demostraba que había algo, más allá, y que era mucho. Pero, en cualquier caso, ella se sentía excluida de ese algo.
* * *
Una mañana, al amanecer, Lonerin se despertó y vio que Dubhe no estaba. De pronto se sintió muy inquieto. No era buena idea alejarse, dada la situación en que se hallaban, y además ese día le tocaba tomar un sorbo de poción.
La llamó y, al no recibir respuesta, se puso a buscarla por los alrededores.
Se adentró en el bosque, y al cabo de un buen rato logró dar con ella, completamente ensimismada. La descubrió entre los troncos de los árboles, oscura, exactamente igual que la primera vez que la había visto. Se movía con rapidez y elegancia; en una mano llevaba algo reluciente que describía arcos en el límpido aire de la mañana.
Lonerin nunca había visto a un Asesino en acción. Sabía que Dubhe había matado para la Gilda, y que ya lo había hecho antes, pero la conciencia de su fuerza, de su condición de sicaria, era algo muy distinto.
Había algo fascinante en sus movimientos felinos, en la forma en que cerraba los ojos y hacía danzar el puñal. Era la muerte bajo una apariencia que Lonerin desconocía. No se parecía a los despojos que había visto de pequeño en la fosa común donde la Gilda había arrojado a su madre tras sacrificarla en honor a Thenaar. Era una muerte fascinante, seductora.
La estuvo observando sin hacerse notar.
«Así es como se mueve un Victorioso —se sorprendió a sí mismo pensando—. De este modo debió de moverse el que mató a mi madre».
Una llamarada de odio invadió su alma, haciéndole revivir los dolorosos recuerdos de un pasado secreto.
El hastío que le producía la Gilda, autora de la muerte de su madre, se había convertido en una constante ineludible de su vida, algo contra lo que luchaba sin tregua. Por eso se había consagrado a la magia. Tenía una misión personal que cumplir.
Pensó que aunque Dubhe se había visto obligada a entrar en la Gilda, siempre sería una de ellos. Aquella idea lo incomodó. Se sentía turbado, confuso, y se apresuró a llamarla, fingiendo que acababa de llegar en ese momento.
—No sabía qué te habría podido pasar.
Dubhe se sorprendió de verlo.
—De vez en cuando necesito entrenarme, mantener el cuerpo activo me sienta bien. Es una vieja costumbre —dijo, y lanzó el puñal contra un árbol que se hallaba a unos cuantas brazas de distancia.
»No sabía que fueses tan madrugador.
Dicho lo cual fue a recuperar el puñal del tronco. Su mano temblaba ligeramente.
«Debe de ser por efecto de la maldición», se dijo Lonerin al instante.
—Ésos no eran los ejercicios de un ladrón. ¿Sigues adiestrándote en las técnicas del asesinato?
Ella se sintió confusa.
—Sí, ya te lo he dicho, me relaja. Mi Maestro me enseñó a hacerlo.
—Ya, él era de la Gilda, ¿no es así?
Dubhe asintió. Lonerin habría querido añadir algo más, pero no lo hizo. Se miraron durante un breve y extraño instante.
Y regresaron juntos al lugar donde habían dormido, para comer algo y recoger cuanto allí habían dejado.
—Odias la Gilda y, sin embargo, te entrenas como hacen ellos…
Lonerin se arrepintió en seguida de aquella salida, pero estaba irritado, sin saber por qué.
Ella encajó el golpe e hizo como si nada. Se sentó en el suelo y bebió de la cantimplora. Lo miró.
—Así se adiestraba mi Maestro.
—Un Victorioso.
—Había salido de la Gilda.
—Siempre serán Victoriosos. Un poco como tú.
Esta vez Dubhe se quedó clavada donde estaba, mientras cogía un trozo de pan de las provisiones. Al ver que su mano temblaba levemente, casi se sintió satisfecho.
«La he herido, le he dado, por fin».
Pero al instante sintió miedo de sí mismo.
—Perdona —dijo—, yo… estoy confuso. Estaba enfadado porque no te he encontrado al despertarme, y además este lugar resulta escalofriante… Aún pienso en los espíritus de la noche pasada.
—Yo no soy una Victoriosa.
—No, por supuesto —admitió él bajando la mirada.
Dubhe se le acercó hasta que los rostros de ambos casi se tocaron.
—Nunca he sido una Victoriosa y nunca lo seré. Cuando huimos de la Casa y dejé atrás aquella puerta, lo hice para siempre.
Ante la profundidad de su mirada, Lonerin sintió que su ira se disolvía.
De pronto no sabía cómo tratarla. Hasta ese momento había resultado fácil. Era su compañera de viaje, se infundían valor el uno a la otra, pero justo en esos momentos… acababa de descubrir que lo que le inquietaba era su vertiente de Asesina, pues la convertía en víctima y en verdugo a la vez.
—Perdóname —se disculpó en tono sincero—. Entiendo tu situación. Lo que ha pasado es que, de repente, allí, te he visto bajo otra luz, y me has parecido lo que no eres, me has recordado a los Asesinos con los que estuve en la Gilda, y yo odio la Gilda, ¿comprendes? Es una de las cosas de este mundo que me encantaría destruir con mis propias manos.
Dubhe bajó la mirada.
—Tal vez no vayas del todo desencaminado. A fin de cuentas, soy una Niña de la Muerte.
Su voz destilaba amargura, y su mirada fría y desesperanzada atravesó el corazón de Lonerin. Ahora era él quien se sentía incómodo.
—Absurdas supersticiones —replicó con vehemencia.
—Ya —dijo Dubhe sonriendo sin convicción—. Pero antes has visto a una Asesina, ¿no es así?
—¡Eso no importa!
—¡A mí sí! —protestó ella.
—Las personas como tú, o como yo, sólo podemos ser víctimas de la Gilda, jamás cómplices. Eso lo sé muy bien —añadió Lonerin. La miró intensamente durante unos instantes y volvió la vista hacia otra parte, antes de que ella pudiese leer en sus ojos su trágico pasado.
Había otras verdades, verdades que ahora él no se veía capaz de confesarle.
* * *
Reemprendieron el camino tras cortar por lo sano la discusión. Los helechos crepitaban a su paso. El bosque parecía seguir observándolos.
Más adelante oyeron un crujido. Se pusieron en guardia de inmediato. Se detuvieron y Dubhe se llevó la mano al arco.
Volvió el silencio, espeso y pesado. Los rayos de sol creaban manchas de luz entre el follaje del sotobosque.
El grito de un pájaro sobre sus cabezas les dio un buen susto. Y, al momento, una sombra de un color indefinido, y un solo golpe, rápido y preciso.
—¡Un animal!
Dubhe cayó al suelo, sentía una violenta punzada en el estómago. El arco salió volando unos pasos más allá.
Oyó un chillido absurdo, algo así como el llanto de un niño, y a Lonerin que gritaba de forma confusa.
Se incorporó rápidamente, empuñando con fuerza el puñal. Jamás debía soltarlo, había sido lo primero que le enseñó el Maestro.
Rodó por tierra ignorando el dolor y se puso de rodillas. Había calculado bien, pues fue a parar al lado del animal. Vaciló unos instantes sobre cuál sería su próximo paso. Tenía ante sí a una criatura muy extraña. El cuerpo recordaba vagamente al de una cabra muy grande, pero las patas eran sin duda las de un felino, provistas de afiladas garras. Tenía los ojos caprinos, con la misma pupila líquida y horizontal, pero sus dientes eran grandes y anchos, de dimensiones desproporcionadas para aquella boca tan estrecha. Y un par de cuernos combados hacia el hocico se hallaban peligrosamente cerca de Lonerin.
Dubhe dedujo que era eso lo que la había golpeado en el abdomen.
Antes de que pudiera reaccionar, el animal se lanzó a la carga blandiendo aquellos cuernos enroscados sobre sí mismos.
La escena que Dubhe tenía ante sí era demasiado absurda, demasiado irreal para ser cierta.
Entonces Lonerin gritó. El animal lo había atacado.
—¡Dubhe, maldita sea!
Ella reaccionó. Estrechó con fuerza el mango del puñal y saltó. Resultaba tan fácil volver a ser una misma, la Asesina, la cazadora… La Bestia, desde lo más profundo, le infundía energía a cada movimiento.
Trató de sorprender al animal por detrás, pero éste se volvió de pronto, con una agilidad insospechada.
Se puso a la defensiva y contraatacó, pero uno de los cuernos le rozó el tobillo y le rasgó la piel, que se puso roja.
Probó a lanzar un par de estocadas largas, pero no dieron el resultado esperado. El animal emprendió un nuevo ataque, en esta ocasión agitando las patas delanteras contra ella, con sus garras refulgiendo en la penumbra. Dubhe no sabía qué hacer. Cuernos y zarpas se movían sin la menor coordinación, sus ataques eran totalmente impredecibles.
Logró esquivar un par de envites saltando, pero al final tropezó con una raíz. Cayó con las palmas de las manos contra el suelo y vio cómo la criatura avanzaba, con las zarpas totalmente extendidas. Por un instante observó la cara de la cabra, y la delirante contraposición que existía entre aquellas garras letales y la expresión de mansedumbre de aquel rostro le provocó un temor incontrolable. Cerró los ojos instintivamente.
Los gritos de Lonerin, que profería una única palabra, la obligaron a abrirlos de nuevo.
Tenía a la criatura ante sí, inmóvil, con la zarpa derecha suspendida en el aire y los cuernos inmóviles en plena carrera. Dubhe se preguntó sólo por un instante qué clase de milagro acababa de obrarse, pero al momento su instinto tomó la iniciativa. Su cuerpo reaccionó y la hoja se hundió en el pecho del animal. Éste cayó muerto sin un solo lamento.
A su espalda, Dubhe vio a Lonerin con una mano extendida hacia delante, jadeando.
—Un truquito que aprendí de niño: se llama lithos, paraliza al enemigo.
Dubhe intentó ponerse nuevamente en pie, estaba sin resuello. Así pues, había sido él.
Recuperó el arco y se volvió hacia el animal. Tenía los ojos abiertos y seguía mirándola con hostilidad.
—¿Por qué demonios nos ha atacado? —murmuró.
Lonerin se encogió de hombros.
—Ahí tienes otra prueba de que este lugar es una tierra sin sentido, sin reglas. ¿No oyes?
Alzó un dedo, invitándola a escuchar.
—Nos han estado observando todo el tiempo. Nos estudian, Dubhe, tal como te dije.
Le tendió una mano, al tiempo que señalaba su pierna.
—¿Estás bien?
Dubhe echó un rápido vistazo a su tobillo. Sólo era un rasguño, y el golpe en el estómago no era más que eso, un golpe.
Asintió y sujetó la mano de Lonerin para levantarse.
—¿Y tú?
—Al final has estado bastante oportuna, y no me he hecho daño. —Sonrió de buen humor. Y Dubhe también dejó escapar una sonrisa para relajar la tensión.
»Bien, al menos no pasaremos hambre. Justo ahora nos tocaba reponer las provisiones, ¿no es así? —añadió Lonerin.
Entre ambos empezaron a descuartizar al animal.
Al cabo de un rato, Lonerin volvió a sonreír.
—¿Qué tal Cabricórneo?
Dubhe se quedó desconcertada.
—¿Qué?
—El nombre de esta nueva especie.
—¿Hipocabra? —propuso ella tímidamente.
—Sí, pero los cuernos son el elemento más importante, ¿no te parece? Y además nos estamos olvidando de las zarpas.
—Hipocabricórneo felino.
Lonerin estalló en una carcajada; Dubhe, en cambio, se limitó a sonreír brevemente otra vez, sin dar la impresión de que estuviese participando realmente en aquel juego. Parecía más bien concentrada en el despiece.
—Tienes destreza en estos menesteres —observó él.
Dubhe no apartó la vista de su tarea.
—Otra de las infinitas enseñanzas de mi Maestro.
Lonerin no dijo nada. Al cabo de un momento, añadió sin que ella se lo esperase:
—Fue muy importante para ti, ¿verdad?
Dubhe se puso tensa un instante.
—Me salvó la vida. Vagaba sin rumbo, cuando mi pueblo me desterró por la muerte de mi compañero de juegos. Vagabundeando, acabé en una aldea por la que habían pasado los soldados. Uno de ellos estaba a punto de herirme. El Maestro lo mató y me salvó.
En sus ojos volvió a posarse aquella sombra que solía acompañar su mirada, y que rara vez la abandonaba.
«Un día alejaré ese velo de una vez por todas». Lonerin se sorprendió de su propio pensamiento.
—Viví con él siete años, y durante ese tiempo él lo fue todo para mí. Al principio no quería que me quedase con él, temía que llegara a ser una carga. Por eso me ofrecí a convertirme en su alumna. Empezó a adiestrarme con cierta renuencia. No me enseñó sólo a matar: me explicó la vida, se lo debo todo. En cierto momento fue él quien me dijo que nunca más tendría que volver a matar.
Lonerin la escuchaba con interés, pero notó que ella estaba distante, casi como si se mantuviera fuera de la historia.
—Me dijiste que lo mataste.
Dubhe no reaccionó. Había momentos en los que se abría por completo.
—La Gilda va tras de mí desde siempre. Hace dos años dio conmigo, y el Maestro mató al hombre que andaba tras mi pista. Lo hizo por mí. —Tragó saliva y prosiguió—. Lo hirieron. Huimos.
De pronto, las palabras parecían pesarle como el plomo.
—Yo lo curaba. Entiendo de plantas. Un día, él puso veneno en el emplasto curativo.
Lonerin sintió que lo embargaba una oleada de tristeza.
—Dubhe, yo no…
—Me dejó escrito que estaba cansado de vivir, y que lo hacía para salvarme —siguió explicando, sin prestar atención a lo que él le decía—. Quería infundir en mí la aversión hacia el crimen y apartarme de la Gilda. Lo cierto es que murió por mi culpa. Apliqué el emplasto sobre la herida. Yo lo maté.
Lonerin se dejó llevar por un impulso y la abrazó, apoyando la cabeza de ella en su pecho. La chica permaneció inmóvil, como abandonada, ajena a aquel gesto.
—No hables —le susurró.
Sentía que la comprendía. La piedad que había despertado en él cuando estuvieron en el desierto y su sordo rencor hacia la Gilda parecían hermanarlos. Pero al mismo tiempo, ese instante de unión que ambos estaban viviendo hacía que se sintiese perdido.
Dubhe se liberó de su abrazo.
Mantenía la mirada baja, reemprendió su tarea.
Lonerin volvió a la realidad.
—Lo…, lo siento.
Dubhe estaba distante de nuevo. Y siguió descuartizando al animal con movimientos rápidos y precisos.
—Es la vida. La historia de mi vida.
Un trueno rompió aquel breve lapso de comunión entre ambos. Miraron hacia arriba y comprobaron que la luz disminuía rápidamente. Distinguieron unas nubes grises cargadas de lluvia entre las copas de los árboles.
—El tiempo está a punto de cambiar —observó Lonerin—. Debemos hallar un refugio, o la carne se estropeará.
Cargaron con todo tan aprisa como pudieron y buscaron un abrigo.
Sonaron dos truenos más, empezó a llover y entonces ambos echaron a correr.
Al fin hallaron una especie de cueva, posiblemente la guarida de otro extraño animal. Lonerin se aventuró el primero, completamente empapado de la cabeza a los pies.
La luz de su sortilegio iluminó las paredes de piedra, de las que colgaban gruesas raíces que se hundían en el suelo. Estaba claro que encima de aquella madriguera crecía un árbol.
—Vía libre —dijo, y entraron.
* * *
Encendieron un fuego mágico y comieron un poco de carne. No estaba del todo mal, y ambos tenían hambre.
En el exterior, era como si la luz hubiese desaparecido. La lluvia que caía había creado una cortina humeante que lo envolvía todo, y sólo podían distinguirse las hojas más cercanas. Más allá se extendía un impenetrable velo de un gris oscuro.
Sin embargo, reinaba un ambiente más tranquilo. Tal vez sólo fuese porque ambos estaban allí, solos, en aquel lugar resguardado, comiendo y descansando, o por el hecho de que el bosque y sus rarezas parecían haber quedado relegados más allá, fuera de la guarida. En cualquier caso, Dubhe, consciente de que la tensión había disminuido, se permitió reír ante el espectáculo que Lonerin estaba ofreciendo al hablar con la boca llena y escupir pedazos de comida en todas direcciones, y olvidó el episodio vivido un poco antes, aquel impetuoso abrazo que la había asustado y encendido al mismo tiempo.
* * *
La lluvia no cesó en toda la tarde. Dubhe y Lonerin se quedaron frente al fuego, tratando de secarse. Él aprovechó para examinar el mapa de Ido. Llevaban más de diez días de marcha y, en resumen, estaban dirigiéndose a buen ritmo hacia donde supuestamente se encontraba la casa de Sennar.
Ella lo observaba mientras dibujaba signos con un lápiz y leía las anotaciones del gnomo en el dorso del pergamino. Le recordó al Maestro, el cuidado con que afilaba sus armas, la concentración con que abordaba sus trabajos. Oyó el crujir del papel bajo la casaca, allí donde tocaba la piel la carta que el Maestro le escribió antes de dejarse matar. Se preguntó si el agua la habría deteriorado, y tuvo la tentación de sacarla.
Se contuvo. Le daba vergüenza hacerlo delante de Lonerin: habría tenido que darle explicaciones, y ya le había contado demasiado. Al fin cayó la noche. El ruido de la lluvia se hizo más intenso.
—En cualquier caso, mañana tendremos que marcharnos —observó Dubhe con los ojos abiertos en la densa oscuridad de la cueva.
—Resulta difícil moverse con toda esta lluvia.
—No es conveniente que nos quedemos aquí más de la cuenta. Estoy segura de que los Asesinos nos andan siguiendo.
—¿Los has oído?
Ella sacudió la cabeza.
—No necesito oírlos. Ya te lo dije, hazme caso. Van tras nuestra pista.
Esta vez Lonerin no puso objeciones.
—Hallarán los mismos obstáculos que nosotros; ya verás, con un poco de suerte conseguiremos evitarlos.
A Dubhe le habría gustado poder ser tan optimista como él. Por el contrario, miró el sello en su antebrazo, el símbolo de su vínculo con la Gilda, y sintió cómo palpitaba levemente.
—¿Qué tal? ¿Mi poción es mejor que la de Rekla?
Ella se cubrió instintivamente el símbolo con la mano. No le gustaba que le preguntase sobre ese tema.
—Sí, es excelente, diría yo.
—Lo mejor será que le eche un vistazo.
Lonerin estaba a punto de levantarse, pero Dubhe se lo impidió.
—Estoy bien, lo he mirado por una suerte de reflejo condicionado.
—Eso soy yo quien debe decidirlo.
Le descubrió el brazo por la fuerza y examinó el símbolo con ojo clínico. Dubhe no soportaba sentir que la inspeccionaban. Desde que la Bestia habitaba las profundidades de su ser, siempre le sucedía lo mismo. En un momento dado llegaba un sacerdote o un mago y su cuerpo dejaba de pertenecerle, se convertía en una especie de libro en el que cada uno leía palabras distintas.
—Parece que va bien, pero tal vez deberías tomar otro sorbo si no te sientes mejor.
Dubhe se zafó de la presión que Lonerin ejercía sobre su brazo.
—Quedan pocos frascos de poción, y ya te he dicho que estoy bien.
—Sólo pretendía ayudarte…
Por muy mortificado que lo viese, Dubhe no podía aceptar su compasión.
—Escucha, me pediste que tratase de creer en esta misión, y lo haré. Y ahora soy yo quien te pido un favor: deja a un lado esa mirada piadosa que me dedicas cada vez que hablamos de mi situación. No la necesito para nada.
Su expresión era de dureza, tal vez excesiva.
—Yo no siento piedad por ti, sólo trato de que sientas que me tienes cerca.
—Haz lo que te pido y basta —le replicó ella, tajante.
No soportaba que cada vez le restregaran por la cara su propia debilidad, ella que, tras pagar el alto precio de padecer grandes sufrimientos, al final había aprendido a ser fuerte, a ser insensible.
—No hay nada malo en ser débil de vez en cuando, y mucho menos en fiarse del prójimo.
Dubhe sintió que le daban en su punto débil. ¿En realidad era eso lo que tanto la contrariaba? ¿Tener que volver a confiar en alguien después de tanto tiempo?
En lugar de responder, apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados y se puso a contemplar el fuego. Para ella, la conversación se había acabado en ese punto.
—Tu orgullo no podrá impedir que te ayude —afirmó Lonerin.
* * *
El poblado. Selva. Su madre y su padre. Mathon, el niño que le gustaba tanto, están lejos. Sus voces suenan tan distantes que ni siquiera es capaz de percibirlas. También está Gornar, su compañero de juegos.
Dubhe observa cómo viven sin ella, como si nunca hubiese nacido. El Maestro está junto a ellos, parece sentirse cómodo. No debería estar allí. Él nunca estuvo en Selva, él pertenecía a otro tipo de vida.
Está hablando con su madre, ríe con ella.
«¿Cuántas veces vi al Maestro reír? Casi nunca». Y sin embargo lo está haciendo, y se lo ve feliz. Está cortejando a su madre, es evidente. Eso la pone furiosa; quisiera meterse en medio, interrumpirlos, está muy celosa. Pero no puede. Sus extremidades pesan como el mármol, y por mucho que se esfuerce no es capaz de mover ni un solo músculo. Así pues, contempla la escena, inmóvil. El Maestro sostiene entre sus brazos al hijo de su madre, el que tuvo cuando su padre murió —tras ser expulsado de la aldea— y rehízo su vida con otro hombre, en Makrat. El Maestro le da un beso en la mejilla, sonríe malicioso, y Dubhe se siente destrozada.
Trata de gritar, pero es incapaz de emitir sonido alguno.
Lonerin se acerca al Maestro y le habla. Sus manos emiten luz, como si estuvieran bajo los efectos de la magia.
Hay algo anómalo en esa escena, en ese batiburrillo de personas muertas y vivas que no tienen nada que compartir unas con otras, y a Dubhe le gustaría poder destruir con su sola presencia la irrealidad de las cosas.
De pronto, una gigantesca sombra negra se cierne sobre ellos. La Bestia. Dubhe sabe que es ella, que los matará a todos, engulléndolos para siempre en la oscuridad. Ni siquiera quedará su recuerdo. Tiembla de miedo. Nadie ha reparado en el peligro, todo depende de ella. Sólo ella puede poner fin a la pesadilla y salvarlos de la muerte.
Trata de mover las piernas, pero está encadenada. Prueba a gritar, pero su garganta está vacía y muda. Siente cómo las lágrimas ascienden hasta sus ojos, pero ni siquiera tiene ojos para poder llorar.
No hay ningún cuerpo, sólo su alma, indistinta e impalpable, viajando a otro lugar. El terror se apodera de ella. Todo cuanto hay es una voz lejana que grita algo.
—¡Dubhe! ¡Dubhe!
* * *
Lonerin zarandeaba con fuerza a Dubhe tratando despertarla, pero no lo lograba.
Todo había sucedido de repente.
Ella se había ido a dormir mientras él seguía despierto, pensando. Sus palabras le habían dolido, pero a la vez le habían hecho reflexionar. ¿Realmente era compasión lo que sentía en la base de su estómago desde hacía un par de días? ¿Era compasión aquel arrasador deseo de salvarla?
Mientras contemplaba el fuego, jugueteaba con el saquito de terciopelo que contenía el mechón de Theana.
Era una compañera de estudios de magia, alumna como él del maestro Folwar. Antes de partir para la misión en el cuartel general de la Gilda, la besó, creyendo que había algo entre ellos. Fue entonces cuando le dio el mechón de pelo.
Pero entonces llegó Dubhe, y todo cambió. En esos momentos Theana sólo era un lejano recuerdo.
Se había vuelto hacia Dubhe y miraba cómo dormía. En seguida se dio cuenta de que algo no iba bien: no respiraba con normalidad, el ritmo era desacompasado y discontinuo, irregular.
Se levantó de un salto y fue hasta donde se encontraba ella. Inmediatamente notó un extraño perfume de efecto embriagador, y sintió que se estaba sumiendo en un estado de sopor. Se le cerraban los ojos y le pesaban los párpados.
Se acercó a Dubhe tapándose la boca con la mano. Había una fina capa de humo de color violeta a su alrededor, que al parecer provenía de las raíces en las que se había apoyado para dormir.
No era un experto en botánica, pero intuyó al momento que la causa de aquel extraño olor sin duda tenían que ser aquellas raíces.
Entonces rasgó su casaca y se anudó un jirón de tela alrededor de la boca mientras sentía los músculos cada vez más entumecidos.
Estaba claro que el árbol desprendía alguna rara sustancia venenosa, de la que Dubhe había sido presa.
Tiró de sus piernas sin tocar las raíces. Tenía el cabello impregnado de una extraña resina, y Lonerin tuvo cuidado de no rozarla siquiera con la ropa.
La arrastró al exterior, bajo la lluvia aún violenta, y trató de despertarla por todos los medios.
—¡Dubhe! ¡Dubhe!
No recibió respuesta. Volvió a intentarlo, abofeteándola, pero sin resultado. El corazón le latía desbocado. ¿Qué hacer?
La sacudió de nuevo, a la desesperada, y por fin le pareció que su respiración iba haciéndose más regular. El pecho apenas ascendía y descendía, si bien lo hacía rítmicamente. Pero eso no bastaba. La cuestión era que aún no había recobrado la conciencia.
Repasó todos los hechizos que era capaz de recordar, aunque no sabía casi nada de plantas. Se maldijo una y mil veces, procurando, sin embargo, no perder la calma.
Entonces oyó una voz, y se volvió de inmediato hacia la espesura del bosque.
* * *
Lonerin permaneció en silencio unos instantes: quizá el pánico le había jugado una mala pasada.
El bosque era un gran bombo sobre el que la lluvia repicaba furiosa. ¿Cómo distinguir algo en medio de aquel estruendo?
Al momento, tuvo la certeza. Oyó cómo del bosque llegaban ruidos de pasos y hojas moviéndose.
«¡Maldita sea!».
Se incorporó, cogió a Dubhe del brazo y la cargó como pudo sobre la espalda. El barro había vuelto resbaladizo el suelo y la lluvia lo cegaba. No había más que oscuridad, sólo oscuridad.
Se encaminó hacia lo que le pareció una pequeña mancha en medio de las tinieblas. A duras penas logró distinguir una especie de cañaveral. Se arrojó contra las cañas y se ocultó junto con Dubhe.
Esperó, arrodillado. Esperó y deseó haberse equivocado, con toda su alma, que todo fuese una alucinación. Probablemente no habría nadie, pero era mejor actuar con prudencia.
Sintió el corazón golpeándole el pecho, y el agua calándole los huesos.
Durante un buen rato sólo se oyó el ruido atronador de la lluvia y algún trueno en la lejanía. Y entonces llegaron.
A través del cañizal, Lonerin entrevió tres pares de botas relucientes que se hundían en el barro. Y también el fulgor de los puñales que reflejaban la poca luz filtrada por el bosque. Llevaban las largas capas empapadas, y en seguida supo quiénes eran.
Allí estaban, los Victoriosos, los Asesinos. ¡Finalmente, la Gilda había dado con ellos!
* * *
—Han pasado por aquí —dijo Rekla.
Lonerin apretó los dientes.
—Y han entrado ahí.
Rekla se agachó para entrar en la cueva, y los otros dos la imitaron, de uno en uno, en silencio.
* * *
¿Cuánto tiempo permanecerían en el interior? ¿Y una vez salieran? Dubhe no se movía, y él no estaba en condiciones de hacerles frente.
Lo hizo sin pensar. Se puso en pie de golpe, saltó fuera del cañizal y gritó el sortilegio. Fue como si la tierra fuera aspirada hacia la entrada de la gruta. En unos segundos la tapó por completo, ocultándola a la vista.
Lonerin apenas tuvo tiempo de ver la cara de Rekla que, furiosa, se volvía hacia él y lo fulminaba con una mirada cargada de odio. Al cabo de un instante sus palabras y su mirada desaparecían bajo la tierra.
El sonido de la lluvia volvió a llenar todo cuanto le rodeaba. Lonerin respiraba con dificultad. Era muy probable que siguiera quedando gas y, en cualquier caso, si se apoyaban en las raíces aún se acumularía más. Pero no tardarían mucho tiempo en dar con una solución.
Se volvió hacia Dubhe, que seguía tendida en el suelo.
Tenían que huir sin perder tiempo.