5

Salazar

AL entrar en la Tierra del Viento, Ido tuvo una extraña sensación. Había estado mucho tiempo recorriendo los caminos en soledad, buscando a Nihal y a Sennar. Cuando ellos se habían marchado, para él aquel lugar había desaparecido prácticamente de los mapas, y sólo habría de reaparecer trágicamente cuando el rey de la Tierra de las Rocas, el gnomo Gahar, lo había atacado para conquistarlo. En aquellos tiempos, Ido aún era Supremo General, y había ido hasta allí con sus tropas para combatir. Fue una guerra inútil: tras cinco años de masacres, el Consejo ratificó que aquellas tierras pasasen a estar bajo el protectorado de Gahar. No resultó en absoluto sorprendente; al poco tiempo se supo que el gnomo había suscrito una alianza secreta con Dohor.

Por entonces Ido ya había perdido casi por completo la afición a las batallas. La muerte de sus hombres le parecía un sinsentido, su propia lucha había resultado en vano, y había comprendido: el Mundo Emergido, tal como él lo había conocido, se encaminaba a su fin.

Pero en sus recuerdos no sólo había sangre. En los últimos tiempos se había aficionado a las estepas infinitas de la Tierra del Viento, a sus bosques.

Las ciudades-torre, características de aquellas regiones, lo fascinaban. Eran enormes torreones que daban cabida a una ciudad entera, con actividad comercial, viviendas, templos y hasta un jardín central. Por las noches, resultaba agradable salir de las tiendas y contemplar aquel horizonte totalmente plano, donde se alzaban solitarias las esbeltas formas de las edificaciones.

Antes de llegar, tenía la esperanza de que lo encontraría todo igual a como era. Por lo demás, la estepa parecía la misma. Pero allí no había ningún árbol que quemar, ninguna montaña que perforar para extraer cristal negro o metales para las espadas y las lanzas. Por eso la mano de Dohor había pasado por allí sin causar demasiado estropicio.

Sin embargo, Ido sólo necesitó tener Salazar al alcance de su vista para comprobar cuán distinta era la realidad del recuerdo.

La torre había sido dividida en dos, y a su alrededor había infinidad de casas y cabañas de piedra roja. Las ciudades-torre, cerradas en sí mismas, habían tenido que acabar cediendo, después de todo.

No había muros fortificados, así que pudo entrar tranquilamente. Cruzó la zona externa, idéntica a la de cualquier otra ciudad del Mundo Emergido, y se dirigió hacia lo que quedaba del torreón. Descubrió que ahora albergaba comercios casi en su totalidad. La gente vivía pegada a sus cimientos, a excepción de unos pocos nostálgicos y del anciano que gobernaba la ciudad, Perka, que residía en la parte más alta. Habían cerrado la zona superior de la torre, de modo que en esos tiempos ya no existía la plaza central que antaño había albergado un huerto y un jardín. El palacio ocupaba las últimas plantas, y el anciano era en realidad un soldado, un poco como todos los ancianos de aquellas tierras, gente que en muchos casos se había apoderado de las ciudades y los territorios circundantes guerreando y matando. Ahora bien, según se comentaba, Perka al menos parecía honesto.

La torre ofrecía un aspecto desolador, por no decir algo peor. Parecía como si tras la guerra nadie se hubiera planteado seriamente reconstruirla. Los supervivientes se habían limitado a ocupar las ruinas, habilitando sólo lo imprescindible para poder vivir en su interior.

En todas las paredes había carteles que ofrecían recompensas. TRAIDOR. PELIGROSO CRIMINAL. Ido vio uno con su cara; debajo, la promesa de una gratificación exorbitante y el lema: ENEMIGO DE LA PATRIA, TRAIDOR A LA CORONA.

* * *

No sabía si realmente Tarik, confundido y tras las huellas de su pasado, se habría establecido allí. En su lugar, él lo habría hecho sin dudarlo. Tarik debía de sentir una especie de adoración por su madre: así pues, resultaría de lo más previsible que quisiera vivir allí donde ella había pasado sus primeros años.

Ido se instaló en una posada situada en los flancos del torreón. Eligió una de las más míseras y desiertas. Desde luego, no era cuestión de hacerse notar. El posadero actuó con discreción, tal como esperaba, así que pasó por alto las mantas llenas de chinches y el olor a moho del cubil donde lo hospedaron. A fin de cuentas, en peores lugares había dormido. Y, además, no permanecía mucho tiempo allí. Salía a hacer sus averiguaciones apenas despuntaba el sol.

Empezó recorriendo hosterías y mercados, inspeccionando cuanto hallaba a su alrededor y haciendo preguntas más bien vagas. Se movió sobre todo en los bajos fondos: sabía por experiencia que en esos lugares podría obtener información, y al mismo tiempo le resultaría más fácil pasar inadvertido. Los dos primeros días sus pesquisas no dieron el menor resultado, nadie aportaba informaciones interesantes. Salazar siempre había sido un lugar de paso, y ahora lo era más que nunca. La gente iba y venía, pocos se quedaban, y los que lo hacían se ocupaban de sus propios asuntos.

La noche del tercer día, ya desmoralizado, Ido optó por hacer una escapada a «la posada más antigua de Salazar», según afirmaba su letrero.

Había entrado sólo a beber, pero la cerveza que allí servían era tan fuerte que tras la tercera jarra decidió intentarlo. Llamó a una de las sirvientas, una jovencita generosa en carnes con las mejillas rollizas y los ojos vivarachos.

—¿Has visto alguna vez por estos lares a un tipo con el cabello rubio, los ojos de color violeta y las orejas más bien raras? —le preguntó sonriente.

La camarera alzó los ojos, esforzándose en recordar. La expresión que adoptó su rostro aún la hacía más encantadora.

«Si en lugar de estar tan ocupado guerreando me hubiera dedicado a otras cosas, habría podido tener una hija así», se dijo Ido, suspirando.

—Hay un tipo…, no sé si es rubio, pues aun siendo joven todavía, tiene casi todo el cabello gris. Pero sí tiene unos ojos de color violeta muy hermosos.

Ido escuchó atentamente. Sólo los semielfos tenían los ojos de color violeta.

—¿Dónde está?

—Vive en la torre, es uno de los pocos que lo hacen. Él y su familia.

—¿Tiene esposa?

La jovencita asintió.

—También tiene un hijo.

—¿Y sabrías decirme dónde encontrarlo?

Ella le sonrió afectuosamente.

—¡Pues claro! Está en la cuarta planta, encima de la puerta vieja, el tercer corredor subiendo la escalera, es la única casa habitada. Las otras están en ruinas. A mí me daría miedo vivir en esa zona, hay fantasmas… Él es uno de los pocos que vive en la torre, cuando vino a vivir aquí insistió mucho en que quería ocupar esa casa, o al menos eso es lo que me ha dicho mi padre.

Aquella observación acabó de convencer a Ido.

«Mi padre y yo vivíamos justo encima de la puerta. Por eso los fammin dieron en seguida con nosotros», le contó Nihal una vez, al hablarle de la conquista de Salazar a manos del Tirano.

Apartó la jarra y dejó caer un par de monedas sobre la mesa.

—La propina es toda tuya. No sabes cuán útil me has resultado —le dijo sonriente a la muchacha antes de salir a toda prisa.

Era él. Algo le decía que era él.

* * *

No pudo esperar al día siguiente, y en cualquier caso tampoco habría sido una buena idea hacerlo. La Gilda también estaba buscando a Tarik, así que era preferible que un desconocido lo mandase al diablo por haberlo despertado en plena noche a llevarse una desagradable sorpresa por la mañana.

Recorrió rápidamente los corredores de Salazar mientras su mano jugueteaba con la empuñadura de la espada que llevaba bajo la capa.

Nunca había visto a Tarik. Se lo había imaginado muchas veces. ¿Sería realmente él la persona que andaba buscando?

Una vez superada la planta de los comercios, que a aquellas horas ya estaban cerrados, los corredores se volvieron oscuros de golpe. Apenas una antorcha aquí y allá, que proyectaba una luz fúnebre sobre las paredes de ladrillo. Ido procuró aguzar la vista.

Ya había estado antes en aquella zona, se acordaba a pesar de los años transcurridos. Siempre había tenido una memoria excelente, y el paso del tiempo no la había mermado.

Eso era bastante común en los gnomos, una raza resistente, tanto a las heridas del enemigo como a los estragos de la vejez.

Avanzaba con agilidad entre los corredores, dejándose guiar por sus recuerdos.

Y entonces oyó algo.

Se detuvo. Aguzó el oído.

¡Un grito de mujer, a lo lejos!

Desenvainó la espada y empezó a correr. La oscuridad ya era casi total, salvo por la luna creciente que iluminaba las ventanas abiertas al fondo de los corredores. Demasiada poca luz, sobre todo para su ojo malo.

Tal vez fuera por culpa de ese ojo, pero ya no era el mismo de antes. No las vio hasta el último momento: dos manchas oscuras, una de ellas parecía llevar algo de color más claro entre los brazos.

—¡Alto!

La primera sombra se abalanzó sobre él sin el menor esfuerzo; la otra dudó unos instantes. Y entonces, surgió un fulgor inesperado.

Ido movió la espada y logró interceptar el puñal por muy poco; éste cayó al suelo, tintineando sobre los adoquines.

Aún no había acabado de completar el movimiento cuando sintió un dolor intenso en el hombro. No lo pensó dos veces. Saltó adelante, hacia la figura de negro. Ésta se apartó rápidamente, pero no pudo evitar que el filo de Ido le rozase un costado.

La sombra se movió con fluidez. Giró sobre sí misma, se situó tras el gnomo, lo sujetó por el cuello con un brazo mientras el otro, que sostenía una arma, ya se encaminaba veloz hacia su garganta. Ido trató de sacar ventaja de su propia estatura. Se inclinó, arqueó la espalda y logró zafarse. Se volvió al tiempo que descargaba un golpe lateral con la espada, pero la figura ya se había esfumado. Un nuevo puñal silbó en el aire. Ido, sin embargo, logró esquivarlo. Cuando se incorporó, la oscuridad había engullido aquella figura negra. Había desaparecido. Ni siquiera se oían sus pasos.

Se apoyó en la pared, sin resuello.

«Maldita sea, ya no estoy para estos trotes».

Se tocó el hombro, y un espasmo de dolor le cortó la respiración. Un pequeño cuchillo de lanzar. Lo había rozado, pero había quedado alojado entre la carne y la tela de la manga. Apretó los dientes y lo extrajo.

«¡Asesinos! ¡Malditos Asesinos de la Gilda!».

No cabía la menor duda, eran ellos.

Dejó el dolor a un lado, ignoró su propia respiración jadeante y echó a correr de nuevo, tratando de volver a orientarse en la oscuridad, de reconstruir lo que le había dicho la chica de la venta.

Resultó más fácil de lo previsto. De uno de los corredores llegaba una luz pastosa y cálida —de un hogar o de antorchas encendidas en una casa— que iluminaba algo que brillaba en el suelo.

Ido aminoró el paso, notó una horrible sensación en la boca del estómago. Y en la nariz, un olor inconfundible. Sangre. Un reguero de sangre en el suelo.

Avanzó despacio hacia la luz. Una casa con la puerta abierta, una mísera casa en medio de las ruinas, y en el umbral un hombre que trataba desesperadamente de arrastrarse hacia afuera. Miró al gnomo con sus ojos de un intenso color violeta.

—¡Socorro! —trató de decir, pero su voz sonaba ahogada. Y entonces se quedó tendido en el suelo.

Ido había llegado demasiado tarde.

* * *

Corrió en busca de ayuda. No fue fácil encontrar un sacerdote, y el único que pudo hallar no tenía muy buena pinta.

Entró en la casa bastante alterado. Además, Ido no podía reprochárselo. Sangre por todas partes, los pocos muebles que había, destrozados, y dos cuerpos: el de Tarik, a la entrada, y otro, de una mujer, en el interior, en el salón.

En seguida tuvo claro que ya no podía hacer nada por la mujer.

Tarik parecía tener alguna posibilidad, pero el sacerdote adoptó una expresión sombría.

—Haz lo imposible por salvarlo —le dijo Ido entre dientes.

Ayudó al sacerdote en lo que pudo, pero en cuanto desnudaron a Tarik comprendió que iban a necesitar un milagro. Lo embargó un sentimiento de rabia ciego, inconmensurable.

Mientras el religioso se empleaba con hierbas y fórmulas de toda especie, Ido volteaba el puñal de la Gilda entre las manos. Se le habían adelantado.

Tras unas horas de esfuerzos desesperados, el sacerdote se puso en pie.

—He hecho todo lo posible, como me habías pedido, pero me temo que no verá amanecer el nuevo día. Ya es un milagro que siga vivo. Lo siento.

Ido apoyó una mano en su hombro.

—No tengo nada que reprocharte.

El hombre se marchó, prometiéndole que volvería a la mañana siguiente, para realizarle las curas a Tarik, en el caso de que siguiese vivo, o para enterrar su cadáver si ya hubiese muerto. La casa se quedó desoladoramente vacía.

Ido permaneció de pie, en el centro de la sala. Tenía que mantener la mente lúcida. ¿Por qué la Gilda había tratado de matar a Tarik? ¿No deberían habérselo llevado con ellos para resucitar a Aster? ¿Tal vez había alguien más que trataba de complicarle las cosas a la secta, y sólo podía lograrlo matando a Tarik? No, los que se habían topado con él en el corredor eran Asesinos de la Gilda, no cabía la menor duda.

Tarik se agitó en pleno delirio y murmuró algo. Ido se le acercó, pero no logró entenderlo. El joven abrió los ojos, tenía la mirada perdida, lejana, pero logró fijar la vista en él por un instante. El mismo color violeta de Nihal. Era como si volviera a verla.

—San… —murmuró, ahora ya dirigiéndose explícitamente a Ido—. Mi hijo, San… —Trató de decir algo más, pero el esfuerzo era excesivo para él, la mirada se volvió ausente de nuevo y cerró los ojos.

Ido se estremeció. Llevado por la excitación del momento no había pensado en ello. No sólo eso, ¡se había olvidado por completo!

Se puso a registrar frenéticamente las reducidas habitaciones de la casa, pero sabía que su pregunta tenía una única respuesta. Y entonces recordó la mancha clara que había visto entre los brazos de uno de los asesinos.

La chica de la taberna le había hablado de un hijo, y el niño no estaba allí. La Gilda lo había secuestrado. Habían secuestrado a San. Por algún motivo, lo habían preferido a su padre.

* * *

Ido tendría que haberse marchado para ponerse de inmediato sobre la pista del niño, pero sentía que no podía abandonar a Tarik. El cadáver de su esposa estaba en la otra habitación; él, agonizando en la cama. No podía dejarlo morir solo. Se quedaría hasta el amanecer.

Se sentó junto al lecho y observó la lenta agonía de Tarik. A él siempre le había parecido intolerable la muerte de un joven. Había visto fallecer a muchos, en la Tierra del Fuego, pero nunca había logrado acostumbrarse, por mucho que se repitiera que ninguno de ellos moría realmente, porque sus compañeros continuarían luchando, y que habían caído por una causa justa. Nada lograba serenarlo. Finalmente, sólo le restaba quedarse a contemplar su inútil lucha, a veces estrechándoles una mano y susurrando que todo iría bien, que no había nada que temer.

Tarik era como ellos. Respiraba con dificultad, y ahora, en su delirio, además de mencionar el nombre de su hijo, pronunciaba también el de su mujer. Talya. Talya y San…

Se parecía mucho a Sennar, tal vez incluso más que a su madre. Tenía el cabello gris, pero su rostro seguía siendo el de un muchacho, tal como había dicho la camarera de la posada. Tenía los mismos rasgos voluntariosos de su padre, aunque las orejas eran tal como se las había descrito Nihal. Curiosas. Ni de humano ni de semielfo.

Habría querido decirle muchas cosas. Tal vez revelarle que su padre lo había perdonado, como le había escrito en su última carta, casi veinte años atrás, o decirle que habría dado su vida por recuperar a su hijo, y no sólo porque de ello dependiera la supervivencia del Mundo Emergido.

Quizá habría bastado con hablarle de lo que Nihal había representado para él. La mejor de las alumnas, una de las pocas amigas para siempre, y sobre todo una hija.

Ido estaba a punto de hablarle cuando de pronto Tarik abrió los ojos. Parecía más consciente que antes, pero al mismo tiempo era como si ya no estuviera allí, como si fuera un fantasma que había regresado.

Ido le sujetó una mano, se inclinó.

—¿Cómo te sientes? —le susurró.

Si no se hubiese quedado sin lágrimas muchos años atrás, se habría echado a llorar.

Tarik se volvió lentamente hacia él, pálido, y repitió una única palabra.

—¿San?

—Está bien. No le tocarán ni un pelo, puedo asegurártelo.

—Deja que lo vea. —Su voz sonaba ronca y lejana.

—Lo tienen ellos, pero yo saldré en seguida en su busca y lo rescataré, no temas.

Las lágrimas comenzaron a descender silenciosas por las mejillas de Tarik.

—Tráemelo de vuelta…, te lo ruego… Tráemelo…

—Te lo juro.

Su respiración era cada vez más dificultosa.

—Y venga a Talya. Véngala en mi nombre.

Ido asintió, sin soltarle la mano. Así pues, ya lo sabía. Debía de haberlo visto todo.

Por un momento, en el silencio de la casa sólo se oyó su estertor.

—Soy Ido, Tarik —le dijo el gnomo.

Él lo miró atentamente. Un fulgor de sorpresa iluminó sus ojos de color violeta.

—El maestro de mi madre…

—El mismo.

Pese a su debilidad, Tarik logró sonreír.

—Quería ser como ella… Durante un tiempo lo intenté.

—No hables, si te fatiga.

Posiblemente ni lo oyó, pues siguió diciendo:

—No soportaba que mi padre permaneciera allí sin moverse más allá del Saar. Ella murió por nosotros, lo dio todo por el Mundo Emergido.

Se interrumpió de nuevo, tosió violentamente, trató de respirar en profundidad.

—Pero aquí todo era distinto a como ella me lo había contado, y yo…, yo no soy ni por asomo como mi madre.

Hizo una nueva pausa.

—Quería ir a luchar junto a ti.

Ido sonrió amargamente.

—Ya ves cómo ha acabado la cosa. No he sabido hacerme con la victoria. Aunque aún no es tarde, ¿no te parece? Y la lucha no ha terminado.

—Te anduve buscando, pero entonces conocí a Talya…

—Hiciste lo correcto —lo interrumpió el gnomo—. Cada uno tiene su camino, el tuyo era éste.

Tarik volvió a guardar silencio unos instantes.

—¿Te ha enviado mi padre? —preguntó al fin. Su voz apenas era un susurro afanoso.

—No. Había venido a protegeros a San y a ti.

Ido tuvo un acceso de cólera. ¡Valiente protección les había brindado!

—Lástima. Me habría gustado volver a verlo.

Ido sacó fuerzas de flaqueza.

—Me escribió durante años. Dejó de hacerlo cuando te marchaste. En su última carta me pidió que no te buscara, pero que si alguna vez te veía, te dijese que había comprendido.

Tarik guardó silencio. Ido acercó su rostro al del joven.

—¿Me oyes, Tarik? Te ha comprendido, al igual que, estoy seguro de ello, tú le has comprendido a él. Y te ruega que lo perdones.

Tarik sonrió, y aumentó la presión de su mano. Ya no volvió a hablar hasta el amanecer. Su respiración fue haciéndose cada vez más débil, su cara estaba cada vez más pálida. Sin embargo, sus labios seguían sonrientes.

Cuando murió, el sol aún no había despuntado.

Otro adiós, otro muerto. Esta vez ni siquiera se habían llegado a conocer. Ido se sintió abrumado por el peso de todos esos momentos que le había tocado vivir, iguales al de entonces. Pero tenía algo que hacer, por él mismo, por Tarik, por Nihal y por todos los demás. Hacía ya mucho tiempo, decidió seguir luchando pese al desánimo, y en esos momentos no pensaba echarse atrás, después de toda aquella sangre y aquel dolor.