3

Los planes de la Gilda

EL templo de Thenaar estaba oscuro como siempre. En el exterior soplaba el viento, y allí dentro su canto se traducía en un lamento fúnebre.

Los dos hombres estaban uno al lado del otro, en el primer banco, el más cercano a la enorme estatua del dios: era de cristal negro y relucía emitiendo reflejos siniestros. Con el rostro contraído en una mueca, el cabello agitado por un invisible viento, sujetando una saeta con una mano y una espada con la otra, Thenaar, amenazador, custodiaba su conversación.

—¿Y entonces? —dijo con brusquedad el primer hombre.

El segundo estaba arrodillado y rezaba. Murmuró una letanía final y se incorporó. Era un anciano, pero de cuerpo aún ágil y vigoroso. Y no podía ser de otro modo. Yeshol, el Supremo Guardián de la Gilda de los Asesinos, se adiestraba continuamente. Antes que un sacerdote era un sicario, el más eficaz.

Se volvió hacia su interlocutor.

Al contrario que Yeshol, Dohor tenía un físico imponente, propio de un caudillo, las facciones bien definidas, el cabello tan rubio que parecía blanco. Dominaba el Mundo Emergido casi por completo. Una empresa que hasta el momento sólo había alcanzado el Tirano.

—Sigues permitiéndote insolencias hacia mi persona que a ningún otro le consentiría —dijo con desprecio.

Yeshol sonrió:

—Mi dios siempre es lo primero.

Dicho lo cual cambió de tema.

—Hemos hecho lo que vos queríais.

Sacó un anillo ensangrentado del bolsillo y se lo pasó a Dohor.

El rey lo examinó con atención a la pálida luz que las antorchas proyectaban sobre el templo.

—Es éste —le anunció sin más preámbulos, satisfecho.

—Lo matamos ayer en una emboscada. El general Kalhu no volverá a incomodaros.

Dohor se limitó a asentir con un gesto, y Yeshol esperó pacientemente.

Dejó pasar un instante y le dijo:

—Me permito la libertad de reclamaros de inmediato el pago.

El monarca se volvió de golpe.

—Te has vuelto muy quisquilloso…

—Preocupado, más bien —replicó Yeshol—. Ya os he explicado que se han escapado Lonerin y una de las Asesinas.

Dohor asintió con gesto grave. Era un tema que le tocaba de cerca. Nadie sabía con certeza lo que habían descubierto Dubhe y el muchacho, ni qué harían con la información que obraba en su poder.

—Mi gente ya anda tras su pista, y estamos seguros de que podremos capturarlos pronto. Pero necesitamos una cosa…

Yeshol dudó unos instantes. Era plenamente consciente de lo que estaba a punto de pedir.

—Un dragón —dijo casi en un suspiro.

—Esto excede en mucho cuanto te debo.

—Lo sé, pero nunca habéis tenido motivo de queja en lo referente a nuestros servicios; hasta ahora, nuestra alianza ha dado excelentes resultados, en especial cuando asesinamos a Aires…

Dohor alzó una mano con gesto severo.

—Ya te pagué por ello, me parece y, además, siempre te olvidas de Ido, que sigue vivito y coleando ahí fuera, en alguna parte.

—Tengo la certeza de que no tardaremos en dar con los fugitivos, si disponemos de un dragón, y vos no tendréis que prescindir de vuestro caballero por mucho tiempo.

—Hay una guerra, ¿comprendes? Una guerra. Y necesito a mis hombres.

—Saldréis ganando mucho más si nos prestáis ayuda, os lo aseguro.

Yeshol detestaba humillarse de aquel modo, pero lo hacía por la gloria de Thenaar, de modo que tenía que tragarse su vergüenza y postrarse a los pies de aquel que había de resultarle útil.

—Ya sabes lo que quiero… —le dijo Dohor con voz insinuante.

—Lo tendréis a su debido tiempo. El advenimiento de Thenaar ya está cerca, y entonces vos seréis su hijo predilecto.

Yeshol venía contándole esa mentira desde hacía muchos años, desde que estipularon su acuerdo.

Dohor había hallado los libros con los que Yeshol pudo obtener los hechizos que devolverían la vida a Aster, tras buscarlos pacientemente en la Gran Tierra, bajo las ruinas de la Roca. Allí era donde estaba construyéndose su nueva mansión.

A cambio, el Supremo Guardián le había prometido que en cuanto el Tirano despertase él sería el dueño del Mundo Emergido. Un pacto que hasta el momento había funcionado a las mil maravillas.

—No te hagas el listo conmigo…, no conozco en su totalidad lo que estás tramando.

Le habría gustado ser partícipe de los secretos del ritual para devolver a Aster a la vida, Yeshol lo sabía. Pero eso era algo que no podía revelarle sin tener que decirle a su vez que, en cuanto Aster viviera, ya no habría lugar para él.

Sin embargo, en esos momentos la situación era compleja. La entrega del dragón exigía un precio muy alto.

—Os explicaré de un modo más detallado la transmigración de las almas en los cuerpos.

Ésa era una información que podía vender, y a bajo precio.

—Espero que esto sólo sea el comienzo —dijo Dohor, tajante.

—Lo será.

El rey compuso una sonrisa torva entre las sombras. Y, sin decir nada más, salió del templo.

Yeshol esperó a que el portón se cerrase a su espalda y, a continuación, se encaminó a la parte trasera de la estatua de Thenaar, donde se hallaba la escalera secreta que conducía al subsuelo, a la Casa. Necesitaba tratar de inmediato otro asunto apremiante.

* * *

Sherva, el Guardián del Gimnasio y maestro de armamento, entró, silencioso como siempre, en el estudio de Yeshol. Era el mayor experto de toda la Casa en técnicas subrepticias y en lucha cuerpo a cuerpo.

Era un hombre de una delgadez inverosímil, con unas extremidades largas y flexibles fruto del duro adiestramiento. Llevaba la cabeza completamente rapada, y sus rasgos ahusados le conferían el insidioso aspecto de una serpiente. Además, desde hacía poco, su rostro estaba más macilento que nunca. La causa era un lejano remordimiento, un miedo sutil que lo transportaba a una incómoda conversación que había mantenido tiempo atrás con Dubhe, una conversación con sabor a traición.

Lo cierto era que, de una manera indirecta, Sherva había ayudado a Dubhe en su huida.

Ella, desesperada, le preguntó dónde se hallaban los aposentos de los Guardianes, los miembros con graduación de la Gilda, que no dormían junto con el resto de los Victoriosos. Y él, que sólo estaba en la Gilda por conveniencia, y que no creía en Thenaar, sin saber muy bien por qué, se lo dijo.

Al cabo de pocos días Dubhe había huido.

A partir de entonces comenzó el infierno. Cada vez que el Supremo Guardián lo hacía llamar sentía un nudo en la garganta, y el corazón se le aceleraba.

Sherva se arrodilló, pálido y serio, ante Yeshol, que permaneció sentado.

—Así pues, ¿adónde te han conducido tus averiguaciones?

Sherva suspiró aliviado. Yeshol no estaba al tanto.

—Hemos hallado la casa de Tarik.

—Excelente.

—Vive con su mujer, Talya, y con San, su hijo.

—¿Cuántos años? —preguntó Yeshol poniéndose rígido en su silla.

Sherva alzó ligeramente la cabeza, receloso.

—¿Qué…?

No había entendido la pregunta.

—El hijo de Tarik, ¿qué edad tiene?

—Doce, según nuestras informaciones.

Yeshol se puso en pie de golpe, con el rostro iluminado.

—¡Es una señal del destino, un verdadero milagro! —Miraba a Sherva con ojos centelleantes—. Doce años…

El Asesino seguía sin comprender, no lograba imaginarse qué parte de aquella información podía haber complacido hasta tal punto al Supremo Guardián.

—Todo encaja en nuestros planes.

Yeshol acarició una estatua de Thenaar que destacaba sobre su escritorio, y rozó con los dedos la pequeña escultura de Aster descansando entre los pies del dios. Sherva conocía bien aquella pequeña estatua, había réplicas por toda la casa, pero cuando se fijó mejor empezó a comprender. Era la escultura de un niño, con el mismo aspecto que debía de tener Aster el día que murió.

Yeshol se dio la vuelta y volvió a sentarse.

—No creo que conozcas la teoría del espíritu unido a la carne… —Se inclinó hacia Sherva—. El alma y el cuerpo no viven separados, sino que, por el contrario, están estrechamente vinculados. El alma de un hombre no podría entrar nunca en el cuerpo de una mujer, no sobreviviría. Asimismo, el espíritu de un gnomo no puede sobrevivir en el cuerpo de una ninfa. Por eso pensaba utilizar a Tarik como receptáculo para el alma de Aster, porque es hijo de un semielfo y de un humano, como él. Pero mi deseo es que Aster regrese a la tierra con el máximo de sus poderes.

Yeshol tomó aire y entornó los ojos. Lo hacía siempre que recordaba a Aster, su antiguo maestro.

—Sin embargo, el espíritu de Aster permaneció cuarenta años atrapado en el cuerpo de un niño, y tan larga permanencia ha dejado una señal. Para que su alma pueda vivir por largo tiempo, una vez se haya reencarnado, necesita un cuerpo lo más parecido posible al que tenía cuando estaba vivo. El cuerpo de un niño de doce años sería perfecto. San sería perfecto.

Sherva volvió a bajar la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Toda aquella pantomima lo dejaba frío. No le interesaba que Aster regresara, no le interesaba que se instaurase el reino de Thenaar sobre la tierra.

—Debes apoderarte del jovencito, ¿me has entendido? Tráelo vivo hasta aquí, pero mata a su padre y a su madre.

—Sí, Vuestra Excelencia.

—Elige a quien quieras para esta misión, confío en tu criterio.

Sin saber bien por qué, aquella palabra, «confiar», hizo estremecer a Sherva.

—Y parte de inmediato.

El Guardián asintió, se llevó los puños cruzados hasta el pecho en señal de despedida e hizo ademán de marcharse.

—No, espera.

Sherva tembló imperceptiblemente cuando se detuvo frente a la puerta. Se volvió, tratando de controlar la expresión de su rostro.

—Decidme.

—Todos nos sentimos culpables por la fuga de Dubhe, y es bueno que así sea. Pero me parece que tú exageras. Lo he notado en tu cara estos últimos días. No olvides que fui yo quien quiso a la traidora entre nosotros, no tú. Tú te limitaste a cumplir mis órdenes. En cualquier caso, estoy seguro de que Thenaar ya te ha perdonado.

Sherva hizo una nueva reverencia y abandonó la estancia.

* * *

En cuanto estuvo fuera, sintió asco de sí mismo. Las paredes de la Casa ya no eran más que una trampa húmeda a punto de saltar sobre él. Y sentía vergüenza de su propio miedo, de su propia debilidad. Dubhe fue la primera en enfrentarlo a su ineptitud.

—¿Acaso crees que llegará el día en que tendrás a Yeshol en tus manos? —le dijo.

Y ahora la verdad se había impuesto claramente. Había entrado en la Gilda para convertirse en un buen Asesino, el más grande de todos, pues a ello había consagrado su vida. Un día lucharía contra Yeshol y lo mataría, y entonces sabría que él era el más fuerte.

Pero habían ido pasando los años, y aunque su cuerpo se había ido transformando día tras día en una maravillosa máquina de matar, con toda probabilidad su espíritu había ido mermando. No se había vuelto más fuerte que Yeshol, sino que, en realidad, había acabado aceptando someterse a él, ser un Guardián más entre tantos otros, superior a un Victorioso normal y corriente, eso sí, pero nada más. Hasta aquel día con Dubhe.

Ahora tendría que llevarle el muchachito a Yeshol, desde luego, pero ¿y después? ¿Qué tendría que hacer después?

* * *

—¡Por fin, maldita sea!

Rekla avanzó dando grandes zancadas hacia el dragón que acababa de aterrizar a unas pocas brazas de ella. Un animal como tantos otros que había visto en los campos de batalla que había pisado durante algún trabajo. Parecía más bien maltrecho, a juzgar por sus ojos amarillos ligeramente empañados y por el color verde apagado de sus escamas. En cambio, el lomo era negro, así como sus inmensas alas membranosas. Un cruce con un dragón negro, una de las criaturas creadas años atrás por el Tirano para sus guerras. Dohor fue quien tuvo la idea de cruzarlos con dragones normales.

Un gnomo de aspecto vulgar estaba montado en su grupa.

—¡Tu amo se ha tomado su tiempo para mandarte hasta aquí! —le espetó Rekla.

—He tardado lo que tenía que tardar —respondió él con arrogancia, y Rekla sufrió la embestida de su aliento, que apestaba a cerveza.

Se estremeció. Detestaba tener que depender de gente como ésa, Perdedores de la más baja estofa, gente de vida inútil. Sin embargo, la gloria de Thenaar también hollaba aquellas sendas, y podía valerse incluso de los seres más insignificantes. Por eso se contuvo de sacar el puñal.

—A ver si al menos ahora nos damos un poco de prisa.

Había visto su rastro en el pedregal. Dubhe y Lonerin habían pasado por allí al menos dos días antes, un tiempo que se le antojaba infinito. Casi le pareció sentir el olor de Dubhe. Debía encontrarla, la inquietud la devoraba.

—Seremos cuatro, y mi Vhyl se fatigará —respondió impasible el gnomo—. No podemos volar a gran altura, ni muy de prisa.

Rekla reprimió un gesto de ira.

—En cualquier caso, iremos más rápidos que ellos. —Era Kerav, uno de sus dos compañeros.

—Ya —dijo ella sin mucha convicción. El espacio que la separaba de la traidora siempre le parecía excesivo.

* * *

El dragón tardó algún tiempo en alzar el vuelo, sus alas en tensión parecían estar realizando un enorme esfuerzo. Tenía que batirlas numerosas veces, levantando nubes de polvo en el pedregal del río.

Rekla se acordó de Dohor, ante quien Yeshol se veía obligado a inclinarse en el templo, bajo la estatua de Thenaar. La Gilda le había hecho una cantidad infinita de favores, muchos de ellos eran encargos que ella misma había realizado. Y ahora se lo pagaba así, con un dragón medio muerto y un jinete a todas luces borracho.

Tal como había dicho el gnomo, viajaron unas pocas brazas por encima de la superficie del agua. El dragón se fatigaba y, de vez en cuando, perdía altura. A sus pies, el río discurría blanco; sobre sus cabezas, el cielo estaba gris y cargado.

Fuera como fuese, al fin lograron cubrir con bastante celeridad la distancia que los separaba de las Tierras Ignotas. Al cabo de unas pocas horas avistaron la orilla opuesta, donde habría de dar comienzo la cacería.

—Debemos aterrizar —dijo Rekla.

El dragón resultaría práctico a la hora de localizar a dos personas desde la altura, pero necesitaba dar con los primeros rastros a fin de saber dónde buscar, y eso era algo que ella y sus compañeros sólo podían hacer desde tierra.

—No parece fácil —observó el gnomo.

Hizo que el dragón se elevara aún un poco más para un rápido reconocimiento, y lo que vieron no fue nada alentador. La orilla empezaba en un lecho de tierra y fango, igual que en el Mundo Emergido, pero casi de inmediato, a pocos pasos de la corriente, la tierra desaparecía engullida por una tupida hilera de árboles alineados como soldados.

—No hay suficiente espacio, Vhyl no logrará posarse —dijo el gnomo.

—Entonces ve más adelante —ordenó Rekla, pero desde aquella altura no conseguían ver más que paisajes idénticos al que tenían a sus pies.

—Todo es igual.

—Busca el modo de hacerme descender, maldita sea —lo increpó ella entre dientes.

—No es posible.

La proximidad de aquel jinete asqueroso, el tono de su voz, la total indiferencia con que respondía a todo cuanto se le decía, hizo que se le subiera la sangre a la cabeza. En un arrebato sacó el puñal y, de no ser por Filla, su otro compañero de viaje, que le sujetó la mano, la hoja habría ido a parar a la garganta del gnomo.

—¡Déjame! —gritó furiosa.

—Ahora no, aquí no —le susurró Filla al oído—. Tened paciencia, mi señora…

Rekla se zafó de él y volvió a guardar el puñal.

—Aquí mando yo —dijo con voz sibilante.

Le molestaba la proximidad de los cuerpos, y aún la irritaba más que un subalterno osara tocarla.

—Acércate a la orilla, y allí buscaremos el modo de descender —ordenó al gnomo.

—Pero el dragón está exhausto. ¡Es preciso que descanse!

—Más tarde. Adelante, haz lo que te he dicho —insistió Rekla con brusquedad.

El gnomo resopló sonoramente pero, fuera como fuese, se dispuso a obedecer. Al parecer, la amenaza del puñal había surtido efecto.

Su dragón se debatía en el aire con las alas suspendidas casi a ras de agua. La rozaron por un instante, y el caballero tiró de las riendas.

El animal trató de apurar las últimas fuerzas que le quedaban y se elevó ligeramente. Sin embargo, al poco, la punta del ala volvió a tocar el agua.

De pronto, toda el ala fue arrastrada hacia abajo, mientras el dragón rugía de desesperación. El único que logró mantenerse en la silla fue el gnomo, que seguía con las riendas bien sujetas. Rekla acabó en el agua. A su alrededor sólo veía espuma, y algo verde que se agitaba. Después todo se volvió rojo, y sintió en la boca un sabor que conocía bien y que le revolvió las tripas: sangre.

A duras penas logró emerger de nuevo, y se vio rodeada de agua roja. Un poco más adelante, un par de alas negras se agitaban con desesperación, lanzando chorros de sangre, aprisionadas por unos enormes colmillos blancos. Rekla vio que el gnomo emergía del agua a intervalos. Empuñaba la espada con la que trataba de salvarse sí mismo y a su dragón desesperadamente.

—¡Suéltalo ya, estúpido! —gritó ella de forma instintiva, pero en ese instante una cabeza enorme surgió del agua. Por sus formas desproporcionadas parecía un cruce entre la de un caballo y una serpiente. Estrujaba el cuerpo del dragón entre sus fauces llenas de dientes largos y afilados. A Rekla se le desbocó el corazón.

Empezó a nadar hacia la orilla con todas sus fuerzas.

«¡Aún no, no antes de que me haya congraciado de nuevo con Thenaar, no antes de que haya atrapado a Dubhe!».

Las últimas brazadas le parecieron infinitas. A su espalda oía los gritos desesperados del gnomo.

Se agarró a una raíz que sobresalía, logró franquear la orilla del río y ponerse a salvo. Sus dos compañeros llegaron poco después. Entretanto, siguió mirando el monstruo, inmenso, sacudiendo la cabeza en el aire mientras desgarraba al dragón. El gnomo, aquel apestoso y grosero Caballero del Dragón, no volvió a aparecer, y Rekla casi se alegró de ello. Sin embargo, al instante volvió a centrar su atención en el monstruo. Algo le brillaba en un ojo. Estaba lejos, y resultaba difícil distinguir el contorno de un objeto tan pequeño, pero aquel fulgor era inconfundible. Sólo podía ser un puñal, un puñal que había cegado a la bestia. Y al mirar con mayor detenimiento, Rekla distinguió dos flechas que sobresalían del cuello y de la frente del monstruo. Sólo una persona podía haber hecho algo así.

—Han pasado por aquí.

Filla y Kerav se volvieron, con los rostros aún descompuestos por el horror y jadeantes tras haber nadado tanto. Rekla, por el contrario, ya había olvidado el miedo. El odio le había infundido nuevo vigor.

—Dubhe ha pasado por aquí.