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De nuevo en acción

Querido Ido,

Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última carta que te escribí, y me avergüenzo de ello. Te pido mis más sinceras disculpas. No te mereces que me comporte así contigo. Han sucedido muchas cosas, cosas desagradables, y es por eso por lo que he guardado silencio. Tarik se ha marchado.

Sabes bien que desde hace tiempo las relaciones entre mi hijo y yo no son buenas, pero siempre pensé que se debía a que aún era un niño, y todos los niños odian a su padre. Y más adelante esperaba que me quisiera. Que nuestro común dolor y nuestro vínculo de sangre pasaran por encima de nuestras estúpidas divergencias. Me equivocaba. Aquí no estamos ante un simple litigio entre padre e hijo. Me odia, lo noto, nunca me ha perdonado lo que sucedió, y lo comprendo: ¿cómo podría, si ni siquiera yo logro alcanzar la paz? La verdad es que tras la muerte de Nihal ambos nos hemos limitado a sobrevivir embargados por la melancolía, contentándonos con respirar y comer. Es como si yo también hubiera muerto con ella, y por eso no he logrado ser una guía para mi hijo, no he logrado curar esa gran herida que tiene en el corazón. Lo he criado como una planta mantenida al vacío, y él me ha abandonado. ¿No te parece trágico que nos demos cuenta de la verdad sólo cuando ya es demasiado tarde? Estoy ante mi fracaso, lo contemplo sentado a esta mesa, con la carta ante mí y, en el exterior, con el bosque acechado por la noche.

Me siento tan solo, Ido… Si Nihal aún estuviera aquí, todo esto no habría sucedido. Evoco los años que pasamos juntos aquí, nosotros y Tarik, cuán felices éramos. No obstante, habría debido saber que la gente como nosotros no tiene derecho a la paz ni al reposo. Nihal lo decía siempre, durante los años que pasamos en el Mundo Emergido.

Estoy divagando. Me siento como una barca a merced de corrientes adversas, me parece que esta noche voy a enloquecer. Será mejor que te lo cuente todo desde el principio.

Empezó como siempre. Ni siquiera recuerdo bien el motivo que desencadenó la discusión. Puede que él quisiera ir a la costa, y yo le dijese que no. A veces me lo pedía, no sé por qué maldita razón, quizá sólo era para fastidiarme, teniendo en cuenta que esa parte la habitan los elfos. En cualquier caso, empezamos a discutir, y nos echamos encima tanto veneno… Nos lo tiramos todo en cara, escupimos todo cuanto concernía a los quince años que habíamos pasado juntos. Entonces él se encerró en su habitación y yo en la mía, donde estuve hojeando un libro tras otro.

No nos hablamos durante una semana. Dioses, qué padre tan indigno soy… Pero cómo podía imaginarme que… Por fin él salió de su habitación y vino a verme. Estaba serio, tuve la sensación de que había crecido, que se había convertido en un hombre ante mis ojos, y que tal vez acabaríamos entendiéndonos. Por el contrario, me dijo que ya no podía seguir soportándome, que permanecer en las Tierras Ignotas era como ir muriendo poco a poco, y que a su edad, su madre ya sabía con claridad lo que quería hacer en la vida. Me dijo que iba a marcharse, aún no sabía adónde, pero con toda seguridad lejos de mí.

Ni siquiera en ese momento fui capaz de hallar una palabra de amor. En mi estúpido orgullo sólo supe imponerle mi voluntad de padre, y le grité, lo amenacé. Sin él no soy nada, Ido, por eso reaccioné así.

Se marchó, dándome con la puerta en las narices. Desde entonces no he vuelto a verlo. Lo he buscado por todas partes. Estos meses en que no has tenido noticias mías los he pasado buscándolo por todas estas malditas tierras. Llegué hasta el Saar. Lo ha cruzado, Ido, estoy seguro de ello. Ha vuelto a la tierra de su madre, nuestra tierra. Y si es así, ahora ya se halla en otro mundo. Ya no me necesita.

Volví atrás y traté de aceptar cuanto había sucedido. No ha sido fácil. Sé que eres el único que puede comprenderme. Luchamos juntos contra el Tirano, Ido, pero ¿de qué ha servido? ¿De qué ha servido nuestro sufrimiento? Yo estaba seguro de que, en el fondo, mi dolor, el dolor de Nihal, sobre todo, habría de reportarnos algo: la felicidad, la paz cuando menos. Y, sin embargo, mira a qué nos hemos reducido.

Desde que Nihal murió se hizo un vacío total. Tus cartas siempre me hablan de guerra e intrigas. Y después está ese tal Dohor, que tanto se parece al Tirano, a Aster.

Nada de cuanto he hecho ha traído algo bueno. Perdí la movilidad en una pierna, durante la guerra contra Aster, a ti te vaciaron un ojo. ¿Y para qué? Sangre derramada en vano. Pero tal vez tú no piensas como yo. Tú nunca dejas de luchar, y morirás con tu espada en la mano. Yo, por el contrario, me siento tan cansado, tan viejo…

Ya he comprendido por qué Tarik tomó esa decisión, no quiero volver a imponerle mi presencia y, en consecuencia, no lo busco. Llega un momento en que un hombre debe reconocer que ha fallado, y yo lo he hecho. Pero, si alguna vez llegaras a verlo, dile que lo he entendido, y que me perdone por haberlo hecho desgraciado. Sólo eso.

No tengo más que decirte. Creo que me dedicaré a reflexionar durante algún tiempo, de modo que no te inquietes si no respondo tus cartas. Esta nueva soledad supone un peso para mí, pero también pienso que puede ser mi única salvación.

Saluda a Soana de mi parte. Al final de la carta le indico una poción que podría serle de utilidad para su enfermedad. Deja que ella misma lo lea, y sabrá qué hacer.

Gracias por todo, mi único amigo.

SENNAR

* * *

IDO estaba frente al palacio de Laodamea. El aire era fresco, la mañana, límpida. Un excelente comienzo de verano. Apretaba la carta entre sus dedos, la carta amarillenta por el tiempo, la tinta desvaída.

Con el paso de los años, las misivas de Sennar se habían vuelto cada vez más reflexivas, sobre todo tras la muerte de Nihal y el comienzo de los problemas con Tarik, y cada vez se habían ido espaciando más. Pronto acabaron reducidas a unas pocas y apresuradas salutaciones. La que sostenía en ese momento era realmente la última carta que había recibido del mago.

Con el silencio de Sennar, desaparecía el último simulacro del mundo que había amado. Se sentía la única ruina que la vida y la guerra habían dejado tras de sí.

En aquella carta había cosas que ahora podía comprender mejor. Miraba a su alrededor, y sólo veía caras nuevas, que le decían poco o nada: sus compañeros de lucha, que casi siempre solían cambiar en el período de uno o dos años, los miembros del Consejo de las Aguas y sus alumnos. No se sentía realmente vinculado a ninguno de ellos. Ahora ya era un guerrero solitario, la muerte lo había desdeñado en todas y cada una de las numerosas batallas en que había participado, y al final le había tocado desempeñar el papel de superviviente. Y ahora también se sentía viejo y solo.

La brisa matinal lo rescató de sus pensamientos. Apartó la carta con una sonrisa amarga en los labios. Más de una vez, en el pasado, se había sorprendido a sí mismo pensando que había llegado al final del camino. Y cada vez había sucedido algo nuevo. La historia de amor con Soana, por ejemplo, casi cuarenta años atrás. Tal vez en esa ocasión también sucedería algo que lo cambiase todo.

Volvió a guardar la carta bajo la casaca. Esta vez prescindiría de sus ropas de guerrero. No serían adecuadas para el viaje. Lo buscaban, tendría que camuflarse. Por eso se había vestido de mercader. Muchos gnomos de la Tierra de las Rocas se dedicaban al comercio. En cualquier caso, también llevaba una amplia capa que cubría sus formas robustas, con una buena capucha que en caso de necesidad podría ocultar sus marcados rasgos.

Se echó a hombros el saco, saltó sobre su caballo y partió en busca de todo cuanto quedaba de Nihal y del Mundo Emergido: su hijo Tarik.

* * *

Resulta extraño cómo ha tomado un poco de ambos… Desearía tanto que lo vieras, te gustaría. Tiene el cabello rubio de su madre, aunque un poco más oscuro, y sus ojos son color violeta, mis ojos. Sin embargo, lo más bonito son sus orejas: no son propiamente humanas, pero tampoco son puntiagudas, como las de los semielfos. Son un punto intermedio, podría decirse. Me lo comería a besos de la mañana a la noche. Es un milagro, Ido, un milagro. No puedes imaginarte qué cosa tan espléndida… Es una experiencia que tú también deberías vivir alguna vez.

* * *

Así fue como Nihal le anunció el nacimiento de su hijo, era un niño y estaba bien. Después, durante los siguientes cinco años, todo habían sido noticias de lo vivaracho, alegre y despierto que era. Ido tenía muchas esperanzas de verlo tarde o temprano, y en el fondo de su alma estaba convencido de que finalmente Nihal y Sennar volverían, porque llevaban el Mundo Emergido en el corazón. Y tal vez así hubiera sido. Pero ella estaba muerta, y Sennar no había regresado.

Cuando el chico se escapó de casa, Ido pensó en ir a buscarlo. Lo encontraría, le daría un par de pescozones y le explicaría que ése no era modo de comportarse, que debía dar media vuelta y ayudar a su padre. No obstante, por aquel entonces la situación en el Mundo Emergido era dramática. Ido, con la ayuda de Aires, la reina de la Tierra del Fuego, denunció a Dohor ante el Consejo. El rey estaba despoblando de la Tierra de los Días a los fammin, los seres creados por la magia del Tirano, que se fueron a vivir allí cuando se acabó la guerra. Sin embargo, la acusación se volvió en su contra, y Dohor, valiéndose de sus alianzas y apoyos, acusó a ambos —a la reina y a él— de traición. Fue entonces cuando Ido perdió su cargo de Supremo General de la Academia de los Caballeros del Dragón, y fue expulsado con deshonor de la Orden. Entonces decidió guiar a los disidentes del reino de Dohor y creó un movimiento de resistencia en su Tierra del Fuego natal. No, sin duda en aquella época no tuvo tiempo de ir a recuperar a Tarik.

Mientras el caballo engullía la llanura en dirección al este, a la Tierra de los Días, Ido calculó que Tarik ya debía de tener treinta y cinco años. Maldijo para sus adentros. Mientras él combatía a Dohor, posiblemente Tarik ya habría formado una familia, habría encontrado un trabajo y se habría convertido en un hombre. Reflexionó unos instantes sobre aquella posibilidad. En cualquier caso su comportamiento merecía unos buenos azotes, ésa era una de las pocas ventajas con que un ser viejo y huraño como él podía contar.

Decidió empezar su búsqueda justo en la Tierra de los Días, porque allí era donde vivían los semielfos antes de que el Tirano los exterminase, y Tarik era un semielfo. Si hubiera estado en el pellejo de Tarik, reñido con su padre y tras el rastro de su propio pasado, habría ido allí con toda seguridad. Además, en la Tierra de los Días Ido tenía un viejo amigo que podría ayudarle a recabar noticias del chico. La red de contactos que tejió durante los años que pasó en la Tierra del Fuego se había destejido cuando la resistencia fue aplastada. Entonces decidió unirse al Consejo de las Aguas, que se había formado hacía poco tiempo y tenía un solo ejército que luchaba abiertamente contra Dohor. El hecho era que de ese modo dejó de combatir casi por completo. En gran medida se había convertido en un estratega. No puede decirse que le encantara: desde que nació no había hecho más que luchar. Pero por entonces ya casi tenía cien años, una edad provecta incluso para un gnomo, y el ojo que le quedaba tras haber sacrificado el izquierdo en el campo de batalla a veces le fallaba. Fue una elección casi obligada. Por lo demás, el Consejo se hallaba en esa delicada fase en que se precisa un hombre que infunda coraje a todos y los guíe.

Con todo, aún le quedaba algún amigo de los tiempos en que dirigía la guerra en primera persona.

Hizo escala en los Montes del Sol, en una de las antiguas sedes de la Academia de los Caballeros del Dragón. Por entonces, casi todos los caballeros se habían sumado a la causa de Dohor, quien, además, se erigió en Supremo General cuando Ido fue expulsado. Ahora, allí sólo estaban los Caballeros del Dragón Azul, una orden inferior que utilizaba como cabalgadura dragones azules; éstos, en efecto, eran más pequeños que los habituales, esbeltos y de cuerpo largo.

El lugar había sido transformado en una especie de cuartel general del que partían las tropas. Por entonces, Dohor y el Consejo de las Aguas estaban en guerra, y algunos combates se producían a lo largo de la frontera entre la Tierra del Mar y la Tierra del Sol, no muy lejos de aquel sector.

Ido tuvo que detenerse allí porque necesitaba cambiar de montura. Hasta ese momento había cabalgado a marchas forzadas, deteniéndose sólo unas pocas horas por la noche, y la pobre bestia estaba reventada.

Lo acogieron con los honores de rigor, pero él tenía prisa y no había tiempo para cumplidos.

—Sólo necesito un caballo de refresco y provisiones.

—Por supuesto —asintió el general que lo había recibido—. Tal vez podamos ofrecerle algo más.

Trascendió que al día siguiente uno de los caballeros saldría de reconocimiento hacia la Gran Tierra, y que no habría inconveniente en llevarlo a lomos de su dragón.

Ido se alegró. Se ahorraría dos o tres días como mínimo.

Desde que su Vesa murió en el campo de batalla, Ido no había vuelto a montar un dragón. No sólo eso, había jurado que nunca subiría a la silla de ningún otro. Vesa era insustituible, y aquella promesa era un modo de honrar su memoria. Su pérdida le había causado un vacío imposible de llenar.

Vesa era rojo, un dragón común imponente. El que habría de llevarlo a la Gran Tierra era un dragón azul, y, sin embargo, Ido sintió una gran emoción en cuanto divisó al animal en la arena, preparado para la marcha.

Se vio reflejado en sus ojos, y pensó en los de Vesa, cerrados hacía ya tanto tiempo. Se iba a ver obligado a romper la promesa.

«Perdóname, Vesa. Seguro que lo comprenderás».

Suspiró y subió la grupa de un solo salto. El dragón no dio muestras de rechazarlo.

Ido sujetó las riendas con un celo casi religioso. No podía negar que el hecho de poder cabalgar de nuevo le hacía sentirse feliz. Habían pasado tantos años…, y ahora volvía a sentir de nuevo las duras escamas refregando la piel de sus pantalones, la respiración del dragón debajo de él, el poderoso y lento batir de sus alas. Todo sería perfecto si aquel cuerpo joven y azul de pronto se convirtiera en el cuerpo rojo y anciano de Vesa. Sintió un nudo en la garganta.

El caballero era un jovencito, y si Ido aún fuera Supremo General, seguramente jamás le habría permitido montar un dragón.

—No es que no confíe en tus aptitudes, lo que pasa es que tengo prisa —le dijo mientras sostenía las riendas con las manos.

—Pero, general, mi dragón sólo me obedece a mí…

Ido sonrió.

—Antes de que mi carrera de Supremo General terminara de forma tan intempestiva, como muy bien debes de saber, había cabalgado sobre dragones durante más de cincuenta años. Hazme caso, me dejará llevarlo sin problemas.

* * *

Llegaron tras una jornada de viaje. Era un puesto de avanzadilla a lo largo de la frontera con la Gran Tierra. La zona era más bien tranquila, e Ido pensó que sería perfecta para cruzar al otro lado. Esperaba que nadie reparase en él, sobre todo porque aquella región de la Gran Tierra era desértica, y resultaba fácil acceder a la Tierra del Sol sin tropiezos.

Permaneció en el campamento el tiempo estrictamente necesario para cumplir con las formalidades, tomó el semental que le habían proporcionado y reemprendió el viaje. Con la guerra en curso, el dragón no podía acompañarlo más allá.

El tramo del viaje por la Gran Tierra no planteó problemas, y en la frontera con la Tierra de los Días apenas le hicieron preguntas. Dijo que era un mercader, y los guardias, distraídos y negligentes, no tuvieron nada que objetar. Ni siquiera le pidieron que se quitara la capucha que le ocultaba el rostro.

Él les dio las gracias para sus adentros.

* * *

La Tierra de los Días estaba muy cambiada desde los tiempos de Nihal. Ante todo, porque había vuelto a ser azotada por la guerra, que había asolado las pocas cabañas de las aldeas de los fammin.

Bien mirado, desde que los expulsaron, aquel lugar era un remanso de paz. Dohor se había limitado a exprimir sus recursos hasta la última gota, utilizándolos únicamente para mantener sus guerras y para enriquecer su corte, de la que se contaban maravillas. Las tierras fueron repartidas entre los lugartenientes que habían prestado sus servicios al rey, y ahora aquel territorio estaba dividido en ducados gobernados por despóticos ex generales, e incluso por soldados rasos. Un infierno para la gente del pueblo.

Sin embargo, Seferdi fue la que se llevó la peor parte: el Tirano destruyó la ciudad en una sola noche, y aquél fue el primer acto de exterminio sistemático de los semielfos, del que sólo logró escapar Nihal.

Tras la Gran Batalla de Invierno, que abocó al Tirano a la derrota, se pensó en dejar las ruinas intactas, como admonición para las futuras generaciones. Dohor no fue del mismo parecer. Virka, el regente que había designado para aquellas tierras, hizo dragar los pantanos que circundaban la antigua capital e instauró el latifundio. Seferdi fue derruida y reconstruida, se hizo desaparecer hasta el menor rastro del exterminio perpetrado por el Tirano. Ya no existiría memoria de lo sucedido.

Por aquel entonces, los jóvenes apenas conocían vagamente su dramática historia, si bien la mayoría de ellos recordaba aquella ciudad simplemente por el aspecto que presentaba en esa época: un conglomerado de ladrillos grises, impregnado todavía por el olor nauseabundo de los pantanos que la rodeaban en otros tiempos.

El gnomo llegó allí al anochecer. Ya hacía dos semanas que viajaba y comenzaba a sentirse inquieto; siempre se exasperaba ante la falta de resultados.

Fue a lo seguro. La posada estaba en el centro de Seferdi, en su plaza más anodina: un simple rectángulo pavimentado con losas blancas, y en el centro una estatua de Dohor, «Libertador de la Tierra de los Días». Habían decapitado la estatua varias veces, durante los años en que la rebelión de la Tierra del Fuego se vivía con fervor incluso fuera de sus fronteras. Por eso la habían cercado con una reja de hierro llena de pinchos. Desde entonces no habían vuelto a tocar el monumento. No obstante, Ido sabía que aquella medida no había logrado contener a los disidentes, al igual que la represión que Virka ejerció en aquellas tierras.

La posada era la más conocida de Seferdi: multitud de forasteros recalaban allí. Si Tarik había pasado por la ciudad, tal como Ido creía, no podía haber dejado de alojarse allí. Por suerte, Nehva, el hospedero, era un viejo amigo.

Se conocieron durante los años de la resistencia en la Tierra del Fuego. Habían pasado todo tipo de peripecias juntos, hasta que Nehva fue capturado durante una acción guerrillera. Al ser un mando en las filas de los rebeldes, no lo mataron en el acto. Forra, el cuñado de Dohor y jefe de operaciones en la Tierra del Fuego, se empleó a fondo a la hora de torturarlo personalmente durante largo tiempo para que desembuchase las informaciones que le interesaban.

Nehva se portó bien: apretó los dientes, ahogó los gritos y, lo más importante, no reveló nada en ningún momento. Cuando Ido y los suyos lo liberaron, estaba irreconocible. Entre otras cosas, como consecuencia de su cautiverio perdió el brazo derecho.

Fue entonces cuando Nehva abandonó la lucha. En su estado ya no podía seguir combatiendo, y, en cualquier caso, algo dentro de él se había roto. Desde ese momento perdió el interés por todo, salvo por la nueva posada, a la que se entregó en cuerpo y alma.

Aquella noche el salón estaba abarrotado de gente. La cerveza corría a raudales y el aire estaba saturado de perfumes culinarios. Ido sintió que la boca se le hacía agua.

Se sentó, pidió, comió a gusto, bebió toda la cerveza que pudo. Permaneció sentado en su sitio, embargado por los recuerdos, hasta que todos los parroquianos se marcharon. Había sucedido en otra posada, casi cuarenta años atrás.

* * *

El local está hasta los topes. Beben. A su alrededor, conversaciones que saben a paz, a risas, sonidos de vida.

Ella está callada, resigue el borde del vaso con un dedo. Él desplaza los ojos desde su persona hasta la jarra de cerveza que tiene delante. Entre ambos reina un denso silencio.

Transcurrido un buen rato, ella alza sus ojos brillantes por el alcohol.

—Somos dos supervivientes, ¿no es así?

Sonríe.

Él ha sido un superviviente toda su vida. Superviviente de su familia, superviviente del Tirano, y ahora superviviente de la Gran Batalla de Invierno. Ha sobrevivido a todo, no hay nada que no haya visto, y ahora se ve obligado a la paz, una paz que prácticamente no ha conocido en toda su vida.

—No pensaba que fuera así. Todos estos años he estado esperando la paz, y ahora que ha llegado me siento como si no pudiera disfrutarla —prosigue Soana.

—Esto es lo que pasa cuando termina la guerra. Es la condena de los supervivientes. La guerra crea adicción, y después parece imposible lograr vivir sin el olor del campo de batalla, sin la tensión de la lucha.

Soana toma otro largo sorbo, casi para reunir valor.

—Me siento sola, nunca hasta ahora había tenido una sensación tan intensa. Es verdad, ya lo había estado en otras ocasiones, tras la muerte de Fen, por ejemplo, pero nunca como ahora que Nihal y Sennar se han marchado. Nihal ha llenado mi vida durante muchos años, y ahora no hago más que arrepentirme de no haber sido capaz de ser una madre para ella. Y, sin embargo, siempre me he sentido una madre, ¿me comprendes?

Ido asiente.

—Ella se ha marchado, y yo me pregunto: ¿y ahora, qué?

Ido se apoya en la pared con gesto cansado. Resulta extraño con qué perfección coinciden los pensamientos de ambos. Las mismas sensaciones, el mismo sentimiento de vejez inminente.

—Y ahora, ¿quién sabe? Ahora tendremos que aprender a disfrutar de la paz, y también tendremos que aprender a vivir sin Nihal, y nos quejaremos de cómo pasa el tiempo, de los achaques cada vez más frecuentes, de cómo cambia el cuerpo, tal como ya ha pasado muchas otras veces en nuestras vidas.

—Ya, la vejez… Siento que tengo siglos de edad, como si ya hubiese visto demasiadas cosas. La matanza de los semielfos, la locura de Reis, la muerte del hombre al que amaba, el desprendimiento de la Roca. Estoy cansada… Y ahora, además, me siento fea.

Soana se ruboriza por un instante. No sabe por qué le ha salido esa última frase.

Ido observa las finas arrugas alrededor de sus ojos, los pliegues de expresión alrededor de sus labios, y siente una opresión en las vísceras. Es un disparate, pero está pensando en otro tipo de juventud, en empezar de nuevo.

—Estás hermosa como siempre, e incluso más. Cada dolor te ilumina, le da un nuevo sentido a tu rostro.

Se arrepiente al instante de aquellas palabras, se siente fuera de lugar, fuera de tiempo. Un viejo que juega a hacerse el jovenzuelo.

Ella, en cambio le ofrece una fresca sonrisa, posa la mano encima de la de él, que mantiene apoyada allí, inerte sobre la mesa, y ya está todo decidido. Lo sabe por el estremecimiento que lo recorre, y nota que ella también lo siente.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche? Como en los viejos tiempos —le pregunta.

No necesita pensar la respuesta.

—Mi casa es tu casa, ya lo sabes.

Y así fue como empezó todo.

* * *

El hospedero interrumpió bruscamente el curso de sus pensamientos.

Estaba más delgado de lo que recordaba, y a todas luces más viejo. Y calvo como una calabaza, lo cual compensaba con una poblada barba. Llevaba anudada la manga derecha de su casaca. Sin embargo, su cara no había cambiado demasiado. Siempre sonrosada por la cerveza.

—Ya es tarde, estamos cerrando, a menos que queráis dormir en el piso de arriba. Disponemos de buenas habitaciones.

—Más bien busco información.

Nehva se puso a la defensiva de inmediato.

—Si no queréis dormir, no tengo más que ofreceros, y debo pediros que paguéis y os vayáis.

Ido sonrió bajo la capucha.

—Soy un viejo amigo.

El posadero se quedó perplejo.

—Cuando me dijiste que te largabas, me explicaste que, para mí, siempre estarías.

Nehva palideció.

—I…

Ido se llevó un dedo a los labios.

—Un mercader en ruta, ¿te ha quedado claro? No soy más que eso.

—Por los Dioses, cuánto tiempo… Pero cómo…

Ido se puso en pie, le tapó la boca con la mano.

—No necesitas saberlo, es mejor así. Vamos a la trastienda.

Sólo en ese momento Ido se quitó la capucha, mostrando la amplia cicatriz que recorría la parte izquierda de su cara, allí donde tiempo atrás hubo un ojo.

Nehva sonrió.

—¡Maldita sea, no has cambiado nada!

—¿Y qué me dices de todo este pelo blanco? —replicó Ido sujetándose una de las numerosas trenzas que adornaban su larga cabellera, como era costumbre entre los gnomos.

Su amigo rio con ganas.

—Ya era gris cuando combatíamos en la Tierra del Fuego.

—No tanto como ahora —repuso Ido resoplando.

—Ido…, quién me lo iba a decir… —prosiguió el ventero—. No se tienen muchas noticias de ti por estos pagos, a excepción de los carteles que ponen precio a tu cabeza. Incluso llegué a pensar que habías muerto… ¿Y cómo te va?

Ido sacudió la cabeza.

—Y yo que pensaba que tu brazo te habría enseñado a ser prudente… Es mejor que no te diga nada, créeme. Haz como si ya hubiera puesto tierra de por medio y olvídame en cuanto haya cruzado la puerta, ¿está claro?

Nehva asintió con tristeza.

—Qué lástima, me habría gustado hablar contigo de los viejos tiempos; lo necesito tanto… Aquí todo está perdido…

—Nehva, me encantaría escucharte, si no tuviera tanta prisa y si no fuera un prófugo en estas tierras. Cuanto más permanezca aquí hablando contigo, más peligro corres tú también.

El posadero se encogió de hombros.

—Tal como están las cosas, tal vez resultase una liberación.

—No digas estupideces, este lugar necesita a gente como tú.

Nehva compuso una mueca de amargura.

—Dime en qué puedo ayudarte.

—No resultará fácil, pero confío en tu memoria. Me han informado de que hace muchos años pasó por estas tierras un semielfo.

Nehva sonrió:

—¿Y crees que si hubiera pasado por aquí no te habría avisado? No, hace mucho tiempo que no se ve a ninguno de ellos.

—Estoy hablando de veinte años atrás, y posiblemente no tendría que referirme a él como un semielfo. Por entonces era un jovencito, pelirrojo, con los ojos color violeta y las orejas ligeramente puntiagudas.

—Ah, ése… sí, efectivamente —dijo Nehva, seguro de sí mismo—. Recuerdo a un tipo así.

—Eres fenomenal. No albergaba demasiadas esperanzas.

—No me mientas, ¿has venido aquí sólo para esto?

—¿Recuerdas algo más de él?

—Bueno, claro, si no, ni siquiera recordaría su cara, ¿no te parece? Por aquí pasa mucha gente, amigo mío, supongo que ya te habrás dado cuenta…

—¿Y bien…?

—Estuvo aquí unos cuantos días. Tomó una habitación. Lo recuerdo porque, por lo general, la gente no se queda mucho tiempo, mientras que él sí lo hizo. La primera noche me preguntó dónde estaban las ruinas, y yo me reí en sus narices mientras le explicaba la historia. Se exaltó mucho, estuve a punto de echarlo. Me dijo que andaba tras los vestigios de la Gran Batalla de Invierno, y yo le aconsejé que se fuera a la Gran Tierra, que allí los encontraría a montones. También quiso saber si había estatuas de Nihal por los alrededores, y yo me pregunté de dónde podría venir para no haber visto jamás ninguna. Una mañana se marchó, tras preguntarme qué camino debía tomar para dirigirse a la Tierra del Viento.

La tierra de su madre… Ido se llamó imbécil a sí mismo. Había cometido un craso error de enfoque.

—¿Has vuelto a verlo?

Nehva sacudió la cabeza.

—Era un tipo más bien extraño, si quieres saber mi opinión. Parecía no saber nada del Mundo Emergido. Se marchó y no sé qué puede haber sido de él.

Ido se palmeó los muslos y sonrió.

—Has estado fantástico, como siempre.

—Es inútil que te pregunte qué andas buscando y quién era el chico, ¿a que sí?

—En efecto.

—Sólo dime si voy a tener problemas.

—No veo por qué —respondió, aunque no estaba seguro de ello.

Nehva resopló.

—Fingiré que te creo.

Ido se puso en pie.

—Siento que ya tengas que marcharte. Ido, te he echado de menos, a ti y a los demás. Añoro aquellos años en que realmente parecía que podrías cambiar las cosas, en que no sabías si verías el siguiente amanecer, pero al menos tenías algo por lo que morir.

Ido sonrió melancólico. Pensó en todos los hombres a su servicio que ya habían muerto, y el hecho de saber que no había sido en vano le bastó.

—Yo también te he echado de menos.

Le dio un efusivo abrazo.

—Te juro que volveré y charlaremos un rato, ¿de acuerdo? —dijo al tiempo que se apartaba de él y le ponía las monedas de la cena en la mano.

—Al menos deja que te invite yo —protestó el viejo hospedero.

Ido hizo un gesto de indiferencia.

—Bien vale lo que he pagado.

Salió apresuradamente, saltó sobre el caballo y reemprendió el viaje.

Había llegado el momento de ir allí adonde debería haber empezado la búsqueda. La Tierra del Viento, la tierra de Nihal y Sennar.