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En el límite del Mundo Emergido
EL extraño grupo llegó poco antes del anochecer. El sol caía sobre la aldea de Marva, unos pocos palafitos miserables en el corazón de la zona pantanosa que antaño fue la Tierra del Agua y que por entonces era conocida como la Marca de los Pantanos. La chica y el mago se habían marchado de allí dos días atrás. Eran tres forasteros en total, con los rostros cubiertos por las capuchas de unas holgadas capas marrones.
Allí por donde pasaban, eran observados con preocupación. Marva se hallaba fuera de toda ruta comercial, y el aire insalubre y estancado de los pantanos lo convertía en un lugar bastante poco apetecible para viajeros ocasionales. Ni siquiera había una taberna o una posada. Hacía años que no pasaba nadie por aquellos parajes, y, en cuestión de tres días, ya lo habían hecho cinco forasteros. Sin duda, algo no andaba bien.
Los recién llegados enfilaron la calle del taller del calafateador, prácticamente la única actividad comercial de aquel lugar olvidado de los dioses.
Cuando llegaron, Bhyf estaba embreando un casco nuevo, pero se percató inmediatamente de que habían entrado. Los vio avanzar a través del umbral de la puerta: el que debía de ser su jefe, en primer término, los otros dos, más altos, tras él. Por algún motivo, la seguridad que transmitían le produjo un escalofrío. El jefe fue el primero en descubrirse, y Bhyf liberó un suspiro de alivio al ver emerger de la capucha el rostro de una muchacha rubia, con la cabeza poblada de rizos y una linda cara repleta de pecas alrededor de la nariz.
—Buenas tardes —dijo mostrando una sonrisa amable.
Bhyf se quitó los guantes que usaba para trabajar y la observó atentamente. Decidió que por el momento lo mejor sería actuar con cautela.
—¿Qué deseáis?
—Sólo un poco de información.
Bhyf se puso rígido. La capa lisa cubría por completo las ropas de la chica, pero alrededor del cuello asomaba algo de color negro.
—Si se trata de algo que yo sepa…
—¿Han pasado por aquí un joven mago y una chica menuda, vestida como un hombre?
Bhyf asintió, mientras controlaba atentamente a los hombres que la acompañaban. El único obstáculo que lo separaba de los forasteros era la barca en que estaba trabajando.
—¿Aún siguen en la aldea?
—No —respondió retrocediendo ligeramente.
—De acuerdo. ¿Y cuándo se marcharon?
—Ayer, tomaron una barca.
—Su destino. ¿Sabéis adónde se dirigen?
—¿Por qué me hacéis tantas preguntas? Yo embreo las barcas y me ocupo de mis asuntos…
—¿Lo sabéis o no? —La muchacha no parecía furiosa, pero había determinación en su voz.
—Yo no sé nada. Los hospedó Torio, preguntádselo a él.
Ella hizo una señal con la cabeza, y volvió a cubrirse con la capucha.
—Muchas gracias, nos habéis sido de gran ayuda.
Salieron sin añadir ni una sola palabra, y Bhyf se percató con inquietud de que sus pasos, e incluso también sus capas, apenas hacían ruido.
* * *
Torio estaba sentado al borde de su palafito, con las piernas colgando fuera de la plataforma. Era un anciano bastante vigoroso, con ese aire más bien obtuso de quien siempre ha vivido en el mismo lugar, sin que jamás se le haya pasado por la cabeza que más allá pueda existir un mundo más grande. Estaba remendando las redes de pesca, cuando oyó un ruido de pasos que se acercaban. Alzó la vista y vio tres pares de botas negras deteniéndose ante él.
—¿Sois Torio?
El viejo levantó la cabeza y vio a una atractiva mujer que le sonreía. Tras ella había dos hombres encapuchados, y por un instante tuvo una extraña sensación.
—Sí —respondió, cauteloso.
—Sabemos que esta casa ha hospedado a un mago y a una chica vestida como un hombre. ¿Adónde han ido?
Torio se puso en alerta. La chica había sido muy clara con él antes de partir.
—Si viene alguien preguntando por nosotros, no digas nada. Niega que hayamos pasado por aquí, o di que no sabes adónde nos dirigíamos. No debes revelar adónde nos encaminamos, bajo ningún concepto.
Frunció una ceja.
—Os han engañado. ¿Acaso no habéis mirado a vuestro alrededor? Éste no es lugar para turistas.
Y volvió a inclinarse sobre sus redes, dando a entender que la discusión se había acabado.
La mujer se acuclilló hasta ponerse a su altura y le lanzó una intensa mirada.
—No te conviene hacerte el listillo con nosotros…
Torio se fijó en que tenía unos espléndidos ojos azules, claros y magnéticos. Pero había algo en aquella mirada, en el sutil tono de su voz, que le heló la sangre. Le temblaron las manos.
—De mí no se ríe nadie, te lo repito, y…
No tuvo tiempo de acabar. La chica se limitó a alzar una mano, y los dos que se mantenían detrás de ella sujetaron a Torio con la rapidez de un rayo y se precipitaron al interior de la vivienda. Cerraron la puerta y lo arrojaron al suelo, sujetándolo con fuerza de los brazos.
—¿Qué demonios…?
La chica apretó con violencia su bota contra la boca del hombre. Era fuerte, insospechadamente fuerte para su corpulencia.
—Dinos adónde han ido esos dos.
Torio callaba con obstinación. Tenía miedo, pero no tanto como para olvidar la dramática petición que su visitante le había formulado poco antes de partir.
La chica sonrió feroz.
—¡Me parece que no has acabado de comprender la situación en que te encuentras!
Se abrió la capa y Torio, horrorizado, vio una amplia casaca cubierta por un chaleco de piel negra con botones rojos. Los pantalones de gamuza eran oscuros como todo lo demás, y los dos hombres que la acompañaban iban vestidos del mismo modo. El anciano sintió el corazón martilleándole el pecho. Conocía bien aquel uniforme, todos en el Mundo Emergido lo temían: la Gilda, la Secta de los Asesinos.
—Veo que nos has reconocido —le dijo con una sonrisa inquietante. Todo signo de benevolencia había desaparecido de su rostro, y ahora su aspecto correspondía más bien al de un duende malvado.
Desenfundó del cinturón un puñal negro con la empuñadura en forma de serpiente. Se inclinó hasta ponerse a la altura del rostro del viejo y presionó la hoja contra una de sus mejillas.
Torio empezó a respirar con dificultad. Nada le unía a aquellos chicos, sólo habían estado unos días en su casa, ni siquiera el tiempo suficiente para formarse una idea de cómo eran. Pero sabía por qué se habían puesto en camino.
—Realizamos una misión para el Consejo —habían dicho. Una misión importante, sin duda. Lo había intuido por sus palabras, por la gravedad de los gestos del joven, por su fría determinación. Lo bastante importante para infundirles la fuerza y el valor de cruzar el Saar. No podía traicionarlos, sentía que no podía hacerlo.
—No sé nada de ellos.
La chica se puso seria de repente.
—Creía que eras más inteligente.
El golpe fue tan rápido que Torio casi no sintió dolor. Entonces vio la mancha roja y gritó.
—Sabemos que tú les proporcionaste la barca. ¿Adónde se dirigían?
Torio sentía que la verdad afloraba a sus labios, rápida como la sangre que brotaba de su herida, pero logró mantenerse callado. Era una cuestión de honor, de respeto hacia alguien que había solicitado su ayuda.
—No me lo han dicho.
La chica presionó de nuevo, otro corte, la otra mejilla. Torio sintió que se venía abajo.
—Definitivamente, eres un estúpido.
—Al norte…, a las cascadas… —respondió en un susurro.
La muchacha sacudió la cabeza.
—No vamos bien…, no vamos nada bien. ¿Crees que no sé distinguir una mentira?
* * *
Al alba, un cuerpo se deslizó lentamente en las aguas del pantano. Rekla estaba arrodillada en la orilla, junto a ella había una pequeña ampolla llena de sangre mezclada con un líquido verde. Estaba recitando sus oraciones, aprendidas noche tras noche en el templo de Thenaar, y apretaba tanto las manos que los dedos se le habían puesto blancos del esfuerzo.
—¡Perdón, mi Señor, perdón! Acepta esta sangre en espera de la de la traidora que yo misma verteré en tus piscinas.
Thenaar no respondió, y su silencio destruía a Rekla.
—¿Qué hacemos? —le preguntó uno de los otros dos Asesinos al cabo de un rato.
Ella se volvió de golpe y lo fulminó con la mirada.
—¡Estoy rezando!
—Perdonad, mi señora, os lo ruego.
Rekla terminó de murmurar su oración y se puso en pie.
—Los seguiremos, naturalmente.
—Pero ya deben de estar más allá del Saar, mi señora, y no va a resultar nada fácil… Dejemos que se encargue el río. Conozco el Saar y sus corrientes, acabarán sirviendo de alimento a los peces.
Rekla lo sujetó con violencia por la garganta.
—Dos enemigos de Thenaar se están paseando tan tranquilos por el Mundo Emergido y tú, ¿qué propones? ¿Que los dejemos en paz? ¿No te das cuenta de que pueden acabar con todo cuanto hemos construido todos estos años?
Aumentó la presión alrededor de su cuello.
—Si tu fe no es lo bastante fuerte para esta misión, si eres tan cobarde que no estás dispuesto a entregar tu vida por nuestro dios, entonces vuélvete a casa sin más. Yo no pienso detenerme. Ni por el Saar ni por ninguna otra cosa. Jamás.
Se volvió hacia el otro Asesino y lo miró con decisión.
—Tenemos que informar a Su Excelencia. Creo que ha llegado el momento de que Dohor nos demuestre su fidelidad entregándonos un dragón.
* * *
Las últimas brazadas fueron desesperadas. La franja de tierra que había frente a ellos se alzaba y descendía al tiempo que sus cabezas salían y entraban del agua. Pero ya faltaba poco, no podían rendirse precisamente en esos momentos.
Un grito indefinido obligó a Dubhe a volverse. No muy lejos de ella, un brazo sobresalía del agua pidiendo socorro.
Retrocedió empleando todas sus fuerzas, se sumergió y bajo las aguas vio la cabeza de Lonerin, que agitaba frenéticamente las piernas. Le pasó un brazo alrededor del cuello y lo sacó a flote. Ambos tomaron una gran bocanada de aire y siguieron nadando sin parar. Tras ellos, un sordo estrépito iba aumentando en intensidad.
—¡Está volviendo a emerger! —gritó Lonerin, y Dubhe oyó cómo empezaba a recitar las palabras del encantamiento. Pero no fue necesario.
Sus pies rozaron el fondo cenagoso del río y Lonerin también logró incorporarse tras dar algunos pasos. El nivel del agua bajó, notaron que sus extremidades se aligeraban y salieron afuera. Se arrojaron de inmediato sobre la hierba, sin tan sólo detenerse a observar qué aspecto tenían las Tierras Ignotas, que finalmente habían hollado.
A sus espaldas, el fragor hizo que se volvieran de golpe. A unos metros de la orilla, un cuerpo verde de serpiente con una cabeza desproporcionada a medio camino entre la de un reptil y un caballo se erguía sobre las aguas del Saar, aullando al cielo su rabia por haber perdido la presa.
* * *
En Marva habían cogido la barca de un pescador cuyo nombre les había facilitado el Consejo de las Aguas, Torio. A Dubhe no le pareció un tipo muy inteligente, y Lonerin debió de pensar lo mismo, a juzgar por su mirada perpleja. Torio les ayudó a preparar todo cuanto iban a necesitar para el viaje. Les proporcionó carne y pescado secos, algo de fruta para los días en que tendrían que atravesar el río, y una talega para llevarlo todo. Lonerin la llenó con las ampollas que contenían la poción, indispensable para que Dubhe lograse mantener a raya la maldición.
—Se trata de una nueva fórmula de mi invención —le dijo mientras las disponía cuidadosamente—. La de Rekla te provocaba adicción, pero ésta debería hacerlo en mucha menor medida.
Dubhe leyó en sus ojos la infinita piedad que sentía hacia ella, y por un instante lo detestó. Pero se limitó a bajar la vista, concentrándose en los pertrechos que debía cargar en la barca.
Cogió el cuchillo de lanzar, el arco, las flechas y el puñal del que nunca se separaba, el que había pertenecido al Maestro.
Lonerin concluyó por fin los preparativos para la embarcación. Dubhe no se quedó a mirar cómo aplicaba los encantamientos necesarios para que la barca resultase más resistente a las corrientes del Saar. Tras todos aquellos años de soledad, aún no había logrado acostumbrarse a tener un compañero de viaje; por eso, en cuanto podía, prefería estar sola.
Se alejó, contemplando la lisa e inmóvil superficie del pantano. Pensaba en su vida, en el Maestro. Su salvación le parecía algo impuesto, necesario, no un deseo que naciese de lo más profundo. Sólo se trataba de la vida que había sido trazada para ella, jamás había existido otra. Un único, inescrutable trazado conducía desde su primer asesinato —cuando había matado a Gornar, su amigo de la infancia— hasta aquella aldea en el pantano.
* * *
—Nadie ha cruzado jamás el Saar en barca —había dicho Torio con voz temblorosa el día de la partida.
—Nosotros lo haremos —aseveró Lonerin, cortante—. Y aún te diré más: volveremos.
No había tiempo para titubeos, y Dubhe sintió envidia de toda aquella seguridad. Su horizonte resultaba bastante más oscuro.
Así pues, subieron a la barca y recorrieron un pequeño torrente que los condujo a un afluente del Saar, y desde allí prosiguieron hasta encontrar una enorme extensión de agua: el río.
Al verlo, sintieron miedo. Parecía el mar, el océano frente al que el Maestro tenía su casa. Ciertamente, no había olas, pero la inmensidad de aquel espectáculo natural era la misma. Y además era blanco. El sol de los últimos días de primavera ya bastaba para incendiar su superficie con aquel color absoluto.
Se habían introducido en sus corrientes en actitud reverencial, como si estuvieran profanando un territorio sagrado. Por lo demás, ¿no era casi un dios aquel río que delimitaba la frontera entre el Mundo Emergido y el ignoto?
* * *
Habían remado juntos, uno delante del otro; Lonerin marcaba el ritmo. Seguían la luz del hechizo que el mago había aplicado a la proa de la nave: una sutil lámina luminosa que indicaba el oeste en todo momento, la dirección en que se encontraba la otra orilla.
Las corrientes eran fuertes y, al cabo de poco, los brazos empezaron a pesarles como si fueran de granito. Lonerin fue el primero en cansarse. Un mago no está obligado a tener ninguna clase de preparación física. Pero se esforzaba mucho, y Dubhe lo admiraba. Su determinación era loable. El viaje prosiguió, lento, sin demasiados sobresaltos, y ambos empezaron a creer que el único verdadero obstáculo del Saar sería su propia vastedad. Sus aguas no parecían ocultar peligros, y el cielo sobre sus cabezas estaba libre de aves, de modo que la mayor parte del día se desplazaron en absoluto silencio.
Más tarde encontraron la isla. Redonda y perfecta en medio del río. En cuanto Lonerin la vio, le embargó el entusiasmo, y hasta Dubhe se mostró excitada. Llevaban dos días vagando, y de la otra orilla, ni rastro.
Desembarcaron sin hacerse demasiadas preguntas, felices por el simple hecho de poder pisar algo sólido. Sin embargo, era un lugar extraño. Su forma era hasta demasiado precisa, y la consistencia de la tierra resultaba insólita. Aun así, era una isla como cualquier otra. Hierba verde y un par de arbustos bajos, a uno de los cuales amarraron la barca.
Se durmieron, agotados como estaban. Sólo gracias al sueño ligero de Dubhe, uno de los legados de su adiestramiento como Asesina, pudieron percatarse de lo que estaba sucediendo.
Se despertó de golpe, notaba con toda claridad que algo no andaba bien. Se incorporó y sintió que, bajo sus manos, una extraña vibración sacudía la tierra. Al instante tocó el hombro de Lonerin.
—¿Qué pasa? —preguntó él, adormecido.
Dubhe aún no lo sabía, pero le bastó con alzar los ojos para ver que la isla estaba navegando a contracorriente.
—¡Se mueve! —gritó, poniéndose en pie.
Lonerin la siguió pegándose a sus talones, y ambos pensaron a la vez en la barca. La vieron arrastrándose tras ellos, aún amarrada.
Corrieron de inmediato en esa dirección, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que la isla estaba sumergiéndose a gran velocidad.
Dubhe se detuvo, incrédula, pero la voz de Lonerin la hizo volver en sí:
—¡Un monstruo, maldita sea!
Todo fue en vano. El agua lamió sus tobillos. Después sintieron que el suelo desaparecía bajo sus pies y se hallaron en medio del río.
Lo primero que hizo Dubhe fue alcanzar la cuerda que aseguraba la barca. Ya estaba empezando a empinarse, y algunas de las provisiones habían acabado en el agua, perdidas para siempre en los abismos del río.
Con una mano sujetó la cuerda que mantenía atada la embarcación, y con la otra extrajo rápidamente el puñal. Bastó un golpe seco: la soga se cortó y la barca salió despedida hacia atrás. Tras un enorme esfuerzo, Dubhe logró subir a bordo, y apenas estuvo arriba se asomó para recuperar a su compañero.
Lo izó a toda prisa.
—¿Tienes idea de qué puede ser?
Lonerin se limitó a sacudir la cabeza.
—No, pero viene otra vez.
Dubhe se volvió en la dirección hacia donde miraba el chico, y lo vio. El monstruo había emergido de nuevo, y lo que había sido la isla ahora aparecía como un grotesco círculo de hierba dibujado sobre un cuerpo desmesurado. Parecía el de una enorme serpiente, y estaba cubierto de escamas verdes que se tornaban blancas a la altura del vientre, allí donde, a intervalos regulares, despuntaban unas aletas de un amarillo vivo.
Dubhe tembló, aturdida.
—Los remos… —susurró Lonerin, no menos turbado que ella—. ¡Los remos!
Dubhe se dispuso a cogerlos, pero frente a ellos, de pronto emergió una enorme cabeza mitad de caballo, mitad de serpiente, con la boca abierta que mostraba una espantosa hilera de dientes.
Vieron cómo sus fauces se cerraban sobre ellos, y Dubhe pensó muy en serio que ése iba a ser el final. No pudo evitar cerrar los ojos, pero en lugar del dolor insoportable de aquellos dientes en la carne, sintió una terrible sacudida.
Volvió a abrir los ojos. Las manos de Lonerin, que se hallaba en pie frente a ella, habían generado una esfera plateada y transparente alrededor de la barca. De algún modo, los dientes del monstruo se habían visto detenidos por ésta.
—¡Prepárate! —gritó Lonerin—. ¡Cuando yo baje la barrera, intenta atacarlo!
Pero ella ya estaba preparada.
La barrera desapareció, Dubhe se llevó las manos al pecho, donde tenía los cuchillos de lanzar, y cogió uno.
El lanzamiento fue rápido y preciso, y el cuchillo se clavó en un ojo del monstruo. Éste retrocedió al instante, gritando de dolor y agitándose furioso. La barca comenzó a dar terribles cabeceos y Lonerin cayó hacia delante. Sin embargo, logró recitar a toda prisa el sortilegio; la barca se alzó y empezó deslizarse velozmente, como si la impulsara un viento mágico.
Y mientras se alejaban, Dubhe vio como la gigantesca criatura se agitaba confusa, cerrando sus fauces sobre la nada mientras los buscaba.
* * *
Cuando Lonerin ya no pudo más, pasaron a los remos. Durante todo el tiempo en que él hizo volar la barca, Dubhe había guardado un silencio reverente mientras contemplaba el esfuerzo que estaba llevando a cabo para salvarlos. El encantamiento no duró más de media hora, pero no por ello se sintió menos admirada.
En esos momentos remaba sola, con toda la fuerza de que era capaz, y miraba a Lonerin, exhausto, con los ojos cerrados y tendido panza arriba en el fondo de la embarcación. Nunca se habría imaginado que pudiera ser tan potente, ni con los nervios tan templados. Incluso ella, que estaba habituada al horror y había sido adiestrada por los Asesinos, había vacilado frente a aquel monstruo.
—Has estado… fantástico —dijo por fin, indecisa. Era la primera vez que le hacía un cumplido.
Lonerin sonrió sin abrir los ojos.
—El mérito es de Sennar. ¿Has leído acerca de sus aventuras en el mar?
Dubhe asintió enérgicamente. Había sentido una pasión juvenil por Sennar, cuando aún vivía en la aldea de Selva, en la Tierra del Sol, Y Gornar aún no había muerto. Leía y releía sus aventuras, y fantaseaba sobre el personaje.
Fue el primero en aplicar este encantamiento a una barca, pero lo hizo con la nave de los piratas de Aires, y mucho más de media hora.
Dubhe recordaba muy bien aquel episodio.
—¿Crees que el monstruo volverá? —preguntó Lonerin.
Dubhe le había cegado un ojo, eso era seguro. Nunca fallaba su puntería. Pero no le había provocado heridas mortales.
—No lo sé —admitió—, pero será mejor que nos apresuremos.
* * *
Siguieron remando toda la noche y todo el día siguiente, hasta que en el horizonte apareció una estrecha franja verde, para incredulidad de ambos.
—Tierra… —murmuró Lonerin cuando la franja se espesó mostrando el confuso perfil de un bosque.
Sus brazos reencontraron un nuevo vigor.
Y entonces, la ola, enorme, antinatural, y un gélido rugido en el aire.
Aunque el corazón de Dubhe latía enloquecido, esta vez no se dejó llevar por el pánico.
—Encárgate tú de la barca —le dijo a Lonerin mientras soltaba los remos. Entonces cogió el arco que llevaba en bandolera, extrajo con rapidez dos flechas del carcaj y se puso en posición.
El monstruo estaba emergiendo, inmenso y amenazador, y Dubhe vio el pozo negro de sangre que había sido su ojo, con el puñal aún clavado. El otro ojo brillaba de rabia y de dolor.
Su mano se estremeció ligeramente ante aquella visión, pero logró controlarla. Disparó sin vacilar, y la flecha penetró con precisión en la frente de la bestia. Ésta emitió un grito agudo y fortísimo, elevando por los aires su desmesurado cuerpo y provocando un nuevo oleaje que sacudió la barca.
—¡Haz que vuele! —gritó Dubhe, sin perder de vista su objetivo, con la segunda flecha ya preparada.
—¡Estoy demasiado cansado! —le respondió Lonerin con la voz rota.
Dubhe volvió a disparar, y esta vez la flecha se clavó en el cuello del monstruo. La sangre brotó con gran rapidez, y el gigantesco ser empezó a debatirse.
—Ya está —murmuró Dubhe para sí.
Pero el monstruo dio otro coletazo. Su aleta caudal, amarilla y plana, cayó a poca distancia de ellos, provocando un estrépito aterrador. La barca no resistió. Se hizo pedazos bajo sus pies.
Dubhe apenas tuvo tiempo de estrechar contra sí el arco y el carcaj antes de hallarse braceando bajo el agua. Después sintió que le tiraban del pelo y emergió. Al momento aparecieron ante ella los ojos verdes de Lonerin, con los mechones negros pegados a su pálida faz.
—¡Nada! —le ordenó él, nervioso, y así lo hizo ella, ambos lo hicieron.
Nadaron desesperadamente, mientras las olas generadas por las convulsiones del monstruo les privaban a cada momento de la visión de la ribera, su anhelada salvación.
Y al final lo lograron: al límite de sus fuerzas, conmocionados, llegaron a orillas de lo desconocido.