En frente del lago Michigan —un inmenso lago rodeado por los estados de Michigan, Wisconsin, Illinois e Indiana— en una de sus playas artificiales, había un hombre sentado en la arena, con una gabardina toda húmeda por la lluvia, una barba descuidada y bebiendo una botella de whisky cubierta con una bolsa de cartón. Llevaba unos guantes negros de lana cortados por los dedos, y miraba con los ojos vidriosos el inmenso lago que, a su parece, no tenía principio ni final. La tormenta eléctrica arremetía con fuerza y a él no le importaba si uno de esos relámpagos le alcanzaba y acababa matándole. Su vida se reducía a la bebida.
A escasos veinte metros de donde él estaba sentado, en la orilla de aquella playa artificial, se creó una pequeña bola de partículas doradas que levitaba suspendida a unos diez metros del agua. Los relámpagos y los truenos cayeron con fuerza sobre ella y ésta aumento su tamaño.
El hombre dio un sorbo a su botella y se acercó tambaleante para ver qué narices era aquello. La lluvia arremetía con fuerza y el viento soplaba con intensidad.
De repente, la bola dorada era mucho más grande que él. Y hacía ruido. Como un silbido; como el silbido que avisa que lo que hierve en la olla a presión ya está listo, o como el silbido que alerta de que una bomba supersónica va a estallar.
¡Bum!
La bola dorada explotó y creó una onda expansiva de color azul. De ella salieron ocho personas disparadas hacia todos lados. El hombre, debido a las ondas, se había quedado empotrado en una farola y luchaba por mantenerse despierto. Intentó dar otro sorbo a su botella de whisky, pero ésta se había roto al impactar contra el suelo. Cerró los ojos y se desmayó.
Róta y Bryn fueron las primeras en salir despedidas. Cayeron bien, sobre sus pies, después de hacer varios malabarismos en el aire.
Nada más tocar el suelo, Róta se incorporó y sus orejas se pusieron en estado de alerta. Inhaló con ansia y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, sus ojos azules claros hicieron un barrido del perímetro buscando a algo o a alguien.
—¿No estamos solos? —Le preguntó Bryn al darse cuenta de su inquietud. La Generala también estaba versada en el rastreo, aunque ella no pudo detectar nada.
—No puede ser… —susurró Róta estupefacta.
La valkyria estaba en estado de shock y no dejaba de mirar hacia todas partes, como si fuera un radar.
—¿Estás bien? —Preguntó mirando hacia donde ella miraba.
La joven de perlo largo y rojo asintió con nerviosismo.
—¿Dónde demonios estamos? —Dijo la Generala.
Reso, Clemo y sus gemelas salieron propulsados del agujero de luz y se hundieron en el agua helada del lago.
Gúnnr y Gabriel dieron varias volteretas por los aires y, al final, después de rebozarse en la arena debido a la inercia, sus cuerpos finalmente se detuvieron.
Gúnnr había quedado encima de Gabriel, casi a horcajadas sobre su pelvis. Ambos tomaban grandes bocanadas de aire, extenuados por el extraño viaje que habían emprendido.
Ella sentía los dedos de Gabriel clavados en su tierna carne, a la altura del trasero. Se incorporó sobre las manos y fijó sus ojos en él:
—Gabriel, ¿estás bien?
Cuando él focalizó la mirada, vio a una chica morena, de piel blanquita y enormes ojos rasgados del color de la noche. El pelo le caía sobre su semblante como si fuera una cascada de agua oscura. El cielo que tenía a sus espaldas era gris azulado, imponentemente eléctrico. Se sintió cautivado de la imagen de Gúnnr, y algo en su estomago se encogió.
Alzó una mano y, ante la sorpresa de Gúnnr, le tocó los labios con la punta de los dedos.
—¿Dónde me has traído, florecilla?
Gúnnr besó sus dedos tan rápido como el aleteo de una mariposa y levantó la cabeza para ubicarse. Gabriel no se había dado cuenta de su caricia.
—Hay unos enormes rascacielos que rodean la playa. Son muy grandes —comentó impresionada—. Los rayos caen sobre ellos.
—¡El agua de esta playa es dulce! —Gritó Reso, saliendo del agua con Sura en brazos.
La mente de Gabriel empezó a carburar.
Levantó la cabeza y no tuvo duda de dónde se encontraba.
La arquitectura de los edificios no daba lugar a especulaciones.
Chicago era la cuidad más moderna y atrayente que él había visto cuando era humano. Ahí vivía su padrino Jamie, que en realidad era «Jaime», pero él siempre decía que se había americanizado y que prefería el nombre gringo.
Jamie había huido de su familia, buscando la paz y la aceptación que no tenía en su propio hogar. Igual que él, pensó Gab. A excepción de que, en su viaje a Londres, él había encontrado un final a su vida y también un nuevo principio.
Inspiró y cerró los ojos para impregnarse de la esencia de la ciudad. De algún modo, Gabriel se sentía como si estuviera en casa.
Al pensar en Jaime, su mente no pudo evitar discurrir en su familia: Su padre y su madre. Un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Cuando él se iba de viaje, pasaban nervios hasta que se ponía en contacto con ellos. ¿Les habrían avisado? ¿Les habrían comunicado su muerte? ¿Qué pasaría si fuera a visitar a su padrino?
Centró sus ojos azules en Gúnnr y se incorporó por completo.
—¡Estamos en Chicago! —Informó al grupo sin dejar de mirarla—. ¿Por qué nos has traído hasta aquí?
Gúnnr sacudió la cabeza con impotencia.
—Me haces preguntas que no sé contestarte. Sólo seguí el impulso de mi cuerpo. Seguí mi intuición.
—No. Esto no ha sido intuición —le contradijo él.
—No —convino ella—. Tienes razón. Es como un sexto sentido. No sé qué es ni por qué puedo percibir esto pero, Gabriel, Mjölnir está aquí. En algún lugar de esta ciudad. Lo puedo sentir.
Gabriel se levantó con Gúnnr en brazos la dejó en el suelo nuevamente. Pudo oír, gracias a su excelente sentido auditivo, el sonido de las botas de Gúnnr al tocar aquella arena tan blanca y especial. «Arena cantarina» la llamaban los americanos. La arena de las playas artificiales de Chicago tenía un alto contenido en cuarzo, y chirriaba cuando la pisabas.
Alzó la mirada y se encontró con uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, la impresionante Lake Point Tower. A pocos metros de donde ellos estaban, internándose en el agua, estaba el Navy Pier, que era una zona portuaria de ocio y llena de parques públicos. Con esos dos puntos de referencia tan a la vista, sabía que se encontraban al final de Ohio Street. Bien, desde allí él sabría cómo moverse.
Había pasado tres largo veranos allí y estaba muy familiarizado con la ciudad. Con doce años se recordaba a sí mismo saliendo de la casa de su tío, con una gorra roja en la cabeza, un balón, una toalla al cuello y corriendo Ohio Street en dirección a la playa. Su querido tío, alguien a quien él había querido muchísimo, vivía justo en esa calle. ¿Casualidades de la vida? ¿Acaso los dioses sabían eso?
Gúnnr creía que Mjölnir estaba ahí, y él ya no tenía que dudar de su palabra. La valkyria parecía tener una conexión especial con el martillo de Thor. La razón por la que eso era así, era algo que se le escapaba de los dedos, pero tarde o temprano lo averiguaría.
Se giró hacia ella:
—¿De verdad lo crees? ¿Puedes sentirlo? ¿Mjölnir te llama?
Gúnnr miró al cielo y tuvo una visión en la que los rayos descendían sobre la punta de los edificios más altos. Era como una orquesta sinfónica. Ahora iluminaba uno, luego otro… Y cada rayo sonaba distinto. Por supuesto que sabía que Mjölnir estaba allí. ¿Dónde? Tenía que averiguarlo. Pero ese tipo de electricidad y la furia desorbitada de la tormenta sólo podían atraerla algo muy poderoso, un tótem divino. Y el único tótem que podía atraer tormentas de tal magnitud era Mjölnir.
Gabriel observó a su valkyria. Gúnnr movió las orejas nerviosamente. Tenía las pestañas húmedas de la lluvia y todo el cuerpo lleno de arena. Todos estaban de la misma guisa, pero esas condiciones en ella le daban un aire inocente y pecaminoso a la vez. Gabriel apretó los dientes.
¿Cómo podría ser tan contradictoria? Le estaba girando el cerebro como a un pulpo. Por una parte la quería probar, sobre todo cuando le demostraba que era una fierecilla, pero por la otra, no quería usarla sin más, porque el lado dulce y frágil de Gúnnr podría salir dañado.
El sexo para él siempre había sido liberación y una forma de expresarse y de reclamar lo que no tenía en otros aspectos de su vida. Pero él sabía mejor que nadie que, en el momento en que Gúnnr conociera el verdadero poder que tenía como mujer, entonces los volvería a todos locos. Lo usaría en su beneficio. ¿Y qué pasaría? Que él se volvería un ansioso, por una sencilla razón: Le gustaban los desafíos y le encantaba que lo provocaran. Jugar con mujeres tímidas era una cosa. Jugar con guerreras era otra completamente diferente y a él le encantaban las segundas, porque se las podía llevar hasta el límite y siempre hacían que las victorias se saborearan más y mejor.
Gabriel no se engañaba. Era un hombre de fuertes apetitos y necesidades; era exigente, aunque su carácter y su extraversión dijeran lo contrario. Gúnnr se iba a asustar si, definitivamente, seguía con su empeño de seducirle de ese modo inconsciente, y, finalmente, despertaba a la bestia, un lado oscuro que sólo él conocía. Y a la chica le daría miedo porque a la bestia los sentimientos y el decoro le daban igual. Él era un guerrero. Un amigo. Un líder. Pero por encima de todo lo demás, era un hombre con instintos que siempre había mantenido bajo control.
De allí su fascinación por haber encontrado a alguien tan fuerte como Daanna. Ella sabría como domar al salvaje, cómo plantarle cara, porque ella era poderosa y no se amilanaba por nada ni por nadie.
«¿Y tú, Gunny? ¿Tú eres fuerte?», se preguntó sin dejar de mirarla.
—Sí, Gabriel —contestó ignorante a sus pensamientos. Ella había controlado cada emoción que surcaba el rostro de su Engel mientras la miraba—. Siento a Mjölnir.
Él asintió y la agarró de la mano, acercándola a su cuerpo. Había tomado una decisión irrevocable.
Tal como iban disfrazados, en medio de una tormenta eléctrica, llamarían demasiado la atención, y ellos debían pasar desapercibidos. Nunca se sabía qué ojos habían en las calles y si, por casualidad, vampiros, lobeznos y devoradores estuvieran esperándoles, tendrían informadores por todos lados.
—¿Quieres conocer a mi padrino? —Preguntó decidido.
—¿Tu padrino? No deberías entablar relaciones con los humanos, Gabriel —le dijo ella suavemente—. Se supone que has muerto.
—Él no lo sabe.
—¿Por qué? ¿Cómo no va a saber que has muerto?
—Porque mis padres no hablan con mi tío Jamie. Así que, en caso de que Aileen y Ruth les hubiesen informado sobre mi fallecimiento, Jamie nunca lo sabría, porque ellos nunca se lo dirían.
—¿Ah, no? ¿Por qué no? ¿Están enfadados con él?
Porque era muy difícil para un hombre machista y arrogante como había sido su padre entender que el hermano que tanto presumía, porque era ligón y hacía lo que quería con las mujeres, había resultado ser un homosexual defensor de los animales, miembro de Greenpeace y loco por la cocina de diseño. Eso no podía ser motivo de enfado nunca, pero para su padre si lo había sido. «El Sargento», así llamaba él a su progenitor, trató a su propio hermano de enfermo y leproso y le repudió por ello. Y ese rechazo hacia su tío, y el poco cariño que ya prodigaba Gabriel a su padre, acabó de alimentar el odio y el rencor que tenía hacia él. Por lo tanto, su padre y él tampoco se hablaban. Pero, por supuesto nadie sabía sobre ello. Ni siquiera las que se suponía que eran sus amigas. Gabriel solo hablaba de lo que quería y muchas veces disfrazaba su vulnerabilidad y sus problemas familiares con una falsa alegría. No quería aburrir a nadie con sus malos rollos. Tampoco aburriría ahora a Gúnnr.
—¿Por qué no, Gabriel? —Gúnnr tiró de él y le instó a que respondiera. Había visto un destello de dolor en sus profundos ojos azules y había sentido la necesidad de darle un beso y calmarlo. Quería que él hablara con ella.
—Por nada. No importa —se encogió de hombros—. ¿Quieres conocer a Jamie, sí o no? Es el único lugar al que podemos dirigirnos. Allí estaremos a salvo y podremos organizarnos. Necesitamos cambiarnos de ropa —echó un vistazo a la indumentaria negra y húmeda que todos llevaban—, no puedes moverte por Chicago con esas pintas. Mañana saldremos a buscar a Mjölnir. Pero antes necesito un ordenador, y en casa de Jamie seguro que hay uno que ya pueda trastear con tranquilidad.
Empezó a caminar hacia arriba, hasta salir de la playa. No había gente en las calles y el tráfico estaba poco concurrido debido a la tormenta eléctrica.
—¿Para qué quieres un ordenador? —Preguntó Bryn siguiendo los pasos acelerados del Engel.
—Internet, Generala. El mundo en tus manos sin moverte de casa. Es increíble —le explicó Gabriel echando a correr con una sonrisa de oreja a oreja.
Bien. En una ciudad que conocía, con medios que podría explotar y con dinero para poder pagar lo que le diera la gana, él era el rey y no había nadie que pudiera ganarle.
«Chicago, da la bienvenida al Engel».
Corriendo a una velocidad difícil de ver por el ojo humano, el Engel y su equipo ascendieron por Ohio Street. La tormenta seguía acometiendo los rascacielos sin remisión.
Pero no todo en Chicago, eran inmensas edificaciones. En esa misma calle había casas unifamiliares, plantas bajas, pequeños hogares que daban a entender que los más bajitos podían vivir en armonía con los más altos y no desmerecer por ello esa grandilocuencia de la windy city, la famosa ciudad del viento, sino, al contrario, la dotaban de encanto y accesibilidad.
Gabriel sintió un pellizco en el estomago cuando vislumbró la casa de su tío. Aun habiendo pasado tanto tiempo en el Valhall, seguía atesorando recuerdos de su vida en la Tierra, y el tiempo que pasó con su tío era, sin lugar a dudas, uno de sus recuerdos más dulces.
Los ocho guerreros se plantaron frente a la casa de piedra blanca, cercada por una valla negra. Tenía un pequeño jardín zen al frente con el césped pulcramente cortado y dos pequeños abetos en las esquinas que figuraban como guardianes del edificio. Unas escaleras de madera oscura ascendían hasta la puerta principal. La casa tenía tres plantas y una impresionante buhardilla. Y según recordaba Gabriel, era una casa muy grande. De amplias habitaciones y salones y techos altos. Conociendo a su tío, seguramente la habría remodelado.
Con mano temblorosa, apretó el timbre. Cuando era pequeño, Jamie tenía un cachorro de San Bernardo, Bobby se llamaba. Gabriel adoraba a ese perro. De hecho, la fascinación y el cariño que tenía por los animales le venían seguramente por parte de su tío. No se oyó ningún ladrido. Ni tampoco se veía ninguna luz encendida.
Gúnnr dio un paso al frente y se concentró en escuchar si en el interior de la casa había algún ruido.
—No hay nadie —dijo mirando a Gabriel.
—Entremos, entonces.
Saltaron la valla sin dificultad. Su tío seguiría guardando la llave de repuesto en aquel lugar especial. Se inclinó, palpó el segundo escalón de madera dando suaves golpes con los nudillos hasta que sonó hueco. ¡Bingo! Retiró la madera perfectamente cortada y tomó el juego de llaves.
—No creo que a tu tío le guste que entres en su casa como un ladrón —murmuró Gúnnr con cara de preocupación.
—¿Por qué no? —Preguntó Reso con cara de palo—. En Tracia, las casas acogían a toda la familia. Para eso estaban.
Gabriel introdujo la llave y palpó la pared para encender la luz. Rezó para que no hubiera ninguna alarma conectada y se alegró al no oír ninguna sirena.
—Los tiempos han cambiado, amigo —dijo Gabriel con sorna—. En la actualidad, a veces es mejor no meter familiares en casa o pueden llegar a echarte y cambiar el cerrojo. La humanidad está en crisis, ¿no os lo había dicho? Pasad —se echó a un lado y dejó que sus compañeros entraran y se cobijaran de la tormenta.
Gúnnr sonrió al oler el interior del hogar. Olía a limón y a vainilla… una mezcla dulce y afrodisíaca.
—Os voy a buscar algo de ropa —dijo Gabriel descalzándose—. No os mováis, no quiero ponerle la casa perdida de agua.
Todo estaba como lo recordaba. El salón de madera con sofás cómodos y acogedores, la chimenea de diseño, la cocina con la última tecnología, ideal para un hombre que adoraba el arte culinario como Jamie. Tenía una casa muy grande, con cinco habitaciones dobles todas con baño. Y un estudio aparte, en el ático. Ése había sido su refugio. Ahí había pasado las noches de verano, mirando al cielo y leyendo todos esos libros de mitología que, más tarde se convirtieron en su perdición.
Sonrió al ver fotos de su infancia en la pared del pasillo que daban a las habitaciones. En una foto estaban los dos: Gabriel apoyado en su inseparable balón de fútbol y Jamie pasándole el brazo por encima con una enorme sonrisa de satisfacción y orgullo en la cara.
Era una casa muy zen. De blancos y negros. Minimalista y a la vez llena de calidez. Rebuscó en el vestidor y encontró tejanos y camisetas de algodón tan anchas como los cuerpos de los guerreros. Jaime era alto y corpulento, siempre le había gustado cuidarse, y aquello era algo de lo que su padre se mofaba una vez supo sobre sus inclinaciones sexuales. Gabriel apretó los dientes y se obligó a alejar el resentimiento y la vergüenza ajena. Pedazo de cabrón era el Sargento.
Bajó las escaleras corriendo y les lanzó la ropa a cada uno. Para ellas había escogido camisas a cuadros que seguramente les llegarían hasta las rodillas —su tío medía metro noventa— y también unos calcetines gruesos y largos que les calentaran los pies.
Ellas se cambiaron en la cocina y ellos en el salón.
—Esto es una vergüenza —gruño Róta—. ¿Dónde se supone que vamos así? ¿Al bosque a cortar leña? —Se miró la camisa mientras se la remangaba hasta los codos y le daba un toque sexi ajustándosela en la espalda.
—Deja de marcar, Róta. Aquí no te va a ver nadie —Bryn se mofó de ella. Por alguna razón, Bryn siempre instigaba a Róta con una cosa u otra.
—Que no se fijen en ti, Generala, no quiere decir que no lo hagan en mí —sonrió desvergonzadamente y giró la cabeza en dirección a la ventana que daba a la calle y al jardín.
—Es tan creída —susurró Bryn poniendo los ojos en blanco—. ¿Esperas a alguien? No dejas de mirar la calle.
Róta la ignoró y se rodeó la cintura con las manos, como si necesitara calor. Ni a Gúnnr ni a Bryn les pasó por alto la actitud de la valkyria, pero tenían pendiente una larga conversación, así que esperarían el momento adecuado.
Las gemelas hablaban la una con la otra, comentando alguna jugada de la pasada noche. Sura hacía gestos con las caderas y Liba afirmaba enérgicamente con la cabeza mientras se apretaba los pechos.
—Por Freyja, estaba descontrolado —dijo Sura con ojos soñadores—. Esta noche iré a por más.
—¡Sí! —Exclamó Liba con una carcajada.
Las tres valkyrias las miraron de reojo y Gúnnr no evitó preguntar:
—¿De qué habláis?
—De sexo. Definitivamente de sexo —contestó Róta antes de que lo hiciera Liba—. Estas dos ya han catado a sus guerreros. Me voy a tapar los oídos y voy a ver si tirándome por la ventana de allí tengo algo de suerte de desnucarme y morirme en el acto por ser tan desgraciada.
Bryn no pudo evitar reírse. Cogió un cuchillo afilado del mármol de la cocina y se lo ofreció:
—Córtate las venas, puede que sea más rápido. Aunque ya sabes que solo puedes morir si te arrancan el corazón.
Róta bizqueó burlándose de la Generala. Alzó el puño y dijo:
—¡Himen entero para que te quiero! —Soltó melodramática.
Se oyó la carcajada de los tres hombres en el otro lado de la casa.
—Deja de escuchar reggeaton, Róta —sugirió Bryn abriendo los muebles de la cocina para husmearlo que había en ellos.
—¿Os acostasteis con Reso y Clemo? ¿A la vez? —pregunto Gúnnr muy interesada.
—¡No! ¡Por los dioses, Gúnnr! —Exclamó Sura con los ojos completamente rojos—. Somos gemelas pero no compartimos.
—Pero ya os han…
—¡Oh, sí! —Sura y Liba no paraban de reír y de lanzarse miradas cómplices—. Es… Es increíble. Te volverá loca marcar a Gabriel.
Gúnnr sintió que las mejillas le ardían. ¿Marcar a Gabriel? ¿Cómo?
Él ya le había dicho que sí que quería acostarse con ella. Si hubieran seguido besándose en la cuna, ¿qué habría pasado? Y si Gabriel tenía intención de tocarla y de ser el primero en todo, ¿cuándo lo haría?
Él le había dicho sólo sexo y amistad. Ella no podía jurar que sólo significaría eso para ella. Pero quería estar con él. Y si había una primera vez, Gabriel sería su elección. Era lo natural. Él era su einherjar y ella su valkyria.
Gabriel abrió las puertas correderas de la cocina y todas callaron y salivaron al verlo.
Gúnnr no tenía idea de que la ropa de los humanos quedara tan bien. Llevaba una camiseta negra ajustada en el pecho y en los bíceps, y unos tejanos anchos y bajos de cintura. Iba descalzo y cargaba con la ropa mojada de los guerreros. Tenía el pelo rubio largo y húmedo suelto y se le rizaba en las puntas.
Miró a Gúnnr, sonrió ladinamente y le guiño un ojo.
—Creo… Creo que acabo de correrme —murmuró Róta mirando a Gabriel de arriba abajo.
Gúnnr sintió que las alas le ardían y que los ojos cambiaban del color azabache natural al rojo deseo. Rojo deseo. ¿Había un color que se llamara así? Bien. Pues, desde ese momento, el rojo deseo sería para siempre el color de sus ojos cuando mirara a Gabriel.
Gabriel abrió la secadora que había en la pequeña habitación contigua y metió la ropa en ella. El pantalón se deslizó un poco por sus caderas marcando un culo estupendo con marca de «patrimonio de la humanidad».
Gúnnr tragó saliva y a Róta le entraron ganas de llorar.
—Creo que soy multiorgásmica —dijo con un gemido.
Gúnnr se giró y pellizcó con fuerza el brazo de Róta.
—¡Ouch! ¡¿Qué?! ¿Acaso es culpa mía? —Protestó ella.
—Dadme vuestra ropa —pidió él educadamente, ajeno a los comentarios por lo bajini de las valkyrias.
Róta se llevó las manos a los botones de la camisa que llevaba puesta y Bryn le dio un codazo.
—Ésa de ahí, valkyria —señaló la ropa negra que había en el suelo.
Róta se echo a reír y miró a Gúnnr de reojo. Se apostaba lo que fuera a que Gunny quería arrancarle los ojos. No encontraba otro modo de espolearla para que fuera a por él y lo reclamara de una vez por todas.
Gabriel dejó la ropa preparada para la siguiente tanda.
—Parece que se te da bien las cosas del hogar —murmuró Gúnnr con la cara roja.
—¿Bromeas? Sé poner una secadora porque sólo hay que darle a un botón. No me pidas nada más florecilla. Chicas, al salón, os he preparado algo mientras os cambiabais. Y no es una orgía, Róta.
—Aguafiestas —contestó la aludida.
Le guiñó el ojo a la del pelo rojo y se sintió bien cuando noto que Gúnnr cerraba los puños y temblaba ligeramente de los celos.
«Celos. ¿Quién se lo iba a decir?», se dijo Gabriel.
Se sentaron todos alrededor de la mesa de roble del salón. Enfrente, tenían dos pilas enormes de libros. Gabriel caminó alrededor de sus guerreros y al final se paró detrás de Gúnnr y apoyó las manos en el respaldo de su silla.
—No os podéis mover en esta realidad si no sabéis las cosas básicas de mi ex-mundo. En Chicago se habla inglés americano. Aquí tenéis un diccionario para que lo leáis y toméis las palabras básicas para que se desarrolle la xenoglosia. Tenéis un manual de conducción de moto y coche. Un libro de protocolo y otra de cocina. Un libro sobre aparatos de última generación y otro de hackeo informático. Y algunos más que podrían ser de vuestra utilidad.
Los einherjars y las valkyrias tenían mentes superdotadas. Del mismo modo que aprendían un idioma en pocos minutos, podían leer diccionarios y libros de más de mil páginas en apenas media hora. Puede que no tuvieran poderes como los vanirios, eran más físicos, como los de los berserkers, pero a cambio, Odín y Freyja les habían dado una funcionalidad cerebral hiperactiva y cien por cien productiva. Gúnnr le había explicado en una ocasión cual era su teoría al respecto:
—Los dioses son tan vanidosos y celosos de su poder que enviaron a vanirios y berserkers a la Tierra y les otorgaron particulares debilidades para que no se creyeran dioses. Creo que han hecho lo mismo en el Asgard. Si tienen a einherjars y a valkyrias conviviendo en su reino, no pueden ser ni más fuertes ni más poderosos que ellos. Por eso pusieron límites a nuestros poderes. Las valkyrias podemos jugar con los rayos en días de tormenta, pero no podemos convocar a las tormentas. Podemos lanzar descargas eléctricas con las manos, y somos muy rápidas y veloces en la lucha. Pero nuestras debilidades están expuestas. No somos extremadamente fuertes en el cuerpo a cuerpo, en cambio, tenemos una puntería única con el arco. Y vosotros sois fuertes en el cuerpo a cuerpo, veloces y con una visión nocturna espectacular, y sois incansables en la lucha. Pero no podéis volar ni tenéis poderes mentales. Somos máquinas de matar, hechas expresamente para la defensa o el ataque. Los dioses no lo querrían de otro modo, ¿no crees?
Gúnnr había dado en el clavo. ¿Cómo iban a rivalizar en poderes con los dioses? Ellos no eran tontos. ¿Qué pasaría si sus «hijos» se rebelaran alguna vez? En igualdad de condiciones podrían llegar a perder todo el respeto y el poder, y aquello no les interesaba.
Mientras recordaba esa conversación, observó a su valkyria.
Gúnnr era muy inteligente. Había subido los pies a la silla mientas se acariciaba el labio con un mechón de pelo, concentrada en su lectura.
Estaba repasando el diccionario. Lo dejó sobre la mesa una vez finalizado y se lanzó con ganas a por el libro de conducción. Ella lo miró por encima de las páginas y sonrió. Cuando Gúnnr sonreía no hacía falta mirarle a los labios. Sus ojos reían solos. Gabriel carraspeó y decidió alejarse del salón.
Subió las escaleras. Iría al refugio de su tío y se metería en Internet.
Él ya se había leído el libro de hackeo informático mientras Reso y Clemo se cambiaban. Era genial obtener tantos conocimientos de un plumazo y tenía muchas ideas sobre cómo utilizar lo que había aprendido.
Unas horas más tarde, ya había hecho algunas transacciones importantes a través de sus cuentas de fondo ilimitado. Había contactado personalmente con las personas idóneas y había realizado un montón de compras por Internet. Mañana sería un día muy largo.
Había pedido máxima puntualidad para los envíos urgentes que había contratado. Hizo crujir los nudillos mientras descargaba e imprimía un plano confidencial de túneles de Chicago en el ordenador Mac de su tío. Tenía el iTunes encendido y por los altavoces del ordenador escuchaba el Freaky like me de Madcon y Ameerah.
Mientras él trabajaba, los de abajo habían saqueado la biblioteca de su tío y se habían leído todos los libros de su colección.
Alguien había encendido la televisión de cincuenta pulgada que tenía en el salón, y las mujeres hablaban animadamente mientras veían a Oprah.
Reso y Clemo hacían guardia como si esperasen que en cualquier momento les atacaran.
Pero nada de eso iba a suceder. Él sabía que nadie les iba a atacar porque tenían el factor sorpresa de su parte. Gúnnr.
Nadie sabía que estaba ahí. ¿Cómo iban a imaginarlo? En todo caso, ellos eran los que podían indagar con la seguridad de que, por el momento, nadie les esperaba, nadie contaba con ellos.
Mjölnir tenía muchísimo poder. Si no lo habían utilizado todavía era porque esperaban la ocasión o el lugar idóneo para que el martillo impactara. Un solo impacto, uno, y las consecuencias serían devastadoras para la Tierra. La tormenta eléctrica arremetía con fuerza, y ellos tenían a su favor que Gúnnr era su pequeño y sorprenderte radar de Mjölnir.
Mjölnir atraía a las tormentas eléctricas, y también atraía a su valkyria.
Sin embargo, todavía no habían usado el martillo. ¿Por qué? ¿A qué esperaban?
De repente, un olor a bizcocho flotó hasta su nariz. Descansó la espalda en la silla ergonómica y disfrutó de la esencia de canela que flotaba en el ambiente. Su oído detectó unos pasos tímidos y elegantes que venían de las escaleras. Los pasos se detuvieron en la puerta. Unos nudillos golpearon con suavidad.
Gabriel sonrió. Gúnnr tenía mucha delicadeza para hacer las cosas.
—Entra florecilla.
La joven entró y miró alrededor. Llevaba en las manos un plato con una generosa porción de bizcocho espolvoreado con lágrimas de chocolate. Y en la mano llevaba un vaso enorme de limonada casera.
Él se incorporó y la estudió con interés.
—Te he preparado un plumcake —dijo con perfecto acento inglés—. ¿Te apetece?
—¿Lo has hecho tú? —Preguntó alzando las cejas con asombro.
—No te sorprendas, listillo. Nos has colado, muy inteligentemente por cierto —señaló dejando el plato y el vaso sobre el escritorio—, un libro de recetas de cocina. ¿Qué esperabas? Reso y Clemo han pasado de todo, pero nosotras no. Hemos dejado la nevera repleta de deliciosos platos y postres. Y tienes suerte de que no tengamos un ordenador a mano como tú, ni un coche ni nada por el estilo, sino, estaríamos haciendo todo tipo de maldades —la mirada de soslayo que le lanzó estaba llena de buen humor.
—Reso y Clemo están haciendo guardia.
—¿No te creerás eso, verdad? El tracio y el espartano están babeando por el Audi TT negro descapotable que hay enfrente. Están imaginándose cómo sería conducirlo. ¿Sabes que cocinar relaja mucho? Pues por lo visto, mirar coches también.
Él se echó a reír y se frotó la nuca con la mano.
Le das a un hombre un libro de conducción y se empalman mirando a un coche. Le das a una mujer un libro de cocina y van y te hacen un plumcake y una limonada. Principal diferencia entre hombres y mujeres: Las mujeres son productivas y los hombres viven de los sueños.
—¿Dónde está tu tío, Gabriel? Se va a llevar un susto de muerte cuando nos encuentre aquí —pasó el dedo por el escritorio y se quedó mirando la pantalla.
—He visto en la agenda de su ordenador que iba a buscar un animal de una protectora de Wisconsin. Tiene previsto llegar mañana.
—¿Le parecerá bien que le hayas trasteado el ordenador? —Gúnnr jugó con un lapicero del Fútbol Club Barcelona. Jaime era un gran seguidor.
—No pone nunca contraseñas a nada. Es muy confiado.
—¿Tu tío…? ¿Es una buena persona?
—De las mejores —asintió con la voz llena de cariño—. Se preocupa mucho por los animales y el medio ambiente.
—¿Y se preocupó… por ti?
—Siempre —hasta que el Sargento le destrozó.
—Tengo la sensación de que, antes de que murieras, ya hacía mucho tiempo que no lo veías. —No quería molestarle con sus suposiciones, pero necesitaba conversar con él. Gabriel parecía tenso, aunque nadie lo notara. Él no contestó, se quedó en silencio. Gúnnr lamentó que él no se abriera.
—¿Tienes ganas de verlo? —Le tocó el dobladillo de la parte inferior de su camiseta negra.
—Sí. —No iba a mentirle en eso—. Él siempre fue importante para mí.
—¿Y? —Esperó a que acabara la frase.
—Y tengo la sensación de que… De que le fallé, de que le decepcioné.
Ahí estaba. ¿Qué había pasado entre ellos? ¿Qué había pasado en la familia de Gabriel? ¿Quién era él antes de convertirse en Engel?
Anhelaba conocer todos los aspectos de la vida de ese hombre.
—¿Por qué? —Gúnnr apoyó el trasero en el escritorio, esperando que él se confiara de algún modo a ella. Que le expresara sus secretos, sus miedos, sus vergüenzas. Todo. Veía en sus ojos azules que él también lo necesitaba, pero una barrera invisible le impedía comunicarse como quería.
—No importa.
La punzada de decepción en el corazón de Gúnnr fue ligera, pero la sintió igual. No le presionaría. No lo haría nunca. Llevar a las personas al límite estaba mal. Gabriel hablaría con ella cuando lo quisiera, aunque ella deseara que lo hiciera ya.
—¿Sabes qué? —Dijo él cambiando de tema—. Sé cómo nos desplacemos en el espacio a través de la tormenta eléctrica. Sé lo que percibiste y lo que es el polvo dorado.
—¿De verdad? Cuéntamelo.
—Lo llaman antimateria. Por lo visto, las tormentas eléctricas crean haces de partículas antimateria sobre ellas. La antimateria es como una especie de agujero negro en el que no hay nada, no hay forma, no hay átomos de hidrogeno posibles, por tanto, no hay materia.
—¿Cómo la Nada de La historia Interminable? —preguntó ella—. Tu tío lo tiene en la librería. Me lo he leído mientras cocinaba —se encogió de hombros.
Él sonrió con dulzura.
—Sí. Es exactamente como eso. La materia y la antimateria se eliminan la una a la otra. Pero, al parecer, pueden convivir en nuestra dimensión, como en el caso de las tormentas eléctricas, y entonces, se crean las puertas dimensiónales, las cuales están constituidas por energía antimateria. Nosotros hemos viajado a través de ella —explicó pacientemente— y hemos ido a parar al portal antimateria que estaba abriéndose en Chicago con la llegada de Mjölnir y la consecuente tormenta eléctrica que él provoca. Podríamos haber ido a parar a cualquier otro sitio, Gunny, pero la antimateria de la tormenta de las Cuatro Esquinas se ha conectado de alguna manera con la de Chicago. ¿Y sabes qué creo?
Ella negó con la cabeza mientras bebía de la limonada de Gabriel.
—Creo que tu sexto sentido nos ha traído aquí porque tienes algún tipo de relación con el martillo de Thor —sus ojos inteligentes la repasaron de arriba abajo—. Creo que has hecho de nexo entre portales. Gracias a ti, todos hemos podido viajar a través del polvo dorado. Estas conectada a Mjölnir a niveles que ni siquiera entiendes.
—No. No lo entiendo —reconoció ella nerviosa—. Pero ¿me ayudará a descubrirlo? A mí tampoco me gusta no poder controlar las cosas.
Gabriel le quitó el vaso de las manos y colocó los labios sobre la marca de los labios que había dejado Gúnnr.
—Te ayudaré, Gunny.
Ella miró a su alrededor, mejor eso que quedarse embobada con la boca del guerrero. Se asombró por la cantidad de libros que también había en ese estudio.
—Dioses, me muero por leerlos todos, ¿sabes?
—Adelante. La lectura es conocimiento —la invitó a que curioseara todo lo que quisiera.
—Tantra —dijo en voz alta.
Gabriel se levantó masticando un trozo del delicioso plumcake, y le quitó el libro de la mano.
—Éjoreno.
Ella frunció el ceño.
—Trágate lo que tienes en la boca, marrano. No he entendido ni una palabra.
Gabriel se moría de la risa. Le había dado un libro de protocolo a la señorita Rottenmeier. Engulló y puso el libro en alto.
—Este mejor no —repitió vocalizando correctamente—. No puedes leer esto.
—No me digas lo que puedo o no puedo hacer.
—Es una orden.
Gúnnr se quedó muy quieta y levantó una ceja.
—Eso no te va a funcionar siempre, Engel. Además, solamente hace falta que le digas a una valkyria que no puede hacer algo para que se muera de ganas de hacerlo. —Se cruzó de brazos y se enfurruñó como una niña pequeña—. Es ridículo.
—Es el placer del desafío, Gunny. A la gente le gusta que le pongan las cosas difíciles.
—Ya. Tienes suerte de que sea más bajita que tú. Relájate, no lo voy a leer.
Gabriel asintió. Dejó el libro en la parte de arriba de la estantería blanca y mordió el plumcake de nuevo para luego dar un sorbo a la limonada.
—Está todo muy rico, florecilla. Muchas gracias.
Ella levantó la barbilla con orgullo mientras repasaba con el dedo los títulos de la librería.
—De nada. La porra de mi novio —murmuró en voz más baja tomando el libro mencionado.
Gabriel abrió los ojos. ¡Coño! ¿Es que ahí no había ni un libro decente? ¿Su tío era un pervertido? Se levantó y cubrió la estantería con su cuerpo, abriendo los brazos.
—Mira, ¿sabes qué? He cambiado de opinión. No leas. Sé una ignorante toda tu vida.
Ella puso las manos en sus caderas y achicó sus ojos.
—Estás paranoico.
—Déjame recomendarte un libro, ¿vale? Pero lo elijo yo.
—¿Por qué?
—Porque he visto por aquí unos libros que les encantan a mis amigas. Déjame ver —se giró y movió los libros con las manos—. Aquí. Mira éste.
Gúnnr tomó el libro y por poco vomita al ver la portada.
—Es una portada feísima.
—Es un libro romántico. Habla de amor —mejor ése que no el Tantra o La porra de mi novio—. Estos libros le gustan mucho a Aileen, y ella fue quien convenció a Ruth para que los leyera. Cuando morí, ellas ya eran lectoras compulsivas del género.
A Gúnnr se le iluminaron los ojos y fijó sus ojos azabaches en los de él.
—¿Quieres que lea un libro que habla de amor y no lea los otros que, segurísimo, hablan de sexo? —preguntó inocentemente.
Gabriel se rindió y bajó los hombros.
—Joder, florecilla. A veces me dejas sin argumentos.
Ella se mordió el labio para ocultar su sonrisa, pero se le marcaron los hoyuelos de las mejillas.
—Está bien, Engel. Leeré esta cursilada para ver cuáles son los gustos de tus amigas. Pero espero no desperdiciar mi tiempo con ellos. ¿Alguna vez has leído uno?
—No, por favor. Todos son iguales —hizo un gesto despectivo con la mano—. Hablan de enamoramientos, besitos, príncipes que ya no existen y esas chorradas.
—¿De veras? —La valkyria miraba el libro sin ánimo—. No eres buen vendedor. Pero cuando lo acabe te diré lo que me ha parecido. ¿No necesitas que te eche una mano aquí?
—No, gracias.
—Si quieres me puedo quedar a hacerte compañía —insistió con el pomo de la puerta en la mano, y una expresión esperanzada en la cara.
Joder. No. Esa chica tenía que irse de aquella habitación porque él, simple y llanamente, se estaba muriendo de ganas de tocarla. Desde que se habían besado en su cuna, su cuerpo era como una especie de imán para él. Sintió su angustia ante ese pensamiento.
La valkyria lo miraba con esos ojos enormes llenos de inocencia y provocación, vestida únicamente con aquella camisa de leñador con la que parecía sentirse tan cómoda… No llevaba ni braguitas ni sostenes.
«¡Mierda! No pienses en eso… ¡Déjala que se vaya!».
—Gracias, Gunny. Pero no hace falta que me ayudes.
Gúnnr se mordió el labio inferior y sus ojos oscuros se fundieron llenos de decepción. Cerró la puerta con suavidad, dejándole solo con sus secretos.