Capítulo 4

Iban a descender.

Bajar del Valhall al Midgard, del paraíso a la Tierra. La sensación era extraña, no porque él no quisiera volver, sino porque, esta vez, él regresaba como alguien diferente. Como humano había sido un don nadie. Sí, había sido un tipo listo y resultón, que caía bien y al que las chicas adoptaban rápidamente como peluche oficial. Entonces él era inofensivo. Pero ahora… Ahora todo había cambiado. Miró su American Express Black. Los dioses les habían facilitado una a cada uno.

—Os hacemos bajar en parejas porque no sobreviviríais el uno sin el otro. Si os hieren, tenéis la cura al lado —explicó Freyja asomándose al abismo—. Abajo disponéis de cuentas bancarias a vuestro nombre y podéis usarlas según vuestras necesidades. El dinero es indispensable para moverse con libertad en la Tierra, su sociedad se ha creado así, y vosotros no tenéis los poderes mentales de los vanirios como para obtener dinero gratuitamente. Es lo justo, ¿no?

Gabriel y sus einherjars y valkyrias se hallaban en el Valaskalf, en el palacio de Odín. Todos rodeaban el trono del dios, Hildskálf, a través del cual Odín podía ver que sucedía en todos los mundos.

Con Gabriel bajaban Reso y Clemo, dos einherjars que eran las manos derechas de Gabriel, y también sus parejas valkyrias, las gemelas Liba y Sura. Y además de Gúnnr, bajaban Bryn y Róta, que eran las únicas que descendían sin pareja, y nadie, excepto ellas, sabían por qué lo hacían. «Los mejores», había dicho Odín.

Un remolino de truenos y relámpagos empezó a formarse a sus pies. Odín se colocó detrás de Gabriel y le dijo:

—Llegó vuestro turno, Engel. Nuestros tótems quedan bajo tu responsabilidad. Sé que, aunque cueste, los hallarás.

Gabriel miró a su dios y asintió solemne.

—¿Cuánto tiempo ha pasado en el Midgard, Alfather?

—Poco más de tres semanas desde que falleciste —contestó Odín acariciándose la barba y mirando con seriedad el remolino.

¡¿Poco más de tres semanas?! No era nada. La línea de tiempo en el Asgard, era completamente distinta a la de la Tierra. Poco más de un año en el Asgard, suponía tres semanas en la Tierra. Caray…

Si cumplía su objetivo, iría rápidamente a ponerse en contacto con Ruth y Aileen, se llevarían un susto de muerte al verlo, pero él necesitaba abrazarlas otra vez, decirles que ellas fueron lo único que realmente valió la pena en su vida como humano. Bueno, ellas y Daanna.

—Si estás pensando en contactar a tu gente, Gabriel, abstente de ello —sugirió el dios.

—¿Por qué razón? —Él necesitaba ir a verlos.

—Porque no puedes mover el destino a tu antojo. Si tiene que ser será. No fuerces las cosas, serán ellos quienes te encuentren, no tú a ellos. Así debe de ser. ¿Queda claro? —los ojos del dios se tornaron completamente negros.

—Por supuesto, Alfather —aunque le frustraba no poder contactar con sus amigos, siempre había una razón para ello. Así que esperaría a que el destino les uniera de nuevo. Si ésas eran las normas, se debían cumplir. Ya había comprendido que estos dioses no decían las cosas por puro capricho.

—El martillo —dijo Thor acercándose a ellos— atrae a las tormentas. Las valkyrias —miró a Gúnnr, que estaba colocándose bien los protectores metálicos de los antebrazos y los guantes negros— se comunican con los truenos. Los pueden convocar y pueden viajar a través de ellos. Tenéis que trabajar con los einherjars y ayudarlos. Ellos no pueden volar, de momento —sonrió con intriga.

—Lo haremos —aseveró Bryn buscando su sitio frente a sus hermanas.

Tenía la cara roja y los ojos un poco hinchados, como si hubiera estado llorando.

Gabriel frunció el ceño y enseguida quiso saber qué la había afectado de ese modo. Bryn nunca lloraba. Jamás.

Gúnnr se colocó al lado de su hermana y, por lo que Gabriel pudo percibir, le estaba transmitiendo ánimo y apoyo.

—Estamos a la disposición de nuestro einherjars —dijo la Generala mirando a su líder.

—Y nosotros a la vuestra —aseguró Gabriel.

Bueno, al menos tendrían facilidades, pensó Gabriel. Miró a Gúnnr de reojo y ésta enseguida percibió su mirada y lo miró a su vez.

—Las tormentas eléctricas os dirán dónde ha estado o está el martillo —dijo Thor cruzándose de brazos y mirando a Gúnnr de arriba a abajo—. Serán mucho más fuertes de lo habitual. Y puede que si sois listos, adivinéis con antelación cuál será el siguiente movimiento y hacia dónde se dirige Mjölnir.

—De momento, la tormenta está en las montañas rocosas de colorado. El martillo puede que esté ahí todavía —anotó Odín.

—Al oeste de los Estados Unidos —añadió Gabriel. Adoraba la geografía y se sabía todos los países y capitales del mundo.

—¿Conoces la zona, Engel? —pregunto Gúnnr levantando una ceja.

Gabriel se quedó mirando a Gúnnr.

—No he ido nunca como humano —explicó él—. Pero sé que es una zona muy árida.

—No ahora. Empieza a llover y la tormenta está en su máximo apogeo —dijo Odín apresurándolos—. Bajad, nadie os verá con los relámpagos. Ya sabéis quiénes son vuestros enemigos: vampiros, lobeznos, Newcientists…

—Loki —apuntilló Freyja.

—Aquéllos que se han llevado los tótems no serán tan tontos como para no cubrirse bien las espaldas. Saben que iremos tras ellos —dijo Gabriel—. Puede que se hayan reforzado.

—Seguro. No obstante, sólo vosotros sabréis realmente contra qué o quién os enfrentáis. Gúnnr —miró por encima del hombro a la joven valkyria—, no lo dejes ni por un momento, tú eres su cura, su salvación.

Gúnnr asintió con las mejillas rojas. No era su salvación, pero sí que iba a ser una buena compañera de guerra.

Gabriel levantó la palma de la mano y esperó a que su amiga «cabreada» enlazara sus dedos con los de él.

La valkyria se revisó las bue negras y rojas, y antes de tomar la mano de Gabriel, miró por última vez a Freyja. La diosa sonrió y agitó la mano en señal de despedida.

—Recuerda lo que te dije —le deletreó Freyja con los labios.

Gúnnr tragó saliva y asintió. Miró la mano de Gabriel durante unos segundos que parecieron interminables y posó sus dedos sobre la palma de la mano inmensa de su guerrero, morena y curtida en comparación a la suya, pequeña y pálida. Gabriel cerró la mano y llenó su piel y su corazón de calor y estremecimientos. Gúnnr cerró los ojos con fuerza, pues sabía que se estaban poniendo rojos de nuevo. Se relajó y cuando los abrió le dijo:

—¿Te encomiendas a mí, Engel?

—Nadie mejor que tú, Gúnnr —le sonrió con dulzura.

La valkyria se abstuvo de ponerle los ojos en blanco. Era un zalamero. Pero su actitud serviría para relajar las cosas entre los dos. Tendrían que hablar de lo sucedido, pero, más tarde, si el tiempo en el Midgard acompañaba.

Ella entrelazó sus dedos con los de él y miró al abismo.

—Somos los primeros en saltar. No me sueltes.

—Te prometo que no lo haré —le dijo él agachando la cabeza para mirarla entre sus largas pestañas—. No tienes que temer nada, florecilla.

El túnel había creado un campo energético alrededor, y movía la larga melena de Gúnnr de un lado a otro. Miles de rayos blancos lo recorrían e iluminaban intermitentemente los rostros de ambos.

—No temo por mi, einherjar —sonrió ladinamente—. Si te sueltas, te electrocutarás y te desvanecerás como si fueras polvo. Yo soy hija de los truenos —levantó la barbilla con soberbia—, tú no.

Y dicho esto, saltó al vacío llevándose a un sorprendido Gabriel con ella.

En la mitología cristiana, se habla de un grupo de ángeles que, por haberse rebelado contra Dios, fueron exiliados y expulsados del cielo. Estos ángeles cayeron en avalancha a la Tierra y se dedicaron a manipular al ser humano, porque eran más poderosos que ellos y no entendían por qué Dios los tenía en tan alta estima. Hoy, eran los demonios de los que hablaba la Iglesia.

Gabriel meditaba sobre esta historia, agarrado a la mano de Gúnnr, bajaba al mundo que una vez lo había acogido, y que no lo había tratado bien.

La historia cristiana no era distinta de lo que Odín había hecho con Loki. ¿Mera casualidad?

¿Qué diferencia había entre esos ángeles y ellos? ¿Y si el descenso de los caídos era algo muy parecido a lo que hacían ellos ahora, sólo que en el bando contrario? Ellos venían a castigar a aquéllos que habían robado los tótems de los dioses. Y querían proteger al ser humano de su increíble poder, y de lo dañino que podría ser en manos del mal.

Gúnnr le apretó la mano con fuerza mientras con la otra se sostenía a un rayo iridiscente como si de una inofensiva enredadera se tratase. Tenía el gesto serio y miraba con atención aquello que se divisaba bajo sus pies.

No podían hablar. El ruido de los chasquidos eléctricos era ensordecedor.

—¡Estamos llegando! —gritó Gúnnr.

Gabriel hizo negaciones con la cabeza, señalo hacia abajo, al final del túnel.

¿Era tierra lo que se vislumbraba al término del tubo?

Poco a poco descendieron a tierra firme.

Cuando Gabriel tocó con la punta de sus botas de motero el suelo húmedo del desierto del colorado, las emociones se aglomeraron en su interior. Cerró los ojos y llenó sus pulmones de aire. El aire olía a quemado y lluvia. Estaban en medio de una increíble tormenta eléctrica. Los relámpagos y los rayos caían con fuerza sobre los charcos del terreno.

—¿Dónde estamos? —preguntó a Gúnnr mirando el horizonte desértico, achicando sus ojos.

—No te sueltes, Gabriel. Soy tu pararrayos —señaló con el dedo hacia arriba—. Los relámpagos te achicharrarán antes de tiempo. Mientras estés en contacto conmigo no te alcanzarán, en todo caso, me alcanzarán a mí, y no me hacen daño.

Él movió la cabeza afirmativamente. Ambos chorreaban de arriba abajo, la lluvia caía incesante. Gúnnr no le parecía tan inofensiva cuando estaba en contacto con los truenos. Parecía una guerrera.

—Puedes tocar los rayos y deslizarte por ellos. Tenía entendido que no sabías hacer nada de lo que hacían las valkyrias.

—No soy una inepta —se quejó ella fulminándolo con los ojos.

Gabriel alzó abruptamente la mano derecha para defenderse de su mirada acusadora.

—Lo siento. No quería insinuar eso. Es sólo que me ha sorprendido.

Gúnnr se relajó.

—Puedo convocar a los rayos mientras haya una tormenta sobre mi cabeza, y puedo deslizarme a través de ellos. Lo que no sé hacer es convocar un rayo en un cielo despejado, ni tampoco sé lanzarlos a través de las palmas de mis manos… Las demás sí pueden. Yo no —reconoció con humildad.

¿Por qué no? ¿Por qué Gúnnr no podía? ¿Y por qué tenía que ser tan sincera y tan honesta? Otras valkyrias mentirían para no mostrar nunca los puntos débiles. Gúnnr debería aprender a hacerlo.

—De acuerdo, florecilla. Entendido.

—No me llamo así —le dijo entre dientes.

—¿Por qué no? —preguntó él extrañado, pasándose los dedos por el pelo mojado—. ¿Sigues enfadada conmigo?

—¿Tú qué crees? —arqueó las cejas y lo miró por debajo de las pestañas.

Las valkyrias y los einherjars llegaban uno tras otro. Tenía a un equipo de grandes guerreros, elegidos todos por Odín por su valentía, su fuerza y su pundonor. Un tracio y un espartano que eran muy agresivos, y cinco valkyrias de las cuales, tres de ellas lo odiaban. Róta, Bryn y Gúnnr juntas. Dios, iba a ser un suplicio.

Gabriel conocía a sus dos guerreros, y se llevaba muy bien con ellos. Aunque lo cierto era que la mentalidad que Reso y Clemo tenían, seguía siendo muy retrógrada en comparación a la suya. Ambos seguían siendo guerreros en cuerpo y alma, vivían por y para la espada, eran muy poco emocionales y eran muy salvajes. Primitivos. En el Valhall no habían aprendido mucho, puesto que hacían lo mismo que cuando eran humanos; vivían para la lucha, las valkyrias calmaban su libido y bebían hidromiel hasta casi quedar inconscientes. Seguían siendo unos animales. Pero eran unos animales simpáticos.

En cambio, él no era así. Él era un ser extraño para todos. El Engel marcaba un antes y un después en los einherjars. Era un hombre del siglo veintiuno, más evolucionado. Y mientras él se esforzaba en aprender la mentalidad de sus guerreros para explotar sus virtudes, ellos seguían en sus trece, tan cuadriculados y toscos como lo habían sido antes de que el dios Aesir los reclamara.

Róta y Bryn descendieron del túnel y llegaron juntas. Ellas no tenían einherjars, aunque por lo visto, aquello no era del todo cierto.

Gúnnr sonrió al mirarlas y decidió que más tarde las interrogaría.

Cuando todos hubieron aterrizado, Gabriel alzó la mano que tenía libre y se giró para hablarles. Él era el líder. Era el estratega del Valhall. ¿Qué debían hacer ahora?

La estrategia era, en realidad, la pericia para dirigir y solucionar un asunto. No tenía ni idea de dónde estaban. No había rastro de tótems, y no había tampoco rastro de enemigos a la vista. Estaban en un puto desierto de roca rojiza y flora verde y escasa, rodeados de una imponente tormenta eléctrica, sin techo y sin lugar para poder, como mínimo, detenerse y pensar en cómo debían proceder. Cuando se encontraba en esas situaciones siempre pensaba en «El arte de la Guerra» de Sun Tzu. «El general debe estar seguro de poder explotar la situación en su provecho, según lo exijan las circunstancias. No está vinculado a procedimientos determinados».

—Debemos buscar un lugar en el que poder establecernos. El martillo ha estado aquí y puede que todavía esté en algún lugar cerca. No hay enemigos a la vista, hemos caído en una ubicación vacía, pero aun así estamos muy expuestos. Así que cobijémonos y meditemos nuestros pasos.

—Como digas, Engel —asintió Bryn. La rubia valkyria centró la vista en una esplanada rocosa un tanto elevada que había a unos veinte kilómetros de donde se encontraban—. Estamos en campo descubierto. ¿Y si vamos allí? Parece que hay cuevas.

Gabriel se giró con Gúnnr de la mano y clavó su mirada azul en el lugar que indicaba Bryn. Era una meseta, toda de roca árida en la que, al parecer, se distinguían orificios de distintos tamaños. Sí, allí se podrían resguardar del clima extremo, aunque la verdad era que las valkyrias estaban encantadas con aquella situación. Gúnnr no hacía más que alzar el rostro y abrir la boca para beber agua de lluvia, y lo hacía con una gran sonrisa infantil. Gabriel se la imaginó con unas botas de agua amarillas, saltando de charco en charco y riéndose de todos. Adorable.

—¿Otra vez? —Le dijo Gúnnr de reojo.

—¿Otra vez qué?

—Me miras así… Raro.

Gabriel se echó a reír y tiró de ella para pegarla a su cuerpo.

—¿Podéis llegar hasta allí a través de los relámpagos, valkyrias? —Preguntó desafiando a sus compañeras y en especial a su amiga Gúnnr.

La valkyria se dio por aludida y levantó una ceja despectiva.

—Por supuesto que os podemos llevar —dijo Róta.

—Yo Tarzán, tú Jane —murmuró Gúnnr picándolo, contenta de poder demostrarle a su einherjar que aunque no tenía todos los dones que tenían sus hermanas, sí que podía trasladarlo mientras hubiera tormenta—. Agárrate bien fuerte —alzó una mano y exclamó—. ¡Asynjur[9]!

Un rayo obediente se enrolló en la muñeca de Gúnnr. Todas las valkyrias copiaron el grito de guerra.

—¡Asynjur!

—¡Asynjur!

Gabriel alzó a Gúnnr por la cintura y la rodeó con sus fuertes brazos. A ella le temblaron las orejas pero, aunque se sonrojó, no quiso mirarlo a los ojos.

Él sintió que algo chispeaba en su interior. «Serán los truenos», pensó.

Todos se alzaron y las valkyrias agarraron los rayos como si fueran ramas. Y así, de rayo en rayo, se desplazaron a gran velocidad, hasta aquella extraña meseta que oteaban en el horizonte.

En apenas sesenta segundos llegaron a la meseta; no obstante, lo que creían que eran cuevas, era, para estupefacción de todos, una especie de poblado construido en la propia roca, en la cima de aquel lugar.

¿Era un pueblo abandonado? Nadie se asomaba a las ventanas. Las puertas estaban cerradas. Los relámpagos iluminaban el lugar y los cielos estaban tan tapados que no sabían si era de día o de noche. Enormes charcos salpicaban el suelo de aquel poblado.

En la diminuta plaza central había unos veinte espantapájaros con extrañas y grandes máscaras en la cabeza. Las máscaras eran horrendas, algunas representaban halcones, otras tigres, lobos… Ninguna era humana.

—Hay gente aquí dentro —susurró Gúnnr—. ¿Les oyes?

Gabriel se llevó el dedo índice a los labios y asintió. Sí que les oía. Eran humanos. ¿Quiénes vivían en esas condiciones? ¿Les darían cobijo?

De repente, se oyó un berrido infantil. Venía del interior de una de las casas de piedra.

—¿Qué es eso? —preguntó Róta tapándose los oídos disgustada—. Parece un grito de valkyria.

—Es un bebé —contestó Gabriel—. Quedaos aquí, voy a llamar a una de las puertas. Si nos ven aparecer en tromba se asustarán.

Gabriel soltó la mano de Gúnnr.

—Voy contigo —le dijo ella mirando al cielo.

Los dos juntos se plantaron ante una de las puertas de madera.

Gúnnr picó la puerta.

—¿En qué idioma hablo? —preguntó Gúnnr algo insegura.

Gabriel frunció el ceño. ¿En inglés? Él, como guerrero einherjar que era, había sido tocado con el don de la xenoglosia. Todas las valkyrias y los einherjars lo tenían, así que podían hablar cualquier idioma inventado con tan sólo oírlo. Estando en las Rocosas, ¿qué se hablaría?, ¿el español o el inglés?

—¿Hola? —dijo Gúnnr en español, forzando la puerta—. ¿Hello?

Nadie contestó. Gúnnr miró a Gabriel con preocupación.

—Están ahí dentro. ¿Por qué no abren?

—Están asustados. —Echó un vistazo a los espantapájaros que habían en el centro de aquel poblado—. Han colocado esos muñecos para espantar algo que les daba miedo. Sea lo que sea lo quieren lejos de sus tierras.

La puerta se abrió acompañada de un rugido de un humano desesperado. El hombre era menos alto que Gabriel pero más que Gúnnr. Parecía un indio. Tenía el pelo largo y liso, del color del carbón. Imitaba gruñidos de animales con la boca, y tenía una lanza muy afilada en las manos. Llevaba poca ropa: Sólo unos pantalones de pana marrones y unas botas. Tenía las mejillas pintadas con dos líneas rojas y negras, y un collar de plumas de colores en el cuello. Con un paso adelante se cernió sobre el cuerpo de Gabriel y éste tomó la lanza con una mano y la partió. El hombre entonces se cuadró orgulloso y esperó, con una templanza estremecedora, a que Gabriel le golpeara, seguro de que iba a morir, y aceptándolo sin temor.

Gúnnr sonrió y le dijo con voz dulce, negando con la cabeza y levantando la mano en señal de paz:

—No te va a atacar.

El chico la miró a los ojos y se quedó mudo, abducido con los ojos de la valkyria. El indio levantó la mano y le acarició el pelo, como si su mano tuviese vida propia.

Gabriel achicó los ojos. ¿Qué estaba haciendo ese tipo? Le agarró de la muñeca y le dijo:

—No toques amigo.

—¿Qué haces? —preguntó Gúnnr extrañada.

Gabriel le iba a contestar, sorprendido también por su gesto, cuando una voz que provenía del interior de la choza dijo:

—Pam taaga lolma[10].

La voz de un anciano.

Gúnnr y Gabriel repitieron las palabras mentalmente. La xenoglosia haría el resto.

Pam kiy ep’e[11] —dijo de nuevo aquel hombre misterioso, oculto por las sombras y la poca luz del lugar—. Pam oohtanige ooviy pitu[12].

El don desglosaba las palabras, su etimología, les ayudaba a encontrar el sujeto y el predicado, el tiempo verbal y su traducción inmediata.

Pam itamuy hablayy anigat[13]… Por qué ha venido.

¡Voilá!, pensó Gabriel. Cuando entendió lo que estaban diciendo, se animó a hablar en su mismo idioma. Un idioma muy, muy antiguo.

—Estamos encantados de estar aquí.

El indio joven desencajó la mandíbula y miró a Gabriel como si fuera un extraterrestre. Gúnnr sintió simpatía inmediata por el joven y se echó a reír.

—Necesitamos cobijo. La tormenta nos ha pillado por sorpresa y requerimos un techo. —Dijo Gúnnr con suavidad en su mismo idioma.

Sus recelos se calmaron al oír la voz de Gúnnr, pero aun así no se fiaba de Gabriel.

—¿De dónde habéis salido? —preguntó el joven sin dejarlos entrar todavía.

—Chosobi, ¿dónde está tu hospitalidad? —le dijo el anciano—. Los Hopi nunca fuimos ariscos.

«Joder. Coño», pensó Gabriel.

—¿Hopi? —dijo Gúnnr sin comprender.

El anciano resultó ser un indio Hopi de pelo blanco y liso que a Gabriel le recordaba a Tyra, una de las sacerdotisas de la Black Country. Todo él tenía un halo de misticismo a su alrededor y era el más anciano de la meseta, el único de ojos azules y claros. Una rareza entre los miembros de su tribu.

Cuando les dejaron cobijarse de la lluvia, fueron el objeto de cientos de ojos, todos negros. Todos indios.

Los hombres miraban a las valkyrias con mucho interés. La verdad es que las hijas de Freyja eran despampanantes y llevaban todas esas ropas elásticas tan ajustadas que no ocultaban ninguna de las formas de sus cuerpos.

Por su parte, las mujeres Hopi sonreían a los hombres einherjars, no con deseo, sino más bien como si se estuvieran pitorreando de ellos.

Los einherjars se miraban sus ropas, también muy espectaculares comparadas con la de los miembros de aquella tribu. ¿De qué se reían?

Gabriel se echó a reír al ver cómo Reso y Clemo cubrían con sus cuerpos a sus respectivas valkyrias. Eran muy posesivos. Qué extraño…

¿Qué era lo que hacía que el hombre creyera que una mujer era de su propiedad? ¿Qué instinto salvaje estimulaba aquel dogma? Cuando, siendo humano, había llegado a la Black Country y había conocido el mundo de los vanirios y los berserkers, no podía creer que alguien pudiera reclamar a una mujer de un modo tan posesivo y dominante como habían hecho Caleb y Adam con sus amigas Aileen y Ruth. Él los había tachado de machistas y arrogantes y de muy anticuados. Las mujeres eran libres, igual que los hombres. Nadie tenía a nadie. Nadie era de nadie. Nadie pertenecía a nadie. Adam y Caleb eran hombres que tenían siglos de edad, podía entender que en su mente cavernícola todavía creyeran que el hombre podía cargarse al hombro a una chica y reclamarla al estilo highlander: «Esto quiero. Esto es mío. Esto tendré». Como Reso y Clemo, sus dos compañeros de guerra. Reso era un tracio carpiano y Clemo era un espartano. Sus mujeres eran suyas. Estaban protegiendo a sus valkyrias con todo el cuerpo, marcando el territorio, y estaba convencido de que a Reso, que era el más mandón de los dos, le estaba saliendo una úlcera al ver tantos ojos masculinos clavados en el espectacular culo de su chica. Y su valkyria, Sura, estaba más que encantada con aquella muestra de posesividad.

Buscó a Gúnnr con los ojos. La valkyria era confiada y dulce por naturaleza. No se percataba de las miradas que le prodigaban. No era consciente de lo que movía a su alrededor. Róta, Bryn y las demás valkyrias, Róta sobretodo, eran coquetas y usaban su sensualidad para sus propósitos personales. Bryn estaba apoyada en la puerta, observando cómo los rayos caían sobre la Tierra, ejecutando su particular baile de poderío. Róta sonreía y miraba con soberbia a todos los que osaban mirarla. Pero Gúnnr no. Gúnnr no se serviría jamás de su belleza. Ella obviaba ese detalle. Como si ella misma no se diera cuenta de lo bonita que era.

Daanna también era preciosa, pero ella controlaba su cuerpo y su feminidad y la utilizaba como barrera, a veces, y como imán, otras más. Era un arma de mujer y sabía jugar con ello.

Pero Gunny no sabía hacerlo. Y eso era más peligroso porque era como un conejito para los lobos.

Ahora la valkyria estaba hablando con Chosobi, que la miraba como si fuera una diosa. Bueno, es que Gúnnr era una diosa, una diosa menor que venía de los cielos al fin y al cabo. Seguramente, el joven «pájaro azul», eso era lo que Chosobi significaba, ni siquiera podía imaginar con quién estaba hablando. Y a Gabriel no le gustaba cómo miraba a Gúnnr. ¿Qué se creía? ¿Qué tenía alguna posibilidad con la valkyria? Lo tenía claro…

Gabriel estaba sentado sobre una silla de madera. Una mujer Hopi le ofreció maíz, y él lo tomó sin apartar los ojos de Gúnnr. Tenía a una valkyria. Era impresionante lo fácil que se había amoldado a aquella situación, lo normal que le había parecido todo. Ella le había hecho sentirse inmediatamente a gusto, y habían desarrollado un vínculo, algo que él nunca había tenido con nadie, no de ese modo. Pero era un vínculo forzado, de necesidad, y aun así, le encantaba que fuera ella quien cuidara de él.

Iban a pasar muchos días juntos en la Tierra hasta que encontraran los objetos, más valía que cuidara de ella o Gúnnr iba a meterse en muchos líos sin comerlo ni beberlo.

El anciano Hopi no le quitaba la vista de encima. Gabriel podía sentir sus claros ojos centrados en él, hasta que el hombre le indicó que se sentara a su lado. Él obedeció. Cuando era humano había oído hablar sobre los indios Hopi, pero nunca había visto a uno. Ahora, podía hablar con ellos.

Fascinante.

—¿Qué os ha traído a estas tierras? —le dijo el anciano para llamar su atención.

—¿La curiosidad? —replicó Gabriel.

—¿Curiosidad por… encontrar algo? —dijo el anciano con voz rasposa. Los ojos azules del indio veían mucho más de lo que parecía—. Los curiosos son grandes emprendedores y visionarios. ¿Tú eres del tipo que escucha detrás de la puerta o de los que descubren América?

Gabriel sonrió interiormente. «Vaya con el viejo… Si supiera que por culpa de mi curiosidad Gúnnr y yo estamos un tanto distanciados… Joder, hubiera preferido no saber que Gúnnr tenía sentimientos hacia mí. Esto lo ha cambiado todo».

—No sé qué tipo de curioso soy, aún —contestó Gabriel con sinceridad—. Pero estamos aquí porque hemos venido a recuperar algo que nos quitaron.

—Ya veo.

—¿Suelen haber muchas tormentas eléctricas como ésta por estas tierras?

—¿Cómo ésta? —sonrió y negó con la cabeza—. ¿Tormentas eléctricas que traigan cosas te refieres? —el indio sonrió con sabiduría y sus ojos azules y viejos chispearon.

Gabriel tragó el maíz que tenía en la boca y lo miró fijamente.

—¿Ha traído algo esta tormenta? ¿Usted lo ha visto?

—Mi nombre es Ankti.

—Ankti… —repitió Gabriel—. ¿Danza repetida?

—Sí. ¿Sabes por qué me llaman así, joven? —Gabriel negó con la cabeza—. Porque he bailado muchas veces con los rayos y los truenos. Mis ojos han visto de todo. He visto muchas tormentas, pero ninguna como la de hace dos días. —Se levantó de la silla y se apoyó en el bastón. El hombre renqueaba bastante y Gabriel, con mucha educación, le ayudó para que se apoyara en él. Tiró la mazorca en el cuenco de los restos de comida.

—¿Qué ha visto, Ankti?

—¿Además de hombres con armaduras y mujeres de orejas puntiagudas que hablan Hopi perfectamente? —le dijo arqueando las cejas blancas y espesas, dándole a entender que sabía que ellos no eran muy normales.

Los ojos de Gabriel brillaron con interés.

—He visto a los Kachina —anunció el hombre finalmente.

—¿Quiénes son los Kachina?

—Los que vienen de arriba y de abajo. Unos buenos y otros malos, como los humanos.

—¿Los vio llegar?

Ankti asintió mientras caminaba agarrado al brazo de Gabriel. Pasaron por el lado de Bryn y salieron al patio interior. Chosobi y Gúnnr les siguieron, y a continuación tanto Hopis como einherjars y valkyrias se unieron a ellos. Todos querían escuchar lo que el viejo Ankti tenía que decir.

—Un remolino gigante se abrió allá —señaló el cielo con su bastón—. Cerca del Gran Cañón. A través de ese remolino, salieron muchos Kachinas malos. Los oscuros. Los hijos de Trickster, el «Tramposo». —Se tocó la cara con las manos temblorosas—. Nosotros le llamamos el ma’ii.

—El coyote —dijo Bryn.

—¿Hablas de Loki el Timador? —preguntó Gabriel.

—Los que bajaron del cielo tenían rostros terroríficos, como si fueran animales. Ellos traen la oscuridad a la Tierra —se giró y señaló los espantapájaros del centro del poblado—. Nosotros hacemos cuerpos como los de los hijos de Trickster para que cuando ellos vengan y vean sus rostros reflejados en nuestras máscaras, se asusten y nos dejen en paz. Aquí los conocemos como los «Devoradores». Está «El de la máscara de lobo» —señaló a uno de los espantapájaros que tenía los ojos rojizos, colmillos amarillentos y cara de lobo—. También «El Gélido» —ésta era otra máscara con rostro de hombre demoniaco, ojos blancos con venas rojizas, colmillos y tez blanquecina—. Y luego vienen todos los demás: «El Destructor», «El Devorador de cadáveres», «El Lodoso», «El Macho cabrío» —para cada hombre había un espantapájaros.

Bryn se colocó al lado de Gabriel.

—Los hijos de Loki. Los jotuns —dijo el einherjar, impresionado. ¿Cuántos nombres se le podía dar a Loki? ¿Cuántas caras tenía el diablo?

—Las caretas que les han puesto se parecen a la de los devoradores —comentó Bryn.

—Los hijos de Loki no son sólo los lobeznos y los nosferatum. Son sobre todo los etones, tursos y trolls —explicó Róta mientras le daba un único vistazo a las caretas—. Devoradores. Demonios menores que ayudan a que se desarrolle el caos.

Gabriel se quedó mirando a Róta.

—¿Alguna idea de cómo detenerlos, valkyria Róta?

—Si son en realidad lo que parecen ser, sólo mueren ante el martillo de Thor. Thor nos explicaba muchas veces cómo había luchado contra ellos en Jotunheim. Pero entonces, tenía a Mjölnir con él.

«Mmm… Interesante». El martillo de Thor tenía la capacidad no sólo de destruir, sino también de electrocutar, pues tenía la fuerza ampérica que le confería el más potente de los truenos.

—¿Han venido otras veces, Ankti? ¿Os han molestado los de las máscaras? —preguntó Gabriel con interés.

—¿A Hopi Land? —Sonrió con unos dientes algo mellados—. Sí. El pueblo Hopi sabemos muchas cosas y ellos saben de la importancia de este lugar —abarcó el pueblo con el brazo que tenía libre—. Ellos son demonios. No les gustamos porque saben que sabemos quiénes son y lo que son capaces de hacer —tomó aire—. Ellos vienen a destruir este planeta y algunos humanos malos les ayudan. Nuestras profecías hablan de ellos, de lo que harán. Pero… —se giró y alzó la vista hasta Gabriel—. También he soñado contigo, Ángel.

Gúnnr caminó con Chosobi siguiéndole los talones y la joven valkyria se colocó frente a Ankti y lo tomó de los hombros.

—¿Qué ha soñado? —preguntó protectora.

—Soñé que él llegaría. Y tenía que ser antes de que la estrella azul se alzara en el cielo. Cuando la estrella se alce —levantó la mano y la abrió dibujando figuras en el aire—, entonces sabremos del Final de los Tiempos. Y seremos juzgados.

—Habla del Ragnarök —susurro Gúnnr.

—Pero cuando salga la estrella azul, todos debemos estar preparados. Por eso tú tienes que estar aquí ya, Ángel. Hay Kachinas buenos en la Tierra. No son dioses, pero son hijos de ellos, espíritus benignos y ancestrales. Cómo tú —señaló a Gabriel—, y como tú —miró a Gúnnr con mucho cariño—. Los Hopi esperábamos vuestra llegada —alzó la barbilla con mucho orgullo—. Porque, ¿cómo iba nuestra Tierra a salir ganadora del enfrentamiento entre el bien y el mal, si no teníamos suficientes guerreros que también lucharan por nosotros? Por fin habéis llegado y esto llena de dicha a mi anciano corazón. Otros amigos de los Hopi, sacerdotisas, magos y humanos con dones, nos han hablado de seres que no son humanos y ayudan al ser humano. Tienen poderes y son… distintos —miró las orejas puntiagudas de Gúnnr y su peculiar vestimenta——. Unos se transforman en medio animales, y los otros tienen colmillos… El ser humano se asustaría si descubriera que el mundo que no ve está lleno de cosas tan increíbles, ¿verdad? Pero, lo que bajó del remolino es muy malo —aseguró con rotundidad—. Tan malo como los Kachinas que esperan para subir aquí y destruir nuestro hogar.

—¿Vio si el ser que bajó del cielo llevaba algo en las manos? —preguntó Gabriel.

—Con él bajaban muchos demonios. Era como un enjambre de abejas. Él era la miel y los demás lo protegían. Pero todos lo vimos desde lejos, no sé si llevaba algo con él.

—No se ha llevado sólo los tesoros de los dioses —murmuró Róta, cruzándose de brazos—. Si lo que dice es cierto, entonces, el que entró en el Asgard se ha traído con él a muchos jotuns para luchar en el Midgard.

—¿Por qué quieren destruir su hogar? —preguntó Gúnnr con preocupación.

—Es porque este lugar… Estamos en las cuatro esquinas, en el corazón de la gran tortuga —dijo Ankti.

—Lo que mi abuelo quiere decir es que —explicó Chosobi mirando a Gúnnr—, estamos en el centro de los Estados Unidos. En los límites estatales de Arizona, Nuevo México, Utah y Colorado. Por eso se llama las cuatro esquinas. Estamos rodeados por cuatro montañas mágicas y nuestras danzas y nuestros cantos han protegido este lugar de la mancha del ma’ii. Hay una cúpula de protección a nuestro alrededor que no se ve, sólo se siente. Pero desde que vimos el remolino, los ataques de los Kachinas se han intensificado y está a punto de romperse. Hemos rezado y orado a nuestra madre Tierra para que fortalezca la cúpula que nos protege, pero necesitamos una noche más para ello. Se supone que este lugar es sagrado. Que es un punto de energía telúrica muy importante en la Tierra. Si ellos lo violan, ¿qué pasará cuando llegue la estrella azul? ¿Dónde estaremos los Hopi para ayudar a guiar al ser humano cuando haya perdido el norte?

Gabriel quería comprender al anciano Ankti. Lo que él había visto era una puerta dimensional que se abría en el cielo y de él salía el ladrón de los tótems de los dioses, y además venía acompañado con jotuns, y seguramente otros demonios, a tenor de las mascaras que habían hecho los Hopi para los espantapájaros.

Pero ellos sólo habían descendido a recuperar a Mjölnir y…

—Sea lo que sea que estás buscando —Ankti estudió a Gabriel de arriba abajo—, ya no está aquí. Pero lo que estás buscando ha traído algo que quiere hacernos daño.

Gabriel también lo sabía.

Sólo quedaban los truenos y la tormenta que se retiraba por momentos, observó con ansiedad. El cielo empezaba a abrir claros, y destapaba un atardecer lleno de colores amarillos y rojos. Si no se daban prisa, perderían la tormenta para poder viajar por ella y se quedarían allí hasta encontrar un transporte que los sacara de Hopi Land. Las valkyrias podían transportarse mediante los truenos, sobre todo en las tormentas, pero por lo que él sabía, sólo podían convocar al trueno cuando tenían que movilizarse hasta el Valhall. Ahora ya no podían regresar allí, y sin tormenta no podrían desplazarse. No les quedaba tiempo que perder.

—Hemos venido a otra cosa, Ankti —se excusó Gabriel—. Agradezco la hospitalidad del pueblo Hopi, pero…

La verdad era que su misión estaba clara. Recuperar los objetos y regresarlos al Asgard. Nada de relacionarse demasiado con humanos ni inmiscuirse en sus asuntos. Pero aquéllos eran asuntos de dioses y demonios. Si había seres que querían hacerles daño, entonces, ellos podían interceder, ¿no?

Gúnnr frunció el ceño y miró a su einherjar. ¿Se iba a negar a ayudarles? ¿Cómo iban a dejar a su gente sin protección?

—Lo que sea que estás buscando, no está aquí. Pero nosotros sí. Y vi en mi sueño que tú nos ayudabas. ¿No lo harás? —Preguntó Ankti con voz desolada—. Necesitamos una noche más para que nadie entre en nuestra tierra y vulnere la magia y la luz de nuestro hogar. Sólo una noche más. No podremos resistir otro ataque. La cúpula que antes nos cubría se está resquebrajando debido a sus ataques y si la destruyen, nosotros desapareceremos. Ellos nos eliminarán. Necesitamos vuestra ayuda, Ángel. Ellos se han reforzado y quiero creer que los buenos también lo hemos hecho con vuestra llegada. ¿No es así?

—Sólo esta noche —añadió Chosobi—. Parecéis guerreros. Os han enviado a defendernos, ¿no?

—Gabriel —murmuró Gúnnr, suplicando con sus ojos azules oscuros que se quedaran a echarles una mano.

Bryn y Róta se miraron la una a la otra, igual que las gemelas Liba y Sura. Reso y Clemo permanecían impasibles. La decisión del Engel sería la correcta.

El guerrero miró la punta plateada de sus botas negras. ¿Qué debía hacer?

Era curioso porque, aunque ya no era humano, todavía tenía emociones humanas que seguían metiéndole en líos. Miró al pueblo Hopi. Todos tan morenos de piel, tan humildes y sencillos. Únicos. Una tribu especial y antigua en el mundo. Una con principios, y rebosantes de gran espiritualidad. Era increíble comprobar que, en la Tierra, aquéllos que menos tenían eran los que más ofrecían luego.

Gabriel miró a sus guerreros. Todos acatarían su decisión y nunca le llevarían la contraria. Eso era lo bueno de ser el Engel. Su palabra tenía valor.

—No estamos aquí por casualidad —dijo finalmente—. Os ayudaremos. Pero transcurrida esta noche, nos iremos.

—Gracias, Ángel —dijo Ankti—. Si vosotros nos ayudáis, nosotros os ayudaremos a salir de aquí mañana al atardecer. Déjalo en nuestras manos —sonrió enigmático.

—Me llamo Gabriel —aclaró él.

—¿Y acaso Gabriel no era un ángel? —Preguntó Ankti enlazando las manos a la espalda y sonriendo agradecido.

«Que los dioses me perdonen por desviarme de mi misión», rogó Gabriel.