El dolor causado por el trastorno espinal le imposibilitaba follarla desde arriba e incluso de costado, por lo que yacía boca arriba y ella lo montaba, apoyándose en las rodillas y las manos para no cargarle su peso en la pelvis. Al principio, ella perdió toda su habilidad allá arriba y él tuvo que orientarla con ambas manos para darle la idea. «No sé qué hacer», dijo tímidamente Pegeen. «Estás montada a caballo —le dijo Axler—. Cabálgalo». Cuando le introdujo el pulgar en el ano, ella suspiró de placer y susurró: «Jamás nadie me había puesto nada ahí». «Seguro», susurró él a su vez, y cuando más tarde le introdujo la polla en el mismo sitio, ella admitió tanta como le fue posible. «¿Te ha dolido?», le preguntó él. «Me ha dolido, pero eres tú». A menudo, al terminar, ella sostenía su polla en la palma y contemplaba el descenso de la erección. «¿Qué estás observando?», le preguntó él. «Te llena como no lo hacen los consoladores ni los dedos», respondió ella. «Está viva. Es un ser vivo». Pronto adquirió la habilidad de montar a caballo, y pronto, mientras se movía lentamente arriba y abajo, empezó a decirle «Pégame», y cuando él le pegó, le dijo burlonamente: «¿Es eso todo lo fuerte que puedes hacerlo?». «Ya tienes la cara enrojecida». «Más fuerte», insistió ella. «De acuerdo, pero ¿por qué?». «Porque te he dado permiso para hacerlo. Porque hace daño. Porque me hace sentirme como una chiquilla y como una puta. Adelante. Más fuerte».
Ella tenía una pequeña bolsa de plástico que contenía juguetes sexuales y que había traído consigo un fin de semana, y los derramó sobre las sábanas cuando se estaban preparando para acostarse. Él había visto bastantes consoladores a lo largo de su vida, pero nunca, salvo en fotografías, el arnés de cuero que se ataba a la cintura, mantenía el consolador asegurado y permitía a una mujer montar y penetrar a otra. Él le había pedido que trajera sus juguetes, y ahora la miró mientras se ponía el arnés sobre los muslos y lo alzaba hasta las caderas, donde lo apretó como si fuese un cinturón. Parecía un pistolero que se estuviera vistiendo, un pistolero que se contoneara. Entonces insertó un consolador de caucho verde en una ranura del arnés que estaba a la altura del clítoris. Permaneció junto a la cama, sin más indumentaria que aquello. «Déjame ver la tuya», le dijo. Él se quitó los calzoncillos y los lanzó a un lado de la cama mientras ella agarraba la polla verde y, tras lubricarla primero con aceite para bebés, fingió masturbarse como un hombre. «Parece auténtica», dijo él, admirado. «¿Quieres que te folle con ella?». «No, gracias», respondió él. «No te haría daño», dijo ella engatusándolo, bajando la voz juguetonamente. «Te prometo que seré muy suave contigo». «Es curioso, pero no parece que fueras a ser suave». «No debes dejarte engañar por las apariencias —dijo ella, riendo—. Vamos, déjame. Ya verás como te gusta. Es una nueva frontera». «Te gustará a ti —replicó él—. No, preferiría que me la chuparas». «Mientras llevo mi polla puesta», dijo ella. «Sí». «Mientras llevo puesta mi gran polla verde y juegas con mis tetas». «Eso tiene buena pinta». «Y después de que te la haya chupado, tú me la chupas a mí. Te agachas y me chupas mi gran polla verde». «Puedo hacer eso», dijo él. «Ya… eso sí que puedes hacerlo. Trazas extraños límites. En cualquier caso, deberías saber que sigues siendo un hombre muy retorcido si una chiquilla como yo te pone cachondo». «Puedo ser un hombre retorcido, pero no creo que se te pueda seguir considerando una chiquilla». «Ah, ¿no lo crees?». «No con ese peinado de doscientos dólares. No con esa ropa. No si tu madre imita tus gustos en cuestión de calzado». La mano de Pegeen seguía sacudiendo lentamente el consolador. «¿Crees de veras que en diez meses has desalojado a polvos a la lesbiana que hay en mí?». «¿Me estás diciendo que sigues acostándote con mujeres? —le preguntó él. Ella siguió sacudiendo el consolador—: ¿Es así, Pegeen?». Esta alzó dos dedos de la mano libre. «¿Qué significa eso?», le preguntó él. «Dos veces». «¿Con Louise?». «No digas locuras». «¿Con quién, entonces?». Ella se ruborizó. «En el campo de softball junto al que paso camino de la escuela había dos equipos de chicas. Aparqué el coche, bajé, fui allá y me detuve junto al banco. —Tras una pausa, confesó—: Cuando terminó el juego, la lanzadora con cola de caballo rubia vino a casa conmigo». «¿Y la segunda vez?». «La otra lanzadora con cola de caballo rubia». «Entonces quedan bastante jugadoras esperando su turno», dijo él. «No tenía intención de hacerlo», replicó ella, todavía acariciando la polla verde. «Tal vez, Pegeen Mike —le dijo él, con el acento irlandés que no había usado desde que actuara en El fanfarrón—, deberías decirme si planeas hacerlo de nuevo. Preferiría que no lo hicieras». Le habló así aunque se sabía impotente para retenerla y hacer que fuese solo para él, sabía que su ardor había sido risible, y procuraba ocultar sus sentimientos debajo del acento. «Ya te he dicho que no tenía intención de hacerlo», y entonces, ya fuese porque el deseo la dominaba o porque quería hacerle callar, deslizó los labios a lo largo de su verga mientras él la miraba hipnóticamente, y su impotencia, el conocimiento de que la aventura era una locura inútil, que la historia de Pegeen no era maleable, que aquella mujer era inalcanzable y que se estaba causando a sí mismo un nuevo infortunio, empezaron a disminuir. La rareza de aquella combinación habría desanimado a mucha gente, pero lo que tanto le excitaba era precisamente la rareza. Sin embargo, el terror también permanecía, el terror a volver a sentirse acabado sin remisión. El terror de convertirse en la próxima Louise, el ex lleno de reproches, enloquecido, vengador.
El padre de Pegeen no había sido en absoluto de ayuda cuando se reunió con ella en Nueva York el sábado siguiente al de la visita de su madre. Asa partió del punto en que Carol se había interrumpido al citar los peligros de su relación, pasando de la peligrosa edad de su amante a su peligroso estado mental. Sin embargo, la estrategia de Axler se mantuvo invariable: tolera lo que escuches, sea lo que fuere; no te apresures a desafiar a los padres mientras Pegeen no ceda.
«Tu madre tenía razón, ese peinado es espléndido —informó ella que su padre le había dicho—. Y también acertó en cuanto a la ropa». «¿Sí? ¿Crees que estoy guapa?». «Estás preciosa», respondió él. «¿Mejor que antes?». «Distinta. Distinta por completo». «¿Me parezco más a la hija que te gustaría haber tenido?». «Desde luego, tienes un aire que nunca habías tenido antes. Bueno, háblame de Simon». «Después de lo mal que lo pasó en el Kennedy Center, acabó en un hospital psiquiátrico —le contó ella—. ¿Es de eso de lo que quieres hablar?». «Sí, de eso». «Todos tenemos serios problemas, papá». «Todos tenemos serios problemas, pero no todos acabamos en hospitales psiquiátricos». «Ya que estamos en ello, ¿qué me dices de la diferencia de edad? ¿No quieres preguntarme por eso?». «Déjame que te pregunte otra cosa: ¿estás encandilada por su fama, Pegeen? ¿Sabes que ciertas personas van por ahí con su campo de fuerza, un campo de fuerza eléctrico que las rodea? En su caso, eso se debe a que es un astro en su campo artístico. ¿Estás fascinada porque es un astro?». Ella se rio. «Al principio, probablemente. Pero, ahora, te aseguro que solo me interesa por sí mismo». «¿Puedo preguntarte hasta qué punto estáis comprometidos el uno con el otro?». «La verdad es que no hablamos de eso». «Entonces tal vez deberías hablar de ello conmigo. ¿Vas a casarte con él, Pegeen?». «No creo que esté interesado en casarse con nadie». «¿Y tú, lo estás?». «¿Por qué me tratas como si tuviera doce años?», respondió ella. «Porque es posible que, en lo que respecta a los hombres, tengas más doce años que cuarenta. Mira, Simon Axler es un actor fascinante y probablemente sea un hombre fascinante para una mujer. Pero tiene la edad que tiene, y tú tienes la edad que tienes. Ha llevado la vida que ha llevado, con sus altibajos, sus triunfos y sus catástrofes, y tú has llevado la vida que has llevado. Y como esas catástrofes suyas me preocupan mucho, no voy a hablar de ellas de un modo tan voluble como tú. No voy a decirte que no trataré de presionarte, porque eso es precisamente lo que voy a hacer».
Y lo hizo; al contrario que la madre, no terminó el día de compras con su hija, sino que todas las noches, hacia la hora de la cena, la telefoneaba a su casa para proseguir, en la misma línea de firmeza, la conversación que habían iniciado a la hora de comer en Nueva York. Pocas veces padre e hija hablaban durante menos de una hora.
La noche siguiente al día en que se había reunido con su padre en Nueva York, cuando ya estaban acostados, Axler le dijo:
—Quiero que sepas, Pegeen, que esta situación con tus padres me deja estupefacto. No comprendo el lugar que van a ocupar en nuestras vidas. Me parece excesivo y, bien mirado, un poco absurdo. Por otro lado, reconozco que en cualquier etapa de la vida hay misterios de la persona y la relación con sus padres que pueden ser sorprendentes. Siendo esto así, permíteme que te haga una propuesta: si quieres que vuele a Michigan, me sentaré con tu padre y escucharé todo lo que quiera decirme, y cuando me diga por qué está en contra de nuestra relación, ni siquiera discutiré, sino que me pondré de su parte. Le diré que todo cuanto le preocupa tiene perfecto sentido y que estoy de acuerdo en que, lo mires como lo mires, es un arreglo insólito y, con toda seguridad, comporta riesgos. Pero sigue siendo cierto que su hija y yo sentimos lo que sentimos el uno por el otro. Y que él, Carol y yo fuéramos amigos en Nueva York cuando éramos jóvenes no tiene la menor importancia. Esa es la única defensa que haré, Pegeen, si quieres que vaya y le vea. Depende de ti. Si quieres, lo haré esta semana. Lo haré mañana mismo si lo deseas.
—Verme a mí ha sido suficiente —replicó ella—. No hay ninguna necesidad de ir más allá, sobre todo cuando has dejado claro que crees que ya lo hemos llevado demasiado lejos.
—No estoy tan seguro de que tengas razón —dijo él—. Es mejor enfrentarse al padre airado…
—Pero mi padre no está airado; airarse no es propio de su naturaleza, y no creo que haya ninguna necesidad de provocar una escena cuando no hay una escena en perspectiva.
Pues claro que hay una escena en perspectiva, pensó él. Ese par de rectas antiguallas que tienes por padres no han terminado. Pero se limitó a decirle:
—De acuerdo. Tan solo quería hacerte la oferta. Finalmente depende de ti.
Pero ¿era eso cierto? ¿No dependía de él neutralizarlos oponiéndose a ellos en vez de limitarse a dejar que las cosas tuvieran lugar oportunamente por sí solas? De hecho, debería haberla acompañado a Nueva York, debería haber insistido en estar presente y enfrentarse a Asa. A pesar de lo que Pegeen había dicho para tranquilizarle, era reacio a abandonar la idea de que Asa era un padre airado al que debería enfrentarse en vez de rehuir. «¿Estás encandilada por su fama?». Por supuesto, eso es lo que él debía de creer, él que nunca había conseguido los grandes papeles. Sí, pensó Axler, que mi fama le ha robado a su única hija, la fama que el mismo Asa nunca fue capaz de cosechar.
A mediados de la semana siguiente cayó en sus manos el número del periódico del condado correspondiente al viernes anterior, y leyó en la primera página la noticia de un asesinato que había tenido lugar en una localidad residencial de clase alta, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Un hombre de cuarenta y tantos años, cirujano plástico de éxito, había sido abatido a tiros por su mujer, de la que estaba separado. La esposa era Sybil van Burén.
Al parecer, por entonces, los dos vivían separados. Ella había ido a casa del marido, en el otro extremo de la localidad, y, en cuanto él abrió la puerta, le disparó dos veces en el pecho, matándole en el acto. Dejó caer el arma en el umbral y entonces fue a sentarse en el coche aparcado hasta que llegó la policía para ficharla. Aquella mañana, al salir de casa, ya había convenido con la canguro que esta pasaría el día con los dos niños.
Axler telefoneó a Pegeen y le contó lo que había sucedido.
—¿Pensabas que podría hacer una cosa así? —le preguntó ella.
—¿Una persona tan indefensa? No, jamás. Tenía el motivo, los abusos deshonestos, pero ¿homicidio? Me preguntó si estaría dispuesto a asesinar por ella. Me dijo: «Necesito a alguien que mate a ese malvado».
—Qué historia más espantosa —dijo Pegeen.
—Esta mujer de aspecto frágil, hecha a la escala más frágil, a una escala infantil. La persona menos amenazante con la que uno podría encontrarse.
—No la condenarán —replicó Pegeen.
—Puede que lo hagan, puede que no. Tal vez ella alegue locura temporal y se libre. Pero ¿qué será de ella entonces? ¿Qué será de la niña? Si la pequeña no estuviese ya condenada debido a lo que hizo el padrastro, ahora está condenada por lo que ha hecho su madre. Por no mencionar al niño.
—¿Quieres que vaya esta noche? Pareces muy afectado.
—No, no —respondió él—. Estoy bien. Es que nunca he conocido a nadie que haya matado a alguien fuera del escenario.
—Vendré más tarde —le dijo Pegeen.
Y, cuando lo hizo, después de cenar se sentaron en la sala de estar y él le repitió en detalle cuanto recordaba que Sybil van Burén le había dicho en el hospital. Fue en busca de la carta (la carta dirigida a él a través de la oficina de Jerry) y se la dio a Pegeen para que la leyera.
—El marido aseguraba que era inocente —le explicó Axler—. Afirmaba que ella veía visiones.
—¿Y era cierto?
—No lo creo. Vi cómo sufría. Me creí lo que contaba.
Durante el día, había releído el artículo una y otra vez y mirado repetidamente la fotografía de Sybil que publicó el periódico, un retrato de estudio en el que más que una casada treintañera, y no digamos una Clitemnestra, parecía una animadora de escuela secundaria, alguien que aún no ha sufrido ningún revés en la vida.
A la mañana siguiente él llamó a Información y, con toda facilidad, obtuvo el número telefónico de los Van Burén. Cuando llamó, se puso al aparato una mujer que se identificó como la hermana de Sybil. Él le dijo quién era y le habló de la carta de Sybil. Se la leyó por teléfono. Convinieron en que ella la enviaría al abogado de Sybil.
—¿Puede usted verla? —le pregunto él.
—Solo con el abogado. Se echa a llorar porque no le dejan ver a los niños. Por lo demás, su calma es desconcertante.
—¿Habla del asesinato?
—Dice: «Había que hacerlo». Se diría que es su quincuagésimo y no su primer crimen. Se encuentra en un estado muy extraño. Parece incapaz de asumir la gravedad de lo que ha hecho, como si la gravedad hubiera quedado atrás.
—De momento.
—He pensado lo mismo. Va a producirse un gran derrumbe. No seguirá durante mucho tiempo detrás de esa máscara de placidez. Deberá haber vigilancia en su celda para que no se suicide. Me asusta lo que se avecina.
—Naturalmente. Lo que hizo no cuadra con la mujer que conocí. ¿Por qué lo ha hecho al cabo de tanto tiempo?
—Porque cuando John se marchó, siguió negándolo todo y diciéndole que deliraba, y eso la puso frenética. La mañana que iba a verle, me dijo que iba a arrancarle una confesión al precio que fuese. Le dije: «No te reúnas con él. Eso solo te sacará de quicio». Y estaba en lo cierto. Fui yo quien quiso que fuese a la fiscalía del distrito y presentara una denuncia. Fui yo quien le dijo que debería meterlo entre rejas. Pero ella se negó: él no era un don nadie y el caso acabaría en la prensa y en la televisión, y Alison se vería arrastrada a una pesadilla judicial en la que tendría que enfrentarse todavía a más horror. Como se había expresado así, no me pasó por la cabeza la posibilidad de que arrancarle una confesión «al precio que fuese» supondría el uso de la escopeta de caza de su marido, porque eso, comprenderá usted, también podría acabar en los periódicos. Pero aquel sábado por la mañana, cuando ella se dirigió a la casa de John, no esperó a que él la invitara a entrar. No esperó a oírle decir una sola palabra. No es que tuvieran una discusión, que subiera de tono, se desmadrara y ella le disparase. Bastó con que le viese la cara… allí mismo, en el umbral, apretó el gatillo dos veces y lo mató. «Quería violencia, pues le di violencia», me dijo.
—¿Sabe algo la niña?
—Aún no se lo han dicho. Eso no va a ser fácil. No hay nada en todo esto que sea fácil. El difunto doctor Van Burén se aseguró de que así fuera. Lo que va a padecer Alison es inimaginable para mí.
Luego Axler se repitió durante días «lo que va a padecer Alison». Probablemente era el mismo pensamiento que había impulsado a Sybil a asesinar a su marido, incrementando así para siempre el sufrimiento de Alison.
Una noche, cuando estaban en cama, Pegeen le dijo:
—He encontrado una chica para ti. Está en el equipo de natación de Prescott. Nado con ella por la tarde. Se llama Lara. ¿Te gustaría que te trajera a Lara?
Subía y bajaba lentamente encima de él y todas las luces estaban apagadas, aunque la luna llena que brillaba a través del ramaje de los altos árboles en la parte trasera de la casa iluminaba vagamente la habitación.
—Háblame de Lara —le dijo él.
—Ah, te gustaría de veras.
—Es evidente que a ti ya te gusta.
—La miro en la piscina. La miro en el vestuario. Una chica rica. Una chica privilegiada. No sabe lo que es pasar apuros. Es perfecta. Rubia. Ojos azules cristalinos. Piernas largas. Piernas fuertes. Pechos perfectos.
—¿En qué consiste su perfección?
—Te la pone fantásticamente dura que te hable de Lara —replicó ella.
—Los pechos —dijo él.
—Tiene diecinueve años. Son firmes y erguidos. Lleva el coño rasurado con solo una franja de vello púbico a cada lado.
—¿Quiénes se la follan? ¿Los chicos o las chicas?
—Todavía no lo sé. Pero alguien ha estado divirtiéndose ahí abajo.
A partir de entonces, Lara estuvo con ellos cada vez que la querían.
—Te la estás tirando —le decía Pegeen—. Este es el perfecto coñito de Lara.
—¿También tú te la tiras?
—No. Solo tú. Cierra los ojos. ¿Quieres que te haga correrte? ¿Quieres que Lara te haga correrte? De acuerdo, zorrita rubia… ¡hazle correrse! —exclamó Pegeen, y él ya no tuvo que explicarle la manera de montar a caballo—. Córrete encima de ella. ¡Ya! ¡Ya! Sí, eso es… ¡córrete en su cara!
Una noche fueron a cenar a un hostal de la zona. Desde el comedor rústico se veía la carretera hasta un gran lago esmaltado por el sol poniente. Ella se había puesto sus adquisiciones más recientes; habían comprado las prendas durante una visita impulsiva a Nueva York la semana anterior: una ceñida faldita negra de punto, una blusa sin mangas de cachemira roja y una chaqueta de cachemira anudada sobre los hombros, medias negras transparentes, un bolso de piel suave adornado con pequeñas cintas de cuero y unos zapatos abiertos con tira posterior que mostraban el inicio de los dedos del pie. Su aspecto era suave, curvilíneo y atractivo, rojo por encima y totalmente negro de cintura para abajo, y se movía con tal naturalidad que podría haber vestido de aquella manera durante toda su vida. Tal como le había sugerido la vendedora, llevaba el bolso en bandolera.
A fin de evitar en lo posible la rigidez de la espalda y la insensibilidad de la pierna, Axler tenía la costumbre de levantarse y dar una vuelta dos o tres veces durante una comida, por lo que después del segundo plato y antes del postre se puso en pie y, por segunda vez, dio un paseo por el restaurante, la sala de estar del hostal y el bar. Allí vio a una atractiva joven que bebía sola. Debía de ser veinteañera, y por la manera en que hablaba con el barman él se percató de que estaba un poco bebida. Sonrió al ver que ella le miraba y, para prolongar su estancia allí, le preguntó al barman si conocía los resultados de los partidos. Entonces le preguntó a la chica si era de la localidad o se alojaba en el hostal. Ella le dijo que acababa de conseguir empleo en la tienda de antigüedades que estaba carretera abajo, y había entrado en el hostal al salir del trabajo para tomar una copa. Él le preguntó si sabía algo de antigüedades y ella le dijo que sus padres poseían una tienda de objetos antiguos al norte del estado. Había trabajado en una tienda de Greenwich Village durante tres años, hasta que decidió marcharse de la ciudad y probar suerte en el condado de Washington. Él le preguntó cuánto tiempo llevaba allí y ella le dijo que había llegado el mes anterior. Él le preguntó qué estaba bebiendo, y, cuando ella le respondió, le dijo «Te invito a la siguiente ronda» e hizo una seña al camarero para que anotara la bebida en su cuenta.
Cuando llegó el postre, le dijo a Pegeen:
—En el bar hay una chica que se está emborrachando.
—¿Qué aspecto tiene?
—Parece que puede cuidar de sí misma.
—¿Quieres hacerlo?
—Si tú quieres —dijo él.
—¿Qué edad tiene? —le preguntó ella.
—Yo diría que veintiocho. Tú estarías al frente. Tú y la polla verde.
—No, tú estarías al frente —replicó ella—. Tú y la polla auténtica.
—Estaríamos juntos al frente —concluyó él.
—Quiero verla —dijo ella.
Axler pagó la cuenta, salieron del restaurante y se detuvieron en la entrada del bar. Él permaneció detrás de Pegeen, rodeándola con los brazos. Notaba que ella temblaba de excitación mientras miraba a la chica que estaba bebiendo en el bar. El temblor de Pegeen le animaba. Era como si se hubieran fusionado en un solo ser maníacamente tentado.
—¿Te gusta? —le susurró él.
—Parece como si pudiera ser del todo indecente, a la menor oportunidad. Parece como si estuviera preparada para una vida de delito.
—Quieres llevarla a casa.
—No es Lara, pero serviría.
—¿Y si vomita en el coche?
—¿Crees que está a punto de hacerlo?
—Lleva un buen rato bebiendo. Cuando pierda el sentido en casa, ¿cómo nos libramos de ella?
—La asesinamos —respondió Pegeen.
Todavía abrazando a Pegeen delante de él, se dirigió a la muchacha que estaba en el bar.
—¿Necesita que la lleven a casa, señorita?
—Tracy.
—¿Necesitas que te lleven, Tracy?
—Tengo mi coche —replicó la joven.
—¿Estás en condiciones de conducir? Podría dejarte en tu casa.
Pegeen todavía temblaba en sus brazos. Es una gata, pensó, antes de que la gata se abalance, el halcón delante de ella emprende el vuelo desde la muñeca del halconero. Puedes dominar al animal… hasta que lo sueltas. Pensó: Le estoy proporcionando a Tracy de la misma manera que le proporciono su ropa. Se habían sentido envalentonados con Lara porque allí no había ninguna Lara y, por lo tanto, ninguna consecuencia. Él sabía que aquello era diferente. Cayó en la cuenta de que estaba cediendo todo el poder a Pegeen.
—Mi marido puede recogerme —dijo Tracy.
Él había observado antes que la chica no llevaba alianza matrimonial.
—No, deja que te llevemos. ¿Adónde quieres ir?
Ella mencionó una población veinte kilómetros al oeste.
El barman, que sabía que Axler vivía en la dirección contraria, siguió absorto en su tarea como si no hubiera oído nada. Gracias a las películas de Axler, casi todo el mundo en la localidad rural de novecientos habitantes sabía quién era, aunque pocos tenían idea de que su reputación descansaba en los triunfos cosechados en el escenario a lo largo de su vida. La joven bebida pagó la cuenta, bajó del taburete y cogió su chaqueta para marcharse. Era más alta de lo que él había imaginado y también más corpulenta (una niña descarriada, tal vez, pero no abandonada), una rubia pechugona metida en carnes y de una belleza nórdica convencional. En conjunto, una versión más basta y vulgar de la majestuosa Louise.
Axler colocó a Tracy en el asiento trasero al lado de Pegeen y condujo por las oscuras carreteras rurales, vacías de tráfico a aquella hora. Era como si la secuestraran. La rapidez con que Pegeen se movía no le tomó por sorpresa. No le detenía la inhibición o el temor, como le sucediera cuando le hicieron el corte de pelo, y él ya estaba embelesado tan solo por lo que llegaba a sus oídos desde el asiento trasero del coche. Una vez en casa y en el dormitorio, Pegeen volcó sobre la cama sus artilugios de plástico, entre ellos el gato de nueve colas con sus delgadas y suaves tiras de cuero negro sin nudos.
Axler se preguntó en qué estaría pensando Tracy. Sube a un coche con dos personas a las que nunca había visto antes, la llevan a una casa junto a una carretera de tierra, en pleno campo, y entonces ella baja del coche y entra en un circo de tres pistas. Puede que esté bebida, pero también es joven. ¿Hasta qué punto puede ser indiferente al riesgo? ¿O acaso Pegeen y yo le inspiramos confianza? ¿O está demasiado bebida para preocuparse? Se preguntó si ella habría hecho antes algo por el estilo. Volvió a preguntarse por qué lo estaba haciendo entonces. No tenía sentido que aquella Tracy cayera en sus regazos para hacer todos los números a la manera de Lara con los que ellos habían soñado llenos de excitación en la cama. Pero ¿qué era lo que tenía sentido? ¿Que él fuese incapaz de actuar en un escenario? ¿Que hubiera sido un paciente ingresado en un hospital psiquiátrico? ¿Que tuviera una relación amorosa con una lesbiana a quien vio por primera vez mamando del pecho de su madre?
Cuando un hombre está con dos mujeres a la vez, no es infrecuente que una de las mujeres, que con razón o sin ella se siente postergada, acabe llorando en un rincón de la estancia. A juzgar por la evolución del asunto hasta entonces, parecía que quien iba a terminar llorando en el rincón fuese él. Había dejado que Pegeen se nombrase a sí misma maestra de ceremonias y no participaría hasta que ella le invitara a hacerlo. Observaría sin interferir. Primero Pegeen se colocó el artilugio, ajustó y aseguró las correas de cuero y fijó el consolador, de modo que sobresaliera en línea recta. Entonces se agachó sobre Tracy, rozó los labios y los pezones de la chica con la boca, le acarició los pechos, se deslizó un poco hacia abajo y penetró suavemente a Tracy con el consolador. No tuvo necesidad de obligarla a abrirse de piernas. No tuvo que decir una sola palabra, y Axler imaginó que, si cualquiera de ellas empezaba a hablar, lo haría en un lenguaje irreconocible para él. La polla verde entraba y salía del carnoso cuerpo desnudo despatarrado debajo, primero lentamente, luego con más rapidez y brío y a continuación con más brío todavía, y todas las curvas y depresiones de Tracy se movían al unísono con ese movimiento. Aquello no era pornografía blanda. Aquello ya no eran dos mujeres desnudas acariciándose y besándose en una cama. Ahora había algo primitivo en el acto, en aquella violencia de una mujer sobre otra, como si, en la habitación llena de sombras, Pegeen fuese una mágica composición de chamán, acróbata y animal. Era como si llevara una máscara en los genitales, una extraña máscara totémica, que hacía de ella lo que era y no lo que no debía ser. Podría haber sido un cuervo o un coyote al mismo tiempo que Pegeen Mike. Había algo peligroso en ello. La excitación le aceleraba los latidos cardíacos… el dios Pan observando desde cierta distancia con su mirada escrutadora y lasciva.
Era inglés la lengua en que se expresó Pegeen cuando le miró desde donde estaba, ahora descansando boca arriba al lado de Tracy, por cuya larga cabellera pasaba el gato de nueve colas, y, con aquella sonrisa infantil que revelaba los dos incisivos, le dijo en voz baja: «Es tu turno. Deshónrala». Tomó a Tracy de un hombro y le susurró «Es hora de cambiar de amo», y empujó con suavidad el cuerpo grande y cálido de la desconocida hacia el suyo. «Tres niños se juntaron y decidieron representar una obra», dijo él, y entonces dio comienzo su representación.
Alrededor de la medianoche, llevaron a Tracy de regreso al aparcamiento junto al hostal donde ella había dejado su vehículo.
—¿Hacéis esto a menudo? —preguntó Tracy desde el asiento posterior, donde yacía rodeada por los brazos de Pegeen.
—No —respondió Pegeen—. ¿Lo haces tú?
—Jamás lo había hecho.
—¿Y qué te parece? —le preguntó Pegeen.
—No puedo pensar. Tengo la cabeza demasiado cargada de todo eso para poder pensar. Estoy flipada, me siento como si me hubiera drogado.
—¿De dónde has sacado la valentía para hacer esto? —inquirió Pegeen—. ¿La bebida?
—Tu ropa —respondió Tracy—. El aspecto que tenías. Pensé que no tenía nada que temer. Dime, ¿es él ese actor? —le preguntó, como si Axler no estuviera en el coche.
—Lo es —dijo Pegeen.
—Eso es lo que dijo el barman. ¿Eres actriz?
—De vez en cuando.
—Ha sido una locura —dijo Tracy.
—Es cierto —replicó Pegeen, la portadora del gato de nueve colas y experta en consoladores, que no era ninguna diletante, que realmente había llevado las cosas al límite.
Tracy besó a Pegeen apasionadamente cuando se despidieron. Con la misma pasión, Pegeen le devolvió el beso, le acarició el cabello y le tocó los senos, y en el aparcamiento al lado del hostal donde se habían conocido, permanecieron un momento abrazadas. Entonces Tracy subió a su coche y, antes de que arrancara, él oyó que Pegeen le decía: «Hasta pronto».
Durante el trayecto de regreso a casa, la mano de Pegeen descansó sobre los pantalones de Axler. «Conservamos el olor», comentó ella, mientras Axler se decía que había cometido un error de cálculo, no lo había pensado a fondo. Ya no era el dios Pan, ni mucho menos.
Mientras Pegeen se duchaba, él se sentó en la cocina y tomó una taza de té como si nada hubiera ocurrido, como si hubiera pasado en casa otra noche normal y corriente. El té, la taza, el platillo, el azúcar, la leche, todo respondía a una necesidad de realismo.
—Quiero tener un hijo.
Imaginó que Pegeen le decía estas palabras. Imaginó que, después de ducharse, ella entraba en la cocina y le decía:
—Quiero tener un hijo.
Estaba imaginando lo menos probable que podría suceder, y por tal motivo lo imaginaba. Se proponía meter a la fuerza su insensatez en un recipiente doméstico.
—¿Con quién? —se imaginó que le preguntaba.
—Contigo. Eres la elección de mi vida.
—Como tu familia te ha advertido debidamente, me estoy acercando a los setenta. Cuando el niño tenga diez años, yo tendré setenta y cinco o setenta y seis. Tal vez por entonces no sea tu elección. Con este problema espinal que tengo, iré en silla de ruedas, o ya estaré muerto.
—Olvídate de mi familia —imaginó que ella le decía—. Quiero que seas el padre de mi hijo.
—¿Se lo ocultarás a Asa y a Carol?
—No. Todo eso ha terminado. Tenías razón. Louise me hizo un favor con aquella llamada telefónica. Se acabaron los secretos. Tendrán que aceptar las cosas tal como son.
—¿Y de dónde ha salido este deseo de tener un hijo?
—De ser lo que he llegado a ser para ti.
—¿Quién podría haber predicho que esta noche daría semejante giro? —se imaginó que preguntaba.
—En absoluto —imaginó que Pegeen replicaba—. Es el paso siguiente. Si vamos a continuar, quiero tres cosas. Quiero que te sometas a una operación de la espalda. Quiero que reanudes tu profesión. Quiero que me dejes embarazada.
—Es mucho lo que quieres.
—¿Quién me enseñó a querer mucho? —imaginó que ella replicaba—. Esa es mi proposición de una vida real. ¿Qué más puedo ofrecerte?
—La cirugía de la espalda es muy problemática. Los médicos a los que he consultado me han dicho que en mi caso no serviría de nada.
—No puedes seguir con ese dolor a cuestas. No puedes seguir renqueando eternamente.
—Y reanudar mi profesión es todavía más problemático.
—No —imaginó que ella le decía—, se trata de adoptar un plan que ponga fin a la incertidumbre. Un audaz plan a largo plazo.
—Eso es todo lo que se requiere —se imaginó que respondía.
—Sí, es hora de que seas audaz contigo mismo.
—En todo caso, parece que es hora de ser cauto.
Pero como en su compañía había empezado a sentirse rejuvenecido, como había hecho cuanto estaba en su mano para creer que ella, que había empezado por ofrecerle un vaso de agua, para avanzar a partir de ahí hasta realizar la mayor de las hazañas, el cambio de orientación sexual, podía satisfacerle realmente, se entregó a los pensamientos más esperanzadores de que era capaz. En aquella ensoñación en la cocina, durante la que rectificó idealmente su vida, se imaginó visitando a un ortopeda que le sometía a una prueba de resonancia magnética y a continuación a un mielograma prequirúrgico y seguidamente a la operación. Entretanto se habría puesto en contacto con Jerry Oppenheim y le habría dicho que, si alguien quería ofrecerle un papel, estaba disponible para trabajar de nuevo. Entonces, sentado todavía a la mesa de la cocina, entusiasmándose con la elaboración de estos pensamientos mientras Pegeen terminaba de ducharse en el piso superior, imaginó que ella tenía un saludable bebé el mismo mes que él estrenaba una obra en el teatro Guthrie, en el papel de James Tyrone. Habría encontrado la tarjeta de Vincent Daniels que había utilizado como punto de libro en el ejemplar de Larga jornada hacia la noche. Habría ido a ver a Vincent Daniels con el texto y habrían trabajado juntos todo el día hasta descubrir la forma de conseguir que dejara de desconfiar de sí mismo, de modo que, cuando saliera al escenario del Guthrie la noche del estreno, retornara la magia perdida, y mientas las palabras fluyeran de su boca con tal naturalidad, tan sin esfuerzo, sabría que estaba realizando una actuación tan buena como cualquiera que hubiese realizado jamás, y que tal vez estar incapacitado durante tanto tiempo, por doloroso que hubiera sido, no había sido lo peor que podía haber sucedido. Ahora el público volvía a creer en él desde el principio al fin. Si antes, enfrentado a la parte más difícil de la actuación (el papel, decir algo, decir algo de una manera espontánea con libertad y facilidad) se había sentido desnudo, sin la protección de cualquier enfoque, ahora todo emanaba una vez más del instinto y no necesitaba ningún otro enfoque. La racha de mala suerte había terminado. El tormento infligido a sí mismo había terminado. Había recuperado su confianza, la aflicción había sido superada, el temor abominable se había disipado y todo cuando había perdido volvía a estar en su lugar. La reconstrucción de una vida tenía que empezar por alguna parte, y para él había empezado con su enamoramiento de Pegeen Stapleford, que, de manera sorprendente, era precisamente la mujer apropiada para realizar la tarea.
Ahora le parecía que el guión ideado en la cocina ya no era el relato etéreo con el que había comenzado, sino que estaba imaginando una nueva posibilidad, una reivindicación de la euforia por la que se proponía luchar, que quería poner en práctica y disfrutar. Axler experimentaba la determinación que tuvo al principio, cuando, a los veintidós años de edad, fue a Nueva York para someterse a una prueba de interpretación.
A la mañana siguiente, en cuanto Pegeen salió de casa para regresar a Vermont, Axler telefoneó a un hospital de Nueva York y pidió que le pusieran con un médico que pudiera informarle sobre los riesgos genéticos de engendrar un hijo a los sesenta y cinco años. Le pusieron al habla con la recepción de un especialista y le dieron cita para la semana siguiente. No le dijo a Pegeen nada de esto.
El hospital se encontraba al norte de Manhattan, y, tras aparcar el coche en un garaje, se dirigió con creciente excitación al consultorio del médico. Le pidieron que rellenara los habituales formularios médicos y entonces le recibió un filipino de unos treinta y cinco años que dijo ser el ayudante de la doctora Wan. Frente a la sala de espera había una habitación con una ventana, y el ayudante le condujo allí para que pudiera estar a solas. Parecía una habitación destinada a los niños, con mesas bajas y sillitas diseminadas y dibujos infantiles fijados en una pared. Los dos se sentaron a una de las mesas y el ayudante empezó a interrogarle sobre sí mismo y su familia, las enfermedades que habían padecido y las enfermedades de las que habían muerto. El ayudante de la doctora anotó las respuestas en una hoja de papel que tenía impreso el armazón de un árbol genealógico. Axler le dijo cuanto sabía desde tanto tiempo atrás como abarcaba su conocimiento de la familia. Entonces el ayudante tomó una segunda hoja y le preguntó por la familia de la futura madre. Axler solo pudo decirle que ambos padres de Pegeen vivían; no sabía nada de sus historiales médicos, como tampoco los de los tíos, abuelos y bisabuelos de Pegeen. El ayudante le preguntó por el país de origen de la familia, como le había preguntado por el de Axler, y, tras haber anotado la información, le dijo a Axler que le daría todos los datos a la doctora Wan y, una vez informada de los antecedentes, ella hablaría con Axler.
A solas en la habitación, Axler se sentía extasiado por el retorno de su fuerza y su naturalidad, por el abandono de su humillación y el fin de su desaparición del mundo. Esto ya no tenía nada de ensoñación; Simon Axler se estaba revitalizando de veras. Y, entre todos los lugares posibles, sucedía precisamente en aquella habitación llena de mobiliario infantil. La escala de los muebles le recordaba la sesión de terapia artística en Hammerton, cuando a él y a Sybil van Burén les dieron lápices de colores y papel y les pidieron que dibujaran para el terapeuta. Axler recordaba que se puso obedientemente a colorear con los lápices como el niño que fue en el parvulario. Recordaba las mortificantes consecuencias de haber terminado en Hammerton, cómo se le había desvanecido hasta la última pizca de aplomo; recordaba cómo lo único que le libraba de una omnipresente sensación de derrota y temor era la conversación que escuchaba en la sala de recreo después de la cena, los relatos de aquellos pacientes entre los internos que seguían encaprichados con sus intentos de suicidio. Ahora, sin embargo, un hombretón sentado torpemente entre aquellas mesas y sillas minúsculas estaba conjuntado con el actor, consciente de los logros a sus espaldas y convencido de que la vida podía comenzar de nuevo.
La doctora Wan, una mujer menuda, esbelta y joven, le dijo que, naturalmente, también necesitaría el historial de Pegeen, pero que por lo menos podía empezar a disipar sus temores acerca de los defectos congénitos de los vástagos de padres mayores. Le dijo que, si bien la edad ideal para que los padres engendren hijos es la década entre los veinte y los treinta años, y aunque el riesgo de transmitir una vulnerabilidad genética o trastornos del desarrollo como el autismo aumenta notablemente después de los cuarenta, y aunque los hombres mayores tienen más espermatozoides con el ADN dañado que los jóvenes, las probabilidades de engendrar vástagos normales sin defectos congénitos no eran necesariamente extremas para un hombre de su edad y estado de salud, sobre todo cuando algunos, aunque no todos, de los defectos congénitos pueden detectarse durante el embarazo. «Las células testiculares que dan origen a los espermatozoides se dividen cada dieciséis días —le explicó la doctora Wan, sentados uno frente al otro a la mesita—. Esto significa que las células se han dividido unas ochocientas veces hacia los cincuenta años de edad. Y, con cada división, aumenta la posibilidad de errores en el ADN de los espermatozoides». Una vez Pegeen hubiera aportado la otra mitad de la historia, ella estaría en condiciones de evaluar más a fondo su situación y trabajar conjuntamente con ellos si deseaban seguir adelante. La doctora le dio su tarjeta junto con un folleto que explicaba en detalle la naturaleza y el riesgo de los defectos congénitos. También le explicó que a su edad podía darse una disminución de la fertilidad, y por ello, a petición de Axler, le extendió un volante para un laboratorio en el que solicitaba un análisis de esperma. Así podrían determinar si era probable que hubiera alguna dificultad con la concepción. «Puede haber un problema —le dijo la doctora— de número de espermatozoides, de motilidad, de morfología». «Comprendo», dijo Axler y, para expresar su incontrolable gratitud, le tomó la mano y se la apretó. La doctora sonrió, como si fuese la mayor de los dos, y le dijo: «Llámeme si tiene alguna pregunta que hacerme».
Una vez en casa, le entraron unas ganas enormes de telefonear a Pegeen y contarle la gran idea que había tenido y lo que había hecho al respecto. Pero esa conversación tendría que esperar hasta que estuvieran juntos el siguiente fin de semana y hubiera por delante horas y horas para hablar. Aquella noche, solo en la cama, leyó el folleto que la doctora Wan le había dado. «Para que un bebé sea sano, es necesario un espermatozoide sano […] Entre el 2 y el 3 por ciento de todos los bebés nacen con un importante defecto congénito […] Más de veinte infrecuentes pero devastadores trastornos genéticos se han vinculado a padres de edad avanzada […] Cuanto mayor es un hombre que concibe un hijo, tanto mayor es la probabilidad de que su mujer aborte […] Los padres mayores tienen más probabilidades de engendrar hijos con autismo, esquizofrenia y síndrome de Down […]». Leyó el folleto una y otra vez, y aunque le pareció que, en efecto, la información daba que pensar, pese a que ahora era consciente de los riesgos, lo que había leído no iba a disuadirle de sus planes. Demasiado excitado para poder dormir, pensando que estaba sucediendo algo maravilloso, fue a la sala de estar, se animó todavía más escuchando música, y, con unas sensaciones de intrepidez como no había tenido en años, experimentó el profundo anhelo biológico de un hijo que suele asociarse más a las mujeres que a los hombres. Ya no había nada en su relación que pareciese inverosímil. Ella tenía que acompañarle a ver a la doctora Wan. Una vez todos los datos estuvieran sobre la mesa, los dos podrían evaluar serenamente lo que deberían hacer a continuación.
Se había propuesto iniciar la conversación el viernes, después de la cena. Pero al atardecer de ese día, cuando Pegeen llegó para pasar el fin de semana, fue a su estudio con un montón de exámenes de sus alumnos para calificarlos, y dejó que él se encargara de preparar la cena. Y después de cenar, ella se retiró de nuevo al estudio para calificar más exámenes. Él se dijo: Déjale terminar lo que tiene entre manos. Entonces tendremos todo el fin de semana para hablar.
En la cama, a oscuras (dos semanas desde el día siguiente al de su encuentro con Tracy), cuando él empezó a besar y acariciar a Pegeen, ella se apartó y le dijo: «Esta noche no tengo ganas». «De acuerdo», replicó él e, incapaz de excitarla, se dio la vuelta, pero sin soltar la mano de Pegeen, que siguió aferrando con la suya, la mano que todavía quería tocarlo todo, hasta que ella se durmió. Cuando él se despertó en plena noche, se preguntó: ¿Qué significaba eso de que no tenía ganas? ¿Por qué había sido tan reacia a estar cerca de él desde el momento en que llegó?
Lo descubrió a primera hora de la mañana siguiente, antes incluso de que hubiese tenido oportunidad de hablarle de su reunión con la doctora Wan, todo lo que había detrás de ese encuentro y todo lo que tenían potencialmente por delante; descubrió que, al visitar a la doctora Wan, se había concienciado antes bien para sumirse más profundamente en un mundo irreal que para no hacer algo temerario.
—Esto es el final —le dijo ella durante el desayuno.
Estaban sentados uno frente al otro en las mismas sillas en que se sentaron meses atrás, el día que ella le dijo que ya habían corrido el riesgo.
—¿El final de qué? —le preguntó Axler.
—De nuestra relación.
—Pero… ¿por qué?
—No es lo que quiero. He cometido un error.
Así comenzó el fin, de una manera tan abrupta, y concluyó una media hora después con Pegeen en la puerta de entrada, su bolsa de lona en la mano, y Axler con lágrimas en los ojos. Esa escena era la misma antítesis de sus expectativas aquella noche en la cocina dos semanas atrás. La misma antítesis de sus expectativas cuando fue a ver a la doctora Wan. ¡Ella le estaba impidiendo tener todo lo que quería!
Y ahora ella también lloraba, pues aquello no era tan fácil de realizar como había parecido en el primer momento, sentados a la mesa de la cocina. Pero de todos modos no iba a ceder un ápice y, por mucho que él llorase, ella permanecía en silencio. El cuadro que Pegeen formaba en la puerta principal, de nuevo con su chaqueta roja de chico provista de cremallera y con la bolsa de lona en la mano, lo expresaba todo: podía soportar aquella clase de penalidad. No estaba dispuesta a sentarse ante una taza de café y tener una conversación íntima y franca que condujera a un acercamiento. Solo quería librarse de él y satisfacer el común y tan humano deseo de seguir adelante y probar otra cosa.
—¡No puedes anularlo todo! —le gritó él airado, y entonces Pegeen, la más poderosa de los dos, abrió la puerta.
Finalmente le habló entre sollozos.
—He intentado ser perfecta para ti.
—¿Qué diablos significa eso? ¿Cuándo se trató de que fueras perfecta? «No te apartes de mí. Me encanta lo que hacemos y no quiero que termine». Fui tan idiota de creerme lo que decías. Fui tan idiota de creerme que estabas haciendo lo que querías hacer.
—Era lo que quería hacer. Deseaba tanto ver si podía hacerlo…
—De modo que ha sido un experimento hasta el final. Otra aventura de Pegeen Mike, como la de ligarse a una lanzadora de un equipo de softball.
—Ya no puedo ser una sustituta de tu trabajo de actor.
—¡No me vengas con eso! ¡Es repugnante!
—¡Pero es cierto! ¡Es lo que tienes en lugar de tu trabajo! ¡Soy la compensación de que no actúes!
—Esa es la tontería más ridícula que he oído jamás, y lo sabes. ¡Vete, Pegeen! ¡Si esa es tu justificación, vete! «Hemos corrido el riesgo». ¡Soy yo quien ha corrido el riesgo! Tú te limitaste a decir lo que creías que yo deseaba escuchar a fin de conseguir lo que querías mientras lo quisieras.
—¡No he hecho tal cosa! —exclamó ella.
—Es Tracy, ¿verdad?
—¿Es qué?
—¡Me dejas por Tracy!
—¡No es verdad, Simon! ¡No!
—¡No me dejas porque no tengo trabajo! ¡Me dejas por esa chica! ¡Te vas con esa chica!
—Donde vaya es asunto mío. ¡Oh, deja que me marche!
—¿Quién te retiene? ¡Yo no! ¡Jamás! —Señaló la bolsa de lona en la que ella había metido todas sus nuevas prendas de vestir que hasta entonces estuvieron colgadas en el armario y dobladas en los cajones de la cómoda de Axler—. ¿Has guardado tus juguetes sexuales? —le preguntó—. ¿No te has olvidado de tu arnés?
Ella no le respondió, pero la emoción que revelaban sus facciones era el odio, o eso entendió él que reflejaban sus ojos.
—Sí, toma las herramientas de tu oficio y vete —le dijo—. Ahora tus padres podrán dormir por la noche… ya no estás con un viejo. Ahora no hay ningún intruso entre tú y tu padre. Te has librado del obstáculo. Se acabaron las advertencias de tu familia. Vuelve sana y salva a tu posición anterior. Muy bien. Vete con la siguiente. De todos modos, yo no tenía suficientes fuerzas para ti.
En el camino de un hombre hay una multitud de trampas, y Pegeen había sido la última. Axler había caído ávidamente en ella, había picado el anzuelo como el cautivo más cobarde. No podía acabar de ninguna otra manera, y sin embargo él había sido el último en descubrirlo. ¿Improbable? No, predecible. ¿Abandonado después de tanto tiempo? Claramente no tanto tiempo para ella como para él. Todo cuanto le encantaba de Pegeen había desaparecido, y en el tiempo que ella había tardado en decir «este es el final», él se veía condenado a su agujero con los seis palos, solo y despojado del deseo de vivir.
Ella se marchó en su coche, y el proceso de derrumbe tardó menos de cinco minutos, un derrumbe que él mismo se había causado y del que ahora no había ninguna posibilidad de recuperación.
Subió al desván y estuvo allí sentado durante todo un día y hasta bien entrada la noche, preparándose para apretar el gatillo de la escopeta, y a intervalos dispuesto a bajar corriendo la escalera, llamar a la casa de Jerry Oppenheim y despertarlo, dispuesto a llamar a Hammerton y hablar con su médico, dispuesto a marcar el número de emergencias.
Y, en una docena de momentos a lo largo del día, estuvo dispuesto a ponerse en contacto telefónico con Lansing y decirle a Asa que era un traidor hijo de puta por haber puesto a Pegeen en su contra. Eso era lo que había sucedido, estaba seguro de ello. Pegeen había acertado desde el principio al negarse a que su familia conociera la noticia de su relación. «Porque te conocen desde hace tanto tiempo», le explicó cuando él le preguntó por qué prefería que su aventura con Axler fuese un secreto. «Porque todos sois de la misma edad». De haber viajado a Michigan la primera vez que él le planteó a Pegeen su disposición a ir allá para hablar con Asa, tal vez podría haber tenido una oportunidad de ganar. Pero telefonear a Asa ahora no serviría de nada. Pegeen se había ido. Se había ido con Tracy. Se había ido con Lara. Se había ido con la lanzadora de la cola de caballo. Dondequiera que estuviese, él ya no tenía que preocuparse por los riesgos genéticos de ser un padre de edad avanzada cuyas células testiculares ya se habían dividido bastante más de ochocientas veces. A la hora de cenar, no pudo seguir conteniéndose y, con el arma en la mano, bajó del desván y fue al teléfono.
Respondió Carol.
—Soy Simon Axler.
—Vaya. Hola, Simon.
—Déjame hablar con Asa.
Le temblaba la voz y se le habían acelerado los latidos del corazón. Tuvo que sentarse en una silla de la cocina para continuar. Era una sensación muy parecida a la de la última vez que trató de salir a un escenario y actuar. Y, sin embargo, nada de aquello podría estar sucediendo si Louise Renner no hubiera hecho aquella vengativa llamada telefónica a los Stapleford contándoles lo que había entre su hija y él.
—¿Estás bien? —le preguntó Carol.
—La verdad es que no. Pegeen me ha abandonado. Déjame hablar con Asa.
—Asa está todavía en el teatro. Podrías llamar al despacho que tiene allí.
—¡Ponme con él, Carol!
—Te lo acabo de decir, aún no ha llegado a casa.
—¿No es una noticia maravillosa? ¿No es un gran alivio? Ya no tienes que preocuparte porque tu hija se ocupa de las necesidades de un anciano débil. Ya no tienes que preocuparte porque tendrá que cuidar de un loco y ser la enfermera de un inválido. Claro que no te estoy diciendo nada que no sepas… no te estoy diciendo nada que no hayas ayudado a tramar.
—¿Me estás diciendo que Pegeen te ha dejado?
—Déjame hablar con Asa.
Hubo una pausa, y entonces, con una perfecta compostura, al contrario que él, le dijo:
—Puedes tratar de encontrarle en el despacho. Te daré el número y puedes llamarle allí.
Ahora no sabía, como tampoco lo sabía cuando decidió llamar, si lo que hacía era correcto, si era erróneo, si era una debilidad o si era una prueba de fortaleza. Dejó el arma sobre la mesa de la cocina, anotó el número que le daba Carol y colgó sin decir nada más. Si le dieran aquel papel para representarlo en una obra, ¿cómo lo haría? ¿Cómo haría la llamada telefónica? ¿En voz temblorosa o en voz firme? ¿Con ingenio o con ferocidad, con renuncia o con enojo? No podía ingeniárselas para interpretar el papel de viejo amante abandonado por la querida veinticinco años menor que él, como no podía ingeniárselas para interpretar el papel de Macbeth. ¿Debería haberse volado la tapa de los sesos mientras Carol estaba en el otro extremo de la línea y le escuchaba? ¿Habría sido esa la mejor manera de interpretarlo?
Podía detenerse, por supuesto. Podía detener la locura allí, de inmediato. No iba a recuperar a Pegeen marcando el número de Asa, y sin embargo lo marcó. No trataba de recuperarla. No había manera de recuperarla. No, sencillamente, no podía ser engañado y superado en astucia por un actor de segunda fila que, junto con la actriz de segunda fila que era su esposa, se había hecho con las riendas de un teatro regional en medio de ninguna parte. Axler pensó que los Stapleford fueron incapaces de actuar en los escenarios de Nueva York, no pudieron abrirse camino en el mundo cinematográfico de California, de modo que creaban un gran arte dramático, más allá de las corrupciones del mundo comercial. No, a él no le derrotarían aquel par de mediocres. ¡No sería un muchacho agobiado por sus padres!
El teléfono sonó una sola vez antes de que Asa respondiera.
—¿Diga?
—¿En qué te beneficiaba volverla contra mí? —dijo Axler sin preámbulos, gritando enfurecido, lleno de resentimiento—. No podías soportar que fuese lesbiana en primer lugar. Eso es lo que ella me dijo, ni tú ni Carol lo soportabais. Cuando os lo dijo, os quedasteis horrorizados. Bien, conmigo había renunciado a todo eso, conmigo se había abierto a una nueva manera de vivir… ¡y era feliz! Nunca nos visteis a los dos juntos. ¡Pegeen y yo éramos felices! ¡Pero en vez de estarme agradecido, la persuades para que me deje! ¡Incluso que volviera a ser una lesbiana era preferible a que estuviese conmigo! ¿Por qué? ¿Por qué? Explícamelo, por favor.
—En primer lugar, Simon, tienes que calmarte. No voy a escuchar tus invectivas.
—¿Te desagrado por algo en especial que se remonta al principio? ¿Interviene en esto la envidia, Asa, o tal vez la venganza o los celos? ¿Qué daño le he hecho? Tengo sesenta y seis años, estoy sin trabajo, mi espina dorsal es un problema… ¿qué hay de horroroso en eso? ¿Dónde está la amenaza para tu hija? ¿Me ha impedido ofrecerle cualquier cosa que quisiera? ¡Le he dado a Pegeen todo cuanto he podido! ¡He intentado satisfacerla de todas las maneras concebibles!
—Estoy seguro de que has hecho como dices, y así nos lo dijo Pegeen a Carol y a mí. Nadie podría reprocharte tu generosidad y nadie lo ha hecho.
—Sabes que me ha abandonado.
—Lo sé.
—¿No lo sabías antes?
—No.
—No te creo, Asa.
—Pegeen hace lo que quiere hacer. Ha sido así durante toda su vida.
—¡Pegeen ha hecho lo que vosotros queríais que hiciera!
—Que esté preocupado por mi hija y le dé consejos entra dentro de mis derechos como padre. Sería negligente si no lo hiciera.
—Pero ¿cómo podías «dar consejos» cuando no sabías nada de lo que sucedía entre nosotros? ¡Todo lo que tenías en la cabeza era una visión de mí, con todo mi renombre, con todo mi éxito, robándote lo que es legítimamente tuyo! ¡No era justo, Asa, ¿no es cierto?, que también yo tuviera a Pegeen!
¿No debería haber interpretado esa parte del papel para lograr un efecto cómico en vez de hacerlo en un acceso de cólera? ¿No debería haberse mostrado discretamente sardónico, como si fuese una exageración formulada adrede para irritar más que para dar la impresión de que había perdido el juicio? Oh, interprétalo como quieras, se dijo Axler. Lo más probable es que de todos modos lo estés interpretando para hacer reír sin que lo sepas siquiera.
Detestaba sus lágrimas, pero estaba llorando de nuevo, llorando a causa de la madeja enmarañada que formaban la vergüenza, la pérdida y la ira, así que colgó el teléfono a Asa, poniendo fin a la llamada que para empezar no debería haber hecho. Porque, en última instancia, él tenía la responsabilidad de lo sucedido. Sí, había tratado de satisfacerla de todas las maneras imaginables, y por lo tanto, de la manera más idiota, había introducido a Tracy en sus vidas y lo había echado todo por tierra. Claro que, ¿cómo habría podido prever tal cosa? Tracy formaba parte de un juego, un cautivador juego sexual como los que innumerables parejas juegan por diversión y excitación. ¿Cómo podía prever que un ligue en el bar acabaría con la pérdida de Pegeen para siempre? ¿Acaso alguien más inteligente lo habría tenido en cuenta? ¿O era aquello una continuación del giro que había dado su suerte al representar a Próspero y a Macbeth? ¿Se debía todo aquello a su estupidez o solo era su modo de descender un poco más hacia la desaparición final?
¿Y quién era aquella Tracy? La nueva vendedora de una tienda de antigüedades rural. Una borracha solitaria en un hostal en el campo. ¿Quién era comparada con él? ¡Eso era imposible! ¿Cómo podía ella abandonarle por Tracy? ¿Cómo podía derrotarle Asa? ¿Le dejaba Pegeen para irse con Tracy porque soterradamente eso arrojaba de nuevo a la niñita de Asa en brazos de papá? Pero tal vez no le dejaba para irse con Tracy, o no le dejaba debido a las objeciones de su familia. ¿Qué era entonces lo que le había vuelto repugnante para ella? ¿Por qué se había convertido él de repente en un tabú?
Fue con el arma al estudio de Pegeen, se detuvo allí y miró la habitación a la que ella había despojado del papel de Victoria y luego había pintado de un tono albaricoque, la habitación que había hecho suya de la misma manera que él, sin ninguna reserva, le había invitado a hacerle suyo. Reprimió el impulso de disparar contra el respaldo de la silla del escritorio y se sentó en ella. Por primera vez vio que todos los libros que ella se había traído de casa habían desaparecido de la estantería al lado de la mesa. ¿Cuándo había vaciado ella aquellos estantes? ¿Cuánto hacía que había tomado la decisión de abandonarle? ¿La había tenido desde el principio, incluso mientras arrancaba el papel de las paredes?
Entonces reprimió el impulso de disparar contra la estantería. Deslizó la mano por los estantes vacíos que habían contenido los libros de Pegeen, y trató en vano de pensar qué podría haber hecho durante aquellos meses, distinto a lo que había hecho, que habría despertado en ella el deseo de seguir a su lado.
Al cabo de un tiempo que no debió de ser inferior a una hora, decidió que no lo encontraran muerto en la habitación de Pegeen, en la silla de Pegeen. Ella no era la culpable. Los fracasos eran suyos, así como la apabullante biografía en la que estaba empalado.
Cuando, mucho después de que llamara a Asa, en algún momento alrededor de la medianoche, y transcurridas varias horas desde que se había retirado de nuevo al desván, no pudo apretar el gatillo ni siquiera después de haber llegado incluso a meterse el cañón del arma en la boca, se obligó a recordar a la menuda Sybil van Burén, aquella ama de casa convencional que vivía en un barrio residencial y pesaba menos de cincuenta kilos, y que acabó lo que se había propuesto hacer, que adoptó el horripilante papel de asesina y lo interpretó con éxito. Sí, pensó, si ella pudo reunir las fuerzas necesarias para hacer una cosa tan terrible al marido que era su demonio, entonces por lo menos puedo hacerme esto. Imaginó la férrea determinación de la mujer para llevar a cabo su plan hasta el brutal fin: la implacable locura que había movilizado para dejar a los dos niños en casa, subir al coche y dirigirse sola a la casa del marido del que se había distanciado, subir las escaleras, tocar el timbre, alzar la escopeta y, cuando él abrió la puerta, dispararle sin vacilación dos veces a quemarropa. ¡Si ella pudo hacer eso, yo puedo hacer esto!
Sybil van Burén se convirtió en el punto de referencia del valor. Se repitió a sí mismo la fórmula que inspiraba a la acción, como si una o dos sencillas palabras pudieran hacer que realizara el más irreal de todos los actos: «si ella pudo hacer eso, yo puedo hacer esto, si ella pudo hacer eso…» hasta que finalmente se le ocurrió fingir que se suicidaba en una obra de Chéjov. ¿Qué podía ser más adecuado? Constituiría su retorno a la actuación y, aunque fuese un pequeño ser ridículo, débil y desacreditado, el error de una lesbiana durante trece meses, necesitaría todas sus capacidades para realizar la tarea. Para lograr por última vez convertir en real el mundo imaginado, tendría que fingir que el desván era un teatro y que él era Konstantin Gavrilovich en la escena final de La gaviota. Cuando tenía unos veinticinco años, en la época en que era un prodigio teatral, triunfaba en cuanto intentaba y lograba todo lo que quería, había interpretado el papel de ese personaje de Chéjov, el joven aspirante a escritor que se siente un fracasado en todo y está desesperado por su derrota en el trabajo y el amor. Fue un montaje de La gaviota del Actors Studio en Broadway, y señaló su primer gran éxito en Nueva York, convirtiéndole en el joven actor más prometedor de la temporada, seguro de sí mismo y consciente de su singularidad, y conduciéndole a todos los acontecimientos imprevisibles que siguieron.
Si ella pudo hacer eso, yo puedo hacer esto.
Al final de la semana, cuando la señora de la limpieza descubrió el cadáver había una nota de nueve palabras a su lado. «Lo cierto es que Konstantin Gavrilovich se ha suicidado». Eran las últimas palabras de La gaviota. Lo había llevado a cabo, el prestigioso actor teatral, en otro tiempo tan aclamado por su fuerza dramática, que en sus buenos tiempos reunía a un público que acudía en masa para verle actuar.