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LA TRANSFORMACIÓN

Había conocido a sus buenos amigos, los padres de Pegeen, antes de que esta naciera, y la primera vez que la vio era un bebé que tomaba el pecho de su madre. Se conocieron cuando Axler y los Stapleford, una pareja de recién casados, él de Michigan y ella de Kansas, aparecieron juntos en el sótano de una iglesia del Greenwich Village donde se representaba El fanfarrón del mundo occidental Axler había interpretado el papel principal, espléndidamente descabellado, de Christy Mahon, el aspirante a parricida, mientras que Carol Stapleford, entonces embarazada de dos meses de su primer hijo, había interpretado el papel principal femenino, el de Pegeen Mike Flaherty, la resuelta camarera en la taberna de su padre, en la costa occidental del condado de Mayo. Asa Stapleford había interpretado a Shawn Keogh, el prometido de Pegeen. Cuando las representaciones de la obra llegaron a su fin, Axler estuvo presente en la fiesta de la noche de clausura, a fin de votar por Christy como nombre para niño y Pegeen para niña cuando naciera el bebé de los Stapleford.

No era probable, en particular porque Pegeen Mike Stapleford había vivido como lesbiana desde los veintitrés años de edad, que cuando tuviera cuarenta y Axler sesenta y cinco se hicieran amantes que hablarían por teléfono cada mañana al despertarse y pasarían ávidamente su tiempo libre en casa del actor, donde, para satisfacción de este, ella se apropió de dos habitaciones para su uso personal, uno de los tres dormitorios del segundo piso, donde guardaría sus pertenencias, y el estudio de la planta baja, contiguo a la sala de estar, para su ordenador portátil. Había chimenea en todas las habitaciones de la planta baja, incluso una en la cocina, y cuando Pegeen trabajaba en el estudio siempre tenía la chimenea encendida. Vivía a poco más de una hora de distancia, y viajaba por serpenteantes y ondulantes carreteras que la llevaban a través de tierras de labor hasta las veinte hectáreas de campos abiertos propiedad de Axler, donde se alzaba la antigua y amplia casa blanca con postigos negros rodeada de viejos arces, grandes fresnos y largos e irregulares muros de piedra. No había nadie más que ellos dos en las cercanías. Durante los primeros meses, pocas veces se levantaron de la cama antes del mediodía. Ninguno podía dejar al otro a solas.

Sin embargo, antes de su llegada, él había tenido la seguridad de que había terminado: terminado con la actuación, con las mujeres, con la gente, terminado para siempre con la felicidad. Tenía serios trastornos físicos desde hacía más de un año, apenas era capaz de recorrer cualquier distancia ni de permanecer en pie o sentado durante largo tiempo debido al dolor de la espina dorsal que había soportado durante toda su vida adulta pero cuyo avance debilitante se había acelerado con la edad, y por ello estaba seguro de que había terminado con todo. Una de las piernas se le quedaba insensible a ratos, no podía levantarla bien al caminar y, al no encontrar un escalón o un bordillo, se caía y rasguñaba las manos, e incluso caía de bruces y se magullaba los labios o la nariz. Hacía pocos meses, su mejor y único amigo de la localidad, un juez octogenario que se había jubilado unos años atrás, había fallecido de cáncer y, en consecuencia, aunque Axler había vivido a solo dos horas de la ciudad, entre los árboles y los campos, durante treinta años (había vivido allí cuando no estaba en cualquier lugar actuando), no tenía a nadie con quien hablar o comer, y no digamos compartir la cama. Y de nuevo pensaba en matarse con tanta frecuencia como lo había hecho antes de que le hospitalizaran un año atrás. Cada mañana, al despertar y reencontrarse con su vacío, llegaba a la conclusión de que no podía vivir un día más despojado de sus habilidades, solo, sin trabajo y con un dolor persistente. Una vez más, se concentraba en el suicidio; eso era todo lo que había en el centro de la privación.

Una mañana fría y gris, tras una semana de fuertes tormentas de nieve, Axler salió de la casa y se encaminó al garaje abierto para coger el coche, recorrer los seis kilómetros hasta el pueblo y adquirir provisiones. Un campesino que realizaba para él la tarea de quitar la nieve había despejado los senderos alrededor de la casa, pero de todos modos él caminaba con cuidado, calzado con botas de nieve de gruesa suela, un bastón en la mano y dando cortos pasos para no resbalar y caer. Bajo las capas de ropa, y para mayor seguridad, tenía envuelta la parte inferior del torso en un corsé ortopédico. Cuando empezaba a alejarse de la casa y se dirigía al garaje abierto, reparó en un animalito de larga cola que estaba en la nieve entre el garaje y el establo. Al principio le pareció una rata de gran tamaño, y entonces se dio cuenta, por la forma y el color de la cola sin pelo y por el hocico, que era una zarigüeya de unos veinticinco centímetros de longitud. Por lo general, las zarigüeyas son nocturnas, pero aquella, cuyo pelaje parecía descolorido y desastrado, estaba en el suelo cubierto de nieve a plena luz del día. Mientras Axler se aproximaba, la zarigüeya anadeó débilmente en dirección al establo y entonces desapareció en un montículo de nieve junto a los cimientos de piedra del establo. Axler siguió al animal, que probablemente estaba enfermo y próximo a su final, y cuando llegó al montículo de nieve vio que en la parte delantera había un orificio de entrada. Apoyándose con ambas manos en el bastón, se arrodilló en la nieve para echar un vistazo al interior. La zarigüeya se había retirado demasiado al fondo del agujero para poder verla, pero esparcidos en la parte delantera del interior semejante a una cueva había una serie de palos. Axler los contó. Seis palos. De modo que es así cómo se hace, pensó el actor. Yo tengo demasiados. Todo lo que necesitas son seis.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el café, vio a la zarigüeya a través de la ventana de la cocina. El animal se alzaba sobre las patas traseras junto al establo y comía nieve de un montículo, se la metía a puñados en la boca con las patas delanteras. Axler se apresuró a calzarse las botas, se puso el abrigo, tomó el bastón, salió de la casa por la puerta principal y dio la vuelta hasta el sendero despejado junto al lado de la casa que daba al establo. Desde unos seis metros de distancia, llamó a la zarigüeya a voz en grito: «¿Te gustaría interpretar el papel de James Tyrone? En el Guthrie». La zarigüeya siguió engullendo nieve. «¡Serías un estupendo James Tyrone!».

Después de ese día, su pequeña caricatura creada por la naturaleza no volvió a materializarse. Axler nunca vio de nuevo a la zarigüeya, que o bien desapareció o bien pereció, aunque la cueva de nieve con los seis palos siguió intacta hasta el siguiente deshielo.

Entonces le visitó Pegeen. Le telefoneó desde la casita que había alquilado a pocos kilómetros de Prescott, una pequeña y progresista universidad femenina en el oeste de Vermont, en cuyo claustro de profesores había ingresado poco antes. Vivía a una hora en dirección oeste, al otro lado del límite estatal, en la zona rural de Nueva York. Habían transcurrido veinte años o más desde que él la viera por última vez, cuando era una alegre estudiante que viajaba durante las vacaciones con sus padres. Al hallarse cerca de la vivienda de Axler, habían pasado a saludarle y a estar un par de horas con él. A intervalos de pocos años tenían una de esas reuniones. Asa dirigía un teatro regional en Lansing, Michigan, su ciudad natal y donde se había educado, y Carol actuaba en la compañía de repertorio y daba una clase de interpretación en la universidad estatal. Axler había visto a Pegeen en una ocasión anterior, una niña de diez años sonriente, tímida, de dulces facciones, que trepó a sus árboles y nadó unos rápidos largos en su piscina, un marimacho que se reía sin poder contenerse de todos los chistes que contaba su padre. Y anteriormente la había visto mamando del pecho de su madre en la sala de maternidad del hospital Saint Vincent en Nueva York.

Ahora era una mujer de cuarenta años, ágil y de pechos generosos, aunque conservaba un aire infantil en su sonrisa, una sonrisa en la que automáticamente alzaba el labio superior para revelar los prominentes incisivos, y todavía con mucho del marimacho en su oscilante andadura. Llevaba un atuendo apropiado para el campo, botas de trabajo muy desgastadas y chaqueta roja con cremallera, y su cabello, que él recordaba incorrectamente como rubio, lo mismo que el de su madre, era castaño oscuro y lo llevaba muy corto, tanto que en la nuca parecía haber sido cortado por la maquinilla de un barbero. Tenía el aspecto invulnerable de una persona feliz, y aunque su prototipo era el de la pilluela bulliciosa, hablaba en un tono atractivamente modulado, como si imitara la dicción de actriz de su madre.

Como él acabaría por saber, había transcurrido cierto tiempo desde la última vez que tuvo lo que quería en lugar de su grotesca inversión. Había pasado los dos últimos años de una relación sentimental prolongada durante seis sufriendo en una vivienda penosamente solitaria en Bozeman, Montana. «Los cuatro primeros años —le dijo una noche, cuando se habían hecho amantes—, Priscilla y yo disfrutamos de un compañerismo que no podía ser más grato, íbamos de acampada y de excursión, incluso cuando nevaba. En verano viajábamos a lugares como Alaska y allí acampábamos e íbamos de caminata. Era emocionante. Fuimos a Nueva Zelanda y a Malasia. En aquella manera de recorrer el mundo juntas en plan aventurero había algo infantil que me encantaba. Eramos como dos fugitivas. Entonces, alrededor del quinto año, el ordenador empezó a absorberla lentamente, y me quedé sin nadie con quien hablar, excepto los gatos. Hasta entonces lo habíamos hecho todo juntas. Leíamos en la cama… leíamos para nosotras mismas y cada una le leía a la otra pasajes en voz alta. Durante largo tiempo, nuestra relación fue de maravilla. Priscilla nunca decía a la gente: «Me ha gustado ese libro», sino «Nos ha gustado ese libro», o sobre algún lugar, «Nos gustó ese sitio», o sobre nuestros planes, «Eso es lo que vamos a hacer este verano». Nosotras. Nosotras. Nosotras. Y entonces «nosotras» dejó de ser nosotras… nosotras se terminó. Nosotras eran ella y su ordenador Mac. Nosotras eran ella y su ponzoñoso secreto que hacía olvidar todo lo demás… el secreto de que iba a mutilar el cuerpo que yo amaba».

Las dos enseñaban en la universidad de Bozeman, y durante los dos últimos años de su vida en pareja, cuando Priscilla regresaba del trabajo, se sentaba ante el ordenador hasta que era hora de acostarse. Comía y bebía ante el ordenador. No hubo más conversación ni más sexo; incluso si quería ir de excursión y acampada en las montañas, Pegeen debía hacerlo no con Priscilla sino con otras personas a las que reunía para que la acompañaran. Entonces, un día, seis años después de que se hubieran conocido en Montana y, tras hacer un fondo común con sus recursos, se hubiesen establecido como pareja, Priscilla le anunció que había empezado a recibir inyecciones de hormonas para promover el crecimiento de vello facial y hacer su voz más profunda. Planeaba someterse a una operación quirúrgica para que le eliminaran los senos y convertirse en un hombre. Admitió que, cuando estaba sola, había soñado con ello durante largo tiempo, y no pensaba retroceder por mucho que Pegeen le suplicara. A la mañana siguiente, Pegeen se marchó de la casa que poseían, en común, llevándose consigo uno de los dos gatos («No es lo más conveniente para los gatos, pero es lo de menos», dijo Pegeen) y se alojó en un motel de la localidad. Apenas podía reunir el suficiente aplomo para impartir sus clases. Por solitaria que se hubiera convertido la vida con Priscilla, la herida de la traición, la naturaleza de la traición, eran mucho peor. Lloraba constantemente, y empezó a escribir cartas a colegas que se encontraban a centenares de kilómetros de Montana en busca de un nuevo empleo. Asistió a una conferencia donde unos colegas entrevistaban a especialistas en ciencia ambiental y encontró un puesto de trabajo en el este, tras haberse acostado con la decana, que se quedó prendada de ella y posteriormente la contrató. La decana seguía siendo la leal protectora y amante de Pegeen cuando esta hizo una visita a Axler y decidió que, tras diecisiete años como lesbiana, quería un hombre, aquel hombre, aquel actor veinticinco años mayor que ella y amigo de su familia desde décadas atrás. Si Priscilla podía convertirse en un varón heterosexual, Pegeen podría ser una mujer heterosexual.

Aquella primera tarde, cuando precedía a Pegeen hacia la casa, Axler tropezó y cayó en los anchos escalones de piedra, haciéndose un rasguño en el lado carnoso de la mano con la que había detenido la caída. «¿Dónde tienes el botiquín?», le preguntó ella. Él se lo dijo y Pegeen fue en busca del material, regresó, le limpió la herida con algodón y agua oxigenada y se la cubrió con dos tiritas. También le llevó un vaso de agua. Hacía mucho tiempo que nadie le daba a beber un vaso de agua.

La invitó a cenar y ella terminó haciendo la cena. Tampoco nadie le había hecho la cena desde hacía mucho tiempo. Ella se bebió una cerveza mientras él, sentado a la mesa de la cocina, la miraba cocinar. En el frigorífico había un trozo de queso parmesano, huevos, beicon, medio envase de nata, y con eso y una libra de pasta ella preparó unos espaguetis a la carbonara. Mientras la observaba trabajar en la cocina, conduciéndose como si fuese la dueña, Axler recordaba su imagen de bebé pegada al pecho materno. Tenía una presencia vibrante, era firme, sana, estaba rebosante de energía, y pronto él dejó de tener la sensación de que, sin su talento, se hallaba solo en el mundo. Era feliz, un sentimiento inesperado. Normalmente, la hora de cenar era la más triste de la jornada. Mientras ella cocinaba, Axler fue a la sala de estar y puso un disco de Schubert interpretado por Brendel. No recordaba la última vez que se había molestado en escuchar música, y en los mejores años de su matrimonio había sonado constantemente.

—¿Qué le pasó a tu mujer? —le preguntó ella después de que hubieran comido los espaguetis y compartido una botella de vino.

—No importa. Es demasiado tedioso para hablar de ello.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí sin compañía de nadie?

—Lo suficiente para sentirme más solo de lo que jamás creí que pudiera sentirme. A veces es asombroso, aquí sentado un mes tras otro, una estación tras otra, y pensar que todo continúa sin ti. Igual que te ocurrirá cuando mueras.

—¿Y que pasó con tus actuaciones? —le preguntó ella.

—Ya no actúo.

—Eso no es posible. ¿Qué ocurrió?

—También es demasiado tedioso hablar de ello.

—¿Te has jubilado o pasó algo?

Él se puso en pie y dio la vuelta a la mesa, y cuando ella se levantó a su vez, la besó.

Ella sonrió, sorprendida.

—Soy una anomalía sexual —le dijo riendo—. Me acuesto con mujeres.

—Eso no era difícil imaginarlo.

En ese punto, él la besó por segunda vez.

—Entonces, ¿qué estás haciendo? —le preguntó ella.

Axler se encogió de hombros.

—No puedo decir que lo sepa —respondió—. ¿Has estado alguna vez con un hombre?

—Cuando iba a la universidad.

—¿Estás ahora con una mujer?

—Más o menos —replicó ella—. ¿Lo estás tú?

—No.

Él notó la fuerza de sus brazos bien musculados, le tocó los grandes senos, curvó las manos sobre su duro trasero y la atrajo hacia sí para besarla de nuevo. Entonces la condujo al sofá de la sala de estar, donde, intensamente ruborizada bajo su mirada, ella se quitó los tejanos y estuvo con un hombre por primera vez desde la universidad. Él estuvo con una lesbiana por primera vez en su vida.

Al cabo de unos meses, él le dijo: «¿Cómo se te ocurrió venir a verme aquella tarde?». «Quería ver si estabas con alguien». «¿Y cuando lo viste?». «Pensé: “¿Por qué no yo?”». «¿Lo calculaste así desde el principio?». «No es un cálculo. Es buscar lo que quieres. Y —añadió— no buscar lo que ya no quieres».

La decana que la había contratado y la había traído a Prescott se enfureció cuando Pegeen le dijo que su relación sentimental había terminado. Era ocho años mayor que Pegeen, ganaba el doble que ella, era una importante decana desde hacía más de una década, y por ello se negó a creerlo o permitirlo. Lo primero que hacía cada mañana era llamar a Pegeen para regañarla, y también la llamaba numerosas veces durante la noche, para gritarle, insultarla y exigirle una explicación. Cierta vez la llamó desde un cementerio, donde, según le dijo, iba «de un lado a otro dando patadas al suelo, hecha una furia», debido a la manera en que Pegeen la había tratado. La acusó de explotarla para conseguir el empleo y de abandonarla de una manera oportunista pocas semanas después de aceptarlo. Dos veces por semana, al atardecer, cuando Pegeen iba a la piscina para ejercitarse con el equipo de natación, la decana se presentaba para nadar a esa hora y se las arreglaba de modo que su taquilla estuviera al lado de la de Pegeen. La llamaba para invitarla al cine, a una conferencia, a un concierto y a cenar. La llamaba cada dos días para decirle que quería verla el siguiente fin de semana. Pegeen ya le había dejado claro que los fines de semana estaba atareada y no quería volver a reunirse con ella. La decana suplicaba, gritaba, a veces lloraba. No podía vivir sin Pegeen. Una mujer de cuarenta y ocho años fuerte, competente, triunfadora, una mujer dinámica de la que se decía que iba a ser la próxima presidenta de Prescott, ¡y con qué facilidad se la podía hacer descarrilar!

Un domingo por la tarde llamó a casa de Axler y solicitó hablar con Pegeen Stapleford. Él dejó a un lado el receptor y fue a decirle a Pegeen que la llamaban. «¿Quién es?», le preguntó él. Ella respondió sin vacilación: «¿Quién va a ser? Louise. ¿Cómo sabe dónde estoy? ¿Cómo ha conseguido tu número?». Él tomó de nuevo el teléfono y dijo: «Aquí no hay ninguna Pegeen Stapleford». «Gracias», dijo la mujer, y colgó. A la semana siguiente, Pegeen se encontró con Louise en el campus. La decana le dijo que estaría diez días ausente y que cuando regresara sería mejor que Pegeen «hiciera algo por ella»; por ejemplo, «hacerle la cena». Entonces Pegeen se asustó, en primer lugar porque Louise no iba a dejarla en paz ni siquiera después de que ella le aclarase de nuevo que su relación había terminado, y en segundo lugar por la amenaza que comportaba la cólera de Louise. «¿Qué es lo que está amenazado?», le preguntó él.

«¿Qué? Mi trabajo. El daño que puede hacerme si se lo propone es ilimitado». «Bueno, me tienes a mí, ¿no es cierto?», le dijo él. «¿Qué significa eso?». «Puedes apoyarte en mí. Estoy aquí».

Él estaba allí. Ella estaba allí. Las posibilidades de todos habían cambiado de una manera espectacular.

La primera prenda de vestir que le compró fue una ceñida chaqueta de cuero marrón claro que le llegaba a la cintura, con forro de borrego, una prenda que él había visto en una tienda del selecto pueblo que estaba a dieciséis kilómetros de su casa, más allá del bosque. Entró allí y adquirió la chaqueta suponiendo correctamente que era de la talla de Pegeen. Le costó mil dólares. Ella nunca había tenido antes nada tan caro y nunca se había puesto hasta entonces una prenda que le sentara tan bien. Le dijo que era un regalo de cumpleaños, cuando fuese. Durante los diez días siguientes, ella no se la quitó. Entonces fueron a Nueva York, con el pretexto de ir al cine y pasar fuera el fin de semana juntos, y él le compró más ropa: faldas, blusas, cinturones, chaquetas, zapatos y suéteres por valor de más de cinco mil dólares, unas prendas con las que tenía un aspecto muy distinto del que presentaba con la ropa que se había traído al este desde Montana. Cuando se presentó por primera vez en su casa, poseía poco que no pudiera usar un chico de dieciséis años, solo que ahora había empezado a dejar de caminar como un chico de dieciséis años. En las tiendas de Nueva York, tras probarse algo nuevo en el probador, salía para enseñarle a él, que estaba esperándola, el aspecto que tenía y escuchar su opinión. Solo le embargaba una timidez paralizante durante las primeras horas; entonces dejaba que aquello sucediera y acababa por salir coquetamente del probador sonriendo de placer.

Axler le compró collares, brazaletes y pendientes. Le compró ropa interior lujosa para sustituir los sujetadores deportivos y las bragas grises. Le compró picardías satinados para sustituir los pijamas de franela. Le compró botas que le cubrían media pantorrilla, un par marrón y otro negro. El único abrigo que poseía lo había heredado de la difunta madre de Priscilla. Era demasiado grande para ella y tenía forma de caja, así que durante los meses siguientes él le compró nuevos y favorecedores abrigos, cinco en total. Podría haberle comprado un centenar. No podía detenerse. Al vivir como lo hacía, apenas gastaba en cosas para sí mismo, y nada le hacía más feliz que dotarla a ella de un aspecto como jamás había tenido hasta entonces. Y, andando el tiempo, nada pareció hacerla a ella más feliz. Era una orgía de mimos excesivos y derroche que a los dos les iba de perlas.

Sin embargo, Pegeen no quería que sus padres se enterasen de su relación. Habría sido demasiado doloroso para ellos. ¿Más doloroso que cuando les dijiste que eras lesbiana?, pensó él. Ella le había explicado lo que sucedió aquel día, cuando tenía veintitrés años. Su madre lloró y le dijo «No puedo imaginar nada peor», y su padre fingió aceptación pero no volvió a sonreír en varios meses. Después de que Pegeen les revelase lo que era, el trauma en aquella familia fue intenso durante largo tiempo. «¿Por qué el hecho de saber que te relacionas conmigo habría de causarles tanto dolor?», le preguntó él. «Porque sois viejos conocidos. Porque todos tenéis la misma edad». «Como tú quieras», le dijo él, pero no podía dejar de reflexionar en sus motivos. Tal vez ella actuaba así debido al hábito de mantener su vida en distintos compartimentos, la vida sexual estrictamente separada de su condición de hija; tal vez no quería que las preocupaciones filiales contaminaran o domesticasen el sexo. Tal vez le avergonzase en cierto modo haber pasado de acostarse con mujeres a acostarse con un hombre, y no estuviera segura de si el cambio iba a ser permanente. Pero, al margen de lo que la motivara, él tenía la sensación de que cometía un error al hacer que su relación fuese un secreto para sus padres. Axler era demasiado mayor para no sentirse comprometido por el hecho de ser mantenido en secreto. Tampoco veía por qué una mujer de cuarenta años debería estar tan preocupada por lo que pensaran sus padres, sobre todo una mujer de cuarenta años que había hecho toda clase de cosas que sus padres desaprobaban y cuya oposición había capeado. No le gustaba que Pegeen actuase como si fuese menor de lo que era, pero no insistió, no lo hizo de momento, y así la familia de Pegeen siguió creyendo que llevaba su vida habitual, mientras que, con el transcurso de los meses, a él le parecía que, lentamente pero de un modo natural, ella se estaba desprendiendo de lo que ahora denominaba «el error que cometí durante diecisiete años».

De todos modos, una mañana, durante el desayuno, Axler dijo algo que fue una sorpresa para los dos:

—¿De veras es esto lo que quieres, Pegeen? Aunque hasta ahora hemos disfrutado uno del otro, y la novedad ha sido intensa, y el sentimiento ha sido intenso, y el placer ha sido intenso, me pregunto si sabes lo que estás haciendo.

—Claro que sí —respondió ella—. Esto me encanta y no quiero que cese.

—Pero ¿comprendes a qué me estoy refiriendo?

—Sí. La cuestión de la edad. La cuestión de la historia sexual. Tu antigua relación con mis padres. Probablemente otras veinte cosas además de esas, y ninguna de ellas me preocupa. ¿Acaso te preocupa a ti alguna de ellas?

—¿No sería tal vez una buena idea que retrocediéramos antes de que llegue el desengaño? —replicó él.

—¿No eres feliz? —inquirió Pegeen.

—Mi vida ha sido muy precaria en los últimos años. No creo tener la fortaleza necesaria para resistir si mis esperanzas se hacen trizas. He tenido mi cuota de sufrimiento conyugal, y antes de eso mi cuota de rupturas con mujeres. Siempre es doloroso, siempre es duro, y no quiero exponerme a ello a estas alturas de la vida.

—A los dos nos han dejado, Simon —dijo ella—. Estabas al borde de un colapso nervioso y tu mujer cogió el portante y dejó que te las arreglaras por tu cuenta. A mí me traicionó Priscilla. No solo me abandonó, sino que dejó que el cuerpo al que había amado se convirtiera en un hombre con bigote llamado Jack. Si fracasamos, que se deba a nosotros, no a ellos, no a causa de tu pasado ni el mío. No quiero animarte a que corras un riesgo, y sé que es arriesgado. Para los dos, por cierto. También yo noto el riesgo. Es distinto del tuyo, desde luego. Pero el peor resultado posible es que me dejes. Ahora no soportaría perderte. Lo haré si es necesario, pero en cuanto al riesgo… el riesgo lo hemos corrido. Ya lo hemos hecho. Es demasiado tarde para protegernos con una retirada.

—¿Quieres decir que no quieres que dejemos esto mientras aún no sea demasiado tarde?

—Desde luego. Quiero tenerte, ¿sabes? He llegado a confiar en que te tengo. No te apartes de mí. Me encanta lo que hacemos, y no quiero que termine. No tengo nada más que decir, aparte de que lo intentaré si tú estás dispuesto. Esto ya no es una simple aventura.

—Hemos corrido el riesgo —dijo él, haciéndose eco de las palabras de Pegeen.

—Hemos corrido el riesgo.

Cuatro palabras cuyo significado era que, si él la dejaba, sería en el peor momento para ella. Dirá cualquier cosa que deba decir para seguir adelante con esto, pensó él, aunque el diálogo esté al borde del culebrón, porque, tantos meses después, sigue dolida por la atrocidad de Priscilla y los ultimátum de Louise. No hay ningún engaño en su manera de actuar, de ese modo somos estratégicos por instinto. Pero finalmente, se dijo Axler, llegará el día en que las circunstancias la colocarán en una posición mucho más fuerte para poner fin a la aventura, mientras que yo habré acabado en una posición más débil tan solo porque soy demasiado indeciso para cortar ahora. Y cuando ella sea fuerte y yo débil, el golpe será insoportable.

Creía ver claramente su futuro, pero no podía hacer nada por alterar la perspectiva. Se sentía demasiado feliz para alterarla.

En el transcurso de los meses, ella se dejó crecer el cabello casi hasta los hombros, un espeso cabello castaño de brillo natural que empezó a pensar en cortarse con un estilo diferente al del corte masculino que había llevado durante toda su vida adulta. Un fin de semana llegó con un par de revistas llenas de fotos de diferentes estilos de peinado, revistas de una clase que él no había visto antes. «¿De dónde las has sacado?», le preguntó. «Una de mis alumnas», respondió ella. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá de la sala de estar mientras ella pasaba las páginas y doblaba los ángulos de aquellas en las que había un estilo de peinado que podría convenirle. Finalmente redujeron sus preferencia a dos, y ella arrancó aquellas páginas y él telefoneó a una amiga actriz que vivía en Manhattan para preguntarle dónde debería ir Pegeen a arreglarse el cabello, la misma amiga que le había indicado dónde llevar a Pegeen para comprar prendas de vestir y joyas. «Ojalá tuviera un amante ricachón», dijo la amiga. Todo lo que él estaba haciendo era contribuir a que Pegeen fuese la mujer a la que él querría en vez de una mujer a la que otra mujer podría querer. Juntos estaban absortos en lograr que eso sucediera.

La acompañó a una cara peluquería en la calle Sesenta Este. Una joven japonesa cortó el cabello a Pegeen tras mirar las dos fotos que ellos le habían proporcionado. Axler nunca había visto a Pegeen tan desarmada como lo parecía sentada en el sillón ante el espejo, después de que le hubieran lavado la cabeza. Nunca la había visto con semejante aspecto de debilidad o sin saber cómo reaccionar. Verla allí sentada, silenciosa, tímida, al borde de la humillación, incapaz incluso de mirar su imagen reflejada en el espejo, daba al corte de pelo un significado totalmente transformado, que despertaba la desconfianza de Axler en sí mismo y le llevaba a preguntarse, como lo había hecho más de una vez, si no estaría cegado por una ilusión formidable y desesperada. ¿Cuál es el atractivo de una mujer así para un hombre que está perdiendo tanto? ¿No estaba haciéndole fingir que era distinta a la que era? ¿No la estaba vistiendo con un disfraz elegante como si una falda cara pudiera acabar con casi dos décadas de experiencia vivida? ¿No la estaba distorsionando mientras se decía a sí mismo una mentira, y una mentira que al final podría acabar siendo cualquier cosa menos inocua? ¿Y si resultaba que él no era más que una breve intrusión masculina en una vida de lesbiana?

Pero entonces cortaron el espeso y reluciente cabello de Pegeen, se lo cortaron por debajo de la línea del cuello de forma dispareja, de modo que ninguna de las capas estaba nivelada, un aspecto que le daba con precisión el correcto y apropiado aire de ligero descuido, y pareció tan transformada que todas esas preguntas sin respuesta dejaron de incordiarle y ni siquiera requerían que pensara seriamente en ellas. Pegeen necesitó un poco más de tiempo que él para convencerse de que la elección de ambos era correcta, pero en unos pocos días el corte de pelo y todo cuanto tenía que ver con ella que permitía a Axler darle forma, determinar qué aspecto debería tener y avanzar una idea de cómo era la verdadera vida de Pegeen, parecía haberse vuelto más que solo aceptable. Tal vez porque él la encontraba tan espléndida, ella no dejó de seguir sometiéndose a los cuidados del actor, por ajeno que eso pudiera resultarle a la conciencia de sí misma forjada a lo largo de su vida. Si realmente la voluntad que se estaba sometiendo era la suya, si en verdad no era ella quien le había aceptado por completo y, tras aceptarlo, se había hecho cargo de él.

Al atardecer de un viernes, Pegeen llegó consternada a casa de Axler. Allá, en Lansing, su familia había recibido una llamada telefónica de Louise a medianoche, para explicarles cómo su hija la había explotado y engañado de una manera oportunista.

—¿Qué más?

Esta pregunta hizo que Pegeen casi se echara a llorar.

—Les ha hablado de ti, les ha dicho que estaba viviendo contigo.

—¿Y qué han respondido?

—Mi madre fue la que respondió. Él dormía.

—¿Y cómo se lo tomó?

—Me preguntó si era cierto. Le respondí que no vivía contigo y que nos hemos hecho amigos íntimos.

—¿Qué dijo tu padre?

—No se puso al teléfono.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¡Esa zorra asquerosa! —exclamó—. ¿Por qué no para de una vez? ¡Esa obsesa, posesiva, celosa y rencorosa zorra!

—¿Te importa de veras que se lo haya dicho a tus padres?

—¿A ti no te importa? —le preguntó Pegeen.

—Solo en la medida en que te trastorna. Por lo demás, en absoluto. Creo que es mejor así.

—¿Qué digo cuando hablo con mi padre? —le preguntó ella.

—Pegeen Mike… di lo que te parezca.

—Supón que decide dejar de hablarme.

—Dudo que eso suceda.

—Supón que quiere hablar contigo.

—Entonces él y yo hablaremos —dijo Axler.

—¿Está muy enfadado?

—Tu padre es un hombre razonable y juicioso. ¿Por qué habría de estar enfadado?

—Ah, esa zorra… está completamente majareta. Está descontrolada.

—Sí, pensar en ti la tortura —dijo él—. Pero tú no estás descontrolada, yo no lo estoy, y tampoco tus padres.

—Entonces, ¿por qué mi padre no quiso hablar conmigo?

—Si estás tan preocupada, llámale y pregúntaselo. Tal vez te gustaría que yo hablara con él.

—No, yo lo haré… lo haré yo misma.

Pegeen esperó hasta después de que hubieron comido para telefonear a Lansing, y lo hizo desde su estudio, con la puerta cerrada. Al cabo de quince minutos, salió con el teléfono en la mano y apuntó a Axler con el aparato.

Axler cogió el teléfono.

—Hola, Asa.

—¿Qué tal? Tengo entendido que has seducido a mi hija.

—Tengo una relación con ella, es cierto.

—Ya, no puedo decir que no esté un poco asombrado.

—Bien —replicó Axler, riendo—. Tampoco yo puedo decirlo.

—Cuando me dijo que iba a visitarte, jamás habría imaginado que iba a ocurrir algo así —dijo el padre de Pegeen.

—Bueno, me alegro de que te parezca bien —dijo Axler.

Hubo una pausa antes de que Asa respondiera.

—Pegeen es una persona independiente. Hace mucho tiempo que dejó de ser una niña. Escucha, Carol quiere saludarte —le informó Asa, y pasó el teléfono a su esposa.

—Bien, bien —dijo Carol—, ¿quién habría podido imaginar esto cuando todos nosotros éramos jóvenes en Nueva York?

—Nadie —replicó Axler—. Yo mismo no podría haberlo imaginado el día que se presentó aquí.

—¿Está mi hija haciendo lo correcto? —le preguntó Carol.

—Creo que sí.

—¿Cuál es tu plan? —quiso saber Carol.

—No tengo ningún plan.

—Pegeen siempre nos ha sorprendido.

—También a mí me ha sorprendido —dijo Axler—. Creo que ella no está menos sorprendida.

—Bueno, ha sorprendido a su amiga Louise.

Él no se molestó en replicar que la misma Louise era una sorpresa. Claramente, la intención de Carol era mostrarse suave y amistosa, pero, a juzgar por la fragilidad de su tono, él estaba seguro de que la llamada le resultaba muy penosa y que ella y Asa se estaban limitando a hacer lo correcto, que era lo propio de ellos, reaccionar del modo más juicioso y que haría feliz a Pegeen. No querían distanciarse de ella a los cuarenta años como había sucedido cuando tenía veintitrés y les dijo que era lesbiana.

Lo cierto es que, el sábado siguiente, Carol voló desde Michigan para reunirse con Pegeen en Nueva York y comer juntas. Aquella mañana, Pegeen se dirigió en coche a la ciudad y regresó hacia las ocho de la tarde. Él había preparado la cena, y, solo cuando hubieron terminado de cenar, él le preguntó cómo había ido la reunión.

—Bueno, ¿qué te ha dicho? —le preguntó Axler.

—¿Quieres que te sea del todo sincera? —respondió Pegeen.

—Por favor —le pidió él.

—De acuerdo. Trataré de recordarlo con la mayor exactitud posible. Ha sido una especie de tercer grado benigno. No había nada vulgar ni interesado en ella. Tan solo la franqueza rotunda de una madre de Kansas.

—Continúa.

—Quieres saberlo todo, ¿no? —dijo Pegeen.

—Sí —respondió él.

—Bien, ante todo, en el restaurante, pasó de largo junto a mi mesa, no me reconoció. «Madre», la llamé, y ella se volvió y dijo: «Oh, Dios mío, es mi hija. Qué guapa estás». «¿Guapa?», repliqué. «¿Antes no creías que estaba guapa?». Y ella contestó: «Un nuevo peinado, ropa de un estilo que nunca habías llevado hasta ahora». «Quieres decir que estoy más femenina», le dije. «Sí, desde luego. Te favorece mucho, querida. ¿Desde cuándo dura esto?». Se lo dije, y ella observó: «Es un peinado muy bonito. No puede haber sido barato». Le dije: «Solo me estoy probando algo nuevo», y entonces comentó: «Supongo que estás probando algo nuevo en muchos aspectos. He venido porque quiero asegurarme de que has pensado a fondo las consecuencias de tu aventura». Respondí que no estaba segura de que nadie piense jamás a fondo su relación romántica con otra persona.

Añadí que en estos momentos me hace muy feliz. Así que ella dijo: «Nos hemos enterado de que estuvo ingresado en un hospital psiquiátrico. Hay quien dice que estuvo allí seis meses, otros que un año… no lo sé con exactitud». Le dije que estuviste veintiséis días, hace un año entero, y que eso tuvo que ver con problemas de actuación en el escenario. Le dije que perdiste temporalmente la capacidad de actuar y, al no poder hacerlo, te derrumbaste. Le dije que, fueran cuales fuesen los problemas emocionales o mentales que hubieses tenido entonces, no se manifestaban ahora en nuestra vida en común. Le dije que estabas tan cuerdo o más que cualquiera con quien me hubiese relacionado, y que cuando estamos juntos pareces estable y completamente feliz. Y ella me preguntó: «¿Sigue atascado con la actuación?». Y le respondí que sí y que no, que lo estabas pero, a mi modo de ver, era el resultado de haberme encontrado y de estar conmigo, y que ya no eras la misma tragedia que habías sido. Tu situación era ahora más similar a la de un atleta lesionado, que se ha quedado al margen y espera hasta que se cure. Y ella me planteó: «No te sentirás obligada a rescatarlo, ¿verdad?». Le aseguré que no, y ella me preguntó a qué dedicabas el tiempo y le dije: «Me ve. Creo que se propone seguir viéndome. Lee. Me compra ropa». Ella se agarró a eso. «Entonces esta ropa que llevas te la ha comprado él. Bien, yo diría que aquí actúa cierta fantasía de rescate». Le dije que daba demasiada importancia a ese detalle, que a los dos nos divertía y ¿por qué no podíamos dejarlo así? Le dije: «No está tratando de influir en mí de ninguna manera en la que no quiera que me influya». Ella me preguntó: «¿Vas con él cuando te compra ropa?». Y le respondí: «Normalmente, sí. Pero, una vez más, creo que eso le hace feliz, y puedo verlo en sus ojos, puesto que es un experimento que también quiero realizar. No veo por qué nadie habría de preocuparse». Y fue entonces cuando la conversación dio un giro. Me confesó: «Pues debo decirte que estoy preocupada. Eres inexperta en el mundo masculino, y me parece extraño, o tal vez no tan extraño, que el hombre con el que decides iniciar esta nueva vida tenga veinticinco años más que tú, haya pasado por un derrumbe que ha motivado su ingreso en un hospital psiquiátrico y ahora esté desempleado. Para mí todo esto no augura nada bueno». Le dije que no me parecía peor que la situación en la que me encontraba antes, con alguien a quien había amado tanto y que una mañana me había dicho «No puedo seguir con este cuerpo» y decidió que quería ser un hombre. Y entonces le solté mi discurso, el discurso que había preparado y recitado en voz alta mientras conducía: «En cuanto a su edad, madre, no veo que sea un problema. Si voy a tratar de ser atractiva para los hombres y saber también si ellos me atraen, esto parece ser el mejor indicador. Esta persona es la prueba. Considero los veinticinco años como veinticinco años más de experiencia de los que tendría mi pareja si lo intentara con un hombre de mi edad. No estamos hablando de casarnos. Te lo he dicho, disfrutamos el uno del otro. Yo le disfruto, en parte, porque es veinticinco años mayor que yo». Y ella replicó: «Y él disfruta de ti porque eres veinticinco años más joven». Le dije: «No te ofendas, madre, pero ¿no será que estás celosa?». Y ella se echó a reír y dijo: «Cariño, tengo sesenta y tres años y llevo casada felizmente con tu padre más de cuarenta. Es cierto», añadió, «y puede que te encante saber esto, que cuando interpretaba en papel de Pegeen Mike y Simon el de Christy en la obra de Synge, me encapriché de él. ¿A quién no le ocurría? Tenía un atractivo desbordante, era enérgico, exuberante, juguetón, un actor muy convincente, un estupendo actor, su talento ya claramente por encima del de todos los demás. De modo que, sí, me encapriché de él, pero ya estaba casada y embarazada de ti. El enamoramiento fue pasajero. No creo haberle visto más de diez veces en los años transcurridos desde entonces. Le tengo un enorme respeto como actor. Pero sigue preocupándome esa estancia en el hospital. No es ninguna menudencia que alguien ingrese en un hospital psiquiátrico y esté ahí durante un período más o menos largo. Mira, lo importante para mí es que no te metas en esto a ciegas. No debes hacer algo que una veinteañera podría hacer por falta de experiencia. No quiero que tu manera de actuar proceda de tu inocencia». Y le repliqué: «No soy precisamente inocente, madre». Le pregunté qué temía que podría ocurrirme que no pudiera ocurrirle a cualquiera. Y ella respondió: «¿Qué temo? Temo el hecho de que envejece día a día. Así es como funciona. Tienes sesenta y cinco y entonces sesenta y seis y luego sesenta y siete, y así sucesivamente. Estarás con un hombre de setenta años. Y la cuenta no se detendrá ahí. Luego sé convertirá en un hombre de setenta y cinco años. Es algo que jamás cesa. Sigue continuamente. Empezará a tener los problemas de salud que son propios de los ancianos, y tal vez incluso cosas peores, y serás la persona responsable de su cuidado. ¿Estás enamorada de él?». Le dije que creía estarlo, y ella me preguntó: «¿Está él enamorado de ti?». Y respondí que creía que lo estabas. Le dije: «Creo que irá todo bien, madre. He pensado que él tiene más motivos de preocupación que yo, que esta situación es más precaria para él que para mí». Ella me preguntó: «¿Cómo es eso?», y le dije: «Bien, como dices, estoy probando esto por primera vez. Aunque para él también es una novedad, no lo es tanto, ni mucho menos, como para mí. Me ha sorprendido lo mucho que he disfrutado de esta situación. Pero aún no podría afirmar que es el cambio definitivo que siempre querré». Y ella dijo: «Bien, de acuerdo, no quiero seguir hablando de esto y darle una importancia que no tiene y que tal vez nunca ha tenido. He pensado que debía verte cuanto antes, y debo decir, una vez más, que estoy muy impresionada por tu aspecto». Y le pregunté: «¿Te hace eso pensar que de todos modos habrías preferido a una hija que fuese hétero?». Ella respondió: «Me hace pensar que preferirías no seguir siendo lesbiana. Por supuesto, puedes hacer lo que quieras. En tu juventud independiente fuiste tú quien nos educó al respecto. Pero no puedo dejar de observar el cambio físico. Has puesto mucho cuidado para que todo el mundo repare en ello. Incluso te has perfilado los ojos. Es una transformación impresionante». Fue entonces cuando le pregunté: «¿Qué crees que pensaría papá?».

Y ella dijo: «No ha podido venir porque dentro de unos días se estrena una nueva obra y ha de estar ahí. Pero quería venir a verte, y, en cuanto la obra esté en marcha, vendrá, si te parece bien. Y entonces podrás preguntarle directamente lo que piensa. Bueno, ¿qué te parece si vamos de compras? Me encantan tus zapatos. ¿Dónde los has comprado?». Se lo dije y ella me preguntó: «¿Te importaría que me comprase unos como los tuyos? ¿Quieres venir conmigo a comprarlos?». Así que tomamos un taxi hasta la avenida Madison y ella se compró un par de zapatos bicolores de charol, rosa y beige, puntiagudos y de tacón chupete. Ahora camina por Michigan con mis zapatos Prada. También le gustaba mi falda, y fuimos al SoHo para que se comprase una igual. Buen final, ¿no es cierto? Pero al atardecer, ¿sabes qué me dijo antes de ir al aeropuerto con las bolsas de la compra? Esto, y no los zapatos, es el verdadero final. Me dijo: «Lo que has estado haciendo conmigo durante la comida, Pegeen, ha sido que pareciera el arreglo más sensato y razonable del mundo, cuando naturalmente no lo es. Pero la gente solo te decepcionará si trata de convencerte de que no hagas lo que deseas hacer desde que te despiertas por la mañana y te hace saltar por encima de la monótona homogeneidad de todo el mundo. Debo decirte que lo primero que pensé al enterarme de esto fue que era absurdo y desacertado. Y ahora que he hablado contigo, que hemos pasado el día juntas y he ido de compras contigo por primera vez, de veras, desde que te fuiste a la universidad, ahora que he visto que estás completamente calmada, que eres racional y te tomas en serio esta situación, sigo creyendo que es absurda y desacertada».

Al llegar a este punto, Pegeen se interrumpió. Había tardado cerca de media hora en repetirle la conversación, y durante ese tiempo él no había hablado ni se había movido de su silla, como tampoco le había pedido que se detuviera en ninguna de las numerosas ocasiones en que había pensado que ya había oído bastante. Pero no le convenía pedirle que se callara, sino que necesitaba averiguarlo todo, oírlo todo, incluso, si era necesario, oírle decir: «Pero aún no podría afirmar que es el cambio definitivo que siempre querré».

—Bueno, eso es todo —dijo Pegeen—. Ese es, muy fielmente reproducido, el contenido de nuestra conversación.

—¿Fue mejor o peor de lo que esperabas? —le preguntó él.

—Mucho mejor. Durante el trayecto hasta la ciudad estaba muy inquieta.

—Pues parece que no tenías necesidad de estarlo. Te has desenvuelto muy bien.

—Luego, al regresar, me inquietaba contarte todo eso, pues sabía que, si te era sincera, no iba a gustarte todo lo que escucharas.

—Bueno, tampoco tenías necesidad de inquietarte por eso.

—¿De veras? Confío en que contártelo todo no te haya vuelto contra mi madre.

—Tu madre ha dicho lo que diría una madre. La comprendo. —Se echó a reír y añadió—: No puedo decir que esté en desacuerdo con ella.

En voz baja, y ruborizándose al hablar, Pegeen le dijo:

—Espero que no te haya vuelto contra mí.

—Te admiro por ello —replicó él—. Nada te ha hecho desistir, ni hablar con ella ni hablar conmigo ahora.

—¿De veras? ¿No estás dolido?

—No.

Pero lo estaba, por supuesto, dolido y enojado. Había permanecido allí sentado, escuchándola en silencio, escuchando atentamente como lo había hecho durante toda su vida, tanto en el escenario como fuera de él, pero le enojaba en especial la clarificación del proceso de envejecimiento que había hecho Carol y el hecho de que considerase a su hija en peligro. Como tampoco, por muy suavemente que ella le hablase ahora, dejaba de perturbarle lo de «absurdo y desacertado». La verdad es que todo aquello le indignaba. Podría estar bien si Pegeen tuviese veintidós años y hubiera cuarenta de diferencia entre ellos, pero ¿a qué venía aquella peculiar relación de propiedad con una aventurera mujer de cuarenta años? ¿Y qué diablos le importaba a una mujer de cuarenta años lo que quisieran sus padres? Pensó que, en parte, debería alegrarles que estuviera con él, aunque solo fuese desde un punto de vista práctico. Ahí está el hombre eminente con mucho dinero que va a cuidar de ella. Al fin y al cabo, ella no es ya precisamente una niña. Se une a alguien que ha logrado algo en la vida, ¿qué hay de malo en eso? Sin embargo, el mensaje es: No te establezcas como cuidadora de un viejo chiflado.

Sin embargo, puesto que Pegeen parecía haber rechazado la idea que Carol tenía de él, pensó que lo mejor sería que guardara silencio tanto sobre eso como sobre todo lo demás que no le gustaba. ¿De qué serviría que atacara a la madre de Pegeen por inmiscuirse? Sería mejor que diera la impresión de que se reía de ello. De todos modos, si ella llegara a verle a través de los ojos de su madre, no habría nada que él pudiera decir o hacer para impedírselo.

—Eres fantástico para mí —le dijo Pegeen—. Eres justo lo que necesito.

—Y tú lo eres para mí —dijo él.

Y lo dejó así. No aprovechó la ocasión para añadir: «En cuanto a tus padres, preferiría no causarles ningún daño, pero no puedo organizar mi vida de acuerdo con sus sentimientos. Sus sentimientos me importan más bien poco y, francamente, en esta etapa del juego tampoco deberían importarte». No, no partiría en esa dirección, sino que aguantaría, sería paciente y confiaría en que la familia de Pegeen se perdiera de vista.

Al día siguiente, Pegeen se dedicó a arrancar el papel de la pared de su estudio. Victoria había elegido aquel papel muchos años atrás, y, aunque a Axler le tenía sin cuidado, Pegeen no soportaba verlo, y le preguntó si podía quitarlo. Él le dijo que la habitación era suya y que podía hacer en ella lo que quisiera, como lo era el dormitorio en el piso superior y el baño contiguo, como en verdad lo eran todas las habitaciones de la casa. Él le dijo que podía contratar a un pintor para que hiciera el trabajo, pero Pegeen insistió en arrancar el papel de las paredes y pintarlas ella misma, tomando así oficialmente posesión del estudio. Tenía en su casa todas las herramientas necesarias para arrancar el papel, y se las había traído a fin de iniciar la tarea aquel domingo, un día después de que su madre, en Nueva York, hubiera puesto en tela de juicio la prudencia de haberse instalado allí. A lo largo del día él debió de ir diez veces a verla arrancar el papel, y en cada ocasión se marchó con el mismo pensamiento tranquilizador: no estaría trabajando de ese modo si Carol la hubiera persuadido de que lo dejara. No estaría haciendo lo que estaba haciendo si no tuviera intención de quedarse.

Aquella noche, Pegeen regresó a la universidad, donde tenía que dar una clase a primera hora de la mañana siguiente. La noche del domingo, cuando el teléfono sonó alrededor de las diez, Axler pensó que era ella quien le llamaba para decirle que había llegado bien. Pero no era ella, sino la decana a la que Pegeen había plantado. «Quede advertido, señor Famoso: ella es deseable, es audaz y es totalmente implacable, totalmente insensible, de un egoísmo sin posible comparación y amoral por completo». Y dicho esto, la decana colgó.

A la mañana siguiente, Axler fue al taller de reparaciones, donde dejó su vehículo, y el mecánico le llevó de regreso a casa en su camioneta grúa. Al final de la jornada, una vez listo el trabajo, le devolvería el coche a Axler. Alrededor del mediodía, cuando este entró en la cocina para hacerse un bocadillo, miró casualmente por la ventana y vio que algo corría por el campo adyacente al establo, detrás del cual desapareció. Esta vez era una persona, no una zarigüeya. Se apartó de la ventana de la cocina y aguardó para ver si tal vez había una segunda, tercera o cuarta persona acechando en cualquier otra parte. En los últimos meses se había producido una preocupante serie de robos en todo el condado, sobre todo en las casas desocupadas cuyos propietarios solo se alojaban en ellas los fines de semana, y Axler se preguntó si la ausencia de un coche en el garaje abierto había llamado la atención de los ladrones y le habían convertido en objetivo de un robo diurno. Rápidamente subió al desván en busca de la escopeta y la cargó con munición. Entonces bajó para examinar su finca desde la ventana de la cocina. A un centenar de metros al norte, en la carretera que se deslizaba perpendicular a la suya, distinguió un coche aparcado, pero estaba demasiado lejos para que pudiera distinguir si había alguien dentro. Era insólito ver un coche estacionado allí a cualquier hora del día o de la noche; al otro lado de la carretera se alzaba una colina cubierta de espesa vegetación, y en el lado de su finca se extendían unos campos abiertos hasta el granero, el garaje abierto y la casa. De repente, la persona oculta detrás del granero salió y, tras avanzar sigilosamente a lo largo de la pared, echó a correr hacia la entrada de la casa. Desde la cocina, Axler vio que la intrusa era una mujer alta, delgada y pelirroja, vestida con tejanos y una chaqueta de esquí azul marino. Examinaba la sala de estar a través de una ventana de la fachada. Como no estaba seguro de si la mujer se encontraba sola o no, Axler permaneció inmóvil de momento, el arma en las manos. Pronto ella empezó a moverse de una ventana a la siguiente, deteniéndose cada vez para examinar el interior de la estancia. Él salió por la puerta trasera y, sin que ella le viera, se acercó a tres metros del lugar donde estaba examinando el interior de la sala de estar a través de una ventana en el lado sur de la casa.

Axler la apuntó con la escopeta mientras se dirigía a ella.

—¿En qué puedo servirla, señora?

—¡Oh! —exclamó la mujer al volverse y verle—. Oh, lo siento.

—¿Está usted sola?

—Sí, estoy sola. Soy Louise Renner.

—Es la decana.

—Sí.

No parecía mucho mayor que Pegeen, pero era bastante más alta, solo unos pocos centímetros por debajo de él, y con su porte erguido y el cabello rojo apartado de la alta frente y recogido con un severo nudo en la nuca, la mujer tenía un aura heroicamente escultural.

—¿Qué cree que está haciendo? —le preguntó.

—Estoy invadiendo una propiedad ajena, lo sé. No tenía intención de hacer ningún daño. Pensé que no habría nadie en casa.

—¿Ha estado antes aquí?

—Solo he pasado en coche.

—¿Por qué?

—¿Podría bajar el arma? Me está poniendo muy nerviosa.

—Bueno, usted me ha puesto nervioso con tanto mirar a través de mis ventanas.

—Lo siento. Le pido disculpas. He sido una estúpida. Esto es vergonzoso. Me marcharé.

—¿Qué se proponía hacer?

—Ya sabe lo que me proponía hacer —replicó ella.

—Dígamelo usted.

—Solo quería ver adónde va ella todos los fines de semana.

—Así que está muy preocupada. Viene en coche desde Vermont para averiguar eso.

—Ella me prometió que estaríamos juntas para siempre, y tres semanas después se marchó. Vuelvo a pedirle disculpas. Esto no me había sucedido jamás. No debería haber venido aquí.

—Y lo más probable es que encontrarse conmigo no le ayude gran cosa.

—Exacto.

—Le hace arder de celos.

—De odio, si he de serle sincera.

—Fue usted quien telefoneó anoche.

—No tengo un completo dominio de mí misma —replicó ella.

—Está obsesionada, así que telefonea, está obsesionada, así que habla. De todos modos, es usted una mujer muy atractiva.

—Nunca hasta ahora me había dicho eso un hombre armado.

—No sé por qué la dejó para venirse conmigo —dijo él.

—Ah, ¿no lo sabe?

—Usted es una valquiria pelirroja y yo soy un viejo.

—Un viejo que es un astro, señor Axler. No finja que no es nadie.

—¿Le gustaría entrar? —le preguntó él.

—¿Por qué? ¿Quiere seducirme a mí también? ¿Es esa su especialidad, adaptar a las lesbianas?

—No he sido yo la mirona, señora. No he sido yo quien se ha puesto en contacto telefónico con sus padres, que están en Michigan, a medianoche. No soy yo quien telefoneó anoche anónimamente al «señor Famoso». No es necesario que adopte con tanta rapidez el tono acusador.

—Estoy alterada.

—¿Cree que ella lo merece?

—No, claro que no —respondió ella—. No es hermosa, no es muy inteligente y no es muy adulta. Es una persona de un infantilismo fuera de lo corriente para su edad. Es una niña, a decir verdad. Ha convertido en un hombre a su amante de Montana. A mí me ha convertido en una vagabunda. Quién sabe en qué le convertirá a usted. Deja un rastro de desastre ¿De dónde saca ese poder?

—Adivínelo —le dijo él.

—¿Es eso lo que contribuye al desastre? —inquirió la decana.

—Hay algo en ella que tiene una gran potencia sexual —respondió él, y vio que ella se encogía al oírle decir eso. Claro que a la perdedora no podía resultarle nada fácil enfrentarse a la persona que había ganado.

—Tiene muchos aspectos potentes —dijo la decana—. Es una chica viril, es una adulta infantil. Hay en ella una adolescente que no se ha desarrollado. Es una ingenua astuta. Pero no es su sexualidad por sí misma la causante… somos nosotros. Somos nosotros quienes la dotamos del poder de causar estragos. Pegeen no es nadie, ¿sabe?

—No sufriría usted por ella si no fuese nadie. No estaría aquí si ella no fuese nadie. Vamos, entre en casa. Entonces podrá verlo todo de cerca.

Y él podría oír más sobre Pegeen, por muy hirientes que fuesen sus observaciones porque Pegeen la había «explotado». Sí, quería que aquella mujer hablara desde las profundidades de su herida acerca del ser humano con quien él tenía mayor intimidad.

—Esto ha sido más que suficiente —dijo la decana.

—Pase —insistió él.

—No.

—¿Acaso me teme? —me preguntó.

—He cometido una necedad por la que le pido disculpas. He entrado ilegalmente en su propiedad y lo siento. Y ahora me gustaría que me dejara marcharme.

—No la retengo. Es usted hábil para devolverme moralmente la pelota. Pero no la invité a venir en primer lugar.

—Entonces, ¿por qué quiere que entre? ¿Por el triunfo que supondría acostarse con la mujer que se acostaba con Pegeen?

—No tengo semejante ambición. Me contento con las cosas tal como están. Tan solo era cortés. Podría ofrecerle una taza de café.

—No —dijo la decana con frialdad—. No, usted quiere follarme.

—¿Es eso lo que quiere que quiera?

—Es lo que usted quiere.

—¿Ha venido aquí para tratar de conseguir que haga eso? ¿Para pagarle a Pegeen con la misma moneda?

De repente, la mujer no pudo seguir ocultando su amargura y rompió a llorar.

—Demasiado tarde, demasiado tarde —dijo entre sollozos.

Él no comprendió a qué se refería, pero no se lo preguntó. Lloró con la cara entre las manos mientras él se volvía y, con el arma al costado, entraba en la casa por la puerta trasera, tratando de creer que no podía tomar en serio nada de lo que Louise le había dicho acerca de Pegeen, tanto allí, fuera de la casa, como la noche anterior por teléfono.

Aquella noche, cuando llamó a Pegeen, no mencionó lo que había sucedido por la tarde, ni el fin de semana, cuando Pegeen regresó a casa, le habló de la visita de Louise, ni tampoco, mientras hacían el amor, pudo quitarse de la mente a la valkiria pelirroja y la fantasía de lo que no había ocurrido.