Poco después de publicar Skeleton Crew, mi anterior libro de relatos, tuve una conversación con una lectora que me contaba lo mucho que le había gustado. Dijo que había conseguido racionarse las historias y leer una cada noche durante unas tres semanas. «Pero me salté las notas finales», dijo mientras me observaba atentamente (creo que pensó que a lo mejor le saltaría al cuello ante tan grave afrenta). «Soy una de esas personas que no quiere descubrir los trucos de los magos.»
Como tenía recados pendientes y no quería enzarzarme en una polémica sobre el tema, asentí con la cabeza y le dije que estaba en su perfecto derecho. Pero hoy ningún imperioso recado me retiene y me gustaría, como solía decir nuestro viejo amigo de San Clemente, poner un par de puntos sobre un par de íes. En primer lugar, no me importa si esta señora lee las notas finales o se las salta. Es su libro y, por lo que a mí respecta, se lo podría poner por sombrero en una carrera de caballos. En segundo lugar, no soy un mago y esto no son trucos.
Con ello no quiero decir que la literatura carezca de magia. Sí, creo que sí tiene magia, y la magia se enreda y trepa por la ficción con especial exuberancia. Pero he aquí la paradoja: los magos, así lo confiesan la mayoría de ellos, no tienen nada que ver con la magia. Sus innegables prodigios, tales como palomas que salen volando de pañuelos, pañuelos de seda que surgen de unas manos vacías o monedas que aparecen detrás de las orejas, son producto de su infatigable práctica, de juegos de manos y falsos amagos premeditados. Sus referencias a los «antiguos secretos de Oriente» y «la olvidada sabiduría de la Atlántida» son mera palabrería. Me aventuraría a decir que, quien más quien menos, los magos se identifican plenamente con el viejo chiste del pueblerino que pregunta al beatnik neoyorkino cómo llegar al Carnegie Hall. «Es una cuestión de práctica, hombre», replica el beatnik.
Otro tanto puede decirse de los escritores. Después de veinte años de escribir ficción popular y ser desacreditado y tildado de mercenario por los críticos más «intelectuales» (parece ser que su definición de mercenario es «artista cuyo trabajo es apreciado por demasiadas personas»), atestiguaré de buen grado que tener arte es imprescindible, que el proceso a menudo tedioso de redactar un borrador, corregirlo y redactarlo de nuevo es esencial para hacer un buen trabajo, y que el esfuerzo es el único camino aceptable para aquellos de nosotros que tenemos algo de talento pero escaso o nulo genio.
Y aun así, esta profesión encierra cierta magia, que suele surgir en el instante mismo en que una historia brota en la cabeza de un escritor: un fragmento, en general, aunque algunas veces se trate de algo completo (y cuando ocurre eso es como si a uno le cayera encima una bomba atómica). El escritor puede luego relatar dónde estaba cuando todo eso ocurrió, y qué elementos se combinaron para dar vida a su idea, pero la idea en sí es algo nuevo, mayor que la suma de sus factores, algo creado a partir de la nada. Es, parafraseando a Marianne Moore, un sapo verdadero en un jardín imaginario. Por tanto, no debemos recelar de las notas finales porque en ellas vaya a revelarse el secreto de los trucos y romperse la magia. En la verdadera magia no hay trucos. En la verdadera magia sólo hay historia.
No obstante, sí se puede romper la magia de una historia todavía no leída, o sea que si usted es una de esas personas (insoportables, por cierto) que sucumben al irrefrenable impulso de leer primero el final de los libros, cual mocoso obstinado que se empeña en zamparse el pastel de chocolate antes que la carne, le diré, y no se lo tome a mal: «¡Fuera de aquí!». De lo contrario, se expone a la peor de las maldiciones: el desencanto. A los demás lectores, les diré que aquí tienen un viaje relámpago al lugar donde nacieron algunas de las historias de Pesadillas y alucinaciones.
El Cadillac de Dolan
Supongo que el hilo de pensamientos que me llevó hasta esta historia es bastante directo. Estaba yo circulando distraídamente por una de esas eternas carreteras en construcción en las que se respiran toneladas de polvo, alquitrán y humos, y parece que uno lleve una eternidad sentado en el coche, mirando siempre el culo del mismo vehículo familiar y el mismo adhesivo pegado en el guardabarros que proclama: SÓLO FRENO ANTE ANIMALES. La única diferencia estriba en que, aquel día, el coche que tenía delante era un gigantesco Cadillac Sedan DeVille verde. Al pasar como tortugas al lado de una zanja donde estaban instalando unas enormes tuberías cilíndricas, recuerdo haber pensado: «Incluso un coche tan grande como ese Cadillac cabría dentro». Al poco, la idea de «El Cadillac de Dolan» ya se había consolidado en mi mente, estaba desarrollada, y los elementos narrativos no variaron ni un ápice.
Sin embargo, no se puede hablar de un parto sin complicaciones; nada más lejos. Nunca antes los detalles técnicos me habían desalentado tanto, hasta el extremo de hacerme pensar en tirar la toalla. Ahora les daré algo que el Reader’s Digest denomina «Una visión personal». Aunque me gusta verme como la versión literaria de James Brown (supuestamente «el hombre más trabajador del mundo del espectáculo»), cuando se trata de detalles técnicos e investigación, soy el tío más vago del mundo. Lectores y críticos (especialmente Avram Davidson, que una y otra vez me humilla escrupulosamente desde el Chicago Tribune y la revista Fantasy and Science Fiction) no dejan de llamarme la atención por mis lapsus. Mientras escribía «El Cadillac de Dolan», me di cuenta de que esta vez no podía sortear los obstáculos, pues los pilares sobre los que se asentaba la historia estaban construidos con detalles científicos, fórmulas matemáticas y postulados de la física.
De haber descubierto esta amarga verdad un poco antes, es decir, antes de haber invertido casi quince mil palabras en la historia de Dolan, Elizabeth y su marido chapado a lo Poe, no habrían vacilado ni un segundo en remitir «El Cadillac de Dolan» al Departamento de Relatos Inacabados. El caso es que no lo descubrí a tiempo, y para entonces ya no quería dejarlo. Sólo se me ocurrió una solución viable: llamar a mi hermano mayor en busca de ayuda.
Dave King es lo que las gentes de Nueva Inglaterra denominan «una obra maestra», un niño prodigio con un coeficiente de inteligencia superior a 150 (encontrarán algunos paralelismos en el genial hermano de Bow-Wow Fornoy, en «El fin del desastre»), que pasó por la escuela como una exhalación, acabó la carrera a los dieciocho y fue directamente a trabajar como profesor de matemáticas en el instituto Brunswick High. Muchos de los estudiantes que acudían a sus clases de repaso de álgebra eran mayores que él. Dave fue el alcalde más joven del estado de Maine, y obtuvo un puesto en la Oficina de Administración a los veinticinco años. Es un verdadero pozo de sabiduría; sabe algo de casi todo.
Llamé por teléfono a mi hermano y le conté mis problemas. Una semana después recibí un sobre marrón, que abrí con el corazón en un puño. Estaba seguro de que me habría enviado la información que necesitaba, pero estaba igualmente seguro de que no me serviría de nada, pues mi hermano tiene una letra indescifrable.
Fue una agradable sorpresa encontrar dentro una cinta de vídeo. La puse y vi a mi hermano sentado en una mesa casi enterrada bajo montañas de tierra. Con unos cochecitos de juguete, me explicaba todo lo que quería saber, incluido lo del exquisitamente siniestro arco de descenso. Según Dave, si mi protagonista pretendía enterrar el Cadillac de Dolan, iba a necesitar maquinaria de la que se emplea en la construcción de carreteras (en la primera versión lo enterraba a mano), y me explicó con todo lujo de detalles cómo hacer el puente en esas enormes máquinas que el departamento de Carreteras suele dejar en las obras. Su información era muy buena… demasiado buena, incluso. La modifiqué lo suficiente como para que si alguien intenta seguir los pasos del protagonista, no pueda llegar demasiado lejos.
Una última observación respecto a este relato; cuando lo terminé, no me gustó nada. Nada en absoluto. Nunca fue publicado en ninguna revista, y acabó en una de las cajas rotuladas «Viejo y Malo» que almaceno en el pasillo que hay detrás de mi despacho. Años después, Herb Yellin, que publica unas ediciones limitadas soberbias en su calidad de director de Lord John Press, me preguntó si podía tirar una edición limitada de un relato mío, a poder ser inédito. Como me encantan sus libros, que son bellos, pequeños y a veces excéntricos, hurgué entre las cajas de mi Pasillo de los Textos Condenados, por si había algo potable. Encontré «El Cadillac de Dolan» y, como siempre, el tiempo no había pasado en balde, porque al releerlo me pareció mucho mejor de lo que recordaba. Se lo envié a Herb, y a él le pareció perfecto. Lo revisé de nuevo y se publicó en una pequeña edición de quinientos ejemplares de Lord John Press. Lo volví a revisar para incluirlo en este volumen, y mi opinión sobre el relato ha cambiado tanto que lo he puesto en primer lugar. Se puede decir que es, como mínimo, una especie de historia de terror arquetípica, con narrador loco y descripción de un entierro prematuro en el desierto incluidos. Pero esta historia en concreto ya no es mía: pertenece a Dave King y a Herb Yelling. Gracias, chicos.
Hay que aguantar a los niños
Este relato pertenece al mismo período que la mayoría de los que aparecen en Night Shift, y se publicó por primera vez en Cavalier, al igual que el grueso de los relatos de esa recopilación de 1978. «Hay que aguantar a los niños» no se incluyó porque mi editor, Bill Thompston, vio que el libro se le estaba «escapando de las manos», que es lo que nos dicen a veces los editores cuando tienen que recortar un poco un libro para evitar que el precio se dispare. Propuse eliminar un relato titulado «Gray Matter», pero Bill prefería eliminar «Hay que aguantar a los niños», y yo acepté su criterio. Me lo leí con gran atención antes de decidir incluirlo en este volumen. Me gusta bastante, recuerda un poco al Bradbury de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, el diabólico Bradbury que se deleitaba con bebés asesinos, sepultureros renegados e historias aptas solo para Guardianes de Criptas. Dicho de otro modo, «Hay que aguantar a los niños» es un horrendo relato macabro sin moraleja. Me gusta que los relatos sean así.
El piloto nocturno
En ocasiones, un personaje secundario de una novela llama la atención del autor y se niega a marcharse, insiste en que todavía le queda mucho por decir y por hacer. Richard Dees, el protagonista de «El piloto nocturno», es uno de esos personajes. Apareció por primera vez en La zona muerta (1979), donde ofrece a Johnny Smith, héroe maldito de la novela, un trabajo de médium en el Inside View, su infame periódico sensacionalista de venta en los supermercados. Johnny lo echa del porche de casa de su padre, y así se da por terminada su existencia. Pero ha vuelto.
Como la mayoría de mis relatos, este empezó como una ocurrencia (un vampiro con licencia de piloto privado, ¡qué moderno!), pero fue creciendo al mismo ritmo que Dees. Raramente comprendo a mis personajes, o no más que las vidas o corazones de las personas reales que me rodean, pero a veces puedo trazar su destino, como los cartógrafos trazan mapas. Mientras escribía «El piloto nocturno», empecé a entrever a un hombre profundamente enajenado, un hombre que parecía reunir algunas de las características más horrendas y oscuras de nuestra sociedad supuestamente abierta del último cuarto del siglo. Dees es el ateo puro, y su enfrentamiento con El piloto nocturno al final del relato recuerda esa frase de George Seferis que usé en El misterio de Salem’s Lot, la de la columna de la verdad con un agujero en el centro. En estos últimos días del siglo XX, todo ello parece real, y «El piloto nocturno» trata de un hombre que descubre el agujero.
Popsy
El abuelo de ese chiquillo, ¿no es acaso la misma criatura que, hacia el final de «El piloto nocturno», pide a Richard Dees que abra su cámara y exponga la película? Pues yo diría que sí.
Es algo que llega a gustarte
Marshroots, una revista literaria de la Universidad de Maine, publicó una versión de este relato a principios de los setenta, pero la versión que aparece en este libro es radicalmente distinta. Al leer el relato, me percaté de que, en realidad, esos viejos eran los supervivientes de la catástrofe descrita en La tienda, novela en clave de comedia negra sobre la obsesión y la avaricia. Este es un relato más serio, trata de secretos y enfermedades. Se diría que es un epílogo adecuado para la novela… y fue estupendo ver a algunos de mis viejos amigos de Castle Rock por última vez.
La dedicatoria
Durante años, desde el día en que conocí a un famoso escritor ya fallecido, cuyo nombre omitiré, pues me causó una deplorable impresión, no he dejado de preguntarme por qué algunos personajes de gran talento resultan ser unos desgraciados cuando se les conoce en persona; sobones machistas, racistas, esnobs socarrones o amantes de las bromas crueles. No estoy diciendo que la mayoría de famosos o personas con talento sean así, pero he conocido ya a suficientes, incluyendo al que acabo de mencionar y que, por otro lado, es un excelente escritor, como para preguntarme a qué se debe. Este relato nació como un intento de responder satisfactoriamente a esa pregunta. Un intento fallido pero que sirvió, como mínimo, para articular mi propio desasosiego. Me contento con eso.
Se trata de una historia no demasiado correcta desde el punto de vista moral, y creo que muchos lectores (los que quieran asustarse por los fantasmas de siempre y por los demonios de la casa encantada) se sentirán ultrajados. Eso espero. Hace ya bastantes años que me dedico a esta profesión, pero me gusta creer que todavía no ha llegado el momento de retirarme a hacer calceta. La mayoría de los relatos de Pesadillas y alucinaciones pertenecen al género que los críticos califican como historias de terror, y se supone que una historia de terror es una especie de perro callejero rabioso que muerde a quien se le acerque. Creo que este relato muerde. ¿Y tengo que disculparme por ello? ¿Cree que debería? ¿Acaso no es el riesgo de recibir un mordisco la razón que le empujó a escoger este libro? Yo diría que sí. Y si me considera algo así como su amable tío Stevie, una especie de Rod Snerling de finales de siglo, intentaré morderle aún más fuerte. En otras palabras, quiero que tiemble un poquitín al entrar en mi territorio. Quiero que dude, que no sepa hasta dónde puedo llegar, qué voy a hacer a continuación.
Dicho esto, permítame sólo añadir que si pensase que «La dedicatoria» requiere algún tipo de defensa, ni siquiera habría intentado publicarlo. Un relato que no puede ser su propio abogado defensor no merece ser publicado. Es Martha Rosewall, la humilde doncella, quien sale vencedora de esta batalla, no Peter Jefferies, el escritor de altos vuelos. Eso debería revelar al lector todo lo que necesita saber acerca de hacia quién se inclinan mis simpatías.
¡Ah! Una cosa más. Me parece recordar que este relato, publicado por primera vez en 1985, fue una prueba para una novela titulada Dolores Claiborne (1992).
El dedo móvil
Mis relatos favoritos son aquellos donde las cosas ocurren porque sí. En las novelas y en las películas (salvo las protagonizadas por tipos del estilo de Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger), se espera que uno mismo explique por qué ocurre lo que ocurre. Permítanme, amigos y vecinos, confesarles una cosa: odio explicar por qué ocurren las cosas, y todos mis esfuerzos en este sentido (el LSD adulterado y las consecuentes modificaciones genéticas que dan lugar a los talentos pirocinéticos de Charlie McGee en Ojos de fuego) no son demasiado buenos. Pero la vida real casi nunca es lo que los productores cinematográficos llaman este año «línea de motivación», ¿se han fijado? No sé ustedes, pero a mí nadie me ha dado nunca ningún manual de instrucciones. Me las apaño lo mejor que puedo, sabiendo que de esta no saldré con vida, pero intento no cagarla demasiado mientras tanto.
En los relatos, el autor todavía puede permitirse el lujo de decir de vez en cuando: «Fue así. No me pregunten por qué». La historia del pobre Howard Mitla es una de esas cosas, y me parece que sus esfuerzos por acabar con el dedo que sale por el desagüe del lavabo durante un concurso televisivo constituyen una buena metáfora del modo en que nos enfrentamos a las sorpresas desagradables que nos reserva la vida: tumores, accidentes, coincidencias terroríficas… El reino del relato fantástico es el único que puede responder a la pregunta: «¿Por qué a las buenas personas les ocurren cosas malas?» replicando: «Bah, no pregunte». En un relato fantástico, esta lúgubre respuesta parece bastarnos. A fin de cuentas, es posible que ahí se encierre la fuerza moral del género; en el mejor de los casos, puede ser una ventana (o una pantalla confesional) abierta a los aspectos existenciales de nuestras vidas mortales. No es un movimiento perpetuo…, pero tampoco está mal.
¿Sabes? Tienen un grupo de la leche
Al menos dos de los relatos de este libro tratan de lo que la protagonista femenina de esta historia llama «el Pueblo Peculiar». Se trata de este y «La estación de las lluvias». Pensarán algunos lectores que quizá he visitado este «Pueblo Peculiar» demasiadas veces, y algunos descubrirán semejanzas entre estos dos relatos y otro anterior, «Los niños del maíz». Tales semejanzas existen pero ¿significa eso que «Grupo» y «Estación» sean deslices de autoplagio? Delicada cuestión esta. Cada uno debe hacer su propia lectura, pero mi respuesta es no. (Naturalmente, ¿qué voy a decir si no?)
Considero que existe una gran diferencia entre seguir modelos tradicionales y caer en la autoimitación. El blues es un buen ejemplo: en realidad solo hay dos progresiones clásicas de acordes para guitarra, y a grandes rasgos son las mismas. Ahora díganme: ¿solo porque John Lee Hooker toca casi todo lo que escribió en clave de mi o de la, significa que lleva puesto el piloto automático y que repite lo mismo una y otra vez? Muchos fans de John Lee Hooker (por no decir los de Bo Diddley, Muddy Waters, Furry Lewis y otros grandes maestros) responderán que no. No se trata de en qué clave tocan, dirán estos amantes del blues, sino del sentimiento que le ponen.
Aquí ocurre lo mismo. En las historias de terror, hay ciertos tópicos que destacan con igual autoridad que un peñón en el desierto. La historia de la casa encantada, la de los muertos vivientes, la del pueblo peculiar. Lo importante no es de qué se trata, sino de que mole. Esta es, grosso modo, la literatura de las terminaciones nerviosas y los receptores musculares y, como tal, lo importante es lo que siente el lector. Lo que yo sentí en este caso, lo que me impulsó a escribir, es el sobrecogedor hecho de que tantos rockeros hayan muerto jóvenes o en extrañas circunstancias. Es la pesadilla de cualquier experto en contabilidad. Muchos jóvenes admiradores consideran romántica esta elevada tasa de mortalidad, pero cuando has bailado al ritmo de todos ellos, desde los Platters hasta los Ice T, como yo, se empieza a ver el lado tenebroso, como si acechara un monstruo en algún rincón. Es lo que he intentado expresar, aunque creo que la historia no empieza a erizar los pelos de la nuca y poner la piel de gallina hasta las últimas seis u ocho páginas.
Parto en casa
Con toda probabilidad, este es el único relato escrito por encargo de todo el libro. A John Skipp y Craig Spector (The Light at the End, The Bridge y otras novelas de terror visceral) se les ocurrió elaborar una antología de relatos que describiesen cómo sería el mundo si los zombis de la trilogía de Los muertos vivientes de George Romero se hicieran con el poder. La idea explotó en mi imaginación cual fuegos artificiales. Este relato, cuya acción se desarrolla frente a la costa de Maine, es el resultado.
Mi bonito pony
A principios de los ochenta, Richard Bachman estaba enfrascado en una novela titulada (lógicamente, supongo) «Mi bonito pony», que trataba de un matón a sueldo de nombre Clive Banning, contratado para reunir una cuadrilla de psicópatas de su misma calaña y asesinar a un grupo de peces gordos de la delincuencia en el curso de una boda. Así lo hacen, y la boda se convierte en un baño de sangre. Pero luego son traicionados por quienes los contrataron, que empiezan a eliminarlos uno por uno. La novela pretende ser la crónica de los desvelos de Banning por escapar del cataclismo que él mismo ha provocado.
Era un libro muy mediocre, surgido en un mal momento de mi vida, cuando muchas cosas que hasta entonces habían ido bien se derrumbaron con terrible estrépito. Richard Bachman murió precisamente en esa época, dejando tras de sí dos fragmentos: una novela casi terminada, titulada Machine’s Way, escrita con su seudónimo, George Stark, y seis capítulos de «Mi bonito pony». Como albacea literario de Richard, terminé «Mi bonito pony» y reconvertí Machine’s Way en una novela titulada La mitad oscura, que se publicó bajo mi nombre, aunque expresé mi reconocimiento a Richard. En cuanto a «Mi bonito pony», lo tiré…, salvo un breve flash-back en que Banning, mientras espera el momento de iniciar el atentado de la boda, recuerda cómo su abuelo le habló de la naturaleza plástica del tiempo. Descubrir ese flash-back, tan maravillosamente redondo, casi un relato en sí mismo, tal y como estaba, fue como hallar una rosa en medio de una montaña de basura. Lo robé muy agradecido. Resultó ser una de las pocas cosas buenas que escribí durante un año nefasto.
«Mi bonito pony» se publicó por primera vez en una edición demasiado cara (y demasiado de diseño, según mi humilde opinión) producida por el Museo Whitney. Más tarde apareció en una edición más accesible (pero todavía demasiado cara y demasiado de diseño, según mi humilde opinión) de Alfred A. Knopf. Y aquí, donde me alegro de verlo, pulido y algo más claro, como debería haber sido desde un buen principio. Otro relato más, un pelín mejor que algunos, no tan bueno como otros.
No se equivoca de número
¿Recuerdan cómo empecé, hace un millón de páginas, hablando de Ripley’s Believe It or Not? Pues bien, casi diría que «No se equivoca de número» debería incluirse en él. La idea que se me ocurrió una noche, volviendo a casa tras comprar un par de zapatos, era como un guión televisivo. Supongo que llegó en formato «visual» porque la retransmisión de una película es uno de los elementos centrales. Lo escribí, casi como está aquí, en dos sesiones, y a finales de semana estaba ya en manos de mi agente de la Costa Oeste, el que se ocupa de las películas. A principios de la semana siguiente, lo leyó Steven Spielberg pensando en una serie de televisión, Relatos asombrosos, que estaba produciendo en ese momento pero que todavía no se había empezado a emitir.
Spielberg lo rechazó con el pretexto de que estaba buscando unos Relatos asombrosos un poco más alegres. Entonces se lo llevé a Richard Rubinstein, buen amigo y colaborador mío desde hacía años, que en aquel entonces tenía una serie titulada Tales from the Darkside en varias cadenas de alcance nacional. No se puede decir que a Richard le disgusten los finales felices; de hecho, creo que le gustan, como a cualquiera, pero nunca le ha asustado un final triste. Después de todo, Cementerio de animales, que junto con Thelma y Louise es, si mal no recuerdo, la única gran película de Hollywood que termina con la muerte de uno de los protagonistas desde finales de los años setenta, fue posible gracias a él.
Richard compró este relato aquel mismo día y empezó la producción una o dos semanas después. Se emitió por televisión un mes más tarde… como gran estreno de la temporada, si no me falla la memoria. Sigue siendo una de las traducciones del cerebro del autor a la pantalla más rápidas que conozco. Por cierto, esta es la primera versión, un poco más larga y matizada que el guión final para la serie que, por razones de presupuesto, exigía que la acción se desarrollara en dos escenarios. Figura aquí como otro tipo de narración… distinto, pero tan válido como cualquier otro.
La Gente de las Diez
Un día del verano de 1992 paseaba por el centro de Boston, buscando una dirección que parecía esquivarme. Di con el lugar, finalmente, pero antes tropecé con esta historia. Eran sobre las diez de la mañana cuando seguía el rastro de la dirección y reparé en unos grupos de personas congregadas delante de rascacielos de lujo. Pero los grupos eran sociológicamente discordantes. Carpinteros codeándose con hombres de negocios, porteros de tertulia con mujeres peinadas con elegancia y vestidas de punta en blanco, mensajeros pasando el rato con secretarias de dirección…
Tras media hora de cavilaciones sobre estos grupos, grupos que Kurt Vonegut nunca llegó a imaginar, se hizo la luz en mi mente; para un determinado tipo de ciudadano estadounidense, la adicción ha transformado el descanso para el café en descanso para el cigarrillo. Ahora que los rascacielos de lujo son zonas de no fumadores, los estadounidenses están protagonizando uno de los cambios más espectaculares del siglo veinte. Estamos purgando calladamente nuestra mala costumbre, con el resultado de la aparición de algunas bolsas de comportamiento sociológico más bien excéntricas. Los que se resisten a abandonar su vicio, la «Gente de las Diez», son un ejemplo de ello. Este relato no va más allá de ser un simple pasatiempo. Sin embargo, confío en que aporte algo interesante sobre la ola de cambio que, al menos temporalmente, ha hecho renacer algunas facetas del segregacionismo (las «instalaciones juntas pero separadas») de las décadas de los cuarenta y los cincuenta.
La casa de Maple Street
¿Recuerdan a Richard Rubinstein, mi amigo productor? Fue quien me envió el primer ejemplar de The Mysteries of Harris Burdick, de Chris van Allsburg, con una nota en que decía, con su letra puntiaguda: «Te gustará». Eso era todo y, en realidad, no era necesario decir más. Me gustó.
The Mysteries of Harris Burdick es una serie de dibujos, títulos y epígrafes del epónimo Burdick, y los relatos no aparecen por ninguna parte. Cada combinación de dibujo, título y epígrafe es una especie de ficha de test de Rorschach, y acaba configurando más bien un índice de la mente del lector-observador que de las intenciones de Van Allsburg. Una de mis fichas predilectas muestra un hombre con una silla en la mano, dispuesto a todas luces a utilizarla como cachiporra si se tercia, que observa una extraña protuberancia de aspecto orgánico que se alza bajo la moqueta de un salón. El epígrafe reza: «Pasaron dos semanas y volvió a ocurrir».
Teniendo en cuenta mis ideas sobre la motivación, es evidente que me atrae este tipo de cosas. ¿Qué es lo que volvió a ocurrir después de dos semanas? No creo que importe. En nuestras peores pesadillas no hay más que sustitutos de lo que nos persigue hasta hacernos despertar temblando y sudando de miedo y de alivio.
A mi esposa, Tabitha, también le impresionó el libro, y propuso que cada miembro de la familia escribiese un relato inspirándose en una de las fichas. Tabitha escribió el suyo, y nuestro hijo pequeño, Owen, entonces con doce años, escribió otro. Tabby escogió la primera imagen del libro, Owen la del medio, y yo, la última. Con el amable permiso de Chris van Allsburg, he incluido aquí mi contribución. No me queda nada que añadir, excepto que a lo largo de los últimos tres o cuatro años he leído una versión expurgada del relato a chicos de cuarto y quinto curso, y pareció encantarles. Sospecho que lo que les fascina es la perspectiva de enviar al Malvado Padrastro al Más Allá. Es un relato inédito, en razón sobre todo de sus complejos antecedentes, y estoy muy contento de poderlo presentar aquí. ¡Ojalá pudiera incluir también los relatos de mi mujer y de mi hijo!
El quinto fragmento
Bachman de nuevo. O quizá George Stark.
El último caso de Umney
Una descarada imitación, relacionada por ello con «El caso del doctor», pero un poco más ambiciosa. Desde que los descubriera en la universidad, he sido siempre un apasionado de Raymond Chandler y Ross Macdonald (por cierto, me parece instructivo y al mismo tiempo preocupante que, mientras se sigue leyendo y estudiando a Chandler, las elogiadas novelas de Lew Archer, escritas por Macdonald, son en la actualidad rarezas confinadas al reducido círculo de los amantes de la novela negra), y creo que fue precisamente el lenguaje de estas novelas lo que dio rienda suelta a mi imaginación. Me abrió los ojos a una manera radicalmente nueva de mirar, irresistiblemente atractiva para el corazón y la mente del joven solitario que yo era entonces.
Un estilo mortalmente fácil de copiar, como bien han descubierto decenas de novelistas en el curso de los últimos veinte o treinta años. Largo tiempo hice oídos sordos a esa voz chandleriana, porque no tenía dónde utilizarla… nada mío podía decirse en el tono de Philip Marlowe.
Y llegó el día en que sí. «Escribid sobre cosas que conozcáis», nos dicen los Sabios Ancianos, mortecinas estelas de cometas llamados Sterne, Dickens, Defoe o Melville. Por lo que a mí respecta, eso significa la enseñanza, la literatura y la guitarra… aunque no necesariamente por ese orden. En cuanto a mi propia carrera dentro de la carrera de escribir sobre la literatura, me viene a la memoria una frase que oí una noche en boca de Chet Atkins, en Austin City Limits. Miró un momento al público después de un par de minutos de infructuosos intentos de afinar su guitarra y dijo: «He tardado veinticinco años en descubrir que esta parte no se me da demasiado bien, pero para entonces ya era demasiado rico para dejarlo».
A mí me ha ocurrido lo mismo. Parece que no me quede más remedio que volver al Pueblo Peculiar (Paraíso del Rock and Roll, Oregon; Gatlin, Nebraska; o Willow, Maine, poco importa), y también parezco condenado a volver a lo que hago. Pero hay una pregunta que me atormenta, me fastidia y no me deja nunca en paz: «¿Quién soy yo cuando escribo? ¿Y usted? ¿Quién es usted? ¿Qué está pasando exactamente? ¿Por qué? ¿Por qué importa?».
Con todos estos interrogantes rondándome por la cabeza, me calé el sombrero a lo Sam Spade, encendí un Lucky (uno metafórico, a estas alturas), y puse manos a la obra. El resultado fue «El último caso de Umney», que es mi relato favorito de este libro. Esta es la primera vez que se publica.
Baja la cabeza
Empecé a escribir por dinero en el ámbito de los deportes (de hecho, durante un tiempo escribí en la sección deportiva del semanario Lisbon Enterprise), pero eso no quiere decir que resultara más fácil. Mi proximidad a la selección del Bangor West en el momento en que consiguió, por increíble que parezca, llegar al campeonato estatal, fue un golpe de suerte o del destino, según si se cree o no en la existencia de un poder supremo. Yo me inclino a favor de la hipótesis del poder supremo pero, en cualquier caso, estaba allí únicamente porque mi hijo jugaba en el equipo. Sin embargo, muy pronto, antes que Dave Mansfield, Ron St. Pierre o Neil Waterman, me di cuenta de que algo extraordinario estaba pasando o intentando pasar. Yo no tenía ningún interés especial por escribir sobre el asunto, pero una voz insistía en que debía hacerlo.
La estrategia que sigo cuando siento que me meto en terrenos pantanosos es la más sencilla del mundo; agacho la cabeza y corro tanto como puedo lo más deprisa posible. Es lo que hice en ese caso; iba como loco recabando montones de información, intentando seguir el ritmo del equipo. Durante aproximadamente un mes, fue como vivir inmerso en una de esas novelas sobre deportes tan horteras que todos hemos leído en las salas de estudio para matar tardes aburridas. Noveluchas como Go up for Glory, Power Forward, y alguna que otra destacable excepción como The Kid from Tomkinsville, de John R. Tunis.
Por duro que fuese, «Baja la cabeza» era una de esas oportunidades que se plantean una vez en la vida, y ya antes de que la terminara, Chip McGrath, de The New Yorker, me había sacado la mejor obra de no ficción que haya escrito nunca. Le estoy muy agradecido, pero los mayores agradecimientos son para Owen y sus compañeros de equipo que protagonizaron la historia y me permitieron luego publicar mi versión.
Agosto en Brooklyn
Es la pareja de «Baja la cabeza», desde luego, pero la puse aquí, casi al final del libro, por otro motivo más importante; ha escapado de la fastidiosa jaula de la controvertida reputación de su creador, y ha llevado una vida tranquila al margen del mismo. Se han hecho varias reimpresiones en diferentes antologías de curiosidades del béisbol, y parece que los editores que seleccionaron esta obra no tenían la menor idea de quién se supone que soy o hago. Y me encanta.
Bueno. Guárdenlo en la estantería y cuídense mucho hasta que nos volvamos a ver. Lean un par de libros buenos y, si ven caer a algún hermano o hermana suyo, ayúdenlo a levantarse. A lo mejor mañana serán ustedes quienes necesiten una mano… quizá para sacar un maldito dedo del desagüe.
Bangor, Maine
16 de septiembre de 1992