MITO, CREENCIA, FE Y
RIPLEY’S BELIEVE IT OR NOT!
De niño creía todo lo que me decían, todo lo que leía, y cualquier idea surgida de mi desbocada imaginación. Como consecuencia, pasé un buen número de noches sin dormir, pero en compensación llené el mundo en que vivía de colores y texturas que no habría cambiado por una eternidad de noches apacibles. Incluso entonces sabía que en el mundo había personas, de hecho demasiadas, cuyo sentido de la imaginación estaba entumecido o totalmente desprovisto de interés, y que vivían en un estado mental parecido al daltonismo. Siempre he sentido lástima por ellas; ni siquiera imaginaba (al menos por aquel entonces) que muchas de aquellas personas sin imaginación me compadecían o me despreciaban, no solo porque era presa de un sinfín de temores irracionales, sino también porque era profunda e incondicionalmente crédulo en casi todos los ámbitos. «Este chico —pensaban algunos (sé que mi madre lo pensaba)—, caería en el timo de la estampita una y otra vez.»
Supongo que había algo de verdad en lo que pensaban entonces, y para ser sincero, supongo que aún hoy hay algo de verdad en ello. Mi mujer sigue deleitándose cuando cuenta a los demás que la primera vez que su marido votó, a la tierna edad de veintiún años, lo hizo por Richard Nixon. «Nixon dijo que tenía un plan para sacarnos de Vietnam —decía con un destello jubiloso en la mirada—, ¡y Steve le creyó!»
Es cierto, Steve le creyó. No es lo único que Steve creyó durante el transcurso, a menudo excéntrico, de sus cuarenta y cinco años. Era el último niño del barrio que decidió que el hecho de que hubiera un Papá Noel en cada esquina significaba que no había un Papá Noel real. Sigo sin ver la lógica de esa idea; es como decir que un millón de discípulos prueban que no existe un maestro. Nunca he puesto en duda la afirmación de mi tío Oren de que podías arrancar la sombra de una persona con una estaca de acero (si lo hacías a las doce en punto del mediodía), ni la aseveración de su mujer, que decía que cada vez que tenías un escalofrío, una oca pasaba por el lugar en el que un día cavarían tu tumba. Teniendo en cuenta el rumbo que ha tomado mi vida, debe de significar que estoy destinado a acabar enterrado detrás del granero de mi tía Rhody, en Goose Wallow, el Revolcadero de las Ocas, Wyoming.
También me creía todo lo que me decían en el patio del colegio. Me creía tanto las historias más simples como las más inverosímiles. Un niño me dijo con total aplomo que si ponías una moneda de diez centavos encima de un raíl, el tren que pasara por ahí descarrilaría. Otro niño me comentó que si dejabas una moneda de diez centavos encima de un raíl, esta quedaría literalmente aplastada (lo dijo exactamente con estas palabras, literalmente aplastada) por el tren que pasara por encima, y que después de que pasara el tren encontrarías una moneda flexible y prácticamente transparente del tamaño de un dólar de plata. Yo creía que ambas cosas eran ciertas: las monedas de diez centavos eran literalmente aplastadas antes de hacer descarrilar los trenes que las habían aplastado.
Otros hechos fascinantes que asumí como ciertos en los patios de la Escuela de Stratford, Connecticut, y de la escuela primaria de Durham, Maine, trataban temas tan diversos como pelotas de golf (venenosas y corrosivas en su interior), abortos (a veces nacidos vivos, monstruos deformes que tenían que ser sacrificados por personal sanitario al que se denominaba ominosamente «enfermeros especiales»), gatos negros (si uno se cruzaba por tu camino, tenías que echarle el mal de ojo a toda prisa, o de lo contrario te arriesgabas a una muerte segura antes de finalizar el día), y las grietas de las aceras. Probablemente no sea necesario explicar las peligrosas consecuencias de estas en las espinas dorsales de las inocentes madres.
Mis principales fuentes de hechos maravillosos y asombrosos en esa época fueron las recopilaciones de bolsillo de Ripley’s Believe It or Not![1], editadas por Pocket Books. Fue en Ripley’s Believe It or Not! donde descubrí que se podía fabricar un potente explosivo raspando el celuloide de los naipes y embutiéndolo en un trozo de tubería, que podías taladrar un agujero en tu propio cráneo e introducir en él una vela y así transformarte en una especie de luciérnaga humana. ¿Por qué alguien hubiese querido hacer una cosa igual? Es una pregunta que nunca se me ocurrió hasta pasados varios años. Había gigantes verdaderos (un hombre de más de dos metros y medio), enanos verdaderos (una mujer que apenas alcanzaba a medir veintiocho centímetros), y verdaderos MONSTRUOS DEMASIADO HORRIBLES PARA SER DESCRITOS… excepto que en Ripley’s Believe It or Not! los describían con todo lujo de detalles y por lo ge neral con una foto (ni en cien años olvidaría la del tipo que tenía clavada la vela en el centro del cráneo afeitado).
Estos libros de bolsillo significaron, al menos para mí, la atracción más maravillosa del mundo. Los podía llevar en el bolsillo del pantalón y acurrucarme con ellos durante las tardes lluviosas del fin de semana, cuando no había partidos de béisbol y todos estaban cansados de jugar al Monopoly. ¿Eran reales todas las curiosidades fabulosas y los monstruos humanos de Ripley’s Believe It or Not!? En este contexto parece poco relevante. Eran reales para mí, y durante el período de los seis a los once años, años cruciales en que la imaginación de la persona se está formando, eran muy reales para mí. Creía en ellos del mismo modo en que creía que se podía hacer descarrilar un tren con una moneda de diez centavos o que el líquido viscoso del interior de una pelota de golf podía corroerte la mano en un santiamén si no tenías cuidado y se te vertía un poco encima. Fue gracias a Ripley’s Believe It or Not! como vislumbré cuán delgada podía resultar a veces la línea que separa lo fabuloso de lo común, y entendí que la yuxtaposición de ambos ayudaba tanto a iluminar los aspectos ordinarios de la vida como sus momentos más extraños. Recuerde que estamos hablando de creencia, y la creencia es la cuna del mito. ¿Y qué pasa con la realidad?, preguntará. Bien, en lo que a mí respecta, la realidad puede irse a tomar por el saco. Nunca he abogado por la realidad, al menos en mi obra. Con demasiada frecuencia, a menudo, ha sido para la imaginación lo que las estacas para los vampiros.
Considero que el mito y la imaginación son, de hecho, conceptos intercambiables, y que la creencia es el origen de ambos. ¿Creencia en qué? A decir verdad, no creo que tenga demasiada importancia. Creencia en un dios o muchos. O en que una moneda de diez centavos pueda hacer descarrilar un tren.
Estas creencias no tenían nada que ver con la fe; aclaremos este asunto. Me educaron en la religión metodista y conservé en la memoria suficientes doctrinas fundamentalistas aprendidas en la infancia como para saber que tal afirmación podía ser en el mejor de los casos presuntuosa, y en el peor, rotundamente blasfema. Creía en todas esas cosas extrañas porque estaba hecho para creer en cosas extrañas. Otras personas participan en carreras porque están hechas para correr deprisa, o juegan al baloncesto porque Dios las hizo medir un metro ochenta y cinco, o resuelven ecuaciones complicadas en pizarras porque están hechas para ver los lugares en que los números comulgan.
A pesar de todo, a la fe le corresponde un lugar, y creo que ese lugar tiene que ver con repetir lo mismo una y otra vez aun creyendo sinceramente, en lo más profundo de tu ser, que nunca serás capaz de hacerlo mejor de lo que ya lo has hecho, y que si sigues adelante, irás cuesta abajo sin remedio. No tienes nada que perder cuando le das el primer golpe a la piñata, pero darle un segundo golpe (y un tercero… y un cuarto… y un centenar) es arriesgarse al fracaso, a la depresión y, en el caso del escritor de relatos que trabaja con un género bien definido, a la parodia de sí mismo. Pero muchos de nosotros seguimos adelante, y resulta cada vez más difícil. Nunca lo habría creído hace veinte años, o incluso diez, pero es cierto. Es cada vez más difícil. Y hay días en que creo que este viejo procesador de textos Wang dejó de funcionar con electricidad hace cinco años; que desde La mitad oscura está funcionando gracias a la fe. Lo que importa es que las palabras aparezcan en la pantalla, ¿no?
Las ideas para cada una de las historias de este libro aparecieron en un momento de creencia y lo escribí en un arranque de fe, optimismo y felicidad. Estos sentimientos positivos tienen sin embargo sus funestas contrapartidas, y el temor al fracaso es con mucho la peor de ellas. El peor, al menos para mí, es la duda que me corroe de que puedo haber dicho todo lo que tenía que decir, y que ahora solo estoy escuchando el continuo graznido de mi propia voz porque, cuando esta se detiene, el silencio que reina es demasiado tétrico.
El acto de fe necesario para que nazcan los cuentos cortos ha sido particularmente difícil estos últimos años; últimamente parece como si todo quisiera ser una novela, y que cada novela quisiera extenderse por espacio de cuatro mil páginas. Un buen número de críticos ha mencionado este punto, y a menudo de un modo poco halagador. En las críticas de cada novela larga que he escrito, desde The Stand hasta La tienda, me han acusado de sobrepasarme. En algunos casos, las críticas tienen mérito; en otros casos son meros ladridos malhumorados de hombres y mujeres que han aceptado la anorexia literaria de estos últimos treinta años con una desconcertante (al menos para mí) falta de discusión y disensión. Estos autoproclamados diáconos de la iglesia de la literatura moderna americana parecen premiar la generosidad con suspicacia, la textura con aversión, y cualquier atrevimiento literario con un odio visceral. El resultado es un extraño y árido clima literario en el que un insignificante corte de uña como el del Vox de Nicholson Baker se torna un objeto fascinante de debate y disección, y en el que una novela realmente ambiciosa como Heart of the Country, de Greg Matthew, pasa totalmente desapercibida.
Pero todo esto es irrelevante; no solo está fuera de contexto, sino que también es un poco mezquino. Al fin y al cabo, ¿hay algún escritor que no se haya sentido maltratado por los críticos? Lo que estaba diciendo antes cuando me interrumpí tan bruscamennte era que el acto de fe que transforma un momento de creencia en un objeto real, por ejemplo, un relato que la gente quiera leer, me ha resultado un poco más difícil de conseguir en los últimos años.
«Pues entonces no los escribas», dirán algunos (se trata de una voz que suelo oír en mi cabeza, como las que oye Jessie Burlingame en El juego de Gerald[2]). «Al fin y al cabo, no necesitas el dinero tanto como antes.»
Muy cierto. Los días en que con un cheque por un milagrillo de cuatro mil palabras compraba penicilina para la otitis de uno de los chicos o pagaba el alquiler pertenecen al pasado. Pero la lógica es más que falsa; es peligrosa. Tampoco es que necesite el dinero que me aportan las novelas. Si se tratara solo de dinero, podría tirar la toalla… o pasar el resto de mi vida en una isla del Caribe, pescando rayas y viendo cómo me crecen las uñas.
Pero no se trata de dinero, digan lo que digan las revistas sensacionalistas, ni tampoco de agotar ediciones, como parecen creer los críticos más arrogantes. Las cosas fundamentales siguen en vigor con el transcurso del tiempo, y para mí el objetivo sigue siendo el mismo: el trabajo sigue llegándole a usted, Asiduo Lector, pillándole por sorpresa y espero que asustándole tanto que no sea capaz de dormir sin la luz del lavabo encendida. Sigue tratándose de ver lo imposible… y de decirlo. Sigue tratándose de hacerle creer lo que yo creo, al menos por un instante.
No suelo hablar de esto porque me molesta y suena rimbombante, pero sigo considerando los relatos como algo fantástico, algo que no solo pone de relieve vidas, sino que también las salva. No estoy hablando metafóricamente. La buena literatura, las buenas historias, son el detonante de la imaginación, y creo que el propósito de la imaginación es ofrecernos consuelo y refugio a partir de situaciones y momentos que de lo contrario hubieran resultado insoportables. Solo puedo hablar desde mi propia experiencia, claro, pero en mi caso, la imaginación que de niño tan a menudo me mantuvo en vilo y aterrado, me ha visto atravesar terribles ataques de realidad. Si las historias que han resultado de esa imaginación han producido las mismas sensaciones en algunas de las personas que las han leído, entonces me siento del todo feliz y satisfecho —sensaciones que no pueden, por cuanto sé, adquirirse con contratos cinematográficos ni editoriales millonarios.
Sin embargo, el relato es un género literario arduo y estimulante, y por eso mismo me quedé tan encantado, y sorprendido, al constatar que tenía suficientes relatos para publicar una tercera colección. Dicha colección ha llegado en un momento propicio también, ya que uno de esos hechos de los que estaba tan seguro de niño (probablemente lo saqué de Ripley’s Believe It or Not!) era que las personas se renuevan por completo cada siete años: cada tejido, cada órgano, cada músculo son sustituidos por células totalmente nuevas. Compilo Pesadillas y alucinaciones en el verano de 1992, siete años después de la publicación de Skeleton Crew[3], mi última colección de relatos, y Skeleton Crew fue publicado siete años después de Night Shift, mi primera colección. Lo mejor es saber que, aunque el acto de fe necesario para traducir una idea a la realidad resulta cada día más difícil (los músculos necesarios envejecen un poco cada día, sabes), sigue siendo perfectamente posible realizarlo. Lo segundo mejor es saber que alguien sigue queriendo leer estas historias, Asiduo Lector, mira por dónde.
La historia más antigua (mis versiones del líquido asesino de la pelota de golf y los abortos de monstruos) es Es algo que llega a gustarte, publicada originalmente en una revista literaria de la Universidad de Maine llamada Marshroots…, aunque ha sido revisada de forma considerable para este libro, con la intención de transformarla en lo que aparentemente tenía que ser, una última mirada a la pequeña ciudad condenada de Castle Rock. La más reciente, La Gente de las Diez, la escribí en tres agitados días del verano de 1992.
Hay algunas curiosidades auténticas, como por ejemplo, la primera versión de mi único guión televisivo; una historia de Sherlock Holmes en la que el doctor Watson se adelanta en la resolución del caso; una historia de los mitos de Cthulhu ubicada en el barrio residencial de Londres donde vivía Peter Straub cuando lo conocí; una dura historia acerca de un crimen de la banda de Richard Bachman; y una versión ligeramente distinta de una historia llamada Mi bonito pony, que en su origen fue una edición limitada del museo Whitney, con material gráfico de Barbara Kruger.
Después de pensarlo mucho, también decidí incluir una extensa obra de no ficción, Baja la cabeza, que trata de niños y de béisbol. Se publicó originalmente en The New Yorker, y probablemente trabajé con mayor ahínco en ella que en ninguna otra obra que haya escrito en los últimos quince años. Esto no la hace buena, claro está, pero sé que haberla escrito y publicado me ha dado una gran satisfacción, y la incluyo por esta razón. No encaja perfectamente en una colección de historias que tratan ante todo de suspense y de fenómenos sobrenaturales, si bien de alguna manera sí encaja. La textura es la misma. Veremos si está usted de acuerdo.
Lo que he intentado con todas mis fuerzas ha sido mantenerme alejado de los viejos clichés, las historias antiguas y los relatos sacados del baúl de los recuerdos. Desde 1980 más o menos, algunos críticos han dicho que podría publicar mi lista de la compra y vender un millón de ejemplares, pero se trata, por lo general, de críticos que piensan que lo llevo haciendo toda la vida. Las personas que leen mi trabajo por placer piensan obviamente de forma muy distinta, y he escrito este libro para esos lectores, no para los críticos. Creo que el resultado es una irregular cueva de Aladino, que completa una trilogía de la que Night Shift y Skeleton Crew son los dos primeros volúmenes. Ahora ya he compilado todos mis relatos buenos; los malos los he barrido debajo de la alfombra lo más lejos que he podido, y ahí se quedan. Si tengo que publicar otra colección, consistirá por entero en historias que aún no han sido escritas, ni aun imaginadas (historias que aún no han sido creídas, si lo prefiere), y me inclino a pensar que aparecerá en un año que empiece con 2.
Entretanto, aquí tiene estas veinte y pico historias raras (y algunas, tengo que avisarle, son muy raras). Cada una contiene algo en que creí durante un tiempo, y sé que algunas de estas cosas, el dedo saliendo del desagüe del lavabo, el sapo devorador de hombres, las bocas hambrientas, son algo aterradoras, pero creo que no nos pasará nada si recorremos el camino juntos. Ante todo, repita conmigo el catecismo:
Creo que una moneda de diez centavos puede hacer descarrilar un tren.
Creo que hay caimanes en el sistema de alcantarillado de Nueva York, sin olvidar ratas del tamaño de poneys.
Creo que se puede arrancar la sombra de alguien con una estaca de acero.
Creo que realmente existe Papá Noel, y que todos esos tipos vestidos de rojo en Navidad son sus ayudantes.
Creo que hay un mundo invisible a nuestro alrededor.
Creo que las pelotas de tenis están llenas de gas venenoso, y que si las partes por la mitad y respiras el gas que desprenden, te puedes morir.
Sobre todo, creo en los fantasmas, creo en los fantasmas, creo en los fantasmas.
¿De acuerdo? ¿Listo? Bien. Tómeme de la mano. Ya nos vamos. Conozco el camino. Lo único que tiene que hacer es agarrarla bien fuerte… y creer.
Bangor, Maine
6 de noviembre de 1992