BAJA LA CABEZA

NOTA DEL AUTOR: Intervengo en este punto, lector constante, para explicarle que esto no es un relato, sino un ensayo, casi un diario. Apareció publicado por primera vez en The New Yorker la primavera de 1990.

S. K.

Baja la cabeza ¡Que bajes la cabeza!

Desde luego, no se trata de la mayor proeza deportiva que existe, pero cualquier persona que lo haya probado dirá que es bastante difícil; utilizar un bate redondeado para acertar una pelota redonda. Es lo suficientemente difícil como para que el puñado de hombres que lo hacen bien se hagan ricos y famosos, para que todo el mundo los idolatre. Se trata de los Jose Canseco, los Mike Greenwell y los Kevin Mitchell de este mundo. Para miles de chicos (y algunas chicas) son sus rostros los que importan, no el de Axl Rose ni el de Bobby Brown. Sus pósteres ocupan el lugar de honor en paredes de dormitorios y puertas de taquillas. Hoy, Ron St. Pierre está enseñando a algunos de estos chicos, chicos que representarán el West Side de Bangor en el torneo de la Pequeña Liga del Distrito 3, a golpear la pelota redonda con el bate redondeado. En este momento está trabajando con un chiquillo llamado Fred Moore mientras mi hijo Owen los observa de cerca. Después le toca a él pasar por el tubo. Owen es de hombros anchos y constitución robusta, igual que su viejo; Fred parece casi penosamente delgado en su jersey de color verde brillante. Y no está bateando bien.

—¡La cabeza baja, Fred! —grita St. Pierre.

Se encuentra a medio camino entre el montículo del lanzador y la base de meta de uno de los dos campos de la Pequeña Liga, el que hay detrás de la fábrica de Coca-Cola de Bangor. Fred estaba casi pegado a la valla protectora. Hace calor, pero si el calor molesta a Fred o a St. Pierre, lo cierto es que no se nota. Están completamente absortos en su tarea.

—¡La cabeza baja! —vuelve a gritar St. Pierre antes de lanzar la pelota.

Fred la golpea desde abajo. Se oye ese tintineo de aluminio, el sonido que se produce al golpear un tazón de hojalata con una cucharilla. La pelota choca contra la valla protectora, rebota y está a punto de darle en el casco. Los dos se echan a reír, y a continuación, St. Pierre saca otra pelota del cubo de plástico rojo que tiene junto a él.

—¡Prepárate, Fred! —grita—. ¡La cabeza baja!

El distrito 3 de Maine es tan grande que está dividido en dos partes. Los equipos del condado de Penobscot configuran media división, mientras que los equipos de los condados de Aroostook y Washington configuran la otra media. Los chicos de la selección son escogidos por sus méritos en todos los equipos de la Pequeña Liga. De los doce equipos que existen en el Distrito tres disputan torneos simultáneos. A finales de julio, los dos equipos clasificados juegan la final al mejor de tres partidos, que se convertirá en el campeón del distrito. Este equipo representa al Distrito 3 en el campeonato del estado, y hace mucho tiempo, dieciocho años, que un equipo de Bangor no consigue llegar al torneo del estado.

Este año, los partidos del campeonato del estado se jugarán en Old Town, donde fabrican las canoas. Cuatro de los cinco equipos que juegan en ese torneo volverán a casa. El quinto pasará a representar a Maine en el Torneo Regional del Este, que este año se disputará en Bristol, Connecticut. Más allá, por supuesto, tenemos Williamsport, Pennsylvania, donde tiene lugar el Campeonato Mundial de la Pequeña Liga. Los jugadores de Bangor West casi nunca parecen pensar en tan vertiginosas alturas; se contentarían con vencer al Millinocket, su equipo rival en la primera ronda del torneo del condado de Penobscot. Sin embargo, los entrenadores tienen derecho a soñar…, de hecho, están casi obligados a soñar.

Esta vez, Fred, que es el payaso del equipo, baja la cabeza. Consigue enviar una débil pelota rasa al lado incorrecto de la línea de primera base, y la falla por unos dos metros.

—Mira —dice St. Pierre mientras coge otra pelota.

Se trata de una bola gastada, sucia y manchada de hierba. Pese a ello, es una pelota de béisbol, por lo que Fred la contempla con respeto.

—Voy a enseñarte un truco. ¿Dónde está la pelota?

—En su mano —responde Fred.

St. Pierre, Saint, como lo llama Dave Mansfield, el entrenador jefe del equipo, deja caer la pelota en el guante.

—¿Y ahora?

—En el guante.

Saint da un cuarto de vuelta e introduce la mano con la que lanza en el guante.

—¿Y ahora?

—En la mano, creo.

—Exacto. Así que observa mi mano. Observa mi mano, Fred Moore, y espera a que la pelota salga de ahí. Estás buscando la pelota. Nada más. Yo no soy más que una silueta difuminada. ¿Por qué ibas a querer verme a mí, eh? ¿Qué más te da si estoy sonriendo? Nada. Estás esperando para ver por dónde te voy a salir. Para ver si te lanzo una pelota lateral, de tres cuartos o alta. ¿Estás esperando?

Fred asiente con la cabeza.

—¿Estás observando?

Fred vuelve a asentir.

—Muy bien —dice St. Pierre antes de volver al entrenamiento de bateo.

Esta vez, Fred golpea con verdadera autoridad y envía la pelota fuerte y recta a la derecha del campo.

—¡Muy bien! —grita Saint—. ¡Muy bien, Fred Moore!

Se limpia el sudor de la frente.

—¡El siguiente bateador!

Dave Mansfield, un hombre fornido y barbudo que se presenta en el campo con gafas de aviador y un polo del Campeonato Mundial Universitario (le da buena suerte), lleva una bolsa de papel al partido que disputan Bangor West y Millinocket. La bolsa contiene dieciséis banderines de varios colores. BANGOR, proclaman todos ellos, y la palabra está flanqueada por una langosta a un lado y un pino al otro. Mientras se anuncia a cada jugador de Bangor West por los altavoces sujetos al alambre de la valla protectora, este coge un banderín de la bolsa que sostiene Dave, atraviesa corriendo el campo interior y se lo entrega a su adversario.

Dave es un hombre ruidoso e inquieto al que le gusta el béisbol y los chicos que juegan a este nivel. Cree que la Pequeña Liga de los mejores jugadores tiene dos objetivos: pasarlo bien y ganar. Ambas cosas revisten importancia, dice, pero lo más importante es mantenerlas en el orden correcto. Los banderines no son una estratagema malvada para poner nerviosos a los adversarios, sino tan solo una diversión. Dave sabe que los chicos de ambos equipos recordarán este partido, y quiere que los jugadores del Millinocket se lleven un recuerdo. Así de sencillo.

Los jugadores del Millinocket parecen sorprendidos ante el gesto, y no saben exactamente qué hacer con los banderines mientras del radiocasete de alguien empiezan a surgir las notas de la versión de Anita Bryant del himno nacional. El receptor del Millinocket resuelve el problema de un modo único; se lleva el banderín de Bangor al corazón.

Una vez finalizada la ceremonia preliminar, Bangor West da una paliza rápida y monumental al equipo contrario; el resultado final es de Bangor West 18, Millinocket 7. Sin embargo, la derrota no mengua el significado de los recuerdos, y cuando los jugadores del Millinocket se marchan en el autobús del equipo, en el foso del equipo visitante no queda nada salvo unos cuantos vasos de papel y palitos de polo. Los banderines, todos y cada uno de ellos, han desaparecido.

—¡Corre a segunda! —grita Neil Waterman, el árbitro auxiliar de Bangor West—. ¡Corre a segunda, corre a segunda!

Es el día después del partido contra el Millinocket. Todos los jugadores vienen a los entrenamientos, pero es que todavía es pronto. Dentro de poco empezará la deserción. Es un hecho; los padres no siempre están dispuestos a renunciar a sus planes de verano para que sus hijos puedan jugar en la Pequeña Liga después de la temporada normal de mayo y junio, y a veces los propios chicos se hartan del esfuerzo constante que suponen los entrenamientos. Algunos prefieren ir en bicicleta, practicar con el monopatín o simplemente ir a la piscina municipal y mirar a las chicas.

—¡Corre a segunda! —grita Waterman.

Es un hombre bajo y fornido que lleva unos pantalones cortos de color caqui y el cabello cortado al cepillo. En la vida real es profesor y entrenador de baloncesto en la universidad, pero este verano está intentando enseñar a estos chicos que el béisbol guarda más relación con el ajedrez de lo que creen. Conoce tu juego, les dice una y otra vez. Entérate de a quién estás apoyando. Y lo más importante de todo, presta atención para saber cuál es el punto débil de tus rivales en cada situación, a fin de que puedas aprovecharte de ello. Se esfuerza con mucha paciencia para enseñarles cuál es la verdad que se oculta en el corazón del juego; que se juega mucho más con la cabeza que con el cuerpo.

Ryan Iarrobino, el centro de Bangor West, dispara una bala a Casey Kinney, que se encuentra en segunda base. Casey toca a un corredor imaginario, gira en redondo y dispara otra bala a la base de meta, donde J. J. Fiddler atrapa la bola y se la devuelve a Waterman.

—¡Pelota de doble jugada! —grita Waterman y lanza una a Matt Kinney (que no está emparentado con Casey). Matt juega de interbase hoy. La pelota pega un extraño respingo y parece dirigirse hacia la parte izquierda del campo. Matt consigue arrojarla al suelo, la recoge y se la lanza a Casey en la segunda; Casey se vuelve y se la pasa a Mike Arnold, que se encuentra en primera; Mike la lanza a la base de meta, donde la recoge J. J.

—¡Muy bien! —grita Waterman—. ¡Buen trabajo, Matt Kinney! ¡Buen trabajo! ¡Uno-dos-uno! ¡Tú cubres, Mike Pelkey!

Nombre y apellido. Siempre nombre y apellido, para evitar confusiones. El equipo está plagado de Matts, Mikes y Kinneys.

Los lanzamientos se ejecutan con gran corrección. Mike Pelkey, el lanzador número dos del Bangor West, se encuentra en el lugar indicado, cubriendo la primera. Se trata de una estrategia que no siempre se acuerda de seguir, pero esta vez sí lo hace. Sonríe y trota de vuelta al montículo mientras Neil Waterman se prepara para iniciar la siguiente combinación.

—Es la mejor selección de la Pequeña Liga que he visto en muchos años —comenta Dave Mansfield algunos días después de la aplastante victoria de Bangor West contra el Millinocket.

Se mete un puñado de pipas de girasol en la boca y empieza a masticarlas. Mientras habla va escupiendo cáscaras.

—No creo que nadie pueda vencerlos, al menos no en esta división.

Se interrumpe y observa a Mike Arnold correr hacia la base de meta desde la primera, atrapar un toque y girarse de nuevo hacia la base. Echa el brazo hacia atrás y… no lanza la pelota. Mike Pelkey sigue en el montículo; esta vez ha olvidado que su tarea consiste en cubrir, pues la base está desprotegida. Lanza una rápida mirada de culpabilidad a Dave. A continuación esboza una radiante sonrisa y se prepara para repetir la jugada. La próxima vez lo hará bien, pero ¿se acordará de hacerlo bien durante el partido?

—Por supuesto, podemos vencernos a nosotros mismos —comenta Dave—. Eso es lo que suele ocurrir. ¿Dónde estabas, Mike Pelkey? —aúlla de repente—. ¡Se supone que debes cubrir la primera!

Mike asiente con la cabeza y se dirige a su puesto… Más vale tarde que nunca.

—Brewer —prosigue Dave meneando la cabeza—. Brewer jugando en casa. Eso sí que será difícil. Los del Brewer siempre son difíciles.

Bangor West no da una paliza a Brewer, pero sí gana su primer «partido en ruta» sin demasiada dificultad. Matt Kinney, el primer lanzador del equipo, está en buena forma. No es que sea abrumador, pero sus pelotas rápidas tienen un efecto traidor y sinuoso, y asimismo tiene un lanzamiento oblicuo modesto pero eficaz. A Ron St. Pierre le gusta decir que todos los lanzadores de la Pequeña Liga de América creen que tienen un lanzamiento en curva de impresión.

—Lo que creen que es un lanzamiento en curva suele ser un cambio en forma de piruleta —comenta—. Cualquier bateador con un poco de autodisciplina puede merendarse un lanzamiento así de mediocre.

Sin embargo, el lanzamiento en curva de Kinney realmente describe una curva, y esta noche se luce y elimina a ocho bateadores. Y lo que es más importante, concede solo cuatro bases por bolas. Las bases por bolas son la cruz de todo entrenador de la Pequeña Liga.

—Te matan —afirma Neil Waterman—. Las bases por bolas te matan en cada partido. Sin excepción. El sesenta por ciento de los bateadores consiguen bases por bolas hasta anotar tantos en los partidos de la Pequeña Liga.

Pero no sucede así en este partido; dos de los bateadores a los que Kinney concede bases por bolas son forzados en la segunda, mientras que los otros dos se quedan estancados en la base al terminar la entrada correspondiente. Tan solo un bateador del Brewer consigue un golpe bueno; se trata de Denise Hewes, el centro del equipo, que consigue una jugada simple con un bateador eliminado, pero es forzada en la segunda.

Con el partido ya en el bolsillo, Matt Kinney, un muchacho solemne y casi escalofriante por lo controlado de su carácter, dedica una de sus infrecuentes sonrisas a Dave, dejando al descubierto una pulcra hilera de aparatos de ortodoncia.

—¡Le ha dado! —exclama casi con veneración.

—Espera a ver a los del Hampden —responde Dave con sequedad—. Ahí todos le dan.

El 17 de julio, el escuadrón del Hampden se presenta en el campo del Bangor West, situado detrás de la fábrica de Coca-Cola, y no tarda en confirmar que Dave estaba en lo cierto. Mike Pelkey se marca unas jugadas bastante decentes y conserva el control mucho más que en el partido contra el Millinocket, pero no constituye ningún problema para los chicos del Hampden. Mike Tardif, un robusto muchacho con un bate increíblemente rápido, envía el tercer lanzamiento de Pelkey más allá de la valla izquierda del campo, a unos setenta metros de distancia, y logra así una carrera en la primera entrada. Hampden consigue dos carreras más en la segunda y aventaja al Bangor West por 3 a 0.

En la tercera entrada, sin embargo, el Bangor West parece despertar. El lanzamiento del Hampden es bueno. El lanzamiento del Hampden es impresionante, pero la defensa del Hampden, sobre todo en el cuadro, deja bastante que desear. El Bangor West logra tres bases, que combinadas con cinco errores y dos bases por bolas les proporcionan siete carreras. Así es como se suelen jugar los partidos de la Pequeña Liga, y siete carreras deberían haber bastado, pero no es así; los adversarios persisten y consiguen dos carreras en su mitad de la tercera y dos más en la quinta. Cuando el Hampden sale a batear en la segunda mitad de la sexta, ya solo pierde por tres carreras, 10 a 7.

Kyle King, un muchacho de doce años que hoy ha sido el primer lanzador del Hampden y después ha pasado a ser receptor en la quinta, empieza la segunda mitad de la sexta con una doble jugada. A continuación, Mike Pelkey elimina a Mike Tardif por strikes. Mike Wentworth, el nuevo lanzador del Hampden, logra una jugada simple al enviar una pelota al fondo del campo, entre segunda y tercera base. King y Wentworth avanzan una base, pero se ven obligados a quedarse ahí porque Jeff Carson batea una roleta directamente de regreso al lanzador. A continuación sale a batear Josh Jamieson, una de las cinco grandes amenazas del Hampden, en un momento en que hay dos jugadores en bases y dos eliminados. Si consigue batear bien, el marcador quedará empatado. Aunque se nota que está cansado, Mike saca fuerzas de flaqueza y lo elimina. El partido ha terminado.

Los chicos se ponen en fila y entrechocan las manos como manda la costumbre, pero es evidente que Mike no es el único que está agotado; cabizbajos y con los hombros caídos, todos ellos tienen aspecto de perdedores. El Bangor West tiene ahora en su haber tres victorias y ninguna derrota, pero el triunfo de hoy ha sido pura coincidencia, el tipo de partido que convierte la Pequeña Liga en una experiencia tan enervante tanto para los espectadores como para los entrenadores y los propios jugadores. El Bangor West, un equipo por lo general seguro de sí mismo en el campo, ha cometido alrededor de nueve errores.

—No he pegado ojo en toda la noche —masculla Dave durante el entrenamiento del día siguiente—. Maldita sea, jugaron mucho mejor que nosotros. Deberíamos haber perdido el partido.

Al cabo de dos noches, tiene algo más de qué preocuparse. Ha recorrido diez kilómetros con Ron St. Pierre para ver jugar a Kyle King y sus compañeros del Hampden contra el Brewer. No es un viaje de exploración. El Bangor ha jugado contra ambos equipos, y los dos hombres han tomado gran cantidad de notas. Lo que realmente esperan, reconoce Dave, es que el Brewer tenga suerte y consiga derrotar al Hampden. Pero no sucede; lo que realmente ven no es un partido de béisbol, sino un ejercicio de artillería.

Josh Jamieson, que quedó eliminado en un momento crítico contra Mike Pelkey, envía una pelota de carrera completa al campo de entrenamiento del Hampden. Y Jamieson no está solo. Carson consigue una carrera, Wentworth otra y Tardif dos. El resultado final es de Hampden 21, Brewer 9.

En el viaje de regreso a Bangor, Dave Mansfield masca un montón de pipas de girasol y apenas pronuncia palabra. Tan solo habla en una ocasión cuando entra con su viejo Chevrolet verde en el maltrecho estacionamiento de tierra que hay junto a la fábrica de Coca-Cola.

—El martes tuvimos suerte y lo saben —afirma—. Cuando vayamos ahí el jueves nos estarán esperando.

Todos los diamantes en los que los equipos del Distrito 3 representan sus dramas de seis entradas tienen las mismas dimensiones, palmo más o puerta menos. Todos los entrenadores llevan el reglamento en el bolsillo posterior, y lo consultan con frecuencia. A Dave le gusta decir que hombre prevenido vale por dos. El cuadro mide veinte metros a cada lado y es un cuadrado colocado sobre el punto que es la base de meta. De acuerdo con el reglamento, la valla protectora debe encontrarse como mínimo a siete metros de la base de meta, a fin de proporcionar tanto al receptor como al corredor en tercera una oportunidad justa en caso de un error. Las vallas deben hallarse a setenta metros de la base. En el campo del Bangor West la distancia es algo mayor. Y en Hampden, hogar de bateadores de primera como Tardif y Jamieson, la distancia es unos diez metros más corta.

La medida más inflexible es también la más importante; se trata de la distancia que media entre la plataforma del lanzador y el centro de la base de meta. Quince metros, ni más ni menos. Cuando se trata de esta distancia, nadie dice nunca: «Va, más o menos ya es eso; dejémoslo». La mayoría de los equipos de la Pequeña Liga viven y mueren a causa de lo que ocurre en los quince metros que median entre estos dos puntos.

Los campos del Distrito 3 varían de forma considerable en otros aspectos, y por lo general basta un breve vistazo para descubrir qué actitud tiene cada comunidad hacia el béisbol. El campo del Bangor West está en malas condiciones, una circunstancia que el ayuntamiento ignora sistemáticamente a la hora de distribuir el presupuesto de las actividades de ocio. La superficie es una arcilla estéril que se convierte en sopa cuando llueve y en cemento cuando no llueve, como ha sido el caso de este verano. El riego mantiene la mayor parte del campo exterior bastante verde, pero el cuadro no tiene remedio. A lo largo de las líneas crece un poco de hierba descuidada, pero la zona situada entre la plataforma del lanzador y la base de meta está casi pelada. La valla protectora está muy oxidada; con frecuencia, los errores y los lanzamientos malos se cuelan por una amplia brecha que hay entre el suelo y la valla. Dos grandes dunas se extienden a través de la parte derecha y el centro del campo. De hecho, estas dunas se han convertido en una ventaja para el equipo local. Los jugadores del Bangor West aprenden a aprovechar las carambolas en ellas, del mismo modo en que los jugadores de los Red Sox aprenden a aprovechar sus carambolas en el Monstruo Verde. Los defensores de los equipos visitantes, por otra parte, se ven obligados en muchas ocasiones a perseguir sus errores hasta la valla.

El campo del Brewer, situado entre la sucursal local de supermercados IGA y unos almacenes Mardens, se ve obligado a disputarse el espacio con lo que tal vez es el parque infantil más viejo y oxidado de Nueva Inglaterra; los hermanos y las hermanas pequeñas de los jugadores miran el partido montados boca abajo en los columpios, con la cabeza apuntando al suelo y los pies, al cielo.

El campo Bob Beal, de Machias, con su cuadro salpicado de gravilla, es con toda probabilidad el peor campo que el Bangor West visitará esta temporada, mientras que el del Hampden, con su campo impecable y su pulcro diamante, es con toda probabilidad el mejor. El diamante de Hampden, situado tras la sucursal de la asociación de veteranos de guerra y flanqueado por una zona de picnic situada tras la valla y un bar con lavabos, parece un campo de niños bien. Pero las apariencias engañan. Este equipo se compone de jugadores de Newburgh y Hampden, y Newburgh sigue siendo una zona de pequeñas granjas y productos lácteos. Muchos de los jugadores van a los partidos en viejos coches con selladora alrededor de los faros y con el tubo de escape sujeto con alambre; tienen la piel quemada por el sol a causa de las tareas que les toca hacer, no porque se pasen el día tumbados junto a la piscina del club de campo. Niños de ciudad y niños de campo. Una vez enfundados en sus uniformes, no importa mucho quién es qué.

Dave tiene razón. Los aficionados de Hampden y Newburgh están esperando. La última vez que Bangor West consiguió el título del Distrito 3 de la Pequeña Liga fue en 1971; Hampden jamás ha ganado el campeonato, y muchos aficionados locales esperan que este año sea la primera vez, pese a la derrota que han encajado frente al Bangor West. Por primera vez, el equipo de Bangor es consciente de que juega fuera de casa; se enfrenta con gran cantidad de aficionados contrarios.

Matt Kinney es el primero en lanzar. Por Hampden empieza Kyle King, y el partido se convierte con gran rapidez en el fenómeno más interesante y menos frecuente de la Pequeña Liga; en un auténtico duelo de lanzadores. Al término de la tercera entrada, el marcador señala Hampden 0, Bangor West 0.

En la segunda mitad de la cuarta, Bangor se anota dos carreras inmerecidas cuando la defensa del Hampden se viene abajo. Owen King, el primera base del Bangor West, pasa a batear con dos jugadores en bases y uno eliminado. Los dos King, Kyle por el equipo de Hampden y Owen por el equipo de Bangor West, no están emparentados. No hace falta jurarlo; un vistazo basta para darse cuenta. Kyle King mide alrededor de un metro sesenta, mientras que Owen King pasa bastante del metro ochenta. Las diferencias de estatura y constitución son tan extremas en la Pequeña Liga que resulta muy fácil sentirse desorientado, víctima de una alucinación.

El King de Bangor dispara una roleta al interbase. Se trata de una doble jugada hecha a medida, pero el interbase no la atrapa limpiamente, de modo que King consigue trasladar sus cien kilos a primera base a velocidad punta y llegar antes que la pelota. Mike Pelkey y Mike Arnold llegan a la base de meta.

En la primera mitad de la quinta, Matt Kinney, que se ha estado portando de maravilla, alcanza con la pelota a Chris Witcomb, el octavo bateador del Hampden. Brett Johnson, el noveno bateador, envía una pelota directa a Casey Kinney, el segunda base del Bangor West. Podría ser otra doble jugada hecha a medida, pero Casey no acierta. Sus manos, que han ido bajando automáticamente para atrapar la pelota, se paralizan de repente a unos centímetros del suelo, y el muchacho vuelve la cabeza para protegerse de un posible rebote. Se trata del error defensivo más corriente en la Pequeña Liga, y también el más fácil de comprender; puro instinto de conservación. La mirada consternada que Casey lanza a Dave y a Neil cuando la pelota avanza hacia el centro del campo completa esta parte del ballet.

—¡No pasa nada, Casey! ¡La próxima vez será! —aúlla Dave con su acento grave y confiado del norte.

—¡Siguiente bateador! —grita Neil haciendo caso omiso de la mirada de Casey—. ¡Siguiente bateador! ¡Presta atención a tu juego! ¡Seguimos ganando! ¡A por una eliminación! ¡Concentraos en conseguir una eliminación!

Casey empieza a tranquilizarse, empieza a concentrarse de nuevo en el juego, y de repente, más allá de las vallas del campo exterior, los Cláxones de Hampden empiezan a sonar. Algunos de ellos pertenecen a coches nuevos, Toyotas, Hondas y elegantes Dodge Colt que lucen adhesivos de EE.UU. FUERA DE CENTROAMÉRICA y CORTA LEÑA, NO ÁTOMOS en los guardabarros. Pero la mayoría de los Cláxones de Hampden pertenecen a furgonetas y coches más antiguos. Muchas de las furgonetas tienen las puertas oxidadas, convertidores de FM instalados bajo el salpicadero y la caja cubierta. ¿Y quién hay dentro de los vehículos, tocando el claxon? Nadie parece saberlo, al menos no con certeza. Desde luego, no son los padres ni otros parientes de los jugadores del Hampden; los padres y demás parientes (además de una generosa selección de hermanos pequeños manchados de helado) llenan las gradas y la valla de la tercera base del diamante, donde se encuentra el foso del Hampden. Es posible que se trate de gente del pueblo que acaba de salir de trabajar, tipos que se han detenido a ver una parte del partido antes de ir a tomarse unas cuantas cervezas en el bar de la asociación de veteranos de guerra, que está al lado. O tal vez se trate de los fantasmas de jugadores de la Pequeña Liga del Pasado, ansiosos por conseguir la bandera del campeonato del estado que durante tanto tiempo les ha sido negada. Esta alternativa parece al menos posible; hay algo sobrecogedor y definitivo en los Cláxones de Hampden. Suenan en armonía… cláxones agudos, cláxones graves, un par de cláxones de niebla alimentados con baterías casi agotadas. Algunos jugadores del Bangor West se vuelven hacia el sonido con expresión inquieta.

Tras la valla protectora, unos técnicos de la televisión local se preparan para filmar en vídeo un reportaje para la sección de deportes de las noticias de las once. Ello causa cierto revuelo entre algunos espectadores, pero tan solo unos cuantos jugadores del banquillo del Hampden parecen percatarse de la presencia de la tele. Matt Kinney no se ha fijado, desde luego. Está completamente concentrado en el siguiente bateador del Hampden, Matt Knaide, que se golpea la zapatilla con el bate de aluminio Worth y a continuación entra en la plataforma del bateador.

Los Cláxones de Hampden se sumen en un completo silencio. Matt Kinney inicia el movimiento de lanzamiento. Casey Kinney regresa a su posición al este de la segunda base, con el guante bajo. Los corredores del Hampden esperan expectantes en primera y segunda base. En la Pequeña Liga está prohibido adelantarse hacia la base siguiente antes del lanzamiento. Los espectadores situados a ambos lados del diamante observan con nerviosismo. Las conversaciones languidecen. El béisbol bien jugado (y desde luego, este es un partido excelente, de los que uno pagaría por ver) es un deporte de pausas descansadas puntuadas por algunas inhalaciones breves e intensas. Los aficionados perciben que se acerca una de dichas inhalaciones. Matt Kinney blande la pelota y lanza.

Knaide envía una pelota directa más allá de la segunda base y consigue una jugada simple, por lo que el marcador se sitúa en 2 a 1. Kyle King, el lanzador del Hampden, entra en la plataforma del bateador y envía una línea rápida y baja directamente de regreso al montículo. El esférico golpea a Matt Kinney en la espinilla derecha. El muchacho efectúa un movimiento instintivo para atrapar la pelota, que ya se dirige a trompicones hacia el hueco entre tercera e interbase, antes de darse cuenta de que se ha lesionado y doblarse sobre sí mismo. Ahora las bases están llenas, pero de momento a nadie le importa. En el instante en que el árbitro levanta las manos para señalar tiempo muerto, todos los jugadores del Bangor West se congregan en torno a Matt Kinney. Más allá del centro del campo, los Cláxones del Hampden entonan su cántico triunfal.

Kinney está muy pálido y es evidente que le duele la pierna. Alguien trae una bolsa de hielo del botiquín que hay en el bar, y tras unos minutos, Kinney consigue incorporarse y atravesar el campo cojeando y con los brazos alrededor de Dave y Neil. Los espectadores le dedican una ovación cuando sale.

Owen King, anterior primera base, se convierte en el nuevo lanzador del Bangor West, y el primer bateador al que debe enfrentarse es Mike Tardif. Los Cláxones de Hampden envían un breve saludo de anticipación cuando Tardif entra en la plataforma. El tercer lanzamiento de King es malo y se estrella contra la valla protectora. Brett Johnson corre hacia la base de meta; King echa a correr hacia la plataforma desde el montículo, tal como le han enseñado. En el foso del Bangor West, Neil Waterman, que todavía rodea con un brazo los hombros de Matt Kinney, grita:

—¡Cubrir-cubrir-CUBRIR!

Joe Wilcox, el receptor del Bangor West, es unos treinta centímetros más bajo que King, pero muy rápido. Al comienzo de esta temporada de la selección no quería ser receptor, y todavía no le gusta, pero ha aprendido a vivir con ello y a tener muchísimo aguante en una posición en la que casi ningún jugador bajo sobrevive durante mucho tiempo; incluso en la Pequeña Liga, la mayoría de los receptores parecen mucho más pequeños de lo que son. Hace un rato ha logrado efectuar una impresionante recepción de una pelota mala con una sola mano. Ahora se abalanza sobre la valla protectora, quitándose la máscara con la mano desnuda en el mismo instante en que recibe el lanzamiento malo al rebote. Se vuelve hacia la plataforma y pasa la pelota a King mientras los Cláxones de Hampden entonan una salvaje melodía triunfal que resulta ser prematura.

Johnson está en baja forma. En su rostro se dibuja una expresión asombrosamente parecida a la que ha adoptado Casey Kinney al permitir que la fuerte roleta de Johnson se colara a la interbase. Se trata de una expresión de ansiedad e inquietud extremas, la expresión de un chico que de repente desearía encontrarse en otro lugar. En cualquier otro lugar. El nuevo lanzador bloquea la plataforma.

Johnson inicia un derrape poco convincente. King atrapa la pelota que le ha lanzado Wilcox, se vuelve con sorprendente y encantadora gracia y toca la base antes que el pobre Johnson. A continuación regresa al montículo mientras se enjuga el sudor de la frente y se dispone a enfrentarse a Tardif una vez más. Tras él, los Cláxones de Hampden han vuelto a enmudecer.

Tardif batea un englobado a tercera base. Kevin Rochefort, el tercer base del Bangor, reacciona retrocediendo un paso. Es una jugada muy sencilla, pero en el rostro de Rochefort se aprecia una expresión de terrible desconcierto, y es en ese preciso instante, cuando Rochefort está a punto de fallar ese sencillo englobado, cuando puede advertirse en qué medida ha afectado al equipo la lesión de Matt. La pelota aterriza en el guante de Rochefort y vuelve a salir porque Rochefort, al que primero Freddy Moore y después todo el equipo han dado en llamar Pinzas, no la aprieta con el guante. Knaide, que ha avanzado a tercera base mientras King y Wilcox se ocupaban de Johnson, ya está corriendo hacia la base de meta. Rochefort podría haber alcanzado a Knaide sin dificultad si hubiera atrapado la pelota, pero en la Pequeña Liga, al igual que en las ligas importantes, se trata de peros y escasos centímetros. Rochefort no atrapa la pelota. En lugar de ello, la lanza al azar hacia primera base. Mike Arnold se ha hecho cargo de la situación en primera, y es uno de los mejores defensores del equipo, pero la verdad es que no tiene zancos. Entretanto, Tardif llega corriendo a segunda. El duelo de lanzadores se convierte en un típico partido de Pequeña Liga, y los Cláxones de Hampden, en una cacofonía de júbilo. El equipo local está fuera de sí de emoción, y el resultado final es de Hampden 9, Bangor West 2. Pese a todo, existen dos motivos para regresar a casa contentos. En primer lugar, la lesión de Matt Kinney no reviste gravedad, y en segundo lugar, cuando Casey Kinney se ha visto obligado a enfrentarse a otra situación difícil en una de las últimas entradas, no se ha amilanado, sino que ha jugado a la perfección.

En cuanto se anota la última eliminación, los jugadores del Bangor West se dirigen cabizbajos hacia su foso y toman asiento en el banco. Se trata de su primera derrota, y la mayoría de ellos no se lo están tomando demasiado bien. Algunos arrojan el guante al suelo con rabia. Algunos están llorando, otros parecen a punto de estallar en sollozos, y nadie dice nada. Ni siquiera Freddy, el payaso oficial del Bangor, tiene nada que decir esta bochornosa tarde. Más allá de la valla del centro del campo, algunos Cláxones de Hampden siguen entonando su canto de alegría.

Neil Waterman es el primero en hablar. Ordena a los chicos que levanten la cabeza y lo miren. Tres de ellos ya lo están haciendo; Owen King, Ryan Iarrobino y Matt Kinney. Ahora, aproximadamente la mitad del equipo obedece. Otros sin embargo, entre ellos Josh Stevens, el último en ser eliminado, parecen seguir tremendamente interesados en sus zapatillas.

—Levantad la cabeza —repite Waterman.

Ha levantado la voz, pero habla con amabilidad, y ahora todos consiguen mirarlo.

—Habéis jugado bastante bien —empieza Neil con amabilidad—. Simplemente, os habéis puesto un poco nerviosos y por eso han acabado ganando. Eso no quiere decir que sean mejores… Eso ya lo averiguaremos el sábado. Lo único que habéis perdido es un partido de béisbol. Pero mañana el sol saldrá igualmente.

Los chicos empiezan a removerse en sus asientos. Por lo visto, esta antigua homilía no ha perdido aún su poder de consuelo.

—Habéis dado todo lo que teníais, y eso es lo único que importa. Estoy orgulloso de vosotros, y vosotros también debéis estar orgullosos de vosotros mismos. No ha pasado nada de lo que tengáis que avergonzaros.

Se aparta un poco para dejar sitio a Dave Mansfield, quien observa a su equipo. Cuando habla, su habitual rugido ha desaparecido para dar paso a un tono más bajo incluso que el de Waterman.

—Antes de empezar ya sabíamos que tenían que ganarnos, ¿verdad? —Habla en tono pensativo, casi como si hablara solo—. Si no vencían hoy, quedaban eliminados. El sábado vendrán a nuestro campo. Y entonces nosotros tendremos que ganarles a ellos. ¿Queréis ganarles?

Todos los jugadores lo están mirando con atención.

—Quiero que recordéis lo que os dijo Neil —prosigue Dave en el mismo tono pensativo, tan distinto de sus rugidos durante los entrenamientos—. Sois un equipo. Eso quiere decir que tenéis que quereros los unos a los otros. Os queréis los unos a los otros perdáis o ganéis, porque sois un equipo.

La primera vez que alguien dijo a estos chicos que tenían que quererse los unos a los otros mientras estaban en el campo, todos se habían puesto a reír con nerviosismo. Pero ahora no ríen. Después de soportar los Cláxones de Hampden, parecen comprender, al menos un poquito.

Dave vuelve a observarlos y por fin asiente con la cabeza.

—Muy bien. Recoged el equipo.

Los chicos recogen los bates, los cascos y el equipo de recepción y lo embuten todo en bolsas de lona. Cuando llevan el equipo a la vieja furgoneta verde de Dave, algunos de ellos ya están riendo otra vez.

Dave ríe con ellos, pero no ríe en el camino de regreso a casa. El trayecto se le antoja eterno.

—No sé si podremos ganarles el sábado —dice en el camino de vuelta en el mismo tono pensativo de antes—. Quiero ganarles, y ellos también quieren, pero no sé si podremos. El Hampden tiene el ímpetu de su parte.

Ímpetu, la fuerza mítica que decide no solo partidos, sino temporadas enteras. Los jugadores de béisbol son peculiares y supersticiosos en cualquier categoría, y por alguna razón, los jugadores del Bangor West han adoptado una pequeña sandalia de plástico, parte del atuendo de la muñeca de una jovencísima aficionada, como mascota. Y han bautizado a su absurdo talismán con el nombre de Ímpetu. Lo colocan en la valla de alambre del foso en cada partido, y con frecuencia, los bateadores lo tocan furtivamente antes de entrar en la plataforma del bateador. Nick Trzaskos, que por lo general juega de exterior izquierdo en el Bangor West, es el encargado de guardar a Ímpetu entre partidos. Y hoy ha olvidado por primera vez traer el talismán.

—Espero que Nick se acuerde de traer a Ímpetu el sábado —masculla Dave en tono sombrío—. Pero incluso aunque se acuerde…

Menea la cabeza.

—No sé, no sé.

En los partidos de la Pequeña Liga no se cobra entrada; las reglas lo prohíben de modo expreso. En lugar de ello, un jugador pasa el sombrero durante la cuarta entrada, solicitando donaciones para comprar equipo y contribuir al mantenimiento del campo. El sábado, cuando el Bangor West y el Hampden se enfrentan en Bangor en la final del torneo del condado de Penobscot, puede juzgarse el aumento del interés local en las vicisitudes del equipo por un simple ejercicio de comparación. En el partido disputado entre el Bangor y el Millinocket, la colecta asciende a quince dólares con cuarenta y cinco centavos; cuando el sombrero termina su circuito en la quinta entrada del partido del sábado por la tarde contra el Hampden, está repleto de monedas y billetes arrugados. El total asciende a noventa y cuatro dólares con veinticinco centavos. Las gradas están abarrotadas; las vallas, oscurecidas de gente; el estacionamiento, completo. La Pequeña Liga tiene un rasgo en común con casi todos los deportes y negocios americanos; nada tiene tanto éxito como el éxito en sí mismo.

El partido empieza muy bien para Bangor, pues ganan por 7 a 3 al final de la tercera entrada, y entonces todo se va al garete. En la cuarta entrada, el Hampden se anota seis carreras, la mayoría de ellas honestas. Bangor West no se rinde, como hizo después de que Matt Kinney recibiera un pelotazo en el partido contra el Hampden, y los jugadores no bajan la cabeza, por emplear la expresión de Neil Waterman. Pero cuando salen a batear en la segunda mitad de la sexta entrada, pierden por 14 a 12. La eliminación parece muy cercana y muy real. Ímpetu se halla en su lugar acostumbrado, pero, aun así, el Bangor West está a tres eliminaciones del fin de su temporada.

Un jugador al que no hacía falta decirle que levantara la cabeza después de la derrota por 9 a 2 contra el Hampden es Ryan Iarrobino. En aquel partido jugó bien y salió del campo sabiendo que había jugado bien. Es un chico alto, de hombros anchos y una espesa mata de cabello castaño oscuro. Es uno de los dos atletas naturales con que cuenta el equipo del Bangor West. El otro es Matt Kinney. Aunque ambos chicos tienen un físico totalmente opuesto, pues Kinney es delgado y todavía bastante bajo, mientras que Iarrobino es alto y muy musculoso, comparten una cualidad muy poco frecuente entre los chicos de su edad; confían en sus cuerpos. La mayoría de los demás jugadores del Bangor West, por mucho talento que posean, consideran sus pies, brazos y manos como espías y traidores en potencia.

Iarrobino es uno de esos chicos que, en cierto modo, parece estar más presente que los demás cuando se viste para algún tipo de competición. Es uno de los pocos chicos de los dos equipos que puede llevar un casco de bateador sin parecer un tontorrón que lleva una de las ollas de su madre. Cuando Matt Kinney está en el montículo y lanza una pelota, parece encontrarse en el lugar indicado en el momento preciso. Y cuando Ryan Iarrobino entra en la plataforma para diestros y señala con la punta del bate al lanzador antes de colocárselo detrás del hombro derecho, también parece pertenecer a ese lugar en aquel momento. Parece haber echado raíces antes de prepararse para el primer lanzamiento; podría describirse una línea del todo recta desde la bola de su hombro hasta la bola de su cadera y desde ahí hasta la bola de su tobillo. Matt Kinney está hecho para lanzar pelotas; Ryan Iarrobino, para batearlas.

Última oportunidad para el Bangor West. Jeff Carson, cuya carrera en la cuarta entrada ha sido el momento más destacado del partido y que ha sustituido a Mike Wentworth en la plataforma de lanzamiento, es reemplazado ahora por Mike Tardif. Su primer bateador es Owen King. King batea tres pelotas más allá de la línea de falta, sufre dos strikes (uno de los cuales se debe a que intenta batear una pelota de carrera que resulta ser demasiado baja) y a continuación deja pasar una pelota interior mala con la esperanza de lograr una base por bolas. El siguiente bateador es Roger Fisher, que sustituye al charlatán Fred Moore. Roger es un chico bajito de ojos y cabellos negros azabache. Parece un bateador fácil de eliminar, pero las apariencias engañan. Roger tiene fuerza. Pero hoy no la emplea y queda eliminado.

En el campo, los jugadores del Hampden se mueven y se miran. Están muy cerca y lo saben. El estacionamiento está demasiado lejos como para que los Cláxones de Hampden puedan desempeñar algún papel, de modo que los hinchas se conforman con alentar a su equipo a gritos. Detrás del foso, dos mujeres tocadas con gorras de color violeta del Hampden se abrazan jubilosas. Otros hinchas parecen corredores esperando el pistoletazo del juez; es evidente que tienen intención de precipitarse al campo en el momento en que sus muchachos consigan eliminar al Bangor West definitivamente.

Joe Wilcox, que no quería ser receptor y que ha acabado jugando en esa posición pese a todo, envía una pelota de jugada simple a la izquierda del campo. King se detiene en la segunda. Sale a batear Arthur Dorr, el exterior derecho del Bangor, que lleva el par de zapatillas altas más viejo del mundo y no ha logrado batear una sola pelota buena en todo el partido. Ahora sí batea bien, pero envía la pelota directamente al interbase del Hampden, que apenas tiene que moverse. Pasa la pelota a segunda base con la esperanza de llegar antes que King, pero no tiene suerte. Sin embargo, ya hay dos bateadores eliminados.

La afición del Hampden sigue alentando a sus jugadores. Las mujeres que están tras el foso dan saltos de emoción. Se oyen ahora algunos Cláxones de Hampden, pero se han precipitado un poco, y para darse cuenta de ello basta con echar un vistazo al rostro de Mike Tardif mientras se enjuga el sudor de la frente y entrechoca la pelota con el guante.

Ryan Iarrobino entra en la plataforma del bateador. Blande el bate de un modo casi naturalmente perfecto; ni siquiera Ron St. Pierre tendrá nada que objetar al respecto.

Ryan falla el primer lanzamiento de Tardif, el más fuerte del partido; de hecho, la pelota suena como un disparo al chocar contra el guante de Kyle King. A continuación, Tardif desperdicia un lanzamiento. King le devuelve la pelota; Tardif medita unos segundos y a continuación lanza una pelota recta y baja; Ryan se la mira, y el árbitro decreta strike dos. Ha tocado la esquina exterior…, tal vez. En cualquier caso, eso es lo que dice el árbitro, por lo tanto, fin de la discusión.

Los hinchas de ambos equipos han enmudecido, al igual que los entrenadores. Todos están al margen del asunto. Ahora todo depende de Tardif e Iarrobino, suspendidos antes el último strike de la última eliminación del último partido que uno de estos dos equipos jugará. Quince metros entre estos dos rostros. Lo que ocurre es que Iarrobino no está mirando el rostro de Tardif, sino su guante, y en algún lugar oigo a Ron St. Pierre diciendo a Fred: «Estás esperando para ver por dónde te voy a salir. Para ver si te lanzo una pelota lateral, de tres cuartos o alta».

Iarrobino está esperando para ver por dónde le saldrá Tardif. Mientras Tardif inicia el movimiento de lanzamiento, se oye el lejano golpeteo de pelotas de tenis procedente de una pista cercana, pero aquí solo hay silencio y las marcadas sombras negras de los jugadores, tendidas sobre la tierra como siluetas de cartulina negra, e Iarrobino espera para ver por dónde le saldrá Tardif.

Tardif lanza una pelota alta. Y de repente, Iarrobino se pone en movimiento, con las dos rodillas ligeramente dobladas y el hombro izquierdo inclinado; el bate de aluminio no es más que un destello a la luz del sol. En esta ocasión, el golpe metálico, el que recuerda una cucharilla chocando con un tazón de hojalata, suena algo diferente. Esta vez no se oye un chink, sino un crunch cuando Ryan golpea la pelota, y entonces la pelota sale disparada hacia el cielo, en dirección al campo izquierdo, un golpe largo, alto, amplio y elegante en la tarde veraniega. Más tarde, alguien encuentra la pelota debajo de un coche, a unos noventa metros de la base de meta.

La expresión que se dibuja en el rostro de Mike Tardif, un muchacho de doce años, es de asombro e incredulidad. Echa un vistazo rápido a su guante, como si esperara que la pelota siguiera ahí, como si esperara que el espectacular toque de Iarrobino, efectuado tras dos lanzamientos malos y dos strikes, no haya sido más que una pesadilla momentánea. Las dos mujeres situadas detrás de la valla protectora se miran anonadadas. En el primer momento, nadie emite sonido alguno. En ese instante antes de que todo el mundo empiece a gritar y los jugadores del Bangor West salgan disparados del foso para esperar a Ryan en la base de meta y alzarlo a hombros, solo dos personas están completamente seguras de que en verdad ha ocurrido lo que ha ocurrido. Una de ellas es el propio Ryan. Cuando llega a primera base, levanta los brazos hasta la altura de los hombros en un ademán de triunfo breve pero expresivo. Y cuando Owen King llega a la base de meta y se anota la primera de las tres carreras que darán fin a la temporada de selecciones del Hampden, Mike Tardif también se da cuenta de lo que ha ocurrido. Permanece de pie en la plataforma del lanzador por última vez como jugador de la Pequeña Liga y estalla en sollozos.

—Hay que recordar que solo tienen doce años —afirman los tres entrenadores del equipo en un momento dado.

Y cada vez que uno de ellos lo dice, el que escucha tiene la sensación de que el que lo dice, es decir, Mansfield, Waterman o St. Pierre, se lo está recordando a sí mismo.

—Cuando estéis en el campo os querremos y vosotros os querréis los unos a los otros —dice Waterman a los muchachos una y otra vez.

Después de la ajustada victoria de 15 a 14 sobre el Hampden, en la que realmente se han querido los unos a los otros, los chicos ya no se ríen al oír estas palabras.

—A partir de ahora —prosigue Waterman— voy a ser duro con vosotros… Muy duro. Mientras estéis jugando, no recibiréis de mí más que amor incondicional. Pero cuando estemos entrenando en nuestro campo, algunos de vosotros averiguaréis lo mucho que puedo llegar a gritar. Si hacéis el tonto, directos al banquillo. Si os digo que hagáis algo y no lo hacéis, directos al banquillo. El recreo ha terminado, chicos, todo el mundo fuera de la piscina. Ahora empieza el trabajo duro.

Unos días más tarde, Waterman envía una pelota a la derecha del campo durante el entrenamiento de recepción. La pelota casi le arranca la nariz a Arthur Dorr, que estaba comprobando si tenía la bragueta cerrada, o verificando si tenía los cordones de las zapatillas abrochados. O haciendo cualquier otra tontería.

—¡Arthur! —ruge Neil Waterman.

Arthur se asusta más al oír este grito de lo que se ha asustado al pasarle la pelota por delante de las narices.

—¡Ven aquí! ¡Al banquillo! ¡Ahora mismo!

—Pero… —empieza Arthur.

—¡Que vengas aquí! —lo interrumpe Neil—. ¡Al banquillo!

Arthur se acerca cabizbajo y huraño, y J. J. Fiddler ocupa su puesto. Al cabo de unos días, Nick Trzaskos pierde la oportunidad de seguir bateando tras fallar dos toques de sacrificio de unos cinco intentos. Se sienta en el banquillo solo y con las mejillas arreboladas.

El Machias, el vencedor del campeonato de los condados de Aroostook y Washington, es el siguiente equipo de la lista; se jugará una serie al mejor de tres partidos, y el ganador será el campeón del Distrito 3. El primer partido tendrá lugar en el campo del Bangor West, detrás de la fábrica de Coca-Cola; el segundo, en el campo Bob Beal, del Machias, y el tercero, si es que se tercia, se jugará en un campo neutral situado entre ambas ciudades.

Tal como ha prometido Neil Waterman, los entrenadores son todo aliento en cuanto termina el himno nacional y empieza el partido.

—¡Perfecto, no pasa nada! —grita Dave Mansfield cuando Arthur no acierta a atrapar una pelota larga que aterriza en el suelo detrás de él—. ¡Ahora a eliminar! ¡Juego de barriga! ¡A eliminar!

Nadie parece saber qué significa «juego de barriga», pero si tiene algo que ver con ganar partidos de béisbol, entonces a los chicos les parece perfecto.

No hace falta jugar el tercer partido contra el Machias. El Bangor West cuenta con una excelente actuación del lanzador Matt Kinney en el primero y vence por 17 a 5. Ganar el segundo partido es un poco más difícil porque el tiempo no coopera. Una copiosa tormenta de verano obliga a suspender el partido el día señalado, por lo que el Bangor West tiene que realizar el viaje de doscientos cincuenta kilómetros a Machias dos veces para poder ganar el campeonato. Por fin lo consiguen el veintinueve de julio. La familia de Mike Pelkey se ha llevado al segundo lanzador del Bangor a Disneylandia, con lo que Mike se convierte en el tercer jugador que abandona el equipo; pero Owen King ocupa la posición y consigue eliminar a ocho antes de cansarse y dar paso a Mike Arnold en la sexta entrada. El Bangor West gana por 12 a 2 y se convierte en el campeón del Distrito 3 de la Pequeña Liga.

En momentos así, los profesionales se retiran a sus vestuarios con aire acondicionado y se empapan unos a otros con champán. El equipo del Bangor West va a Helen’s, el mejor, tal vez el único restaurante de Machias, para celebrar el triunfo con perritos calientes, hamburguesas, litros de Pepsi-Cola y montañas de patatas fritas. Observando cómo se ríen unos de otros, cómo se burlan unos de otros y cómo se disparan bolas de papel a través de las pajitas, resulta imposible no darse cuenta de que muy pronto encontrarán formas más escandalosas de celebrar cualquier ocasión.

De momento, sin embargo, se conforman con esto… De hecho, lo encuentran perfecto. No están abrumados por lo que han hecho, pero parecen tremendamente encantados, verdaderamente felices. Si han sido rozados con la varita mágica este verano, ellos no lo saben, y nadie ha sido lo suficientemente rudo como para decirles que tal vez es así. De momento, pueden permitirse los placeres fritos de Helen’s, y estos placeres les bastan. Han alcanzado su objetivo; para el Campeonato del Estado, donde lo más probable es que equipos más fuertes y mejores de regiones más pobladas del sur del estado los eliminen, todavía falta una semana.

Ryan Iarrobino se ha vuelto a poner su camiseta sin mangas. Arthur Dorr tiene una enorme mancha de ketchup en la mejilla. Y Owen King, que ha sembrado el terror entre los bateadores del Machias al enfrentarse a ellos con un lanzamiento lateral directo en el último momento, disfruta haciendo burbujas en su vaso de Pepsi-Cola. Nick Trzaskos, que puede parecer la persona más infeliz del mundo cuando las cosas no van como él quiere, muestra una expresión de felicidad sublime. ¿Y por qué no? Hoy tienen doce años y son ganadores.

Claro está que de vez en cuando ya se encargan de recordártelo. El día en que se suspende el partido, a medio camino entre Machias y Bangor, J. J. Fiddler comienza a retorcerse en el asiento trasero del coche.

—Tengo que ir al lavabo —farfulla en tono ominoso al tiempo que se lleva las manos al vientre—. De verdad, tengo que ir. Lo digo muy en serio.

—¡J. J. se va a mear encima! —grita Joe Wilcox jubiloso—. ¡Mirad! ¡J. J. va a inundar el coche!

—Cierra el pico, Joey —contesta J. J. antes de seguir retorciéndose.

Ha esperado hasta el peor momento para dar la noticia. El tramo de ciento veinte kilómetros entre Machias y Bangor está prácticamente desierto. Ni siquiera hay una buena arboleda en la que J. J. pueda desaparecer durante unos minutos; no hay más que kilómetros y kilómetros de campos abiertos alrededor de la sinuosa carretera 1A.

Justo cuando la vejiga de J. J. entra en alarma roja hace su aparición una gasolinera providencial. El entrenador auxiliar aprovecha para llenar el depósito de gasolina mientras J. J. se precipita al lavabo de caballeros.

—¡Madre mía! —exclama apartándose el cabello de los ojos mientras vuelve trotando al coche—. ¡Ha ido de pelos!

—Tienes un poco en los pantalones, J. J. —comenta Joe Wilcox como quien no quiere la cosa.

Todos estallan en salvajes carcajadas cuando J. J. baja la mirada para comprobarlo.

Al día siguiente, en el viaje a Machias, Matt Kinney revela una de las principales atracciones que la revista People posee a los ojos de los muchachos en edad de jugar en la Pequeña Liga.

—Estoy seguro de que hay uno en alguna parte —dice mientras hojea lentamente un ejemplar que ha encontrado en el asiento posterior del coche—. Casi siempre hay uno.

—¿Hay qué? ¿Qué es lo que estás buscando? —pregunta el tercera base, Kevin Rochefort, mirando por encima del hombro de Matt mientras este pasa las páginas de las celebridades de la semana sin apenas prestarles atención.

—El anuncio de la exploración de los pechos —explica Matt—. No se ve todo, pero se ve bastante. ¡Aquí está!

Sostiene la revista en alto con ademán triunfante.

Otras cuatro cabezas cubiertas con las gorras rojas del Bangor West se ciernen sobre la revista. Durante unos instantes, el béisbol desaparece por completo de las mentes de estos chicos.

El campeonato de Pequeña Liga del estado de Maine de 1989 da comienzo el 3 de agosto, unas cuatro semanas después del inicio de los partidos de selección. El estado se divide en cinco distritos, y todos ellos envían equipos a Old Town, donde tendrá lugar el torneo de este año. Los participantes son Yarmouth, Belfast, Lewiston, York y Bangor West. Todos los equipos, a excepción del Belfast, tienen más prestigio que el Bangor West, y se rumorea que el Belfast tiene un arma secreta. Su primer lanzador es el niño prodigio del torneo de este año.

El nombramiento del niño prodigio del torneo es una ceremonia anual, un pequeño tumor que parece desafiar todo intento de extirpación. El chico en cuestión, que es nombrado Niño Béisbol quiera el honor o no lo quiera, se convierte en inocente centro de atención, objeto de discusión, especulaciones y, cómo no, apuestas. Asimismo, se encuentra en la poco envidiable situación de tener que estar a la altura de toda la locura previa al torneo. Un torneo de Pequeña Liga constituye un motivo de gran presión para cualquier chico; pero si además uno llega al lugar del torneo y se entera de que se ha convertido en una especie de leyenda momentánea, por lo general es demasiado.

El objeto de discusión y admiración de este año es el lanzador zurdo del Belfast, Stanley Sturgis. En sus dos partidos en el Belfast ha logrado treinta eliminaciones, catorce en el primero y dieciséis en el segundo. Treinta eliminaciones en dos partidos hacen una impresionante estadística en cualquier liga, pero para entender del todo la hazaña de Sturgis hay que tener en cuenta que los partidos de la Pequeña Liga constan de tan solo seis entradas. Ello significa que el ochenta y tres por ciento de las eliminaciones que el Belfast ha conseguido con Sturgis en el montículo han sido eliminaciones por strikes.

Luego está el York. Todos los equipos que acuden al campo Knights of Columbus de Old Town para competir en el torneo cuentan con un historial excelente, pero el York, que jamás ha sido batido, es el claro favorito a hacerse con un billete para el campeonato de las regiones del este. Ninguno de sus jugadores es un gigante, pero algunos de ellos pasan del metro setenta, y su mejor lanzador, Phil Tarbox, tiene un lanzamiento recto que a veces alcanza una velocidad superior a los cien kilómetros por hora, algo excepcional en los baremos de la Pequeña Liga. Al igual que en el caso del Yarmouth y el Belfast, los jugadores del York llevan uniformes especiales de selección y zapatillas a juego, atuendo que les hace parecer profesionales.

Solo el Bangor West y el Lewiston llevan «mufti», es decir, camisetas de muchos colores con los nombres de los patrocinadores de sus respectivos equipos de la temporada ordinaria impresos sobre ellas. Owen King lleva una camiseta anaranjada del club Elk, Ryan Iarrobino y Nick Trzaskos llevan camisetas rojas de la Hidroeléctrica de Bangor, Roger Fisher y Fred Moore llevan camisetas verdes del club Lions, y así sucesivamente. Los jugadores del Lewiston van vestidos de forma similar, aunque a ellos al menos les han proporcionado zapatillas y estribos iguales. En comparación con los chicos del Lewiston, los jugadores del Bangor, vestidos con una gran variedad de pantalones demasiado anchos y camisetas indescriptibles, parecen unos excéntricos. Pero al lado de los demás equipos parecen unos auténticos golfos. Nadie, a excepción tal vez de los entrenadores del Bangor y los propios jugadores, los toma demasiado en serio. En su primer artículo sobre el torneo, el periódico local habla más de Sturgis, del Belfast, que de todos los jugadores del Bangor juntos.

Dave, Neil y Saint, el extraño pero eficaz equipo de cerebros que ha llevado el equipo tan lejos, observan a los jugadores del Belfast practicar el bateo y la recepción sin hablar mucho. Los muchachos del Belfast están imponentes en sus nuevos uniformes violetas y blancos, uniformes que no han tenido una sola mancha de tierra hasta hoy.

—Bueno, por fin hemos llegado hasta aquí —comenta Dave—. Al menos hemos conseguido esto. Y ahora, que nos quiten lo bailado.

El Bangor West procede del distrito en que se celebra el torneo este año, y el equipo no tendrá que jugar hasta que dos de los cinco equipos hayan quedado eliminados. Esto se denomina primera ronda, y de momento es la mayor ventaja, tal vez la única con la que cuenta el equipo. En su distrito todo el mundo los consideraba campeones, salvo tras aquel espantoso partido contra el Hampden, pero Dave, Neil y Saint llevan suficiente tiempo en esto como para saber que se enfrentan a un nivel totalmente distinto de béisbol. El silencio que guardan mientras observan a los jugadores del Belfast es buena prueba de ello.

En cambio, el York ya ha encargado pins del Distrito 4. Intercambiar pins es una tradición en los torneos regionales, y el hecho de que el York ya haya encargado un gran lote dice mucho de su actitud. Dice que el York tiene intención de jugar en Bristol con lo mejor de la Costa Este. Los pins dicen que no creen que el Yarmouth pueda impedírselo; ni el Belfast con su niño prodigio zurdo; ni el Lewiston, que consiguieron llegar a trompicones hasta el campeonato del Distrito 2 a través de la escalera de los perdedores, tras perder su primer partido por 15 a 12; y menos que nadie esos catorce mequetrefes mal vestidos de la parte oeste de Bangor.

—Al menos tendremos la oportunidad de jugar —interviene Dave—, e intentaremos hacer que recuerden que hemos pasado por aquí.

Pero antes de eso, Belfast y Lewiston tienen su oportunidad de jugar, y una vez la orquesta Boston Pops ha emitido una versión grabada del himno nacional y un escritor local de cierto prestigio ha efectuado el primer lanzamiento de rigor, que por cierto se estrella contra la valla protectora, ambos equipos se zambullen en el partido.

Los periodistas de la zona especializados en deportes han gastado ríos de tinta en el tema de Stanley Sturgis, pero no se permite la entrada de periodistas en el campo una vez iniciado el partido (una circunstancia causada por un error en la redacción original de las reglas, parecen pensar algunos de ellos). Una vez el árbitro ha dado la señal de poner la pelota en juego, Sturgis se queda solo. Los periodistas, las autoridades y toda la liga de hinchas del Belfast se encuentran ahora al otro lado de la valla.

El béisbol es un deporte de equipo, pero solo hay un jugador con una pelota en el centro del diamante, y un jugador con un bate en el punto más bajo del diamante. Los jugadores se turnan al bate, pero el lanzador siempre es el mismo, a menos que no pueda más, claro está. Hoy Stan Sturgis descubrirá la dura realidad de los torneos; tarde o temprano, todo niño prodigio se topa con la horma de su zapato.

Sturgis eliminó a treinta jugadores en sus dos partidos anteriores, pero aquello sucedió en el Distrito 2. El equipo al que se enfrenta el Belfast, un puñado de chavales de la Liga de la Avenida Elliot de Lewiston, es harina de otro costal. Los jugadores no son tan voluminosos como los muchachos del York ni defienden con mano tan experta como los chicos del Yarmouth, pero son astutos y persistentes. El primer bateador, Carlton Gagnon, personifica el espíritu perseverante y tenaz del equipo. Consigue una jugada simple, roba la segunda base, llega a tercera a causa de un toque de sacrificio y por fin roba la base de meta por orden del entrenador. En la tercera entrada, cuando el marcador señala 1 a 0, Gagnon consigue otra base, esta vez por error del defensor. Randy Gervais, el bateador que sigue a este prodigio, queda eliminado, pero antes de eso, Gagnon ya ha corrido a segunda gracias a un lanzamiento malo y robado la tercera. Se anota una carrera cuando Bill Paradis, el tercera base, consigue una jugada simple cuando ya hay dos bateadores eliminados.

Belfast se anota una carrera en la cuarta entrada, confiriendo gran emoción al partido por unos instantes, pero entonces Lewiston acaba con ellos y con Stanley Sturgis al anotarse dos carreras en la quinta y cuatro más en la sexta. El resultado final es de 9 a 1. Sturgis elimina a once bateadores por strikes, pero también concede siete golpes buenos, mientras que Carlton Gagnon, el lanzador del Lewiston, elimina a ocho jugadores por strikes y solo concede tres golpes buenos. Al abandonar el campo después del partido, Sturgis parece deprimido y aliviado a un tiempo. Para él ha terminado el espectáculo. Puede dejar de ser un artículo periodístico y dedicarse a ser un niño otra vez. Su expresión indica que ve algunas ventajas en esta circunstancia.

Más tarde, en un duelo de gigantes, el equipo favorito del torneo, el York, derrota al Yarmouth. Todo el mundo se marcha a casa, o en el caso de los equipos visitantes, a sus moteles o a casa de sus familias de acogida. Mañana viernes jugará por primera vez el Bangor West, mientras York espera para enfrentarse al ganador en la final.

El viernes amanece caluroso, cubierto de niebla y nubes. Amenaza lluvia desde primeras horas de la mañana, y una hora antes de la señalada para el inicio del partido entre el Bangor West y el Lewiston, empieza a llover, en efecto; de hecho, empieza a llover a cántaros. El día en que cayó la tormenta en Machias, el partido fue cancelado. Aquí no. Se trata de un campo diferente, que cuenta con un diamante de hierba y no de tierra, pero no es este el único factor. La razón principal es la televisión. Este año, dos canales de televisión han unido por primera vez sus recursos para retransmitir la final del torneo a todo el estado el sábado por la tarde. Si la semifinal entre el Bangor y el Lewiston se pospone, se producirán conflictos de horario, y ni siquiera en Maine, ni siquiera en el más aficionado de los deportes aficionados se juega con los horarios de los medios de comunicación.

Así pues, el Bangor West y el Lewiston no reciben la orden de retirarse cuando llegan al campo. En lugar de ello, esperan en coche o se amontonan en pequeños grupos bajo los toldos de lona rayada del chiringuito de refrescos y golosinas para esperar a que cambie el tiempo. Y esperan. Y esperan. Por supuesto, los chicos empiezan a inquietarse. Muchos de ellos jugarán partidos más importantes antes de que termine su carrera deportiva, pero hasta la fecha, este es el partido más importante para todos ellos; están sobrecargados de adrenalina.

Por fin a alguien se le ocurre una idea luminosa. Tras un par de rápidas llamadas, dos autobuses escolares de Old Town, cuyo brillante color amarillo destaca aún más en el chaparrón, se detienen ante el Club de los Alces, y los jugadores suben para dirigirse a una visita a la fábrica de canoas de Old Town, así como a la fábrica de papel James River. (La empresa James River es el comprador más importante de espacios publicitarios durante la retransmisión de la final del campeonato.) Los jugadores no parecen excesivamente felices al subir a los autobuses; ni tampoco parecen excesivamente felices al regresar. Cada jugador lleva un remo de canoa, del tamaño indicado para un elfo de constitución robusta. Un recuerdo de la fábrica de canoas. Ninguno de los chicos parece saber qué hacer con los remos, pero más tarde, al revisar el foso, compruebo que todos ellos han desaparecido, al igual que los banderines del Bangor tras el primer partido contra el Millinocket. Recuerdos gratuitos, qué bien.

Y por lo visto, el partido se jugará a fin de cuentas. En algún momento dado, tal vez mientras los jugadores de la Pequeña Liga contemplaban cómo los trabajadores de la empresa James River convertían árboles en papel higiénico, ha dejado de llover. El campo ha absorbido bien el agua, el montículo del lanzador y las plataformas de los bateadores han sido espolvoreados con una sustancia secante y ahora, escasos minutos después de las tres de la tarde, un tímido sol empieza a asomar por entre las nubes.

Los jugadores del Bangor West han vuelto de la excursión bastante apáticos. Nadie ha lanzado ni bateado ni corrido una sola base, pero todo el mundo parece cansado. Los jugadores se dirigen hacia el campo de entrenamiento sin mirarse, con los guantes colgando en los extremos de sus brazos caídos. Caminan como perdedores; hablan como perdedores.

En lugar de echarles un sermón, Dave los pone en fila y empieza a jugar con ellos su particular versión de la recepción rápida. Al cabo de unos instantes, los jugadores del Bangor West ya se están abucheando, burlando unos de otros, intentando efectuar recepciones dignas de acróbatas, gruñendo y maldiciendo cuando Dave decreta error y los envía al final de la fila. Y entonces, cuando Dave está a punto de dar por terminado el calentamiento y enviar a los chicos a practicar el bateo con Neil y Saint, Roger Fisher se aparta de la fila y se inclina hacia delante con el guante sobre la barriga. Dave se acerca a él de inmediato con la sonrisa trocada en una expresión de preocupación. Le pregunta a Roger si se encuentra bien.

—Sí —responde Roger—. Solo quería coger esto.

Se inclina un poco más con expresión concentrada, coge algo de la hierba y se lo da a Dave. Es un trébol de cuatro hojas.

En los partidos de campeonato de la Pequeña Liga, el equipo local siempre se determina arrojando una moneda al aire. Dave suele tener mucha suerte en eso, pero hoy pierde, por lo que Bangor es designado equipo visitante. No obstante, a veces no hay mal que por bien no venga, y eso es lo que sucede hoy. La razón es Nick Trzaskos.

La habilidad de todos los jugadores ha aumentado durante las seis semanas que llevan de temporada, pero en algunos casos, también la actitud ha mejorado. Nick empezó la temporada atado al banquillo pese a su probada eficacia como defensor y su potencial como bateador; su miedo al fracaso le impedía estar preparado para jugar. Pero poco a poco ha aprendido a confiar en sí mismo, y Dave está dispuesto a ponerlo en juego.

—Nick ha aprendido por fin que los demás chicos no van a meterse con él si deja caer una pelota o queda eliminado al bate —comenta St. Pierre—. Para un chico como Nick, eso ya es mucho.

En el partido de hoy, Nick envía el tercer lanzamiento al fondo del campo. Se trata de un golpe de línea fuerte y alto que desaparece antes de que el centro tenga tiempo de girarse a mirar, por no hablar de correr para atrapar la bola. Cuando Nick Trzaskos rodea la segunda base y reduce la velocidad para trotar hacia la base de meta con esos andares que todos estos chicos han visto tantas veces en la tele, los espectadores sentados detrás de la valla protectora presencian un espectáculo poco corriente; Nick está sonriendo. Cuando cruza la base de meta y sus sorprendidos y jubilosos compañeros lo alzan a hombros, Nick se echa a reír. Cuando entra en el foso, Neil le da unas palmaditas en la espalda, y Dave Mansfield, un breve abrazo de oso.

Nick completa lo que Dave ha empezado con su juego de recepción; todos los jugadores están completamente despiertos y preparados para ir al grano. Matt Kinney concede una base a Carl Gagnon, el prodigio que inició el proceso de desmoronamiento de Stanley Sturgis. Gagnon avanza a segunda gracias a un toque de sacrificio de Ryan Stretton, sigue hasta tercera a causa de un lanzamiento malo y se anota una carrera a causa de otro lanzamiento malo. Se trata de una repetición casi exacta de su jugada durante el partido contra el Belfast. El control de Kinney deja algo que desear esta tarde, pero la carrera de Gagnon es la única que el equipo de Lewiston consigue en la primera entrada. Mala suerte para ellos, pues el Bangor West sale a batear en la primera mitad de la segunda entrada.

Owen King abre la entrada con una jugada simple. Arthur Dorr consigue otra; Mike Arnold va a primera cuando el receptor del Lewiston, Jason Auger, recoge el toque sorpresa de Arnold y lo lanza sin ton ni son a primera base. King se anota una carrera gracias al error, por lo que el Bangor West se adelanta en el marcador por 2 a 1. Joe Wilcox, el receptor del Bangor, golpea una pelota floja para llenar las bases. Nick Trzaskos queda eliminado por strikes en su segundo turno, por lo que Ryan Iarrobino sale a batear. Ha quedado eliminado en su primer turno, pero ahora no. Convierte el primer lanzamiento de Matt Noyes en un golpe que permite anotar cuatro carreras de golpe, y tras una entrada y media, el marcador señala Bangor 6, Lewiston 1.

Hasta la sexta entrada, el partido es un auténtico trébol de cuatro hojas para el Bangor West. Cuando el Lewiston sale a batear por lo que los hinchas del Bangor esperan que sea la última vez, pierde por 9 a 1. El prodigio, Carlton Gagnon, es el primero en batear y consigue una base gracias a un error. El siguiente bateador, Ryan Stretton, también consigue una base a causa de un error. Los hinchas del Bangor, que hasta ahora han estado vitoreando a su equipo como locos, parecen ahora un poco inquietos. Es difícil perder cuando se gana por ocho carreras, pero no imposible. Estas gentes del norte de Nueva Inglaterra son hinchas de los Red Sox. Lo han visto muchas veces.

Bill Paradis no hace más que empeorar las cosas al conseguir una jugada simple. Tanto Gagnon como Stretton alcanzan la base de meta. El marcador se sitúa en 9 a 3, con un corredor en primera y ningún bateador eliminado. Los hinchas del Bangor se remueven en sus asientos y se miran inquietos. No puede escapársenos el partido a estas alturas, ¿verdad?, dicen sus miradas. Pero la respuesta es que sí, por supuesto que sí. En la Pequeña Liga puede suceder cualquier cosa, y con frecuencia sucede.

Pero no esta vez. Lewiston se anota otra carrera, pero nada más. Noyes, que quedó eliminado tres veces por Sturgis, queda eliminado por tercera vez en el partido de hoy, por lo que ya solo quedan dos por eliminar. Auger, el receptor del Lewiston, envía el primer lanzamiento al interbase, Roger Fisher. Roger no ha logrado atrapar la pelota de Carl Gagnon en la primera mitad de la entrada, pero recibe esta con facilidad y se la pasa a Mike Arnold, quien a su vez se la lanza a Owen King, situado en primera. Auger es lento, y King tiene los brazos muy largos. El resultado es una jugada doble que sentencia el partido. No se ven muchas jugadas dobles en el mundo hecho a escala de la Pequeña Liga, donde la distancia entre bases es de tan solo veinte metros, pero Roger ha encontrado un trébol de cuatro hojas antes del partido. Si hay que atribuir la victoria a algo, ¿por qué no a eso? Pero se atribuya a lo que se atribuya, los chicos del Bangor han ganado otro partido por 9 a 4.

Mañana deberán enfrentarse a los gigantes del York.

Es el 5 de agosto de 1989, y en el estado de Maine, solo veintinueve chicos siguen en el torneo de la Pequeña Liga; catorce en el Bangor y quince en el York. El día es una réplica casi exacta del día anterior; caluroso, con niebla y amenazador. El partido debería empezar a las doce y media, pero los cielos han vuelto a abrirse, y a las once todo parece indicar que el partido será cancelado, que tendrá que ser cancelado. Llueve a cántaros.

Sin embargo, Dave, Neil y Saint prefieren no correr ningún riesgo. A ninguno de ellos le gustó la apatía que los muchachos mostraron ayer al regreso de la excursión, y no tienen intención de permitir que se repita. Nadie quiere acabar depositando todas las esperanzas en un partido de recepción rápida ni en un trébol de cuatro hojas. Si se juega el partido (y la televisión es una motivación muy poderosa, por muy mal tiempo que haga) deberá ser para ir a por todas. Los vencedores van a Bristol; los perdedores vuelven a casa.

Así pues, una cabalgata improvisada de furgonetas y coches familiares conducidos por entrenadores y padres se reúne junto al campo situado tras la fábrica de Coca-Cola, y el equipo recorre los quince kilómetros que separan el estadio de la casa de campo de la Universidad de Maine, una especie de cobertizo en el que Neil y Saint hacen entrenarse a los jugadores hasta que están empapados en sudor. Dave se ha encargado de que los jugadores del York también puedan utilizar el cobertizo, y cuando el Bangor sale al día nublado, los jugadores del York, enfundados en sus elegantes uniformes azules, entran en fila india.

El chaparrón se ha convertido en llovizna a las tres de la tarde, y el personal del campo trabaja a marchas forzadas para volver a poner el terreno en condiciones. Cinco plataformas improvisadas de televisión se alzan sobre estructuras metálicas alrededor del campo. En un estacionamiento cercano hay un enorme camión con las palabras UNIDAD MÓVIL DE LA TELEVISIÓN DE MAINE pintadas en un costado. Gruesos manojos de cables sujetos con bridas de cinta aislante se extienden desde las cámaras y la cabina provisional del anunciador hasta la parte posterior del camión. Una de las puertas está abierta, y en el interior del vehículo brillan numerosos monitores.

Los jugadores del York todavía no han regresado de la casa de campo. Los chicos del Bangor West practican lanzamientos al otro lado de la valla izquierda, más que nada para tener algo que hacer y dominar el nerviosismo; desde luego, no necesitan calentarse más después de la dura hora que han pasado en la universidad. Los cámaras esperan en sus torres y observan al personal del campo intentar librarse del agua.

El campo exterior está ya en buenas condiciones, y los bordes del cuadro han sido rastrillados y espolvoreados con secante. El verdadero problema reside en la zona entre la base de meta y el montículo del lanzador. Antes de empezar el torneo se plantó hierba nueva en esta parte del diamante, por lo que las raíces no han tenido tiempo de salir y crear un drenaje natural. Por consiguiente, toda esta zona es un auténtico lodazal, un lodazal que se extiende hasta la tercera base.

Alguien tiene una idea, una idea brillante que consiste en retirar buena parte del cuadro dañado. Mientras se procede a ello llega un camión del Instituto de Old Town, del que se descargan dos aspiradoras industriales. Al cabo de cinco minutos, el personal de campo empieza a aspirar el subsuelo del cuadro. La idea funciona. A las tres y veinticinco, los trabajadores del campo vuelven a colocar pedazos de césped que parecen grandes piezas de un rompecabezas verde. A las cuatro menos veinticinco, una profesora de música de la ciudad entona una deliciosa versión del himno nacional acompañada por una guitarra acústica. A las cuatro menos veintitrés, Roger Fisher, elegido por Dave para ser el primer lanzador en ausencia de Mike Pelkey, se está calentando. ¿Ha tenido el hallazgo de Roger algo que ver con la decisión de Dave de nombrarlo primer lanzador en lugar de a King o a Arnold? Dave se lleva el dedo a un lado de la nariz y esboza una sonrisa de complicidad.

A las cuatro menos veinte llega, por fin, el árbitro.

—Adelante, receptor —dice con brusquedad.

Joey obedece. Mike Arnold efectúa el toque inicial al corredor imaginario y a continuación envía la pelota a realizar su rápido trayecto alrededor del cuadro. Una audiencia televisiva que se extiende desde New Hampshire hasta las Provincias Marítimas de Canadá contempla a Roger juguetear nervioso con las mangas de su jersey verde y la camiseta gris de calentamiento que lleva debajo. Owen King le pasa la pelota desde primera base. Fisher la atrapa y se la apoya contra la cadera.

—Pelota en juego —indica el árbitro.

Se trata de unas palabras que los árbitros llevan diciendo a los jugadores de la Pequeña Liga desde hace cincuenta años; Don Bouchard, el receptor del York y primer bateador, entra en la plataforma de bateo. Roger se dirige a la posición de lanzamiento y se prepara para efectuar el primer lanzamiento de la final del campeonato estatal de 1989.

Cinco días antes:

Dave y yo llevamos a los lanzadores del Bangor West a Old Town. Dave quiere que sepan la sensación que produce el montículo del lanzador antes de que vayan a jugar el partido. Puesto que Mike Pelkey ya no forma parte del equipo, el grupo consiste en Matt Kinney (para cuyo triunfo sobre el Lewiston todavía faltan cuatro días), Owen King, Roger Fisher y Mike Arnold. Salimos tarde, y mientras los cuatro chicos se turnan para lanzar, Dave y yo nos sentamos en el foso del equipo visitante, observando a los muchachos mientras la luz abandona lentamente el cielo estival.

En el montículo, Matt Kinney está lanzando potentes pelotas en curva a J. J. Fiddler. En el foso del equipo local, al otro lado del diamante, los otros tres lanzadores, que ya han acabado sus ejercicios, están sentados en el banco con algunos compañeros de equipo que los han acompañado. Aunque tan solo me llegan retazos de la conversación, me percato de que hablan principalmente de la escuela, un tema que surge con creciente frecuencia durante el último mes de las vacaciones de verano. Hablan de profesores pasados y futuros, de anécdotas que forman parte integrante de la mitología de su adolescencia; la profesora que perdió los estribos durante el último mes de clase porque su hijo había tenido un accidente de coche; el entrenador de primaria loco (hacen que parezca una combinación mortífera de Jason, Freddy y Leatherface); el profesor de ciencias que, al parecer, arrojó a un chico con tal fuerza contra su taquilla que el pobre perdió el conocimiento; el tutor que te da dinero para la comida si te la olvidas, o si dices que te la has olvidado. Apócrifos de la escuela secundaria, cosas fuertes que los chicos comentan con fruición mientras el anochecer empieza a cernirse sobre ellos.

Entre los dos fosos, la pelota es un destello blanco que Matt lanza una y otra vez. Su ritmo constituye una suerte de hipnosis; posición, movimiento, lanzamiento. Posición, movimiento, lanzamiento. Posición, movimiento, lanzamiento. El guante de J. J. cruje en cada recepción.

—¿Qué se llevarán consigo? —pregunto a Dave—. Cuando todo haya terminado, ¿qué se llevarán consigo? ¿Qué crees que significa para ellos todo esto?

Dave adopta una expresión entre sorprendida y pensativa. A continuación se vuelve para mirar a Matt y sonríe.

—Pues se llevarán unos a otros —dice.

No es la respuesta que había esperado, desde luego que no. Hoy he leído un artículo sobre la Pequeña Liga en el periódico, uno de esos articulitos que, por lo general, se pierden en el desierto sembrado de anuncios que hay entre las esquelas y el horóscopo. Dicho artículo resumía los descubrimientos de un sociólogo que había pasado una temporada controlando a jugadores de la Pequeña Liga y siguió su evolución durante un breve período posterior a los partidos. Quería averiguar si el deporte hacía lo que afirman los defensores de la Pequeña Liga, es decir, transmitir antiguos valores americanos tales como el juego limpio, el trabajo duro y la virtud de la labor en equipo. El tipo que realizó el estudio llegaba a la conclusión de que así era, en parte, pero que la Pequeña Liga apenas cambiaba la vida individual de los jugadores. Los niños más problemáticos seguían siendo niños problemáticos cuando la escuela volvía a empezar en septiembre; los buenos alumnos seguían siendo buenos alumnos; el payaso de la clase (léase Fred Moore), que se reservaba los meses de junio y julio para dedicarse seriamente al béisbol, seguía siendo el payaso de la clase el Día del Trabajo. El sociólogo indicaba que había excepciones; en ocasiones, un juego excepcional daba lugar a cambios excepcionales. Pero en líneas generales, afirmaba este hombre, los chicos volvían al colegio igual que habían salido.

Supongo que la confusión que he sentido ante la respuesta de Dave se debe a que lo conozco y sé que es un defensor casi fanático de la Pequeña Liga. Estoy seguro de que ha leído el artículo, y esperaba que se pusiera a refutar las conclusiones del sociólogo tras emplear mi pregunta como trampolín. En cambio, lo que ha hecho es soltar uno de los clichés más manidos del mundo deportivo.

En el montículo, Matt sigue lanzando pelotas a J. J., ahora con mucha más fuerza. Ha encontrado ese punto místico que los lanzadores llaman el «ritmo», y aunque tan solo se trata de un entrenamiento informal, destinado a que los chicos se familiaricen con el campo, le cuesta dejarlo.

Pregunto a Dave si puede explicarse un poco mejor, pero no se lo pido con demasiado énfasis, pues hasta cierto punto tengo la impresión de que me va a bombardear con una salva hasta ahora insospechada de clichés: los búhos jamás vuelan de día; los ganadores nunca renuncian y los que renuncian nunca ganan; aprovecha toda ocasión; tal vez incluso, Dios nos libre, un pequeño hummm, muñeca.

—Míralos —dice Dave sin dejar de sonreír.

Algo en su sonrisa sugiere que tal vez me está leyendo el pensamiento.

—Míralos bien.

Los miro bien. Hay unos seis chicos sentados en el banco, todavía riendo y contándose batallitas de la escuela. Uno de ellos se aparta de la conversación para pedir a Matt Kinney que lance una pelota en curva, y Matt lo hace… Lanza una pelota curvada con un efecto especialmente retorcido. Los chicos del banco estallan en carcajadas y lo vitorean.

—Mira a esos dos chicos —señala Dave—. Uno de ellos es de buena familia. El otro no tanto.

Se mete algunas pipas de girasol en la boca y a continuación señala a otro chico.

—O ese. Nació en uno de los peores barrios de Boston. ¿Crees que conocería a chicos como Matt Kinney o Kevin Rochefort si no fuera por la Pequeña Liga? No asisten a las mismas clases en la escuela, por lo que no se dirigirían la palabra en los pasillos, no tendrían ni la menor idea de que el otro está vivo.

Matt lanza otra pelota curva, tan difícil que J. J. no puede con ella. La pelota rueda hasta la valla protectora, y cuando J. J. se incorpora para ir a buscarla, los chicos del banco vuelven a vitorear ruidosamente.

—Pero esto lo cambia todo —prosigue Dave—. Estos chicos han jugado juntos y han ganado el campeonato del distrito juntos. Algunos proceden de familias acomodadas, y un par de ellos son de familias más pobres que las ratas, pero cuando se ponen el uniforme y cruzan la línea de tiza dejan todo eso al otro lado. Las notas de la escuela no te ayudan en el campo, ni lo que hacen tus padres, ni lo que no hacen. En el campo, lo que sucede es asunto exclusivo del chico. Y hacen todo lo que está en sus manos. El resto… —Dave agita una mano—. El resto queda olvidado durante el juego. Y lo saben. Míralos si no me crees, porque la prueba salta a la vista.

Miro al otro lado del campo y veo a mi propio hijo y a uno de los chicos a los que Dave ha mencionado sentados con las cabezas muy juntas, hablando de algo con gran seriedad. De repente se miran asombrados y estallan en carcajadas.

—Han jugado juntos —prosigue Dave—. Han entrenado juntos día tras día, y probablemente, eso es más importante que los partidos. Y ahora van a ir al campeonato estatal. Incluso tienen posibilidades de ganarlo. No creo que lo ganen, pero da igual. Estarán ahí, y eso basta. Incluso aunque Lewiston los elimine en la primera ronda, eso basta. Porque es algo que han hecho juntos dentro del campo. Y eso lo recordarán. Recordarán la sensación que eso produce.

—En el campo —repito.

Y en ese momento, lo entiendo todo, veo la luz. Dave Mansfield cree en este viejo cliché. Y no solo eso, sino que además puede permitirse creer en él. Tal vez estos clichés resulten huecos en las ligas importantes, donde cada semana o cada dos un jugador da positivo en las pruebas antidoping, donde el jugador autónomo es Dios, pero esto no es una liga importante. Aquí, Anita Bryant canta el himno nacional a través de destartalados altavoces atados a las vallas que hay detrás de los fosos. En lugar de pagar entrada para ver el partido, uno pone algo en el sombrero cuando lo pasan. Si quiere, claro está. Ninguno de estos chicos va a pasar la temporada baja dedicándose al béisbol de exhibición en Florida con hombres de negocios obesos, ni firmando cromos de béisbol carísimos en exhibiciones, ni haciendo apariciones públicas por dos mil pavos la noche. Cuando todo es gratis, sugiere la sonrisa de Dave, tienen que devolverte los clichés, dejar que vuelvas a poseerlos. Se te permite volver a creer en Red Barber, John Tunis y el Niño de Tomkinsville. Dave Mansfield cree en lo que dice respecto a que todos los chicos son iguales en el campo, y tiene derecho a creerlo, porque él, Neil y Saint han llevado a los chicos hasta el punto que ellos también lo creen. Los chicos creen en ello. Lo veo en sus rostros mientras están sentados en el foso, al otro lado del diamante. Tal vez por eso Dave Mansfield y todos los demás Dave Mansfields del país hacen esto año tras año. Es un pase gratuito. No de regreso a la infancia, la cosa no funciona así, pero sí de regreso a los sueños.

Dave permanece en silencio durante unos instantes, pensando y sopesando un montón de pipas de girasol que sostiene en la mano.

—No se trata de ganar o perder —explica por fin—. Eso viene más tarde. Se trata de que este año, cuando se encuentren en los pasillos de la escuela o incluso en el camino a la escuela, se mirarán y recordarán. En cierto modo, serán durante largo tiempo el equipo que ganó el campeonato del distrito de 1989.

Dave se vuelve hacia el foso de primera base, envuelto ya en sombras, donde Fred Moore ríe con Mike Arnold. Owen King los mira alternativamente con una sonrisa en los labios.

—Se trata de saber quiénes son tus compañeros de equipo. Las personas de las que dependiste en un momento dado, te gustara o no.

Observa a los muchachos reír y bromear cuatro días antes del inicio del torneo, y por fin alza la voz para ordenar a Matt que lance cuatro o cinco veces más y después lo deje.

No todos los entrenadores que ganan en el lanzamiento de la moneda, como sucede con Dave Mansfield el 5 de agosto por sexta vez en nueve partidos de postemporada, decide que su equipo será el equipo local. Algunos de ellos, como por ejemplo, el entrenador del Brewer, creen que la supuesta ventaja del equipo local es pura ficción, sobre todo en un partido de campeonato, donde ninguno de los dos equipos juega en su propio campo. El argumento para ser el equipo visitante en un partido decisivo es el siguiente. Al inicio de un partido de tales características, ambos equipos están nerviosos. El modo de aprovecharse de dicho nerviosismo, prosigue el razonamiento, consiste en ser los primeros en batear y dejar que el equipo defensivo conceda suficientes bases y cometa suficientes errores como para que el equipo visitante tome las riendas del partido. Si eres el primero en batear y consigues cuatro carreras, concluyen dichos teóricos, te haces con el partido al cabo de poquísimo rato. QED… Es una teoría a la que Dave Mansfield nunca se ha adherido.

—Quiero que seamos los segundos en batear —dice, y para él, ahí se acaba la historia.

Salvo que hoy las cosas son un poco distintas. No solo se trata de un partido de torneo, sino de un importante partido de campeonato, un partido de campeonato televisado, de hecho. Y cuando Roger Fisher echa el brazo hacia atrás y efectúa el primer lanzamiento, el rostro de Dave Mansfield es el de un hombre que espera con todas sus fuerzas no haber cometido un error. Roger sabe que es un primer lanzador de urgencia, que Mike Pelkey estaría en su lugar si no fuera porque en aquel momento estaba estrechándole la mano a Pluto en Disneylandia, pero domina los nervios propios de la primera entrada con tanta maestría como cabía esperar, tal vez incluso un poco más. Se aparta del montículo tras cada devolución del receptor, Joe Wilcox, examina al bateador, juguetea con las mangas de su camiseta y se toma todo el tiempo necesario. Y lo más importante, sabe cuán importante es mantener la pelota en la parte inferior de la zona de strike. La alineación del York es muy fuerte. Si Roger comete un error y lanza una pelota alta, sobre todo en el caso de un bateador como Tarbox, que batea con la misma fuerza con la que lanza, las cosas empezarán a ir muy mal.

Pese a todo, pierde contra el primer bateador del York. Bouchard avanza a primera acompañado por los vítores histéricos de los hinchas del York. El siguiente bateador es Philbrick, el interbase. En una de esas jugadas que con frecuencia sentencian un partido, Roger decide ir a segunda y forzar al primer corredor. En la mayoría de los partidos de Pequeña Liga, ello constituye un error. O bien el lanzador lanza una pelota mala al centro del campo, con lo que el corredor consigue avanzar a tercera, o bien se da cuenta de que el interbase no se ha desplazado para cubrir la segunda y la almohadilla está indefensa. Sin embargo, hoy funciona. St. Pierre ha entrenado a sus chicos muy bien en las posiciones defensivas. Matt Kinney, el interbase de hoy, se encuentra en el lugar indicado. Al igual que el lanzamiento de Roger. Philbrick alcanza primera gracias a un fallo del defensor, pero Bouchard queda eliminado. Esta vez son los hinchas del Bangor West los que rugen de alegría.

La jugada tranquiliza los nervios de la mayor parte de los jugadores de Bangor y da a Roger Fisher la confianza que tanto necesita. Phil Tarbox, el mejor bateador del York además de lanzador estrella, queda automáticamente eliminado a causa de un lanzamiento bajo.

—¡La próxima vez, Phil! —grita un jugador del York desde el banco—. ¡Es que no estás acostumbrado a lanzamientos tan lentos!

Pero la velocidad no es el problema que Roger está planteando a los jugadores del York; es la posición. Ron St. Pierre lleva toda la temporada predicando el evangelio del lanzamiento bajo, y Roger Fisher, Fish, como lo llaman los muchachos, ha sido un alumno callado pero extremadamente atento durante los seminarios de Saint. La decisión de poner a Roger como lanzador y dejar que el Bangor batee en segundo lugar parece bastante acertada cuando el Bangor sale a batear en la segunda mitad de la primera entrada. Observo que varios chicos tocan a Ímpetu, la pequeña sandalia de plástico, cuando entran en el foso.

La confianza…, la del equipo, la de los hinchas y la de los entrenadores, es una cualidad que puede medirse por distintos raseros, pero sea cual sea dicho rasero, el York siempre sale ganando. Los hinchas de su ciudad han colgado una pancarta en los postes inferiores del marcador. YORK A BRISTOL, reza este exuberante «fanograma». Y luego está el asunto de los pins del Distrito 4, ya hechos y listos para intercambiar. Pero el indicador más claro de la profunda confianza que el entrenador del York profesa a sus jugadores es su primer lanzador. Todos los demás equipos, incluyendo el Bangor West, sacaron a su mejor lanzador en primer lugar siguiendo un antiguo axioma del béisbol: si no tienes pareja, no bailas en la fiesta de graduación. Si no ganas los preliminares, no tienes que preocuparte por la final. Solo el entrenador del York contravino esta regla y sacó a su segundo lanzador, Ryan Fernald, en el primer partido, que el equipo jugó contra el Yarmouth. Le salió bien la jugada, aunque por los pelos, porque su equipo ganó al Yarmouth por 9 a 8. Fue una victoria muy ajustada, pero hoy tendrá su recompensa. Ha reservado a Phil Tarbox para el final, y aunque es posible que Tarbox no sea tan bueno como Stanley Sturgis desde el punto de vista técnico, tiene algo en su favor que Sturgis no tenía. Phil Tarbox da miedo.

A Nolan Ryan, probablemente el mejor lanzador de pelotas rápidas de la historia del béisbol, le gusta contar la historia de un partido del torneo Babe Ruth en el que fue lanzador. Dio al primer bateador en el brazo y se lo rompió. Dio al segundo bateador en la cabeza, partiéndole el casco en dos y dejándolo inconsciente durante unos instantes. Mientras atendían al segundo chico, el tercer bateador, pálido y tembloroso, se acercó a su entrenador y le rogó que no lo hiciera batear. «Y no le culpé», añade Ryan.

Tarbox no es Nolan Ryan, pero lanza con fuerza y es consciente de que la intimidación es el arma secreta del lanzador. Sturgis también lanzaba con fuerza, pero siempre pelotas bajas y exteriores. Sturgis es un lanzador cortés. A Tarbox le gusta efectuar lanzamientos altos y ajustados. El Bangor West ha llegado a donde está por su forma de blandir el bate. Si Tarbox consigue intimidarlos les arrebatará los bates de las manos, y si hace esto, el Bangor está acabado.

Nick Trzaskos ni se acerca a la proeza de empezar con una carrera. Tarbox lo elimina con una pelota recta y ajustada que obliga a Nick a apartarse. Nick se vuelve con expresión incrédula hacia el árbitro de base de meta y abre la boca para protestar.

—¡No digas ni una palabra, Nick! —grita Dave desde el foso—. ¡Vuelve aquí!

Nick obedece, pero su rostro ha vuelto a adquirir la acostumbrada expresión huraña. Una vez dentro del foso, arroja el casco bajo el banco con ademán disgustado.

Tarbox intenta eliminar a todo el mundo, pero Ryan Iarrobino está en forma. Ya se ha empezado a hablar de Iarrobino por ahí, y ni siquiera Phil Tarbox, por seguro de sí mismo que parezca, se atreverá a retarlo. Lanza pelotas bajas y exteriores, y por fin le concede una base. También concede una base de Matt Kinney, que sigue a Ryan en el turno al bate, pero a él le lanza de nuevo pelotas altas y ajustadas. Matt tiene unos reflejos fantásticos, y los necesita para evitar que las pelotas de Tarbox lo alcancen, y lo alcancen con fuerza. Cuando por fin consigue una base, Iarrobino ya se encuentra en segunda gracias a un lanzamiento malo que ha pasado a pocos centímetros del rostro de Matt. A continuación, Tarbox se tranquiliza un poco y consigue eliminar a Kevin Rochefort y Roger Fisher, con lo cual termina la primera entrada.

Roger Fisher sigue trabajando con lentitud y método; juguetea con las mangas de su camiseta entre lanzamientos, se vuelve hacia el defensor del cuadro, de vez en cuando incluso observa el cielo, probablemente en busca de ovnis. Con dos jugadores en bases y uno eliminado, Estes, que ha logrado una base por bolas, echa a correr hacia tercera tras un lanzamiento que rebota en el guante de Joe Wilcox antes de caer al suelo. Joe se recobra con rapidez y lanza la pelota a Kevin Rochefort, que cubre la tercera. La pelota está esperando a Estes cuando llega, por lo que el muchacho regresa al foso. Dos eliminados; Fernald ha avanzado a segunda en la jugada.

Wyatt, el octavo bateador del York, envía una pelota rasa a la parte derecha del cuadro. El avance de la pelota se ve frenado por el estado del terreno. Fisher se abalanza sobre la pelota, al igual que King, el primera base. Roger la atrapa, resbala en la hierba mojada y se arrastra hacia la almohadilla con la pelota en la mano. Wyatt lo adelanta con facilidad. Fernald entra en la base de meta y anota la primera carrera del partido.

Si Roger va a sucumbir, cabe esperar que sucumba ahora. El muchacho observa el cuadro y examina la pelota. Parece preparado para lanzar, pero de repente se aparta del montículo. Por lo visto, está muy molesto con las mangas de su camiseta. Se toma todo el tiempo del mundo ajustándoselas mientras a Matt Francke, el bateador del York, le salen telarañas de tanto esperar. Cuando Fisher se decide por fin a lanzar, tiene a Francke en el bolsillo. El bateador del York envía una pelota fácil a Rochefort, que defiende la tercera base. Rochefort se la pasa a Matt Kinney, forzando a Wyatt. Pese a ello, el York ha anotado primero y vence por 1 a 0 después de una entrada y media.

El Bangor West tampoco se anota ninguna carrera en la segunda carrera, pero pese a ello, se anotan tantos contra Phil Tarbox. El excelente lanzador del York se ha alejado del montículo con la cabeza alta al término de la primera entrada. Pero después de lanzar en la segunda entrada, vuelve al foso cabizbajo, y algunos de sus compañeros lo observan inquietos.

Owen King, el primer bateador en el turno del Bangor West de la segunda entrada, no se deja intimidar por Tarbox, pero es un grandullón mucho más lento que Matt Kinney. Tras tres lanzamientos malos y dos strikes, Tarbox intenta eliminarlo con una pelota interior. La pelota rápida se eleva y entra demasiado. King recibe un tremendo golpe en la axila. Cae al suelo llevándose la mano al lugar del golpe, demasiado asombrado para llorar en el primer momento, aunque presa del dolor, sin lugar a dudas. Por fin llegan las lágrimas, no muchas, pero sí auténticas. King mide más de un metro ochenta y pesa más de cien kilos; es tan voluminoso como un hombre, pero lo cierto es que solo tiene doce años y no está acostumbrado a que le den con una pelota que va a ciento diez kilómetros por hora. Tarbox sale del montículo del lanzador y corre hacia él con el rostro contraído de preocupación y arrepentimiento. El árbitro, que ya se ha agachado junto al jugador caído, le hace señas impacientes para que se aparte. El enfermero que se acerca a la carrera ni siquiera mira a Tarbox. Pero los hinchas sí. Los hinchas lo miran con gran atención.

—¡Sáquenlo antes de que golpee a alguien más! —grita uno.

—¡Por favor, sáquenlo antes de que haga daño de verdad a alguien! —añade otro, como si un golpe en las costillas no fuera hacerse daño de verdad.

—¡Avíselo, árbitro! —corea una tercera voz—. ¡Eso ha sido adrede! ¡Dígale lo que pasará si vuelve a hacerlo!

Tarbox lanza una mirada a los hinchas, y por un instante, este muchacho, que hasta ahora ha emanado una suerte de serena confianza en sí mismo, parece muy joven y muy inseguro. De hecho, tiene el mismo aspecto que Stanley Sturgis ofrecía cuando se acercaba el fin del partido entre el Belfast y el Lewiston. Mientras regresa al montículo golpea la pelota contra el guante en ademán frustrado.

Entretanto, King ha conseguido incorporarse con ayuda. Tras asegurar a Neil Waterman, al enfermero y al árbitro que quiere seguir en el partido y que puede hacerlo, vuelve a primera base. Los hinchas de los dos equipos le dedican una gran ovación.

Phil Tarbox, que por supuesto no tenía intención alguna de golpear al primer bateador de la alineación en un partido en el que solo había anotada una carrera, demuestra lo mucho que lo ha afectado el episodio lanzando una pelota facilísima a Arthur Dorr. Arthur, el segundo jugador titular más bajito del Bangor West, acepta este inesperado pero agradable regalo enviando la pelota al extremo derecho del campo.

King sale corriendo al oír el sonido del bate. Rodea tercera base, consciente de que no puede anotarse una carrera pero con la esperanza de garantizar a Arthur la segunda base, y en ese momento, las condiciones meteorológicas le juegan una mala pasada. La zona de tercera base sigue húmeda. Cuando King intenta frenar para rodearla, pierde pie y cae de culo. La pelota ha vuelto a Tarbox, y Tarbox no quiere correr riesgos; va a por King, que se esfuerza en vano por incorporarse. Por fin, el jugador más voluminoso del Bangor West levanta los brazos en un elocuente ademán de rendición. Gracias al terreno resbaladizo, Tarbox tiene ahora a un corredor en segunda y un bateador eliminado en lugar de corredores en segunda y tercera sin ningún jugador eliminado. Se trata de una diferencia importante, y Tarbox demuestra que ha recobrado la confianza en sí mismo eliminando a Mike Arnold.

En su tercer lanzamiento a Joe Wilcox, golpea al receptor del Bangor en el codo. En esta ocasión, los gritos de enojo de los hinchas del Bangor son más intensos y han adquirido un matiz amenazador. Algunos de ellos dirigen su ira hacia el árbitro de base de meta y le exigen que expulse a Tarbox. El árbitro, que comprende la situación a la perfección, ni siquiera se molesta en avisar a Tarbox. La expresión consternada que exhibe mientras Wilcox trota tembloroso hacia primera le demuestra que no es necesario. Pero el director del York tiene que salir y tranquilizar al lanzador, indicarle lo que es evidente; que hay dos bateadores eliminados y que la primera base estaba abierta de todos modos. No hay problema.

Pero para Tarbox sí hay un problema. Ha golpeado a dos chicos en esta entrada, y con fuerza suficiente como para que se echaran a llorar. Si eso no fuera un problema, el chico tendría que someterse a un examen psiquiátrico.

El York consigue tres jugadas simples y anotarse dos carreras más en la primera mitad de la tercera, con lo que el marcador se sitúa en 3 a 0. Si estas carreras, ambas merecidas, se hubieran producido en la primera mitad de la primera carrera, el Bangor habría estado en graves apuros, pero cuando entran a jugar, los muchachos del Bangor parecen emocionados y dispuestos. No tienen la sensación de que el partido esté perdido, de que vayan a fracasar.

Ryan Iarrobino es el primer bateador en la segunda parte de la tercera entrada, y Tarbox tiene cuidado con él…, demasiado cuidado. Ha empezado a apuntar la pelota, y la consecuencia es fácil de prever. Cuando la cuenta se sitúa en un strike y dos lanzamientos malos, Tarbox golpea a Iarrobino en el hombro. Iarrobino se vuelve y golpea el suelo con el bate, aunque resulta imposible determinar si lo hace a causa del dolor, la frustración o el enfado. Probablemente las tres cosas. La reacción del público es mucho más fácil de adivinar. Los hinchas del Bangor se han puesto en pie y gritan enfadados a Tarbox y al árbitro. En la sección de los aficionados del York, todo el mundo permanece en un extrañado silencio; no es el partido que esperaban. Mientras regresa al trote a la primera base, Ryan lanza una mirada a Tarbox. Una mirada breve, pero muy clara. Ya es la tercera vez. Que sea la última.

Tarbox habla un momento con su entrenador antes de enfrentarse con Matt Kinney. Su confianza se ha hecho añicos, y el primer lanzamiento que efectúa a Matt indica que le apetece tanto seguir lanzando en este partido como a un gato tomar un baño de burbujas. A Iarrobino no le cuesta esfuerzo alguno adelantarse a la pelota que el receptor del York, Dan Bouchard, pasa a segunda base. Tarbox concede una base por bolas a Kinney. El siguiente bateador es Kevin Rochefort. Tras dos intentos fallidos de batear, Roach se tranquiliza y permite que Tarbox cave su tumba un poco más. Tarbox lo hace y concede a Roach una base por bolas tras un strike y un lanzamiento malo. Tarbox ya ha efectuado más de sesenta lanzamientos en tan solo tres entradas.

Roger Fisher también llega a tres lanzamientos malos y dos strikes con Tarbox, que ahora parece confiar tan solo en las pelotas flojas; por lo visto, ha decidido que si tiene que golpear a otro bateador, al menos no lo golpeará con fuerza. Este no es lugar para Fish. Las bases están repletas. Tarbox lo sabe y corre un riesgo calculado, lanzando una pelota, pues cree que Roger no la bateará con la esperanza de lograr una base por bolas. Sin embargo, Roger la batea con fruición y la envía a la zona entre primera y segunda, lo que le vale una jugada simple. Iarrobino se dirige a la base de meta y consigue la primera carrera del Bangor.

Owen King, el jugador que estaba al bate cuando Phil Tarbox ha iniciado su proceso de autodestrucción, es el siguiente bateador. El entrenador del York, que sospecha que Tarbox aún lo hará peor en esta ocasión, ya tiene suficiente. Matt Francke sale a lanzar, y Tarbox se convierte en el receptor del York. Esperando en cuclillas a que Francke termine sus ejercicios de calentamiento, Tarbox parece resignado y aliviado a un tiempo. Francke no golpea a nadie, pero es incapaz de detener la hemorragia. Al final de la tercera entrada, el marcador señala Bangor 5, York 3.

Nos encontramos ya en la quinta entrada. El aire está cargado de humedad grisácea, y la pancarta que proclama YORK A BRISTOL y está sujeta a los postes del marcador empieza a arrugarse. Los hinchas también parecen un poco arrugados y cada vez más inquietos. ¿Realmente irá el York a Bristol? «Bueno, se supone que sí —dicen sus rostros—. Pero estamos en la quinta entrada y todavía perdemos por dos carreras. Dios mío, ¿cómo ha podido pasar?»

Roger Fisher sigue jugando de maravilla, y en la segunda mitad de la quinta, el Bangor West pone lo que parecen ser los últimos clavos del ataúd del York. Mike Arnold empieza la mitad con una jugada simple. Joe Wilcox da un toque de sacrificio y avanza a Moore a segunda, e Iarrobino consigue una jugada doble que permite a Moore anotarse una carrera. Le toca batear a Matt Kinney. Después de que un error avance a Ryan a tercera, Kinney envía una roleta fácil a la interbase, pero el esférico se escapa del guante del defensor del cuadro, por lo que Iarrobino se anota una carrera.

El Bangor West se dirige a sus posiciones de defensa con ademán de júbilo, pues aventaja a sus rivales en el marcador por 7 a 3 y solo necesita tres eliminaciones más para ganar.

Cuando Roger Fisher entra en el montículo para enfrentarse a los bateadores del York en la primera mitad de la sexta, ya ha efectuado setenta y nueve lanzamientos y está cansado. Lo demuestra de inmediato concediendo una base por bolas a Tim Pollack. Dave y Neil ya han visto bastante. Fisher pasa a segunda base, y Mike Arnold, que ha estado realizando ejercicios de calentamiento entre entradas, se dirige hacia el montículo. Por lo general es un buen sustituto, pero hoy no es su día. Tal vez se deba a la tensión, o tal vez a que la humedad de la tierra ha cambiado sus movimientos. Elimina a Francke, pero concede una base por bolas a Bouchard y una jugada doble a Philbrick, mientras que Pollack, el corredor al que Roger ha concedido una base, consigue anotarse una carrera, y Bouchard avanza a tercera. La carrera de Pollack no significa nada por sí sola. Lo importante es que el York ahora tiene corredores tanto en la segunda como en la tercera, y la potencial carrera del empate se acerca a la plataforma. La potencial carrera del empate es alguien con un interés personal en conseguir un buen golpe, porque es la razón principal por la que el York se encuentra a tan solo dos eliminaciones de la derrota. La potencial carrera del empate es Phil Tarbox.

Mike lanza hasta situarse en un lanzamiento malo y un strike antes de lanzar una pelota recta al centro de la plataforma. En el foso del Bangor West, Dave Mansfield hace una mueca y se lleva una mano a la frente en ademán desesperado incluso antes de que Tarbox se disponga a batear. Se oye un golpe sordo cuando Tarbox consigue la hazaña más difícil del béisbol; utilizar el bate redondeado para golpear la pelota redonda justo en el centro.

Ryan Iarrobino sale disparado en el momento en que Tarbox golpea la pelota, pero se queda sin espacio demasiado pronto. La pelota sobrepasa la valla por unos siete metros, rebota en una cámara de televisión y vuelve a caer en el campo. Ryan la contempla desesperado mientras los hinchas del York se vuelven locos, y el equipo entero sale disparado del foso para vitorear a Tarbox, que con su golpe ha conseguido tres carreras además de redimirse de un modo espectacular. En su rostro se aprecia una expresión de satisfacción casi beatífica. Sus extasiados compañeros lo alzan a hombros. De regreso al foso, no permiten que sus pies toquen el suelo.

Los hinchas del Bangor permanecen sentados y en silencio, asombrados ante el terrible giro que ha dado el partido. Ayer, el Bangor flirteó con el desastre; hoy lo han tomado en sus brazos. El ímpetu ha vuelto a cambiar de bando, y los hinchas temen que esta vez sea para siempre. Mike Arnold conferencia con Dave y Neil. Le están diciendo que regrese al montículo y lance con fuerza, que el partido solo está empatado, no perdido, pero no cabe duda de que Mike tiene la moral por los suelos.

El siguiente bateador, Hutchins, envía una pelota rasa fácil a Matt Kinney, pero Arnold no es el único cuya moral está por los suelos; Kinney, por lo general de lo más fiable, no consigue atrapar la pelota, por lo que Hutchins avanza una base. Rochefort consigue hacerse con la pelota antes de que Andy Estes llegue a tercera, pero Hutchins avanza a segunda gracias a un lanzamiento malo. King atrapa la pelota englobada de Matt Hoyt, con lo que queda eliminado el tercer bateador y el Bangor consigue salir del atolladero.

El equipo tiene la oportunidad de desempatar el partido en la segunda mitad de la sexta, pero no la aprovecha. Fallan contra Matt Francke, por lo que, de repente, el Bangor West se encuentra jugando su primera prórroga de la postemporada, con el marcador empatado 7 a 7.

Durante el partido contra el Lewiston, el mal tiempo acabó por aclararse. Pero hoy no. Mientras el Bangor West pasa a la defensa en la primera mitad de la séptima, el cielo se torna cada vez más oscuro. Son casi las seis, por lo que, incluso bajo estas condiciones, el campo debería aparecer claro y luminoso, pero ha empezado a bajar la niebla. Un vídeo del partido haría pensar que las cámaras de televisión no funcionan; todo parece desvaído, opaco, subexpuesto. Los hinchas en mangas de camisa que llenan las gradas del centro del campo se están convirtiendo en cabezas decapitadas y manos amputadas; solo las camisetas permiten distinguir a Trzaskos, Iarrobino y Arthur Dorr, que se encuentran en el exterior del campo.

Justo antes de que Mike efectúe el primer lanzamiento de la séptima, Neil propina un codazo a Dave y señala al extremo derecho del campo. Dave pide tiempo muerto y corre hacia allí para ver qué le pasa a Arthur Dorr, que está inclinado hacia delante, con la cabeza casi enterrada entre las rodillas.

Arthur alza la mirada algo sorprendido cuando Dave se acerca a él.

—No me pasa nada —contesta a la pregunta que Dave todavía no ha formulado.

—Entonces, ¿qué diablos estás haciendo? —pregunta Dave.

—Estoy buscando tréboles de cuatro hojas —responde Arthur.

A Dave le asombra o le divierte la escena demasiado como para echar una bronca al muchacho. Se limita a decirle que tal vez sería más adecuado dedicarse a buscar tréboles de cuatro hojas después del partido.

Arthur contempla la niebla antes de volver a mirar a Dave.

—Creo que entonces ya estará demasiado oscuro —constata.

Una vez solucionado el problema de Arthur, el partido puede continuar, y Mike Arnold hace un trabajo meritorio, tal vez porque ahora se enfrenta casi exclusivamente a los reservas del York. El York no se anota ninguna carrera, y el Bangor sale a batear en la segunda mitad de la séptima con otra oportunidad de ganar.

Están a punto de conseguirlo. Con las bases repletas y dos eliminados, Roger Fisher envía una pelota fuerte a la línea de primera base. Sin embargo, ahí está Matt Hoyt para hacerse con ella, y los equipos vuelven a cambiar de posiciones.

Philbrick envía un englobado a Nick Trzaskos al comienzo de la octava, y a continuación vuelve a salir Phil Tarbox. Tarbox todavía no ha terminado con el Bangor West. Ya ha recuperado su confianza. Su rostro aparece completamente sereno al encajar el primer strike de Mike. Falla el segundo lanzamiento, una pelota baja que rebota contra el protector de espinilla de Joe Wilcox. Tarbox sale de la plataforma, se pone en cuclillas con el bate entre las rodillas y se concentra. Se trata de una técnica Zen que el entrenador del York ha enseñado a sus muchachos; Francke la ha empleado varias veces en el montículo en momentos críticos… Y lo cierto es que a Tarbox le funciona esta vez… junto con un poco de ayuda por parte de Mike Arnold.

El último lanzamiento de Arnold a Tarbox es una pelota curvada y alta que se dirige justo hacia el lugar en que Dave y Neil no querían ver ningún lanzamiento, y Tarbox la aprovecha a la perfección. La pelota vuela hacia la izquierda del campo y aterriza al otro lado de la valla. No hay ninguna cámara de televisión que la detenga; la pelota va a parar al bosque, y los hinchas del York vuelven a ponerse en pie, entonando cantos de «Phil, Phil, Phil» mientras Tarbox rodea la tercera, cruza la línea y empieza a dar saltos. No solo corre hacia la base de meta, sino que se abalanza sobre ella.

Y por lo visto, eso no es todo. Hutchins consigue una jugada simple y avanza a segunda gracias a un error. Estes envía una a tercera y Rochefort batea mal a segunda. Por suerte, Roger Fisher recibe el apoyo de Arthur Dorr y evita otra carrera, pero ahora hay muchachos del York en primera y en segunda, y el Bangor solo ha eliminado a un bateador.

Dave saca a Owen King a batear, y Mike Arnold pasa a primera. Tras efectuar un lanzamiento malo que avanza a los corredores a segunda y tercera respectivamente, Matt Hoyt envía una pelota rasa a Kevin Rochefort. En el partido que el Bangor perdió contra el Hampden, Casey Kinney fue capaz de volver y convertir la jugada tras cometer un error. Rochefort hace lo mismo, y además a la perfección. Atrapa la pelota, la sostiene durante un instante mientras se asegura de que Hutchins no va a correr hacia la base de meta, y a continuación se la lanza a Mike, adelantando a Matt Hoyt, un corredor lento, por dos pasos. Teniendo en cuenta la dura prueba por la que han pasado los muchachos, se trata de una jugada impresionante. El Bangor West se ha recuperado, y King maneja a Ryan Fernald, que bateó una pelota de tres carreras en el partido contra el Yarmouth, con verdadera maestría, buscando las esquinas, empleando una extraña aunque eficaz táctica lateral como complemento de las pelotas altas. Fernald batea una débil pelota a primera, y así finaliza la mitad. Después de siete entradas y media, el York vence al Bangor por 8 a 7. Seis de las carreras impulsadas del York se deben a Philip Tarbox.

Matt Francke, el lanzador del York, está tan cansado como estaba Fisher cuando Dave ha decidido sustituirlo por Mike Arnold. La diferencia estriba en que Dave tenía a Mike Arnold y detrás de él, a Owen King. El entrenador del York no tiene a nadie; sacó a Ryan Fernald a lanzar contra el Yarmouth, por lo que no ha podido hacerlo lanzar hoy, y ahora no le queda más que Francke.

El muchacho empieza bien la octava entrada, pues consigue eliminar a King. Arthur Dorr es el siguiente bateador. Ha conseguido un golpe bueno en cuatro turnos, una doble jugada lanzada por Tarbox. Francke, que a todas luces está en apuros pero, al mismo tiempo, resuelto a ganar el partido, se ensaña con Arthur, pero al final le lanza una pelota muy exterior que avanza a Arthur a primera.

Mike Arnold es el siguiente. No ha sido su día en el montículo, pero en la plataforma se porta bien y efectúa un perfecto toque de bola; su intención no es efectuar un toque de sacrificio, sino lograr una jugada simple, que casi consigue. Pero la pelota no se detiene del todo en esa zona blanda que media entre la base de meta y el montículo del lanzador. Francke la atrapa, echa un breve vistazo a segunda base y por fin decide lanzarla a primera. Ahora hay dos jugadores eliminados y un corredor en segunda. El Bangor West está a una eliminación de la derrota.

Joe Wilcox, el receptor, es el siguiente bateador. Tras dos strikes y una bola mala, envía una pelota lenta a la línea de primera base. Matt Hoyt la atrapa, pero un segundo demasiado tarde; la bola ya había cruzado la línea de falta, y el árbitro de primera base está ahí para constatarlo. Hoyt, que ya se disponía a correr hacia el montículo para abrazar a Francke, se limita a devolver la pelota.

Ahora el marcador de Joey es de dos strikes y dos lanzamientos malos. Francke sale de la plataforma del lanzador, alza los ojos hacia el cielo y se concentra. A continuación regresa al montículo y efectúa un lanzamiento alto y fuera de la zona de strike. Joey se dispone a golpearla de todos modos, sin ni siquiera mirar, en un reflejo de autodefensa. El bate golpea la pelota por pura suerte… y aterriza más allá de la línea de falta. Francke vuelve a concentrarse y a continuación vuelve a lanzar… pero mal. Tercer lanzamiento malo.

Se acerca lo que podría ser el lanzamiento del partido. Parece un strike alto, un strike que sentenciará el partido, pero el árbitro decreta bola cuatro. Joe Wilcox trota hacia primera base con una expresión de incredulidad pintada en el rostro. Solo más tarde, en la moviola, se aprecia que el árbitro tenía razón al decretar lanzamiento malo. Joe Wilcox, tan ansioso que sostiene el bate como si fuera un palo de golf hasta el momento del lanzamiento, se pone de puntillas cuando se acerca la pelota, y por eso el lanzamiento parece más alto de lo que es cuando la pelota cruza la plataforma. El árbitro, que no se mueve en ningún momento, descuenta todos los tics nerviosos y toma una decisión digna de cualquier liga importante. Las reglas indican que el bateador no puede encoger la zona de strike agachándose; por la misma regla de tres, no se puede alargar estirándose. Si Joe no se hubiera puesto de puntillas, el lanzamiento de Francke habría ido a parar a la altura del cuello. Así pues, en lugar de convertirse en el tercer bateador eliminado y sentenciar el partido, Joe se convierte en otro corredor en base.

Una de las cámaras de televisión enfocaba a Matt Francke en el momento del lanzamiento, por lo que ha captado una imagen muy interesante. La moviola muestra cómo el rostro de Francke se ilumina cuando la pelota inicia el descenso un instante demasiado tarde como para convertirse en un strike. Alza el puño en ademán de triunfo. En ese momento, se vuelve para dirigirse hacia el foso del York, y el árbitro lo tapa durante un instante. Cuando Francke vuelve a aparecer, su expresión alegre se ha trocado en una de tristeza e incredulidad. No discute la decisión del árbitro, pues a estos niños se les enseña a no hacerlo en la temporada normal y no hacerlo nunca, nunca, nunca en un partido de campeonato, pero lo cierto es que parece estar llorando cuando se prepara para enfrentarse al siguiente bateador.

El Bangor West sigue vivo, y cuando Nick Trzaskos se acerca a la plataforma, los hinchas se ponen de nuevo en pie y empiezan a gritar. Es evidente que Nick espera un regalo de Francke, y por supuesto, lo obtiene. Francke le concede una base por bolas. Se trata de la decimoprimera base que el York concede en este partido. Nick corre a primera, con lo que las bases están repletas, y Ryan Iarrobino sale a batear. En estas situaciones siempre aparece Ryan Iarrobino, y esta jugada no es la excepción. Los hinchas del Bangor West están de pie, vitoreando. Los jugadores están en el foso con los dedos introducidos en los rombos del alambre de la valla.

—No puedo creerlo —exclama uno de los comentaristas de televisión—. No doy crédito al desarrollo de este partido.

—Bueno, te voy a decir una cosa —interviene su compañero—. En cualquier caso, así es como ambos equipos querrían que terminara el partido.

Mientras habla, la cámara ofrece su propia versión del comentario al enfocar la dolorida expresión de Matt Francke. La imagen sugiere que esto es lo último que quería el jugador zurdo del York. ¿Por qué iba a quererlo? Iarrobino ha conseguido dos jugadas dobles y dos simples, además de ser golpeado por una pelota. El York no ha conseguido eliminarlo ni una sola vez. Francke le lanza una pelota alta y exterior, y a continuación una baja. Son sus lanzamientos número 135 y 136. El muchacho está exhausto. Chuck Bittner, el director del York, lo llama. Iarrobino espera a que termine la breve conversación y a continuación vuelve a entrar en la plataforma.

Matt Francke se concentra con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados; parece un polluelo esperando a que le den de comer. Al cabo de un instante se yergue y efectúa el último lanzamiento de la temporada de la Pequeña Liga de Maine.

Iarrobino no ha prestado atención al ejercicio de concentración. Ha bajado la cabeza; solo le interesa saber por dónde le saldrá Francke y no aparta la mirada de la pelota en ningún momento. El lanzamiento es una pelota recta, baja y exterior. Ryan Iarrobino flexiona un poco las rodillas. Blande el bate y golpea la pelota, la golpea con fuerza, y mientras el esférico sale del campo, levanta los brazos con ademán delirante y se abandona a una danza salvaje a lo largo de la línea de primera base.

Matt Francke, que ha estado dos veces a punto de ganar el partido, baja la cabeza sin atreverse a mirar. Y mientras Ryan rodea segunda e inicia el regreso hacia la base de meta, parece comprender por fin lo que ha hecho, y en ese momento empieza a llorar.

Los hinchas están histéricos; los comentaristas están histéricos; incluso Dave y Neil parecen encontrarse al borde de la histeria mientras bloquean la base de meta a fin de que Ryan tenga espacio para tocarla. El muchacho rodea la tercera base y pasa junto al árbitro, que todavía tiene el dedo levantado en señal de que la jugada es carrera.

Detrás de la base de meta, Phil Tarbox se quita la máscara y se aleja. Golpea el suelo con el pie mientras en su rostro se dibuja una expresión de profunda frustración. Sale del campo de visión de la cámara y de la Pequeña Liga para siempre. El año próximo jugará en la liga juvenil, y lo más probable es que juegue muy bien, pero ya no habrá más partidos como este para Tarbox ni para ninguno de estos chicos. Este partido quedará en los anales, como suele decirse.

Entre sollozos y risas, Ryan Iarrobino, que se sujeta el casco con una mano, mientras con la otra apunta al cielo gris, da un salto, llega a la base de meta y a continuación da otro salto que lo lleva directamente a los brazos de sus compañeros, los cuales lo alzan a hombros en ademán de triunfo. El partido ha terminado. El Bangor West ha ganado por 11 a 8. Son los campeones de la Pequeña Liga de Maine de 1989.

Al volverme hacia la valla que se alza tras la primera base me topo con un espectáculo impresionante; un bosque de manos que se agitan. Los padres de los jugadores se han agolpado tras la valla y han pasado las manos por encima para tocar a sus hijos. Muchos de ellos también están llorando. Todos los chicos muestran la misma expresión de jubilosa incredulidad, y todas esas manos, centenares de manos, tengo la impresión, se agitan hacia ellos para felicitarlos, abrazarlos, sentirlos.

Los chicos hacen caso omiso de las manos. Más tarde ya habrá tiempo para palmadas y abrazos. Sin embargo, ahora tienen cosas que hacer. Se ponen en fila para entrechocar las manos con los jugadores del York en la base de meta, como manda el ritual. La mayoría de los chicos de ambos equipos están llorando, algunos con tal fuerza que apenas pueden andar.

A continuación, un instante antes de que los muchachos del Bangor corran hacia la valla en la que los esperan todas aquellas manos, todos ellos rodean a los entrenadores y los abrazan con gesto triunfal. Han logrado ganar el campeonato… Ryan y Matt, Owen y Arthur, Mike y Roger Fisher, descubridor de tréboles de cuatro hojas. En este momento se vitorean unos a otros, y todo lo demás puede esperar. Al cabo de unos minutos se dirigen hacia la valla, hacia sus padres que los esperan entre llantos, risas y gritos, y el mundo inicia su retorno a la normalidad.

—¿Cuánto tiempo seguiremos jugando, entrenador? —preguntó J. J. Fiddler a Neil Waterman después de que el Bangor venciera al Machias.

—J. J. —contestó Neil—, jugaremos hasta que alguien nos detenga.

El equipo que por fin detuvo al Bangor West fue el Westfield, de Massachusetts. El Bangor West jugó contra este equipo en la segunda ronda del campeonato de las regiones del este, el 15 de agosto de 1989. Matt Kinney fue el lanzador del equipo y jugó el partido de su vida, pues eliminó a ocho jugadores, concedió cinco bases, una de ellas intencionada, y tan solo permitió tres golpes buenos. El Bangor West, sin embargo, solo consiguió arrancar un golpe bueno al lanzador del Westfield, Tim Laurita, y el que lo consiguió, por supuesto, fue Ryan Iarrobino. El resultado final fue Westfield 2, Bangor West 1. Cabe destacar la carrera impulsada del Bangor a King, conseguida gracias a una base por bolas en un momento en que las bases estaban repletas. Cabe destacar también la carrera impulsada a Laurita que sentenció el partido, también en un momento en que las bases estaban repletas. Fue un partido de impresión, un partido de puristas, pero no pudo igualar al disputado contra el York.

Fue un mal año para el béisbol profesional. Un jugador muy famoso fue inhabilitado de por vida. Un lanzador retirado mató a su mujer de un disparo antes de suicidarse. El presidente de la liga murió de un ataque al corazón. El primer partido de la Serie Mundial que debía disputarse en el estadio Candlestick tras más de veinte años tuvo que aplazarse a causa de un terremoto que sacudió el norte de California. Pero las ligas importantes son solo una parte de lo que significa el béisbol. En otros lugares y otras ligas, como por ejemplo, la Pequeña Liga, donde no hay jugadores autónomos, ni salarios ni entradas que pagar, el año fue excelente. El campeón del torneo de las regiones del este fue el Trumbull, de Connecticut. El 26 de agosto de 1989, el Trumbull venció al Taiwan y se proclamó campeón de la Serie Mundial de la Pequeña Liga. Era la primera vez que un equipo americano ganaba la Serie Mundial de Williamsport desde 1983, y la primera vez en catorce años que el vencedor procedía de la misma región que el Bangor West.

En septiembre, la división de Maine de la Federación de Béisbol de Estados Unidos nombró a Dave Mansfield entrenador amateur del año.