Las lluvias han terminado. Las colinas siguen verdes y en el valle que se abre frente a las colinas de Hollywood puede verse nieve en las montañas más altas. Los burdeles especializados en vírgenes de dieciséis años están haciendo su agosto. Y en Beverly Hills, las jacarandas empiezan a florecer.
RAYMOND CHANDLER, La hermana pequeña
1. NOTICIAS DE PEORIA
Era una de esas mañanas tan perfectas de Los Ángeles en que uno siempre esperaba hallar el símbolo de marca registrada pegado en alguna parte. Los gases de los vehículos olían levemente a adelia, las adelias llevaban un leve perfume de gases de vehículo, y el cielo aparecía tan claro y limpio como la conciencia de un baptista de pura cepa. Peoria Smith, el vendedor de periódicos ciego, estaba en su lugar acostumbrado, la esquina de Sunset y Laurel, y si aquello no significaba que Dios estaba en el cielo y todo iba sobre ruedas, entonces no sé qué otra cosa podría ser.
Sin embargo, desde que había saltado de la cama a las siete de la mañana, una hora poco habitual en mí, había tenido la sensación de que algo no iba bien, como un instrumento algo desafinado. Mientras me afeitaba, o al menos mostraba la cuchilla a esos hirsutos pinchos en un intento de asustarlos y someterlos a mi voluntad, me di cuenta de una parte de la razón por la que las cosas no parecían ir bien. Aunque había permanecido despierto y leyendo hasta las dos de la madrugada, no había oído llegar a los Demmick, borrachos como cubas e intercambiando aquellas frasecitas que parecían constituir la base de su matrimonio.
Ni tampoco había oído a Buster, y aquello quizá era aún más extraño. Buster, el corgi galés de los Demmick, posee un ladrido agudo que te atraviesa la cabeza como fragmentos de cristal, y lo emplea con tanta frecuencia como puede. Además es muy celoso. Se pone a emitir esos terribles ladridos agudos cada vez que George y Gloria Demmick se hacen carantoñas, y lo cierto es que cuando no se están peleando como un par de cómicos de vodevil, George y Gloria suelen hacerse carantoñas. Más de una vez me he dormido escuchándoles reír mientras el chucho da saltitos alrededor de ellos haciendo arfarfarfarf y preguntándome cuán difícil sería estrangular a un perro musculoso y de tamaño mediano con una cuerda de piano. La noche anterior, sin embargo, el piso de los Demmick había permanecido silencioso como una tumba. Era un poco extraño, pero desde luego, nada del otro jueves; los Demmick no eran precisamente unos dechados de regularidad.
Peoria Smith, sin embargo, estaba bien, alegre como unas pascuas, como siempre, y me reconoció por la forma de caminar, a pesar de que aquella mañana había llegado a su esquina al menos una hora antes de lo habitual. Llevaba un ancho jersey de la politécnica CalTech que le llegaba a los muslos y unos pantalones de pana que dejaban al descubierto sus rodillas roñosas. El bastón blanco que tanto odiaba estaba apoyado contra el costado de la mesa de cartas en la que exhibía sus productos.
—¡Buenas, señor Umney! ¿Cómo va la cosa?
Las gafas oscuras de Peoria relucían bajo el sol matutino, y cuando se volvió hacia el sonido de mis pasos con mi ejemplar del L.A. Times en la mano, se me ocurrió una idea inquietante; era como si le hubieran taladrado dos grandes orificios negros en la cara. Intenté desterrar aquel pensamiento de mi mente, y me dije que tal vez había llegado la hora de renunciar a mi ración nocturna de whisky. O eso o doblaba la dosis.
Hitler aparecía en primera plana del Times, como tantas veces por aquel entonces. En aquella ocasión se trataba de algo relacionado con Austria. Pensé, y no por primera vez, que aquel rostro pálido rematado por un mechón lacio habría encajado a la perfección en el tablón de noticias de una oficina de correos.
—Pues la cosa va de maravilla —repuse—. De hecho, la cosa va tan bien que voy a estallar.
Dejé caer una moneda de diez en la caja de Corona que yacía sobre la pila de periódicos de Peoria. El Times cuesta tres centavos, y me parece caro, pero llevo dejando caer la misma cantidad en la caja de Peoria más tiempo del que recuerdo. Es un buen chico y saca buenas notas en la escuela; yo mismo me ocupé de comprobarlo el año pasado después de que me ayudara en el caso Weld. Si Peoria no hubiera aparecido en el barco-casa de Harris Brunner en el momento en que lo hizo, yo todavía estaría intentando mantenerme a flote con los pies atados a un bidón de queroseno en algún lugar de Malibú. Decir que le debo mucho no le haría justicia.
En el transcurso de aquella investigación en particular (sobre Peoria Smith, no sobre Harris Brunner ni Mavis Weld), incluso descubrí el verdadero nombre del muchacho, aunque no me lo arrancarían ni con hierros candentes. El padre de Peoria decidió irse al otro barrio desde el noveno piso de un edificio de oficinas el Viernes Negro[7], la madre es la única blanca que trabaja en esa estúpida lavandería china que hay en La Punta, y el chico es ciego. A la vista de todo esto, ¿tiene el mundo necesariamente que saber que le endosaron el nombre de Francis cuando era demasiado joven como para resistirse? Huelga todo comentario.
Si ha pasado algo realmente jugoso la noche anterior, por lo general se encuentra la noticia en la primera página del Times, en la parte izquierda, justo debajo del pliegue. Giré el periódico y leí que el líder de una orquesta cubana había sufrido un ataque al corazón mientras bailaba con su cantante femenina en The Carousel, en Burbank. Había muerto al cabo de una hora en el Hospital General de Los Ángeles. Sentí cierta compasión por la viuda del maestro, pero ninguna por él. En mi opinión, la gente que va a bailar a Burbank merece cualquier cosa que le suceda.
Abrí el periódico por la sección de deportes para comprobar cómo había quedado Brooklyn en el partido doble que había jugado contra los Cards la noche anterior.
—¿Y tú qué tal, Peoria? ¿Todos bien en el castillo? ¿Todos los fosos y almenas en buen estado?
—¡Desde luego, señor Umney! ¡Sí, señor!
Algo en su voz me llamó la atención, y bajé el periódico para observarlo con mayor atención. Y entonces vi lo que un perspicaz sabueso como yo debería haber advertido enseguida; que el chico estaba a punto de estallar de alegría.
—Tienes el aspecto de alguien al que acaban de regalar seis entradas para el primer partido de la Liga Mundial —comenté—. ¿Qué es lo que pasa, Peoria?
—¡Mi madre ha ganado la lotería en Tijuana! —exclamó—. ¡Cuarenta mil pavos! ¡Somos ricos, hermano! ¡Ricos!
Le dediqué una sonrisa que no vio y le alboroté el pelo. Eso le desordenó el remolino del pelo, pero qué más daba.
—Bueno, bueno, no te pases. ¿Cuántos años tienes, Peoria?
—Cumplí doce en mayo. Pero usted ya lo sabe, señor Umney; me regaló un polo. Pero no veo qué tiene eso que ver con…
—Con doce años ya hay que saber que a veces la gente confunde lo que quiere que suceda con lo que realmente sucede. Eso es lo que quería decir.
—Si se refiere a soñar despierto, tiene toda la razón; sé exactamente lo que es soñar despierto —replicó Peoria al tiempo que se pasaba la mano por la coronilla para volver a colocar el remolino en su sitio—. Pero no estoy soñando despierto, señor Umney. ¡Es verdad! Mi tío Fred bajó a buscar el dinero ayer por la tarde. Lo trajo en la cartera de la Vinnie. ¡Olí el dinero! Maldita sea, ¡me revolqué en el dinero! ¡Estaba esparcido por toda la cama de mi madre! Es la sensación más fuerte que he tenido en toda mi vida, eso se lo digo yo… ¡Cuarenta mil jodidos pavos!
—Es posible que con doce años ya pueda distinguirse entre soñar despierto y la realidad, pero no se puede hablar de esta forma.
Aquello sonó bien; estoy seguro de que la Legión de la Decencia habría aprobado mis palabras al ciento por ciento, pero lo cierto es que hablaba con el piloto automático puesto y apenas oía las palabras que brotaban de mis labios. Estaba demasiado ocupado intentando comprender lo que el muchacho acababa de contarme. Solo estaba seguro de una cosa; el chico se había equivocado. Tenía que haberse equivocado, porque si lo que decía era cierto, Peoria dejaría de estar en la esquina cuando pasara de camino a mi oficina en el edificio Fulwider. Y eso no podía ser.
De repente recordé a los Demmick, quienes por primera vez en la historia no habían puesto ninguno de sus discos de big bands a todo volumen antes de irse a la cama, y también recordé a Buster, que por primera vez en la historia no había saludado con una salva de ladridos el sonido de George al hacer girar la llave en la cerradura. La sensación de que algo no iba bien me acometió de nuevo, aunque con mayor fuerza.
Entretanto, Peoria me miraba con una expresión que nunca habría esperado ver en su rostro abierto y sincero; una expresión de irritación huraña mezclada con humor exasperado. La expresión que adopta un niño al que un viejo tío ha contado todos los cuentos, incluso los aburridos, tres o cuatro veces.
—¿Es que no se entera de la noticia, señor Umney? ¡Somos ricos! Mi madre ya no tendrá que planchar camisas para ese viejo estúpido de Lee Ho, y yo ya no tendré que vender periódicos en la esquina, temblar cuando llueva ni hacerles la pelota a esos gilipollas que trabajan en Bilder’s. Y podré dejar de fingir que he muerto y he ido al cielo cada vez que algún imbécil me deje un centavo de propina.
Aquellas palabras me produjeron un ligero sobresalto, pero ¡qué diablos! Al fin y al cabo, yo no era hombre de un centavo. Siempre le dejaba siete centavos. A menos que estuviera demasiado arruinado como para permitírmelo, claro está, pero en mi negocio hay muchas épocas de vacas flacas.
—Quizá deberíamos ir a Blondie’s para tomar una taza de café —dije—. Y para hablar del asunto.
—No podemos. Está cerrado.
—¿Blondie’s? ¿Cómo va a estar cerrado Blondie’s?
Pero Peoria no iba a molestarse con algo tan mundano como la cafetería que estaba calle arriba.
—¡Pero todavía no sabe lo mejor, señor Umney! Mi tío Fred conoce a un médico en Frisco, un especialista que cree que puede arreglarme los ojos.
Alzó el rostro hacia mí. Bajo las gafas oscuras y la nariz demasiado delgada, le temblaban los labios.
—Dice que quizá no es el nervio óptico, y si no es existe una operación que… No entiendo todas las cosas técnicas, ya sabe, pero la cuestión es que volvería a ver, señor Umney.
El chico alargó la mano hacia mí a tientas. Bueno, por supuesto. ¿De qué otra forma iba a alargar la mano?
—¡Volvería a ver!
Se aferró a mí, y yo lo tomé de las manos y se las oprimí un momento antes de apartarlas con suavidad. Tenía tinta en los dedos, y aquella mañana me había sentido tan bien que me había puesto la nueva americana blanca. Demasiado para un día de verano, por supuesto, pero en toda la ciudad había aire acondicionado por aquel entonces, y además, sentía una especie de frescor natural.
No obstante, ahora ya no estaba tan fresco. Peoria me estaba mirando con una expresión preocupada en su delgado y en cierto modo perfecto rostro de vendedor de periódicos. Una leve brisa que olía entre oleander y tubos de escape le alborotaba el remolino, y en aquel instante me di cuenta de la razón; Peoria no llevaba la sempiterna gorra de tweed. Parecía desnudo sin ella. A fin de cuentas, todo vendedor de periódicos debía llevar gorra de tweed, del mismo modo que todo limpiabotas debía llevar una gorra colocada detrás de la cabeza.
—¿Qué pasa, señor Umney? Creía que se alegraría por mí. Caray, ni siquiera tendría que haber venido a la esquina hoy, ¿sabe? Pero he venido; incluso he venido un poco más pronto, porque tenía la sensación de que usted también llegaría pronto. Creía que se alegraría de que a mi madre le haya tocado la lotería y de que eso me dé la oportunidad de operarme. Pero no se alegra —exclamó con voz temblorosa—. ¡No se alegra!
—Sí que me alegro —repuse.
Y de hecho, quería alegrarme, al menos una parte de mí quería alegrarse, pero la verdad es que el chico tenía mucha razón. Porque aquello significaba que las cosas iban a cambiar, y las cosas no debían cambiar. Peoria Smith debía seguir en aquella misma esquina año tras año, tocado con aquella gorra perfecta que se apartaba un poco de la cara en los días más calurosos y se calaba hasta los ojos cuando llovía, a fin de que las gotas resbalaran por la visera. Peoria Smith debía exhibir siempre una sonrisa, nunca decir «gilipollas» ni «jodidos»; y sobre todo, debía ser ciego.
—¡No, no se alegra! —repitió el chico.
Y de repente, sin previo aviso, hizo caer la mesita al suelo. Todos los periódicos salieron volando. El bastón blanco de Peoria rodó hasta la cuneta. Vi que unas lágrimas surgían de debajo de las gafas oscuras y resbalaban por las mejillas pálidas y delgadas del chiquillo. Buscó a tientas el bastón, pero este había caído cerca de mí, y Peoria estaba buscándolo en la dirección equivocada. Me acometió el acuciante deseo de propinarle un puntapié en el trasero al vendedor de periódicos ciego.
En lugar de ceder a dicho deseo, me agaché, cogí el bastón y le golpeé ligeramente la cadera con él.
Peoria se volvió raudo como una serpiente y me arrebató el bastón. Por el rabillo del ojo vi las fotografías de Hitler y del recientemente fallecido líder del grupo cubano revoloteando por todo el Sunset Boulevard. Un autobús que se dirigía hacia Van Ness pisó un montón de ellos, dejando una amarga estela de diésel quemado. No soportaba el aspecto que tenían aquellos periódicos que revoloteaban por todas partes. Daban una sensación de desorden. Peor aún, daban la sensación de que algo iba mal. Completa y absolutamente mal. Contuve otro deseo, tan intenso como el primero, de agarrar a Peoria y zarandearlo. De decirle que iba a pasar toda la mañana recogiendo los periódicos y que no lo dejaría marchar hasta que hubiera recogido todos y cada uno de ellos.
Se me ocurrió que hacía apenas diez minutos todavía había creído que aquella era la perfecta mañana de Los Ángeles, tan perfecta que merecía el simbolito de marca registrada. Y es que había sido la mañana perfecta, maldita sea. Así que, ¿cuándo habían empezado a ir mal las cosas?
No obtuve respuesta, claro está, tan solo una irracional vocecilla interior que me decía que la madre de aquel crío no podía haber ganado la lotería, que el crío no podía dejar de vender periódicos, y que, sobre todo, el crío no podría dejar de ser ciego. Peoria Smith debía seguir siendo ciego el resto de su vida.
«Bueno, debe de ser una operación experimental —me dije—. Incluso aunque el médico de Frisco no sea un fantasma, que probablemente lo es, lo más probable es que la operación sea un fracaso.»
Y por extraño que parezca, aquel pensamiento me tranquilizó.
—Escucha —dije—. Hoy nos hemos levantado con el pie izquierdo, eso es todo. Deja que te compense. Vamos a Blondie’s y te invito a desayunar, ¿vale, Peoria? Podrás devorar un plato de huevos con bacon y contarme…
—¡Váyase a tomar por culo! —gritó Peoria para mi enorme sorpresa—. ¡Váyase a tomar por culo, maldito gilipollas! ¿Cree que los ciegos no sabemos cuándo alguien dice mentiras? ¡A tomar por el saco! ¡Y no me ponga las manos encima nunca más! ¡Creo que es usted un maldito maricón!
Aquello fue la gota que colmó el vaso; nadie me llama maricón y queda impune, ni siquiera un vendedor de periódicos ciego. Olvidé por completo que Peoria Smith me había salvado el pellejo durante el caso de Mavis Weld; alargué la mano hacia el bastón, con la intención de arrebatárselo y darle unos cuantos azotes con él. Para darle una lección de buenos modales.
Pero antes de que pudiera cogerlo, Peoria se abalanzó sobre mí y me golpeó con el bastón en el bajo vientre… Y he dicho bajo vientre. Me encogí de dolor, pero incluso mientras hacía lo imposible por no ponerme a gritar, me dije que tenía suerte. Cinco centímetros más abajo y podría haber dejado de espiar para ganarme la vida y buscarme un trabajo como soprano en el Palace of the Doges.
Pese a todo, volví a alargar la mano en dirección a Peoria, pero el chico me golpeó en la nuca. Con fuerza. El bastón no se rompió, pero sí se oyó un crujido. Me dije que podría acabar de romperlo cuando consiguiera quitárselo y metérselo en la oreja. Ya le enseñaría yo quién era el maricón.
El chico retrocedió como si me hubiera leído el pensamiento y arrojó el bastón a la calle.
—Peoria —conseguí farfullar.
Tal vez todavía no era demasiado tarde para conservar la cordura.
—Peoria, ¿quieres decirme qué narices te…?
—¡No me llame Peoria! —chilló el chico—. ¡Me llamo Francis! ¡Frank! ¡Fue usted quien empezó a llamarme Peoria! ¡Fue usted quien empezó y ahora todo el mundo me llama así y no lo soporto!
Me lloraban los ojos, por lo que vi a dos Peorias volviéndose y cruzando la calle a toda prisa. El chico hacía caso omiso del tráfico, aunque, por suerte para él, no pasaban coches en aquel momento, y corría con los brazos extendidos ante sí. Creí que tropezaría con el bordillo del otro lado, de hecho, esperaba que tropezara, pero supongo que los ciegos tienen todo un juego de mapas tipográficos en la cabeza. Peoria saltó al bordillo con la agilidad de una cabra montesa y a continuación volvió sus gafas oscuras hacia mí. En su rostro surcado de lágrimas se leía una expresión de triunfo enloquecido, y los cristales negros parecían más que nunca simples agujeros negros. Agujeros grandes, como si alguien le hubiera disparado varias veces con una escopeta de gran calibre.
—¡Blondie ya no existe, ya se lo he dicho! —chilló—. ¡Mi madre dice que se ha largado con la putita pelirroja que contrató el mes pasado! ¡Ya le gustaría a usted, desgraciado!
Peoria giró en redondo y echó a correr calle arriba de aquella forma tan extraña y tan característica de él; con los dedos abiertos extendidos ante él. La gente se paraba en pequeños grupos para mirarlo, para mirar los periódicos que revoloteaban en la calle, para mirarme a mí.
De hecho, principalmente para mirarme a mí, por lo visto.
Peoria… bueno, está bien, Francis, llegó hasta el bar de Derringer antes de girarse para dedicarme su último saludo.
—¡A tomar por culo, señor Umney! —gritó.
Dicho aquello siguió corriendo.
2. LA TOS DE VERNON
Conseguí erguirme y cruzar la calle. Peoria, alias Francis Smith, se había perdido de vista hacía rato, pero lo cierto era que quería alejarme de aquellos periódicos desordenados lo antes posible. Mirarlos me estaba produciendo un dolor de cabeza que, en cierto modo, era peor que el dolor que me atormentaba la ingle.
Una vez al otro lado de la calle, me puse a contemplar el escaparate de la papelería Felt como si el nuevo bolígrafo de Parker fuera la cosa más fascinante que hubiera visto en toda mi vida (o tal vez aquellas agendas de piel de imitación tan sexys). Al cabo de unos cinco minutos, el tiempo suficiente como para grabarme todos los objetos del polvoriento escaparate en la memoria, me sentí capaz de reanudar mi travesía por Sunset sin llamar demasiado la atención.
Las preguntas me daban vueltas alrededor de la cabeza del modo en que los mosquitos te dan vueltas alrededor de la cabeza cuando vas al cine al aire libre de San Pedro sin llevarte el repeleinsectos. Pude ignorar la mayoría, pero un par de ellas eran muy persistentes. En primer lugar, ¿qué diablos le había pasado a Peoria? En segundo lugar, ¿qué diablos me había pasado a mí? Seguí pensando en aquellas inquietantes cuestiones hasta llegar ante el escaparate de Blondie’s City Eats, abierto las 24 horas, especialidad en bollería, situado en la esquina de Sunset y Travernia; cuando llegué ahí, todas aquellas cuestiones quedaron disipadas de golpe. Blondie’s había estado en aquella esquina desde que me alcanzaba la memoria, con todos los chanchulleros, mafiosos, chulos y excéntricos entrando y saliendo sin cesar; sin olvidar a los tipos adinerados, las lesbianas y los drogadictos. En cierta ocasión, una famosa estrella del cine mudo había sido detenida por asesinato cuando salía de Blondie’s, y yo mismo había hecho un trabajito sucio en Blondie’s no hacía demasiado tiempo, un trabajito consistente en cargarme a un pijo repleto de coca llamado Dunninger, que se había cargado a su vez a tres cocainómanos en las postrimerías de una orgía de drogas celebrada en Hollywood. Asimismo, era el lugar en que me había despedido de una rubia platino de ojos violetas llamada Ardis McGill. Había pasado el resto de aquella noche caminando entre una desusada niebla que tal vez solo se hallaba tras mis ojos… y había empezado a rodar por mis mejillas al salir el sol.
¿Blondie’s cerrado? ¿Que Blondie’s había desaparecido? Imposible, habría dicho cualquiera… Era más probable que la Estatua de la Libertad desapareciera de su yerma lengua de roca del puerto de Nueva York.
Imposible pero cierto. La vitrina que antes había albergado una deliciosa selección de tartas y pasteles aparecía cubierta de jabón, pero quien lo hubiera hecho no se había esforzado demasiado; el local estaba casi desierto. El suelo de linóleo se veía seco y sucio. Las aspas manchadas de grasa de los ventiladores de techo estaban inmóviles como las hélices de un avión que se hubiera estrellado. Quedaban algunas mesas, y seis u ocho de las sempiternas sillas tapizadas de rojo estaban apiladas patas arriba; pero eso era todo… a excepción de un par de azucareros volcados en un rincón.
Me quedé ahí parado, intentando asimilarlo, y fue como intentar subir un sofá grande por una escalera estrecha. Toda aquella vitalidad y emoción, aquellas movidas y sorpresas de la madrugada… ¿Cómo podía haber terminado todo aquello? No parecía un error; parecía una blasfemia. Para mí, Blondie’s había sido un cúmulo de todas las contradicciones que rodeaban el corazón esencialmente oscuro y carente de amor de Los Ángeles; en ocasiones había pensado que Blondie’s era Los Ángeles tal como la había conocido durante los últimos quince o veinte años, que era la ciudad, solo que en miniatura. ¿En qué otro lugar podía verse a un mafioso desayunando a las nueve de la noche junto a un cura, o a una tía despampanante cargada de diamantes sentada en la barra junto a un obrero cubierto de grasa que celebrara el fin de su turno con una taza de café caliente? De repente recordé al músico cubano y su ataque al corazón, aunque esta vez con una punzada de considerable compasión.
Toda aquella maravillosa y espectacular vida de Los Ángeles… ¿Lo captas, amigo? ¿Te enteras?
El cartel colgado en la puerta decía: CERRADO POR REFORMAS, REAPERTURA EN BREVE, pero no lo creí. Según mi experiencia, unos azucareros volcados en el rincón no indican que haya obras de reforma en marcha. Peoria tenía razón; Blondie’s había pasado a la historia. Me volví y seguí caminando por la calle, pero ahora a paso lento y obligando conscientemente a mi cabeza a permanecer erguida. Mientras me acercaba al edificio Fulwider, donde tengo un despacho desde hace más tiempo del que me gusta recordar, me embargó una extraña certeza. Los pomos de las grandes puertas dobles estarían cerrados con una gruesa cadena y un gran candado. Los cristales estarían surcados de descuidadas tiras de jabón. Y habría un cartel que rezaría: CERRADO POR REFORMAS, REAPERTURA EN BREVE.
Cuando llegué al edificio, aquella idea loca se había adueñado de mí con fuerza obsesiva, y ni siquiera el hecho de ver a Bill Tuggle, el peculiar asesor fiscal del tercer piso, entrando en el edificio logró apartar aquel pensamiento. Pero como suele decirse, ver para creer; al llegar al 2221 no vi ninguna cadena, ningún cartel ni espuma en los cristales. Solo era el Fulwider, el mismo de siempre. Entré en el vestíbulo, olí el mismo olor de siempre, que me recuerda a las pastillas de color rosa que suelen poner en los lavabos públicos de hombres, y vi las mismas palmeras escuálidas sombreando el mismo suelo de desvaídas baldosas rojas.
Bill estaba junto a Vernon Klein, el ascensorista más viejo del mundo, en el ascensor número 2. Con su raído traje rojo y el viejo sombrero en forma de pastillero, Vernon parece un cruce entre el botones de Philip Morris y un macaco que se ha caído en un robot industrial de limpieza a vapor. Vern alzó hacia mí aquellos ojos tristones de perro que le lloraban a causa del Camel que pendía de la comisura de sus labios. De hecho, sus ojos deberían haberse acostumbrado al humo hacía muchos años; no recordaba haberlo visto jamás sin un Camel colgando de su boca en aquella misma posición.
Bill se hizo a un lado, pero no lo suficiente. No había espacio en la cabina como para que Bill se apartara lo suficiente. No creo que hubiera espacio en Rhode Island como para que Bill se apartara lo suficiente. Delaware, quizá. Bill olía a mortadela marinada durante un año en whisky barato. Y justo en el momento en que pensaba que las cosas ya no podían ir peor, Bill eructó.
—Lo siento, Clyde.
—No me extraña —repuse al tiempo que agitaba la mano para apartar el aire y Vern cerraba las puertas para llevarnos a la luna… o al menos hasta el séptimo piso—. ¿En qué desagüe has pasado la noche, Bill?
No obstante, aquel olor tenía algo reconfortante, mentiría si dijera lo contrario. Porque se trataba de un olor conocido. No era más que Bill Tuggle, maloliente, con resaca, de pie en el ascensor con las rodillas ligeramente dobladas, como si alguien le hubiera metido ensalada de pollo en los calzoncillos y acabara de darse cuenta de ello. No era un olor agradable, ningún aspecto del viaje matinal en ascensor podía serlo, pero al menos era algo conocido.
Bill me dedicó una débil sonrisa mientras el ascensor iniciaba su trayecto, pero no pronunció palabra.
Me volví hacia Vernon, sobre todo para huir de aquel olor a contable demasiado hecho, pero cualesquiera que fueran las superficiales palabras que hubiera pretendido pronunciar murieron en mi garganta. Las dos imágenes que habían colgado de la pared de la cabina por encima del taburete de Vernon, una de Jesucristo caminando sobre el Mar de Galilea mientras sus discípulos lo miraban fascinados desde una barca, y una foto de la mujer de Vernon ataviada en un vestido con flecos de cuero, en plan guapa del rodeo, y tocada con un peinado de fines de siglo, habían desaparecido. Lo que las había reemplazado no debería haber sorprendido a nadie, sobre todo en vista de la edad de Vernon, pero aun así supuso un tremendo golpe para mí.
Se trataba de una simple postal, nada más, una postal que mostraba la silueta de un hombre pescando en un lago al atardecer. Fueron las palabras que había bajo la imagen las que me dejaron hecho polvo: FELIZ JUBILACIÓN.
El momento en que Peoria me había dicho que tal vez volvería a ver se quedaba cortísimo ante lo que sentí en aquel instante. Los recuerdos me cruzaban la mente a la velocidad de las cartas de una baraja mezcladas por un auténtico jugador profesional. En cierta ocasión, Vernon había forzado la puerta del despacho contiguo al mío para llamar a una ambulancia cuando aquella enloquecida dama, Agnes Sternwood, arrancó el cable del teléfono de la pared y a continuación se tragó lo que, según afirmaba, era desatascador. El «desatascador» resultó ser azúcar, y el despacho cuya puerta forzó Vernon resultó ser un chiringuito de apuestas de primera categoría. Que yo sepa, el tipo que tenía alquilado el despacho bajo el nombre de MacKenzie Imports sigue recibiendo cada año el catálogo de Sears Roebuck en su celda de San Quintín. En otra ocasión, Vernon utilizó el taburete para dejar fuera de combate a un tipo que estaba a punto de freírme a tiros. El caso Mavis Weld, por supuesto. Por no hablar del día en que llevó a su hija a mi despacho (¡vaya monada!) porque se había metido en un asunto de revistas sucias.
¿Retirarse Vernon?
Era imposible. Imposible.
—Vernon —empecé—. ¿Qué clase de broma es esta?
—No es ninguna broma, señor Umney.
Y cuando detuvo el ascensor en el tercer piso, empezó a toser de un modo que no había oído en todos los años que hacía que lo conocía. Sonaba como bolos de mármol rodando por una calle de piedra. Se sacó el Camel de la boca, y comprobé horrorizado que la punta era de color de rosa, y no a causa de un lápiz de labios. Vern observó el cigarrillo, hizo una mueca, se lo volvió a meter en la boca y tiró de la puerta metálica en forma de acordeón.
—Tercerrr piso, señor Tuggle.
—Gracias, Vern —repuso Bill.
—No olvide la fiesta del viernes —advirtió Vern.
Sus palabras sonaban apagadas, pues había extraído un pañuelo con manchas marrones del bolsillo y se estaba limpiando los labios con él.
—Me gustaría mucho que viniera.
Volvió la mirada reumática hacia mí, y lo que vi en sus ojos me dio un susto de muerte. Algo esperaba a Vernon Klein a la vuelta de la esquina, y aquella mirada decía que Vernon sabía exactamente de qué se trataba.
—Y usted también, señor Umney. Hemos vivido muchas cosas juntos, y me encantaría brindar con usted por ello.
—¡Un momento! —grité aferrando a Bill por el brazo cuando intentaba salir del ascensor—. ¡Un momento, maldita sea! ¿Qué fiesta? ¿Qué pasa aquí?
—La jubilación —explicó Bill—. Suele ocurrir en un momento dado después de que se te ponga el pelo blanco, por si estás demasiado ocupado como para darte cuenta. La fiesta de Vernon se celebrará el viernes por la tarde en el sótano. Todo el edificio irá, y yo voy a hacer mi famosísimo ponche Dinamita. ¿Qué te pasa, Clyde? Hace un mes que sabes que Vernon se va el treinta de mayo.
Aquellas palabras me enojaron otra vez, del mismo modo que cuando Peoria me había llamado maricón. Agarré a Bill por las hombreras del traje cruzado y lo zarandeé.
—¡Y una mierda!
—¡Y una mierda nada, Clyde! —replicó Bill con una sonrisa débil y dolida—. Pero si no quieres venir, allá tú. No vengas. De todas formas, llevas seis meses actuando de una forma un poco rara.
—¿Qué quieres decir con eso de un poco rara?
—Pues que estás como una cabra, como un cencerro, pirado, que te falta un tornillo, mochales… ¿Te suena alguna de estas? Y antes de que contestes, permíteme que te informe de que si me vuelves a sacudir, aunque solo sea un poquito, me explotarán las tripas, me saldrán despedidas a través del pecho y ni siquiera en la tintorería te podrán limpiar la porquería que dejarán.
Se soltó antes de que pudiera volver a zarandearlo y empezó a avanzar por el pasillo, con el trasero de los pantalones colgándole aproximadamente a la altura de las rodillas, como siempre. Se volvió una vez mientras Vernon volvía a cerrar la puerta metálica.
—Deberías tomarte unos días libres, Clyde. Ya mismo.
—Pero ¿qué es lo que te pasa? —le grité—. ¿Qué os pasa a todos?
Pero en aquel momento se cerró la puerta interior y reanudamos la subida, esta vez al Séptimo. Mi séptimo cielo. Vern arrojó la colilla al cubo de arena que había en el rincón y de inmediato se metió un cigarrillo nuevo en la boca. Encendió una cerilla con la uña del pulgar y se puso a toser de nuevo. Pequeñas gotas de sangre brotaban de entre sus labios resecos. Era un espectáculo lamentable. Vern había bajado los ojos; tenía la mirada fija en el otro rincón, sin ver nada, sin esperar nada. El olor corporal de Bill Tuggle pendía entre nosotros como un fantasma etílico.
—Muy bien, Vern —empecé—. ¿Qué te pasa y adónde irás?
Vernon nunca había hecho un uso excesivo de la lengua inglesa, y al menos aquello no había cambiado.
—Cáncer —repuso—. El sábado cojo el tren Desert Blossom para Arizona. Me voy a vivir con mi hermana. Pero no creo que se llegue a cansar de mí. No creo que tenga que cambiarme las sábanas más de dos veces.
Detuvo el ascensor y abrió la puerta corredera.
—Séptimooo, señor Umney. Su séptimo cielo.
Sonrió como siempre había hecho al pronunciar aquellas palabras, pero su sonrisa recordaba las calaveras de caramelo que se ven en Tijuana el Día de los Difuntos.
Ahora que la puerta del ascensor estaba abierta, olí algo en mi séptimo cielo que desentonaba tanto que tardé un momento en reconocer de qué se trataba: pintura fresca. Una vez advertí qué era, lo archivé; tenía otras cosas en qué pensar.
—Esto no está bien —comenté—. Tú sabes que no está bien, Vern.
Vernon volvió su aterradora mirada vacua hacia mí. Y en ella la muerte, una silueta negra moviéndose y haciendo señas justo detrás del desvaído azul del iris.
—¿Qué es lo que no está bien, señor Umney?
—Tú tienes que estar aquí, maldita sea. ¡Aquí mismo! Sentado en tu taburete, con Jesucristo y tu mujer ahí en la pared. ¡No esto!
Alargué el brazo, cogí la postal del hombre pescando en el lago, la rompí en dos pedazos, los junté, la rompí en cuatro y por fin la tiré. Los pedazos revolotearon hacia la desvaída alfombra del ascensor como confeti.
—Estar aquí mismo —repitió sin apartar de mí aquellos terribles ojos.
Más allá, dos hombres en monos salpicados de pintura se habían vuelto para mirarnos.
—Exacto.
—¿Durante cuánto tiempo, señor Umney? Puesto que lo sabe todo, supongo que también me podrá decir eso, ¿no? ¿Durante cuánto tiempo se supone que tengo que seguir manejando este maldito ascensor?
—Bueno, pues… para siempre —repuse.
Aquellas palabras quedaron suspendidas entre nosotros, otro fantasma en el ascensor repleto de humo. De haber podido escoger un fantasma, probablemente me habría decantado por el olor corporal de Bill Tuggle, pero no había elección.
—Para siempre, Vern —repetí.
Vernon dio una chupada al Camel, tosió humo y una finísima lluvia de sangre, y siguió mirándome.
—No es asunto mío dar consejos a los inquilinos, señor Umney, pero creo que le voy a dar uno de todas formas, ya que es mi última semana aquí y todo eso. Creo que debería ir al médico. Uno de esos que te enseñan manchas de tinta y te preguntan qué ves.
—No puedes jubilarte, Vern. —El corazón me latía con más violencia que nunca, pero logré seguir hablando en tono normal—. No puedes.
—¿No? —Vernon se sacó el cigarrillo de la boca (la punta ya estaba empapada de sangre fresca) y me volvió a mirar con una sonrisa escalofriante—. Pues parece que no me queda más remedio, señor Umney.
3. DE PINTORES Y PESOS
El olor a pintura fresca me llenó las narices, superando tanto el olor del humo de Vernon como el de los sobacos de Bill Tuggle. Los hombres en mono se hallaban bastante cerca de la puerta de mi despacho. Habían colocado una tela en el suelo, y sus herramientas estaban esparcidas encima… Latas, brochas, aguarrás. También había dos escaleras de mano que flanqueaban a los pintores como escuálidas estanterías. Quería correr por el pasillo y dar patadas a las paredes al pasar.
—¿Qué derecho tenían a pintar aquellas viejas y oscuras paredes de un sacrílego y estridente color blanco?
Sin embargo, lo que hice fue acercarme al que parecía tener un coeficiente de inteligencia de dos dígitos y preguntarle con toda cortesía qué estaban haciendo él y su compañero. El hombre se volvió hacia mí.
—¿Y a usté qué coño le parece? Pues yo le estoy metiendo mano a Miss América y aquí Chick le está poniendo carmín en las tetitas a Betty Garble.
Aquello era el colmo. El colmo de todo. Alargué la mano, agarré al tipejo por el sobaco y le pellizqué un nervio especialmente desagradable que se oculta ahí detrás. El hombre gritó y dejó caer la brocha. Gotas de pintura blanca le salpicaron los zapatos. Su compañero me lanzó una tímida mirada y retrocedió un paso.
—Si intentas largarte antes de que haya terminado contigo —gruñí—, te meteré la brocha por el culo de tal forma que necesitarás un telescopio para encontrarte las cerdas. ¿Tienes ganas de comprobar si estoy mintiendo?
El hombre dejó de moverse y se quedó parado en el borde de la tela, mirando a su alrededor como un demente en busca de ayuda. No había nadie a la vista. Casi esperaba que Candy abriera la puerta de mi despacho para ver qué era aquel jaleo, pero la puerta permaneció cerrada. Volví mi atención hacia el tipejo al que estaba sujetando.
—Te he hecho una pregunta bastante sencilla… ¿Qué coño estáis haciendo aquí? ¿Puedes contestar o quieres que te machaque otra vez?
Apreté un poco los dedos bajo la axila para refrescarle la memoria, y el tipejo volvió a gritar.
—¡Estamos pintando el pasillo! ¡Maldita sea! ¿Es que no lo ve?
Sí, señor, lo veía; y aunque fuera ciego, lo habría olido. Y no me gustaba nada la información que me transmitían esos dos sentidos. El pasillo no debía pintarse, y menos aún de ese estridente y deslumbrante color blanco. El pasillo debía ser oscuro y estar lleno de sombras; debía oler a polvo y a viejos recuerdos. Fuera lo que fuese que había dado comienzo con el desusado silencio de los Demmick, estaba empeorando por momentos. Estaba cabreado como una mona, tal como estaba averiguando aquel pobre tipo. También estaba asustado, pero ese es un sentimiento que se aprende a ocultar cuando llevar una pipa forma parte de tu modo de ganarte la vida.
—¿Y quién os ha enviado?
—Nuestro jefe —repuso el tipo mirándome como si yo estuviera loco—. Trabajamos en Pintura Personalizada Challis, en Van Nuys. El jefe es Hap Corrigan. Si quiere saber quién ha contratado la empresa, tendrá que preguntárselo a…
—El dueño —intervino el otro pintor—. El dueño del edificio. Un tipo llamado Samuel Landry.
Intenté hacer memoria, unir el nombre de Samuel Landry con lo que sabía acerca del edificio Fulwider, pero no lo logré. De hecho, no podía unir el nombre de Samuel Landry con nada…, pero aun así, durante un instante todo pareció encajar en mi mente, todo pareció sonar como una campana que se oye a kilómetros de distancia en una mañana de niebla.
—Estáis mintiendo —dije, aunque sin convicción, simplemente por decir algo.
—Llame al jefe —replicó el otro pintor.
Las apariencias engañan; al parecer, era el más listo de los dos. Se metió la mano en uno de los bolsillos del mono sucio y salpicado de pintura y extrajo una pequeña tarjeta.
Agité la mano en ademán cansado.
—De todas formas, ¿quién narices querría pintar este sitio?
No se lo preguntaba a ellos, pero el pintor que me había dado la tarjeta contestó de todos modos.
—Bueno —empezó con cautela—. Debe reconocer que alegra mucho.
—Oye, hijito —repliqué avanzando un paso hacia él—. ¿Tu madre ha tenido algún hijo que haya sobrevivido o solo abortos como tú?
—Bueno, bueno, no se ponga así —exclamó el hombre retrocediendo.
Seguí su mirada preocupada hasta mis puños cerrados y me obligué a abrirlos. No pareció demasiado aliviado, y desde luego, no me extrañó.
—A usted no le gusta. Eso está más claro que el agua. Pero hay que hacer lo que dice el jefe, ¿no? Quiero decir, jolines, que así es como se hacen las cosas en América.
Miró a su compañero y luego otra vez a mí. Fue una mirada rápida, casi de soslayo, pero en mi trabajo las había visto más de una vez, y es el tipo de mirada de la que no haces demasiado caso. «No molestes a este tipo —decía la mirada—. No le pongas nervioso ni hagas que se enfade. Está como una chota.»
—Quiero decir que tengo mujer y un hijo de los que cuidar —prosiguió—. Ahí fuera hay una Depresión, por si no lo sabía.
En aquel momento, una inmensa sensación de confusión se apoderó de mí, y mi enfado se esfumó del mismo modo que un incendio se esfuma bajo un chaparrón. ¿Había Depresión? ¿Había Depresión, de verdad?
—Ya lo sé —repuse, aunque no sabía nada—. Dejemos correr el asunto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asintieron los pintores al unísono y con tanto entusiasmo que parecían casi un coro de barberos.
El que había tomado equivocadamente por medio inteligente tenía la mano izquierda sepultada en el sobaco en un intento de tranquilizar aquel nervio. Podría haberle dicho que al menos tardaría una hora en lograrlo, pero no tenía ganas de seguir hablando con ellos. No quería hablar con nadie ni ver a nadie… ni siquiera a la encantadora Candy Kane, cuyas miradas húmedas y sinuosas curvas subtropicales, como se sabe, han hecho hincarse de rodillas a los tipos más duros. Lo único que quería era atravesar la recepción y encerrarme en mi santuario. Tenía una botella de Robb’s Eye en el cajón inferior izquierdo, y en aquel momento necesitaba un trago como fuera.
Me dirigí hacia la puerta acristalada sobre la que se leía CLYDE UMNEY DETECTIVE PRIVADO, conteniendo el deseo de propinar un puntapié a una lata de pintura blanca Dutch Boy para arrojarla por la ventana del final del pasillo a la escalera de incendios. De hecho, estaba a punto de hacer girar el pomo de mi puerta cuando se me ocurrió una idea y me volví de nuevo hacia los pintores…, pero despacio, para que no creyeran que me había dado otro ataque. Asimismo, tenía la sensación de que si me volvía demasiado rápido los sorprendería sonriéndose y llevándose los dedos a la sien…, el gesto para indicar locura que todos hemos aprendido en el patio del colegio.
Los pintores no se habían llevado los dedos a las sienes, pero tampoco me habían perdido de vista. El medio inteligente pareció medir la distancia que había hasta la puerta marcada con el cartel ESCALERA. De repente me entraron deseos de asegurarles que yo no era tan mal tipo una vez que se me conocía bien. De hecho, algunos clientes y al menos una ex mujer me consideraban una especie de héroe. Pero aquello no era algo que uno pudiera decir de sí mismo, sobre todo a dos desgraciados como aquellos.
—Tranquilos —dije—. No voy a abalanzarme sobre vosotros. Solo quiero haceros otra pregunta.
Se tranquilizaron un poco. De hecho, muy poco.
—Pregunte —replicó el Pintor Número Dos.
—¿Alguno de vosotros ha jugado alguna vez en Tijuana?
—¿«La lotería»? —preguntó Número Uno.
—Vuestros conocimientos de español me abruman. Sí, «la lotería».
Número Uno meneó la cabeza.
—La lotería mexicana y las casas de putas mexicanas son solo para los desgraciados.
«¿Y por qué crees que te lo pregunto a ti?», pensé aunque no lo dije en voz alta.
—Además —prosiguió—, se ganan diez o veinte mil pesos, ya ves. ¿Cuánto dinero de verdad es eso? ¿Cincuenta pavos? ¿Ochenta?
«Mi madre ha ganado la lotería en Tijuana —había dicho Peoria e incluso entonces había sabido que algo fallaba—. Cuarenta mil pavos… Mi tío Fred bajó a buscar el dinero ayer por la tarde. Lo trajo en la cartera de la Vinnie.»
—Sí —asentí—, algo así, creo yo. Y siempre pagan en metálico, ¿no? En pesos.
El pintor me volvió a mirar como si creyera que yo estaba loco, luego se dio cuenta de que realmente lo estaba y recompuso la expresión de su rostro.
—Bueno, sí. Es la lotería mexicana, ya sabe. No creo que pudieran pagar en dólares.
—Muy cierto —repuse.
Recordé el rostro delgado y entusiasmado de Peoria, el modo en que había dicho: «¡Estaba esparcido por toda la cama de mi madre! Es la sensación más fuerte que he tenido en toda mi vida, eso se lo digo yo… ¡Cuarenta mil jodidos pavos!».
Pero ¿cómo podía estar un niño ciego seguro de la cantidad exacta… o siquiera de que realmente se estaba revolcando en dinero? La respuesta era bien sencilla. No podía. Pero incluso un vendedor de periódicos ciego debía de saber que no se puede llevar pasta mexicana por valor de cuarenta mil dólares en la maleta de una motocicleta Vincent. Su tío habría necesitado un camión de basura de Los Ángeles para transportar tanta pasta.
Confusión, confusión, tan solo oscuras nubes de confusión.
—Gracias —dije al tiempo que me alejaba hacia la oficina.
Estoy seguro de que los tres sentimos un gran alivio.
4. EL ÚLTIMO CLIENTE DE UMNEY
—Candy, cariño, no quiero ver a nadie ni aceptar ningún ca…
Me interrumpí de golpe. La recepción estaba desierta. La mesa de Candy, colocada en el rincón, aparecía extrañamente desnuda, y al cabo de un instante me di cuenta de la razón; la bandeja de ENTRADA/SALIDA estaba en la papelera, y las fotografías de Errol Flynn y William Powell habían desaparecido. Al igual que la radio Philco. El pequeño taburete azul de taquigrafía, desde el que Candy solía mostrar sus espléndidas piernas, estaba desocupado.
Me volví de nuevo hacia la bandeja de ENTRADA/SALIDA que sobresalía de la papelera como la proa de un barco a punto de hundirse, y el corazón me dio un vuelco. Tal vez alguien había entrado, puesto el lugar patas arriba y secuestrado a Candy. Tal vez se trataba de un caso, en otras palabras. En aquel momento me habría venido bien un caso, aunque significara que un mafioso estaba atando a Candy en aquellos momentos… y ajustando la cuerda sobre la firme curva de sus pechos con especial cuidado. Cualquier modo de zafarme de las telarañas que parecían estar adueñándose de mí me parecía tentador.
El problema de aquella idea era bien sencillo: la habitación no estaba patas arriba. La bandeja de ENTRADA/SALIDA se hallaba en la papelera, cierto, pero eso no indicaba que se hubiera producido una lucha; de hecho, era más bien como si…
Quedaba un solo objeto sobre la mesa y estaba colocado en el centro del papel secante. Un sobre blanco. Solo mirarlo me produjo una sensación muy desagradable. Pese a ello, crucé la habitación con gesto automático y cogí el sobre. No me sorprendió en lo más mínimo ver mi nombre escrito con la letra rizada y florida de Candy; tan solo era otra desagradable parte de aquella larga y desagradable mañana.
Rasgué el sobre, y un solo papel me cayó sobre la mano.
Querido Clyde:
Estoy harta de aguantar tus magreos y tus burlas, y estoy cansada de tus ridículos e infantiles chistes sobre mi nombre. La vida es demasiado corta como para malgastarla dejando que un detective divorcista de mediana edad y con mal aliento te ande metiendo mano todo el rato. Tenías tus cosas buenas, Clyde, pero las malas están ganando demasiado terreno, sobre todo desde que te pusiste a beber como un cosaco.
Hazte un favor y crece de una vez.
Sinceramente tuya,
ARLENE CAIN
P.D.: Vuelvo a casa de mi madre en Idaho. No intentes ponerte en contacto conmigo.
Sostuve la nota durante unos instantes más, mirándola sin dar crédito a mis ojos, y por fin la dejé caer. Recordé una de las frases mientras el papel flotaba en un perezoso zigzag hacia la papelera ya atestada. «Estoy cansada de tus ridículos e infantiles chistes sobre mi nombre.»
Pero ¿tenía idea yo de que su nombre no fuera Candy Kane? Reflexioné sobre ello mientras la nota proseguía su lento y en apariencia interminable balanceo hacia la papelera, y la respuesta fue un sincero no. Su nombre siempre había sido Candy Kane; habíamos bromeado sobre ello en muchas ocasiones, y si habíamos tenido unas cuantas sesiones de flirteo de oficina, ¿qué había de malo en ello? A ella siempre le había gustado. A los dos nos había gustado.
«¿De verdad le gustaba? —preguntó una vocecilla procedente de lo más hondo de mi ser—. ¿De verdad le gustaba o eso no es más que otro cuento que te has estado contando todos estos años?»
Intenté silenciar aquella voz, y al cabo de un momento lo logré, pero la que la sustituyó aún era peor. La segunda voz pertenecía ni más ni menos que a Peoria Smith.
«Y podré dejar de fingir que he muerto y he ido al cielo cada vez que algún imbécil me deja un centavo de propina —había dicho—. ¿Es que no se entera de la noticia, señor Umney?»
—Cierra el pico, niño —ordené a la habitación vacía—. No eres precisamente Gabriel Heatter.
Me aparté de la mesa de Candy, y de repente desfiló ante mis ojos una serie de rostros que recordaban los rostros de una banda de música formada por lunáticos: George y Gloria Demmick, Peoria Smith, Bill Tuggle, Vernon Klein, una rubia que valía un millón de dólares y que se hacía llamar por el insignificante nombre de Arlene Cain…, incluso los dos pintores.
Confusión, confusión, solo confusión.
Entré en mi oficina arrastrando los pies y cabizbajo, cerré la puerta tras de mí y me senté ante la mesa. A través de la ventana cerrada me llegaba el sonido amortiguado del tráfico de Sunset. Tenía la sensación de que para la persona adecuada seguía siendo una mañana perfecta de Los Ángeles, tan perfecta que uno esperaría ver un simbolito de marca registrada estampado en alguna parte, pero para mí, el día carecía de toda luz… tanto externa como interna. Pensé en la botella de bebercio que tenía en el cajón inferior, pero de repente, incluso agacharme para cogerla se me antojaba un esfuerzo demasiado grande. De hecho, me parecía un esfuerzo comparable a escalar el Everest con zapatillas de tenis.
El olor a pintura fresca había penetrado hasta mi santuario. Se trataba de un olor que por lo general me gustaba, pero no en aquel momento. En aquel momento era el olor de todo lo que había ido mal desde que los Demmick habían llegado a su bungalow de Hollywood diciéndose agudezas más afiladas que un cuchillo, poniendo los discos a todo volumen y al corgi a cien con sus eternas broncas. De improviso, se me ocurrió una idea de gran simplicidad y claridad, como suponía que debían ser las grandes verdades que se les ocurrían a las personas propensas a dar con ellas. Si un médico pudiera extirpar el cáncer que estaba matando al ascensorista del edificio Fulwider, el tumor sería blanco. Muy blanco. Y olería a pintura fresca marca Dutch Boy.
Aquella idea resultaba tan agotadora que me vi obligado a bajar la cabeza y presionar las palmas de las manos contra las sienes para mantenerla en su sitio… o tal vez para evitar que lo que había dentro estallara y salpicara las paredes. Y cuando la puerta se abrió sin ruido y empezaron a oírse pasos en la habitación, no levanté la cabeza, pues me parecía un esfuerzo mayor del que me sentía capaz de realizar en aquel instante.
Además, tenía la extraña sensación de que ya sabía quién era. No podía poner nombre a esa certeza, pero aquellos pasos me resultaban familiares. Al igual que la colonia, si bien sabía que no podría haber dicho de cuál se trataba aunque me hubieran apuntado con una pistola, y por una razón muy sencilla: no había olido aquella colonia en mi vida. ¿Cómo iba a reconocer una fragancia que no había olido en mi vida?, se preguntarán. No tengo ni idea, amigos, pero así fue.
Y eso no era lo peor de todo. Lo peor de todo era que estaba cagadito de miedo. Me he enfrentado a hombres furiosos que me apuntaban con armas, lo cual es terrible, y a mujeres furiosas con cuchillos, lo cual es mil veces peor; en cierta ocasión me ataron al volante de un Packard aparcado sobre las vías de una línea de trenes de carga muy frecuentada. Una vez incluso me arrojaron por la ventana de un tercer piso. He llevado una vida muy ajetreada, sí señor, pero nunca había sentido tanto miedo como al oler aquella colonia y oír aquellos silenciosos pasos.
Me embargó la sensación de que la cabeza me pesaba trescientos kilos.
—Clyde —dijo una voz.
Una voz que no había oído jamás, una voz que, no obstante, conocía tan bien como la mía. Aquella palabra hizo que la cabeza pasara a pesarme una tonelada en una fracción de segundo.
—Largo de aquí, quienquiera que sea —mascullé sin alzar la mirada—. El chiringuito está cerrado. —Y algo me hizo añadir—: Por reformas.
—Mal día, ¿eh, Clyde?
¿Había un matiz de compasión en aquella voz? Creía que sí, y eso empeoraba las cosas aún más. Quienquiera que fuese aquel imbécil, no quería su compasión.
Algo me decía que su compasión entrañaba un peligro mayor que su odio.
—No tanto —repuse sin dejar de sujetarme la pesada y dolorida cabeza con las palmas de las manos y con la mirada clavada en el secante de la mesa.
En la esquina superior izquierda estaba escrito el número de teléfono de Mavis Weld. No podía dejar de mirarlo una y otra vez… BEverly 6-4214. Me parecía buena idea mantener la mirada fija en el secante. No sabía quién era el visitante, pero sabía que no tenía deseo alguno de verlo. En aquel momento era lo único que sabía.
—Creo que estás siendo poco… sincero, podríamos decir —comentó la voz con un matiz inconfundible de compasión.
El timbre de su voz hizo que mi estómago se encogiera hasta convertirse en algo que recordaba un puño empapado de ácido. Se oyó un crujido cuando el visitante se dejó caer en la silla de los clientes.
—No sé exactamente qué significa esa palabra, pero, sí, podríamos decirla —asentí—. Y ahora que ya la hemos dicho, ¿por qué no levanta sus posaderas de la silla y se larga de aquí? Creo que me voy a tomar el día libre. Puedo hacerlo sin problema, ¿sabe? Al fin y al cabo, soy el jefe. Es estupendo cómo salen las cosas a veces, ¿verdad?
—Supongo que sí. Mírame, Clyde.
El corazón me dio otro vuelco, pero mantuve la cabeza baja, leyendo una y otra vez el BEverly 6-4214. Una parte de mí se preguntó si el infierno era lo suficientemente espantoso para Mavis Weld. Cuando hablé, comprobé sorprendido aunque agradecido que mi voz sonaba firme y segura.
—De hecho, es posible que me tome el año libre. Quizá me vaya a Carmel. Pasarme los días sentado en el porche con el American Mercury sobre el regazo y mirando las olas gigantescas que llegan de Hawai.
—Mírame.
No quería hacerlo, pero mi cabeza empezó a alzarse contra mi voluntad. El visitante estaba sentado en la silla que Mavis había ocupado en cierta ocasión, al igual que Ardis McGill y Big Tom Hatfield. Incluso Vernon Klein se había sentado en ella una vez, cuando recibió aquellas fotos de su hija sin nada encima excepto una gran sonrisa drogada. Estaba ahí sentado, con el consabido parche de sol californiano iluminándole las facciones…, unas facciones que sí conocía, sin lugar a dudas. De hecho, las había visto por última vez una hora antes, en el espejo de mi cuarto de baño, mientras pasaba por ellas una hoja Gillette Blue.
La expresión de compasión que se leía en sus ojos, en mis ojos, era lo más espantoso que había visto en mi vida, y cuando extendió la mano, mi mano, me acometió el acuciante deseo de hacer girar la silla, levantarme y saltar directamente por la ventana de mi oficina del séptimo piso. Creo que lo habría hecho si no me hubiera sentido tan confuso, tan completamente perdido. He leído muchas veces la expresión «a la deriva», pues es la predilecta de los escritorzuelos baratos, pero era la primera vez que me sentía realmente así.
De repente, el despacho se oscureció. Habría jurado que el día había estado del todo despejado, pero en aquel momento, una nube cubrió el sol. El hombre sentado frente a mí me llevaba al menos diez años, tal vez quince, y tenía el cabello casi completamente blanco, mientras que el mío todavía era casi del todo negro, pero aquello no cambiaba el hecho de que, se llamara como se llamase y tuviera los años que tuviese, él era yo. ¿Había creído que la voz me resultaba familiar? Pues sí, del mismo modo en que nuestra propia voz nos resulta familiar cuando la escuchamos en una grabación, si bien no suena exactamente igual como la oímos cuando hablamos.
El hombre tomó mi mano flácida, la estrechó con la brusquedad de un agente de fincas en pleno negocio y la dejó caer. Chocó contra el secante con un golpe sordo, justo en el lugar en que estaba escrito el número de Mavis Weld. Cuando levanté los dedos, comprobé que el número de Mavis había desaparecido. De hecho, todos los números que había garabateado sobre el secante a lo largo de los años habían desaparecido. El secante estaba tan limpio como…, bueno, como la conciencia de un baptista de pura cepa.
—Dios mío —farfullé—. Dios mío.
—Nada de Dios mío —replicó la versión más vieja de mí que estaba sentada al otro lado de la mesa—. Landry. Samuel D. Landry. A su servicio.
5. UNA ENTREVISTA CON DIOS
Aunque estaba de lo más confuso, no tardé más de dos o tres segundos en situar el nombre, probablemente porque hacía muy poco que lo había oído. Según el Pintor Número Dos, Samuel Landry era la razón por la que el largo y penumbroso pasillo que conducía a mi despacho sería blanco al cabo de muy poco tiempo. Landry era el propietario del edificio Fulwider.
De repente se me ocurrió una idea demencial, pero su demencia patente no menguó en lo más mínimo la súbita punzada de esperanza que la acompañó. Dicen, quienesquiera que sean, que todo el mundo tiene su doble. Tal vez Landry era mi doble. Tal vez éramos gemelos idénticos, dobles desconocidos que, de algún modo, habían nacido de padres diferentes y con diez o quince años de diferencia. Aquella idea no explicaba ningún otro de los sucesos acaecidos durante aquel extraño día, pero al menos era algo a lo que aferrarse, maldita sea.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Landry? —pregunté en un intento vano de hablar con voz firme—. Si se trata del alquiler, tendrá que concederme uno o dos días más para que me organice. Por lo visto, mi secretaria acaba de darse cuenta de que tenía algo urgentísimo que hacer en Sobaco, Idaho.
Landry no prestó atención alguna a aquel débil intento de desviar la conversación.
—Imagino que ha sido uno de los peores días que puedan imaginarse…, y todo por mi culpa. Lo siento, Clyde…, de verdad. Conocerte en persona ha sido…, bueno, no ha sido lo que esperaba. En absoluto. En primer lugar, me caes mucho mejor de lo que esperaba. Pero es imposible echarse atrás.
Landry exhaló un profundo suspiro. El sonido no me hizo ni pizca de gracia.
—¿Qué quiere decir con eso?
Me temblaba la voz cada vez más, y el rayo de esperanza se estaba apagando. Al parecer, ello se debía a la falta de oxígeno en la cavidad que antes había sido mi cerebro.
Landry no contestó de inmediato. En lugar de ello, se inclinó y cogió el asa de una delgada cartera de cuero que estaba apoyada contra la pata delantera de la silla. Las iniciales grabadas en ella eran S.D.L., por lo que deduje que mi extraño visitante la había traído consigo. A fin de cuentas, no gané el premio al Mejor Sabueso del Año 1934 y 1935 en balde, ¿saben?
Nunca había visto una cartera como aquella; era demasiado pequeña y delgada como para ser un portafolios, y no se cerraba con correas y hebillas, sino con una cremallera. Y tampoco había visto nunca una cremallera como aquella, ahora que lo pensaba. Los dientes eran minúsculos y no parecían ser de metal.
Pero el equipaje de Landry no era más que el comienzo de toda una serie de cosas raras. Incluso dejando de lado el increíble parecido entre él y yo, Landry no se parecía a ningún hombre de negocios que hubiera visto en mi vida, y desde luego, no parecía un hombre de negocios lo suficientemente próspero como para ser propietario del edificio Fulwider. No es el Ritz, ya lo sé, pero se encuentra en el centro de Los Ángeles, y mi cliente (si es que lo era) parecía un vagabundo en un día bueno después de ducharse y afeitarse.
Llevaba tejanos, en primer lugar, y zapatillas deportivas…, solo que no se parecían a ninguna zapatilla de deporte que hubiera visto jamás, sino que eran una especie de trastos toscos. En realidad, parecían los zapatos que Boris Karloff lleva como parte de su atuendo de Frankenstein, y habría jurado que no estaban hechos de lona. La palabra escrita en letra roja a los lados de los zapatos parecía el nombre de un plato chino: REEBOK.
Bajé la mirada hacia el secante que antes había estado cubierto de una maraña de números y me di cuenta de que ya no recordaba el de Mavis Weld, aunque debía de haberla llamado al menos un millón de veces durante el invierno anterior. Sentía un miedo cada vez mayor.
—Mire —empecé—. Me gustaría que me informara del motivo de su visita y a continuación saliera por esa puerta. Ahora que lo pienso, ¿por qué no se salta la parte del motivo de la visita y pasa directamente a la de salir por esa puerta?
El hombre esbozó una sonrisa… cansada, me pareció. Eso era otra cosa. El rostro que surgía por encima de la sencilla camisa blanca de cuello abierto tenía un aspecto terriblemente cansado. Y también terriblemente triste. Indicaba que el hombre al que pertenecía había pasado por situaciones que yo ni siquiera podía imaginar. Sentí cierta compasión por el visitante, pero lo que sentía con mayor intensidad era miedo. Y enojo. Porque también se trataba de mi rostro, y por lo visto, aquel hijo de perra había hecho lo imposible por gastarlo.
—Lo siento, Clyde —repuso—. Eso es imposible.
Colocó una mano sobre aquella pequeña y extraña cremallera, y de repente sentí que lo último que deseaba en el mundo era que Landry abriera el maletín.
—¿Siempre va a ver a sus inquilinos vestido como un pordiosero? —pregunté para distraerlo—. ¿Es que es usted uno de esos millonarios excéntricos?
—Soy un excéntrico, sí señor —asintió—. Y no te servirá de nada intentar librarte de este asunto, Clyde.
—¿Y quién le dice que quiero…?
Y entonces dijo lo que yo había estado temiendo y en lo que, al mismo tiempo, había depositado mi última esperanza.
—Conozco todos tus pensamientos, Clyde. Al fin y al cabo, yo soy tú.
Me pasé la lengua por los labios y me obligué a hablar; cualquier cosa era preferible a permitir que abriera aquella cremallera. Cualquier cosa. Pronuncié las siguientes palabras con voz ronca, pero al menos las pronuncié:
—Sí, ya me he dado cuenta del parecido. Sin embargo, no conozco esa colonia. Yo siempre uso Old Spice.
Seguía sujetando la cremallera con el pulgar y el índice, pero no la abrió. Al menos de momento.
—Pero te gusta esta colonia —replicó con absoluta seguridad en sí mismo—, y la usarías si pudieras comprarla en la droguería de la esquina, ¿verdad? Por desgracia, no es así. Se llama Aramis y no será inventada hasta dentro de unos cuarenta años. —Bajó la mirada hacia sus extrañas y feas zapatillas de baloncesto—. Como las zapatillas.
—Y ahora una de indios.
—Los indios no tienen nada que ver en todo esto —replicó Landry sin sonreír.
—¿De dónde es usted?
—Creía que lo sabías.
Landry tiró de la cremallera y dejó al descubierto un artilugio hecho de plástico liso. Era del mismo color que adquiriría el pasillo del séptimo piso en cuanto se pusiera el sol. Nunca había visto nada parecido. No se veía ninguna marca, tan solo algo que debía de ser el número de serie: T-1000. Landry lo sacó del maletín, manipuló unos cierres que había a los lados y levantó la tapa hasta dejar al descubierto algo parecido a la pantalla de un aparatejo de película de ciencia ficción.
—Vengo del futuro —prosiguió Landry—. Igual que en las historias de las revistas sensacionalistas.
—Usted viene del loquero, hombre —mascullé.
—Pero, en realidad, no exactamente como en las historias de ciencia ficción —continuó sin hacer caso alguno de mis palabras—. No, no exactamente.
Pulsó un botón situado en un costado de la caja de plástico. Del interior del aparato surgió un débil silbido seguido de un agudo pitido. El trasto que el hombre sostenía sobre el regazo parecía una extraña máquina de taquigrafía… y tenía la sensación de que no iba tan desencaminado.
—¿Cómo se llamaba tu padre, Clyde? —preguntó alzando la vista hacia mí.
Lo miré durante un instante, resistiendo la tentación de volverme a pasar la lengua por los labios. La estancia seguía en la penumbra, pues el sol todavía estaba oculto detrás de alguna nube que ni siquiera había estado en el cielo cuando entré en el edificio. El rostro de Landry parecía flotar en la semioscuridad como un viejo y marchito globo.
—¿Qué tiene eso que ver con nada? —repliqué.
—No lo sabes, ¿verdad?
—Pues claro que lo sé —repuse.
Y era cierto, lo que ocurría era que no me salía en aquel momento, eso era todo. Lo tenía en la punta de la lengua, al igual que el número de Mavis Weld, que era BAyshore algo.
—¿Y tu madre?
—¡Déjese de jueguecitos!
—Una fácil… ¿A qué instituto fuiste? Todo americano de bien recuerda el nombre de la escuela a la que fue, ¿no? O la primera chica con la que llegó hasta el final. O la ciudad en la que creció. ¿Se llamaba San Luis Obispo la ciudad en que creciste?
Abrí la boca, pero de mis labios no brotó sonido alguno.
—¿Carmel?
Aquel nombre me resultaba familiar…, y al mismo tiempo no. La cabeza me daba vueltas.
—O tal vez Dusty Bottom, Nuevo México.
—¡Basta ya! —grité.
—¿Lo sabes? ¿Lo sabes?
—¡Sí! Era…
Se agachó y golpeó las teclas de su extraño aparato.
—¡San Diego! ¡Nacido y criado!
Colocó la máquina sobre la mesa y le dio la vuelta para que pudiera leer las palabras que flotaban en la ventanilla que se abría sobre el teclado.
¡San Diego! ¡Nacido y criado en San Diego!
Aparté la mirada de la ventanilla para fijarla en la palabra impresa en el marco de plástico que la rodeaba.
—¿Qué es un Toshiba? —inquirí—. ¿Lo que te ponen de guarnición cuando pides un plato de Reebok?
—Es una empresa japonesa de electrónica.
Solté una risita seca.
—¿Estás de broma? Los japoneses ni siquiera saben montar un muñeco mecánico sin poner todos los muelles al revés.
—En la actualidad no —admitió—. Y hablando de la actualidad, Clyde… ¿Qué es la actualidad? ¿En qué año estamos?
—1938 —repuse antes de llevarme una mano medio insensible a los labios—. No, un momento… 1939.
—Podría incluso ser 1940, ¿verdad?
No dije nada, pero sentí que el rostro me empezaba a arder.
—No te preocupes, Clyde; no lo sabes porque yo tampoco lo sé. Siempre lo he dejado un poco en el aire. De hecho, el marco temporal que buscaba es más bien una sensación… Podríamos llamarlo Tiempo Americano Chandler. Funcionó a las mil maravillas con la mayoría de mis lectores, y facilitó mucho las cosas también desde el punto de vista de la copia y la modificación, porque resulta imposible precisar con exactitud el paso del tiempo. ¿No te has dado nunca cuenta de la frecuencia con que dices cosas como «desde hace más años de lo que recuerdo», «hace tanto tiempo que ya no me acuerdo» o «desde el principio de los tiempos»?
—No, no puedo decir que me haya dado cuenta.
Pero ahora que lo mencionaba, sí me daba cuenta. Y aquello me recordó el L.A. Times. Lo leía todos los días, pero ¿qué días eran esos? El periódico mismo no lo revelaba, porque nunca ponía la fecha en la cabecera, sino tan solo el eslogan que reza: «El periódico más justo de la ciudad más justa de América».
—Dices esas cosas porque el tiempo no pasa realmente en este mundo. Es…
Se interrumpió con una sonrisa. Aquella sonrisa era una visión terrible, una mueca llena de ansia y extraña codicia.
—Es uno de sus múltiples encantos —terminó. Estaba asustado, pero siempre he cogido al toro por los cuernos cuando lo he creído necesario, y aquella era una de esas ocasiones.
—Explíqueme qué demonios está pasando aquí.
—De acuerdo…, pero creo que ya empiezas a saberlo, ¿verdad?
—Quizá. No sé cómo se llama mi padre, cómo se llama mi madre ni cómo se llama la primera chica con la que me acosté porque usted no lo sabe, ¿verdad?
Landry asintió y sonrió del modo en que un maestro sonreiría a un alumno que acaba de hacer un alarde de lógica, contestando correctamente a una pregunta contra todo pronóstico. Pero sus ojos seguían llenos de aquella escalofriante compasión.
—Y al escribir San Diego en ese aparato y ocurrírseme a mí al mismo tiempo…
Landry volvió a asentir con gesto alentador.
—No solo es dueño del Fulwider, ¿verdad?
Tragué saliva en un intento de deshacer el enorme nudo que me bloqueaba la garganta y que no parecía tener intención de moverse.
—Usted es dueño de todo.
Pero Landry estaba meneando la cabeza.
—De todo no. Solo de Los Ángeles y sus alrededores. Es decir, de esta versión de Los Ángeles, aderezada con un ocasional desliz de continuidad y alguna que otra invención.
—Menuda sandez —susurré.
—¿Ves el cuadro que está colgado a la izquierda de la puerta, Clyde?
Me volví hacia el cuadro, aunque no había necesidad; se trataba de Washington cruzando el Delaware, y llevaba colgado ahí desde…, bueno, desde el principio de los tiempos.
Landry había vuelto a colocarse sobre el regazo el artefacto de plástico propio de película de ciencia ficción, y en aquel momento se inclinó sobre él.
—¡No haga eso! —grité al tiempo que intentaba alargar el brazo hacia él.
Sin embargo, las fuerzas parecían haberme abandonado, y me sentía incapaz de tomar una decisión. Estaba aletargado, débil, como si hubiera perdido un litro de sangre y estuviera perdiendo mucha más.
Landry volvió a pulsar las teclas y a continuación giró la máquina hacia mí para que pudiera leer las palabras de la ventanilla. En la pared izquierda de la puerta que lleva al País de Candy pende nuestro Venerado Líder… pero siempre ligeramente torcido. He aquí mi método para conservar siempre la perspectiva ante él.
Volví a mirar el cuadro. George Washington había desaparecido, y en su lugar se veía una foto de Franklin Roosevelt. F.D.R. exhibía una sonrisa y sostenía la boquilla del cigarrillo en ese ángulo ascendente que sus partidarios denominaban desenvuelto y sus detractores tildaban de arrogante. La fotografía estaba un poco torcida.
—No necesito el portátil para hacer esto —aseguró Landry un poco avergonzado, como si yo lo hubiera acusado de algo—. Me basta con concentrarme, como ya has podido comprobar cuando los números han desaparecido del secante, pero el portátil ayuda. Porque estoy acostumbrado a escribir las cosas, supongo. Y después modificarlas. En cierto sentido, corregir y reescribir son las partes más fascinantes del trabajo, porque es en estas fases cuando se producen los cambios definitivos, por lo general pequeños, pero a menudo cruciales, y la historia realmente cobra forma.
Me volví hacia Landry.
—Usted me inventó, ¿verdad? —dije con voz muerta.
Landry asintió con expresión avergonzada, como si hubiera hecho algo repugnante.
—¿Cuándo? —pregunté antes de soltar una extraña risita ronca—. ¿O no es esa la respuesta adecuada?
—No sé si lo es o no —repuso—, y supongo que cualquier escritor te diría lo mismo. No sucedió de repente, de eso sí estoy seguro. Fue un proceso constante. Apareciste por primera vez en Scarlet Town, pero escribí ese libro en 1977, y desde entonces has cambiado mucho.
1977, pensé. Un año de ciencia ficción, eso seguro. No quería creer que todo aquello estaba sucediendo, quería pensar que era un sueño. Por extraño que parezca, el olor de su colonia me lo impedía, aquel olor tan conocido que no había olido jamás. ¿Cómo podría haberlo olido? Era Aramis, una marca tan desconocida para mí como Toshiba.
Pero Landry seguía hablando.
—Desde entonces te has vuelto mucho más complicado e interesante. Al principio eras bastante unidimensional.
Carraspeó y se miró las manos con una sonrisa.
—Pues qué bien.
Hizo una mueca ante el enfado que denotaba mi voz, pero pese a ello se obligó a alzar la mirada hacia mí.
—Tu último libro fue How Like a Fallen Angel. Lo empecé en 1990, pero no lo terminé hasta 1993. Tuve algunos problemas en aquella época. Un período… interesante de mi vida —comentó en un tono desagradable y ácido—. Los escritores no escriben obras de arte durante los períodos interesantes de su vida, Clyde. Eso te lo aseguro.
Eché un vistazo a las holgadas y desaliñadas ropas que llevaba y decidí que tal vez tenía razón en ese punto.
—Quizá por eso esta vez la ha fastidiado bien fastidiada —intervine—. Eso de la lotería y los cuarenta mil dólares es un cuento chino… Al otro lado de la frontera pagan en pesos.
—Ya lo sabía —repuso Landry con suavidad—. No digo que no la fastidie de vez en cuando… Es posible que sea una especie de Dios en este mundo, pero en el mío soy completamente humano. Pero cuando la fastidio, ni tú ni los demás personajes os enteráis, porque mis errores y deslices de continuidad forman parte de vuestra verdad. No, Peoria estaba mintiendo. Yo lo sabía y quería que tú también lo supieras.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros con expresión de nuevo incómoda y algo avergonzada.
—Para prepararte un poco para mi llegada, supongo. A eso se debía todo el asunto, empezando por los Demmick. No quería asustarte más de lo necesario.
Todo detective privado que se precie sabe cuándo la persona sentada en la silla del cliente está mintiendo y cuándo dice la verdad; saber cuándo el cliente está diciendo la verdad, pero no toda la verdad, es una virtud menos frecuente, y no creo que ni siquiera los genios de la profesión acierten siempre. Tal vez yo solo lo notaba porque las ondas cerebrales de Landry y las mías funcionaban al unísono, pero, en cualquier caso, lo estaba captando. Había cosas que no me estaba diciendo. La cuestión residía en si debía o no revelárselo.
Lo que me lo impidió fue una súbita y espantosa intuición que pareció surgir de la nada, como un fantasma que surge de la pared en una casa encantada. Tenía algo que ver con los Demmick. La razón por la que habían obrado con tanto silencio la noche anterior era que los muertos no se enzarzan en discusiones conyugales… Es una de esas reglas, como la que dice que las cosas ruedan pendiente abajo, con eso se puede contar en todos los casos. Desde el momento en que lo conocí, había intuido que existía un carácter violento bajo la educada capa superficial de George, y que era bien posible que bajo la cara bonita y la actitud locuela de Gloria anidara una perra de uñas afiladas. Eran un poco demasiado estilo Cole Porter para ser reales, no sé si entienden lo que quiero decir. Y ahora estaba convencido de que George había estallado por fin y matado a su mujer… y probablemente también a su estridente corgi galés. Tal vez Gloria estaba sentada en un rincón del cuarto de baño, entre la ducha y el inodoro, con el rostro ennegrecido, los ojos abiertos de par en par como mármoles opacos y la lengua sobresaliendo por entre los labios azulados. El perro yacía con la cabeza en el regazo de Gloria y una percha retorcida alrededor del cuello; sus agudos ladridos habían quedado silenciados para siempre. ¿Y George? Muerto en la cama, con el frasco de Veronal de Gloria (ahora vacío) junto a él, sobre la mesita de noche. No habría más fiestas, no más bailes en el Al Arif, no más pomposos asesinatos de clase alta en Palm Desert o Beverly Glen. En aquellos momentos se estaban enfriando, atrayendo a las moscas, palideciendo bajo el elegante bronceado de piscina.
George y Gloria Demmick, que habían muerto dentro de la máquina de aquel hombre. Dentro de la cabeza de aquel hombre.
—Pues la verdad es que le ha salido muy mal eso de no asustarme —comenté.
De repente me pregunté si le habría podido salir de otra forma. Al fin y al cabo, ¿cómo se prepara a un hombre para encontrarse con Dios? Seguro que incluso Moisés se puso un poco nervioso cuando vio que el arbusto empezaba a arder, y yo no soy más que un sabueso que trabaja por cuarenta al día más dietas.
—How Like a Fallen Angel era la historia de Mavis Weld. El nombre de Mavis Weld procede de una novela titulada La hermana pequeña. De Raymond Chandler. —Me observó con una expresión de preocupada inseguridad que tenía un matiz de culpabilidad—. Es un homenaje.
Pronunció las dos primeras sílabas de forma que rimaran con Roma.
—Pues qué bien —repliqué—, pero el nombre de ese tipo no me suena.
—Pues claro que no. En tu mundo, es decir, mi versión de Los Ángeles, por supuesto, Chandler jamás ha existido. No obstante, en mis libros he utilizado muchísimos nombres de personajes suyos. El edificio Fulwider es el lugar en que Philip Marlowe, el detective de Chandler, tenía su oficina. Vernon Klein…, Peoria Smith… y Clyde Umney, por supuesto. Así se llamaba el abogado de la novela Playback.
—¿Y a esas cosas las llama homenajes?
—Exacto.
—Lo que usted diga, pero a mí esa palabra me parece una forma elegante de decir copiada.
No obstante, me producía una sensación extraña saber que mi nombre había sido inventado por un hombre del que nunca había oído hablar en un mundo que jamás había imaginado siquiera.
Landry tuvo la delicadeza de ruborizarse, pero no bajó la mirada.
—De acuerdo; quizá robé unas cuantas cosas. Sin lugar a dudas, adopté el estilo de Chandler, pero, desde luego, no soy el primero; Ross Macdonald hizo lo mismo en los cincuenta y los sesenta, Robert Parker lo hizo en los setenta y los ochenta, y los críticos no paraban de echarles flores. Además, Chandler aprendió de Hammett y Hemingway, por no hablar de escritorzuelos como…
—Dejemos la clase de literatura y vayamos al grano —lo interrumpí levantando una mano—. Esto es una locura, pero…
Desvié la mirada hacia la fotografía de Roosevelt, de ahí al secante vacío y escalofriante, y de ahí otra vez al rostro macilento que me miraba desde el otro lado de la mesa.
—… pero digamos que me lo creo. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué ha venido?
Por supuesto, ya lo sabía. Soy detective de oficio, pero la respuesta a aquella pregunta me llegó del corazón, no de la cabeza.
—He venido a por ti.
—A por mí.
—Sí, lo siento. Me temo que tendrás que empezar a pensar en tu vida desde una nueva perspectiva, Clyde. Como…, bueno, como un par de zapatos, por así decirlo. Tú te los quitas y yo me los pongo. Y una vez me haya atado los cordones me marcharé.
Por supuesto. Por supuesto que se marcharía. Y de repente supe lo que tenía que hacer…, lo único que podía hacer.
Deshacerme de él.
Dejé que una amplia sonrisa me iluminara el rostro. Una sonrisa de aliento. Al mismo tiempo doblé las piernas bajo el cuerpo, a fin de prepararme para abalanzarme sobre él por encima de la mesa. Solo uno de nosotros saldría de aquella oficina, eso estaba más que claro. Y tenía la intención de ser yo.
—¿De verdad? —exclamé—. Fascinante. ¿Y qué pasa conmigo, Sammy? ¿Qué pasa con el detective descalzo? ¿Qué pasa con Clyde…?
Umney, la última palabra debía ser mi apellido, la última palabra que ese ladrón entrometido oiría en su vida. En el momento de pronunciarla tenía intención de abalanzarme sobre él. El problema era que el asunto de la telepatía parecía funcionar en ambas direcciones.
Vi que una expresión de alarma se abría paso en sus ojos, que a continuación cerró para concentrarse. No se molestó en utilizar el artefacto de ciencia ficción. Supongo que sabía que no había tiempo para eso.
—«Sus revelaciones me golpearon como una suerte de droga debilitadora —dijo en el tono suave pero intenso del que recita—. Las fuerzas me abandonaron, mis piernas parecían manojos de espagueti al dente y lo único que pude hacer fue echarme hacia atrás en mi silla y mirarlo.»
Me eché hacia atrás en la silla, desdoblé las piernas y me quedé mirándolo, incapaz de hacer otra cosa.
—Nada del otro mundo —prosiguió en tono de disculpa—, pero la redacción rápida nunca ha sido mi fuerte.
—Hijo de perra —gruñí—. Maldito hijo de puta.
—Sí —asintió—. Supongo que tienes razón.
—Pero ¿por qué hace esto? ¿Por qué quiere robar mi vida?
En aquel momento observé un brillo de furia en sus ojos.
—¿Tu vida? Sabes perfectamente que eso no es cierto, Clyde, por mucho que te cueste reconocerlo. No es tu vida. Yo te inventé un día lluvioso de enero de 1977 y he seguido creándote hasta la actualidad. Yo te di la vida, y por tanto tengo derecho a quitártela.
—Muy noble —mascullé—, pero si Dios bajara ahora mismo del cielo y empezara a hacer añicos su vida, quizá le resultaría más fácil entender mi punto de vista.
—De acuerdo —admitió—; supongo que tienes razón. Pero ¿de qué sirve discutir? Discutir con uno mismo es como jugar solo al ajedrez. Todas las partidas acaban en tablas. Digamos que lo hago porque puedo.
De repente me sentí un poco más tranquilo. Ya había pasado por aquello. Cuando te tienen atrapado, lo mejor que puedes hacer es obligarlos a seguir hablando. Había funcionado con Mavis Weld y también funcionaría ahora. Siempre acababan diciendo algo como: «Bueno, supongo que ya no importa si lo sabes o ¿Qué más da si te lo cuento?».
La versión de Mavis había sido muy elegante: «Quiero que lo sepas, Umney… Quiero que te lleves la verdad al infierno. Puedes contársela al diablo mientras os tomáis un café». En realidad, daba igual lo que dijeran, pero lo cierto es que cuando hablan no disparan.
Siempre hay que conseguir que sigan hablando, eso es. Hacerlos hablar y esperar que la caballería aparezca por algún lado.
—La cuestión es, ¿por qué quiere hacer eso? —inquirí—. No es lo normal, ¿verdad? Quiero decir, ¿es que los escritores no se conforman con ingresar los cheques y meterse en sus asuntos?
—Estás intentando hacer que hable, ¿verdad, Clyde?
Aquello fue un golpe bajo, pero la única posibilidad que me quedaba era jugarme todas las cartas, así que sonreí y me encogí de hombros.
—Quizá sí. Quizá no. En cualquier caso, la verdad es que me interesa el asunto.
Y era cierto.
Titubeó unos instantes más, se inclinó, tocó las teclas de aquella extraña caja (lo cual me produjo calambres en las piernas, el estómago y el pecho) y por fin volvió a erguirse.
—Supongo que ya no importa si lo sabes —dijo—. ¿Qué más da si te lo cuento?
—No importa nada.
—Eres un chico listo, Clyde, y tienes razón. Por lo general, los escritores no se zambullen de lleno en los mundos que han creado, y en caso contrario, creo que solo lo hacen en sus cabezas, mientras que sus cuerpos vegetan en algún manicomio. La mayoría de nosotros nos conformamos con ser turistas en el país de nuestra fantasía. Desde luego, ese era mi caso. No soy un escritor rápido; de hecho, la redacción siempre ha sido una tortura para mí, creo que ya te lo he dicho, pero aun así, conseguí escribir cinco novelas de Clyde Umney en diez años, y a cuál más famosa. En 1983 dejé mi trabajo como director regional de una importante compañía de seguros para dedicarme por completo a la literatura. Tenía una esposa a la que quería, un hijo que hacía salir el sol cuando se levantaba cada mañana y se lo llevaba a la cama cada noche, o al menos así me lo parecía a mí, y no creía que las cosas me pudieran ir mejor.
Se removió inquieto en la abultada silla de los clientes, agitó la mano y en aquel instante vi que la quemadura de cigarrillo que Ardis McGill había hecho en el abultado brazo de la butaca también había desaparecido. Landry soltó una amarga y glacial risita.
—Y tenía toda la razón del mundo —prosiguió—. Las cosas no podían irme mejor, pero sí podían irme mil veces peor. Y eso fue lo que pasó. Unos tres meses después de que empezara a escribir How Like a Fallen Angel, Danny, nuestro pequeño, se cayó de un columpio en el parque y se dio un golpe en la cabeza. Se dio un batacazo, como dirías tú.
Una breve sonrisa, tan glacial y amarga como la risita, cruzó su rostro con la rapidez del dolor.
—Sangró mucho… Has visto muchas heridas en la cabeza en tu vida, así que ya sabes cómo sangran, y Linda se llevó un susto de muerte, pero los médicos que lo trataron eran buenos y resultó ser tan solo una contusión; lo estabilizaron y le inyectaron medio litro de sangre porque había perdido mucha. Tal vez no habría sido necesaria aquella sangre, y la idea me atormenta, pero la cuestión es que se la inyectaron. Y el verdadero problema no residía en su cabeza, sino en aquel medio litro de sangre. Estaba contaminada con el sida.
—¿Con qué?
—Algo que no conoces, por lo que debes dar gracias a Dios —repuso Landry—. No existe en tu época, Clyde. No aparecerá hasta mediados de los setenta. Como la colonia Aramis.
—¿Y qué hace?
—Devora el sistema inmunitario hasta que se desmorona como un castillo de naipes. Y entonces, todos los bichos que pululan por ahí, desde el cáncer hasta la varicela, se abalanzan sobre ti y se corren una buena juerga.
—¡Dios mío!
Otra vez aquella sonrisa fugaz como un calambre.
—Si tú lo dices. El sida es principalmente una enfermedad de transmisión sexual, pero de vez en cuando aparece en las reservas de sangre. Supongo que podría decirse que mi hijo ganó el gordo de una versión muy desgraciada de «la lotería».
—Lo siento —intervine.
Aunque aquel hombre delgado de rostro cansado me daba un miedo terrible, lo decía en serio. Perder a un hijo por algo así… Era lo peor. Quizá había cosas peores, sí, siempre hay cosas peores, pero habría que romperse los cuernos para dar con ellas, ¿verdad?
—Gracias —repuso—. Gracias, Clyde. Al menos fue rápido. Se cayó del columpio en mayo. Las primeras manchas violáceas, el sarcoma de Kaposi, aparecieron justo antes de su cumpleaños, en septiembre. Murió el 18 de marzo de 1991. Y tal vez no sufrió tanto como otros, pero sufrió. Ya lo creo que sufrió.
No tenía ni la menor idea de lo que era el sarcoma de Kaposi, pero decidí que no quería preguntárselo. Ya sabía más de lo que quería saber.
—Quizá comprendas por qué todo aquello retrasó tu libro —prosiguió—. ¿Verdad, Clyde?
Asentí con un gesto.
—Sin embargo, perseveré. Sobre todo porque creo que la imaginación cura muchas cosas. Tal vez tenga que creer en eso. También intenté rehacer mi vida, pero todo iba mal… Era como si How Like a Fallen Angel tuviera un maleficio que me hubiera convertido en Job. Mi mujer se sumió en una profunda depresión tras la muerte de Danny, y yo estaba tan preocupado por ella que apenas advertí las manchas rojas que habían empezado a salirme en las piernas, el estómago y el pecho. Y el escozor. Sabía que no era el sida, y al principio eso era lo único que me interesaba. Pero cuando pasó el tiempo y la situación empeoró… ¿Has tenido alguna vez un eccema, Clyde?
De repente se echó a reír y se golpeó la frente con la palma de la mano en un gesto de mira-que-soy-idiota antes de que yo pudiera menear la cabeza.
—Pues claro que no… Tú nunca has tenido nada más grave que una resaca. Eccema, mi querido amigo, es un nombre divertido para una enfermedad terrible y crónica. Existen algunos medicamentos bastante eficaces para aliviar los síntomas en mi versión de Los Ángeles, pero lo cierto es que no me hacían efecto. A fines de 1991 estaba hecho polvo. En parte se debía a la depresión general sobre lo que le había sucedido a Danny, por supuesto, pero la mayor parte se debía a la agonía y el escozor. Qué título más interesante para un libro sobre un escritor torturado, ¿no te parece? La agonía y el escozor o Thomas Hardy se enfrenta a la pubertad.
Soltó una risita ronca.
—Lo que tú digas, Sam.
—Lo que digo es que fue una temporada infernal. Por supuesto, ahora resulta fácil bromear sobre ello, pero en los alrededores del Día de Acción de Gracias de aquel año, te aseguro que no era ninguna broma. Dormía tres horas por noche como máximo, y había días en que tenía la sensación de que la piel quería salirse de mi cuerpo y escaparse como un ladrón. Y supongo que por eso no me di cuenta de lo mal que estaba Linda.
Yo no lo sabía, no podía saberlo…, pero lo sabía.
—Se suicidó —intervine.
—En marzo de 1992, en el aniversario de la muerte de Danny. Hace ya más de dos años.
Una sola lágrima rodó por aquella mejilla arrugada y prematuramente envejecida, y me dije que sin duda aquel hombre había envejecido a una velocidad increíble. En cierto modo era terrible enterarme de que había sido inventado por una versión tan escuálida de Dios, pero aquello también explicaba muchas cosas. Mis carencias, por ejemplo.
—Ya basta —dijo con una voz cargada de enojo además de lágrimas—. Al grano, como dirías tú. En mi época decimos corta el rollo, pero es lo mismo. Terminé el libro. El día que encontré a Linda muerta en la cama (igual que la policía descubrirá a Gloria Demmick dentro de unas horas, Clyde) había escrito ciento noventa páginas. Había llegado a la parte en la que pescabas al hermano de Mavis del lago Tahoe. Tres días más tarde volví del funeral, encendí el ordenador personal y empecé en la página ciento noventa y uno. ¿Te sorprende?
—No —repuse.
Pensé en preguntarle qué era un ordenador personal, pero decidí que no hacía falta. La cosa que tenía sobre el regazo era un ordenador personal, por supuesto. Por fuerza.
—Pues eres el único —siguió Landry—. Desde luego, dejó de piedra a los pocos amigos que me quedaban. La familia de Linda creía que tenía menos sensibilidad que un pedrusco. No tenía la energía necesaria para explicarles que estaba intentando salvarme. A la porra, como diría Peoria. Me aferré a mi libro como un hombre a punto de ahogarse se aferra al salvavidas. Me aferré a ti, Clyde. Mi eccema seguía en estado grave, y eso me frenaba, de hecho, me bloqueaba hasta cierto punto, porque si no habría llegado antes, seguramente, pero no llegó a detenerme. Empecé a restablecerme un poco, al menos físicamente, cuando estaba a punto de terminar el libro. Pero cuando lo terminé del todo, caí en lo que supongo era mi propia depresión. Pasé por el proceso de correcciones como drogado. Estaba embargado por una sensación de dolor… de pérdida. —Me miró a los ojos—. ¿Lo encuentras lógico?
—Sí, lo encuentro lógico.
Y en un sentido demencial, así era.
—Quedaban muchas píldoras en la casa —continuó Landry—. Linda y yo nos parecíamos mucho a los Demmick, Clyde. Realmente creíamos vivir mejor a través de la química, y un par de veces estuve a punto de tomarme un par de puñados de golpe. Cuando pensaba en ello no lo hacía en términos de suicidio, sino en que tenía que alcanzar a Linda y a Danny. Alcanzarlos antes de que fuera demasiado tarde.
Asentí con la cabeza. Era lo que había pensado acerca de Ardis McGill cuando, tres días después de despedirme de ella en Blondie’s, la encontré en aquel ático polvoriento con un pequeño orificio azul en la frente. Solo que había sido Sam el que la había matado, y la había matado disparándole una suerte de bala flexible en el cerebro. Por supuesto que sí. En mi mundo, Sam Landry, el hombre de aspecto cansado y pantalones de vagabundo, era responsable de todo. La idea debería haberme parecido una locura, y así era…, pero cada vez en menor medida.
Reuní fuerzas suficientes para hacer girar la silla y mirar por la ventana. Lo que vi no me sorprendió en lo más mínimo. Sunset Boulevard y todo lo que lo rodeaba estaban paralizados. Los coches, los autobuses, los peatones…, todo estaba petrificado. Ahí fuera solo había un mundo Kodak, y al fin y al cabo, ¿por qué no? Su creador no tenía tiempo para ocuparse de la animación, al menos no de momento; todavía estaba en las garras de su dolor y su pena. Demonios, podía considerarme afortunado por seguir vivo.
—Así que, ¿qué ocurrió? —inquirí—. ¿Cómo has llegado hasta aquí, Sam? ¿Puedo llamarte así? ¿Te importa?
—No, no me importa. Pero no puedo darte una respuesta demasiado buena, porque no lo sé con exactitud. Lo único que sé es que cada vez que pensaba en las píldoras pensaba en ti. Y lo que pensaba concretamente era: «Clyde Umney nunca haría una cosa así, y se burlaría de cualquiera que lo hiciese. Diría que es la salida de los cobardes».
Reflexioné sobre aquellas palabras y me parecieron acertadas, por lo que asentí con un gesto. En el caso de alguien que sufriera alguna enfermedad terrible, como por ejemplo el cáncer de Vernon Klein o la espantosa pesadilla que había acabado con la vida del hijo de aquel hombre, tal vez haría una excepción, pero ¿suicidarte solo porque estás deprimido? Vamos, eso era de gallinas.
—Y entonces pensaba: «Pero es Clyde Umney, y Clyde Umney es un personaje inventado… un producto de tu imaginación». Sin embargo, aquella idea no prosperaba. Son los idiotas del mundo, los políticos y los abogados, en su mayor parte, los que desprecian la imaginación y creen que una cosa no es real a menos que se pueda fumar, acariciar, tocar o follar. Piensan así porque no tienen ninguna imaginación ni tampoco tienen idea de hasta dónde llega su poder. Yo sí lo sé. Maldita sea, es normal que lo sepa; a fin de cuentas, mi imaginación es la que me ha comprado la comida y ha pagado la hipoteca durante los últimos diez años aproximadamente. Al mismo tiempo, sabía que no podía seguir viviendo en lo que consideraba «el mundo real», bajo el cual supongo que todos entendemos «el único mundo». Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que solo quedaba un lugar al que podía ir y en el que sería bien acogido, y que solo había una persona que yo pudiera ser en cuanto llegara ahí. El lugar es este… Los Ángeles, mil novecientos treinta y pico. Y la persona eres tú.
Volví a oír el ronroneo procedente del interior del artefacto, pero no me volví.
En parte porque me daba miedo.
Y en parte porque no estaba seguro de poder.
6. EL ÚLTIMO CASO DE UMNEY
Siete pisos más abajo, en la calle, un hombre se había quedado paralizado con la cabeza medio vuelta hacia la mujer de la esquina, que estaba subiendo el escalón del autobús cincuenta y ocho que se dirigía hacia el centro. La mujer mostraba buena parte de una preciosa pierna, y la mirada del hombre se había concentrado en aquella parte de la anatomía de la joven. Un poco más lejos, un chico tenía extendida la mano enfundada en un raído guante de béisbol para cazar una pelota suspendida en el aire, justo encima de su cabeza. Y a unos dos metros del suelo, como un fantasma conjurado por un médium de tres al cuarto en una sesión carnavalesca, flotaba uno de los periódicos de la mesa volcada de Peoria Smith. Por increíble que parezca, desde donde me hallaba distinguía las dos fotografías de la primera página: Hitler en la parte superior y el recientemente fallecido músico cubano en la parte inferior.
La voz de Landry parecía llegar desde muy lejos.
—Al principio creí que aquello significaba pasar el resto de mis días encerrado en algún manicomio, creyendo ser tú, pero no importaba, porque solo mi ser físico estaría encerrado en el manicomio, ¿lo entiendes? Y entonces empecé a darme cuenta de que podía llegar a ser mucho más… de que tal vez existía un modo de…, en fin…, de meterme del todo. ¿Y sabes cuál fue la clave?
—Sí —repuse sin volverme.
Volví a oír el ronroneo de la máquina, y de repente, el periódico suspendido en el aire cayó al Boulevard. Al cabo de un instante, un viejo DeSoto atravesó a trompicones el cruce de Sunset y Fernando. Golpeó al muchacho que llevaba el guante de béisbol, y tanto él como el sedán DeSoto desaparecieron. No así la pelota, que cayó a la calle, rodó hacia la cuneta y de repente se detuvo de nuevo.
—¿De verdad? —exclamó Landry sorprendido.
—Sí. Peoria fue la clave.
—Exacto.
Landry rió y carraspeó… Dos sonidos llenos de nerviosismo.
—Siempre olvido que tú eres yo.
Era un lujo que yo no podía permitirme.
—Estaba intentando empezar un nuevo libro, pero no me salía nada. Había intentado escribir el primer capítulo de seis maneras distintas, y de repente me di cuenta de algo muy interesante; a Peoria Smith no le caías bien.
Aquello me hizo volverme con brusquedad.
—Pero ¡qué dice!
—Estaba casi seguro de que no te lo creerías, pero es cierto, y de algún modo siempre lo había sabido. No quiero volver a empezar con la clase de literatura, Clyde, pero te diré una cosa acerca de mi oficio… Escribir historias en primera persona es extraño y complicado. Es como si todo lo que el autor sabe procediera de su personaje protagonista, como una serie de cartas o comunicados procedentes de algún lejano campo de batalla. Es muy poco frecuente que el escritor tenga un secreto, pero en este caso, yo sí tenía uno. Era como si tu trocito de Sunset Boulevard fuera el Edén…
—Nunca lo había oído llamar así —tercié.
—… y había una serpiente en él, una que yo veía y tú no. Y se llamaba Peoria Smith.
Afuera, el mundo petrificado que Landry había denominado mi Edén continuaba tornándose cada vez más oscuro, a pesar de que en el cielo no se veía ni una sola nube. El Red Door, un club nocturno que, al parecer, pertenecía a Lucky Luciano, desapareció. Por un momento solo quedó un hueco en el lugar que había ocupado el local, y de repente, un nuevo edificio pasó a ocupar su puesto, un restaurante llamado Petit Déjeuner en cuyo escaparate se veían numerosos helechos. Miré el resto de la calle y me di cuenta de que se estaban produciendo otros cambios… Nuevos edificios ocupaban el lugar de los viejos a una velocidad silenciosa y escalofriante. Los cambios significaban que se me estaba acabando el tiempo; lo sabía. Por desgracia, también sabía otra cosa. No disponía de margen de error alguno. Cuando Dios entra en tu oficina y te dice que ha decidido que le gusta más tu vida que la Suya, ¿qué narices puedes hacer?
—Tiré todos los borradores de la novela que había empezado dos meses después de la muerte de mi mujer —explicó Landry—. Fue fácil… Al fin y al cabo, era una porquería. Y a continuación empecé una nueva. La titulé… ¿Lo adivinas, Clyde?
—Sí —asentí al tiempo que me volvía.
Tuve que hacer acopio de todas las fuerzas que me quedaban, pero supongo que lo que ese desgraciado llamaría mi «motivación» era buena. Sunset Strip no es precisamente los Campos Elíseos ni Hyde Park, pero es mi mundo. No estaba dispuesto a contemplar cómo Landry lo destrozaba para volverlo a crear a su antojo.
—Supongo que la tituló El último caso de Umney.
—Pues supones bien.
Agité la mano. Me costó un gran esfuerzo, pero lo conseguí.
—A fin de cuentas, no gané el premio al Mejor Sabueso del Año 1934 y 1935 en balde, ¿sabe?
—Sí, siempre me ha encantado esta frase —comentó Landry con una sonrisa.
De repente lo odié, lo odié con todas mis fuerzas. Si hubiera podido reunir fuerzas suficientes como para abalanzarme sobre él y estrangularlo lo habría hecho. Él también lo advirtió. La sonrisa se desvaneció de su rostro.
—Olvídalo, Clyde. No tienes ninguna posibilidad.
—¿Por qué no se larga de aquí? —grazné—. ¿Por qué no se larga y me deja en paz?
—Porque no puedo. No podría aunque quisiera… y no quiero. —Me miró con una expresión entre enojada e implorante—. Intenta verlo desde mi punto de vista, Clyde…
—¿Acaso tengo elección? ¿Alguna vez he tenido elección?
Landry hizo caso omiso de mis palabras.
—Este es un mundo en el que nunca envejeceré, un mundo en el que todos los relojes se han detenido unos dieciocho meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, un mundo en que los periódicos siempre cuestan tres centavos, en el que puedo comer todos los huevos y toda la carne roja que me apetezca sin tener que preocuparme por el colesterol.
—No tengo ni la menor idea de lo que está hablando.
Landry se inclinó hacia mí con expresión grave.
—No, no tienes ni idea. Y esa es la cuestión, Clyde. Este es un mundo en el que realmente puedo tener el trabajo con el que siempre soñaba cuando era pequeño… Puedo ser detective. Puedo pasearme por ahí en un bólido, liarme a tiros con los malos, sabiendo que ellos pueden morir, pero yo no… y despertarme ocho horas más tarde junto a una hermosa cantante, mientras los pajaritos cantan y el sol entra a raudales por la ventana de mi dormitorio. El hermoso y diáfano sol de California.
—La ventana de mi dormitorio está orientada al oeste —puntualicé.
—Ya no —replicó Landry con toda calma.
Sentí que mis puños se cerraban sin fuerza sobre los brazos de la butaca.
—¿Ves lo maravilloso que es? ¿Lo perfecto que es? En este mundo, la gente no se vuelve medio loca de escozor por culpa de una estúpida y humillante enfermedad llamada eccema. En este mundo, a la gente no le salen canas ni, por supuesto, se le cae el pelo.
Me miró a la cara, y en sus ojos no vi ninguna esperanza para mí. Ninguna.
—En este mundo, tus amados hijos no mueren de sida ni tu amada esposa se toma una sobredosis de somníferos. Además, tú siempre has sido el marginado aquí, no yo, te pareciera lo que te pareciese. Este es mi mundo, nacido de mi imaginación y conservado gracias a mis esfuerzos y mi ambición. Te lo he prestado durante un tiempo, nada más… y ahora me lo llevo.
—Termine de explicarme cómo ha llegado hasta aquí, ¿de acuerdo? Siento una gran curiosidad.
—No fue difícil. Lo destrocé, empezando por los Demmick, que nunca fueron mucho más que una mala imitación de Nick y Nora Charles, y lo reconstruí a mi antojo. Acabé con todos los personajes de apoyo, y ahora estoy haciendo desaparecer los lugares. Te estoy privando de todos los apoyos uno a uno, en otras palabras, y no creas que me siento orgulloso, aunque sí estoy orgulloso del gran esfuerzo que me ha costado privarte de todo ello.
—¿Qué le ha sucedido en su mundo? —inquirí.
Seguía haciéndole hablar, pero aquello se había convertido ya en costumbre, como en el caso de las ovejas que encuentran el camino al redil cada noche después de pastar.
—Quizá he muerto —repuso con un encogimiento de hombros—. O tal vez he dejado realmente un ser físico catatónico encerrado en algún manicomio. Pero no creo que haya pasado ninguna de las dos cosas. Todo esto me parece demasiado real. No, creo que he conseguido pasar del todo, Clyde. Creo que en mi mundo están buscando a un escritor desaparecido…, sin tener ni idea de que ha desaparecido en la memoria de su ordenador personal. Y la verdad es que no me importa.
—¿Y yo qué? ¿Qué será de mí?
—Clyde —repuso—, eso tampoco me importa.
Volvió a inclinarse sobre el artefacto.
—¡No! —exclamé con brusquedad.
Landry alzó la mirada.
—Yo… —empecé intentando controlar el temblor de mi voz, aunque sin conseguirlo—. Mire, tengo miedo. Déjeme en paz, por favor. Sé que ese mundo de ahí fuera ya no es el mío… Diablos, ni siquiera el de aquí dentro, pero es el único mundo que conozco. Déjeme conservar lo que queda de él. Por favor.
—Demasiado tarde, Clyde.
Una vez más oí aquel matiz de despiadada compasión.
—Cierra los ojos. Intentaré acabar lo antes posible.
Intenté abalanzarme sobre él, lo intenté con todas mis fuerzas, pero no logré moverme ni un milímetro. Y por lo que respectaba a cerrar los ojos, averigüé que no hacía falta, porque toda la luz había desaparecido de aquel día, y el despacho estaba más oscuro que una noche de negros en un túnel.
No vi pero sí percibí que Landry se inclinaba sobre la mesa hacia mí. Intenté retroceder y descubrí que ni siquiera podía hacer eso. Algo seco y crujiente me rozó la mano; me puse a gritar.
—Tranquilo, Clyde.
Su voz llegaba desde la oscuridad, no solo frente a mí, sino desde todas partes. «Por supuesto —pensé—. Al fin y al cabo, soy un producto de su imaginación.»
—Solo es un cheque.
—¿Un… cheque?
—Sí. De cinco mil dólares. Me has vendido el negocio. Los pintores quitarán tu nombre de la puerta y pintarán el mío antes de marcharse a casa —explicó con voz soñadora—. Samuel D. Landry, detective privado. Suena de maravilla, ¿verdad?
Intenté implorar pero no pude. Ahora incluso la voz me había fallado.
—Prepárate —ordenó—. No sé exactamente qué va a pasar, Clyde, pero lo que sea está a punto de pasar. No creo que duela.
«Y si duele me da exactamente igual», era la parte que no expresó en voz alta.
De la oscuridad llegó el débil ronroneo del artefacto. Sentí que la silla se fundía bajo mi cuerpo, y de repente empecé a caer. La voz de Landry cayó conmigo, acompañando los chasquidos y los golpecitos de su increíble máquina de taquigrafía, recitando las dos últimas frases de una novela titulada El último caso de Umney.
—«Así pues, salí de la ciudad y por lo que respecta al lugar al que fui… Bien, señor, creo que eso es asunto mío, ¿no le parece?»
Debajo de mí había una brillante luz verde. Estaba cayendo hacia ella. Muy pronto, aquella luz me consumiría y la única sensación que me embargaría sería el alivio.
—«FIN» —tronó la voz de Landry.
Y en aquel preciso instante caí en la luz verde, y la luz me envolvió, me penetró, me atravesó, y Clyde Umney dejó de existir.
Hasta la vista, sabueso.
7. EL OTRO LADO DE LA LUZ
Todo esto sucedió hace seis meses.
Recobré el conocimiento en el suelo de una habitación semioscura con un zumbido en los oídos, logré ponerme de rodillas, sacudí la cabeza para aclarármela y contemplé la estridente luz verde por la que había caído, al igual que Alicia a través del espejo. Vi un artefacto de ciencia ficción que era el hermano mayor del que Landry había llevado a mi despacho. Sobre él se veían brillantes letras verdes; me incorporé para poder leerlas mientras me rascaba los antebrazos sin darme cuenta:
Así pues, salí de la ciudad, y por lo que respecta al lugar al que fui… Bien, señor, creo que eso es asunto mío, ¿no le parece?
Y debajo, centrada y en mayúsculas, otra palabra:
FIN
Volví a leer aquellas dos frases mientras me rascaba el estómago. Lo estaba haciendo porque algo le pasaba a mi piel, algo que no dolía pero resultaba realmente molesto. Y en cuanto se abrió paso hasta mi mente consciente, me di cuenta de que aquella sensación me recorría todo el cuerpo… La nuca, el cuello, la parte posterior de los muslos, las ingles.
«Eccema —se me ocurrió de repente—. Tengo el eccema de Landry. Lo que siento es escozor, y la razón por la que no lo he reconocido es que…»
—Nunca había tenido un escozor en mi vida —dije.
En aquel instante, todo empezó a encajar. La sensación fue tan repentina que me tambaleé. Me acerqué lentamente a un espejo colgado de la pared, intentando no rascarme la piel, que parecía vibrar, consciente de que vería reflejada una versión más vieja de mi rostro, un rostro surcado de arrugas secas y rematado por una opaca mata de cabello blanco.
Ahora sabía qué sucedía cuando los escritores se adueñaban de alguna forma de las vidas de los personajes que habían creado. No se trataba de un robo a fin de cuentas.
Más bien de un intercambio.
Me quedé mirando el rostro de Landry…, mi rostro, solo que quince duros años más viejo, mientras la piel me seguía escociendo. ¿No había dicho que el eccema había comenzado a remitir? Si esto era un caso de eccema en remisión, ¿cómo había soportado la fase más virulenta sin volverse completamente loco?
Me encontraba en casa de Landry, por supuesto…, mi casa ahora…, y en el cuarto de baño que comunicaba con el estudio encontré el medicamento que Landry tomaba para el eccema. Tomé mi primera dosis menos de una hora después de recobrar el conocimiento debajo de su mesa y la máquina que había encima, y me acometió la sensación de que me había tragado su vida en lugar del medicamento.
Como si me hubiera tragado su vida entera.
Me alegra poder decir que mi eccema ya ha pasado a la historia. Tal vez simplemente se ha acabado su efecto, pero a mí me gusta creer que el espíritu de Clyde Umney ha tenido algo que ver en ello. Clyde no ha estado enfermo en su vida, y aunque siempre parece que tengo algún achaque en el maltrecho cuerpo de Sam Landry, que me aspen si me rindo a ellos… ¿Y desde cuándo no viene bien un poco de pensamiento positivo? Creo que la respuesta correcta es «desde nunca».
He tenido algunos días bastante malos, eso sí; el primero se produjo menos de veinticuatro horas después de que aterrizara en el increíble año 1994. Estaba buscando algo para comer en la nevera de Landry (me había puesto hasta el culo de cerveza Balck Horse Ale y creía que me vendría bien para la resaca comer algo) cuando un repentino dolor me atenazó las entrañas. Creí que me moría. La cosa empeoró, y entonces supe que me moría. Me desplomé en el suelo de la cocina intentando no gritar. Al cabo de unos segundos sucedió algo y el dolor cesó.
Llevo casi toda la vida empleando la expresión «Me importa una mierda». Sin embargo, eso ha cambiado, y todo empezó aquella mañana. Me limpié y a continuación subí la escalera, sabiendo lo que encontraría en el dormitorio; sábanas mojadas en la cama de Landry.
Pasé la mayor parte de la primera semana en el mundo de Landry aprendiendo a ir al lavabo. En mi mundo, por supuesto, nadie iba al lavabo. Ni al dentista tampoco, y mi primera visita al que encontré en la agenda de Landry es algo en lo que no quiero pensar, y mucho menos comentar.
Pero este cúmulo de desastres también ha tenido su lado bueno. En primer lugar, no me ha hecho falta buscar trabajo en el mundo confuso y vertiginoso de Landry; por lo visto, sus libros siguen vendiéndose muy bien, y no tengo ningún problema para cobrar los cheques que llegan por correo. Por supuesto, nuestras firmas son idénticas. Y si me preguntan si esto me causa alguna clase de conflicto moral… Por favor, no me hagan reír. Estos cheques son el pago de historias escritas sobre mí. Landry solo las ha escrito; yo las he vivido. Maldita sea, me merezco cincuenta mil pavos y una vacuna antirrábica por haber tenido la desgracia siquiera de acercarme a las garras de Mavis Weld.
Había creído que tendría problemas con los llamados amigos de Landry, pero supongo que un tipo duro como yo debería haber sabido que las cosas no van así. ¿Querría un tipo que tuviera amigos de verdad zambullirse en un mundo que él mismo había creado? No era demasiado probable. Los amigos de Landry eran su mujer y su hijo, y ambos habían muerto. Por supuesto, hay algunos conocidos y vecinos, pero todos ellos parecen aceptar que yo soy él. La mujer que vive enfrente me mira con desconcierto de vez en cuando, y su hija pequeña se echa a llorar en cuanto me acerco, a pesar de que antes la había cuidado alguna vez (al menos eso es lo que afirma la mujer, ¿y por qué iba a mentir?), pero no pasa nada.
Incluso he hablado con el agente de Landry, un tipo de Nueva York que se llama Verrill. Quiere saber cuándo empezaré una nueva novela.
Pronto, le aseguro. Pronto.
Por lo general, no salgo de casa. No me urge en absoluto ponerme a explorar el mundo al que Landry me desterró tras echarme del mío. Ya veo más de lo que quisiera durante mis excursiones semanales al banco y al supermercado, y arrojé un sujetalibros al televisor al cabo de dos horas escasas de haber aprendido a manejarlo. No me extraña que Landry tuviera ganas de largarse de este desastroso mundo, lleno de enfermedades y violencia gratuita, un mundo en que mujeres desnudas bailan en los escaparates de los clubes nocturnos y acostarse con ellas puede suponer la muerte.
No, por lo general me quedo en casa. He releído todas sus novelas, y cada una de ellas es como hojear un álbum de recortes muy querido. Y por supuesto, he aprendido a utilizar el ordenador personal. No es como el televisor; la pantalla es parecida, pero el ordenador personal te permite crear las imágenes que quieres ver, porque todas ellas proceden de tu mente.
Me gusta eso.
He estado preparándome, ya saben, construyendo frases y descartándolas del mismo modo en que se descartan las piezas del rompecabezas que no encajan. Y esta mañana he escrito unas cuantas que me parecen bien… o casi bien. ¿Quieren oírlas? Vale, allá va.
Al mirar hacia la puerta vi a Peoria Smith parado en el umbral con expresión tímida y compungida.
—Creo que la última vez que nos vimos lo traté bastante mal, señor Umney —empezó—. He venido a disculparme.
Habían pasado más de seis meses, pero Peoria tenía el mismo aspecto que antes. Y quiero decir el mismo.
—Todavía llevas las gafas oscuras —comenté.
—Sí. Me operaron, pero no funcionó —explicó con un suspiro antes de sonreír y encogerse de hombros.
En aquel momento parecía el Peoria de siempre.
—¡Qué más da, señor Umney, ser ciego no es el fin del mundo!
No es perfecto, ya lo sé. Al fin y al cabo, empecé siendo detective, no escritor. Pero creo que se puede conseguir casi cualquier cosa si uno se lo propone de verdad, y en el fondo, esto se parece mucho a lo de espiar por el ojo de la cerradura. El tamaño y la forma de las cerraduras del ordenador personal son un poco distintos, pero aun así, es lo mismo que espiar las vidas de otras personas y luego informar al cliente de lo que uno ha visto.
Estoy aprendiendo a escribir por una sencilla razón. No quiero estar aquí. Pueden llamarlo Los Ángeles 1994 si quieren, pero yo lo llamo infierno. Consiste en terribles comidas congeladas que se cuecen en unas cajas llamadas microondas, zapatillas que parecen zapatos de Frankenstein, música que sale de la radio como cuervos a los que están cociendo vivos en una olla a presión, y…
Bueno, todo.
Quiero recuperar mi propia vida, quiero que las cosas vuelvan a ser como antes, y creo que sé cómo conseguirlo.
Eres un desgraciado ladrón hijo de puta, Sam… ¿Puedo seguir llamándote así? Y me das pena…, pero la pena tiene un límite, porque la clave de todo es que me has robado. No he cambiado de opinión sobre el tema, ya lo ves. Sigo creyendo que la capacidad de crear no da derecho a robar.
¿Qué estás haciendo en este momento, ladronzuelo? ¿Cenar en ese restaurante que inventaste, el Petit Déjeuner? ¿Dormir junto a alguna encantadora criatura de pechos perfectos e instintos asesinos bajo el salto de cama? ¿O solo balancearte en la vieja silla de la oficina, disfrutando de tu vida indolora, inodora y carente de mierda? ¿Qué estás haciendo?
Yo me he dedicado a aprender a escribir, eso es lo que he estado haciendo, y ahora que me he puesto, creo que mejoraré muy deprisa. Ya casi puedo verte.
Mañana por la mañana, Clyde y Peoria irán a Blondie’s, que ya ha vuelto a abrir. Esta vez Peoria aceptará la invitación a desayunar de Clyde. Paso número dos.
Sí, ya casi puedo verte, Sam, y muy pronto te veré. Pero no creo que tú me veas a mí. No hasta que salga de detrás de la puerta de la oficina y te agarre el cuello con las manos.
Esta vez nadie se irá a casa.