EL QUINTO FRAGMENTO

Aparqué el trasto a la vuelta de la esquina de la casa de Keenan, me quedé sentado unos instantes en la oscuridad, apagué el motor y por fin salí del coche. Al cerrar la puerta de golpe, oí que virutas de óxido se desprendían del bólido y caían a la calle. La cosa no seguiría así mucho tiempo.

Llevaba el arma en una funda con cartuchera que me apretaba las costillas como si fuera un puño. Era la 45 de Barney, lo que me alegraba, porque confería a toda aquella locura un toque de ironía. Tal vez incluso cierto sentido de justicia.

La casa de Keenan era una aberración arquitectónica esparcida sobre mil metros cuadrados de terreno; un monstruo de ángulos torcidos y tejados empinados que se alzaba tras una verja de hierro. Había dejado la puerta abierta, tal como había esperado. Un rato antes lo había visto hacer una llamada desde el salón, y una intuición demasiado poderosa como para ignorarla me había dicho que había llamado a Jagger o bien al Sargento. Probablemente al Sargento. La espera había tocado a su fin; aquella era mi noche.

Me dirigí al sendero de entrada sin apartarme de los arbustos y alerta a cualquier sonido que pudiera percibir por encima del penetrante aullido del viento de enero. No se oía sonido alguno. Era viernes por la noche, y la criada fija de Keenan estaría pasándoselo en grande en alguna reunión de Tupperware. No había nadie en casa aparte del hijo de perra de Keenan. Esperando al Sargento. Esperándome a mí…, aunque todavía no lo sabía.

La puerta del garaje estaba abierta, así que me deslicé al interior. La sombra negra del Impala de Keenan relucía en la oscuridad. Intenté abrir la puerta trasera. El coche no estaba cerrado con llave. Keenan no estaba hecho para ser un villano, me dije; era demasiado confiado. Subí al coche y esperé.

Me llegaban a los oídos las lejanas notas de música de jazz por encima del viento; muy débiles, muy buenas. Miles Davis, quizá. Keenan escuchando a Miles Davis y sosteniendo un gin fizz en una de sus cuidadas manos. Qué bien.

Fue una larga espera. Las manecillas de mi reloj se arrastraron de las ocho y media a las nueve y luego a las diez. Mucho tiempo para pensar. Pensé sobre todo en Barney, y no precisamente por elección propia. Pensé en el aspecto que tenía en aquella pequeña barca en la que lo encontré, en el modo en que me miraba mientras de sus labios brotaba una serie de sonidos inarticulados. Había navegado a la deriva durante dos días y parecía una langosta hervida. Tenía una mancha de sangre reseca en el estómago, donde le habían disparado.

Había intentado dirigir la barca hacia la casita como había podido, pero lo cierto era que había sido cuestión de suerte. Y también había sido cuestión de suerte que pudiera hablar durante un rato. Yo llevaba un puñado de somníferos preparado para el caso de que no pudiera. No quería que sufriera. A no ser que hubiera una razón para ello. Y resultó que sí la había. Barney tenía una historia que contar, una auténtica bomba, y me la contó casi entera.

Cuando murió, regresé a la barca y cogí su 45. Estaba escondido en un pequeño compartimiento de popa, envuelta en una bolsa impermeable. Remolqué la barca mar adentro y la hundí. Si hubiera podido escribir un epitafio sobre su cabeza, habría escrito uno sobre el hecho de que nace un desgraciado cada minuto. Y la mayoría son tipos muy majos, estoy seguro… Como Barney. En lugar de hacer eso, me puse a buscar a los tipos que se habían cargado a Barney. Había tardado seis meses en encontrar a Keenan y averiguar que al menos el Sargento andaba cerca, pero la verdad es que soy muy perseverante, de modo que ahí estaba.

A las diez y veinte, unos faros bañaron el sinuoso sendero de entrada; me tumbé en el suelo del Impala. El recién llegado entró en el garaje y aparcó junto al coche de Keenan. Parecía un Volkswagen antiguo. El pequeño motor se apagó y oí al Sargento gruñir mientras pugnaba por salir del diminuto vehículo. Se encendió la luz del porche y me llegó el sonido de la puerta al abrirse.

KEENAN: ¡Sargento! ¡Llegas tarde! Entra y tómate una copa.

SARGENTO: Whisky.

Había bajado la ventanilla del coche al llegar. En aquel instante asomé la 45 de Barney, sujetándola con ambas manos.

—Quietos —dije.

El Sargento estaba en la escalinata del porche. Keenan, el perfecto anfitrión, había salido y lo miraba desde arriba, esperando a que acabara de subir para dejarlo entrar en la casa. Ambos eran siluetas perfectas bajo la luz que llegaba desde el interior de la casa. No creía que pudieran verme, pero sí veían el arma. Era un revólver muy grande.

—¿Quién coño eres tú? —exclamó Keenan.

—Jerry Tarkanian —me presenté—. Si dais un solo paso os hago un agujero tal que se podrá ver la televisión a través.

—Me parece que eres un niñato de mierda —comentó el Sargento, si bien no se movió.

—Simplemente, estaos quietos. Eso es lo único que debe preocuparos.

Abrí la puerta trasera del Impala y salí con cuidado. El Sargento me miraba por encima del hombro, y pese a la oscuridad distinguí el brillo de sus ojillos. Estaba deslizando una mano por la solapa de su traje cruzado modelo de 1943.

—Vamos, por favor —insistí—. ¿Quieres levantar los brazos, joder?

El Sargento obedeció. Keenan ya se le había adelantado.

—Bajad al pie de la escalinata. Los dos.

Los dos hombres bajaron, y una vez salieron del haz directo de luz pude verles los rostros. Keenan parecía asustado, pero el Sargento tenía el mismo aspecto que si estuviera escuchando una conferencia sobre el Zen y el mantenimiento de las motocicletas[6]. Con toda probabilidad, era el que se había encargado de Barney.

—Volveos hacia la pared y apoyaos contra ella. Los dos.

—Si quieres dinero… —empezó Keenan.

—Bueno —repuse con una carcajada—. Iba a empezar por ofrecerte un precio especial por la compra de unos Tupperware y luego ir subiendo lentamente hasta llegar al premio gordo, pero veo que me has pillado. Sí, quiero dinero. Cuatrocientos ochenta mil dólares, para ser exactos. Enterrados en una pequeña isla situada frente a Bar Harbor que se llama Carmen’s Folly.

Keenan dio un respingo como si le hubieran disparado, pero el rostro pétreo del Sargento ni se inmutó. Se volvió hacia la pared y apoyó las manos contra ella. Keenan lo imitó a regañadientes. Lo cacheé primero a él, y encontré un ridículo 32 con un cañón de seis centímetros. Con un arma como esa uno podía apoyar el cañón contra la cabeza de un tipo y aun sí fallar al apretar el gatillo. Arrojé la pistolita por encima del hombro y la oí rebotar contra uno de los coches. El Sargento estaba limpio… y la verdad es que fue un alivio apartarse de él.

—Vamos a entrar en la casa. Tú primero, Keenan, luego el Sargento y luego yo. Sin trucos, ¿vale?

Subimos la escalinata en fila y entramos en la cocina. Era uno de esos engendros asépticos de cromados y azulejos que parece sacado de una especie de vientre de producción en serie escondido en algún lugar remoto del Medio Oeste, el trabajo de entusiastas cabrones metodistas que se parecen al mecánico del anuncio de la General Motors y huelen a tabaco con sabor a cereza. No creía que ni siquiera necesitara limpieza; lo más probable era que Keenan se limitara a cerrar la puerta y poner en marcha los aspersores invisibles una vez a la semana.

Los conduje hasta el salón, otro regalo para la vista. Por lo visto, parecía decorado por un decorador maricón que nunca había llegado a superar su pasión por Ernest Hemingway. Había una chimenea de baldosas casi tan grande como la cabina de un ascensor, una cómoda de teca con una cabeza de alce colocada sobre ella, y un carrito de bebidas situado bajo una estantería de armas repleta de artillería de primera. El equipo de música se había apagado solo.

Señalé el sofá con el revólver.

—Uno en cada extremo.

Keenan se sentó en el extremo derecho y el Sargento en el izquierdo. El Sargento parecía aún más robusto una vez sentado. Una profunda y fea cicatriz se abría paso por entre su cabello cortado al cepillo. Calculé que debía de pesar unos ciento veinte kilos, y me pregunté por qué un hombre del tamaño y la presencia física de Mike Tyson tenía un Volkswagen.

Cogí un sillón y lo arrastré por la alfombra color teja de Keenan hasta colocarlo delante del sofá, entre los dos hombres. Tomé asiento y me apoyé la 45 en el muslo. Keenan me miraba del modo en que un pajarillo mira a una serpiente. El Sargento, por el contrario, me miraba como si él fuera la serpiente y yo el pajarillo.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Hablemos de mapas y dinero —sugerí.

—No sé de qué estás hablando —repuso el Sargento—. Lo único que sé es que los niños no deberían jugar con pistolas.

—¿Qué tal está Cappy McFarland? —pregunté en tono casual.

Aquellas palabras no inmutaron al Sargento, pero fueron demasiado para Keenan.

—¡Lo sabe! ¡Lo sabe!

Las palabras brotaban de sus labios como balas.

—¡Cállate! —gritó el Sargento—. ¡Cierra el pico, maldita sea!

Keenan lanzó un gemido. No había imaginado aquella parte de la escena.

—Tiene razón, Sargento —comenté con una leve sonrisa—. Lo sé. Lo sé casi todo.

—¿Quién eres?

—No me conoces. Soy amigo de Barney.

—¿Qué Barney? —inquirió Sarge con indiferencia—. ¿Barney Google, el de los ojos de pez?

—No estaba muerto, Sargento. No del todo.

Sarge lanzó una mirada lenta y asesina a Keenan. Keenan se estremeció y abrió la boca.

—No digas nada —le advirtió el Sargento—. Ni una palabra. Si abres la boca te retuerzo el pescuezo como si fueras una maldita gallina.

Keenan cerró la boca de golpe.

El Sargento se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Qué quiere decir casi todo?

—Pues todo excepto los detalles. Lo sé todo acerca del coche blindado. La isla. Cappy McFarland. Que tú y Keenan y un hijo de perra llamado Jagger os cargasteis a Barney. Lo del mapa. También sé lo del mapa.

—No te contó la verdad —comentó el Sargento—. Iba a traicionarnos.

—No estaba ni para traicionar a una mosca —repliqué—. No era más que una marioneta que sabía conducir.

El Sargento se encogió de hombros; fue como presenciar un pequeño terremoto.

—Muy bien, hazte el tonto si te apetece.

—Sabía que Barney tramaba algo desde marzo. Pero no sabía qué. Y un buen día apareció con una pistola. Esta pistola. ¿Cómo os pusisteis en contacto con él, Sargento?

—A través de un amigo común, alguien que había estado en chirona con él. Necesitábamos un conductor que conociera la zona oriental de Maine y la de Bar Harbor. Keenan y yo fuimos a verlo y le explicamos el asunto. Le gustó.

—Yo estuve en chirona con él, en el Shank —expliqué—. Me caía bien. Caía bien por narices. Era tonto, pero buen chico. Necesitaba un tutor más que un socio.

—George y Lennie —escupió el Sargento.

—Es bueno saber que dedicaste tu condena a mejorar lo que pasa por ser tu cerebro, encanto —comenté—. Teníamos el ojo puesto en un banco de Lewiston. No quiso esperar a que yo saliera. Y ahora está criando malvas.

—Madre mía, qué pena —dijo el Sargento—. Me voy a echar a llorar.

Levanté el arma y le enseñé la boca, y por un instante él fue el pajarillo y yo la serpiente.

—Otra bromita y te meto una bala en la barriga. ¿Te lo crees o no?

El Sargento sacó la lengua con rapidez pasmosa, se la pasó por el labio superior y volvió a esconderla. Asintió con la cabeza. Keenan estaba petrificado, como si quisiera vomitar pero no se atreviera.

—Me dijo que era algo grande, un golpe de los gordos —proseguí—. Es lo único que le pude sacar. Se marchó el tres de abril. Al cabo de dos días, cuatro tipos asaltan el furgón del Banco Federado de Portland-Bangor a las afueras de Carmel. Matan a los tres guardias de seguridad. Los periódicos dijeron que los atracadores atravesaron dos barreras en un Plymouth del 78 trucado. Barney tenía un Plymouth del 78 trucado, y tenía la intención de convertirlo en un bólido. Apuesto a que Keenan le adelantó el dinero para que lo convirtiera en algo un poco mejor y mucho más rápido.

Me volví hacia Keenan, cuyo rostro aparecía blanco como la nieve.

—El seis de mayo recibí una postal sellada en Bar Harbor, pero eso no significa nada, ya que hay docenas de islotes que gestionan el correo a través de Bar Harbor. Hay una barca correo que hace el circuito y recoge el correo. La postal dice: «Mamá y la familia están bien, la tienda marcha bien. Nos vemos en julio». Barney firmaba con su segundo nombre de pila. Alquilé una casita en la costa, porque Barney sabía que ese era el trato. Pero a finales de julio, Barney no había aparecido.

—Debías de estar hecho polvo por entonces, ¿eh, niñato? —intervino el Sargento como para dejar claro que no había logrado intimidarlo.

Lo miré con indiferencia.

—Apareció a principios de agosto. Por cortesía de tu buen amigo Keenan, Sargento. Se olvidó de la bomba automática de achique que tenía la barca. Creíste que el hachazo bastaría para hundirla deprisa, ¿verdad, Keenan? Pero al fin y al cabo, también creías que estaba muerto. Extendí una manta amarilla en Frenchman’s Point cada día. Se veía a kilómetros. Aun así, Barney tuvo suerte.

—Demasiada suerte —masculló el Sargento.

—Hay una cosa que me intriga. ¿Sabía Barney antes del golpe que el dinero era nuevo y todos los números de serie estaban registrados? ¿Que ni siquiera podría vendérselo a un traficante de dinero de las Bahamas hasta al cabo de tres o cuatro años?

—Sí —repuso el Sargento.

Me sorprendió comprobar que lo creía.

—Y nadie planeaba blanquear la pasta —prosiguió el Sargento—. Eso también lo sabía. Creo que contaba con ese golpe del banco de Lewiston para hacerse con pasta rápida, pero contara con lo que contase, sabía de qué iba la cosa, y dijo que lo soportaría. ¿Y por qué no, jolines? Aunque hubiéramos tenido que esperar diez años antes de ir a buscar la pasta y repartirla. ¿Qué son diez años para un crío como Barney? Mierda, si no tendría ni treinta y cinco cuando llegara el momento. Yo tendría sesenta y uno.

—¿Y qué hay de Cappy McFarland? ¿Sabía Barney que existía?

—Sí. Cappy fue quien propuso el trato. Buen hombre. Un profesional. El año pasado le encontraron un cáncer. Inoperable. Y me debía un favor.

—Así que los cuatro fuisteis a la isla de Cappy —continué—. Un islote desierto llamado Carmen’s Folly. Cappy enterró el dinero y dibujó un mapa.

—Eso fue idea de Jagger —explicó el Sargento—. No queríamos repartirnos dinero caliente… Era demasiado tentador. Pero tampoco queríamos dejar todo el asunto en manos de una sola persona. Cappy McFarland era la solución ideal.

—Háblame del mapa.

—Ya decía yo que llegaríamos a eso —comentó el Sargento con una sonrisa glacial.

—¡No se lo cuentes! —gritó Keenan con voz ronca.

El Sargento se volvió hacia él y le lanzó una mirada fulminante.

—Cierra el pico. Gracias a ti no puedo mentir ni puedo callarme. ¿Sabes lo que espero, Keenan? Espero que no tengas demasiadas ganas de vivir hasta el siglo que viene.

—Tu nombre figura en una carta —siguió Keenan como un demente—. ¡Si me pasa algo, tu nombre sale en una carta!

—Cappy dibujó un buen mapa —prosiguió el Sargento como si Keenan no existiera—. Había estudiado dibujo en la prisión de Joliet. Luego lo partió en cuatro partes; una para cada uno. Íbamos a reunirnos el cuatro de julio de dentro de cinco años. Para hablar del asunto. Quizá para decidir que debíamos esperar cinco años más, quizá para decidir juntar las piezas ese mismo día. Pero hubo problemas.

—Sí —asentí—. Es una forma de decirlo.

—Por si te hace sentir mejor, todo fue obra de Keenan. No sé si Barney lo sabía o no, pero así fue. Cuando Jagger y yo nos marchamos en la barca de Cappy, Barney estaba vivito y coleando.

—¡Maldito embustero! —chilló Keenan.

—¿Quién tiene dos fragmentos del mapa en la caja fuerte? —inquirió el Sargento—. No serás tú, ¿verdad, querido?

Se volvió de nuevo hacia mí.

—Pero no pasaba nada. Dos fragmentos del mapa no bastaban. ¿Y te crees que voy a quedarme aquí sentado y decir tan tranquilo que habría preferido repartir entre tres que entre cuatro? No creo que te lo creyeras aunque fuera cierto. Y luego, ¿a que no sabes qué pasó? Keenan llama. Dice que tenemos que hablar. Yo ya me lo esperaba. Y parece que tú también.

Asentí con un gesto. Había sido más fácil dar con Keenan que con el Sargento; era más visible. Supongo que a la larga podría haberle podido seguir la pista al Sargento hasta encontrarlo, pero no lo había creído necesario. Dios los cría y ellos se juntan… y también tienen tendencia a sacarse los ojos, sobre todo cuando uno de ellos es un cuervo como Keenan.

—Por supuesto —prosiguió el Sargento—, me dice que más me vale no tener ideas asesinas. Me cuenta que se ha hecho una póliza de seguro, o sea, que mi nombre sale en una carta que ha enviado a su abogado y que debe abrirse en caso de que muera. Se le había ocurrido que entre los dos podríamos averiguar dónde Cappy había enterrado la pasta si juntábamos tres de los cuatro fragmentos del mapa.

—Y después os repartiríais el pastel a medias —concluí.

El Sargento asintió. El rostro de Keenan parecía una luna suspendida en alguna lejana estratosfera de terror.

—¿Dónde está la caja fuerte? —pregunté.

Keenan no respondió.

Yo había estado practicando con la 45. Era una buena arma. Me gustaba. La sostuve con ambas manos y disparé a Keenan en el antebrazo, justo por debajo del codo. El Sargento ni se inmutó. Keenan se cayó del sofá y aterrizó en el suelo hecho un ovillo, sujetándose el brazo y aullando.

—La caja fuerte —repetí.

Keenan siguió aullando.

—Te pegaré un tiro en la rodilla —dije—. No lo sé por experiencia propia, pero dicen que duele cosa mala.

—El cuadro —jadeó—. El Van Gogh. No me vuelvas a disparar.

Me miró con una sonrisa aterrada.

—De cara a la pared —ordené al Sargento mientras lo apuntaba con el arma.

El Sargento se levantó y se volvió hacia la pared con los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo.

—Y ahora tú —ordené a Keenan—. Ve a abrir la caja fuerte. De inmediato.

—Me estoy desangrando —gimió Keenan.

Me acerqué a él y le pasé la culata de la 45 por la mejilla, abriéndole la piel.

—Ahora sí que estás sangrando —le dije—. Ve a abrir la caja fuerte o te haré sangrar más.

Keenan se levantó sin soltarse el brazo y balbuceando. Descolgó el cuadro con la mano sana y dejó al descubierto una caja fuerte empotrada de color gris. Me dirigió una mirada aterrorizada y se puso a manipular el dial. Se equivocó dos veces y tuvo que volver a empezar. Al tercer intento consiguió abrirla. En el interior se veían algunos documentos y dos fajos de billetes. Keenan introdujo la mano, rebuscó un poco y por fin extrajo dos fragmentos cuadrados de papel de unos siete centímetros.

Juro que no tenía intención de matarlo. Tenía intención de atarlo y dejarlo ahí. Era inofensivo; la doncella lo encontraría al día siguiente cuando volviera de su reunión de lencería o dondequiera que hubiese ido en su Dodge Colt, y Keenan no se atrevería a asomar la nariz al menos durante una semana. Pero el Sargento tenía razón. Keenan tenía dos fragmentos. Y uno de ellos estaba manchado de sangre.

Volví a dispararle, y esta vez no en el brazo precisamente. Se desplomó como un saco de patatas.

El Sargento ni pestañeó.

—No te estaba tomando el pelo. Keenan acabó con tu amigo. Los dos eran aficionados. Y los aficionados son estúpidos.

No contesté. Contemplé los dos fragmentos por un instante y a continuación me los guardé en el bolsillo. Ninguno de los dos mostraba una X.

—¿Y ahora qué? —inquirió el Sargento.

—Ahora vamos a tu casa.

—¿Y cómo sabes que tengo mi fragmento ahí?

—No lo sé. Telepatía, a lo mejor. Además, si no lo tienes ahí, iremos a donde lo tengas. No tengo prisa.

—Tienes todas las respuestas, ¿eh?

—Vamos.

Salimos al garaje. Me senté en la parte trasera del VW, en el lado opuesto al asiento del Sargento. Era tan alto y voluminoso que todo movimiento sorpresa quedaba descartado; tardaría al menos cinco minutos en darse la vuelta. Dos minutos más tarde estábamos en la carretera.

Empezó a nevar; caían grandes copos blandos que se pegaban al parabrisas y se fundían en cuanto chocaban contra el pavimento. El piso estaba resbaladizo, pero no había mucho tráfico.

Tras media hora en la carretera 10, el Sargento tomó una carretera secundaria. Al cabo de un cuarto de hora llegamos a un sendero de tierra flanqueado de pinos cargados de nieve. Por él recorrimos unos dos kilómetros antes de llegar a un sendero de entrada corto y sembrado de basura.

A la limitada luz de los faros del VW distinguí una destartalada cabaña con un tejado remendado del que sobresalía una antena de televisión torcida. En una hondonada que se abría a la izquierda de la cabaña había aparcado un viejo Ford cubierto de nieve. En la parte trasera había un retrete y un montón de neumáticos viejos. Menudo palacio.

—Bienvenido al lujoso complejo de Bally’s East —anunció el Sargento al tiempo que apagaba el motor.

—Si es un trampa te mato.

El Sargento parecía ocupar tres cuartas partes de la parte delantera del coche.

—Ya lo sé.

—Sal del coche.

El Sargento se dirigió a la puerta de la cabaña.

—Ábrela y después quédate quieto.

El Sargento abrió la puerta y después se quedó quieto. Nos quedamos quietos durante unos tres minutos, pero no sucedió nada. La única cosa móvil era una robusta ardilla gris que se había aventurado a entrar en el jardín para maldecirnos en lingua rodenta.

Sorpresa, sorpresa, aquel lugar era un antro. Una única bombilla de sesenta watios bañaba la estancia en una luz mortecina y cubría los rincones de sombras que parecían murciélagos muertos de hambre. Había periódicos esparcidos por doquier. De una cuerda mal tensada colgaba ropa puesta a secar. En un rincón se veía un viejo televisor Zenith. En el rincón opuesto había un destartalado fregadero y una anticuada bañera con patas y manchas de óxido. Junto a ella había un rifle de caza. Los olores predominantes del lugar eran pies sudados, pedos y chili.

—Es mejor que vivir en la calle —comentó el Sargento.

Podría haber discutido ese punto, pero no lo hice.

—¿Dónde está tu fragmento del mapa?

—En el dormitorio.

—Vamos a buscarlo.

—Todavía no —replicó el Sargento al tiempo que se volvía y me observaba con su rostro de hormigón—. Quiero que me des tu palabra de que no me vas a matar en cuanto lo tengas.

—¿Y cómo piensas hacérmela cumplir?

—No lo sé, joder. Supongo que me limitaré a esperar que sea algo más que el dinero lo que te motiva. Si también se trata de Barney, de vengar a Barney, pues ya lo has hecho. Keenan se lo cargó y ahora Keenan está muerto. Si también quieres la pasta, pues perfecto. Quizá te baste con tres fragmentos, y tienes razón, el mío tiene la cruz. Pero no te lo daré a menos que me prometas algo a cambio; mi vida.

—¿Y cómo sé que no irás a por mí?

—Pues claro que iré a por ti, encanto —repuso el Sargento en voz baja.

—De acuerdo —accedí con una carcajada—. Si además me das la dirección de Jagger tienes mi palabra. Y te prometo que la mantendré.

El Sargento meneó la cabeza lentamente.

—No te conviene meterte con Jagger, amigo. Se te comerá vivo.

Yo había bajado la 45 un poco, pero en aquel instante volví a levantarla.

—De acuerdo. Está en Coleman, Massachusetts. En una estación de esquí. ¿Te sirve?

—Sí. Vamos a por tu fragmento, Sargento.

El Sargento me observó una vez más con gran atención. Por fin asintió con un gesto. Nos dirigimos al dormitorio.

Más encanto colonial. El colchón manchado colocado en el suelo estaba sembrado de libros porno, y las paredes estaban repletas de fotografías de mujeres que no parecían llevar más que una fina capa de aceite Wesson. Un vistazo a aquel lugar y a la doctora Ruth le habría estallado la cabeza.

El Sargento no vaciló. Levantó la lámpara de la mesita de noche y le quitó el pie. Su fragmento del mapa estaba enrollado con toda pulcritud en el interior; me lo alargó sin pronunciar palabra.

—Tíramelo —ordené.

El Sargento esbozó una leve sonrisa.

—Eres un tiquismiquis, ¿eh?

—He averiguado que siempre compensa. Vamos, Sargento.

Me tiró su parte del mapa.

—Lo que el viento se llevó —comentó.

—Voy a cumplir mi promesa —le dije—. Tienes mucha suerte. Venga, a la otra habitación.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió con los ojos llenos de un brillo glacial.

—Asegurarme de que no vas a ninguna parte durante un rato. Muévete.

Regresamos a la sala en un patético desfile de dos. El Sargento se detuvo bajo la bombilla desnuda, de espaldas a mí, con los hombros encogidos en anticipación del golpe de cañón que le iba a asestar en la cabeza al cabo de un instante. En el momento en que levantaba el arma para golpearlo, la bombilla se apagó.

La cabaña quedó sumida en la más completa oscuridad.

Me arrojé hacia la derecha; el Sargento ya se había ido con viento fresco. Oí el golpe sordo y el crujido de los periódicos cuando chocó contra el suelo. Luego el silencio. Un silencio absoluto.

Esperé hasta acostumbrarme a la oscuridad, pero lo que distinguí no me sirvió de nada. Aquel lugar no era más que un mausoleo sembrado de mil y una lápidas. Y el Sargento las conocía todas como la palma de su mano.

Sabía muchas cosas del Sargento; no me había costado mucho desenterrar material sobre él. Había sido un Boina Verde en Vietnam, y nadie se molestaba ya en llamarlo por su verdadero nombre; era simplemente el Sargento, enorme, asesino y duro.

En aquel momento se dirigía hacia mí desde algún lugar de aquellas tinieblas. Sin duda alguna, conocía al dedillo cada rincón de la estancia, porque no se oía sonido alguno, ni el crujido de una tabla, ni una sola pisada. Pero lo sentía cada vez más cerca, dirigiéndose hacia mí desde la izquierda, tal vez desde la derecha o incluso de frente para pillarme por sorpresa.

La culata del revólver se hacía cada vez más resbaladiza entre mis dedos sudorosos, y tuve que contenerme para no empezar a disparar al azar. Era muy consciente de que tenía tres cuartas partes del pastel en el bolsillo. No me detuve a pensar por qué se había apagado la luz. No hasta que el poderoso haz de una linterna atravesó la ventana y barrió el suelo en un dibujo loco y desatinado que por casualidad sorprendió al Sargento, que estaba agazapado a unos dos metros y medio de mí. Sus ojos brillaban verdosos como los de un gato en el potente haz de la linterna.

En una mano sostenía una cuchilla de afeitar, y de repente recordé el momento en que su mano se había deslizado por la solapa de su abrigo cuando estábamos en el garaje de Keenan.

El Sargento pronunció una sola palabra en dirección al haz de luz.

—¿Jagger?

No sé quién le dio primero. Una pistola de gran calibre disparó una vez tras el haz de la linterna, y yo apreté el gatillo de la 45 de Barney dos veces por puro reflejo. El Sargento salió despedido hacia atrás y chocó contra la pared con fuerza suficiente como para hacerse papilla.

La linterna se apagó.

Disparé a la ventana, pero tan solo conseguí hacerla añicos. Me tendí de costado en la oscuridad y se me ocurrió que no había sido el único en esperar que la codicia de Keenan saliera a la superficie. Jagger también había estado esperando. Y aunque tenía doce cartuchos en el coche, solo me quedaba uno en el revólver.

«No te conviene meterte con Jagger, amigo —había dicho el Sargento—. Se te comerá vivo.»

Ya me había hecho una idea bastante precisa de la habitación. Me incorporé a medias y eché a correr hacia el rincón sorteando las piernas abiertas del Sargento. Me metí en la bañera y me asomé. No se oía sonido alguno. El fondo de la bañera estaba rugoso a causa de los restos de alfombrilla de goma que lo cubrían. Esperé.

Transcurrieron unos cinco minutos. Me parecieron cinco horas.

De repente, la linterna volvió a encenderse, esta vez en la ventana del dormitorio. Agaché la cabeza cuando el rayo cruzó la puerta. La luz se paseó un momento por la estancia antes de volver a apagarse.

De nuevo el silencio. Un silencio largo y ruidoso. Lo veía todo reflejado en la sucia superficie de la bañera del Sargento. La sonrisa desesperada de Keenan. El orificio taponado del vientre de Barney, al este del ombligo. El Sargento petrificado a la luz de la linterna, con la cuchilla de afeitar sujeta entre el pulgar y el índice como un profesional. Jagger, la sombra oscura sin rostro. Y yo. El quinto fragmento.

De repente oí una voz justo delante de la puerta. Era una voz suave y educada, casi femenina, pero nada afectada. Sonaba mortífera y muy competente.

—Hola, encanto.

Permanecí en silencio. No me iba a atrapar así por las buenas.

Volvió a sonar la voz, esta vez junto a la ventana.

—Voy a matarte, encanto. He venido a matarlos a ellos, pero tú me servirás.

Se produjo otra pausa mientras la sombra cambiaba de posición. Cuando volvió a sonar la voz, advertí que se encontraba junto a la ventana que había justo encima de mi cabeza, sobre la bañera. Se me subió el corazón a la garganta. Si encendía la linterna…

—No necesitamos cinco ruedas en este carro —dijo Jagger—. Lo siento.

Apenas lo oí moverse hacia la siguiente posición. Resultó ser de nuevo la puerta de entrada.

—Llevo mi fragmento encima. ¿Quieres venir a cogerlo?

Me acometió la necesidad de toser, pero me contuve.

—Ven a buscarlo, encanto —prosiguió en tono burlón—. El pastel entero. Ven a quitármelo.

Pero no me hacía falta, y supongo que lo sabía. Yo tenía la sartén por el mango. Podría encontrar el dinero con lo que tenía. Con su fragmento, Jagger no tenía ninguna posibilidad.

El silencio que siguió fue eterno. Media hora, una hora, para siempre. Una eternidad. Empezó a dolerme todo el cuerpo. Afuera estaba arreciando el viento, por lo que me resultaba imposible oír otra cosa que no fuera el golpeteo de la nieve contra las paredes. Hacía mucho frío. Se me estaban durmiendo las yemas de los dedos.

Hacia la una y media oí un susurro fantasmal parecido al sonido de ratas arrastrándose en la oscuridad. Contuve el aliento. Jagger había logrado entrar de algún modo. Estaba ahí mismo, en el centro de la habitación…

Y entonces lo entendí. El rigor mortis, acelerado por el frío, estaba moviendo al Sargento por última vez, eso era todo. Me tranquilicé un poco.

En aquel preciso instante, la puerta se abrió de golpe y Jagger se precipitó al interior de la cabaña, fantasmal y visible en el marco de nieve blanca, alto, desgarbado y desmañado. Le disparé, y la bala le atravesó un lado de la cabeza. Y en el breve destello del disparo, comprobé que lo que había agujereado era la cabeza de un espantapájaros sin rostro y ataviado con los pantalones y la camisa de algún granjero. La cabeza de arpillera se desprendió del palo de la escoba en cuanto chocó contra el suelo. Y entonces Jagger empezó a dispararme.

Tenía una semiautomática, y el interior de la bañera hacía las veces de tambor. La loza empezó a desprenderse, rebotar contra la pared y golpearme el rostro. Astillas de madera y una bala recién disparada cayeron sobre mí.

Y entonces Jagger empezó a avanzar sin dejar de disparar. Iba a matarme en la bañera como quien atrapa un pez en la red. Ni siquiera podía levantar la cabeza.

Fue el Sargento quien me salvó. Jagger tropezó con uno de sus grandes pies, se tambaleó y disparó contra el suelo en lugar de sobre mi cabeza. En aquel momento me puse de rodillas. Fingí que era un gran lanzador de béisbol y le golpeé la cabeza con la 45 de Barney.

El arma le dio pero no lo detuvo. Tropecé con el borde de la bañera al intentar salir para agarrarlo, y Jagger disparó dos tiros al azar que fueron a parar a mi izquierda.

La vaga silueta retrocedió para apuntar mejor. Con una mano se sujetaba la oreja en la que lo había golpeado. Me disparó en la muñeca, y el siguiente disparo me abrió la piel del cuello. En aquel momento, por increíble que parezca, tropezó de nuevo con el Sargento y cayó hacia atrás. Volvió a levantar el arma y disparó al techo. Fue su última oportunidad. Le arrebaté el arma de una patada y oí el crujido húmedo de sus huesos al romperse. Le di otra patada en los testículos, a lo que se encogió de dolor. Le di otra patada, esta vez en la nuca, y sus pies dibujaron un tatuaje inconsciente en el suelo. En aquel momento ya estaba prácticamente muerto, pero pese a ello seguí golpeándole una y otra vez, golpeándole hasta que de su cabeza no quedó más que pulpa y mermelada de fresa, hasta que no quedó nada que pudiera permitir identificarlo, ni dientes ni nada, golpeándole hasta que fui incapaz de seguir moviendo las piernas y los dedos de los pies.

De repente me di cuenta de que estaba gritando y que no había nadie que pudiera oírme aparte de un par de hombres muertos.

Me limpié la boca con el dorso de la mano y me arrodillé junto al cadáver de Jagger.

Había mentido respecto a su fragmento del mapa. No me sorprendió demasiado. No, retiro eso. No me sorprendió en absoluto.

Mi carro estaba exactamente en el lugar en que lo había dejado, a la vuelta de la esquina de la casa de Keenan, aunque ahora ya no era más que un fantasmal montón de nieve. Había dejado el VW del Sargento un kilómetro y medio antes de llegar a la casa de Keenan. Esperaba que la calefacción de mi coche funcionara. Tenía todo el cuerpo insensibilizado de frío. Abrí la puerta e hice una mueca al sentarme en mi asiento. El rasguño del cuello ya se me estaba curando, pero la muñeca me dolía como una condenada.

El motor se resistió durante un buen rato, pero por fin se encendió. La calefacción funcionaba, y el único limpiaparabrisas que quedaba apartó la mayor parte de la nieve que me bloqueaba la visibilidad. Jagger había mentido acerca de su fragmento del mapa, y el papel tampoco estaba en el discreto (y probablemente robado) Honda Civic en que había ido a la cabaña. Pero su dirección estaba en su cartera, y si de verdad necesitaba su parte, creía que tenía bastantes probabilidades de encontrarla. Pero no creía que me hiciera falta; tres fragmentos me bastarían, sobre todo porque el del Sargento era el que tenía la cruz.

Me puse en marcha con todo cuidado. Iba a tener cuidado durante mucho tiempo. El Sargento había tenido razón en una cosa. Barney había sido un idiota. No importaba ya el hecho de que también hubiera sido mi amigo. Ya había saldado mi deuda.

Entretanto, tenía muchas razones para ser cuidadoso.