Aunque tan solo contaba cinco años y era la más pequeña de los hermanos Bradbury, Melissa tenía unos ojos muy perspicaces y no era de extrañar que fuese la primera en descubrir que algo extraño había sucedido en la casa de Maple Street mientras la familia Bradbury estaba de vacaciones en Inglaterra.
Corrió a decirle a su hermano Brian que algo raro pasaba arriba, en el tercer piso. Le dijo que se lo enseñaría, pero no hasta que le jurara que no le contaría a nadie lo que había encontrado. Brian se lo juró, sabedor de que era de su padrastro de quien Lisa tenía miedo; al papá Lew no le gustaba que ninguno de los hermanos Bradbury «hiciera insensateces», así lo expresaba siempre, y había decidido que Melissa era la peor en aquel aspecto. Lissa, que era tan poco estúpida como ciega, era consciente de los prejuicios de Lew y los temía. De hecho, todos los hermanos Bradbury temían al segundo marido de su madre.
Lo más probable era que todo quedara en agua de borrajas, pero Brian se alegraba mucho de estar de vuelta en casa y estaba dispuesto a portarse bien con su hermana pequeña, a la que llevaba ni más ni menos que dos años; la siguió por el pasillo del tercer piso sin rechistar, y solo le tiró de las trenzas, que llamaba «frenos de emergencia», una vez.
Tuvieron que pasar de puntillas delante del estudio de Lew, la única habitación terminada del tercer piso, porque Lew estaba dentro, desempaquetando sus libretas y papeles y refunfuñando malhumorado. De hecho, Brian había empezado a pensar en lo que ponían en la tele aquella noche (le apetecía un montón una comilona, y una buena sesión de televisión por cable americana después de tres meses de BBC e ITV) cuando llegaron al final del pasillo.
Lo que vio más allá de la yema del dedo de su hermana pequeña desterró la televisión de su mente.
—Y ahora vuélvemelo a jurar —susurró Lissa—. Juro por mi vida que no se lo contaré a nadie, ni a papá Lew ni a nadie.
—Lo juro por mi vida —repitió Brian sin dejar de mirar aquello.
Y de hecho, dejó pasar media hora antes de contárselo a su hermana mayor, Laurie, que estaba deshaciendo las maletas en su habitación. Laurie se mostraba posesiva con su habitación como solo podía hacerlo una chica de once años, y echó una bronca de campeonato a Brian por entrar sin llamar, a pesar de que estaba completamente vestida.
—Lo siento —se disculpó Brian—, pero es que tengo que enseñarte una cosa. Es muy raro.
—¿Dónde?
Laurie siguió colocando ropa en los cajones como si tal cosa, como si nada de lo que pudiera contarle un niñato de siete años pudiera llegar a interesarla en lo más mínimo, pero Brian tampoco era ciego precisamente; sabía cuándo a Laurie le interesaba algo, y aquello le interesaba.
—Arriba, en el tercer piso. Al final del pasillo, después del estudio de papá Lew.
Laurie arrugó la nariz como siempre hacía cuando Brian o Lissa lo llamaban así. Ella y Trent recordaban a su verdadero padre, y no les gustaba nada el sustituto. Se habían impuesto la obligación de llamarlo simplemente Lew. El hecho de que a Lewis Evans no le gustara el tratamiento, de que en realidad lo hallara un poco impertinente, no hacía más que reforzar la convicción tácita pero intensa de Laurie y Trent de que se trataba del tratamiento correcto para el hombre con el que su madre (¡uf!) se acostaba por aquel entonces.
—No quiero subir —dijo Laurie—. Está de un humor de perros desde que hemos llegado. Trent dice que seguirá así hasta que empiece el curso y pueda volver a la rutina.
—Tiene la puerta cerrada. No haremos ruido. Lissa y mí hemos subido y ni siquiera se ha enterado.
—Lissa y yo.
—Eso, nosotros. Bueno, pues que no pasa nada. La puerta está cerrada y está hablando solo como siempre que se emociona.
—No lo soporto cuando habla solo —comentó Laurie en tono sombrío—. Nuestro padre nunca hablaba solo, y tampoco se encerraba solo en una habitación.
—Bueno, no creo que se haya encerrado —repuso Brian—, pero si realmente tienes miedo de que salga, coge una maleta vacía. Si sale decimos que vamos a ponerla en el armario donde siempre las guardamos.
—Pero ¿qué hay de raro allá arriba? —inquirió Laurie con un puño apoyado en la cadera.
—Te lo voy a enseñar —replicó Brian en tono solemne—; pero antes tienes que jurarme por mamá y por tu vida que no se lo contarás a nadie. —Se detuvo un momento como si reflexionara—. Y sobre todo no puedes contárselo a Lissa, porque yo se lo he jurado a ella —añadió por fin.
Ahora Laurie estaba de lo más interesada. Seguramente no había nada allá arriba, pero estaba harta de guardar ropa. Era impresionante la cantidad de trastos que una persona podía acumular en tres meses.
—Vale, lo juro.
Se llevaron dos maletas vacías, una para cada uno, pero sus precauciones resultaron ser innecesarias, pues su padrastro no salió del estudio en ningún momento. Mejor, seguramente; a juzgar por el sonido, se había puesto de un humor de perros. Los dos niños lo oían recorrer la habitación a grandes pasos, refunfuñar, abrir cajones y volverlos a cerrar de golpe. Por las rendijas de la puerta se escapaba un olor familiar que a Laurie le recordaba el hedor de los calcetines de deporte; era la pipa de Lew.
Laurie sacó la lengua, bizqueó y se llevó las manos a las orejas en ademán de burla cuando pasaron de puntillas por delante de la puerta.
Pero al cabo de un momento, cuando miró lo que Lissa había mostrado a Brian y ahora Brian le mostraba a ella, se olvidó de Lew del mismo modo que Brian se había olvidado de los maravillosos programas que podría ver en la tele aquella noche.
—¿Qué es? —susurró—. Madre mía, ¿qué significa?
—No sé —repuso Brian—. Pero recuerda, lo has jurado por mamá, Laurie.
—Sí, sí, pero…
—Repítelo.
A Brian no le gustaba nada la expresión de Laurie. Era una expresión de ir a contárselo a alguien, y tenía la sensación de que necesitaba un recordatorio.
—Sí, sí, por mamá —repitió Laurie sin pensar—. Pero, Brian, por todos los…
—Y por tu vida, no te olvides de eso.
—¡Qué pelmazo eres, Brian!
—Da igual, di que lo juras por tu vida.
—Por mi vida, por mi vida, ¿vale? —exclamó Laurie—. ¿Por qué eres tan pesado, Bri?
—No sé —repuso él con aquella sonrisa afectada que tanta rabia le daba a Laurie—. Supongo que tengo suerte.
Podría haberlo estrangulado…, pero una promesa era una promesa, sobre todo si la habías hecho en nombre de tu madre, así que Laurie esperó una hora antes de buscar a Trent y enseñárselo. También a él le hizo jurar que no se lo contaría a nadie, y su confianza en que Trent cumpliría su promesa era completamente justificada. Trent estaba a punto de cumplir los catorce, y como era el mayor, no tenía a nadie a quien contárselo… excepto a los adultos. Puesto que su madre se había ido a la cama con migraña, solo quedaba Lew, y eso era como decir que no quedaba nadie.
Los dos hermanos mayores no habían tenido necesidad de llevarse maletas vacías como camuflaje; su padrastro estaba abajo, mirando la conferencia de un tipo inglés sobre los normandos y los sajones (la especialidad de Lew en la universidad) en el vídeo, y disfrutando de su tentempié favorito, un vaso de leche y un bocadillo de ketchup.
Trent se quedó parado al final del pasillo, mirando lo que los demás niños habían visto antes que él. Se quedó ahí parado durante largo rato.
—¿Qué es, Trent? —preguntó por fin Laurie.
Ni siquiera se le había ocurrido que Trent no lo sabría. Trent lo sabía todo. Así que se lo quedó mirando casi incrédula cuando meneó lentamente la cabeza.
—No lo sé —admitió sin dejar de mirar la grieta—. Algún metal, creo. Ojalá me hubiera traído una linterna.
Metió un dedo en la grieta y dio unos golpecitos. A Laurie no le hizo mucha gracia el gesto, y sintió un gran alivio cuando Trent volvió a sacar el dedo.
—Sí, es metal.
—¿Y qué hace ahí? —preguntó Laurie—. Quiero decir, ¿estaba ahí antes?
—No —repuso Trent—. Me acuerdo de cuando volvieron a enyesar las paredes. Fue justo después de que mamá se casara con él. Y ahí no había más que listones.
—¿Y eso qué es?
—Pues tablones delgados —explicó Trent—. Se ponen entre el yeso y la pared exterior de la casa.
Trent volvió a meter el dedo en la grieta y de nuevo tocó el metal que parecía de un color blanco opaco desde fuera. La grieta medía unos diez centímetros de largo por un centímetro y medio en el punto más ancho.
—Y también pusieron aislamiento —prosiguió frunciendo el ceño con gesto pensativo antes de meter las manos en los bolsillos traseros de sus tejanos desteñidos—. Me acuerdo de eso. Es como una cosa rosa y temblorosa que se parece a las nubes de azúcar.
—¿Y dónde está? Yo no veo ninguna cosa rosa.
—Ni yo —dijo Trent—. Pero la pusieron. Me acuerdo muy bien. —Recorrió con la mirada los diez centímetros de grieta—. Este metal de la pared es nuevo. Me pregunto cuánto hay y hasta dónde llega. ¿Está solo aquí arriba o…?
—¿O qué? —preguntó Laurie con los ojos abiertos de par en par, expectante.
Empezaba a estar un poco asustada.
—¿O está en toda la casa? —terminó Trent en tono pensativo.
Al día siguiente, después de la escuela, Trent convocó a todos los hermanos Bradbury. Empezó un poco mal, porque Lissa acusó a Brian de incumplir lo que llamaba «su solemne juramento», y Brian, que estaba profundamente avergonzado, acusó a Laurie de poner en peligro el alma de su madre al habérselo contado a Trent. Aunque no estaba muy seguro de lo que era un alma (los Bradbury eran unitarianos), parecía estar bastante seguro de que Laurie había condenado la de su madre al infierno.
—Bueno —dijo Laurie—, tú tienes parte de culpa, Brian. Tú eres el que metió a mamá en esto. Deberías haberme dejado que jurara en nombre de Lew. Que él vaya al infierno.
Lissa, que era lo suficientemente joven y buena como para no desear que nadie fuera al infierno, se alteró tanto por la línea del discurso que estalló en sollozos.
—A callar todo el mundo —ordenó Trent, y abrazó a Lissa hasta que esta recobró la compostura—. A lo hecho pecho, y la verdad es que creo que ha sido para bien.
—¿Ah, sí? —intervino Brian.
Si Trent decía que algo estaba bien, Brian habría estado dispuesto a morir por defenderlo, por supuesto, pero Laurie había jurado en nombre de mamá.
—Una cosa tan rara hay que investigarla, y si perdemos el tiempo discutiendo sobre quién tiene razón y quién no, no acabaremos nunca.
Trent miró con intención el reloj de la pared de su habitación, que era donde se habían reunido. Eran las tres y veinte. No hacía falta añadir nada más. Su madre se había levantado aquella mañana para prepararle el desayuno a Lew, dos huevos hervidos durante tres minutos, tostadas integrales y mermelada, una de sus numerosas exigencias diarias, pero luego había vuelto a meterse en la cama y allí se había quedado. Sufría espantosos dolores de cabeza, migrañas que a veces le atormentaban el cerebro indefenso y a menudo confuso antes de desaparecer durante un mes aproximadamente.
No era probable que los viera en el tercer piso y se preguntara qué estarían tramando, pero «papá Lew» ya era harina de otro costal. Puesto que su estudio estaba en el mismo pasillo que la extraña grieta, solo podían contar con que no los sorprendiera si realizaban sus investigaciones cuando él estuviera fuera, y eso era lo que significaba la intencionada mirada de Trent al reloj.
La familia había regresado a Estados Unidos diez días antes de que Lew empezara de nuevo las clases, pero una vez a quince kilómetros de la universidad, se veía atraído hacia ella como una mosca a la miel. Había salido poco después de mediodía, con un maletín repleto de papeles que había recabado en distintos lugares de interés histórico durante su estancia en Inglaterra. Había anunciado que salía para archivar aquellos papeles. Trent creía que aquello significaba que los embutiría en uno de los cajones de su mesa, cerraría la puerta de su despacho con llave y bajaría al bar de la facultad de Historia. Ahí se pondría a chismorrear con sus amiguetes…, claro que, según había averiguado Trent, si eres profesor universitario, la gente cree que eres un idiota si tienes amiguetes. Lo que hay que tener son colegas. Así pues, Lew se había marchado, lo cual estaba muy bien, pero podía volver en cualquier momento entre entonces y las cinco, y eso estaba mal. Aun así, tenían un poco de tiempo, y Trent no iba a permitir que lo malgastaran discutiendo sobre quién había jurado qué a quién.
—Escuchad, chicos.
Le gustó comprobar que realmente lo estaban escuchando, olvidadas ya sus diferencias y reproches en la emoción de una investigación. A todos ellos les había asombrado que Trent fuera incapaz de explicar lo que Lissa había encontrado. Todos ellos compartían, al menos hasta cierto punto, la sencilla fe de Brian en Trent; si Trent estaba perplejo, si Trent creía que algo era raro e incluso increíble, entonces todos los demás creían lo mismo.
—Dinos lo que tenemos que hacer, Trent —dijo Laurie expresando el pensamiento de todos—, y lo haremos.
—Vale —accedió Trent—. Necesitamos algunas cosas.
Respiró profundamente y empezó a explicarles lo que necesitaban.
Una vez congregados en torno a la grieta situada al final del pasillo del tercer piso, Trent aupó a Lissa para que pudiera enfocarla con una pequeña linterna, la que su madre usaba para examinarles los oídos, los ojos y la nariz cuando no se encontraban bien. Todos veían el metal; no era lo bastante brillante como para reflejar con claridad la luz de la linterna, pero sí despedía un brillo sedoso. Era acero, en opinión de Trent, acero u otro tipo de aleación.
—¿Qué es una aleación, Trent? —inquirió Brian.
Trent meneó la cabeza. No lo sabía muy bien. Se volvió hacia Laurie para pedirle el taladro.
Brian y Lissa cambiaron una mirada inquieta cuando Laurie le pasó el taladro. Procedía del taller del sótano, y el sótano era el único lugar de la casa que seguía siendo de su verdadero padre. Papá Lew no había bajado ahí ni una docena de veces desde que se había casado con Catherine Bradbury. Eso no lo sabían solo Trent y Laurie, sino también los pequeños. No temían que papá Lew advirtiera que alguien había usado el taladro; lo que les preocupaba eran los agujeros que habría en la pared cerca de su estudio. Ninguno de ellos lo expresó en voz alta, pero Trent lo leía en sus rostros inquietos.
—Mirad —explicó Trent sosteniendo el taladro de forma que todos pudieran verlo bien—. Esto es lo que llaman una broca de punta de aguja. ¿Veis lo pequeña que es? Y puesto que solo vamos a hacer agujeros detrás de los cuadros, no creo que tengamos que preocuparnos.
Había alrededor de una docena de cuadros a lo largo del pasillo del tercer piso, la mitad de los cuales estaban colgados más allá del estudio, hacia el armario del final del pasillo donde guardaban las maletas. La mayoría eran vistas muy antiguas (y bastante aburridas) de Titusville, la ciudad en la que vivían los Bradbury.
—Ni siquiera las mira. ¿Cómo queréis que se ponga a mirar detrás? —corroboró Laurie.
Brian rozó la punta de la broca con el dedo y a continuación asintió con la cabeza. Lissa lo observó con atención, y luego copió los dos gestos de su hermano. Si Laurie decía que algo estaba bien, lo más probable era que fuera verdad; si Trent decía que algo estaba bien, casi seguro que era verdad; y si los dos estaban de acuerdo, entonces no cabía ninguna duda.
Laurie descolgó el cuadro más cercano a la pequeña grieta de la pared y se lo pasó a Brian. Trent aplicó el taladro. Los demás estaban agolpados a su alrededor como jugadores de campo alentando a su lanzador en un momento especialmente delicado de un partido de béisbol.
La broca entró sin dificultad en la pared, y el orificio que quedó era tan pequeño como habían prometido los dos hermanos. El cuadrado más oscuro de papel pintado que quedó al descubierto cuando Laurie descolgó el cuadro también resultaba alentador. Sugería que hacía mucho tiempo que nadie se molestaba en descolgar el oscuro grabado que mostraba la biblioteca pública de Titusville.
Después de que el taladro diera unas doce vueltas, Trent detuvo el aparato y sacó la broca.
—¿Por qué te has parado? —preguntó Brian.
—Porque he chocado con algo duro.
—¿Más metal? —inquirió Lissa.
—Creo que sí. Madera no era, seguro. Vamos a ver.
Enfocó la linterna y ladeó la cabeza en varias direcciones antes de sacudirla.
—Tengo la cabeza demasiado grande; levantemos a Lissa —propuso.
Laurie y Trent la auparon y Brian le pasó la linterna. Lissa observó la grieta con los ojos entornados.
—Igual que la grieta que encontré —anunció por fin.
—De acuerdo —ordenó Trent—. Al próximo cuadro.
El taladro chocó contra metal detrás del segundo cuadro y también detrás del tercero. Detrás del cuarto, que ya estaba bastante cerca del estudio de Lew, la broca se hundió hasta el fondo antes de que Trent la sacara. Cuando la auparon para que mirara, Lissa anunció que veía «la cosa rosa».
—Sí, el aislamiento del que te hablé —explicó Trent a Laurie—. Vamos a intentarlo con el otro lado del pasillo.
Tuvieron que hacer agujeros detrás de cuatro cuadros en el lado oriental del pasillo antes de toparse primero con los listones de madera y a continuación con el aislamiento colocado detrás del yeso…, y cuando estaban colgando el último cuadro, oyeron el inoportuno gruñido del viejo Porsche de Lew entrar por el sendero de coches.
Brian, que había sido el encargado de colgar el último cuadro, pues llegaba al gancho si se ponía de puntillas, lo dejó caer. Laurie alargó el brazo y lo agarró por el marco antes de que chocara contra el suelo. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que estaba temblando de tal forma que tuvo que pasarle el cuadro a Trent, ya que de lo contrario también ella lo habría dejado caer.
—Cuélgalo tú —pidió al volver el tenso rostro hacia su hermano mayor—. Lo habría dejado caer si hubiera estado pensando en lo que hacía. De verdad.
Trent colgó el cuadro, que mostraba unos carruajes tirados por caballos que paseaban por el parque, y vio que estaba un poco torcido. Alargó la mano para enderezarlo, pero la retiró justo antes de que sus dedos rozaran el marco. Sus hermanas y su hermano lo consideraban una especie de dios; pero Trent era lo suficientemente inteligente como para saber que no era más que un niño. Pero incluso un niño, siempre y cuando se tratara de un niño con dos dedos de frente, sabía que cuando las cosas empezaban a ir mal, lo mejor era dejarlas. Si seguía manoseando el cuadro acabaría tirándolo, sin duda alguna, y el suelo acabaría lleno de vidrios rotos, y de algún modo, Trent lo sabía.
—Vamos —susurró—. Abajo. A la sala de la tele.
La puerta trasera se cerró de golpe al entrar Lew.
—¡Pero no está recto! —protestó Lissa—. ¡No está…!
—¡Da igual! —exclamó Laurie—. Haz lo que te dice Trent.
Trent y Laurie se miraron con los ojos muy abiertos. Si Lew entraba en la cocina para prepararse algo que le permitiera resistir hasta la cena, tal vez todo fuera bien. Pero si no, se encontraría con Lissa y Brian en la escalera. Un solo vistazo bastaría para que supiera que algo tramaban. Los dos hermanos pequeños de la familia Bradbury eran lo bastante mayores como para mantener la boca cerrada, pero no la cara.
Brian y Lissa se marcharon a toda prisa.
Trent y Laurie los siguieron más despacio, sin dejar de escuchar. Hubo un momento de tensión casi insoportable, en el que el único sonido que se escuchaba era el de las pisadas de los pequeños en la escalera, y de repente, Lew aulló desde la cocina:
—¡DEJAD DE HACER TANTO RUIDO! ¡VUESTRA MADRE ESTÁ DURMIENDO UNA SIESTA!
«Y si esto no la despierta, nada la despertará», se dijo Laurie.
Aquella noche, cuando Trent estaba a punto de dormirse, Laurie abrió la puerta de su habitación, entró y se sentó junto a él en la cama.
—No te cae bien, pero eso no es todo —afirmó.
—¿Quién? ¿Cómo? —preguntó Trent entreabriendo un ojo.
—Lew —insistió ella en un susurro—. Ya sabes a quién me refiero, Trent.
—Sí —asintió él por fin—. Y tienes razón. No me cae bien.
—Le tienes miedo, ¿verdad?
—Sí, un poco —admitió su hermano tras un largo silencio.
—¿Solo un poco?
—Quizás un poco más que un poco —repuso Trent.
Le guiñó el ojo con la esperanza de arrancarle una sonrisa, pero Laurie se limitó a mirarlo con fijeza, y Trent desistió. No iba a poder hacerla reír, al menos no aquella noche.
—¿Por qué? ¿Crees que puede hacernos daño?
Lew les gritaba mucho, pero nunca les había puesto las manos encima. No, recordó Laurie de repente, eso no era del todo cierto. Una vez, Brian entró en su estudio sin llamar, y Lew le había dado unos azotes. Unos buenos azotes. Brian había intentado no llorar, pero al final no había podido contenerse. Y mamá también había llorado, aunque no había intentado detener a Lew. Pero debía de haberle dicho algo más tarde, porque Laurie oyó cómo Lew le gritaba a ella.
Aun así, no habían sido más que unos azotes, no una paliza, y Brian realmente podía llegar a ser un idiota cuando se lo proponía.
¿Se lo había propuesto aquella noche?, se preguntó Laurie. ¿O habría Lew dado unos azotes a su hermano hasta hacerlo llorar por algo que no era más que un inocente error de crío? No lo sabía, y de repente se le ocurrió un pensamiento desagradable, el tipo de pensamiento que le hizo comprender que Peter Pan no hubiese querido crecer: no estaba segura de querer saberlo. Pero lo que sí sabía era quién era el verdadero idiota.
Se dio cuenta de que Trent no había contestado a su pregunta, así que le asestó un leve puñetazo en el costado.
—¿Se te ha comido la lengua el gato o qué?
—Estaba pensando —repuso Trent—. No es una pregunta fácil, ¿sabes?
—Sí —asintió Laurie con gravedad—. Ya lo sé.
Y lo dejó seguir pensando.
—No —dijo Trent por fin al tiempo que entrelazaba las manos detrás de la nuca—. No lo creo, enana.
A Laurie no le gustaba nada que la llamara así, pero decidió pasarlo por alto aquella noche. No recordaba haber oído nunca a Trent hablarle con tanta cautela y seriedad.
—No creo que llegara a hacerlo…, pero creo que podría —prosiguió Trent incorporándose sobre un codo y mirándola con expresión aún más seria—. Pero creo que está haciendo daño a mamá, y creo que cada vez es peor.
—Mamá se arrepiente, ¿verdad? —preguntó Laurie.
De repente, sintió ganas de echarse a llorar. ¿Por qué los mayores eran a veces tan tontos en cosas de las que los niños se daban cuenta de buenas a primeras? Te entraban ganas de darles una patada.
—No quería ir a Inglaterra… y mira cómo le grita él a veces…
—Y no te olvides de los dolores de cabeza —añadió Trent con voz monótona—. Esos dolores de cabeza que, según Lew, mamá se provoca sola. Sí, señor, seguro que mamá se arrepiente.
—¿Tú crees que…? Ya sabes…
—¿Que llegaría a divorciarse?
—Sí —asintió Laurie aliviada.
No sabía si habría sido capaz de pronunciar aquella palabra, y si se hubiera dado cuenta de lo mucho que se parecía a su madre en aquel aspecto, habría podido contestar a su propia pregunta.
—No —negó Trent—. Mamá no haría una cosa así.
—Entonces no podemos hacer nada —sentenció Laurie con un suspiro.
—¿Ah, no? —replicó Trent en voz tan baja que Laurie apenas lo oyó.
Durante la siguiente semana y media, taladraron otros agujeritos por toda la casa, siempre en lugares en los que nadie podría verlos; agujeros detrás de los pósteres en sus habitaciones respectivas, detrás de la nevera, en la despensa (Brian consiguió deslizarse detrás y tener espacio suficiente para utilizar el taladro), en los armarios de la planta baja… Trent incluso taladró un agujero en una de las paredes del comedor, muy cerca del techo, en un rincón siempre sumido en sombras. Para ello se subió a la escalera de mano y Laurie la sujetó para mantenerla firme.
No había metal en ninguna parte. Solo listones.
Los niños se olvidaron del asunto durante un tiempo.
Cierto día, al cabo de un mes aproximadamente, cuando Lew ya había empezado a dar clases a tiempo completo, Brian fue a buscar a Trent y le dijo que había otra grieta en el yeso del tercer piso, y que veía metal detrás de ella. Trent y Melissa fueron de inmediato. Laurie seguía en la escuela, en el ensayo de la banda de música.
Al igual que el día en que encontraron la primera grieta, su madre estaba acostada a causa de un terrible dolor de cabeza. El humor de Lew había mejorado desde que habían empezado las clases, como habían asegurado Trent y Laurie, pero la noche anterior había tenido una bronca de campeonato con su madre, una discusión sobre una fiesta que padre quería organizar para los profesores de la facultad de Historia. La ex señora Bradbury odiaba y temía jugar a la anfitriona en fiestas de la facultad. Lew había insistido, y su madre había cedido por fin. Ahora estaba tendida en la habitación semioscura, con una toalla húmeda sobre los ojos y un frasco de Fiorinal sobre la mesita de noche, mientras Lew, probablemente, repartía invitaciones en el bar de la facultad y daba palmaditas en el hombro a sus colegas.
La nueva grieta se hallaba en la pared occidental del pasillo, entre la puerta del estudio y la escalera.
—¿Estás seguro de que has visto metal ahí dentro? —preguntó Trent—. Comprobamos esta pared la primera vez, Bri.
—Pues míralo tú —replicó Brian.
Trent fue a comprobarlo. No le hacía falta la linterna; aquella grieta era más ancha, y no cabía duda de que detrás había metal.
Tras observar la grieta durante largo rato, Trent les dijo que tenía que ir a la ferretería de inmediato.
—¿Para qué? —inquirió Lissa.
—Para comprar un poco de yeso. No quiero que Lew vea la grieta. —Vaciló un instante antes de añadir—: Y sobre todo no quiero que vea el metal que hay dentro.
—¿Por qué no, Trent? —preguntó Lissa con el ceño fruncido.
Pero Trent no lo sabía con seguridad. Al menos de momento.
Empezaron a taladrar de nuevo, y esta vez encontraron metal detrás de todas las paredes del tercer piso, inclusive las del estudio de Lew. Trent entró a hurtadillas una tarde para hacer unos agujeros mientras Lew estaba en la universidad y su madre estaba fuera, comprando cosas para la fiesta que se avecinaba.
La antigua señora Bradbury estaba muy pálida aquellos días, incluso Lissa se percataba de ello, pero cuando alguno de los niños le preguntaba si se encontraba bien, siempre esbozaba una sonrisa preocupante y demasiado radiante y respondía que estaba como nunca, como una rosa. Laurie, que podía llegar a ser muy directa, le dijo que estaba demasiado delgada. Oh, no, contestó su madre, Lew dice que me estaba poniendo como una foca en Inglaterra, con todos esos banquetes a la hora del té. Estaba intentando volver a ponerse en forma, nada más.
Laurie sabía que no era cierto, pero ni siquiera Laurie era tan directa como para acusar a su madre de mentirosa. Si los cuatro hubieran acudido a ella en grupo, si la hubieran atacado en tropel, por así decirlo, tal vez habrían escuchado una historia bien distinta. Pero ni siquiera a Trent se le ocurrió hacer algo así.
De la pared situada detrás de la mesa colgaba un diploma enmarcado de Lew. Mientras los demás niños se agolpaban delante de la puerta, a punto de vomitar de miedo, Trent descolgó el diploma enmarcado, lo dejó sobre la mesa y practicó un orificio diminuto en el centro del cuadrado que había dejado. La broca entró unos cinco centímetros antes de chocar contra el metal.
Trent volvió a colgar con todo cuidado el diploma, se aseguró de que no quedara torcido y salió del estudio.
Lissa estalló en sollozos de alivio, y Brian se apresuró a imitarla; parecía enojadísimo consigo mismo, pero aun así, fue incapaz de contenerse. Laurie tuvo que luchar con denuedo para contener las suyas.
Taladraron agujeros a intervalos regulares a lo largo de la escalera que conducía al segundo piso y también encontraron metal detrás de aquellas paredes. El metal llegaba hasta la mitad del pasillo del segundo piso en su camino hacia la fachada de la casa. Había metal detrás de las paredes de la habitación de Brian, pero solo detrás de una de las paredes del cuarto de Laurie.
—No ha terminado de crecer aquí dentro —comentó Laurie en tono sombrío.
Trent la miró sorprendido.
—¿Eh?
Pero antes de que Laurie pudiera contestar, Brian tuvo una idea brillante.
—¡El suelo, Trent! —exclamó—. Vamos a ver si también hay metal en el suelo.
Trent se lo pensó, se encogió de hombros y taladró un agujero en el suelo de la habitación de Laurie. La broca se hundió hasta el fondo sin topar con nada, pero cuando retiró la alfombra que había al pie de su propia cama e hizo una agujero, lo que encontró fue acero macizo… o al menos, algo macizo.
Luego, a instancias de Lissa, se subió a un taburete e hizo un agujero en el techo, con los ojos entornados para que no le entrara el polvillo de yeso en los ojos.
—Doing —anunció al cabo de unos instantes—. Más metal. Dejémoslo por hoy.
Laurie fue la única en darse cuenta de lo preocupado que estaba Trent.
Aquella noche, después del toque de queda, fue Trent el que acudió a la habitación de Laurie, y Laurie no fingió estar medio dormida. Lo cierto era que ninguno había dormido demasiado bien en las últimas dos semanas.
—¿A qué te referías? —susurró Trent mientras se sentaba en el borde de la cama.
—¿Sobre qué? —replicó Laurie incorporándose sobre un codo.
—Has dicho que no había acabado de crecer en tu cuarto. ¿Qué querías decir?
—Vamos, Trent, no eres tonto.
—No, no lo soy —convino su hermano sin afectación—. A lo mejor solo quiero que me lo digas tú, enana.
—Si me llamas así no me oirás decir nada.
—Vale. Laurie, Laurie, Laurie. ¿Contenta?
—Sí. Esa cosa está creciendo por toda la casa. —Hizo una pausa antes de proseguir—. No, no es verdad. Está creciendo debajo de la casa.
—Eso tampoco es verdad.
Laurie reflexionó por un momento y a continuación suspiró.
—Vale —concedió—. Está creciendo en la casa. Está robando la casa. ¿Te parece bien, listillo?
—Robando la casa —repitió Trent en un murmullo.
Permaneció sentado en la cama, mirando el póster de Chrissie Hynde que tenía Laurie mientras parecía saborear la expresión que había empleado. Por fin asintió con la cabeza y esbozó aquella sonrisa que tanto le gustaba a Laurie.
—Sí, eso está muy bien.
—Sea lo que sea, parece que está vivo.
Trent volvió a asentir. Aquella idea ya se le había ocurrido. No sabía cómo era posible que el metal estuviera vivo, pero, desde luego, no veía otra explicación, al menos de momento.
—Pero eso no es lo peor.
—¿Y qué es lo peor?
—Lo hace a escondidas.
Los ojos de Laurie, clavados solemnemente en los de su hermano, aparecían muy abiertos y asustados.
—Eso es lo que menos me gusta. No sé cómo empezó ni lo que significa, y la verdad es que no me importa. Pero crece a escondidas.
Laurie se pasó la mano por el espeso cabello rubio para apartárselo de las sienes. Se trataba de un gesto preocupado e inconsciente que a Trent le recordaba muchísimo a su padre, que había tenido el pelo del mismo color.
—Tengo la sensación de que va a pasar algo, Trent, solo que no sé qué, y es como una pesadilla de la que no puedes salirte del todo. ¿No te pasa a veces?
—Un poco, sí. Pero yo sé que va a pasar algo. E incluso es posible que sepa qué es.
Laurie se incorporó en la cama con brusquedad y le cogió las manos.
—¿Que lo sabes? ¿Qué? ¿Qué es?
—No estoy seguro —repuso Trent mientras se levantaba—. Creo que lo sé, pero todavía no estoy preparado para decir lo que creo. Tengo que seguir buscando un poco más.
—Si hacemos muchos agujeros más, la casa se va a caer.
—No he dicho hacer agujeros, he dicho buscar.
—¿Buscar qué?
—Algo que todavía no está…, que todavía no ha crecido. Pero cuando crezca, no creo que pueda esconderse.
—¡Dímelo, Trent!
—Todavía no —replicó él antes de darle un rápido beso en la mejilla—. Además, no debes ser tan curiosa, enana.
—¡Te odio! —exclamó ella en un susurro al tiempo que se tendía de nuevo y se echaba la sábana sobre la cabeza.
Pero se sentía mucho mejor después de haber hablado con Trent, y durmió mejor de lo que había dormido toda la semana anterior.
Trent encontró lo que buscaba dos días antes de la gran fiesta. Al ser el mayor, tal vez debería haberse dado cuenta de que su madre había empezado a tener un aspecto terrible, con la piel brillante y estirada sobre los pómulos, la tez tan pálida que había adquirido un feo matiz amarillento. Debería haber advertido la frecuencia con que se frotaba las sienes, pese a que negaba, casi con pánico, que tuviera migraña o que llevaba una semana atormentada por ella.
No obstante, no se dio cuenta de ninguno de aquellos síntomas. Estaba demasiado absorto en su búsqueda.
En los cuatro o cinco días que mediaron entre su conversación nocturna con Laurie y el día en que encontró lo que buscaba, revisó todos los armarios de la vieja casona al menos tres veces; el altillo que había sobre el estudio de Lew cinco o seis veces; el viejo sótano media docena de veces.
Y por fin lo encontró en el sótano.
No es que no encontrara cosas extrañas en otros lugares de la casa; de hecho, había encontrado muchas cosas. Había un pomo de acero inoxidable en el techo del armario del segundo piso. Una armadura curvada de metal sobresalía del armarito de maletas del tercer piso. Era de metal gris opaco, aunque pulido… hasta que lo tocó. Cuando lo rozó, la armadura despidió una luz de color rojizo, y Trent oyó un leve aunque poderoso zumbido procedente de las profundidades de la pared. Apartó la mano como si la armadura quemara, y de hecho, en el primer momento, cuando adquirió un color que asociaba con los quemadores de las cocinas eléctricas, habría jurado que realmente quemaba. Cuando retiró la mano, el metal curvado se tornó de nuevo gris. El zumbido cesó al instante.
El día antes, en el altillo, había observado una telaraña de cables delgados y enmarañados que surgía de un rincón oscuro bajo el alerón. Trent estaba recorriendo el lugar a gatas, sin conseguir más que acalorarse y ensuciarse, cuando de repente había descubierto aquel asombroso fenómeno. Se quedó petrificado, contemplando por entre los desordenados mechones de su cabello los cables que surgían de ninguna parte, o al menos, eso parecía, se encontraban, se entrelazaban de tal forma que parecían fundirse y después continuaban hasta el suelo, donde descansaban anclados entre vagos montoncitos de serrín. Parecían estar creando una suerte de abrazadera flexible, y daba la impresión de que sería muy resistente, capaz de sostener la casa aunque se produjeran muchas sacudidas y golpes.
Pero ¿qué sacudidas?
¿Qué golpes?
Una vez más, Trent creyó saberlo. Le resultaba difícil de creer, pero creía saberlo.
En el extremo norte, detrás del taller y la estufa, había un pequeño armario. Su padre lo había llamado la «bodega de vinos», y aunque no había colocado más de dos docenas de botellas de vinazo (una palabra que siempre había hecho reír a su madre), todas ellas estaban guardadas con gran cuidado en los estantes entrecruzados que él mismo había fabricado.
Lew entraba ahí aun con menor frecuencia que en el taller; no bebía vino. Y si bien su madre a menudo se había tomado una copa o dos con su padre, ahora tampoco bebía. Trent recordó lo triste que se había puesto la vez que Bri le había preguntado por qué ya no se tomaba nunca una copa de vinazo delante del fuego.
—Lew no aprueba la bebida —le había explicado su madre a Brian—. Dice que es un vicio.
Había un candado en la puerta de la bodega, pero solo lo habían colocado ahí para que la puerta no se abriera de golpe y permitiera que el calor de la estufa entrara en la bodega. La llave estaba colgada junto a él, pero Trent no la necesitaba. Había dejado el candado abierto tras su primera investigación, y nadie había bajado a cerrarlo desde entonces. Que él supiera, nadie iba ya a aquel extremo del sótano.
No le sorprendió demasiado el agrio olor a vino derramado que percibió al acercarse a la puerta; no era sino otra prueba de lo que él y Laurie ya sabían… Se estaban produciendo silenciosos cambios por toda la casa. Abrió la puerta, y aunque lo que vio le dio miedo, lo cierto era que no lo sorprendió.
Unas estructuras de metal se habían abierto paso a través de las paredes de la bodega, rompiendo los estantes de compartimentos en forma de rombo y tirando las botellas de Bollinger, Mondavi y Battiglia al suelo, donde se habían hecho añicos.
Al igual que los cables del altillo, fuera lo que fuese lo que se estaba formando allí, lo que estaba creciendo, según palabras de Laurie, todavía no estaba terminado. Se desarrollaba entre destellos de luz que deslumbraron a Trent y le hicieron sentir náuseas.
No obstante, allí no había cables ni barras curvadas. Lo que estaba creciendo en la bodega de vinos ya olvidada que había pertenecido a su verdadero padre parecía una serie de cajas, consolas y salpicaderos. Mientras miraba, vagas siluetas brotaban del metal como cabezas de serpientes emocionadas, cobraban forma y se convertían en diales, palancas y pantallas. Había algunas luces que empezaron a parpadear mientras Trent las observaba.
Un leve suspiro acompañaba el acto de creación.
Trent avanzó otro paso hacia el cuartito; le había llamado la atención una luz o serie de luces rojas especialmente brillantes. Al avanzar no pudo contener un estornudo, pues las máquinas y consolas que avanzaban por el viejo hormigón habían levantado una cantidad considerable de polvo.
Las luces que le habían llamado la atención eran números. Se hallaban bajo una protección de vidrio y formaban parte de una estructura de metal que se abría paso a partir de una consola. Aquel nuevo objeto parecía una especie de silla, aunque era imposible que nadie que se sentara en ella estuviera cómodo. Al menos, nadie con forma humana, se dijo Trent con un escalofrío.
La tira de vidrio se hallaba en uno de los brazos de la extraña silla…, si es que era una silla. Y era posible que los números le hubieran llamado la atención porque se movían.
De
72:34:18
pasaron a
72:34:17
y a continuación a
72:34:16.
Trent miró el reloj, que contaba con un segundero que le confirmó lo que sus ojos ya le habían revelado. La silla podía o no ser una silla, pero los números que había bajo el vidrio eran un reloj digital. Un reloj que retrocedía. Una cuenta atrás, para ser exactos. ¿Y qué sucedería cuando el reloj pasara finalmente de
00:00:01
a
00:00:00
al cabo de tres días?
Estaba casi seguro de que lo sabía. Cualquier niño americano sabe que pasa una de dos cosas cuando un reloj que retrocede llega a cero: una explosión o un despegue.
Trent creía que había demasiado equipo, demasiados artilugios como para que se tratara de una explosión.
Creía que algo se había infiltrado en la casa mientras estaban en Inglaterra. Una especie de espora, tal vez, que había volado por el espacio durante mil millones de años antes de quedar atrapado en la fuerza de gravedad de la Tierra, había caído por la atmósfera como una hoja atrapada en una suave brisa y por fin se había colado en la chimenea de una casa de Titusville, Indiana.
Dentro de la casa de los Bradbury, sita en Titusville, Indiana.
Podría haber sido cualquier otra cosa, por supuesto, pero la idea de la espora le parecía correcta a Trent, y aunque era el mayor de los hermanos Bradbury, todavía era lo suficientemente joven como para dormir bien después de comerse una pizza de salami a las nueve de la noche, y como para creer a pies juntillas en sus percepciones y su intuición. Y a fin de cuentas, no importaba, ¿verdad? Lo que importaba era lo que había ocurrido.
Y por supuesto, lo que iba a ocurrir.
Al salir de la bodega, Trent no solo cerró el candado, sino que también se llevó la llave.
Sucedió algo terrible en la fiesta de la facultad de Lew. Ocurrió a las nueve menos cuarto, solo tres cuartos de hora después de que llegaran los primeros invitados, y más tarde, Trent y Laurie oyeron a Lew gritando a su madre que la única consideración que había mostrado hacia él había sido ponerse estúpida tan pronto, ya que si hubiera esperado hasta las diez, por ejemplo, habrían tenido a más de cincuenta personas paseándose por el salón, el comedor, la cocina y la salita trasera.
—Pero ¿qué narices te pasa? —lo oyeron gritar Trent y Laurie, y cuando Trent sintió que la mano de Laurie se deslizaba en la suya, se la oprimió con fuerza—. ¿Es que no sabes lo que dirá la gente? ¿Es que no sabes cómo hablan los de la facultad? ¡La verdad, Catherine, menudo espectáculo has dado!
La única respuesta de su madre fue un llanto débil e indefenso, y por un instante, Trent sintió un ramalazo de terrible odio hacia ella. ¿Por qué se había casado con él? ¿Acaso no se merecía aquello por haber sido tan estúpida?
Avergonzado de sí mismo, desterró aquel pensamiento de su mente y se volvió hacia Laurie. Quedó consternado al ver que tenía las mejillas surcadas de lágrimas, y el silencioso dolor que vio en sus ojos le atravesó el corazón como un puñal.
—Qué fiesta más divertida, ¿verdad? —susurró Laurie al tiempo que se secaba las mejillas con las palmas de las manos.
—Y que lo digas, enana.
Abrazó a su hermana para que pudiera llorar contra su hombro sin ser oída.
—La tendremos en la lista de las diez mejores a final de año, eso seguro.
Por lo visto, Catherine Evans, que nunca había deseado con mayor fuerza y amargura volver a ser Catherine Bradbury, había estado mintiendo a todo el mundo. Esta vez no llevaba un par de días con una terrible migraña, sino un par de semanas. Durante ese período apenas había comido y había adelgazado siete kilos. Estaba sirviendo canapés a Stephen Krutchner, el decano de la facultad de Historia, y a su esposa cuando sintió que las cosas perdían color y perdió el mundo de vista. Había caído hacia delante y vertido toda una bandeja de rollitos de cerdo sobre la pechera del caro vestido Norma Kamali que la señora Krutchner se había comprado especialmente para la ocasión.
Brian y Lissa habían oído el estruendo y habían bajado la escalera a hurtadillas y en pijama para ver qué pasaba aunque ambos…, los cuatro, de hecho, habían recibido órdenes estrictas de papá Lew de no bajar de los pisos superiores una vez empezara la fiesta.
—A la gente de la universidad no le gusta ver a niños en sus fiestas —les había explicado con brusquedad aquella tarde—. No saben qué pensar.
Al ver a su madre tendida en el suelo, rodeada por un círculo de profesores preocupados (la señora Krutchner no estaba allí; había corrido a la cocina para frotarse el vestido con agua fría antes de que las manchas de salsa tuvieran oportunidad de secarse), olvidaron la orden de su padrastro y entraron corriendo en el salón. Lissa estaba llorando. Brian gritaba consternado. Lissa golpeó al jefe de Estudios Asiáticos en los riñones. Brian, que le llevaba dos años y pesaba quince kilos más, lo hizo aún mejor, pues derribó a la profesora invitada del semestre de otoño, una pava rolliza embutida en un vestido rosa y zapatos de noche de punta rizada que fue a parar directamente a la chimenea. La mujer se quedó ahí sentada, desconcertada y envuelta en una gran nube de ceniza gris.
—¡Mamá! ¡Mamaítaa! —chilló Brian zarandeando a la ex señora Bradbury—. ¡Mamááá! ¡Despierta!
La señora Evans se movió y gimió.
—Id arriba —ordenó Lew con frialdad—. Los dos.
Al ver que no le obedecían, Lew puso una mano sobre el hombro de Lissa y se lo oprimió hasta que la pequeña chilló de dolor. Lew le lanzó una mirada furiosa desde un rostro que se había puesto blanco como el papel a excepción de dos manchas rojas como colorete barato que tenía en el centro de ambas mejillas.
—Yo me ocuparé de esto —masculló con los dientes tan apretados que ni siquiera podía despegarlos para hablar—. Tú y tu hermano os iréis arriba y…
—Quítale la mano de encima, hijo de puta —ordenó Trent con toda claridad.
Lew y todos los invitados que habían llegado lo bastante pronto como para presenciar tan entretenido espectáculo se volvieron hacia la arcada que separaba el salón del vestíbulo y bajo la cual se encontraban Trent y Laurie. Trent estaba tan pálido como su padrastro, pero su rostro aparecía calmado y compuesto. Algunos de los invitados de la fiesta, no muchos, pero sí unos cuantos, habían conocido al primer marido de Catherine Evans, y más tarde convinieron en afirmar que el parecido entre padre e hijo era extraordinario. De hecho, era casi como si Bill Bradbury hubiera regresado de entre los muertos para enfrentarse a su malhumorado sustituto.
—Quiero que vayáis arriba —insistió Lew—. Los cuatro. No hay nada de qué preocuparse. Nada en absoluto.
La señora Krutchner había regresado de la cocina con la pechera del vestido mojada pero sin manchas.
—Suelta a Lissa —dijo Trent.
—Y apártate de nuestra madre —añadió Laurie.
La señora Evans estaba sentada con las manos en la cabeza y miraba en derredor con expresión confusa. El dolor de cabeza había desaparecido como por encanto, dejándola desorientada y débil, pero al menos libre de la agonía que la había atormentado durante las últimas dos semanas. Sabía que había hecho algo terrible, que había puesto a Lew en evidencia, tal vez incluso había provocado que cayera en desgracia, pero de momento se sentía demasiado agradecida de que el dolor hubiera desaparecido. La vergüenza llegaría más tarde. Lo único que deseaba ahora era irse arriba muy despacio y tenderse.
—Seréis castigados por esto —amenazó Lew mientras miraba a sus cuatro hijastros en el silencio casi absoluto que reinaba en el salón.
No los miró a todos a la vez, sino uno a uno, como si determinara el carácter y la gravedad de cada delito. Lissa se echó a llorar cuando la miró a ella.
—Quiero disculparme por su mala conducta —dijo Lew a los invitados—. Me temo que mi mujer es un poco indulgente con ellos. Lo que necesitan es una buena niñera inglesa…
—No seas idiota, Lew —intervino la señora Krutchner.
Su voz era muy potente pero no demasiado armónica; ella también parecía una idiota en plena forma. Brian dio un respingo, se aferró a su hermana y también estalló en sollozos.
—Tu mujer se ha desmayado. Están preocupados por ella, nada más —prosiguió la mujer.
—Y tienen razón —añadió la profesora invitada mientras luchaba por sacar su voluminoso cuerpo de la chimenea. El vestido rosa había adquirido un matiz grisáceo y su rostro estaba surcado de hollín. Solo sus zapatos de punta rizada parecían haber escapado de la masacre, pero todo aquel asunto no parecía haberla inmutado apenas.
—Está muy bien que los niños se preocupen por su madres. Y que los maridos se preocupen por sus mujeres.
Al hablar miraba a Lew Evans con intención, pero el hombre no se percató de su mirada, pues estaba observando cómo Trent y Laurie ayudaban a su madre a subir la escalera. Lissa y Brian los seguían de cerca, como si fueran la guardia de honor.
La fiesta continuó. El incidente quedó más o menos aparcado, como suele suceder con las escenas desagradables en las fiestas de profesores universitarios. La señora Evans, que había dormido tres horas por noche como máximo desde que su marido le había anunciado que pensaba dar una fiesta, se quedó dormida en cuanto su cabeza rozó la almohada, y los niños oyeron a Lew en la planta baja, mostrándose encantador sin ella. Trent sospechaba que incluso estaba un poco aliviado de no tener que cargar con el escurridizo y asustado ratoncillo que tenía por mujer.
No subió ni una sola vez para ver cómo estaba.
Ni una sola vez. No hasta que terminó la fiesta.
Tras acompañar al último invitado a la puerta, subió la escalera con paso pesado y le ordenó que se despertara… Y ella se despertó, obedeciéndole en eso del mismo modo que le había obedecido en todo lo demás desde el momento en que había cometido el craso error de decir al pastor y a Lew sí, quiero.
A continuación, Lew se asomó a la habitación de Trent y miró a los niños.
—Sabía que estaríais aquí —afirmó con una leve y satisfecha inclinación de cabeza—. Conspirando. Os castigaré a todos. Sí, señor. Mañana. Ahora quiero que os vayáis a la cama y penséis en ello. A vuestras habitaciones. Y nada de pasearse por ahí.
Desde luego, ni Lissa ni Brian se «pasearon por ahí»; estaban demasiados exhaustos y emocionalmente fatigados como para hacer otra cosa que meterse en la cama y dormirse en el acto. Pero Laurie regresó a la habitación de Trent a pesar de la orden de «papá Lew», y los dos escucharon en silencio y horrorizados mientras su padrastro reñía a su madre por atreverse a perder el conocimiento en su fiesta…, y mientras su madre lloraba sin ni siquiera discutir ni defenderse.
—Oh, Trent, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Laurie con la voz amortiguada por el hombro de su hermano.
El rostro de Trent aparecía extremadamente pálido y sereno.
—¿Que qué vamos a hacer? —replicó—. No vamos a hacer nada, enana.
—¡Pero tenemos que hacer algo, Trent! ¡Tenemos que hacer algo! ¡Tenemos que ayudarla!
—No, no tenemos que ayudarla —rechazó Trent con una leve y en cierto modo espantosa sonrisa—. La casa se encargará de eso.
Miró el reloj e hizo unos cálculos mentales.
—Alrededor de las tres y treinta y cuatro de mañana por la tarde, la casa se encargará de todo.
No hubo castigos a la mañana siguiente; Lew Evans estaba demasiado concentrado en su seminario de las ocho sobre las Consecuencias de la Conquista Normanda. A Trent y a Laurie no les extrañó demasiado aquello, pero la verdad es que sintieron un gran alivio. Lew les dijo que quería verlos en su estudio aquella noche, uno por uno, y «darles unos cuantos azotes de justicia a cada uno». Una vez pronunciada aquella amenaza en forma de siniestra cita, Lew salió de casa con la cabeza alta y el maletín sujeto con firmeza en la mano. Su madre todavía dormía cuando el Porsche se alejó rugiendo por la calle.
Los dos hermanos pequeños estaban de pie junto a la cocina, abrazados como en una ilustración de un cuento de los hermanos Grimm, le pareció a Laurie. Lissa lloraba. Brian se estaba reprimiendo de momento, pero estaba pálido y tenía profundas ojeras.
—Nos pegará —aseguró Brian a Trent—. Y nos pegará fuerte, ya verás.
—No —replicó Trent.
Los pequeños lo miraron esperanzados aunque algo incrédulos. Al fin y al cabo, Lew había anunciado que los pegaría; ni siquiera Trent se libraría de tan dolorosa humillación.
—Pero, Trent… —empezó Lissa.
—Escuchadme —interrumpió Trent al tiempo que apartaba una silla de la mesa y se sentaba en ella a horcajadas frente a los pequeños—. Escuchadme con atención y no os perdáis ni una sola palabra. Es muy importante, y ninguno de nosotros puede fastidiarla.
Los pequeños lo miraron en silencio con los ojos verdiazules muy abiertos.
—En cuanto acabe la escuela, quiero que volváis directamente a casa…, pero solo hasta la esquina. La esquina de Maple Street y Walnut Street. ¿Entendido?
—S-sí —asintió Lissa vacilante—. Pero ¿por qué, Trent?
—Da igual —repuso Trent.
Le relucían los ojos, que tenían el mismo matiz verdiazul que los de sus hermanos. Sin embargo, a Laurie no le parecía un brillo alegre; de hecho, se le antojaba algo peligroso.
—Vosotros limitaos a venir. Quedaos al lado del buzón. Tenéis que estar ahí a las tres en punto, como mucho a y cuarto. ¿Entendido?
—Sí —repuso Brian por los dos—. Entendido.
—Laurie y yo ya estaremos ahí o si no, llegaremos justo después.
—¿Y cómo vamos a hacerlo, Trent? —inquirió Laura—. No salimos de la escuela hasta las tres, y yo tengo ensayo, y el autobús tarda…
—Hoy no vamos a la escuela —interrumpió Trent.
—¿No? —exclamó Laurie anonadada.
—¡Trent! —gritó Lissa horrorizada—. ¡No puedes hacer eso! ¡Es… es… hacer novillos!
—Y ya va siendo hora —replicó Trent en tono sombrío—. Y ahora preparaos para ir al colegio. Pero recordad: en la esquina de Maple y Walnut a las tres en punto, y cuarto como mucho. Y hagáis lo que hagáis, no vengáis a casa.
Miró a Brian y a Lissa con tal fijeza que los pequeños adoptaron una expresión atemorizada y se volvieron a abrazar en busca de mutuo consuelo. Incluso Laurie estaba asustada.
—Esperadnos ahí, pero no os atreváis a entrar en la casa —repitió—. En ningún caso.
Una vez se hubieron ido los pequeños, Laurie agarró a Trent por la camisa y exigió que le explicara lo que estaba pasando.
—Tiene que ver con lo que está creciendo en la casa. Sé que es así, y si quieres que haga novillos y te ayude, ¡será mejor que me cuentes lo que pasa, Trent Bradbury!
—Tranquila, ahora te lo cuento —repuso Trent al tiempo que se zafaba de la mano de Laurie—. Y baja la voz. No quiero que mamá se despierte. Nos obligaría a ir al colegio, y eso no nos conviene nada.
—Bueno, ¿qué pasa? ¡Cuéntamelo!
—Vamos abajo. Quiero enseñarte una cosa.
Los dos hermanos bajaron a la bodega.
Trent no sabía con seguridad si Laurie accedería a ayudarle con lo que tenía en mente, porque incluso a él le parecía terriblemente… bueno, definitivo, pero Laurie sí accedió. No creía que lo hubiera hecho de tratarse tan solo de aguantar unos cuantos azotes de «papá Lew», pero a Laurie le había afectado tanto ver a su madre inconsciente en el suelo del salón como a Trent observar la fría reacción de su padrastro.
—Sí —asintió Laurie con tristeza—. Creo que tenemos que hacerlo.
Estaba mirando los números parpadeantes que había en el brazo de la silla. Ahora indicaban
07:49:21.
La bodega de vinos había dejado de ser una bodega de vinos. Apestaba a vino, eso sí, y había montones de vidrio verde esparcidos por el suelo entre las ruinas de los estantes que había construido su padre, pero ahora parecía una versión demencial del puente de mando de la nave Enterprise. Las agujas de los diales giraban. Las pantallas digitales parpadeaban, cambiaban y volvían a parpadear. Las luces lanzaban destellos intermitentes.
—Sí —convino Trent—. Yo también lo creo. ¡Ese hijo de puta! ¿Oíste cómo le gritaba?
—Trent, para.
—¡Es un gilipollas! ¡Un cabrón! ¡Un hijo de perra!
Pero aquello no era más que una manera soez de ahuyentar el miedo, y ambos lo sabían. Contemplar aquella extraña aglomeración de instrumentos y mandos ponía a Trent enfermo de duda e inquietud. De repente recordó un libro que su padre le había leído cuando era pequeño, una historia de Mercer Mayer en la que una criatura llamada el Monstruo Devorador de Sellos había metido a una niña en un sobre y la había enviado A Quien Pueda Interesar. ¿No era más o menos lo que tenía intención de hacer con Lew Evans?
—Si no hacemos algo acabará matándola —aseguró Laurie en voz baja.
—¿Qué?
Trent volvió la cabeza con tal brusquedad que se hizo daño en el cuello, pero Laurie no lo estaba mirando, sino que estaba absorta en los números rojos de la cuenta atrás. Su luz se reflejaba en los cristales de las gafas que llevaba los días de colegio. Parecía hipnotizada, sin darse cuenta de que Trent la estaba mirando, tal vez sin percatarse siquiera de que estaba ahí.
—No a propósito —prosiguió ella—. Incluso es posible que se ponga triste. Al menos durante un tiempo. Porque creo que la quiere, de alguna forma, y que ella lo quiere a él. Ya sabes, de alguna forma. Pero él hace que mamá esté cada vez peor. Se pondrá enferma cada dos por tres, y entonces…, un buen día…
Laurie se interrumpió y miró a Trent, y algo en su rostro lo asustó más que cualquier cosa que hubiera en su extraña casa cambiante.
—Explícamelo, Trent —pidió Laurie aferrándole el brazo con una mano muy fría—. Explícame cómo vamos a hacerlo.
Subieron juntos al estudio de Lew. Trent estaba dispuesto a ponerlo todo patas arriba si era necesario, pero encontraron la llave en el cajón superior, guardada con todo cuidado en un sobre sobre el que se leía la palabra ESTUDIO en la letra pequeña, pulcra y algo reprimida de Lew. Trent se la metió en el bolsillo. Salieron de la casa en el momento en que se ponía en marcha la ducha del segundo piso, lo cual significaba que su madre se había levantado.
Pasaron el día en el parque. Aunque ninguno de ellos habló de ello, fue el día más largo de sus vidas. Vieron dos veces al policía del barrio y se ocultaron en los lavabos públicos hasta que se marchó. No era el momento de dejarse atrapar haciendo novillos.
A las dos y media, Trent dio a Laurie una moneda de veinticinco centavos y la acompañó a la cabina telefónica que había en el extremo oriental del parque.
—¿De verdad tengo que hacerlo? —preguntó—. No me gusta nada la idea de asustarla, sobre todo después de lo que pasó ayer por la noche.
—¿Quieres que esté dentro de la casa cuando pase lo que sea que tenga que pasar? —replicó Trent.
Laurie introdujo la moneda en el teléfono sin rechistar.
El teléfono sonó tantas veces que Laurie estaba segura de que su madre había salido. Eso podía ser bueno o podía ser malo. En cualquier caso, era preocupante. Si había salido, era bien posible que volviera antes de que…
—Trent, no creo que esté…
—¿Diga? —dijo la señora Evans con voz soñolienta.
—Ah, hola, mamá —saludó Laurie—. Creía que no estabas en casa.
—Me he vuelto a meter en la cama —explicó ella con una risita avergonzada—. De repente tengo muchísimas ganas de dormir. Supongo que si estoy dormida no pienso en lo mal que me porté ayer por la noche…
—Bah, mamá, no te portaste mal. Cuando una persona se desmaya no es por capricho…
—Laurie, ¿por qué llamas? ¿Pasa algo?
—No, mamá… Bueno…
Trent le golpeó las costillas con fuerza.
Laurie, que había ido encogiéndose durante la conversación, se irguió de golpe.
—Me he hecho daño en la clase de gimnasia. Solo… Bueno, ya sabes, un poco. Nada grave.
—¿Qué te has hecho? Dios mío, no estarás llamando desde el hospital, ¿verdad?
—Claro que no —se apresuró a contestar Laurie—. Solo me he torcido la rodilla. La señora Kitt pregunta si puedes venir a buscarme para llevarme a casa. No sé si puedo caminar. Me duele bastante.
—Voy ahora mismo. Intenta no mover la rodilla, cariño. Podrías tener un ligamento roto. ¿Está la enfermera contigo?
—Ahora mismo no. No te preocupes, mamá. Tendré cuidado.
—¿Estarás en la enfermería?
—Sí —asintió Laurie.
Tenía el rostro más colorado que el camión de bomberos de Brian.
—Ahora mismo voy.
—Gracias, mamá. Adiós.
Colgó el teléfono y miró a Trent. Respiró profundamente y a continuación exhaló un suspiro largo y tembloroso.
—¡Qué divertido! —exclamó a punto de llorar.
Trent la abrazó con fuerza.
—Lo has hecho muy bien —aseguró—. Mucho mejor de lo que lo habría hecho yo, en… Laurie. No sé si a mí me hubiera creído.
—Me pregunto si a mí me volverá a creer alguna vez —comentó Laurie con amargura.
—Claro que sí. Vamos.
Se dirigieron a la parte occidental del parque, desde donde podían observar Walnut Street. El día se había tornado frío y tenebroso. En el cielo se estaban formando nubes de tormenta y soplaba un viento helado. Al cabo de cinco interminables minutos vieron pasar el Subaru de su madre en dirección a la Escuela Secundaria Greendowne, a la que iban Trent y Laurie… «a la que vamos cuando no hacemos novillos», pensó Laurie.
—Va a toda pastilla —comentó Trent—. Espero que no tenga un accidente ni nada parecido.
—Demasiado tarde para preocuparse por eso —replicó Laurie cogiéndole la mano y tirando de él hacia la cabina telefónica.
—Tú llamas a Lew, tío con suerte.
Trent introdujo otra moneda de veinticinco en la ranura y marcó el número de la facultad de Historia, consultando el número en una tarjeta que le había quitado de la cartera. Apenas había pegado ojo la noche anterior, pero ahora que las cosas estaban en marcha, se dio cuenta de que estaba calmado y sereno… tan sereno, de hecho, que casi le parecía estar soñando. Miró el reloj. Las tres menos cuarto. Quedaba menos de una hora. Se oyó el débil rugido de un trueno procedente del oeste.
—Facultad de Historia —dijo una voz femenina.
—Hola. Soy Trent Bradbury. Tengo que hablar con mi padrastro, Lewis Evans, por favor.
—El profesor Evans está en clase —anunció la secretaria—, pero sale a las…
—Lo sé, tiene Historia Inglesa Moderna hasta las tres y media. Pero será mejor que vaya a buscarlo de todas formas. Es urgente. Se trata de su mujer. —Hizo una pausa clara y deliberada—. Mi madre.
Se hizo un silencio prolongado, y Trent sintió una punzada de pánico. Era como si la mujer estuviera pensando en mandarlo a paseo por muy urgente que fuera el asunto, y desde luego, aquello no entraba en sus planes.
—Está en el aula Oglethorpe, aquí al lado —dijo por fin la mujer—. Lo iré a buscar yo misma y le diré que llame a casa en segui…
—No, tengo que esperar —interrumpió Trent.
—Pero…
—Por favor, ¿quiere dejarse de charla e ir a buscarlo? —volvió a interrumpirla Trent, dejando que su voz adquiriera un tono impaciente y enojado, lo cual no le resultó difícil.
—De acuerdo —accedió la secretaria.
Era imposible dilucidar si estaba contrariada o preocupada.
—¿Si pudieras decirme de qué se…
—No —la cortó Trent.
Se oyó un resoplido ofendido y a continuación se hizo un gran silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Laurie dando saltitos como quien tiene que ir al lavabo.
—Estoy esperando. Lo han ido a buscar.
—¿Y qué pasa si no viene?
Trent se encogió de hombros.
—Si no viene estamos buenos. Pero vendrá, ya lo verás.
Le habría gustado estar tan seguro como sonaba, pero aun así, creía que la cosa funcionaría. Tenía que funcionar.
—Lo hemos dejado para el último momento.
Trent asintió con un gesto. Era cierto que lo habían dejado para el último momento, y Laurie sabía muy bien por qué. La puerta del estudio era de roble macizo, muy resistente, pero no tenían ni idea de cómo era la cerradura. Trent quería asegurarse de que a Lew no le quedaría mucho tiempo para intentar abrirla.
—¿Y qué pasa si ve a Brian y a Lissa en la esquina cuando llegue a casa?
—Si se pone como creo que se pondrá, no los vería ni aunque se montaran en zancos y llevaran ropa de payaso —aseguró Trent.
—¿Por qué no contesta, maldita sea? —exclamó Laurie mirando el reloj.
—Ya contestará —la tranquilizó Trent.
Y en aquel momento, su padrastro contestó.
—¿Sí?
—Soy Trent, Lew. Mamá está en tu estudio. Debe de haberle vuelto el dolor de cabeza, porque se ha desmayado. No puedo despertarla. Será mejor que vengas a casa enseguida.
Trent no se sorprendió por las primeras palabras con las que su padrastro expresó su preocupación, ya que, de hecho, formaban parte de su plan, pero aun así se enfadó tanto que apretó el teléfono hasta que los dedos se le pusieron blancos.
—¿Mi estudio? ¿Mi estudio? ¿Qué narices hacía en mi estudio?
—Creo que estaba limpiando —repuso Trent con voz tranquila pese a la rabia que sentía.
Y entonces arrojó el cebo definitivo para un hombre que se interesa mucho más por su trabajo que por su mujer.
—Hay papeles tirados por todas partes.
—Voy ahora mismo —ladró Lew—. Si hay alguna ventana abierta en el estudio, ciérrala, por el amor de Dios. Se avecina una tormenta.
Colgó sin despedirse.
—¿Y bien? —preguntó Laurie después de que Trent colgara a su vez.
—Está en camino —repuso Trent con una risita sombría—. El hijo de puta estaba tan alterado que ni siquiera me ha preguntado qué hacía en casa a estas horas. Vamos.
Se dirigieron corriendo hacia el cruce de las calles Maple y Walnut. El cielo estaba muy oscuro, y el rugido de los truenos se había tornado casi constante. Cuando llegaron al buzón azul de la esquina, las farolas de Maple Street empezaron a encenderse una a una en dirección a la cuesta.
Lissa y Brian todavía no habían llegado.
—Quiero ir contigo, Trent —dijo Laurie.
Sin embargo, su rostro delataba que estaba mintiendo. Estaba muy pálida y tenía los ojos demasiado abiertos y brillantes de lágrimas que no había derramado.
—Ni hablar —rechazó Trent—. Tú espera a Brian y a Lissa.
Al oír sus nombres, Laurie se volvió para mirar Walnut Street. Vio a dos niños que se acercaban a toda prisa con las cajas del almuerzo balanceándose en sus manos. Aunque estaban demasiado lejos como para distinguir sus rostros, Laurie estaba casi segura de que se trataba de sus hermanos, y así se lo dijo a Trent.
—Perfecto. Quiero que los tres os escondáis detrás del seto de la casa de la señora Redland y esperéis a que pase Lew. Después podéis salir a la calle y acercaros, pero no entres en la casa ni dejes que ellos entren. Esperadme afuera.
—Tengo miedo, Trent.
Gruesas lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas.
—Yo también, enana —aseguró su hermano y la besó en la frente—. Pero pronto habrá pasado todo.
Antes de que Laurie pudiera decir nada más, Trent se alejó corriendo en dirección a la casa de los Bradbury, situada en Maple Street. Mientras corría miró el reloj. Eran las tres y doce minutos.
La casa tenía un aire tranquilo y cálido que le dio miedo. Era como si hubieran vertido pólvora en cada rincón, como si hubiera personas invisibles apostadas en todas partes, esperando para encender mechas invisibles. Imaginó el reloj de la bodega retrocediendo sin piedad, marcando ya
00:19:06
¿Qué pasaría si Lew llegaba tarde?
No había tiempo de preocuparse por eso.
Trent subió a toda prisa al tercer piso en aquella atmósfera quieta y combustible. Le parecía que la casa vibraba, cobraba vida a medida que la cuenta atrás se acercaba a su fin. Intentó convencerse de que eran imaginaciones suyas, pero una parte de él sabía que no era cierto.
Entró en el estudio de Lew, abrió al azar dos o tres armarios archivadores y cajones, y arrojó todos los papeles que encontró al suelo. No tardó mucho, pero cuando estaba acabando oyó el Porsche acercarse por la calle. El motor no rugía aquel día; Lew había conseguido que aullara.
Trent salió del estudio y se ocultó en las sombras del pasillo del tercer piso, donde habían taladrado los primeros agujeros hacía ya un siglo. Metió las manos en los bolsillos en busca de la llave, pero lo único que encontró fue un viejo y arrugado cupón de almuerzo.
«La habré perdido cuando corría por la calle. Se me habrá caído del bolsillo.»
Se quedó ahí parado, sudoroso y petrificado, mientras el Porsche entraba dando tumbos en el sendero. El motor se apagó. La puerta del conductor se abrió y se volvió a cerrar de golpe. Los pasos de Lew se acercaron a toda prisa a la puerta trasera. Los truenos retumbaban como fuego de artillería y en algún lugar de las profundidades de la casa, un motor se encendió, emitió un ladrido bajo y amortiguado y a continuación empezó a zumbar.
«¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hago? ¿Qué PUEDO hacer? ¡Es mucho más grande que yo! Si intento darle en la cabeza, me…»
Había metido la mano izquierda en el otro bolsillo, y sus pensamientos se interrumpieron de golpe cuando rozó los anticuados dientes metálicos de la llave. En algún momento de la larga tarde que habían pasado en el parque debía de habérsela cambiado de bolsillo sin ni siquiera darse cuenta.
Jadeante, con el corazón latiéndole con violencia en el estómago y en la garganta además del pecho, Trent retrocedió de nuevo por el pasillo hasta el armarito de las maletas, se metió dentro y cerró la puerta corredera en forma de acordeón.
Lew estaba subiendo la escalera a la carrera mientras llamaba a gritos a su mujer. Trent lo vio aparecer; tenía los pelos de punta (se debía de haber pasado la mano por el pelo mientras conducía), la corbata torcida, grandes gotas de sudor en la frente ancha e inteligente y los ojos entornados con expresión furiosa.
—¡Catherine! —aulló mientras corría por el pasillo hacia el estudio.
Antes de que entrara del todo, Trent salió del armarito y se acercó al estudio de puntillas. Tenía una sola oportunidad. Si no conseguía meter la llave en la cerradura…, si la llave no giraba a la primera…
«Si pasa cualquiera de las dos cosas, lucharé con él —tuvo tiempo de pensar—. Si no consigo que salga disparado solo, me aseguraré de que me lo llevo por delante.»
Agarró la puerta y la cerró con tal fuerza que una nubecilla de polvo se escapó de entre las bisagras. Por un instante vio el rostro asombrado de Lew. Luego la puerta se cerró y la llave entró en la cerradura. Trent la hizo girar y el seguro quedó encajado un segundo antes de que Lew se abalanzara sobre la puerta.
—¡Eh! —gritó Lew—. Eh, hijo de perra, ¿qué haces? ¿Dónde está Catherine? ¡Déjame salir de aquí!
El pomo giró varias veces en vano, por fin se detuvo, y Lew empezó a golpear la puerta con todas sus fuerzas.
—¡¡Déjame salir de aquí ahora mismo, Trent Bradbury, si no quieres que te dé la mayor paliza de tu vida!!
Trent retrocedió lentamente por el pasillo. Cuando sus hombros chocaron con la pared empezó a jadear. La llave del estudio, que había sacado de la cerradura sin pensárselo, se le escurrió de los dedos y cayó sobre la desvaída alfombra entre sus pies. Ahora que ya estaba hecho empezó a reaccionar. El mundo adquirió un aspecto ondulante y desenfocado, como si estuviera buceando, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no desmayarse. Ahora que Lew estaba encerrado, su madre persiguiendo fantasmas y los demás niños a salvo tras el descuidado seto de tejo de la señora Redland, Trent se daba cuenta de que nunca había esperado que aquello funcionara. «Papá Lew» podía haberse sorprendido al verse encerrado en el estudio, pero lo cierto era que Trent estaba absolutamente anonadado.
El pomo de la puerta del estudio volvía a describir bruscos semicírculos.
—¡DÉJAME SALIR, MALDITA SEAAAAA!
—Te dejaré salir a las cuatro menos cuarto, Lew —repuso Trent con voz débil y temblorosa antes de que se le escapara una risita—. Si es que todavía estás aquí a las cuatro menos cuarto, claro.
—¿Trent? Trent, ¿estás bien? —llamó una voz desde la planta baja.
—Dios mío, era Laurie.
—¿Estás bien, Trent?
¡Y Lissa!
—¡Eh, Trent! ¿Estás bien?
Y Brian.
Trent miró el reloj y se quedó horrorizado al ver que eran las 3.31…, casi las 3.32. ¿Y si su reloj iba atrasado?
—¡Fuera! —les gritó mientras salía disparado hacia la escalera—. ¡Salid de esta casa!
El pasillo del tercer piso parecía alargarse ante él como melcocha; cuanto más corría, más parecía alargarse ante él. Lew golpeaba la puerta y lanzaba juramentos; los truenos retumbaban en el cielo; y desde las profundidades de la casa llegaba el sonido cada vez más insistente de máquinas que cobraban vida.
Por fin llegó a la escalera y bajó los escalones de tres en tres, con la parte superior del cuerpo tan adelantada respecto a las piernas que estuvo a punto de caerse. Al cabo de un momento rodeó como una exhalación el eje de la escalera y siguió bajando hasta la planta baja, donde su hermano y sus dos hermanas lo esperaban con la mirada alzada hacia él.
—¡Fuera! —gritó al tiempo que los agarraba y los empujaba hacia la puerta abierta y la penumbra tormentosa del exterior—. ¡Deprisa!
—Trent, ¿qué pasa? —preguntó Brian—. ¿Qué le pasa a la casa? ¡Se está moviendo!
Era cierto; una profunda vibración que surgía del suelo e hizo temblar los ojos de Trent en sus cuencas. Empezó a caerle polvo de yeso en la cabeza.
—¡No hay tiempo! ¡Fuera! ¡Deprisa! ¡Ayúdame, Laurie!
Trent cogió a Brian en brazos. Laurie agarró a Lissa por las axilas y se precipitó al exterior con ella.
Los truenos seguían retumbando. Los relámpagos atravesaban el cielo. El viento, que había estado soplando en ráfagas, empezó a rugir como un dragón.
Trent oyó que bajo la casa se estaba formando un terremoto. Mientras cruzaba la puerta con Brian en brazos, vio que una luz de color azul eléctrico, tan brillante que le dejó secuelas en la vista durante más de una hora (más tarde se dijo que había tenido suerte de no quedarse ciego), salía por las estrechas ventanas del sótano y surcaba el césped en rayos que parecían casi sólidos. Le llegó el sonido de cristales rotos. Y en el momento en que cruzaba el umbral, sintió que la casa empezaba a elevarse bajo sus pies.
Bajó la escalinata delantera de un salto y agarró a Laurie por el brazo. Corrieron por el sendero dando tumbos hasta la calle, que se había tornado completamente negra a causa de la tormenta que se avecinaba.
Allí se volvieron para contemplar lo que estaba sucediendo.
La casa de Maple Street pareció encogerse; ya no parecía recta ni sólida; parecía temblar como una hoja. Se formaron enormes grietas no solo en el cemento del sendero sino también en la tierra que lo rodeaba. El césped estalló en grandes parches de hierba en forma de tarta. Las raíces negras luchaban por abrirse paso entre el césped, y el jardín delantero parecía haber cobrado forma de burbuja, como si se esforzara por sostener la casa ante la que se había extendido durante tanto tiempo.
Trent alzó la mirada hacia el tercer piso; la luz del estudio de Lew seguía encendida. A Trent le parecía haber oído ruido de cristales rotos allá arriba, le parecía seguir oyéndolo, pero llegó a la conclusión de que eran imaginaciones suyas. ¿Cómo iba a oír algo con todo aquel estruendo? Pero un año más tarde, Laurie le confesó que estaba casi segura de haber oído a su padrastro gritar desde el estudio.
Los cimientos de la casa empezaron a derrumbarse, se agrietaron y por fin se partieron entre el jaleo de la argamasa al explotar. Un fuego azul brillante y frío brotó del fondo de la casa. Los niños se protegieron los ojos y retrocedieron dando tumbos. Los motores aullaron. La tierra se alzó un poco más en un último y desesperado intento de sujetar la casa… y finalmente la soltó. De repente, la casa estaba a unos treinta centímetros del suelo, posada sobre una alfombra de brillante fuego azul.
Un despegue perfecto.
Sobre el pico central del tejado, la veleta daba vueltas como una loca.
La casa se elevó con lentitud al principio, y ganó velocidad de forma gradual. Se lanzó hacia arriba sobre su brillante alfombra de fuego azul, con la puerta de entrada abriéndose y cerrándose sin cesar.
—¡Mis juguetes! —se lamentó Brian.
Trent se echó a reír como un descosido.
La casa se elevó a unos treinta metros, pareció disponerse para dar el gran salto y de pronto salió disparada hacia los nubarrones negros como la noche.
Había desaparecido.
Dos tablas bajaron flotando como enormes hojas negras.
—¡Cuidado, Trent! —gritó Laurie al cabo de uno o dos segundos.
Tiró de él con tal fuerza que lo derribó. La esterilla que decía BIENVENIDOS chocó contra el suelo en el punto en el que Trent había estado hacía un instante.
Trent miró a Laurie. Laurie le devolvió la mirada.
—Eso te habría dejado frito si te llega a dar en la cabeza —comentó Laurie—, así que será mejor que no vuelvas a llamarme enana, Trent.
Su hermano la contempló solemne durante unos instantes, y a continuación soltó una risita ahogada. Laurie le imitó. Y también los pequeños. Brian tomó una de las manos de Trent; Lissa, la otra. Tiraron de él para ayudarlo a levantarse, y los cuatro se quedaron ahí parados, contemplando el humeante hoyo del sótano que se abría como un bostezo en medio del destrozado césped. Empezó a salir gente de las casas vecinas, pero los hermanos Bradbury hicieron caso omiso de ellos. O tal vez sería más exacto decir que los hermanos Bradbury ni siquiera se dieron cuenta de que había gente a su alrededor.
—Uauh —murmuró Brian en tono reverente—. Nuestra casa ha despegado, Trent.
—Sí —asintió Trent.
—A lo mejor dondequiera que vaya hay gente a la que le interesan los normandos y los sajones —comentó Lissa.
Trent y Laurie se abrazaron y empezaron a gritar en una mezcla de risa y horror…, y en aquel momento empezó a llover.
El señor Slattery, que vivía enfrente, se acercó a ellos. No le quedaba mucho pelo, pero el que tenía lo llevaba pegado al reluciente cráneo en apretados mechones.
—¿Qué ha pasado? —gritó para hacerse oír por encima de los truenos, que no cesaban de sonar—. ¿Qué ha pasado aquí?
Trent soltó a su hermana y miró al señor Slattery.
—«Aventuras Espaciales» —repuso con toda solemnidad, y todos los demás se echaron a reír de nuevo.
El señor Slattery lanzó una mirada suspicaz y temerosa al hoyo abierto en el césped, decidió que la discreción era la mejor parte del valor y a continuación se retiró a su propia acera. Pese a que llovía a cántaros, no sugirió a los hermanos Bradbury que lo acompañaran. Y a ellos poco les importaba. Se sentaron en el bordillo, Trent y Laurie en medio, Brian y Lissa en los extremos.
—Somos libres —susurró Laurie inclinándose hacia Trent.
—Aún mejor —añadió Trent—. Ella es libre.
Dicho aquello rodeó a todos los demás con el brazo, lo que consiguió estirándose lo más posible, y se quedaron sentados bajo la lluvia, esperando a que regresara su madre.