1
Pearson intentó gritar, pero el susto le había arrebatado la voz y tan solo consiguió articular un leve y estrangulado gemido… como el de un hombre que se lamenta en sueños. Aspiró una bocanada de aire para intentarlo de nuevo, pero antes de que estuviera dispuesto, una mano le agarró el brazo izquierdo justo por debajo del codo y se lo oprimió con fuerza.
—Yo de usted no lo haría —advirtió la voz a la que pertenecía la mano.
La voz era poco más que un susurro y hablaba al oído izquierdo de Pearson.
—Sería un grave error, créame.
Pearson se volvió. La cosa que le había dado ganas…, no, que le había provocado la necesidad de gritar había desaparecido en el interior del banco, impune, por increíble que pareciera, y Pearson se dio cuenta de que realmente podía darse la vuelta. Lo había agarrado un apuesto joven negro enfundado en un traje de color crema. Pearson no lo conocía personalmente, pero sí de vista; de hecho, conocía de vista a casi todos los miembros de la extraña subtribu que se llamaba la Gente de las Diez…, al igual que ellos lo reconocían a él, o al menos eso suponía.
El apuesto joven negro lo observaba con aprensión.
—¿Lo ha visto? —inquirió Pearson.
Las palabras surgieron de sus labios en un penetrante y agudo alarido que en nada se parecía a su tranquila voz.
El apuesto joven negro soltó el brazo de Pearson en cuanto se convenció de que Pearson no iba a sobresaltar a toda la gente que había en la plaza del Banco Mercantil de Boston con sus gritos; ni corto ni perezoso, Pearson alargó el brazo y se aferró a la muñeca del joven negro. Era como si todavía no fuera capaz de vivir sin el contacto físico del otro hombre. El apuesto joven negro no intentó zafarse, sino que se limitó a bajar la mirada hacia la mano de Pearson antes de volver a mirarle a la cara.
—Pero… ¿ha visto eso? ¡Era espantoso! Aunque fuera maquillaje… o una especie de máscara para gastar una broma…
Pero no había sido ni maquillaje ni una máscara. La cosa ataviada con un traje gris de Andre Cyr y zapatos de quinientos dólares había pasado muy cerca de Pearson, casi lo suficientemente cerca como para tocarlo («Dios me libre», exclamó su mente con una impotente mueca de asco), y sabía que ni llevaba maquillaje ni una máscara. Porque la carne de la enorme protuberancia que Pearson suponía era su cabeza se movía; distintas partes se movían en distintas direcciones, como los anillos de gases exóticos que rodean a algún gigante planetario.
—Amigo mío —empezó el apuesto joven negro del traje de color crema—, necesita…
—Pero ¿qué es? —interrumpió Pearson—. ¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida! Se parecía a lo que se ve, no sé, en los números de animación del circo… o… o…
Su voz no procedía ya del lugar habitual dentro de su cabeza, sino que parecía descender de algún lugar situado por encima suyo, como si hubiera caído en una trampa o en una grieta y aquella voz aguda y penetrante perteneciera a alguien que le hablara desde la superficie.
—Escuche, amigo…
Y había algo más. Unos minutos antes, cuando Pearson había cruzado la puerta giratoria con un Marlboro sin encender entre los dedos, el cielo estaba nublado, amenazando lluvia, de hecho. Ahora todo aparecía brillante…, demasiado brillante. La falda roja de la bonita rubia que estaba de pie junto al edificio a unos veinte metros de distancia, fumando un cigarrillo y leyendo un libro de bolsillo, destacaba como una sirena de bomberos; el amarillo de la camisa de un repartidor que pasaba por allí hería la vista como el aguijón de una avispa. Los rostros de la gente descollaban como las caras de los libros en tres dimensiones que tanto le gustaban a su hija Jenny.
Y sus labios… No sentía sus labios. Se le habían dormido, al igual que sucede después de una inyección de novocaína.
Pearson se volvió hacia el apuesto joven del traje de color crema.
—Es ridículo, pero creo que me voy a desmayar.
—No, no se va a desmayar —replicó el joven.
Hablaba con tal seguridad que Pearson le creyó, al menos de momento. La mano volvió a agarrarle el brazo por debajo del codo, aunque esta vez con mayor suavidad.
—Venga aquí… Será mejor que se siente.
La plaza que había delante del banco estaba salpicada de isletas de mármol de aproximadamente un metro de altura, y cada una de ellas contenía un surtido distinto de flores características de finales de verano y principios de otoño. Había Gente de las Diez sentada en casi todas esas jardineras de clase alta; algunos leían, otros charlaban, otros contemplaban la corriente de peatones que avanzaban por las aceras de Comercial Street…, pero todos ellos hacían lo que los convertía en Gente de las Diez, la razón por la que Pearson había bajado y salido a la calle. La isleta de mármol más cercana a Pearson y el hombre que acababa de conocer contenía margaritas, y sus pétalos aparecían de un increíble color violeta a los sensibles ojos de Pearson. El borde de la isleta estaba vacío, seguramente porque ya eran las diez y diez y la gente había empezado a entrar de nuevo en el edificio.
—Siéntese —indicó el joven negro.
Aunque Pearson intentó sentarse con normalidad, lo cierto es que se derrumbó sobre el borde de la isla. Había estado de pie junto a la isleta, y de repente se le doblaron las rodillas y aterrizó con el trasero sobre el mármol. Y con fuerza.
—Ahora inclínese hacia delante —prosiguió el joven al tiempo que tomaba asiento junto a él.
Su rostro había conservado una expresión amable durante todo el incidente, pero en sus ojos no había ni un ápice de amabilidad, sino que recorrían una y otra vez la plaza.
—¿Para qué?
—Para que le vuelva la sangre a la cabeza —repuso el joven negro—. Pero haga que no parezca que está haciendo eso. Finja que está oliendo las flores.
—Pero ¿delante de quién tengo que fingir?
—Haga lo que le digo, ¿vale?
La voz del joven había adquirido un leve matiz de impaciencia.
Pearson bajó la cabeza y aspiró una bocanada de aire. Las flores no olían tan bien como parecía, constató en aquel momento, sino que despedían un leve olor a hierbajo y meada de perro. No obstante, tuvo la sensación de que la cabeza empezaba a aclarársele.
—Enumere los estados —ordenó el joven negro.
Cruzó las piernas, se sacudió la tela de los pantalones para mantener la raya y extrajo un paquete de Winston de un bolsillo interior de la chaqueta. Pearson se dio cuenta de que había perdido su cigarrillo; sin duda lo había dejado caer del susto al ver a aquel monstruo que atravesaba la cara occidental de la plaza enfundado en un traje caro.
—Los estados —repitió con voz carente de inflexiones.
El joven negro asintió con la cabeza, sacó un mechero que, sin duda, no era tan caro como parecía a primera vista, y se encendió el cigarrillo.
—Empiece con este y siga hacia el oeste —sugirió.
—Massachusetts…, Nueva York, supongo…, o Vermont si empezamos por el norte…, Nueva Jersey… —Se incorporó y empezó a hablar con mayor seguridad—. Pennsylvania, Virginia Occidental, Ohio, Illinois…
El joven negro enarcó las cejas.
—Conque Virginia Occidental, ¿eh? ¿Está seguro?
Pearson esbozó una sonrisa.
—Bastante seguro, sí. Aunque quizá me he equivocado de orden con Ohio e Illinois.
El joven negro se encogió de hombros para indicar que daba igual y esbozó una sonrisa.
—Pero ya no tiene la sensación de que se va a desmayar, está claro, y eso es lo importante. ¿Quiere un pitillo?
—Sí, gracias —asintió Pearson agradecido, pues no solo quería un pitillo, sino que lo necesitaba—. Tenía uno, pero lo he perdido. ¿Cómo se llama?
El joven negro colocó un Winston entre los labios de Pearson y se lo encendió.
—Dudley Rhinemann. Puede llamarme Duke.
Pearson aspiró una enorme bocanada de humo y se volvió hacia la puerta giratoria que conducía a las mortecinas profundidades y tenebrosas alturas del Banco Mercantil.
—No ha sido una alucinación, ¿verdad? —preguntó—. Lo que he visto… Usted también lo ha visto, ¿no?
Rhinemann asintió con un gesto.
—Usted no quería que él notase que lo había visto —prosiguió Pearson.
Hablaba con lentitud en un intento de encajar las piezas de aquel rompecabezas. Su voz había vuelto a adquirir su tono habitual, lo cual ya constituía de por sí un gran alivio.
Rhinemann volvió a asentir.
—Pero ¿cómo no iba a verlo? ¿Y cómo no iba él a darse cuenta?
—¿Acaso ha visto a alguien más que estuviera a punto de ponerse a gritar hasta que le diera una embolia? —replicó Rhinemann—. ¿Ha visto a alguien más que siquiera tuviera el mismo aspecto que usted? ¿Yo, por ejemplo?
Pearson denegó lentamente con la cabeza. Estaba más que asustado; se sentía completamente perdido.
—Me he interpuesto entre él y usted lo mejor que he podido, y no creo que él lo viera, pero durante un momento ha estado pero que muy cerca. Ha puesto una cara como si acabara de ver un ratón salir de su bistec. Trabaja en Créditos con Garantía Subsidiaria, ¿verdad?
—Sí… Brandon Pearson. Lo siento.
—Yo trabajo en Servicios Informáticos. Y no pasa nada. Suele pasar cuando uno ve a su primer hombre murciélago.
Duke Rhinemann extendió la mano y Pearson se la estrechó, pero la mayor parte de su cerebro todavía iba a la zaga de sus movimientos. «Suele pasar cuando uno ve a su primer hombre murciélago», había dicho el joven, y en cuanto Pearson hubo desterrado la primera imagen del Batman abriéndose paso entre las agujas de estilo art déco de Gotham City, descubrió que el término resultaba de lo más apropiado. Y también descubrió o tal vez redescubrió otra cosa; era bueno poder dar nombre a algo que te ha asustado. Sin embargo, no disipaba el temor, pero sí contribuía a convertirlo en algo domeñable.
Pearson empezó a repasar mentalmente lo que había visto mientras se decía: «Un hombre murciélago; mi primer hombre murciélago».
Había cruzado la puerta giratoria pensando en una sola cosa, lo mismo en lo que pensaba cuando bajaba cada mañana a las diez… en lo bien que le iba a sentar aquella primera inyección de nicotina cuando le llegara al cerebro. Aquello lo convertía en miembro de la tribu; era su versión personal de filacterias o mejillas tatuadas.
Lo primero que había advertido era que el cielo aparecía aún más nublado que cuando había llegado al trabajo a las nueve menos cuarto, y había pensado: «Esta tarde nos fumaremos los pitillos en medio del chaparrón. Todos nosotros, sí, señor». Por supuesto, un poco de lluvia no los disuadiría; la Gente de las Diez era una tribu de lo más perseverante.
Recordaba haber recorrido la plaza con la mirada, pasando revista, aunque en realidad había sido un gesto muy rápido, casi inconsciente. Había visto a la chica de la falda roja y se había vuelto a preguntar, como siempre, si una tía que estuviera tan buena serviría para algo en el catre; también había visto al joven limpiador rockero del tercer piso, que llevaba la gorra al revés mientras fregaba el suelo del lavabo y la cafetería, al anciano de elegante melena blanca y manchas violáceas en las mejillas, a la joven de gafas de cristales gruesos, rostro delgado y cabello negro y lacio. Había visto a otras personas que reconoció vagamente. Una de ellas, por supuesto, había sido el apuesto joven negro del traje de color crema.
Si Timmy Flanders hubiera estado por allí, lo más probable era que Pearson se hubiera sentado con él, pero no estaba, así que Pearson se había dirigido hacia el centro de la plaza con la intención de sentarse en una de las isletas de mármol (de hecho, la misma en la que estaba sentado en aquel momento). Desde ahí gozaría de una vista privilegiada que le permitiría calcular la longitud y las curvas de la Señorita Falda Roja… Un pasatiempo barato, de acuerdo, pero había que arreglárselas con lo que había. Era un hombre felizmente casado, tenía una mujer a la que quería y una hija a la que adoraba, pero al acercarse a los cuarenta había descubierto que ciertas necesidades le hacían hervir la sangre. Y desde luego, no creía que ningún hombre pudiera resistir la tentación de mirar fijamente una falda roja como aquella y preguntarse, aunque solo fuera un poquito, si la mujer llevaba ropa interior a juego.
Acababa de empezar a caminar cuando el recién llegado dobló la esquina del edificio y se dispuso a subir los escalones de la plaza. Pearson había entrevisto el movimiento por el rabillo del ojo, y en circunstancias normales no le habría prestado atención alguna, porque en ese momento estaba concentrado en la falda roja, corta, estrecha y más brillante que un camión de bomberos. Sin embargo, había mirado, porque incluso visto por el rabillo del ojo y por mucho que tuviera otras cosas en mente, se había dado cuenta de que había algo raro en el rostro y la cabeza que acompañaban a la figura que se acercaba. Así pues, se había vuelto a mirar, con lo cual se condenó a Dios sabe cuántas noches insomnes.
Los zapatos eran normales; el traje gris oscuro de Andre Cyr, sólido y fiable como la puerta de la caja fuerte del sótano del banco, era aún mejor; la corbata roja era vulgar sin resultar ofensiva. En conjunto, el atuendo típico de alto ejecutivo de banco para un lunes por la mañana. ¿Y quién si no un alto ejecutivo llegaría a las diez? Hasta que no llegabas a la cabeza no te dabas cuenta de que o te habías vuelto loco o estabas viendo algo que no tiene entrada en ninguna enciclopedia.
«Pero ¿por qué no han echado a correr? —se preguntó Pearson al tiempo que una gota de lluvia le caía en el dorso de la mano y otra aterrizaba sobre el papel blanco de su cigarrillo medio consumido—. Deberían haber empezado a gritar y salir corriendo, como la gente que intenta escapar de los insectos gigantes en esas películas de monstruos de los cincuenta.» Y entonces pensó: «Pero yo tampoco he salido corriendo».
Cierto, pero no era lo mismo. No había salido corriendo porque se había quedado petrificado. Había intentado gritar, sin embargo; solo que su nuevo amigo lo había detenido antes de que fuera capaz de poner las cuerdas vocales en movimiento.
Hombre murciélago. Tu primer hombre murciélago.
Sobre los anchos hombros del Traje Más Respetable del Año y el nudo de la elegante corbata roja de seda se balanceaba una enorme cabeza de color marrón grisáceo; no era redonda, sino que estaba deformada como una pelota de béisbol que hubiera sido utilizada durante todo el verano. Unas líneas negras, venas, tal vez, palpitaban bajo la superficie del cráneo en desordenados garabatos, y la zona que debería haber sido el rostro pero que no lo era, al menos no en un sentido humano, aparecía cubierto de bultos que sobresalían y temblaban como tumores poseídos por cierta terrible vida semiconsciente. Las facciones eran rudimentarias y estaban como amontonadas; ojos negros achatados, aunque perfectamente circulares, que miraban con avidez desde el centro del rostro como los ojos de un tiburón o de algún insecto hinchado; orejas deformes, carentes de lóbulos y membranas. No tenía nariz, al menos no una nariz que Pearson pudiera identificar, si bien había observado dos protuberancias en forma de colmillos que sobresalían de la hirsuta mata de pelo situada justo debajo de los ojos. La mayor parte del rostro de aquella cosa consistía en una boca, una enorme media luna negra flanqueada de dientes triangulares. Para una criatura así, se había dicho Pearson más tarde, engullir la comida sería un sacramento.
El primer pensamiento que le vino a la cabeza al clavar la mirada en aquella espantosa aparición, una aparición que llevaba un esbelto maletín Bally en una mano exquisitamente cuidada, fue: «Es el hombre elefante». Sin embargo, ahora se daba cuenta de que aquella cosa no tenía absolutamente nada que ver con la criatura deforme pero esencialmente humana de aquella vieja película. Lo cierto era que Duke Rhinemann se acercaba mucho más a la realidad; asociaba aquellos ojos negros y aquella boca descomunal a cosas peludas que emitían agudos chirridos y que pasaban las noches comiendo moscas y los días colgados boca abajo en lugares oscuros.
Pero no era nada de todo eso lo que le había impulsado a intentar lanzar un grito; aquella necesidad lo había acometido cuando la criatura enfundada en el traje de Andre Cyr había pasado junto a él con los ojos brillantes y saltones ya clavados en la puerta giratoria. Fue el instante en que la había tenido más cerca, y fue entonces cuando vio que el rostro cubierto de abscesos se movía bajo las mechas de crespo cabello gris que nacía en el extraño cráneo. No tenía ni la menor idea de cómo era posible una cosa así, pero lo cierto es que era posible, pues lo estaba viendo con sus propios ojos: veía cómo la carne del hombre se deslizaba en torno a las desiguales curvas del cráneo y ondulaba en distintas direcciones a lo largo de la mandíbula en forma de empuñadura de bastón. Entre cada movimiento había entrevisto destellos de una repugnante sustancia rosada en la que no quería ni pensar…, aunque ahora que recordaba la escena, se le antojaba imposible dejar de pensar en ella.
Más gotas de lluvia le salpicaron las manos y el rostro. Junto a él, sentado sobre el curvado labio de mármol, Rhinemann dio una última chupada a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y se levantó.
—Vamos —ordenó—. Está lloviendo.
Pearson lo miró con los ojos abiertos de par en par, y a continuación se volvió hacia el banco. La rubia de la falda roja entraba en aquel momento con el libro bajo el brazo. La seguía y observaba de cerca el anciano con la mata de cabello blanco que le confería aspecto de magnate.
Pearson se volvió de nuevo hacia Rhinemann.
—¿Que entre? ¿Está de guasa? ¡Esa cosa acaba de entrar ahí dentro!
—Ya lo sé.
—¿Quiere que le diga una auténtica barbaridad? —prosiguió Pearson al tiempo que tiraba el cigarrillo.
No sabía adónde ir; a casa, suponía, pero había un sitio al que no iría por nada del mundo, y ese sitio era el interior del banco. El Primer Banco Mercantil de Boston.
—Claro, hombre —accedió Rhinemann—. ¿Por qué no?
—Esa cosa se parecía mucho a nuestro venerado director general, Douglas Keefer…, es decir, a excepción de la cabeza. El mismo gusto en trajes y maletines.
—Menuda sorpresa —repuso Duke Rhinemann.
Pearson le miró con una mirada inquieta.
—¿Qué quiere decir?
—Creo que ya lo sabe, pero ha tenido una mañana terrible, así que lo diré yo. Esa cosa era Keefer.
Pearson esbozó una sonrisa insegura. Rhinemann no se la devolvió. En lugar de eso, se levantó, agarró a Pearson por los brazos y lo atrajo hacia sí hasta que sus rostros casi se tocaron.
—Le acabo de salvar la vida. ¿Se cree eso, señor Pearson?
Pearson reflexionó durante un instante y llegó a la conclusión de que sí se lo creía. Tenía grabado en la memoria aquel extraño rostro de murciélago, de ojos negros y apretadas hileras de dientes.
—Sí, creo que sí.
—Muy bien. Entonces hágame el favor de escuchar las tres cosas que le voy a decir, ¿de acuerdo?
—Yo…, sí, de acuerdo.
—Primero, esa cosa era Douglas Keefer, director general del Primer Banco Mercantil de Boston, amigo íntimo del alcalde y, por casualidad, presidente honorario del Fondo del Hospital Infantil de Boston. Segundo, hay al menos tres murciélagos más trabajando en el banco, uno de ellos en su planta. Tercero, va usted a entrar en el banco; es decir, si quiere seguir vivo.
Pearson lo miró con los ojos abiertos de par en par, incapaz de replicar; de hecho, si lo hubiera intentado, lo único que habría brotado de sus labios habría sido otro de aquellos susurros ahogados e inarticulados.
Rhinemann lo cogió por el codo y lo empujó hacia la puerta giratoria.
—Vamos, amigo —apremió en tono extrañamente amable—. Empieza a llover bastante. Si nos quedamos más tiempo aquí fuera llamaremos la atención, y en nuestra situación no podemos permitírnoslo.
Pearson se dejó guiar por Rhinemann durante un momento, pero entonces volvió a aparecérsele la imagen de las negras telarañas que había visto palpitar y entrelazarse en la cabeza de la cosa. La imagen lo hizo detenerse delante de la puerta giratoria. La superficie lisa de la plaza estaba ya lo suficientemente mojada como para revelar a otro Brandon Pearson bajo sus pies, un reflejo brillante que colgaba de sus talones como un murciélago de un color distinto.
—No… no creo que pueda —murmuró con voz vacilante e insegura.
—Sí que puede —insistió Rhinemann al tiempo que echaba un vistazo a la mano izquierda de Pearson—. Está casado, por lo que veo. ¿Tiene hijos?
—Una hija —repuso Pearson sin apartar la mirada del vestíbulo del banco.
La puerta giratoria tenía cristales ahumados, por lo que la gran estancia aparecía muy oscura. «Una cueva de murciélagos repleta de portadores de enfermedades, medio ciegos.»
—¿Quiere que su mujer y su hija lean mañana en los periódicos que la poli ha pescado a papá en el puerto de Boston con el cuello rebanado?
Pearson volvió a mirar a Rhinemann con los ojos como platos. Gruesas gotas de lluvia le salpicaban las mejillas y la frente.
—Siempre hacen que parezca que lo han hecho los yonquis —prosiguió Rhinemann—. Y funciona. Siempre funciona, porque son inteligentes y tienen buenos amigos en puestos importantes. Joder, si toda la historia va de cargos importantes.
—No entiendo nada —intervino Pearson—. No entiendo nada de nada.
—Ya lo sé —replicó Rhinemann—. Es un momento muy peligroso para usted, así que limítese a hacer lo que le digo. Y lo que le digo es que vuelva a su despacho antes de que lo echen de menos, y que se quede ahí el resto del día con una sonrisa en los labios. No deje de sonreír, amigo; no deje de sonreír por mucho que le cueste. —Vaciló un instante antes de proseguir—: Si la fastidia, lo más probable es que lo maten.
La lluvia estaba dejando brillantes marcas en el suave rostro oscuro del joven, y de repente, Pearson se percató de algo que había estado ahí durante todo aquel rato, aunque no se había dado cuenta a causa de su propio susto; el hombre estaba aterrorizado, y había corrido un gran riesgo para evitar que Pearson cayera en una espantosa trampa.
—No puedo quedarme aquí fuera más tiempo —continuó Rhinemann—. Es peligroso.
—De acuerdo —accedió Pearson, sorprendido al comprobar que su tono de voz había vuelto a la normalidad—. Volvamos al trabajo.
Rhinemann suspiró aliviado.
—Muy bien. Y vea lo que vea durante el resto del día, no se muestre sorprendido. ¿Entendido?
—Sí —aseguró Pearson, aunque no entendía nada.
—¿Puede salir un poco antes? ¿Hacia las tres, por ejemplo?
Pearson lo meditó un momento y por fin asintió con un gesto.
—Sí, supongo que sí.
—Muy bien. Quedamos en la esquina con Milk Street.
—De acuerdo.
—Lo está haciendo muy bien —alabó Rhinemann—. Estoy seguro de que no le pasará nada. Nos vemos a las tres.
El joven entró en la puerta giratoria y empujó. Pearson entró en el segmento siguiente con la sensación de que su mente se quedaba en la plaza…, toda su mente a excepción de la parte que ya le estaba pidiendo otro cigarrillo.
El día se le antojó eterno, pero todo fue bien hasta que volvió de comer y fumarse dos cigarrillos con Tim Flanders. Lo primero que vio al salir del ascensor fue otro hombre murciélago…, bueno, en realidad era una mujer murciélago que llevaba zapatos de piel de tacón alto, medias negras de nailon y un espectacular traje de tweed de seda de Samuel Blue, creía Pearson. Era el atuendo perfecto para una alta ejecutiva…, hasta que uno llegaba a la cabeza que se balanceaba sobre él como un girasol mutante, claro está.
—Hola, caballeros.
Una dulce voz de contralto surgía de las profundidades del orificio de labios de liebre que era su boca.
«Es Suzanne Holding —pensó Pearson—. No puede ser, pero lo es.»
—Hola, querida Suzy —se oyó decir.
«Si se me acerca…, si intenta tocarme… grito. No podré evitarlo a pesar de todo lo que me ha contado el muchacho.»
—¿Estás bien, Brand? Estás un poco pálido.
—Supongo que he cogido el virus de turno —repuso Pearson, asombrado una vez más por la naturalidad de su voz—. Pero creo que ya se me está pasando.
—Bien —dijo la voz de Suzanne Holding desde detrás de la cara de murciélago y la extraña carne móvil—. Pero nada de besos con lengua hasta que te hayas curado; de hecho, no quiero ni que respires cerca de mí. No puedo permitirme ponerme enferma; los japoneses vienen el miércoles.
No te preocupes, encanto…, no te preocupes.
—Intentaré reprimirme.
—Gracias. Tim, ¿puedes venir a mi despacho y echar un vistazo a un par de resúmenes de hojas de cálculo?
Timmy Flanders rodeó con un brazo la cintura del sensualmente pulcro Samuel Blue, y delante de las narices de Pearson, se inclinó y besó un lado del rostro tumefacto y peludo de la cosa. «Ahí es donde Timmy ve su mejilla», pensó Pearson. Le acometió la sensación de que la cordura empezaba a escurrírsele como un cable grasiento enrollado en un carrete. «Su mejilla suave y perfumada, eso es lo que ve, sí, señor, y eso es lo que cree que está besando. Dios mío. Oh, Dios mío.»
—¡Eso es! —exclamó Timmy al tiempo que hacía una caballeresca reverencia ante la criatura—. Un beso y me convierto en vuestro esclavo, querida señora.
Timmy guiñó el ojo a Pearson y se dirigió con el monstruo hacia su despacho. Al pasar junto a la fuente de agua potable, dejó caer el brazo con el que le había rodeado la cintura. La breve danza de apareamiento del macho y la hembra, un ritual que se había desarrollado a lo largo de los últimos diez años en las relaciones laborales en las que el jefe era mujer y el ayudante hombre, había tocado a su fin, y ambos se alejaron de Pearson como iguales, hablando exclusivamente de números.
«Estupendo análisis, Brand —se dijo distraído mientras ambas figuras se alejaban de él—. Deberías haberte hecho sociólogo.» Y de hecho, había estado a punto de hacerse sociólogo, pues esa había sido su asignatura secundaria en la universidad.
Al entrar en su despacho se percató de que estaba bañado en sudor. Pearson olvidó la sociología y se dispuso a esperar que dieran las tres.
A las tres menos cuarto hizo acopio de valor y se dirigió al despacho de Suzanne Holding. El asteroide que era su cabeza estaba vuelto hacia la pantalla azul grisácea del ordenador, pero se giró cuando Pearson dijo «Toc toc», con la carne de su extraño rostro deslizándose sin parar, los ojos negros mirándolo con la fría avidez del tiburón que examina la pierna de un nadador.
—Le he dado a Buzz Castairse los formularios de empresa —empezó Pearson—. Me voy a llevar los formularios individuales a casa, si no te importa. Ahí tengo las copias de seguridad.
—¿Es esta tu manera de decir que desertas, querido? —inquirió Suzanne.
Las venas negras palpitaban de un modo escalofriante sobre el cráneo calvo; los bultos que rodeaban sus facciones temblaban, y Pearson se dio cuenta de que uno de ellos segregaba una densa sustancia rosada que parecía espuma de afeitar manchada de sangre.
Se obligó a sonreír.
—Me has pillado.
—Bueno —repuso Suzanne—, supongo que tendremos que celebrar la orgía de las cuatro sin ti.
—Gracias, Suze —replicó al tiempo que se volvía hacia el pasillo.
—Brand.
Se volvió de nuevo hacia ella. El miedo y la repugnancia amenazaban con convertirse en un acceso de pánico, y de repente tuvo la seguridad de que aquellos ávidos ojos negros lo habían desenmascarado y que la cosa que fingía ser Suzanne Holding estaba a punto de decir: «Dejémonos de jueguecitos, ¿de acuerdo? Entra y cierra la puerta. Vamos a ver si sabes tan bien como parece».
Rhinemann esperaría un rato, y luego se marcharía solo. «Lo más probable —se dijo Pearson— es que se dé cuenta de lo que ha pasado. Seguro que ya lo ha visto alguna otra vez.»
—¿Sí? —preguntó intentando esbozar una sonrisa.
La cosa lo miró con gesto apreciativo y en silencio durante un instante, con la grotesca cabeza balanceándose sobre el sensual corpiño de su traje de ejecutiva.
—Tienes mejor aspecto que esta mañana.
La boca seguía abierta de par en par, los ojos negros seguían fijos con la expresión de una muñeca de trapo olvidada debajo de la cama de una niña, pero Pearson sabía que cualquier otra persona tan solo habría visto a Suzanne Holding sonriendo a uno de sus ejecutivos y exhibiendo la medida justa de preocupación. No era exactamente la expresión de Madre Coraje, pero sí denotaba cariño e interés.
—Bien —repuso, aunque la palabra le pareció un poco sosa—. ¡Estupendo! —añadió.
—Ahora lo único que falta es que dejes de fumar.
—Bueno, estoy en ello —aseguró Pearson al tiempo que lanzaba una débil carcajada.
Otra vez el cable grasiento que se escurría del carrete. «Déjame marchar —pensó—. Déjame marchar, maldita zorra, déjame marchar antes de que haga algo demasiado disparatado como para pasar desapercibido.»
—Tendrías derecho a una cobertura mucho mayor en el seguro si dejaras de fumar —prosiguió el monstruo.
La superficie de otro de aquellos abscesos estalló con un repugnante chasquido y empezó a segregar la misma sustancia rosada.
—Sí, ya lo sé —asintió—. Y te aseguro que pensaré en ello, Suzanne. De verdad.
—Hazlo —insistió la cosa al tiempo que se volvía de nuevo hacia la brillante pantalla del ordenador.
Durante un instante, Pearson se quedó petrificado, incapaz de dar crédito a su buena suerte. La entrevista había terminado.
Llovía a cántaros cuando Pearson salió del edificio, pero la Gente de las Diez, que ahora se había convertido en la Gente de las Tres, por supuesto, aunque no había ninguna diferencia significativa, había salido a pesar de todo, y todos ellos estaban amontonados como ovejas, enfrascados en lo suyo. La Señorita Falda Roja y el empleado de la limpieza al que le gustaba encasquetarse la gorra al revés se habían cobijado bajo la misma sección empapada del Boston Globe. Parecían estar incómodos y un poco mojados, pero pese a ello, Pearson sintió envidia del empleado de la limpieza. La Señorita Falda Roja llevaba Gorgio; lo había olido en el ascensor en varias ocasiones. Y por supuesto, emitía leves susurros sedosos cuando se movía.
«Pero ¿en qué narices estás pensando?», se preguntó con severidad. «Pues estoy intentando conservar la cordura. ¿Pasa algo?», se contestó en el mismo aliento.
Duke Rhinemann se había refugiado bajo el toldo de la floristería que había a la vuelta de la esquina, con los hombros encogidos y un cigarrillo en la comisura de los labios. Pearson se unió a él, miró el reloj y decidió que podía esperar un poco más. Sin embargo, se inclinó un poco hacia delante para que le alcanzara el humo del cigarrillo de Rhinemann, aunque lo hizo sin darse cuenta.
—Mi jefa es una de ellos —empezó—. A menos, claro está, que Douglas Keefer sea de esos monstruos a los que les gusta vestirse de mujer.
Rhinemann esbozó una sonrisa feroz y no dijo nada.
—Dijo que había tres más. ¿Quiénes son los otros dos?
—Donald Fine. Seguramente no lo conoce; trabaja en Valores. Y Carl Grosbeck.
—Carl… ¿El presidente de la junta? ¡Dios mío!
—Ya se lo he dicho antes —replicó Rhinemann—. Puestos importantes, eso es de lo que va toda la historia. ¡Taxi!
Abandonó a toda prisa la protección del toldo e hizo señas al taxi marrón y blanco que, milagrosamente, iba vacío pese a la lluvia que caía aquella tarde. El coche se acercó a ellos produciendo amplios abanicos de agua. Rhinemann los esquivó con agilidad, pero los zapatos y el dobladillo de los pantalones de Pearson quedaron empapados. En el estado en que se encontraba, no obstante, la cosa no le pareció demasiado grave. Abrió la puerta para Rhinemann, el cual subió y se deslizó hacia el otro lado del asiento. Pearson lo siguió y cerró la puerta de golpe.
—Al pub Gallagher —indicó Rhinemann—. Justo enfrente de…
—Ya sé dónde está el pub Gallagher —interrumpió el taxista—, pero no vamos a ninguna parte hasta que tire el pitillo, amigo.
Al hablar golpeó con un dedo el cartelito adherido al taxímetro. PROHIBIDO FUMAR EN ESTE VEHÍCULO, rezaba.
Los dos hombres intercambiaron una mirada. Rhinemann se encogió de hombros con el gesto medio avergonzado y medio malhumorado que lleva siendo el principal saludo tribal de la Gente de las Diez desde 1990 aproximadamente.
A continuación y sin rechistar, arrojó el Winston apenas consumido a la lluvia.
Pearson empezó a contarle a Rhinemann el susto que se había llevado cuando las puertas del ascensor se habían abierto y había visto por primera vez de cerca a la verdadera Suzanne Holding, pero Rhinemann frunció el ceño, meneó la cabeza con ademán apenas perceptible y señaló con el pulgar al taxista.
—Luego hablamos —murmuró.
Pearson calló y se conformó con contemplar los rascacielos surcados de lluvia del centro de Boston. Se sentía casi completamente identificado con las pequeñas escenas callejeras que veía a través de la sucia ventana del taxi. Le interesaban especialmente los grupitos de Gente de las Diez que veía delante de cada bloque de oficinas que pasaban. Se ponían a cubierto en todos los lugares que ofrecían cobijo. Si no encontraban ningún lugar adecuado, se conformaban, se subían el cuello de los abrigos, protegían el cigarrillo con las manos y fumaban pese a todo. Se le ocurrió que el noventa por ciento de los elegantes rascacielos junto a los que pasaban eran zonas de no fumadores, al igual que el edificio en el que trabajaban tanto Rhinemann como él. También se le ocurrió otra cosa que le cruzó la mente como una suerte de revelación, y era que la Gente de las Diez no era realmente una tribu nueva, sino los destartalados vestigios de una tribu antigua, renegados que huían de una nueva escoba que pretendía barrer ese antiguo vicio de la vida americana. Su denominador común era la desgana o la incapacidad de dejar de suicidarse lentamente; eran adictos en una zona de respetabilidad que no cesaba de encogerse. Suponía que en el año 2020, el 2050 a lo sumo, la Gente de las Diez se habría esfumado de la faz de la tierra.
«Oh, mierda, un momento —se dijo—. La verdad es que somos los últimos optimistas a prueba de bomba del mundo, nada más… La mayoría de nosotros no nos molestamos en ponernos el cinturón de seguridad, y nos encantaría sentarnos detrás de la base de meta en el campo de béisbol si quitaran de una vez la maldita valla de protección.»
—¿Qué le hace tanta gracia, señor Pearson? —inquirió Rhinemann.
Pearson se dio cuenta de que había esbozado una amplia sonrisa.
—Nada —repuso—. Nada importante, al menos.
—Vale, pero no se me descontrole.
—¿Consideraría que me descontrolo si le pido que me llame Brandon?
—Supongo que no —repuso Rhinemann con aspecto pensativo—. Siempre y cuando usted me llame Duke y no degeneremos en nombrecitos como BeeBee, Buster ni ningún otro mote embarazoso por el estilo.
—No te preocupes. ¿Quieres saber una cosa?
—Claro.
—Este ha sido el día más asombroso de mi vida.
Duke Rhinemann asintió sin devolverle la sonrisa.
—Y todavía no ha terminado —aseguró.
2
Pearson se dijo que Duke había acertado al escoger el Gallagher. Se trataba de una auténtica rareza bostoniana, más parecida a Gilley’s que a Cheers, y era el lugar idóneo para que dos empleados de banco hablaran de cosas que habrían hecho dudar a sus allegados de su cordura. La barra más larga que Pearson había visto en su vida fuera de las películas flanqueaba una gran pista brillante de baile en la que tres parejas bailaban soñadoras mientras Mary Stuart y Travis Tritt entonaban Esta te va a doler.
En un lugar más pequeño, la barra habría estado repleta, pero los clientes estaban tan bien repartidos por aquel larguísimo hipódromo revestido de caoba que se podía conseguir cierta intimidad; no había necesidad de recurrir a uno de los reservados de la mortecina parte trasera del bar. Pearson se alegraba. No le costaba nada imaginarse a uno de los murciélagos, tal vez incluso una pareja, sentado (o posado) en el reservado contiguo, escuchando su conversación con toda atención.
«¿No es eso lo que llaman mentalidad de banquero, viejo amigo? —se dijo—. No te ha costado mucho llegar a este extremo, ¿eh?»
No, suponía que no, pero por el momento no le importaba. Tan solo sentía agradecimiento porque podría mirar en todas direcciones mientras hablaban…, o mejor dicho, mientras Duke hablaba.
—¿En la barra? —preguntó Duke.
Pearson asintió con un gesto.
Parecía un solo bar, reflexionó Pearson mientras seguía a Duke hasta el cartel que decía ZONA DE FUMADORES, pero en realidad había dos…, al igual que, en los años cincuenta, cada barra de bar por debajo de la línea de Mason Dixon constaba en realidad de dos, una para los blancos y otra para los negros. Y ahora al igual que entonces, se notaba la diferencia. Un Sony casi tan grande como una pequeña pantalla de cine dominaba el centro de la sección de no fumadores, mientras que en el gueto de la nicotina tan solo había un viejo Zenith clavado a la pared (junto a un cartel que decía: NO DUDE EN PEDIR QUE LE FIEMOS, QUE NOSOTROS NO DUDAREMOS EN DECIRLE QUE SE JODA). La superficie de la barra estaba más sucia en esa zona; al principio, Pearson creyó que eran imaginaciones suyas, pero el segundo vistazo confirmó el opaco aspecto de la madera y los desvaídos círculos que se superponían y eran fantasmas de cervezas pasadas. Y por supuesto, el cetrino y amarillento olor a humo de tabaco. Habría jurado que se alzaba hacia él al sentarse en el taburete, del mismo modo que los pedos de palomitas se alzan cuando uno se sienta en la butaca de un cine viejo. El presentador que aparecía en la pantalla del destartalado televisor manchado de humo parecía estar a punto de morir de una intoxicación de cinc. En la pantalla de los tipos sanos, el mismo hombre parecía capaz de correr los cuatrocientos lisos y luego tirarse a una rubia detrás de otra.
«Bienvenido a la parte trasera del autobús —se dijo Pearson al tiempo que miraba a su Compañero de las Diez con expresión entre divertida y exasperada—. Pero, en fin, no hay de qué quejarse. Dentro de diez años ya ni dejarán que los fumadores suban.»
—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Duke, mostrando tal vez cierta capacidad rudimentaria de leer el pensamiento.
Pearson miró el reloj, aceptó el pitillo y dejó que Duke le volviera a dar fuego con su encendedor de falsa elegancia. Dio una profunda chupada, saboreando el humo que se deslizaba por sus conductos, saboreando incluso el ligero mareo que le produjo. Por supuesto que se trataba de un hábito peligroso, potencialmente mortal. ¿Cómo no iba a ser peligroso algo que le ponía a uno a cien? Así era la vida, y punto.
—¿Y tú qué? —inquirió al ver que Duke volvía a guardarse el paquete de tabaco en el bolsillo.
—Puedo esperar un poco más —repuso Duke con una sonrisa—. Me he fumado un par antes de coger el taxi. Y además tengo que compensar el que me he fumado de más después de comer.
—Así que te los racionas, ¿eh?
—Sí. Por lo general solo me permito fumar uno después de comer, pero hoy me he fumado dos. Es que me has dado un susto de muerte.
—Yo también estaba bastante asustado.
El camarero se acercó a ellos, y Pearson quedó fascinado al comprobar el modo en que el hombre esquivaba la delgada espiral de humo que surgía de su cigarrillo. «No creo ni que se dé cuenta…, pero si le echara el humo en la cara, apuesto algo a que saltaría la barra y me pegaría una bofetada.»
—¿Qué van a tomar, señores?
Duke pidió dos Sam Adams sin consultar a Pearson. Cuando el camarero fue a buscar las cervezas, Duke se volvió hacia su compañero.
—Bébetela con tiento. Es mal momento para emborracharse, incluso para ponerse alegre.
Pearson asintió con un gesto y dejó un billete de cinco dólares sobre la barra cuando el camarero regresó con las cervezas. Bebió un gran trago y a continuación dio otra chupada al cigarrillo. Algunas personas creían que los mejores cigarrillos eran los que se fumaban después de comer, pero Pearson no estaba de acuerdo; estaba convencido de que no era la manzana lo que había puesto en apuros a Eva, sino una cerveza y un cigarrillo.
—Bueno, ¿y tú que has usado? —le preguntó Duke—. ¿El parche? ¿Hipnosis? ¿La fuerza de voluntad tan propia de los americanos? Por tu aspecto, yo diría que el parche.
Si aquello había sido un intento de hacerse el gracioso, la verdad era que no había funcionado. Pearson había estado pensando en fumar un montón aquella tarde.
—Sí, el parche —asintió—. Lo llevé durante dos años; empecé cuando nació mi hija. Le eché un vistazo a través de la ventana de la sala de maternidad y decidí que tenía que dejarlo. Me parecía una locura fumarme cuarenta o cincuenta pitillos al día cuando acababa de contraer un compromiso de dieciocho años con un ser humano recién estrenado.
«Del que me enamoré desde el primer momento en que lo vi», podría haber añadido, aunque tenía la sensación de que Duke ya lo sabía.
—Por no hablar del compromiso vitalicio hacia tu mujer.
—Eso, por no hablar de mi mujer —convino Pearson.
—Además del correspondiente surtido de hermanos, cuñadas, recaudadores, contribuyentes y demás fauna.
Pearson se echó a reír y asintió.
—Exacto, tú lo has dicho.
—Pero no es tan fácil como parece, ¿eh? Cuando dan las cuatro de la mañana y no puedes dormir, toda esa nobleza se va al garete.
Pearson hizo una mueca.
—O cuando tienes que ir arriba y hacer unas cuantas volteretas delante de Grosbeck, Keefer, Fine y los demás muchachos de la junta. La primera vez que tuve que hacerlo sin coger un cigarrillo antes de entrar… Te aseguro que fue espantoso.
—Pero dejaste de fumar del todo durante un tiempo.
Pearson miró a Duke, no demasiado sorprendido por su perspicacia, y asintió con la cabeza.
—Durante unos seis meses. Pero nunca llegué a dejarlo mentalmente, ¿entiendes lo que quiero decir?
—Claro que lo entiendo.
—Al final volví a fumar. Fue en 1992, justo cuando empezó a circular la noticia de que algunas personas que fumaban mientras todavía llevaban el parche sufrían ataques al corazón. ¿Te acuerdas?
—Sí —asintió Duke al tiempo que se daba una palmadita en la frente—. Tengo un fichero entero de historias de fumadores aquí dentro, amigo, por orden alfabético. Tabaco y Alzheimer, tabaco y tensión arterial, tabaco y cataratas…, ya sabes.
—Así que yo elegía —prosiguió Pearson.
Esbozó una leve sonrisa confusa, la sonrisa de un hombre que sabe que se ha comportado como un gilipollas, que sigue comportándose como un gilipollas, pero sin saber realmente por qué.
—O dejaba de fumar o dejaba de llevar el parche. Así que…
—¡Dejé de llevar el parche! —terminaron al unísono.
Estallaron en carcajadas, lo cual hizo que un cliente de frente despejada sentado en la zona de no fumadores los mirara y frunciera el ceño, por un momento, antes de volver su atención a las noticias de la tele.
—La vida es de lo más retorcido, ¿eh? —comentó Duke sin dejar de reír, al tiempo que se llevaba una mano al bolsillo interior de la americana de color crema.
Se detuvo al ver que Pearson le alargaba el paquete de Marlboro, del que sobresalía un cigarrillo. Intercambiaron otra mirada, la de Duke sorprendida y la de Pearson cómplice, y a continuación lanzaron otra carcajada. El tipo de frente despejada los miró de nuevo con el ceño un poco más fruncido. Ninguno de los dos se dio cuenta. Duke tomó el cigarrillo y se lo encendió. El episodio no duró más de diez segundos, pero bastó para que los dos hombres se hicieran amigos.
—Fumé como un carretero desde los quince hasta que me casé, en 1991 —explicó Duke—. A mi madre no le gustaba, pero estaba contenta de que no fumara coca ni la vendiera, como la mitad de los otros chicos de mi calle… Estoy hablando de Rockfield, ya sabes; así que no me decía gran cosa. Wendy y yo pasamos una semana de luna de miel en Hawai, y el día que volvimos me regaló una cosa.
Duke dio una profunda chupada al cigarrillo y a continuación echó dos columnas gemelas de humo por la nariz.
—Lo encontró en el catálogo de Sharper Image, creo, o tal vez en otro. Tenía un nombre de lo más sofisticado, pero no lo recuerdo. Yo simplemente llamaba a ese maldito trasto Tuercas Digitales de Pavlov. Pero en fin, la quería con locura, y todavía la quiero igual, eso te lo aseguro, así que me decidí y lo intenté con todas mis fuerzas. La verdad es que no fue tan terrible como había imaginado. ¿Sabes a qué artilugio me refiero?
—Desde luego —repuso Pearson—. El beeper. Te hace esperar cada vez más antes de encender un cigarrillo. Lisabeth, mi mujer, no dejaba de enseñármelo cuando estaba embarazada de Jenny. Tan sutil como un elefante en una tienda de porcelanas, ya te lo imaginas.
Duke asintió con una sonrisa, y cuando el camarero pasó junto a ellos, le indicó con un gesto que les pusiera otra ronda de cerveza antes de volverse de nuevo hacia Pearson.
—Excepto por lo de usar las Tuercas Digitales de Pavlov en lugar del parche, el resto de mi historia es igual que la tuya. Conseguí llegar hasta el momento en que la maquinita toca una versión espantosa del Coro de la libertad o algo parecido, pero el vicio volvió. Es más difícil de matar que una serpiente de dos corazones.
El camarero les trajo las cervezas. Esta vez pagó Duke.
—Tengo que hacer una llamada —anunció tras beber un sorbo—. Tardaré unos cinco minutos.
—Vale —repuso Pearson.
Echó un vistazo en derredor, vio que el camarero se había retirado de nuevo a la relativa seguridad de la zona de no fumadores («Los sindicatos conseguirán que haya dos camareros en el 2005, uno para los fumadores y otro para los no fumadores»), y se volvió de nuevo hacia Duke. Pronunció las siguientes palabras en voz mucho más baja.
—Creía que íbamos a hablar de los hombres murciélago.
Los ojos castaños de Duke lo observaron durante unos instantes.
—Y eso es lo que hemos hecho, amigo mío. Exactamente eso.
Y antes de que Pearson pudiera replicar, Duke desapareció en las profundidades semioscuras, aunque casi exentas de humo, del Gallagher, en dirección a dondequiera que se encontraran los teléfonos públicos.
Llevaba ausente casi diez minutos, y Pearson se preguntó si debería ir a la parte trasera y comprobar que estaba bien cuando sus ojos se volvieron hacia el televisor, donde el presentador de las noticias hablaba de la bomba que acababa de soltar el vicepresidente de Estados Unidos. En un discurso ante la Asociación Nacional de Educación, el vicepresidente había propuesto reevaluar las guarderías subvencionadas por el gobierno y cerrar el mayor número de ellas posible.
La imagen cambió para mostrar un vídeo grabado en algún centro de convenciones de Washington aquel mismo día, y cuando la cámara pasó del plano general y la narración a un primer plano del vicepresidente en el podio, Pearson se aferró a la barra con ambas manos y tal fuerza que sus dedos se hundieron un poco en el revestimiento acolchado. Recordó una de las cosas que Duke había dicho aquella mañana en la plaza. «Tienen amigos en puestos importantes. Joder, si toda la historia va de cargos importantes.»
—No tenemos nada en contra de las madres trabajadoras de América —declaraba el monstruo deforme y con cara de murciélago que estaba de pie tras el podio marcado con el sello del vicepresidente—, y tampoco tenemos nada en contra de los pobres merecedores de asistencia. No obstante, somos de la opinión…
Una mano se posó en el hombro de Pearson, que tuvo que morderse los labios para contener el grito que amenazaba con brotar de ellos. Se volvió y vio a Duke. Algo había cambiado en el rostro del joven; le brillaban los ojos, y tenía la frente bañada en sudor. Pearson pensó que tenía aspecto de haber ganado el concurso de algún catálogo.
—No vuelvas a hacer eso —masculló Pearson.
Duke se quedó petrificado mientras se subía de nuevo al taburete.
—Creo que me acabo de comer el corazón —prosiguió Pearson.
Duke adoptó una expresión de sorpresa, echó un vistazo al televisor y comprendió.
—Oh —empezó—. Dios mío, lo siento, Brandon. De verdad. Siempre se me olvida que tú has entrado a media película.
—¿Y qué hay del presidente? —inquirió Pearson esforzándose por mantener un tono natural, lo que casi consiguió—. Supongo que puedo soportar lo de este hijo de perra, pero ¿qué hay del presidente? También…
—No —repuso Duke en tono vacilante antes de añadir—: Al menos todavía.
Pearson se inclinó hacia él, consciente de que aquella extraña sensación de sopor empezaba a adueñarse de nuevo de sus labios.
—¿Qué significa ese todavía? ¿Qué son esas cosas? ¿De dónde vienen? ¿Qué hacen y qué es lo que quieren?
—Te contaré lo que sé —repuso Duke—, pero primero quería preguntarte si puedes venir conmigo a una pequeña reunión esta tarde, hacia las seis. ¿Te parece bien?
—¿Una reunión sobre esto?
—Pues claro.
Pearson reflexionó durante unos instantes.
—De acuerdo. Pero tendré que llamar a Lisabeth.
Duke pareció alarmado.
—No le digas nada de…
—Claro que no. Le diré que La Belle Dame sans Merci quiere repasar una vez más sus preciadas hojas de cálculo antes de enseñárselas a los japoneses. Eso se lo tragará; sabe que la Holding está acojonadita con la inminente visita de nuestros amigos del Pacífico. ¿Te parece bien?
—Sí.
—A mí también, pero aun así me parece un poco barato.
—No tiene nada de barato querer mantener la mayor distancia posible entre tu mujer y los murciélagos. Quiero decir que no es que te vaya a llevar a una sauna ni nada de eso.
—Supongo que no. Bueno, dispara.
—De acuerdo. Creo que lo mejor será que empiece por lo del tabaco.
El tocadiscos, que había permanecido silencioso durante unos minutos, empezó a emitir una cansina versión del éxito Corazón destrozado, de Billy Ray Cyrus. Pearson miró a Duke Rheinemann con expresión confusa y abrió la boca para decir que el tabaco no tenía nada que ver con todo aquello, pero de sus labios no brotó sonido alguno. Nada de nada.
—Dejaste de fumar…, después volviste a empezar…, pero fuiste lo bastante inteligente como para saber que si no te andabas con cuidado, en un par de meses estarías fumando tanto como antes —dijo Duke—. ¿Verdad?
—Sí, pero no entiendo…
—Ya lo entenderás.
Duke extrajo el pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. La primera impresión que Pearson había tenido cuando Duke había regresado del teléfono había sido que el hombre estaba a punto de estallar de emoción. Seguía creyendo lo mismo, pero ahora se daba cuenta de otra cosa: Duke estaba muerto de miedo.
—Limítate a escuchar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—En cualquier caso, lo que has hecho es encontrar un término medio en tu vicio. Un comosellame, un modus vivendi. No puedes dejar de fumar, pero has descubierto que no es el fin del mundo, que no eres como un adicto a la coca que no puede dejarla ni un borracho que no puede dejar de empinar el codo. El tabaco es un vicio bastante horrible, pero la verdad es que hay un término medio entre dos o tres paquetes diarios y la abstinencia total.
Pearson lo miraba con los ojos muy abiertos, y Duke le sonrió.
—No te estoy leyendo el pensamiento, si es eso lo que estás pensando. Quiero decir que nos conocemos, ¿no?
—Supongo que sí —repuso Pearson con expresión pensativa—. Por un momento había olvidado que los dos somos Gente de las Diez.
—¿Que somos qué?
Pearson le explicó la historia de la Gente de las Diez y sus ademanes tribales (miradas hoscas al enfrentarse a los carteles de PROHIBIDO FUMAR, encogimientos malhumorados de hombros al ser conminados por alguna autoridad competente a Apagar el Cigarrillo, Señor), sus sacramentos tribales (chiclé, caramelos, palillos y, por supuesto, pequeños aerosoles Binaca) y sus letanías tribales («El año que viene lo dejo definitivamente» era el más común).
Duke lo escuchaba fascinado.
—¡Dios mío, Brandon! —exclamó cuando su compañero terminó—. ¡Has encontrado a la tribu perdida de Israel! ¡Todos esos malditos locos siguieron a Joe Camel como corderitos!
Pearson lanzó una carcajada, lo que le granjeó otra mirada molesta y confusa por parte del tipo de frente despejada sentado en la zona de no fumadores.
—En cualquier caso, todo encaja —prosiguió Duke—. Una pregunta. ¿Fumas delante de tu hija?
—¡Dios mío, no! —exclamó Pearson.
—¿Y delante de tu mujer?
—No, ya no.
—¿Cuándo fue la última vez que te fumaste un pitillo en un restaurante?
Pearson intentó hacer memoria y descubrió algo muy peculiar; que no lo recordaba. Siempre pedía una mesa en la zona de no fumadores, aunque estuviera solo, y se guardaba el cigarrillo hasta después de terminar de comer, pagar y salir del local. Y por supuesto, hacía muchísimo tiempo que no fumaba entre platos.
—La Gente de las Diez —exclamó Duke en tono maravillado—. Me encanta, tío, me encanta eso de tener un nombre propio. Y realmente es como formar parte de una tribu. Es…
Se interrumpió, de repente, con la mirada clavada en una de las ventanas. Un policía urbano pasó por delante del bar hablando con una hermosa joven. La muchacha alzaba la mirada hacia él con una dulce expresión entre admirada y coqueta, sin percatarse de los ojos negros y penetrantes y los dientes triangulares que tenía delante.
—Dios mío, mira eso —susurró Pearson.
—Sí —repuso Duke—. Y cada vez hay más. Cada día más.
Guardó silencio durante un instante, con la mirada fija en su jarra de cerveza medio vacía. De repente, pareció sacudirse casi físicamente la abstracción.
—Seamos lo que seamos —dijo por fin—, lo cierto es que somos los únicos en todo el mundo que los vemos.
—¿Quiénes? ¿Los fumadores? —inquirió Pearson con incredulidad.
Por supuesto, debería haber sabido adónde quería ir a parar Duke, pero aun así…
—No —replicó Duke sin impacientarse—. Los fumadores no los ven. Y los no fumadores tampoco. —Se detuvo un instante para observar a Pearson con atención—. Solo la gente como nosotros, Brandon… la gente que no es ni chicha ni limonada.
—Solo la Gente de las Diez como nosotros.
Cuando salieron del Gallagher al cabo de un cuarto de hora, después de que Pearson llamara a su mujer desde el bar, le contara la mentira que se había inventado y le prometiera que estaría en casa antes de las diez, el chaparrón se había convertido en una leve llovizna, y Duke propuso que dieran un paseo. No hasta Cambridge, que era donde iban, sino lo suficiente para que Duke pudiera terminar la historia. Las calles aparecían casi desiertas, de modo que podrían acabar su conversación sin verse obligados a mirar por encima del hombro cada dos por tres.
—En un sentido muy extraño, es como el primer orgasmo —decía Duke mientras caminaban por entre una clara neblina a ras de suelo en dirección al río Charles—. Después del primero, el asunto entra a formar parte de tu vida, simplemente, está ahí. Y con esto pasa lo mismo. Un buen día, las sustancias químicas alcanzan el equilibrio necesario en tu cerebro y ves a uno de ellos. Más de una vez me he preguntado cuánta gente se ha muerto en el acto al ver a una de esas cosas. Apuesto a que un montón.
Pearson contempló el sangriento reflejo de un semáforo en el brillante pavimento negro de Boylston Street y recordó el susto que se había llevado aquella mañana.
—Son tan horribles. Tan monstruosos. La carne parece moverse por toda la cabeza… No hay ninguna forma de describirlo, ¿verdad?
Duke asintió con un gesto.
—Son más feos que un pecado, sí, señor. Yo iba en la línea roja del metro, de camino a Milton, a mi casa, cuando vi al primero. Estaba de pie en el andén de la estación de Park Street. Pasamos justo al lado suyo. Fue una suerte que yo estuviera en el tren y alejándome, porque me puse a gritar.
—¿Y entonces qué pasó?
La sonrisa de Duke se había trocado, al menos de momento, en una mueca avergonzada.
—Pues que todos me miraron, y enseguida apartaron la mirada. Ya sabes lo que pasa en las ciudades. Hay un colgado predicando que Jesucristo ama el Tupperware en cada esquina.
Pearson asintió con un gesto. Sabía lo que pasaba en las ciudades. Al menos, habría creído saberlo hasta ese día.
—De repente, un tipo alto, pelirrojo, con aspecto de empollón y millones de pecas se sentó a mi lado y me agarró por el codo más o menos igual que yo a ti esta mañana. Se llama Robbie Delray. Es pintor. Lo verás esta noche en la tienda de Kate.
—¿Qué es la tienda de Kate?
—Una librería especializada que hay en Cambridge. Especializada en novela negra. Nos reunimos allí una o dos veces por semana. Es un buen sitio. Y buena gente, también, al menos la mayoría, ya lo verás. Cuestión, que Robbie me agarró por el codo y me dijo: «No estás loco. Yo también lo he visto. Es real… Es un hombre murciélago».
Eso fue todo, y la verdad es que el tipo podría haber estado hasta las cejas de anfetaminas, que yo supiera…, pero yo había visto aquello y el alivio…
—Sí —intervino Pearson al recordar la escena de aquella mañana.
Se detuvieron en Storrow Drive, esperaron a que pasara un camión cisterna y a continuación se apresuraron a cruzar la calle encharcada. Pearson se quedó embobado durante un momento mirando una desvaída pintada que había en el respaldo de un banco encarado hacia el río. LOS EXTRATERRESTRES HAN LLEGADO, decía. NOS HEMOS COMIDO DOS EN UNA MARISQUERÍA.
—Menos mal que estabas ahí esta mañana —comentó Pearson—. Vaya suerte.
—Desde luego —asintió Duke—. Ya lo creo que sí. Cuando los murciélagos joden a alguien, lo joden bien jodido. Por lo general, la pasma acaba recogiendo los pedacitos en una cesta después de una de sus pequeñas fiestas. ¿Me sigues?
Pearson asintió con un ademán.
—Y nadie sabe que todas las víctimas tenían un denominador común…, que todas ellas habían rebajado el consumo de tabaco a entre cinco y diez cigarrillos diarios. Me da la sensación de que ese dato es demasiado impreciso incluso para el FBI.
—Pero ¿por qué matarnos? —inquirió Pearson—. Quiero decir que si un tipo va por ahí gritando que su jefe es un marciano, no van a mandar precisamente a la Guardia Nacional; lo que harán es meter al tipo en el manicomio.
—Vamos, hombre, baja de las nubes —instó Duke—. Ya has visto a esas preciosidades.
—¿Quieres decir que… les gusta?
—Sí, les gusta. Pero eso es como comprarse el carro antes que el caballo. Son como lobos, Brandon, lobos invisibles que se abren paso por todo el rebaño de ovejas. Y ahora dime, ¿qué quieren los lobos de las ovejas, aparte de ponerse a cien cada vez que matan a una?
—Pues… Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó Pearson en un susurro—. ¿Quieres decir que se comen a la gente?
—Se comen algunas partes de la gente —repuso Duke—. Eso es lo que Robbie Delray creía el día en que lo conocí, y eso es lo que todavía cree la mayoría de nosotros.
—¿Quiénes son nosotros, Duke?
—Pues la gente a la que vas a conocer esta noche. No estaremos todos, pero sí la mayoría. Ha pasado algo; algo grande.
—¿Qué?
Pero Duke se limitó a menear la cabeza y replicar:
—¿Quieres coger un taxi? ¿Estás hecho polvo?
Pearson estaba hecho polvo, pero no quería coger un taxi todavía. El paseo lo había fortalecido…, pero no solo el paseo. No creía poder confesárselo a Duke, al menos todavía no, pero lo cierto es que todo aquel asunto tenía su lado positivo…, su lado romántico. Era como si se viera inmerso en una extraña aunque emocionante aventura de chicos. Casi le parecía ver las ilustraciones de N. C. Wyeth. Contempló los halos de luz blanca que rodeaban lentamente las farolas alineadas a lo largo de Sturrow Drive y esbozó una sonrisa. «Ha pasado algo importante —pensó—. El agente X-9 ha traído buenas noticias de nuestra base clandestina… ¡Hemos localizado el veneno antimurciélagos que andábamos buscando!»
—La emoción se pasa, créeme —comentó Duke con sequedad.
Pearson se volvió hacia él con expresión asombrada.
—Hacia el momento en que pescan a tu segundo amigo del puerto de Boston con media cabeza arrancada, te das cuenta que no va aparecer Tom Swift para ayudarte a blanquear la maldita valla.
—Tom Sawyer —murmuró Pearson al tiempo que se secaba la lluvia de los ojos y sentía que se ruborizaba.
—Comen algo que produce nuestro cerebro, eso es lo que cree Robbie. Tal vez una enzima, dice, o tal vez algún tipo especial de onda eléctrica. Dice que quizá es lo mismo que nos permite verlos, al menos a algunos de nosotros, y que para ellos somos como los tomates del huerto de un granjero, listos para coger cuando ellos deciden que estamos maduros. A mí me educaron en la religión baptista y estoy dispuesto a ir al grano. Nada de tonterías de granjeros. Lo que creo es que devoran almas.
—¿De verdad? ¿Me estás tomando el pelo o de verdad te lo crees?
Duke lanzó una carcajada, se encogió de hombros y adoptó una expresión desafiante.
—Mira, tío, no lo sé. Esas cosas entraron en mi vida por la misma época en que creía que el cielo era un cuento de hadas y el infierno era otra gente. Y ahora estoy jodido otra vez. Pero en realidad da igual. Lo importante, lo único que tienes que entender y no olvidar nunca es que tienen un montón de razones para matarnos. Primero porque tienen miedo de que hagamos precisamente lo que estamos haciendo, es decir, reunirnos, organizarnos, intentar acabar con ellos…
Hizo una pausa, reflexionó un instante y por fin meneó la cabeza. Ahora parecía un hombre que sostuviera una conversación consigo mismo e intentara resolver una cuestión que le hubiera impedido dormir demasiadas noches.
—¿Miedo? No sé exactamente si tienen miedo. Pero no corren demasiados riesgos, de eso no hay la menor duda. No soportan el hecho de que algunos de nosotros podamos verlos. No lo soportan, joder. Una vez atrapamos a uno y fue como atrapar un huracán en una botella. Lo…
—¿Que atrapasteis a uno?
—Sí, señor —asintió Duke esbozando una sonrisa dura y carente de alegría—. Lo acorralamos en un área de descanso de la interestatal 95, cerca de Newburyport. Éramos seis, y mi amigo Robbie estaba al mando. Lo llevamos a una granja, y cuando se le pasó el efecto de todas las drogas que le habíamos metido, lo cual ocurrió demasiado deprisa, te lo aseguro, intentamos interrogarlo para averiguar las respuestas a algunas de las preguntas que tú ya me has hecho. Le habíamos puesto esposas y hierros en las piernas; además lo habíamos atado con tanto cordel de nailon que parecía una momia. ¿Y sabes qué es lo que recuerdo mejor?
Pearson meneó la cabeza. Ya se le había pasado la sensación de estar viviendo entre las páginas de un libro de aventuras infantiles.
—Pues el momento en que se despertó —repuso Duke—. No hubo término medio. En un momento dado estaba fuera de combate y al siguiente fresco como una rosa, mirándonos con esos horribles ojos. Ojos de murciélago. La verdad es que sí tienen ojos, ¿sabes? Pero la gente no siempre se da cuenta de eso. La historia de que son ciegos debe de ser obra de algún agente de prensa con mucho talento. No quiso hablar con nosotros. No nos dijo ni una sola palabra. Creo que sabía que no iba a salir de aquel granero, pero no había miedo en su expresión. Solo odio. ¡Dios mío, el odio que vi en sus ojos!
—¿Y qué pasó?
—Rompió la cadena de las esposas como si fuera papel higiénico. Los hierros de las piernas eran más resistentes, y además le habíamos puesto esas botas especiales que se pueden clavar en el suelo, pero el cordel de nailon… Empezó a morderlo en el punto en el que le cruzaba por los hombros. Con esos dientes…, ya los has visto… Era como ver a una rata roer un cabo. Nos quedamos todos de piedra. Incluso Robbie. No podíamos creer lo que estábamos viendo… o tal vez nos había hipnotizado. Me he preguntado muchas veces si no pudo ser eso. Suerte que estaba Lester Olson. Habíamos utilizado una furgoneta Ford Enconoline que Robbie y Moira habían robado, y a Lester le dio la vena de que podría verse desde la autopista. Fue a comprobarlo, y al volver y ver que esa cosa se había desatado todo el cuerpo excepto los pies le pegó tres tiros en la cabeza. Asimismo, pum, pum, pum.
Duke meneó la cabeza con ademán maravillado.
—Lo mató —constató Pearson—. Asimismo, pum, pum, pum.
Tenía la sensación de que la voz había vuelto a escapársele de la cabeza, al igual que había sucedido en la plaza frente al banco aquella mañana, y de repente se le ocurrió una idea espantosa pero muy persuasiva. Se le ocurrió que los hombres murciélago no existían en realidad, que no eran más que una alucinación colectiva que se parecía bastante a las que a veces tenían los consumidores de peyote durante sus pajas mentales colectivas inducidas por el consumo de drogas. La alucinación en cuestión, que tan solo afectaba a la Gente de las Diez, se debía a la cantidad de tabaco que consumían. Las personas a las que Duke quería que conociera habían matado al menos a una persona inocente bajo la influencia de aquella idea disparatada, y lo más probable era que mataran a más. Seguro que matarían a más si les daba tiempo. Y si no se alejaba a toda prisa de aquel empleado de banca trastornado, era bien posible que entrara a formar parte de todo aquel asunto. Ya había visto a dos hombres murciélagos…, no, a tres contando al poli y cuatro contando al vicepresidente. Y precisamente aquello era el dato decisivo, la idea de que el vicepresidente de Estados Unidos…
La expresión que se dibujaba en el rostro de Duke dio a entender a Pearson que el joven le estaba leyendo el pensamiento por tercera vez en un tiempo récord.
—Estás empezando a preguntarte si no nos habremos vuelto todos locos de atar, tú incluido, ¿verdad? —preguntó.
—Pues claro —replicó Pearson en un tono más seco del que pretendía emplear.
—Desaparecen —comentó Duke de repente—. Yo vi desaparecer al del granero.
—¿Qué?
—Que se vuelven transparentes, se convierten en humo y desaparecen. Ya sé que parece una locura, pero te aseguro que nada de lo que pueda decirte podría hacerte comprender lo que significó estar ahí y ver lo que sucedía. En el primer momento crees que no es real a pesar de que lo tienes delante de las narices; crees que lo estás soñando o que te has metido en una película llena de efectos especiales a lo bestia, como los de La guerra de las galaxias. Y entonces hueles algo que parece una mezcla de polvo, meados y guindillas. Te escuecen los ojos, te da ganas de vomitar. Lester vomitó, de hecho, y Janet se pasó una hora estornudando. Dijo que solo la ambrosía y los pelos de gato la hacen estornudar así. En cualquier caso, me acerqué a la silla en la que había estado sentado ese monstruo. Las cuerdas seguían ahí, y también las esposas y la ropa. La camisa del tipo seguía abrochada. La corbata seguía anudada. Alargué la mano y le bajé la cremallera de los pantalones… con mucho cuidado, como si el pito fuera a salir disparado para arrancarme la nariz, pero lo único que vi fueron los calzoncillos. Calzoncillos bóxer de lo más normal. Era lo único que había, pero ya era suficiente, porque los calzoncillos también estaban vacíos. Te diré una cosa, hermano; no has visto nada hasta que has visto la ropa de un tipo toda bien puesta en capas y sin tipo dentro.
—Se convierten en humo y desaparecen —repitió Pearson—. Dios mío.
—Exacto. Al final tienen el mismo aspecto que estas —indicó mientras señalaba las farolas y sus brillantes halos de humedad.
—¿Y qué pasa con…? —empezó Pearson sin saber muy bien cómo formular la pregunta—. ¿Se les da por desaparecidos? ¿Los…? —En aquel instante se dio cuenta de lo que quería saber—. Duke, ¿dónde está el verdadero Douglas Keefer? ¿Dónde está la verdadera Suzanne Holding?
Duke meneó la cabeza.
—No lo sé. Lo único es que, en cierto modo, esta mañana has visto al verdadero Keefer, Brandon, y también a la verdadera Suzanne Holding. Creemos que es posible que las cabezas que vemos no existan realmente, que nuestro cerebro traduzca lo que los murciélagos son en realidad…, lo que son sus corazones y sus almas, en imágenes.
—¿Telepatía espiritual?
—Te expresas de maravilla, hermano —alabó Duke con una sonrisa—. Tienes que hablar con Lester. Cuando se trata de hombres murciélago, se convierte en un auténtico poeta.
De repente aquel nombre le sonó, y tras reflexionar unos instantes, Pearson creyó saber por qué.
—¿Es un tipo algo mayor con un montón de pelo blanco? ¿Que parece el magnate algo carroza de un culebrón?
Duke estalló en carcajadas.
—Exacto, ese es Les.
Caminaron en silencio durante un rato. El río fluía místico a su derecha, y ya veían las luces de Cambridge al otro lado. A Pearson le parecía que nunca había visto Boston tan bella.
—Así que los hombres murciélagos entran en tu cuerpo; quizá no son más que un germen que inhalas… —empezó Pearson mientras avanzaba a tientas.
—Bueno, sí, algunos creen en la idea del germen, pero yo no estoy de acuerdo. Porque, mira; nunca verás a un hombre murciélago que sea empleado de la limpieza ni una mujer murciélago que sea camarera. ¿Has oído hablar alguna vez de un germen que afecte solo a los ricos, Brandon?
—No.
—Yo tampoco.
—Estas personas con las que vamos a encontrarnos…, ¿son…?
Pearson halló divertido el hecho de que le costara pronunciar las siguientes palabras. No se trataba exactamente del regreso a los libros de aventuras, pero se parecía.
—¿… son de la resistencia?
Duke consideró las palabras de su amigo durante un momento, asintió con la cabeza y se encogió de hombros en un ademán fascinante, como si su cuerpo dijera sí y no al mismo tiempo.
—Todavía no —repuso—, pero tal vez lo sean a partir de esta noche.
Antes de que Pearson pudiera preguntarle a qué se refería, Duke había localizado otro taxi vacío al otro lado de Sturrow Drive y había bajado a la cuneta para hacerle señas. El vehículo hizo un cambio de sentido ilegal y se detuvo junto al bordillo para recogerlos.
En el taxi hablaron de la situación deportiva en la zona de Boston, de los desesperantes Red Sox, de los deprimentes Patriots, de los aburridos Celtics, y dejaron a un lado a los hombres murciélago. Sin embargo, cuando se apearon del taxi delante de una casita aislada en la orilla de Cambridge del río (LIBRERÍA DE MISTERIO KATE, rezaba un cartel que mostraba a un gato negro siseando y con el lomo arqueado), Pearson tomó a Duke Rhinemann por el brazo.
—Tengo que hacerte algunas preguntas más.
Duke consultó el reloj.
—No hay tiempo, Brandon. Hemos caminado demasiado rato, supongo.
—Bueno, pues solo dos.
—Madre mía, eres como ese tío de la tele, el que siempre lleva la gabardina vieja y sucia. De todas formas, no creo que pueda contestarlas; sé mucho menos sobre este asunto de lo que pareces creer.
—¿Cuándo empezó todo esto?
—¿Lo ves? A eso me refiero. No lo sé, y desde luego, el monstruo que atrapamos no nos lo dijo; esa preciosidad ni siquiera nos dijo su nombre, su rango o su número de serie. Robbie Delray, el tipo del que te he hablado, dice que vio al primero hace más de cinco años, mientras paseaba a su Lhasa Apso por el parque de Boston. Dice que desde entonces hay más cada año. Todavía no hay muchos en comparación con nosotros, pero el número ha ido aumentando… ¿de forma exponencial? ¿Es esa la palabra que busco?
—Espero que no. Es una palabra que da miedo.
—¿Cuál es la otra pregunta, Brandon? Vamos, date prisa.
—¿Qué hay de otras ciudades? ¿Hay hombres murciélago en otros lugares? ¿Y otra gente que los ve? ¿Sabes algo de eso?
—No lo sabemos. Podrían estar en todo el mundo, pero estamos bastante seguros de que América es el único país del mundo en el que pueden verlos más de un puñado de personas.
—¿Por qué?
—Porque es el único país que se ha vuelto chalado con el asunto del tabaco…, probablemente porque es el único en el que la gente cree, y en el fondo lo cree de verdad, que si comen lo que tienen que comer, ingieren la combinación correcta de vitaminas, piensan siempre lo que tienen que pensar y se limpian el culo con la marca adecuada de papel higiénico, vivirán eternamente y su actividad sexual nunca remitirá. Y cuando se trata del tabaco, se declara la guerra y el resultado es este extraño híbrido. Nosotros, en otras palabras.
—La Gente de las Diez —puntualizó Pearson con una sonrisa.
—Exacto, la Gente de las Diez —asintió Duke mientras echaba un vistazo por encima del hombro de Pearson—. ¡Hola, Moira!
Pearson no se sorprendió precisamente cuando le llegó la fragancia de Giorgio. Se volvió y vio a la Señorita Falda Roja.
—Moira Richardson, te presento a Brandon Pearson.
—Hola —saludó Pearson estrechándole la mano—. Trabajas en Asistencia de Créditos, ¿verdad?
—Eso es como llamar a un basurero técnico de residuos —repuso ella con una sonrisa jovial.
Era una sonrisa, se dijo Pearson, de la que un hombre podía enamorarse si no se andaba con ojo.
—En realidad me ocupo de verificación de créditos. Si quieres comprarte un Porsche, hago averiguaciones en los archivos para asegurarme de que realmente eres un hombre Porsche… en el sentido económico, claro está.
—Claro está —repitió Pearson devolviéndole la sonrisa.
—¡Cam! —exclamó la muchacha—. ¡Ven aquí!
Era el empleado de la limpieza al que le gustaba fregar el lavabo con la gorra puesta al revés. Enfundado en ropa de calle parecía haber ganado cincuenta puntos de CI y se parecía de un modo asombroso a Armand Assante. Pearson sintió una punzada de celos pero no demasiada sorpresa cuando el muchacho rodeó con un brazo la deliciosa y esbelta cintura de Moira Richardson y le dio un beso casual en la comisura de los deliciosos labios. A continuación le estrechó la mano a Brandon.
—Cameron Stevens.
—Brandon Pearson.
—Me alegro de verlo aquí —aseguró Stevens—. Esta mañana estaba seguro de que la iba a fastidiar.
—¿Cuántos de ustedes me estaban observando? —preguntó Pearson.
Intentó evocar la escena de las diez en la plaza y descubrió que no podía, que la mayor parte de aquellos momentos se hallaban sumidos en una blanca neblina de terror.
—La mayoría de los que trabajamos en el banco y vemos a los murciélagos —repuso Moira con serenidad—. Pero no pasa nada, señor Pearson…
—Brandon, por favor.
La muchacha asintió.
—Lo único que pretendíamos era animarte, Brandon. Vamos, Cam.
Subieron a toda prisa los escalones del porche del pequeño edificio y entraron en él. Pearson entrevió un rayo de luz mortecina antes de que la puerta se cerrara. Se volvió hacia Duke.
—Todo esto es real, ¿verdad? —preguntó.
Duke le dirigió una mirada compasiva.
—Por desgracia, sí. —Hizo una pausa antes de proseguir—: Pero tiene su lado bueno.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
Los blancos dientes de Duke brillaban en la penumbra lluviosa.
—Pues que es la primera vez en unos cinco años que vas a asistir a una reunión en la que se puede fumar —explicó—. Venga, entremos.
3
El vestíbulo y la librería que se abría al fondo estaban a oscuras; desde la empinada escalera que empezaba a su izquierda les llegaba un murmullo de voces y un haz de luz.
—Bueno —anunció Duke—, este es el sitio. Citando a los Grateful Dead, qué extraño y largo viaje, ¿verdad?
—Y que lo digas —asintió Pearson—. ¿Kate también pertenece a la Gente de las Diez?
—¿La propietaria? No. Solo la he visto dos veces, pero creo que no fuma. Este lugar fue idea de Robbie. Por lo que respecta a Kate, somos la Sociedad Bostoniana de Nuevos Duros.
Pearson enarcó las cejas.
—¿La qué?
—Un pequeño grupo de leales aficionados que se reúne cada semana para hablar de las obras de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Ross McDonald y gente así. Si no has leído ningún libro de estos autores, lo mejor será que te pongas. Nunca está de más ir sobre seguro. No cuesta tanto; la verdad es que algunos de ellos son bastante buenos.
Bajaron al sótano; Duke iba delante, porque la escalera era demasiado estrecha como para bajarla juntos. Cruzaron una puerta abierta y entraron en una estancia de techo bajo muy bien iluminada, que con toda probabilidad, ocupaba el mismo espacio que la casa convertida en librería que había encima. En la habitación se veían unas treinta sillas plegables, y frente a ellas había una tabla con caballetes cubierta con una tela azul. Detrás de la improvisada mesa había amontonadas varias cajas de distintas editoriales. A Pearson le hizo gracia ver una fotografía enmarcada que colgaba de la pared izquierda y bajo la cual un cartel indicaba: DASHIELL HAMMETT: ACLAMEMOS A NUESTRO AGUERRIDO HÉROE.
—¡Duke! —exclamó una mujer que estaba a la izquierda de Pearson—. ¡Gracias a Dios! Creía que te había pasado algo.
Pearson reconoció a la mujer; se trataba de la joven de aspecto serio, gafas de cristales gruesos y cabello negro largo y liso. Aquella noche tenía un aspecto mucho menos serio, pues iba enfundada en unos tejanos desvaídos y una camiseta de la Universidad de Georgetown bajo la que, a todas luces, no llevaba sujetador. Y Pearson tenía la sensación de que si alguna vez la mujer de Duke veía el modo en que aquella joven miraba a su marido, lo más probable era que agarrara a Duke por las orejas y lo sacara a rastras de la librería, ni hombres murciélago ni puñetas.
—Estoy bien, cariño —le aseguró el joven—. Es que he traído a otro converso a la Iglesia del Murciélago Jodido. Janet Brightwood, te presento a Brandon Pearson.
Brandon le estrechó la mano al tiempo que pensaba: «Tú eres la que no dejaba de estornudar».
—Encantada de conocerte, Brandon —saludó antes de volverse de nuevo hacia Duke, que parecía algo incómodo ante la intensidad de su mirada—. ¿Te apetece ir a tomar un café después?
—Bueno…, ya veremos, cariño, ¿de acuerdo? —replicó Duke.
—De acuerdo —asintió ella, y su sonrisa insinuaba que esperaría tres años para salir a tomar un café con Duke si eso era lo que él quería.
«Pero ¿qué estoy haciendo aquí? —se preguntó Pearson de repente—. Esto es una locura…, como una reunión de Alcohólicos Anónimos en la unidad de locos peligrosos.»
Los miembros de la Iglesia del Murciélago Jodido estaban cogiendo ceniceros de una pila que había sobre una de las cajas y encendiéndose cigarrillos con evidente placer mientras se sentaban. Pearson calculó que quedarían pocas sillas libres, o tal vez ninguna, en cuanto todos hubieran tomado asiento.
—Está casi todo el mundo —comentó Duke mientras lo guiaba hacia un par de sillas situadas en un extremo de la última fila, lejos del lugar en que Janet Brightwood se encargaba de la cafetera, aunque Pearson no sabía si se trataba de una coincidencia o no—. Muy bien… Cuidado con la barra de la ventana, Brandon.
La barra, dotada de un gancho en un extremo para abrir las inaccesibles ventanas del sótano, estaba apoyada contra una pared de ladrillos blanqueados. Duke la agarró antes de que se cayera y golpeara a alguien, la colocó en un lugar más seguro, avanzó por el pasillo lateral y cogió un cenicero.
—Realmente, sabes leer el pensamiento —exclamó Pearson agradecido antes de encenderse un cigarrillo.
Se sentía embargado de una sensación increíblemente extraña (aunque muy agradable) por el hecho de encenderse un cigarrillo como miembro de un grupo tan nutrido.
Duke también se encendió un cigarrillo y con él señaló al hombre flaco y salpicado de pecas que estaba de pie junto a la mesa. El Pecas estaba enfrascado en una conversación con Lester Olson, el que había disparado al hombre murciélago, pum, pum, pum, en un granero de Newburyport.
—El pelirrojo es Robbie Delray —explicó Duke casi con veneración—. Seguro que no lo escogerías como El Salvador de la Raza Humana si estuvieras haciendo el casting para una miniserie, ¿verdad? Pero resulta que a lo mejor se convierte precisamente en eso.
Delray dirigió una inclinación de cabeza a Olson, le dio una palmadita en el hombro y dijo algo que hizo reír al hombre de melena blanca. A continuación, Olson regresó a su asiento, situado en el centro de la primera fila, y Delray se dirigió hacia la mesa.
Por entonces, todas las sillas estaban ya ocupadas, e incluso había algunas personas de pie en la parte trasera de la habitación, cerca de la cafetera. Las conversaciones, animadas e inquietas, revoloteaban en torno a la cabeza de Pearson como bolas de billar tras un golpe especialmente fuerte. Bajo el techo ya se había formado una alfombra de humo entre azulado y grisáceo.
«Madre mía, están emocionados —se dijo Pearson—. Realmente emocionados. Apuesto algo a que se respiraba el mismo ambiente en los refugios de Londres en 1940, durante el blitz.»
—¿Con quién has hablado? —preguntó volviéndose hacia Duke—. ¿Quién te ha dicho que esta noche iba a pasar algo importante?
—Janet —repuso Duke sin mirarlo.
Tenía los expresivos ojos castaños clavados en Robbie Delray, el hombre que una vez le había salvado de enloquecer en la línea roja del metro de Boston. Pearson creyó ver adoración además de admiración en los ojos de Duke.
—Duke, es una reunión muy importante, ¿verdad?
—Para nosotros sí. La más importante que he visto hasta ahora.
—¿Y te pone nervioso el hecho de que haya tantos de los vuestros en el mismo sitio?
—No —repuso Duke con sencillez—. Robbie puede oler a los murciélagos. Él… chist, esto va a empezar.
Robbie Delray exhibió una sonrisa y alzó las manos, y el murmullo de conversaciones cesó casi al instante. Pearson vio la expresión de adoración de Duke en muchos otros rostros. Y todos ellos mostraban al menos respeto.
—Gracias por venir —saludó Delray en tono tranquilo—. Creo que por fin tenemos lo que algunos de nosotros llevamos esperando cuatro o cinco años.
Sus palabras desencadenaron una ovación espontánea. Delray aguardó durante unos instantes, mirando a su alrededor con una sonrisa radiante. Pearson descubrió algo desconcertante cuando los aplausos, a los que no se había unido, empezaron a remitir; no le gustaba el amigo y mentor de Duke. Suponía que era posible que estuviera experimentando un acceso de celos, pues ahora que Delray se había hecho cargo de la situación, era obvio que Duke Rhinemann se había olvidado por completo de Pearson, pero no creía que se debiera tan solo a eso. Había algo pagado de sí mismo y engreído en aquellas manos alzadas que pedían silencio; algo que recordaba el desprecio casi inconsciente de un político astuto hacia su público.
«Vamos, basta —se recriminó Pearson—. No tienes ni la menor idea de cómo es en realidad.»
Cierto, muy cierto, y Pearson intentó desterrar aquella idea de su mente, dar a Delray una oportunidad, aunque solo fuera por Duke.
—Antes de empezar —prosiguió Delray— querría presentaros a un nuevo miembro del grupo, Brandon Pearson, de lo más profundo de Medford. Levántate un momento, Brandon, y deja que tus nuevos amigos vean qué aspecto tienes.
Pearson miró a Duke con expresión consternada. Duke sonrió, se encogió de hombros y le dio un golpecito en el hombro.
—Vamos, hombre, que no te van a morder.
Pearson no estaba tan seguro de eso. Pese a ello, se puso en pie con el rostro ardiente de rubor, consciente de que la gente se giraba para echarle un vistazo. Sobre todo, se daba cuenta de la sonrisa que exhibía Lester Olson, una sonrisa que, al igual que sus cabellos, era demasiado deslumbrante como para no levantar sospechas.
La Gente de las Diez empezó a aplaudir de nuevo, solo que ahora los aplausos iban dedicados a él, a Brandon Pearson, ejecutivo medio de un banco y fumador empedernido. Una vez más se preguntó si no habría ido a parar a una reunión de Alcohólicos Anónimos dirigida exclusivamente a (y claro está, organizada por) chiflados. Cuando se dejó caer de nuevo en su silla, seguía teniendo las mejillas cubiertas de rubor.
—Podría haberme pasado sin esto, desde luego —susurró a Duke.
—Tranquilo —dijo Duke sin dejar de sonreír—. Todo el mundo pasa por lo mismo. Y seguro que te encanta, ¿no? Quiero decir, joder, es tan de los noventa.
—Sí que es de los noventa, pero no me encanta para nada —replicó Pearson.
El corazón le latía demasiado aprisa y el rubor de sus mejillas no desaparecía. De hecho, tenía la sensación de que se estaba intensificando. ¿«Qué me pasa? —se preguntó—. ¿Hot-flash…? ¿La menopausia masculina?»
Robbie Delray se inclinó hacia delante, cambió unas palabras con la mujer morena de gafas sentada junto a Olson, miró el reloj y a continuación volvió a su puesto y se volvió hacia el público. Su rostro abierto y sembrado de pecas le confería el aspecto de un monaguillo de domingo capaz de cometer toda clase de travesuras inocentes, tales como meter ranas en las blusas de las niñas o hacer la petaca en la cama del hermano pequeño, los seis días restantes de la semana.
—Gracias, amigos, y bienvenido, Brandon —dijo.
Pearson masculló que se alegraba de haber venido, pero no era cierto… ¿Qué pasaría si los demás miembros de la Gente de las Diez resultaban ser un montón de gilipollas esotéricos? ¿Qué pasaría si acababa pensando de ellos lo mismo que pensaba de la mayoría de los invitados al programa de Oprah, o de los chalados religiosos bien vestidos que aparecían como por ensalmo en el programa religioso El Club de la Gente que Ama?
«Oh, basta —se dijo—. Duke te cae bien, ¿no?»
Sí, Duke le caía bien, y creía que también acabaría cayéndole bien Moira Richardson… una vez traspasara la capa de sensualidad que la envolvía y lograra acceder a la persona que había dentro, claro está. Sin duda, había otros que también acabarían cayéndole bien; se conformaba con poco. Y había olvidado, al menos de momento, la razón subyacente por la que estaban todos en el sótano… los hombres murciélago. Con esa amenaza pendiente sobre sus cabezas, podría apañárselas con un puñado de idiotas y esotéricos, ¿no?
Suponía que sí.
«¡Muy bien! ¡Perfecto! Pues ahora ponte cómodo, tranquilízate y disfruta del espectáculo.»
Se puso cómodo, pero no pudo tranquilizarse, al menos no del todo.
En parte se debía a la sensación de ser el chico nuevo. En parte, a la profunda desaprobación que sentía hacia aquel tipo de interacción social forzada. Por principio, consideraba que las personas que empleaban el nombre de pila de buenas a primeras y sin el consentimiento del otro eran una especie de secuestradores. Y en parte…
¡Basta ya! ¿Es que todavía no lo has captado? ¡No tienes elección!
Era una idea desagradable, pero difícil de cuestionar. Había cruzado un límite aquella mañana al volver casualmente la cabeza y ver lo que anidaba dentro de la ropa de Douglas Keefer. Suponía que ya sabía eso, pero hasta aquella noche no se había percatado de lo definitivo que era aquel límite, de lo escasas que eran las probabilidades de que volviera a cruzarlo en el sentido contrario. En el sentido que le permitiría estar de nuevo a salvo.
No, no podía tranquilizarse. Al menos, no de momento.
—Antes de ir al grano, querría daros las gracias por haber venido pese a haberos avisado con tan poca antelación —continuó Robbie Delray—. Sé que no siempre es fácil escabullirse sin despertar sospechas, y que a veces incluso resulta peligroso. No creo que sea exagerado decir que hemos pasado por un montón de cosas juntos…, por muchas situaciones difíciles…
Un murmullo cortés recorrió la sala. La mayoría de los presentes parecían pendientes de las palabras de Delray.
—… y nadie sabe mejor que yo lo duro que resulta ser una de las pocas personas que conocen la verdad. Desde que vi a mi primer hombre murciélago, hace ya cinco años…
Pearson empezó a removerse en su asiento, experimentando la última sensación que habría esperado sentir aquella noche; aburrimiento. Le parecía increíble que aquel extraño día terminara así, con un montón de gente sentada en el sótano de una librería, escuchando a un pintor pecoso que pronunciaba lo que se parecía mucho a un discurso malo del club Rotary.
Sin embargo, los demás parecían totalmente embelesados; Pearson miró de nuevo en derredor para confirmarlo. Los ojos de Duke relucían con una expresión de completa fascinación, una expresión similar a la que el perro que Pearson había tenido de pequeño, Buddy, adoptaba cuando Pearson sacaba su escudilla del armario situado debajo de la pica. Cameron Stevens y Moira Richardson, medio abrazados, contemplaban a Robbie Delray con total concentración. Igual que Janet Brightwood. Igual que el resto del pequeño grupo congregado en torno a la cafetera.
«Igual que todo el mundo —pensó—, a excepción de Brand Pearson. Vamos, encanto, intenta concentrarte en el programa.»
Pero no podía, y por extraño que pareciera, tenía la sensación de que Robbie Delray tampoco podía. Pearson se volvió hacia él tras recorrer con la mirada la sala justo a tiempo para ver a Delray mirar de nuevo el reloj. Era un gesto que Pearson había llegado a conocer muy bien desde que había entrado a formar parte de la Gente de las Diez. Supuso que el hombre estaba contando los minutos que le faltaban para encender el siguiente cigarrillo.
Mientras Delray seguía divagando, algunos de los presentes empezaron a dar muestras de inquietud; de hecho, Pearson escuchó algunas tosecitas ahogadas y el característico arrastrar de pies. Pese a ello, Delray continuó con su discurso, sin darse cuenta, al parecer, de que por mucho que lo respetaran como líder de la resistencia, corría el peligro de aburrir a su público.
—… así que nos las hemos arreglado lo mejor posible —decía en aquel instante—, y también hemos encajado los reveses lo mejor posible, escondiendo las lágrimas como supongo que siempre han tenido que hacer los que luchan en las guerras secretas, conservando siempre la creencia de que llegará un día en que el secreto será desvelado y entonces…
Hala, otro vistazo rápido al viejo Casio…
—… podremos compartir nuestros conocimientos con todos los hombres y mujeres que miran pero no ven.
«¿Salvador de la raza humana? —se dijo Pearson—. Por el amor de Dios. Este tío parece ese ultraconservador de Jesse Helms durante una moción de censura del Congreso.»
Miró a Duke y se animó un poco al comprobar que, si bien seguía escuchando, se estaba removiendo en su asiento y empezaba a mostrar signos de estar saliendo del trance en que se había sumido.
Pearson se tocó el rostro y comprobó que seguía ardiendo. Bajó las puntas de los dedos hasta la carótida para tomarse el pulso… Seguía muy acelerado. No se trataba de la vergüenza por tener que ponerse en pie y someterse a las miradas de la gente como si fuera la finalista del concurso de Miss América; los demás habían olvidado su existencia, al menos de momento. No, había algo más. Algo que no le hacía ni pizca de gracia.
—… no nos hemos rendido, hemos hecho el trabajo sucio por poco que nos gustara… —seguía recitando Delray.
«Es la misma sensación que has tenido antes —se dijo Brand Pearson—. El miedo a haberte metido en un grupo de personas que sufren una alucinación mortal.»
—No, no es eso —murmuró.
Duke se volvió hacia él con las cejas enarcadas; Pearson meneó la cabeza, de modo que Duke volvió de nuevo su atención hacia la tarima.
Tenía miedo, sí, señor, pero no de haber ido a parar al corazón de una extraña secta que mataba por placer. Tal vez las personas reunidas en aquel sótano, al menos algunas, habían matado, tal vez aquella escena en el granero de Newburyport había tenido lugar, pero aquella noche, en aquella habitación llena de yuppies observados por Dashiell Hammett, no había rastro de la energía necesaria para emprender tan desesperadas acciones. Todo lo que sentía era una especie de distracción adormilada, la suerte de semiconcentración que permitía a la gente soportar discursos aburridos sin dormirse ni salir de la sala.
—¡Vamos, Robbie, al grano! —exclamó algún alma caritativa desde el fondo de la sala, lo cual provocó algunas risitas nerviosas.
Robbie Delray lanzó una mirada de irritación hacia el lugar del que había procedido la voz, esbozó una sonrisa y volvió a mirar el reloj.
—Sí, vale —asintió—. Reconozco que estoy divagando. Lester, ¿podrías ayudarme un segundo?
Lester se levantó. Ambos hombres se dirigieron hacia una pila de cajas de libros y regresaron llevando un gran baúl de cuero por las correas. Lo colocaron a la derecha de la mesa.
—Gracias, Les —dijo Delray.
Lester asintió con un gesto y regresó a su silla.
—¿Qué hay en esa caja? —preguntó Pearson a Duke en un susurro.
Duke meneó la cabeza. Parecía confuso y, de repente, un poco incómodo…, pero tal vez no tanto como el propio Pearson.
—De acuerdo; Mac tiene razón —admitió Delray—. Creo que me he emocionado más de la cuenta, pero es que se trata de una ocasión histórica. Bueno, que siga el espectáculo.
Hizo una pausa efectista, y a continuación apartó de un tirón la tela azul que cubría la mesa. Todos los presentes se inclinaron hacia delante en las sillas plegables, preparados para una gran sorpresa, y al cabo de un instante volvieron a su postura original con un murmullo general de desilusión. Se trataba de una fotografía en blanco y negro de lo que parecía un almacén abandonado. Estaba lo suficientemente ampliada como para que pudiera distinguirse con facilidad la basura consistente en papeles, condones y botellas vacías de vino junto a las puertas, así como leerse las sabias e ingeniosas pintadas de la pared. La más grande decía: LAS CHICAS DEL DISTURBIO MANDAN.
Un nuevo murmullo recorrió la estancia.
—Hace cinco semanas —anunció Delray en tono solemne—, Lester, Kendra y yo seguimos a dos hombres murciélago hasta este almacén abandonado, situado en la sección Clark Bay de Revere.
La mujer de cabello oscuro y gafas redondas sin montura que estaba sentada junto a Lester Olson miró en derredor con ademán engreído… y Pearson comprobó con asombro que también ella miraba el reloj.
—Se encontraron en este lugar —prosiguió Delray al tiempo que señalaba con el dedo una de las entradas de carga rodeadas de basura— con otros tres hombres murciélago y dos mujeres murciélago. Todos ellos entraron en el edificio. Desde entonces, seis o siete de nosotros hemos vigilado el almacén por turnos. Hemos averiguado…
Pearson se volvió hacia el rostro dolido e incrédulo de Duke. Era como si llevara las palabras ¿POR QUÉ NO ME ESCOGIERON A MÍ? tatuadas en la frente.
—… que se trata de una especie de lugar de reunión para los murciélagos del área metropolitana de Boston…
«Los Murciélagos de Boston —pensó Pearson—. Qué nombre para un equipo de béisbol.» Y de nuevo lo asaltó la duda: «¿Soy yo realmente el que está aquí sentado escuchando todas estas locuras? ¿Soy yo realmente?».
En ese preciso instante, como sus dudas hubieran avivado el recuerdo, volvió a escuchar a Delray explicando a los Aguerridos Cazamurciélagos allí reunidos que el nuevo miembro del grupo se llamaba Brandon Pearson y era de las profundidades de Medford.
Se volvió de nuevo hacia Duke y le habló al oído.
—Cuando has hablado con Janet por teléfono…, cuando estábamos en el Gallagher…, le has dicho que me traerías a la reunión, ¿no?
Duke le lanzó una mirada impaciente, que indicaba que estaba intentando escuchar lo que se decía aunque aún mostraba vestigios de dolor.
—Sí —repuso.
—¿Y le has dicho que yo era de Medford?
—No —repuso Duke—. ¿Cómo iba yo a saber de dónde eres? ¡Déjame escuchar, Brand!
El joven volvió su atención a la tarima.
—Hemos visto más de treinta y cinco vehículos, coches de lujo y limusinas, en su mayoría, visitar este almacén abandonado y solitario —dijo Delray antes de hacer otra pausa efectista, volver a mirar el reloj y proseguir a toda prisa—. Muchos de ellos han ido al almacén hasta diez y doce veces. Sin duda, los murciélagos deben de estar contentísimos de haber escogido un lugar tan apartado para montar su sala de reuniones o club social o lo que sea, pero lo que creo es que se van a ver acorralados, porque… Perdonadme un momento, amigos…
Se volvió y empezó a hablar en voz baja con Lester Olson. La mujer llamada Kendra se unió a ellos y empezó a mirarlos alternativamente como si estuviera en un partido de ping-pong. Los presentes observaban la escena con expresiones de desconcierto y perplejidad.
Pearson los comprendía perfectamente. «Algo grande», había prometido Duke, y a juzgar por el aspecto de los demás, a todo el mundo le habían prometido lo mismo. Ese «algo grande» resultaba ser una sola fotografía en blanco y negro en la que no se veía más que un almacén abandonado que nadaba en un mar de basura, ropa interior y condones usados. ¿Qué coño pasaba con esa fotografía?
«Lo gordo debe de estar en el baúl —se dijo Pearson—. Y por cierto, Pecas, ¿cómo sabías que soy de Medford? Esta me la guardo para el turno de ruegos y preguntas, eso te lo aseguro.»
La sensación de calor en el rostro, el corazón acelerado y, sobre todo, la acuciante necesidad de fumarse otro cigarrillo eran más intensas que nunca. Igual que los ataques de angustia que había sufrido algunas veces cuando iba a la universidad. ¿Qué le pasaba? Si no era miedo, ¿qué era?
«Oh, sí que es miedo… solo que no es miedo de ser la única persona cuerda atrapada en la boca del lobo. Sabes que los murciélagos son reales; no estás loco, y tampoco están locos Duke, Moira, Cam Stevens ni Janet Brightwood. Pero aquí pasa algo raro… algo muy raro. Y creo que tiene que ver con él. Robbie Delray, pintor de brocha gorda y Salvador de la Raza Humana. Sabía de dónde soy. Brightwood lo ha llamado y le ha dicho que Duke iba a traer a alguien del Banco Mercantil que se llama Brandon Pearson, y Robbie ha hecho averiguaciones sobre mí. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Y cómo lo ha hecho?»
De repente, oyó de nuevo a Duke Rhinemann diciendo: «Son inteligentes… y tienen buenos amigos en puestos importantes. Joder, si toda la historia va de cargos importantes».
Si tienes amigos en puestos importantes, no te cuesta nada hacer averiguaciones sobre alguien, ¿verdad? Exacto. La gente que está en puestos importantes tiene acceso a todas las contraseñas necesarias de los ordenadores, a los archivos adecuados, a los números que configuran las estadísticas vitales apropiadas…
Pearson dio un respingo como si acabara de despertar de una terrible pesadilla. Sin querer propinó una patada a la base de la barra para abrir ventanas, que empezó a deslizarse. En aquel instante, la conversación susurrada junto a la mesa tocó a su fin, sellada por sendas inclinaciones de cabeza.
—Les —pidió Delray—. ¿Podéis volver a echarme una mano tú y Kendra?
Pearson alargó el brazo para agarrar la barra antes de que se cayera y le diera a alguien en la cabeza… o incluso se la abriera con ese maldito gancho de la punta. Consiguió cogerlo, y en el momento en que se disponía a apoyarlo de nuevo contra la pared vio la cara granujienta mirando por la ventana del sótano. Los ojos negros, tan parecidos a los de una muñeca de trapo olvidada bajo la cama de una niña, se encontraron con los ojos azules y muy abiertos de Pearson. Numerosas tiras de carne daban vueltas como bandas de atmósfera en torno a uno de los planetas que los astrónomos llaman gigantes gaseosos. Las negras venas serpenteantes bajo el cráneo desigual y desnudo palpitaban. Los dientes centelleaban en la boca abierta.
—Ayudadme con las correas de este maldito trasto —decía Delray con una risita desde el otro extremo de la galaxia—. Creo que están encalladas.
Brandon Pearson tenía la sensación de que el tiempo había retrocedido a aquella mañana. De nuevo intentó gritar, y de nuevo el susto se lo impidió y no fue capaz más que de emitir un leve sonido inarticulado…, el sonido de un hombre que gime en sueños.
El discurso vago.
La insignificante fotografía.
Los constantes vistazos al reloj.
«¿Y te pone nervioso el hecho de que haya tantos de los vuestros en el mismo sitio?», había preguntado, y Duke había respondido con una sonrisa: «No. Robbie puede oler a los murciélagos».
Esta vez no había nadie para detenerlo, y esta vez, el segundo intento de Pearson fue un completo éxito.
—¡ES UNA TRAMPA! —gritó al tiempo que se levantaba de un salto—. ¡ES UNA TRAMPA, TENEMOS QUE LARGARNOS DE AQUÍ!
Numerosos rostros consternados se volvieron hacia él… pero había tres que no tenían necesidad de volverse. Los rostros de Delray, Olson y la mujer de cabello oscuro llamada Kendra. Acababan de desatar las correas y abrir el baúl. Sus rostros mostraban asombro y culpa…, pero ninguna sorpresa. Ni rastro de aquella emoción en concreto.
—¡Siéntate, hombre! —masculló Duke—. ¿Es que te has vuelto lo…?
La puerta del piso superior se abrió de golpe. El taconeo de botas se acercaba a la escalera.
—¿Qué pasa? —preguntó Janet Brightwood a Duke con los ojos abiertos de par en par por el miedo—. ¿De qué está hablando?
—¡FUERA! —rugió Pearson—. ¡LARGAOS DE AQUÍ, MALDITA SEA! ¡OS LO HA CONTADO AL REVÉS! ¡SOMOS NOSOTROS LOS QUE ESTAMOS EN UNA TRAMPA!
La puerta situada en la cima de la estrecha escalera del sótano se abrió, y desde las sombras llegaron los sonidos más asombrosos que Pearson había oído en su vida…, sonidos parecidos a los de una jauría de perros de pelea abalanzándose sobre un bebé que les acabaran de arrojar.
—¿Quiénes son? —chilló Janet—. ¿Quién hay allí arriba?
No obstante, no se trataba de una pregunta. Su rostro denotaba que sabía muy bien quién había allí arriba. Qué había allí arriba.
—¡Calma! —gritó Robbie Delray a los confundidos presentes, la mayoría de los cuales seguía sentada en las sillas plegables—. ¡Han prometido la anmistía! ¿Me oís? ¿Entendéis lo que estoy diciendo? ¡Me han dado su palabra de honor de que…!
En aquel instante, la ventana situada a la izquierda de aquella por la que Pearson había visto al primer murciélago se hizo añicos, salpicando de vidrios a los anonadados hombres y mujeres sentados más cerca de la pared. Un brazo enfundado en un traje de Armani atravesó la abertura y agarró a Moira Richardson por el pelo. La muchacha gritó y golpeó la mano que la sujetaba… aunque en realidad no se trataba de una mano, sino de un manojo de tendones coronados por uñas largas y quitinosas.
Sin pensárselo dos veces, Pearson cogió la barra para abrir ventanas, se lanzó hacia delante y clavó el gancho en el palpitante rostro de murciélago que miraba por la ventana rota. El gancho entró por uno de los ojos de la cosa. Una especie de tinta densa y ligeramente astringente salpicó las manos alzadas de Pearson. El hombre murciélago emitió un sonido salvaje que a Pearson no le sonó a grito de dolor, aunque esperaba haberle hecho daño, y a continuación cayó hacia atrás, llevándose consigo la barra que sujetaba Pearson antes de desaparecer en la lluviosa noche. Antes de que la criatura se perdiera por completo de vista, Pearson vio una neblina blanca que empezaba a manar de su piel tumefacta, y percibió un olor a
(polvo orina guindillas)
algo desagradable.
Cam Stevens abrazó a Moira y miró a Pearson con expresión asustada e incrédula. A su alrededor, todos los demás habían adoptado la misma expresión, un puñado de hombres y mujeres petrificados en sus sillas como una manada de ciervos ante los faros de un camión.
«No tienen mucho aspecto de luchadores de la resistencia —pensó Pearson—. Lo que parecen es un rebaño de ovejas atrapadas en un shearing-pen… y la hija puta de la cabra traidora que los ha metido en esto está ahí delante con los otros dos conspiradores.»
Los salvajes sonidos de ataque se estaban acercando, pero no con la rapidez que Pearson habría esperado. De repente recordó lo estrecha que era la escalera del sótano… demasiado estrecha como para que dos personas la bajaran juntas…, y rezó una oración de gracias mientras se lanzaba hacia delante. Agarró a Duke por la corbata y tiró de él para levantarlo.
—Vamos —dijo—. Nos largamos de aquí. ¿Hay alguna puerta trasera?
—No lo sé —repuso Duke al tiempo que se frotaba una sien, como si tuviera un terrible dolor de cabeza—. ¿Robbie ha hecho esto? ¿Robbie? No puede ser, tío…, ¿verdad?
Miró a Pearson con desgarradora y consternada intensidad.
—Pues me temo que sí, Duke. Vamos.
Avanzó dos pasos hacia el pasillo sin soltar la corbata de Duke, y de pronto se detuvo. Delray, Olson y Kendra habían estado rebuscando en el baúl, y en aquel momento sacaron armas automáticas del tamaño de pistolas y con culatas de metal ridículamente largas. Pearson solo había visto Uzis en las películas y en la tele, pero suponía que eso eran aquellas armas. Uzis o parientes cercanos, y de todas formas, ¿qué coño importaba? Eran armas.
—Alto —advirtió Delray.
Parecía dirigirse a Duke y a Pearson. Estaba intentando sonreír, aunque en realidad su rostro aparecía contraído en una mueca parecida a la de un condenado a muerte al que acaban de comunicar que su ejecución no ha sido anulada.
—No os mováis.
Duke siguió avanzando. Ya había llegado al pasillo, y Pearson se hallaba junto a él. Otras personas se habían levantado y los seguían, aunque sin dejar de mirar con nerviosismo hacia atrás, hacia la puerta que daba a la escalera. Sus miradas decían que no les gustaban las armas, pero que los salvajes graznidos procedentes de la planta baja les gustaban aún menos.
—¿Por qué, tío? —inquirió Duke.
Pearson vio que su compañero estaba al borde del llanto; tenía las manos extendidas con las palmas hacia arriba.
—¿Por qué nos has traicionado?
—No te muevas, Duke, te lo advierto —ordenó Lester Olson con la voz tranquilizada por el whisky.
—¡Que nadie se mueva! —masculló Kendra.
Su voz no sonaba nada tranquila. Recorría sin cesar la estancia con la mirada, como si quisiera abarcarla toda al mismo tiempo.
—Nunca hemos tenido ni la más mínima oportunidad —explicó Delray a Duke en tono implorante—. Nos pisaban los talones; podrían haber acabado con nosotros en cualquier momento, pero en lugar de eso me ofrecieron un trato. ¿Lo entiendes? No os he traicionado; nunca se me habría ocurrido. Fueron ellos los que vinieron a mí.
Delray hablaba con vehemencia, como si aquella distinción realmente significara algo para él, pero el pestañeo de sus ojos transmitía un mensaje distinto. Era como si llevara a otro Robbie Delray dentro, a un Robbie Delray mejor, a un hombre que estuviera intentando con todas sus fuerzas desligarse de tan vergonzante traición.
—¡ERES UN MALDITO MENTIROSO! —chilló Duke Rhinemann con la voz rota de dolor y furiosa comprensión.
Se abalanzó sobre el hombre que le había salvado la cordura y tal vez la vida en la línea roja del metro… y en aquel instante todo se desmoronó.
Era imposible que Pearson viera toda la escena, pero de algún modo tenía la sensación de haberlo visto todo. Vio que Robbie Delray vacilaba y a continuación ladeaba el arma como si pretendiera golpear a Duke con el cañón en lugar de dispararle. Vio que Lester Olson, el hombre que había disparado sobre el murciélago en el granero de Newburyport pum-pum-pum antes de perder los redaños y decidir que intentaría hacer un trato, se apoyaba la culata de su arma contra la hebilla del cinturón y apretaba el gatillo. Vio que una serie de destellos de fuego azul aparecían en los orificios de ventilación del cañón, y oyó un ronco bac bac bac que supuso sería el sonido que emitían las armas automáticas en la vida real. Percibió que algo cortaba el aire a escasos centímetros de su rostro; era como oír el jadeo de un fantasma. Y vio a Duke caer hacia atrás y la sangre salpicar la pechera de su camisa blanca y su traje color crema. Vio que el hombre que había estado justo detrás de Duke caía de rodillas cubriéndose los ojos con las manos y con sangre brillante brotándole por entre los nudillos.
Alguien, tal vez Janet Brightwood, había cerrado la puerta situada entre la escalera y el sótano antes de la reunión; en aquel momento, la puerta se abrió de golpe y por ella entraron dos hombres murciélago ataviados con el uniforme de la policía de Boston. Sus rostros pequeños y abigarrados sobresalían con una expresión de salvajismo de las cabezas descomunales y extrañamente inquietas.
—¡Amnistía! —gritaba Robbie Delray.
Las pecas se habían hecho ahora mucho más visibles, pues la piel que cubrían estaba blanca como el papel.
—¡Amnistía! ¡Me han prometido amnistía si os quedáis quietos con las manos en alto!
Algunas personas, en su mayoría las que habían estado congregadas en torno a la cafetera, levantaron los brazos, en efecto, aunque siguieron apartándose de los hombres murciélago uniformados. Uno de los murciélagos alargó la mano con un gruñido sordo, agarró a un hombre por la pechera de la camisa y lo atrajo hacia sí. Casi antes de que Pearson se diera cuenta de lo que sucedía, la cosa le había arrancado los ojos. Contempló por un momento los restos que descansaban sobre su mano deforme y a continuación se los metió en la boca.
Mientras otros dos hombres murciélago entraban por la puerta y miraban en derredor con sus ojillos negros y brillantes, el otro murciélago policía sacó el arma reglamentaria y disparó tres veces, en apariencia al azar, sobre la gente.
—¡No! —oyó Pearson gritar a Delray—. ¡Me lo habíais prometido!
Janet Brightwood cogió la cafetera, la levantó por encima de su cabeza y se la arrojó a uno de los recién llegados. El aparato chocó contra el monstruo con un golpe metálico sordo y derramó café sobre todo su cuerpo. En esta ocasión no cabía duda de que el grito de la cosa era de dolor. Uno de los murciélagos policía alargó el brazo hacia ella. Brightwood se agachó, intentó echar a correr, tropezó… y de repente desapareció, perdida en la estampida que se dirigía hacia la parte delantera de la estancia.
Todas las ventanas se estaban rompiendo en aquellos momentos, y Pearson oyó además el aullido de sirenas que se acercaban. Vio que los murciélagos se dividían en dos grupos y corrían a lo largo de las paredes de la habitación, con la clara intención de acorralar a la Gente de las Diez en el pequeño almacén que había detrás de la mesa volcada.
Olson tiró el arma, tomó a Kendra de la mano y se dirigió a toda prisa hacia allí. El brazo de un murciélago se coló por una de las ventanas del sótano, le agarró un mechón de teatral cabello blanco y tiró de él hacia arriba mientras el hombre tosía y se atragantaba. Otra mano apareció por la ventana, y una uña de unos ocho centímetros le rebanó el cuello, del que manó un abundante manantial de sangre.
«Se acabaron para ti los días de pum pum murciélagos en cobertizos de la costa, amigo mío», se dijo Pearson entre náuseas. Se volvió de nuevo hacia la parte delantera del sótano. Delray estaba de pie entre el baúl abierto y la mesa volcada; el arma pendía de una de sus manos, y en sus ojos se veía dibujada una expresión de asombro rayana en el vacío. Ni siquiera se resistió cuando Pearson le arrebató la culata del arma.
—Habían prometido la amnistía —le aseguró a Pearson—. Lo habían prometido.
—¿De verdad creíste que podías confiar en unas criaturas que tienen este aspecto? —preguntó Pearson antes de golpear con todas sus fuerzas el centro del rostro de Delray con la culata.
Oyó el sonido de algo al romperse…, la nariz de Delray, probablemente…, y el despiadado bárbaro que había despertado en su alma de banquero se alzó con un sentimiento de salvaje alegría.
Se dirigió hacia un pasillo que zigzagueaba entre las cajas apiladas, un pasillo ensanchado por la gente que ya había pasado por ahí, y de repente se detuvo al oír un estruendo de disparos en la parte posterior del edificio. Disparos… gritos… rugidos de triunfo.
Pearson giró en redondo y vio a Cam Stevens y Moira Richardson de pie en el otro extremo del pasillo, entre las sillas plegables. Ambos mostraban la misma expresión de asombro y estaban cogidos de la mano. «Este es el aspecto que debían de tener Hansel y Gretel cuando por fin consiguieron salir de la casita de chocolate», tuvo tiempo de pensar Pearson antes de agacharse, coger las armas de Kendra y Olson y entregárselas a sus dos compañeros.
Otros dos murciélagos habían entrado por la puerta trasera. Se movían con seguridad, como si todo se estuviera desarrollando de acuerdo con un plan…, lo cual, suponía Pearson, era totalmente cierto. La acción se había desplazado a la parte posterior del edificio; ahí era donde estaba el bacalao, y los murciélagos no se estaban limitando precisamente a cortarlo.
—Vamos —urgió a Cam y Moira—. A por ellos.
Los murciélagos que acababan de entrar tardaron demasiado en darse cuenta de que unos pocos refugiados habían decidido dar la cara y luchar. Uno de ellos giró sobre sus talones, tal vez para echar a correr, chocó con otro murciélago que llegaba y resbaló en el charco de café derramado. Ambos murciélagos cayeron al suelo. Pearson abrió fuego sobre el que todavía estaba de pie. El arma emitió su insatisfactorio bac bac bac, y el murciélago cayó hacia atrás; su extraño rostro se abrió y liberó una nube de niebla hedionda… «Es como si realmente no fueran más que una ilusión», se dijo Pearson.
Cam y Moira captaron la idea y abrieron fuego sobre los otros murciélagos, atrapándolos en un fulminante campo de balas que los lanzó contra la pared y a continuación al suelo; empezaron a desaparecer en medio de la insustancial neblina que a Pearson le recordaba las margaritas de las isletas de mármol que había delante del Banco Mercantil.
—Vamos —instó Pearson—. Si nos vamos ahora, tal vez tengamos una oportunidad.
—Pero… —empezó Cameron.
Miró en derredor; empezaba a salir del trance en que había estado sumido. Perfecto, pues Pearson tenía la sensación de que tendrían que estar completamente despiertos si querían tener la posibilidad de salir de aquella.
—No importa, Cam —intervino Moira.
También ella había echado un vistazo a su alrededor y había comprobado que eran los únicos que quedaban, tanto humanos como murciélagos. Todos los demás habían salido por la parte trasera.
—Vámonos. Creo que lo mejor sería salir por la puerta por la que hemos entrado.
—Sí —asintió Pearson—, pero no nos queda mucho tiempo.
Lanzó una última mirada a Duke, que estaba tendido en el suelo con el rostro paralizado en una expresión de dolida incredulidad. Le habría gustado tener tiempo para cerrarle los ojos, pero no era el caso.
—Vamos —repitió.
Los tres se marcharon.
Cuando llegaron a la puerta que daba al porche y a Cambridge Avenue, el estruendo de disparos procedente de la parte trasera de la casa había empezado a remitir. «¿Cuántos habrán muerto?», se preguntó Pearson. «Todos», fue la primera respuesta que se le ocurrió, una respuesta espantosa pero demasiado plausible como para ser negada. Supuso que una o dos personas más habrían conseguido escabullirse, pero no más. Había sido una trampa muy bien organizada y silenciosa, preparada mientras Robbie Delray hablaba por los codos haciendo tiempo y mirando el reloj… probablemente esperando para dar una señal a la que Pearson se había adelantado.
«Si me hubiera espabilado un poco antes, tal vez Duke seguiría vivo», pensó con amargura. Era posible, pero los deseos no siempre se hacían realidad. No era el mejor momento para hacerse reproches.
Habían dejado a un murciélago policía de guardia en el porche, pero estaba de cara a la calle, tal vez vigilando por si llegaban intrusos.
—Eh, hijo de puta asqueroso, ¿tienes un cigarrillo? —preguntó asomándose a la puerta abierta.
El murciélago se volvió.
Pearson le voló la cara.
4
Poco después de la una de aquella madrugada, tres personas, dos hombres y una mujer enfundada en unas medias desgarradas y una falda roja, corrían junto a un tren de carga que salía de los cobertizos de carga de la Estación del Sur. El más joven de los dos hombres se encaramó sin dificultad a un vagón vacío, se volvió y alargó los brazos hacia la mujer.
La joven tropezó y lanzó un grito cuando uno de los tacones bajos de sus zapatos se rompió. Pearson le rodeó la cintura con un brazo (percibió el leve aunque desgarrador aroma a Giorgio bajo el olor mucho más fresco del sudor y el miedo), corrió con ella y le gritó que saltara. Cuando ella obedeció, la agarró por las caderas y la empujó hacia los brazos extendidos de Cameron Stevens. La mujer se aferró a él y Pearson le dio un último empujón para ayudar a Stevens a subirla al vagón.
Pearson se había quedado atrás en su intento de ayudar a la joven, y ahora veía que la valla que marcaba el fin de la estación se acercaba cada vez más. El tren de carga se deslizaba por un orificio practicado en la valla, pero no habría lugar suficiente para él y Pearson; si no se apresuraba a subir al tren se quedaría en la estación.
Cam se asomó, vio la valla que se acercaba y volvió a alargar los brazos.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Puedes hacerlo!
Pearson no lo habría conseguido…, al menos no en los tiempos en que fumaba dos paquetes diarios. Sin embargo, encontró un poco de fuerza adicional tanto en las piernas como en los pulmones. Corrió a lo largo del traicionero lecho de cenizas y tizones salpicados de basura que se amontonaban junto a las vías, logrando adelantar de nuevo al tren, extendiendo los dedos para tocar las manos que se alargaban hacia él al tiempo que la valla se acercaba. Ya veía el cruel amasijo de alambre de espino que sobresalía por entre los rombos de la valla.
En aquel momento, el ojo de su mente se abrió y vio a su mujer sentada en el salón con el rostro surcado de lágrimas y los ojos inyectados en sangre de tanto llorar. La vio explicando a dos policías uniformados que su marido había desaparecido. Incluso vio la pila de libros desplegables de Jenny en la mesita que había junto a ella. ¿Era lo que realmente estaba ocurriendo? Suponía que sí. Y Lisabeth, que no había fumado ni un solo cigarrillo en toda su vida, no vería los ojos negros y las bocas dentadas bajo los jóvenes rostros de los policías sentados frente a ella en el sofá; no vería los tumores ni las secreciones de sus cabezas, ni las líneas que palpitaban a lo largo y ancho de sus cráneos desnudos.
No lo sabría. No lo vería.
«Que Dios bendiga su ceguera —pensó Pearson—. Que dure eternamente.»
Se acercó dando tumbos al gigantesco y oscuro tren de carga de la empresa Conrail que se dirigía hacia el oeste; se acercó al abanico anaranjado de chispas que ascendía en espiral desde debajo de una de las ruedas de acero que giraba lentamente.
—¡Corre! —chilló Moira mientras se asomaba con las manos extendidas en un ademán implorante—. ¡Por favor, Brandon, solo un poco más!
—¡Mueve el trasero, tortuga! —gritó Cam—. ¡Cuidado con la maldita valla!
«No puedo —pensó Pearson—. No puedo mover el trasero, no puedo tener cuidado con la maldita valla, no puedo más. Lo único que quiero es tenderme en el suelo. Lo único que quiero es dormir.»
Entonces pensó en Duke y logró acelerar un poquito más a pesar de todo. Duke no había sido lo suficientemente viejo como para saber que a veces la gente pierde el valor y traiciona a los demás, que a veces incluso aquellos a los que uno adora lo hacen, pero sí había sido lo suficientemente viejo como para agarrar a Brand Pearson por el brazo y evitar que se suicidara por un grito. Duke no habría querido que se quedara en aquella estúpida estación de carga.
Logró hacer un último esfuerzo en dirección a las manos extendidas de sus compañeros al tiempo que veía la valla abalanzarse sobre él por el rabillo del ojo, y se aferró a los dedos de Cam. Saltó, notó que la mano de Moira lo agarraba con firmeza por la axila y de repente se encontró subiendo al tren, metiendo el pie derecho una fracción de segundo antes de que la valla pudiera arrancárselo con zapato y todo.
—Todos a bordo para la Aventura de los Muchachos —jadeó—. Ilustraciones de N. C. Wyeth.
—¿Qué? —preguntó Moira—. ¿Qué has dicho?
Pearson se tendió de espaldas y los miró por entre el cabello alborotado mientras descansaba sobre los codos y jadeaba.
—Nada, nada. ¿Quién tiene un cigarrillo? Me muero por fumarme uno.
Sus compañeros se lo quedaron mirando durante unos segundos, se miraron y de repente se echaron a reír al unísono, lo cual, suponía Pearson, significaba que estaban enamorados.
Mientras se retorcían por el suelo del vagón, abrazados y sin poder dejar de reír, Pearson se incorporó y empezó a rebuscar lentamente en los bolsillos interiores de su traje sucio y desgarrado.
—Aahh —exclamó al meter la mano en el segundo bolsillo y notar la forma tan conocida.
Sacó el maltrecho paquete y se lo mostró a los demás.
—¡Por la victoria!
El vagón siguió dando tumbos hacia el oeste, a través de Massachusetts con tres pequeñas ascuas reluciendo a través de la puerta abierta. Al cabo de una semana llegaron a Omaha. Pasaban las horas de media mañana deambulando por las calles, observando a la gente que se toma sus descansos aunque llueva a cántaros, buscando a Gente de las Diez, reclutando a miembros de la Tribu Perdida, la que siguió a Joe Camel.
En noviembre ya eran veinte las personas que se reunían en la trastienda de una ferretería abandonada de La Vista.
Organizaron la primera redada a principios del año siguiente; fue en Council Bluffs, al otro lado del río, donde mataron a treinta ejecutivos y banqueros murciélago muy sorprendidos. No era mucho, pero Brand Pearson había aprendido que matar murciélagos tenía un rasgo en común con el hecho de reducir el consumo de tabaco: por algo se empieza.