MI BONITO PONY

El viejo estaba sentado junto a la puerta del granero, rodeado por el olor de las manzanas, meciéndose, deseando no querer fumar, pero no por lo que le advertía el médico, sino porque el corazón le latía demasiado aprisa. Observó cómo el hijo de puta de Osgood contaba a toda velocidad con la cabeza apoyada en el árbol y a continuación se volvía, atrapaba a Clivey y se echaba a reír con la boca tan abierta que el viejo pudo comprobar que los dientes ya empezaban a pudrírsele, e imaginó a qué olería el aliento del crío; seguramente como el rincón más oscuro de un sótano húmedo. Y eso que el imbécil no podía tener más de once años.

El viejo observó a Osgood reír con su risa jadeante y espasmódica. El chico reía con tal fuerza que finalmente tuvo que agacharse y apoyar las manos en la rodillas; reía con tal fuerza que los demás salieron de sus escondites para ver qué sucedía, y cuando lo vieron también ellos se echaron a reír. Allí estaban, riéndose de su nieto bajo el sol de la mañana, y el viejo olvidó lo mucho que le apetecía un pitillo. Lo que quería ahora era comprobar si Clivey se echaría a llorar. Se dio cuenta de que aquel asunto despertaba su curiosidad en mayor medida que cualquier otro en los últimos meses, incluido el tema de su propia muerte.

—¡Te han cogido! —canturrearon los demás entre risas—. ¡Te han cogido, te han cogido, te han cogido!

Clivey permaneció quieto, impasible como una roca en el campo de un granjero, esperando que la chanza pasara para que el juego siguiera, le tocara a él parar y la vergüenza empezara a pertenecer al pasado. Al cabo de un rato, el juego continuó, en efecto. Más tarde, a mediodía, los demás chicos se fueron a sus casas. El viejo procuró fijarse en cuánto comía Clivey. No comió mucho. Clivey se limitó a pinchar las patatas con el tenedor, cambiar de sitio el maíz y los guisantes y dar pedacitos de carne al perro que estaba debajo de la mesa. El viejo observó con atención, interesado; contestaba cuando le hablaban, pero no los escuchaba ni se escuchaba a sí mismo. Estaba concentrado en el chico.

Después de la tarta le apeteció lo que no podía permitirse, así que se levantó de la mesa para ir a hacer la siesta y se detuvo a media escalera porque el corazón le latía como un ventilador con una carta atrapada en la rejilla. Permaneció inmóvil, con la cabeza gacha, esperando para comprobar si se trataba del ataque definitivo (ya había tenido dos), y al ver que no era así, siguió subiendo la escalera, se quitó toda la ropa a excepción de los calzoncillos y se tendió sobre la fresca colcha blanca. Un rectángulo de sol cubría su pecho escuálido; estaba dividido en tres partes por las oscuras sombras de los listones de la ventana. El anciano se puso las manos detrás de la cabeza y se adormiló sin dejar de escuchar. Al cabo de un rato le pareció oír al niño llorar en su habitación, situada al otro lado del pasillo, y se dijo: «Tengo que arreglar este asunto».

Durmió durante una hora, y cuando despertó la mujer estaba dormida en bragas junto a él, así que cogió su ropa y salió al pasillo para vestirse antes de bajar.

Clivey estaba sentado en los escalones del porche, lanzando un palo al perro, que lo cazaba al vuelo con mayor entusiasmo del que el chico mostraba al lanzárselo. El perro, que no tenía nombre, sino que tan solo era el perro, parecía confuso.

El viejo llamó al chico y le pidió que diera un paseo con él hasta el huerto; el chico obedeció.

El viejo se llamaba George Banning. Era el abuelo del chico, y fue de él de quien Clive Banning averiguó la importancia de tener un bonito pony. Había que tener uno incluso si se era alérgico a los caballos, porque sin un bonito pony uno podía tener seis relojes en cada habitación y tantos relojes en las muñecas que no pudiera levantar los brazos y, aun así, nunca saber qué hora era.

La instrucción (George Banning nunca daba consejos, sino instrucciones) tuvo lugar el día en que jugaban al escondite y el imbécil de Alden Osgood atrapó a Clive. En aquel tiempo, a Clive su abuelo le parecía más viejo que Dios, lo cual significaba probablemente que tenía unos setenta y dos años. El hogar de los Banning se hallaba en Troy, Nueva York, que en 1961 empezaba a aprender cómo no parecerse al campo.

La instrucción de Clive tuvo lugar en la Huerta Occidental.

Su abuelo estaba de pie y sin abrigo en una ventisca que no eran las últimas nieves de invierno, sino los primeros brotes de primavera llevados por un viento fuerte y cálido. El abuelo llevaba su peto de siempre y debajo una camisa que antaño había sido verde, pero que había adquirido un desvaído color aceituna después de docenas o centenares de lavados; por entre el cuello de la camisa asomaba el cuello redondo de una camiseta de algodón, de las de tirantes, por supuesto; en aquella época ya se confeccionaban las otras, pero un hombre como el abuelo llevaría camisetas de tirantes hasta el fin. La camiseta estaba limpia pero mostraba el color de marfil viejo en lugar del blanco original, porque el lema de la abuela, el que recitaba con frecuencia e incluso había bordado en uno de esos tapetes enmarcados que se colgaban en la pared del salón, probablemente para las raras ocasiones en que la mujer no estaba presente para impartir la sabiduría que había que impartir, era el siguiente: «Usalo, úsalo, no lo pierdas. ¡Agujeréalo! ¡Gástalo! ¡Cuídalo bien o pásate sin él!». Algunas flores de manzano se habían enredado en el largo cabello del abuelo, su cabello blanco solo a medias, y al chico le pareció que los árboles conferían hermosura a su abuelo.

Había visto que el abuelo los observaba mientras jugaban al escondite por la mañana. Que lo observaba a él. El abuelo había estado sentado en su mecedora junto a la puerta del granero. Una de las tablas crujía cada vez que el abuelo se mecía, y ahí estaba, con un libro abierto boca abajo sobre el regazo, las manos entrelazadas sobre el lomo, meciéndose entre los suaves y dulces olores del heno, las manzanas y la sidra. Aquel juego había alentado a su abuelo a ofrecerle formación sobre el tema del tiempo, sobre lo escurridizo que era, y sobre el hecho de que un hombre se pasa casi toda la vida intentando mantenerlo sujeto; el pony era bonito pero de corazón malvado. Si uno no lo vigilaba de cerca, saltaría la valla y se perdería de vista, y uno tendría que coger la brida y salir tras él en un viaje que, con toda probabilidad, lo dejaría molido por corto que fuera.

El abuelo dio comienzo a la formación afirmando que Alden Osgood había hecho trampa. Se suponía que tenía que quedarse con la cabeza apoyada contra el olmo muerto y los ojos cerrados durante un minuto entero, período que debía calcular contando hasta sesenta. Ello daría a Clivey (así lo había llamado siempre el abuelo y al chico no le había importado, aunque creía que tendría que pelearse con cualquier chico u hombre que lo llamara así una vez cumpliera los doce años) y a los demás tiempo suficiente para esconderse. Clivey estaba buscando un lugar donde esconderse en el momento en que Alden Osgood llegó a sesenta, se volvió y lo «pescó» cuando intentaba esconderse como último recurso tras unas cajas de manzanas apiladas de cualquier manera junto al cobertizo de la prensa, donde la máquina que prensaba las manzanas hasta convertirlas en sidra destacaba en la penumbra como un instrumento de tortura.

—Ha hecho trampa —insistió el abuelo—. Tú no te has quejado y has hecho bien, porque un hombre de verdad nunca se queja. Ni los hombres ni los niños lo suficientemente inteligentes y valientes se quejan. Pero aun así, ha hecho trampa. Yo puedo decirlo ahora porque tú no has abierto la boca esta mañana.

Las flores de manzano revoloteaban entre el cabello del anciano. Una de ellas fue a parar a la hendidura situada justo debajo de su nuez, y quedó atrapada ahí como una joya que es bonita porque algunas cosas no pueden evitar serlo, y magnífica porque era perecedera; al cabo de un momento, sería apartada de un manotazo impaciente y caería al suelo, donde se perdería en el perfecto anonimato que le conferiría la compañía de las demás.

Clivey le contó al abuelo que Alden había contado hasta sesenta, tal como mandaban las reglas, aunque no sabía por qué se ponía de parte del chico que, al fin y al cabo, lo había puesto en ridículo al no tener ni que encontrarlo, sino que simplemente lo había «pescado». Alden, que a veces abofeteaba a las chicas cuando se enfadaba, solo había tenido que girarse, verlo, apoyar la mano en el árbol muerto y entonar la mística e incuestionable fórmula de eliminación: «Te-he-visto-Clive-paras-tú».

Tal vez solo se ponía de parte de Alden para que él y el abuelo no tuvieran que regresar todavía, para poder ver el cabello acerado del abuelo revolotear en la ventisca de flores, para poder admirar la joya perecedera atrapada en la hendidura que se abría en la base del cuello del anciano.

—Claro que ha contado hasta sesenta —exclamó el abuelo—. Claro que sí. Ahora mira muy bien esto, Clivey. ¡Y métetelo bien en la cabeza!

El pantalón de peto del abuelo tenía bolsillos de verdad, cinco en total, contando la bolsa de canguro de la pechera, pero además de los bolsillos laterales tenía unas cosas que parecían bolsillos, pero no lo eran. En realidad eran ranuras confeccionadas para poder llegar a los bolsillos que se llevaban debajo. En aquellos tiempos, la idea de no llevar pantalones debajo del peto no habría resultado escandalosa, sino ridícula, una conducta propia de alguien que no está muy bien de la azotea. Debajo del peto, el abuelo llevaba los sempiternos tejanos. «Pantalones de judío», los llamaba sin grandes aspavientos; un término que empleaban todos los granjeros a los que conocía Clive. Los Levi’s eran «pantalones de judío» o simplemente «judíos».

El abuelo introdujo una mano en la ranura derecha del peto, rebuscó durante unos instantes en el bolsillo derecho de sus desgastados tejanos y por fin extrajo un opaco reloj de bolsillo plateado que colocó en la mano del niño. El peso del reloj fue tan repentino, el tictac bajo la piel metálica tan vivaz que Clivey estuvo a punto de dejarlo caer.

Miró al abuelo con los ojos castaños abiertos de par en par.

—No vas a dejarlo caer —aseguró el abuelo—, y aunque lo hicieras seguramente no se pararía; ya lo dejaron caer una vez en algún maldito bar de Utica, y no se paró. Y si se para, será tu problema, porque ahora el reloj es tuyo.

—¿Qué?

Quería decir que no entendía, pero no terminó la pregunta porque en aquel momento creyó comprender.

—Te lo regalo —explicó el abuelo—. Hace tiempo que quería hacerlo, pero que me aspen si lo pongo en el testamento. Costarían más los malditos derechos de herencia que el reloj.

—¡Abuelo… Yo… Dios mío!

El abuelo se echó a reír hasta que le entró un acceso de tos. Se inclinó hacia delante, riendo y tosiendo, y su rostro adquirió el color de las ciruelas. Una parte de la alegría y la sorpresa de Clive se transformó en preocupación. Recordaba que, mientras se dirigían hacia allí, su madre le había advertido una y otra vez que no debía cansar al abuelo porque estaba enfermo. Dos días antes, cuando Clive le había preguntado con cautela qué tenía, George Banning había contestado con una sola y misteriosa palabra. Hasta la noche después de su conversación en el huerto, cuando estaba a punto de dormirse con el reloj de bolsillo en la mano, Clive no se había percatado de que la palabra que el abuelo había pronunciado, «tictac»…, no se refería a ningún peligroso bicho venenoso sino a su corazón. El médico le había ordenado dejar de fumar y le había dicho que si hacía demasiados esfuerzos, como por ejemplo quitar la nieve a paladas o trabajar con la azada en el huerto, acabaría tocando el arpa con los angelitos. El niño sabía perfectamente lo que eso significaba.

—No vas a dejarlo caer, y aunque lo hicieras seguramente no se pararía —había dicho el abuelo.

Sin embargo, el niño era lo suficientemente mayor como para saber que sí se pararía algún día, que tanto la gente como los relojes acababan por pararse.

Permaneció quieto, esperando a ver si el abuelo se paraba, pero por fin la tos y la risa empezaron a remitir, y el abuelo se incorporó de nuevo al tiempo que se limpiaba un moco con la mano izquierda y lo arrojaba lejos de sí.

—Eres un niño muy divertido, Clivey —dijo por fin—. Tengo dieciséis nietos, y creo que solo dos de ellos llegarán a ser algo, y tú no estás entre ellos… aunque tienes posibilidades…, pero eres el único que me hace reír hasta que me duelen las pelotas.

—No pretendía hacer que te dolieran las pelotas —repuso Clive.

Aquellas palabras volvieron a hacer reír al abuelo, aunque esta vez fue capaz de dominar las carcajadas antes de sufrir un nuevo acceso de tos.

—Enróllate la cadena alrededor de los nudillos un par de veces; así no te pesará tanto —aconsejó el abuelo—. Y si no te pesa tanto, es posible que prestes más atención.

Clive siguió el consejo del abuelo y lo cierto es que el reloj dejó de pesarle tanto. Contempló el reloj que yacía en su mano, fascinado por la vivacidad de su mecanismo, por el reflejo de la esfera, por la segunda manecilla que giraba en su propio círculo. Pero seguía siendo el reloj del abuelo, de eso estaba casi seguro. En aquel preciso instante, una flor de manzano resbaló sobre la esfera antes de desaparecer. Todo ello ocurrió en menos de un segundo, pero lo cambió todo. Tras el interludio de la flor de manzano, la probabilidad se convirtió en certeza. El reloj era suyo para siempre… o al menos hasta que uno de los dos dejara de funcionar, resultara imposible arreglarlo y hubiera que tirarlo.

—Muy bien —prosiguió el abuelo—. ¿Ves la segunda manecilla, la que gira sola?

—Sí.

—Muy bien. Pues no la pierdas de vista. Cuando llegue arriba, me gritas: «¡Adelante!», ¿estamos?

Clive asintió.

—Vale. Cuando llegue arriba, gritas, muchacho.

Clive frunció el ceño con la gravedad de un matemático que se acerca a la conclusión de una ecuación decisiva. Ya entendía lo que el abuelo quería enseñarle, y era lo suficientemente listo como para saber que la prueba no era más que una formalidad…, pero una formalidad que, pese a todo, hay que demostrar. Era un rito, al igual que el hecho de no poder salir de la iglesia antes de que el reverendo haya bendecido a la congregación, aunque ya se hayan cantado todas las canciones y haya terminado el sermón, por fortuna.

Cuando la segunda manecilla alcanzó las doce en su pequeño dial («Mía —se recordó maravillado—. Mi segunda manecilla de mi reloj»), gritó «¡Adelante!» a pleno pulmón, y el abuelo empezó a contar a la velocidad de un subastador que vendiera artículos dudosos e intentara deshacerse de ellos a precios astronómicos antes de que el público hipnotizado despertara y se diera cuenta de que no solo ha sido engatusado, sino timado con todas las de la ley.

—Un-dos-tres, cuatro-cinco-sei-siet-ocho-nueve, diez-once —canturreaba el abuelo.

Las nudosas rojeces que tenía en las mejillas y las grandes venas violáceas de su nariz empezaron a hincharse por la emoción y el esfuerzo.

—¡Cincuentaynuevesesenta! —terminó con voz ronca y triunfante.

Cuando gritó el último número, la segunda manecilla del reloj de bolsillo acababa de cruzar la séptima línea, indicando que habían pasado treinta y cinco segundos.

—¿Cuánto he tardado? —preguntó el abuelo jadeante mientras se frotaba el pecho.

Clive se lo dijo contemplándolo con abierta admiración.

—¡Sí que has contado deprisa, abuelo!

El abuelo agitó la mano con la que se había estado frotando el pecho en un ademán despreciativo, pero al mismo tiempo esbozó una sonrisa.

—Ni la mitad de deprisa que el burro de Osgood —aseguró—. Oí a ese imbécil decir veintisiete, y lo siguiente que oí era que había llegado a cuarenta y uno o algo así.

El abuelo lo miró fijamente con sus otoñales ojos azul oscuro, que en nada se parecían a los mediterráneos ojos castaños de Clive. Posó una de sus nudosas manos en el hombro de su nieto. La mano estaba deformada por la artritis, pero el chico percibió la fuerza viva que emanaba de ella como los cables de una máquina recién desconectada.

—Recuerda esto, Clivey. El tiempo no tiene nada que ver con lo deprisa que cuentas.

Clive asintió lentamente. No comprendía del todo las palabras de su abuelo, pero sí creía percibir una sombra de comprensión, como la sombra de una nube que atraviesa un prado.

El abuelo metió una mano en el bolsillo de canguro de su pantalón de peto y extrajo un paquete de Kool sin filtro. Por lo visto, no había dejado de fumar a fin de cuentas, por estropeado que tuviera el corazón. Pese a ello, al niño le pareció que había reducido su ración de tabaco de forma drástica, porque el paquete de Kool tenía el aspecto de haber viajado mucho; había escapado al destino de la mayoría de los paquetes, abiertos después del desayuno y hechos una bola y tirados a la alcantarilla a las tres. El abuelo rebuscó en el paquete y extrajo un cigarrillo casi tan arrugado como el paquete del que procedía. Se lo encajó en la comisura de los labios, volvió a guardarse el paquete en el bolsillo y sacó una cerilla de madera que encendió con un experto movimiento de la amarillenta uña de su pulgar de anciano. Clive observaba el proceso con la fascinación de un niño que ve cómo un mago se saca un abanico de cartas de la mano vacía. El golpe seco de la uña del pulgar siempre resultaba interesante, pero lo más impresionante era que la cerilla no se apagaba. Pese al fuerte viento que barría la cima de la colina, el abuelo protegía la pequeña llama con tal confianza que el gesto parecía natural. Se encendió el pitillo y empezó a sacudir la cerilla, como si hubiera anulado el viento sin más ayuda que la fuerza de voluntad. Clive observó el cigarrillo de cerca y comprobó que no había señales de que el papel blanco se hubiera chamuscado más allá de la punta encendida. No se engañaba; el abuelo había encendido el cigarrillo con una llama recta, como un hombre que se lo enciende con una vela en una habitación cerrada. Era simple y pura brujería.

El abuelo se sacó el cigarrillo de la boca e introdujo en su lugar el pulgar y el índice, como si fuera a silbar para llamar a su perro o a un taxi. Lo que hizo fue sacar los dedos mojados y oprimir con ellos la punta de la cerilla. El chico no necesitaba aclaración alguna; lo único que el abuelo y sus amigos del campo temían más que las heladas repentinas eran los incendios. El abuelo dejó caer la cerilla y la aplastó con la bota. Alzó la cabeza y vio que el muchacho lo miraba con fijeza, si bien malinterpretó la causa de su fascinación.

—Ya sé que no debería fumar —empezó—, y no voy a decirte que mientas, ni siquiera te lo voy a pedir. Si la abuela te pregunta: «¿Ha estado fumando el viejo?», tú vas y le dices que sí. No necesito que un niño mienta por mí. —No sonreía, pero sus ojos perspicaces y rasgados hicieron que Clive se sintiera parte de una conspiración que parecía amistosa e inofensiva—. Pero si la abuela me pregunta a mí si has pronunciado el nombre de Dios en vano cuando te he regalado el reloj, la miraré a los ojos y le diré: «No, señora. Me ha dado las gracias como un buen chico y nada más».

Ahora le tocó el turno a Clive de echarse a reír, y el abuelo esbozó una sonrisa que puso al descubierto los pocos dientes que le quedaban.

—Claro que si no nos pregunta nada a ninguno de los dos, no creo que le tengamos que contar nada así por las buenas…, ¿verdad, Clivey? ¿Te parece bien?

—Sí —repuso Clive.

No era un chico guapo ni nunca se convirtió en la clase de hombre que las mujeres consideran apuesto, pero en aquel momento, al esbozar una sonrisa que indicaba que comprendía a la perfección la pequeña pirueta retórica del anciano, cobró un aspecto hermoso, al menos durante un instante, y el abuelo le alborotó el pelo.

—Buen chico, Clivey.

—Gracias, señor.

El viejo guardó silencio, pensativo, mientras el pitillo se consumía con pasmosa rapidez; el tabaco estaba seco, y aunque el abuelo daba escasas chupadas, el ávido viento que barría la cima de la colina fumaba el cigarrillo sin cesar. Clive creyó que el viejo ya había dicho todo lo que tenía que decir, y se dijo que era una lástima. Le encantaba escuchar al abuelo. Las cosas que decía le impresionaban porque casi siempre tenían sentido. Su madre, su padre, la abuela y el tío Don decían cosas que esperaban se tomara en serio, pero casi nunca tenían sentido. Se recoge lo que se siembra, por ejemplo. ¿Qué quería decir eso?

Clive tenía una hermana, Patty, que le llevaba seis años. A ella sí la comprendía, pero le daba igual, porque casi todo lo que decía en voz alta eran estupideces. El resto lo comunicaba a base de malvados pellizcos. Los peores los llamaba «pedropellizcos». Siempre le decía que si contaba a alguien lo de los «pedropellizcos» lo «asesinearía»; Patty siempre hablaba de la gente a la que quería «asesinear»; tenía una lista que hacía la competencia al Club de los Asesinos. Hacía reír… hasta que uno miraba con atención el rostro flaco y hosco de Patty. Cuando uno veía lo que se ocultaba detrás de aquel rostro, se le pasaban las ganas de reír. Al menos eso era lo que le pasaba a Clive. Y había que ir con pies de plomo con ella, porque parecía estúpida pero no lo era en absoluto.

—No quiero salir con chicos —había anunciado a la hora de la cena no hacía demasiado tiempo, hacia la época en que los chicos solían invitar a la chicas al Baile de Primavera en el club de campo o al baile de graduación del instituto—. Me da igual si no llego a salir nunca con un chico.

Al dictar aquella sentencia, los había mirado a todos con expresión desafiante y los ojos abiertos de par en par desde encima de su plato humeante de carne y verdura.

Clive había observado el rostro rígido y de algún modo escalofriante de su hermana, que asomaba por entre el vapor de la comida, y recordó algo que había sucedido dos meses antes, cuando la tierra todavía estaba cubierta de nieve. Clivey había recorrido descalzo el pasillo del piso superior para que su hermana no lo oyera, y había echado un vistazo al cuarto de baño porque la puerta estaba abierta… No tenía ni la menor idea de que Patty la Vomitiva estaba ahí dentro. Lo que vio lo dejó patidifuso. Si Patty hubiera vuelto la cabeza hacia la izquierda tan solo unos milímetros lo hubiera sorprendido mirándola.

Sin embargo, Patty no había vuelto la cabeza, ya que estaba demasiado concentrada en la labor de examinarse en el espejo. Estaba desnuda como una de las tías buenas de la gastada revista Modelos de Foxy Brannigan, y la toalla yacía olvidada a sus pies. Pero Patty no era una tía buena, eso lo sabía Clive; y a juzgar por la expresión de su hermana, ella también lo sabía. Tenía las mejillas granujientas llenas de lágrimas. Eran lágrimas gruesas y abundantes, pero Patty no emitía sonido alguno. Finalmente, Clive había recobrado una parte suficiente de su instinto de supervivencia como para alejarse de puntillas, y nunca había hablado del incidente con nadie, y mucho menos con su hermana. No sabía si se habría enfadado porque su hermano pequeño le había visto el trasero, pero estaba bastante seguro del modo en que habría reaccionado si hubiera sabido que la había visto llorar, aunque fuera ese llanto tan extraño y silencioso; estaba convencido de que eso habría bastado para que lo asesinara.

—Creo que los chicos son tontos y que la mayoría huele a queso pasado —había afirmado aquella noche de primavera antes de meterse un pedazo de rosbif en la boca—. Si un chico me pidiera para salir me partiría de risa.

—Ya cambiarás de idea, cariño —había augurado papá sin dejar de masticar la carne ni alzar la mirada del libro que tenía junto al plato.

Mamá había renunciado a convencerle de que no leyera en la mesa.

—No, no cambiaré de idea —replicó Patty.

Y Clive sabía que era cierto. Cuando Patty decía algo, casi siempre lo decía en serio. Era algo que Clive comprendía y que a sus padres se les escapaba. No sabía si lo decía en serio… eso de asesinearle si le contaba a alguien lo de los pedropellizcos, pero, desde luego, no iba a correr el riesgo. Aunque no lo matara de verdad, encontraría algún modo espectacular aunque invisible de hacerle daño, de eso estaba seguro. Además, algunas veces los pedropellizcos no eran pellizcos de verdad, sino que se parecían más bien al modo en que Patty acariciaba a veces a su pequeño caniche cruzado, Brandy; Clive sabía que lo hacía porque el perro había sido malo, pero tenía un secreto que no tenía ninguna intención de contarle; la verdad era que esos otros pedropellizcos, los que recordaban las caricias, le daban una sensación bastante agradable.

Cuando el abuelo abrió la boca, Clive creyó que iba a decir: «Ya es hora de volver a casa, Clivey», pero en lugar de eso dijo:

—Te voy a contar algo, si es que quieres oírlo. No tardaré mucho. ¿Quieres oírlo, Clivey?

—¡Sí, señor!

—Tienes muchas ganas de que te lo cuente, ¿verdad? —inquirió el abuelo con voz abstraída.

—Sí, señor.

—A veces creo que tendría que raptarte para que te quedaras conmigo para siempre. A veces pienso que si te tuviera a mano viviría para siempre, por jorobado que tenga el corazón.

Se sacó el pitillo de la boca, lo arrojó al suelo y lo aplastó hasta la muerte con una de sus botas de trabajo, moviendo el talón y a continuación cubriendo la colilla para asegurarse. Cuando alzó la mirada para volver a mirar a Clive, los ojos le relucían.

—Dejé de dar consejos hace mucho tiempo —empezó—. Treinta años o más, creo. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que solo los estúpidos dan consejos y solo los estúpidos los aceptan. Pero la formación… Eso ya es otra cosa. Un hombre inteligente dará formación de vez en cuando, y un hombre inteligente… o un niño inteligente… recibirá formación de vez en cuando.

Clive no dijo nada, sino que se limitó a mirar a su abuelo con gran concentración.

—Hay tres tipos de tiempo —explicó el abuelo—, y aunque los tres son reales, solo uno de ellos es realmente real. Hay que conocerlos todos y poder distinguirlos en cualquier momento. ¿Lo entiendes?

—No, señor.

El abuelo asintió con un gesto.

—Si hubieras dicho «Sí, señor» te habría dado unos azotes y te habría llevado de vuelta a la granja.

Clive bajó la mirada hacia los aplastados restos del cigarrillo del abuelo, ruborizado de orgullo.

—Cuando uno es un crío, como tú, el tiempo es largo. Por ejemplo, cuando llega mayo te parece que la escuela no terminará nunca, que mediados de junio no llegará nunca, ¿verdad?

Clive pensó en los últimos días de escuela, soñolientos y con olor a tiza, y asintió con la cabeza.

—Y cuando por fin llega mediados de junio y la maestra te da el boletín de notas y te deja ir, te parece que la escuela nunca volverá a empezar, ¿verdad que sí?

Clive pensó en aquella interminable autopista de días y asintió con tal fuerza que los huesos del cuello chasquearon.

—¡Hombre, pues sí que es verdad! Quiero decir, señor.

Aquellos días. Todos aquellos días que se arrastraban por la planicie de junio y julio, sobre el infinito horizonte de agosto. Tantos días, tantos atardeceres, tantos almuerzos consistentes en bocadillos de mortadela con mostaza y cebolla picada y gigantescos vasos de leche mientras su madre permanecía sentada en silencio en el salón, junto a su vaso de vino sin fondo, mirando los culebrones por la tele. Tantas tardes interminables en las que el sudor manaba de las raíces del cabello cortado al cepillo y luego rodaba por las mejillas, tardes en las que el momento en que te dabas cuenta de que el muñón de tu sombra se había convertido en un niño siempre te pillaba por sorpresa, tantos anocheceres infinitos en los que el sudor se enfriaba hasta quedar reducido a un olor parecido al de loción de afeitado mientras jugabas a pilla pilla o a policías y ladrones; el sonido de las cadenas de las bicicletas, los dientes bien engrasados encajando en las ranuras, olor a madreselva, el asfalto al enfriarse, hojas verdes y césped recién cortado, el sonido de los cromos de béisbol al chocar contra el sendero delantero de la casa de algún chico, intercambios solemnes y prodigiosos que alteraban los rostros de ambas ligas, conferencias que se arrastraban por las oblicuas sombras de la tarde hasta que el grito de «¡Cliiiiiiive! ¡A cenaaaaar!» ponía fin a las conversaciones; y aquella llamada siempre era tan previsible y al tiempo tan sorprendente como aquel muñón de sombra que hacia las tres se había transformado en la silueta negra de un niño a su lado; y hacia las cinco, aquel niño pegado a sus talones se había convertido en un hombre, si bien extremadamente flaco; noches aterciopeladas de televisión, el ocasional volver de páginas mientras su padre leía un libro tras otro; nunca se cansaba de ellas; palabras, palabras, palabras, su padre nunca se cansaba de ellas; Clive había querido preguntarle una vez cómo era posible que no se cansara de ellas, pero no se había atrevido; su madre levantándose de vez en cuando para ir a la cocina, seguida tan solo por los ojos enojados y preocupados de su hermana y los simplemente curiosos de Clive; el leve tintineo cuando mamá rellenaba el vaso que nunca quedaba vacío a partir de las once de la mañana (y su padre que nunca alzaba la mirada del libro, aunque Clive creía que lo oía todo y lo sabía todo, aunque Patty le había llamado estúpido mentiroso y le había propinado un pedropellizco que le había dolido todo el día la vez que se había atrevido a comentárselo); el zumbido de los mosquitos contra las mosquiteras, siempre mucho más ruidoso tras la puesta de sol; la orden de irse a la cama, tan injusta e inevitable, causa perdida antes de empezar; el brusco beso de su padre, su olor a tabaco, el beso más suave de su madre, dulce y agrio por el vino; el sonido de su hermana al decirle a su madre que debería irse a la cama después de que su padre se hubiera ido a la taberna de la esquina a tomarse un par de cervezas y mirar los combates de lucha en el televisor colocado sobre la barra; su madre diciéndole a Patty que se metiera en sus asuntos, una conversación de contenido inquietante pero tranquilizadora por su previsibilidad; las luciérnagas reluciendo en la penumbra; el lejano claxon de un coche cuando se sumía en el largo y oscuro túnel del sueño; y después el día siguiente, que parecía igual pero no lo era, no del todo. Verano. Eso era el verano. Y no es que pareciera largo, sino que en verdad lo era.

El abuelo lo observaba con atención y parecía leer todos aquellos pensamientos en los ojos castaños del chico; parecía saber todas las palabras necesarias para expresar todas aquellas cosas que el chico era incapaz de explicar; cosas que no podían brotar de sus labios porque su boca no podía articular el lenguaje de su corazón. Y entonces el abuelo asintió con la cabeza, como si quisiera confirmar aquella idea, y de repente, Clive temió que el abuelo lo estropeara todo diciendo algo suave, tranquilizador e insignificante. Claro, diría, todo eso ya lo sé, Clivey, yo también fui niño, ¿sabes?

Pero no dijo nada de eso, y Clive comprendió que había sido un estúpido al temer que lo hiciera. Más aún, comprendió que había sido desleal. Porque se trataba del abuelo, y el abuelo nunca decía chorradas como otros adultos decían tan a menudo. En lugar de decir algo suave y tranquilizador, habló con la seca fatalidad de un juez que pronunciara una sentencia de pena capital.

—Pues todo eso cambia —dijo.

Clive alzó la mirada hacia él, algo atemorizado ante la idea, pero encantado porque el cabello del viejo revoloteaba salvaje en torno a su cabeza. Pensó que el abuelo tenía el aspecto que tendría el predicador de la iglesia si supiera la verdad acerca de Dios en lugar de suponerla.

—¿Que el tiempo cambia? ¿Estás seguro?

—Sí. Cuando llegas a cierta edad…, a los catorce, creo, casi siempre cuando las dos mitades de la raza humana van y cometen el error de descubrirse una a otra…, el tiempo empieza a ser tiempo real. Tiempo realmente real. Ya no es largo como antes ni corto como lo será más tarde. Y se hace más corto, eso te lo digo yo. Pero durante la mayor parte de la vida, el tiempo es tiempo realmente real. ¿Sabes lo que quiere decir eso, Clivey?

—No, señor.

—Pues entonces aprende: el tiempo realmente real es tu bonito pony…, Dilo: «Mi bonito pony».

Sintiéndose un poco tonto y preguntándose si el abuelo le estaría tomando el pelo por alguna razón («tomándolo por el pito de un sereno», como diría el tío Don), Clivey repitió las palabras del abuelo. Esperó a que el abuelo se echara a reír, que le dijera: «¡Chico, esta vez sí que te he tomado por el pito de un sereno!». Pero el abuelo se limitó a asentir impasible, de un modo que desmentía sus temores.

—Mi bonito pony. Nunca olvidarás estas tres palabras si eres tan listo como creo. Mi bonito pony. Esa es la verdad acerca del tiempo.

El abuelo sacó el maltrecho paquete de cigarrillos del bolsillo de la pechera, lo contempló durante un momento y por fin se lo volvió a guardar.

—Desde los catorce hasta los…, bueno, digamos hasta los sesenta, la mayor parte del tiempo es tiempo mi bonito pony. Hay momentos en que el tiempo se hace largo como cuando eras pequeño, pero son malos momentos. En esos momentos darías tu alma por un poco de tiempo mi bonito pony, por no hablar de tiempo corto. Si le dijeras a la abuela lo que te voy a contar ahora, Clivey, me llamaría blasfemo y no me traería la botella de agua caliente durante una semana. Quizá dos.

Pese a ello, los labios del abuelo se curvaron en una mueca amarga y descreída.

—Si se lo contara a ese reverendo Chadband, a quien la parienta considera tan magnífico, me saldría con el cuento de que no lo vemos todo y con la historia de que los caminos de Dios son insondables, pero te diré lo que pienso, Clivey. Creo que Dios es un maldito hijo de puta por hacer que los únicos momentos largos que tiene un adulto son los momentos en que está para el arrastre, como cuando tienes las costillas rotas, las tripas hechas papilla o algo parecido. ¡Pero si un Dios así hace que los críos que ensartan moscas con alfileres parezcan santos que no han roto un plato en su vida! Me acuerdo lo largas que fueron aquellas tres semanas después de que se me cayera el tractor encima, y me pregunto por qué Dios creó vida, por qué creó seres vivos. Si necesitaba algo para desahogarse, ¿por qué no se fabricaba unos cuantos arbustos de zumaque y ya está? O, por ejemplo, ¿qué hay del pobre Johnny Brinkmayer, devorado lentamente por el cáncer el año pasado?

Clive apenas oyó las últimas palabras del viejo, aunque más adelante, mientras regresaban en coche a la ciudad, recordó que Johnny Brinkmayer, propietario de lo que sus padres llamaban el supermercado y los abuelos llamaban «La Mercantil», era el único hombre al que el abuelo iba a visitar algunas tardes… y el único hombre que iba a visitar al abuelo algunas tardes. Durante el largo viaje de regreso a la ciudad, a Clive se le ocurrió que Johnny Brinkmayer, al que recordaba vagamente como un hombre con una enorme verruga en la frente que se rascaba el paquete de un modo singular mientras andaba, debía de haber sido el único amigo verdadero del abuelo. El hecho de que la abuela tendiera a arrugar la nariz cuando se mencionaba el nombre de Brinkmayer y con frecuencia se quejara de lo mal que olía, no hizo sino reafirmar dicha suposición.

No obstante, aquellos pensamientos no se le ocurrieron en aquel momento, pues estaba pendiente de que Dios fulminara al abuelo. Seguro que lo fulminaría después de tamaña blasfemia. Nadie podía quedar impune después de llamar a Dios Padre Todopoderoso maldito hijo de puta, o insinuar que el Ser que había creado el universo no era mejor que un crío de tercero que disfrutaba atravesando moscas con un alfiler.

Clive se alejó un poco de la figura enfundada en los pantalones de peto, que había dejado de ser su abuelo para convertirse en un pararrayos. De un momento a otro caería un rayo del cielo azul y fulminaría a su abuelo como si fuera la última mierda, y los manzanos se convertirían en antorchas que anunciarían a los cuatro vientos la maldición del viejo por los siglos de los siglos amén. Las flores de manzano se convertirían en algo parecido a las virutas de papel quemado que salían del incinerador cuando su padre quemaba los periódicos de la semana a última hora de la tarde del domingo.

Pero no sucedió nada.

Clive esperó hasta que la fatal certeza empezó a remitir, y cuando un petirrojo se puso a cantar cerca de ellos, como si el abuelo no hubiera dicho nada malo, supo que no caería ningún rayo. Y en el momento en que se dio cuenta de eso, se produjo un cambio pequeño aunque fundamental en la vida de Clive Branning. La blasfemia impune de su abuelo no lo convertiría en un delincuente ni en un gamberro, ni siquiera en algo tan insignificante como un niño problemático, un término que acababa de ponerse de moda. Sin embargo, el norte de la fe de Clive se desplazó ligeramente, y el modo en que escuchaba a su abuelo cambió al instante. Antes lo había escuchado. Ahora le prestaba toda su atención.

—Los momentos en que estás hecho un asco parecen eternos —decía el abuelo en aquel instante—. Créeme, Clivey, una semana hecho trizas hace que las mejores vacaciones de verano de tu niñez parezcan un fin de semana. ¡Diablos, una mañana de sábado! Cuando pienso en los siete meses que Johnny pasó en la cama con esa… esa cosa que se le iba comiendo las tripas… Dios mío, quién me manda a mí contarle estas cosas a un crío. Tu abuela tiene razón. Soy más tonto que un zapato.

El abuelo se miró los zapatos durante un instante. Por fin alzó la cabeza y meneó la cabeza no con ademán triste, sino de un modo brusco aunque no exento de humor.

—Da igual. He dicho que te iba a dar un poco de formación, y en vez de eso aquí estoy lamentándome como un perro lloroso. ¿Sabes lo que es un perro lloroso, Clivey?

El chico meneó la cabeza.

—Da igual; ya te lo explicaré otro día.

Por supuesto, nunca hubo otro día, ya que la siguiente vez que Clive vio a su abuelo, este estaba en una caja, y Clive suponía que aquello era una parte importante de la formación que el abuelo quería darle aquel día. El hecho de que el abuelo no fuera consciente de estarle dando formación no le restaba valor.

—Los viejos somos como trenes antiguos en un cambio de agujas… Demasiadas vías. Así que dan como cinco malditas vueltas antes de entrar.

—No pasa nada, abuelo.

—Lo que quiero decir es que cada vez que intento ir al grano me voy por las ramas.

—Ya lo sé, pero es que las ramas son muy interesantes.

El abuelo esbozó una sonrisa.

—Si eres bocas, Clivey, tienes media batalla ganada.

Clive le devolvió la sonrisa, y el tenebroso recuerdo de Johnny Brinkmayer pareció alejarse de la mente del abuelo. Cuando volvió a hablar, su voz había adquirido un tono más práctico.

—¡Cuestión! A la porra con toda esa mierda. Pasar mucho tiempo con dolores no es más que un extra que pone Dios. Sabes que la gente colecciona esos cupones que dan con los paquetes de cigarrillos para luego cambiarlos por un barómetro de latón para colgárselo en la pared del despacho, o bien por un juego de cuchillos de carne, ¿verdad, Clivey?

Clive hizo un gesto de asentimiento.

—Bueno, pues así es el tiempo del dolor…, solo que el premio es más bien un timo, por así decirlo. La cuestión es que, cuando te haces viejo, el tiempo normal, el tiempo mi bonito pony, se convierte en tiempo corto. Como cuando eres un crío, pero al contrario.

—Al revés.

—Eso.

La idea de que el tiempo se aceleraba cuando uno se hacía viejo estaba fuera del alcance de las emociones del chico, pero era lo suficientemente listo como para admitir el concepto. Sabía que si un extremo del subibaja sube, el otro tiene que bajar. Se dijo que el abuelo debía de estar hablando del mismo concepto, equilibrio y contraequilibrio. «Muy bien; es una forma de verlo», habría dicho el padre de Clive.

El abuelo extrajo el paquete de Kool del bolsillo de canguro y esta vez sacó con todo cuidado un cigarrillo…, no solo el último del paquete, sino el último que el chico le vio fumar. El viejo arrugó el paquete y se lo volvió a guardar en el lugar del que lo había sacado. Encendió el pitillo igual que había encendido el otro, con la misma facilidad pasmosa. No es que ignorara el viento que barría la cima de la colina, sino que, de algún modo, parecía anularlo.

—¿Y cuándo pasa eso, abuelo?

—Eso no te lo puedo decir exactamente, y no pasa de golpe —repuso el abuelo mientras mojaba la cerilla como había hecho con la anterior—. Simplemente se acerca, como un gato que se acerca de puntillas a una ardilla. Y cuando te das cuenta, resulta que no es más justo que lo que ha hecho Osgood esta mañana al contar.

—Bueno, pues entonces, ¿qué pasa? ¿Cómo te das cuenta?

El abuelo sacudió un cilindro de ceniza del cigarrillo sin sacárselo de la boca. Lo hizo con el pulgar, como si diera un golpecito sobre una mesa. El chico nunca olvidó aquel sonido.

—Creo que lo que notas primero es diferente para cada persona —explicó el viejo—, pero en mi caso empezó cuando tenía cuarenta y pico años. No recuerdo exactamente cuántos años tenía, pero sí que me acuerdo de dónde pasó…, en la tienda de Davis. ¿La conoces?

Clive asintió. Su padre casi siempre los llevaba a él y a su hermana a tomar batidos helados cuando iban a visitar a los abuelos. Su padre los llamaba los Trillizos de Vaichocfresa, porque siempre pedían lo mismo; su padre siempre pedía uno de vainilla, Patty de chocolate y Clive de fresa. Y su padre se sentaba entre ellos y leía mientras sorbían lentamente las bebidas. Patty tenía razón al decir que se podía hacer cualquier cosa cuando su padre estaba leyendo, es decir, casi siempre, pero cuando dejaba el libro a un lado y echaba un vistazo a su alrededor, había que sentarse bien derecho y hacer gala de los mejores modales si uno no quería llevarse unos azotes.

—Bueno, pues ahí estaba yo —prosiguió el abuelo.

Tenía los ojos vueltos hacia el cielo primaveral y contemplaba una nube que parecía un soldado tocando la corneta y se desplazaba con rapidez.

—Había ido a comprar el medicamento para la artritis de tu abuela. Llevaba lloviendo una semana, y tenía unos dolores de campeonato. Y, de pronto, vi una vitrina nueva. Habría sido difícil no fijarse. Ocupaba casi todo un pasillo, sí, señor. Había máscaras y adornos recortables de gatos negros, brujas volando en escobas y cosas así, y también había esas calabazas de cartón que vendían en aquellos tiempos. Venían en una bolsa de plástico y con una goma. La idea era que los niños recortaran la calabaza y después dejaran a su madre una tarde en paz coloreándola o incluso jugando a los juegos que había al dorso. Y cuando estaba terminada, se la colgaban encima de la puerta como adorno o, si la familia del crío en cuestión era demasiado pobre como para comprarle una máscara o demasiado estúpida como para ayudarle a hacerse un disfraz con los trastos que había en casa, bueno, pues entonces se podía sujetar la goma a la calabaza y llevarla en la cabeza. ¡Había un montón de niños paseándose por el pueblo con la bolsa de plástico en la mano y la calabaza de la tienda de Davis en la cabeza la noche de Halloween, Clivey! Y claro, también había sacado las golosinas. Siempre tenía el tarro de las golosinas de un centavo al lado del surtidor de refrescos, ya sabes cuál quiero decir…

Clive sonrió. Claro que lo sabía.

—… pero sus golosinas eran diferentes. Había un montón de caramelos, sidral, piruletas y barras de regaliz. Y yo creía que el viejo Davis… el tipo que llevaba la tienda en aquella época se llamaba Davis, y fue su padre quien la abrió hacia 1911, pues creí que le faltaba un tornillo. Por las barbas del profeta, me dije, Frank Davis ha sacado las golosinas de Halloween antes de que se acabe el verano. Se me ocurrió ir al mostrador de la farmacia y decírselo, y entonces una parte de mí me dice espera un momento, George, a ti sí que te falta un tornillo. Y no iba tan desencaminado, Clivey, porque no era verano, y eso lo sabía tan bien como que me llamo George. Ves, eso es lo que quiero que entiendas, que lo sabía. ¿Acaso no estaba ya buscando jornaleros para cosechar la manzana y no había incluso puesto quinientos anuncios al otro lado de la frontera con Canadá? ¿Y no le había echado ya el ojo a ese tipo, Tim Warburton, que había llegado de Schenectady a buscar trabajo? Tenía algo, parecía honrado, y pensé que sería un buen capataz durante la cosecha. ¿Acaso no había pensado en preguntarle al día siguiente si quería trabajar para mí, y no sabía él que se lo preguntaría, porque había soltado como quien no quiere la cosa que se iba a cortar el pelo a tal hora en tal sitio? Así que me dije, madre mía, George, ¿no eres un poco joven para volverte senil? Sí, el viejo Frank ha sacado las golosinas de Halloween un poco pronto este año, pero ¿en verano? El verano ya ha pasado, viejo amigo. Eso ya lo sabía, pero por un momento, Clivey o tal vez durante varios segundos, me pareció que era verano, o que tenía que ser verano, porque estaba siendo verano. ¿Entiendes lo que quiero decir? No me llevó mucho rato volver a convencerme de que era septiembre, pero hasta entonces me sentí…, me sentí…

El abuelo frunció el ceño antes de pronunciar una palabra que conocía pero no habría utilizado en una conversación con otro granjero, so pena de que lo acusaran, aunque solo fuera mentalmente, de estar como un cencerro.

—Me sentí consternado. Es la única palabra que se me ocurre, maldita sea. Consternado. Y eso fue lo que me pasó la primera vez.

Se quedó mirando al chico, que se limitó a devolverle la mirada sin ni tan siquiera asentir, tan concentrado estaba. El abuelo asintió por los dos y sacudió otro cilindro de ceniza del cigarrillo con el flanco del pulgar. Clive creía que su abuelo estaba tan absorto en sus pensamientos que el viento se estaba fumando casi todo el pitillo.

—Fue como acercarse al espejo del baño para afeitarse y ver que te ha salido la primera cana. ¿Entiendes, Clive?

—Sí.

—Muy bien. Después de la primera vez, me empezó a pasar con todas las fiestas. Creía que estaban sacando las cosas de la fiesta demasiado pronto, y a veces se lo decía a alguien, aunque siempre procuraba que sonara como si creyera que los tenderos eran unos codiciosos. Que era a ellos que les pasaba algo malo, no a ti. ¿Entiendes eso, Clivey?

—Sí.

—Porque —continuó el abuelo— un tendero codicioso es algo que un hombre puede entender… y que algunos hombres incluso admiran, aunque yo nunca he sido uno de ellos. «Fulano de tal es un lince», decían, como si ser un lince, como si comportarse como ese carnicero, Radwick, que siempre metía el pulgar en la balanza si creía que no le pillarían, fuera algo bueno. Yo nunca he pensado así, pero siempre lo he entendido. Pero decir algo que dé la impresión de que te has vuelto majareta…, eso ya es harina de otro costal. Por ejemplo, decía algo como: «Dios mío, sacarán los adornos de papel y los filetes de oro antes de que el heno esté en el pajar el año que viene», y quienquiera que estuviese ahí decía que era más cierto que la Biblia, pero no era más cierto que la Biblia, y después de pensármelo bien, Clivey, sé que sacaban todas esas cosas más o menos en la misma época cada año. Y entonces me pasó otra cosa. Unos cinco años más tarde, quizá siete. Tendría unos cincuenta años más o menos. En resumen, que me llamaron para ser jurado. Un coñazo, pero fui. El alguacil viene y me hace jurar sobre la Biblia, me pregunta si juro cumplir con mi deber con la ayuda de Dios, como si no me hubiera pasado toda la vida haciendo las cosas con la ayuda de Dios. Y entonces saca el bolígrafo y me pregunta mi dirección, y se la doy con pelos y señales. Y entonces me pregunta cuántos años tengo y voy y le suelto que tengo treinta y siete.

El abuelo echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada a la nube que parecía un soldado. La nube, con la parte de la corneta ya tan larga como un trombón, estaba a medio camino entre los dos horizontes.

—¿Por qué dijiste eso, abuelo?

A Clive le parecía haber seguido la historia bastante bien hasta entonces, pero en aquel momento tuvo sus dudas.

—¡Pues lo dije porque fue lo primero que se me ocurrió! ¡Diablos! En cualquier caso, sabía que me había equivocado, así que me quedé callado un momento. No creo que ni el alguacil ni ninguna otra persona de la sala se dieran cuenta; casi todos parecían dormidos o a punto de dormirse, y aunque hubieran estado tan despiertos como si les acabaran de meter la escoba de la ratita por el culo, no creo que nadie se hubiera fijado. No fue más que como dar un paso en falso, como un bateador que deja pasar dos antes de darle a una bola difícil. ¡Pero, jolines! Preguntarle a un hombre cuántos años tiene no es como jugar al béisbol con pelotas pegajosas. Me sentí como un idiota. Me pareció que durante ese segundo realmente no sabía cuántos años tenía si no tenía treinta y siete, como si pudiera tener siete, diecisiete o setenta. Entonces me recuperé y le dije cuarenta y ocho o cincuenta y uno o lo que fuera. Pero no acordarte de los años que tienes, aunque solo sea por un momento… ¡Madre mía!

El abuelo arrojó el cigarrillo al suelo, lo pisó con el talón de la bota y empezó el mismo ritual consistente en asesinarlo y a continuación enterrarlo.

—Pero eso no es más que el comienzo, Clivey, hijo mío —prosiguió.

Aunque no había hecho más que utilizar una expresión del dialecto irlandés que a veces le salía, Clive pensó: «Me gustaría ser tu hijo. Tu hijo en lugar del suyo».

—Después de un tiempo, pasa de la primera marcha a la segunda y antes de que te des cuenta, el tiempo ha puesto la directa y ahí vas tú, a toda pastilla, como la gente en las autopistas, que van tan deprisa que sus coches hacen caer las hojas de los árboles en otoño.

—¿Qué quieres decir?

—Lo peor es cómo cambian las estaciones —explicó el viejo en tono huraño, como si no hubiera oído al muchacho—. Las estaciones dejan de ser estaciones. Parece como si la mujer acabe de sacar las botas, los guantes y las bufandas del altillo cuando de pronto empieza el deshielo, y uno pensaría que la gente se alegra de que acabe la temporada del deshielo, maldita sea, yo siempre me alegraba, pero la verdad es que no te alegras de que se acabe cuando te parece que el deshielo ha terminado antes de que hayas acabado de sacar el tractor del primer charco de barro donde ha quedado estancado. Y entonces te da la sensación de que te acabas de poner el sombrero de paja para el primer concierto de verano de la banda cuando los álamos empiezan a enseñar el camisón.

En aquel momento, el abuelo se volvió hacia Clive con las cejas enarcadas, como si esperara que el chico le pidiera una aclaración, pero Clive se limitó a sonreír encantado, pues sabía lo que era un camisón, sí, señor; era lo que su madre llevaba a veces hasta las cinco de la tarde, al menos cuando su padre estaba en la carretera, vendiendo electrodomésticos, accesorios de cocina y seguros cuando podía. Cuando su padre estaba fuera de la ciudad, su madre se ponía a beber en serio, y a veces bebía tan en serio que no podía vestirse hasta la puesta de sol. Entonces salía a veces, dejándole al cuidado de Patty mientras iba a visitar a alguna amiga enferma.

—Las amigas de mamá se ponen enfermas más a menudo cuando papá está fuera de la ciudad, ¿te has fijado? —le comentó una vez a Patty.

Su hermana se rió hasta que se le saltaron las lágrimas y contestó que sí, que se había fijado, desde luego que se había fijado.

Las palabras del abuelo le habían recordado que los álamos cambiaban de algún modo cuando se acercaba el momento de volver a la escuela. Cuando soplaba el viento, los troncos adquirían el mismo color que el camisón más bonito de su madre, un color plateado que resultaba tan sorprendentemente triste como hermoso; un color que simbolizaba el fin de lo que uno había creído eterno.

—Y entonces —continuó el abuelo—, empiezas a perder la noción de las cosas. No demasiado, no es como volverse senil como el viejo Hayden, que vive más abajo, en la carretera, gracias a Dios, pero aun así es una porquería confundir las cosas. No es lo mismo que olvidar las cosas, eso sería otra cosa. No, las recuerdas, pero confundes los momentos y las situaciones. Como, por ejemplo, yo estaba seguro de que me había roto el brazo justo después de que nuestro Billy muriera en aquel accidente de coche, en el 58. Eso también fue una porquería. Se lo podría demostrar… al reverendo Chadband. Billy iba detrás de un camión cargado de grava, a no más de treinta y cinco por hora, y de pronto, una piedrecilla no más grande que la esfera del reloj de bolsillo que te he regalado cayó del camión, rebotó contra el suelo y se cargó el parabrisas de nuestro Ford. A Billy le entraron cristales en los ojos, y el médico dijo que seguramente se habría quedado ciego si hubiese sobrevivido, pero no sobrevivió…, sino que se salió de la carretera y chocó contra un poste de electricidad. El poste se estrelló contra el coche, y Bill quedó frito como cualquier chalado en la silla eléctrica de Sing Sing. Y lo peor que hizo en su vida fue hacerse el enfermo para no tener que recoger judías cuando todavía teníamos el huerto. Pero a lo que iba… Estaba seguro de que me había roto el maldito brazo justo después de aquello; ¡habría jurado que fui a su funeral con el brazo todavía en cabestrillo! Sarah tuvo que enseñarme la Biblia familiar y los papeles del seguro para que me creyera que ella tenía razón; me lo había roto dos meses antes, y cuando enterramos a Billy ya me habían quitado el cabestrillo. Sarah me llamó viejo estúpido y tuve ganas de darle un bofetón de lo cabreado que estaba, pero estaba cabreado porque me daba vergüenza, y al menos tuve la sensatez de reconocerlo y dejarla en paz. Y ella solo estaba cabreada porque no le gusta pensar en Billy. Era la niña de sus ojos, sí, señor.

—¡Madre mía! —exclamó Clive.

—No es que te pongas a chochear; más bien es como cuando vas a Nueva York y te encuentras a esos tipos en las esquinas con tres cubiletes y un guisante debajo de uno, y apuestan a que no adivinas debajo de qué cubilete está el guisante, y tú estás seguro de que lo adivinarás, pero los mueven tan deprisa que te engañan una y otra vez. Simplemente, te confundes, pierdes la noción de las cosas. Y te da la sensación de que no puedes evitarlo.

Exhaló un suspiro y miró en derredor como si quisiera comprobar dónde se encontraban exactamente. Su rostro adquirió por un instante una expresión de completa impotencia que desagradó y atemorizó al niño. No quería sentirse de aquel modo, pero no podía evitarlo. Era como si el abuelo se hubiera quitado un vendaje y le hubiera mostrado una llaga que era el síntoma de algo terrible. Como la lepra.

—Parece como si la primavera hubiera empezado la semana pasada —comentó el abuelo—, pero mañana ya no quedará ninguna flor si el viento sigue soplando así de fuerte, y desde luego, eso es lo que parece. Un hombre no puede seguir las cosas mentalmente cuando van tan deprisa. Un hombre no puede decir: «Espera un momento, viejo amigo, espera a que me recupere y pueda seguirte». No hay nadie a quien decírselo. Es como ir en un carro sin conductor, ya me entiendes. Así que, ¿qué conclusión sacas de todo esto, Clivey?

—Bueno —empezó el chico—, tienes razón en una cosa, abuelo; parece que algún idiota se ha inventado todo esto.

No pretendía hacerse el gracioso, pero el abuelo se echó a reír hasta que su rostro volvió a adquirir aquel alarmante matiz violáceo, y esta vez no solo tuvo que inclinarse y apoyar las manos en las rodilleras de su pantalón de peto, sino que tuvo que rodear el cuello del chico para no caerse. Se habrían dado un buen batacazo si la risa y la tos del abuelo no hubieran empezado a ceder en aquel momento, cuando el chico ya estaba convencido de que la sangre saldría a borbotones de ese rostro violáceo e hinchado de risa.

—¡Eres la pera! —exclamó el abuelo cuando por fin logró dominarse—. ¡Eres la pera!

—¿Estás bien, abuelo? Quizá sería mejor que…

—Mierda, no. No estoy bien. He tenido dos ataques al corazón en los últimos dos años, y yo seré el primer sorprendido si aguanto dos años más. Pero no es nada nuevo, muchacho. Lo único que quiero decir es que seas joven o viejo, tengas tiempo rápido o lento, siempre puedes tomar el camino recto si recuerdas ese pony. Porque si dices «mi bonito pony» entre cada número cada vez que cuentas, el tiempo no será más que tiempo. Si lo haces te digo que habrás ensillado a ese maldito animal. Aunque no puedes contar todo el tiempo, eso no entra en los planes de Dios. En eso estoy de acuerdo con ese grasiento bastardo de Chadband. Pero tienes que recordar que tú no posees tiempo, sino que el tiempo te posee a ti. Pasa a tu lado a la misma velocidad cada día. No le importas un comino, pero eso da igual si tienes un bonito pony. Si tienes un bonito pony, Clivey, tienes al cabrón bien cogido por las pelotas, y a la mierda todos los Alden Osgood del mundo.

El viejo se inclinó levemente hacia Clive Banning.

—¿Lo entiendes?

—No, señor.

—Ya lo sé, pero ¿lo recordarás?

—Sí, señor.

El abuelo Banning lo miró con atención durante tanto rato que el chico empezó a incomodarse. Por fin asintió con la cabeza.

—Sí, creo que lo recordarás, sí, señor.

El chico no respondió. En realidad, no se le ocurría nada que decir.

—Ya has recibido tu formación —prosiguió el abuelo.

—¡No he recibido ninguna formación si no lo entiendo! —gritó Clive con tal frustración y enojo que él mismo se sorprendió—. ¡No he recibido ninguna formación!

—A la mierda con eso de entender o no entender —replicó el viejo con toda calma.

Volvió a rodear el cuello del muchacho y lo atrajo hacia sí… por última vez antes de que la abuela lo encontrara muerto en la cama un mes más tarde. Un buen día despertó y ahí estaba el abuelo, y el pony del abuelo había echado abajo las vallas del abuelo y había dejado atrás todas las colinas del mundo.

Corazón malvado, corazón malvado. Bonito, pero de corazón malvado.

—La comprensión y la formación son dos conceptos que no casan —dijo el abuelo aquel día entre los manzanos.

—Entonces, ¿qué es la formación?

—Recordar —repuso el viejo con serenidad—. ¿Recuerdas el pony?

—Sí, señor.

—¿Cómo se llama?

El chico vaciló un instante.

—Tiempo…, supongo.

—Muy bien. ¿Y de qué color es?

Esta vez, el chico vaciló durante más rato, abriendo su mente como una pupila en la noche.

—No lo sé —repuso por fin.

—Yo tampoco —aseguró el viejo al tiempo que lo soltaba—. No creo que sea de ningún color, y tampoco creo que importe. Lo que importa es: ¿lo reconocerás cuando lo veas?

—Sí, señor.

Un ojo reluciente y febril se apoderó de la mente del chico.

—¿Cómo?

—Porque es bonito —replicó Clive con absoluta certeza.

—¡Bien! —exclamó el viejo con una sonrisa—. Clivey ha recibido un poco de formación, y eso lo hace a él más sabio y a mí más feliz… o quizá al revés. ¿Quieres un trozo de tarta de melocotón, muchacho?

—¡Sí, señor!

—Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? ¡A por la tarta!

Y así lo hicieron.

Y Clive Banning nunca olvidó el nombre, que era tiempo, ni el color, que no era ninguno, ni el aspecto, que no era ni hermoso ni feo…, sino simplemente bonito. Ni tampoco olvidó su carácter, que era malvado, ni lo que su abuelo había dicho cuando regresaban a la casa, palabras casi arrojadas, perdidas en el viento; había dicho que tener un pony para cabalgar era mejor que no tener pony, fuera cual fuese su carácter.