LA ESTACIÓN DE LAS LLUVIAS

Eran las cinco de la tarde cuando John y Elise Graham lograron, por fin, llegar al pequeño pueblo que se hallaba en el corazón de Willow, Maine, como un grano de arena adherido en el centro de una dudosa perla. El pueblo estaba a menos de diez kilómetros de Hempstead Place, pero se equivocaron dos veces de dirección en el camino. Cuando por fin llegaron a la calle principal, ambos tenían calor y estaban hartos. El aire acondicionado del Ford se había estropeado en el viaje desde Saint Louis, y daba la impresión de que la temperatura era de cuarenta grados en el exterior. Por supuesto, no era cierto, se dijo John Graham. Como decían los ancianos, no era el calor, sino la humedad. John tenía la impresión de que casi sería posible alargar el brazo y recoger cálidas gotas de agua del aire. El cielo aparecía claro y azul, pero aquella humedad hacía presentir que podría llover en cualquier momento. Qué narices… Parecía como si ya hubiera empezado a llover.

—Ahí está la tienda de la que nos habló Milly Cousins —señaló Elise.

—No parece exactamente el supermercado del futuro —gruñó John.

—No —convino Elise con cautela.

Ambos se comportaban con gran cautela. Llevaban casados casi dos años y todavía se querían mucho, pero el viaje desde Saint Louis había sido muy largo, sobre todo teniendo en cuenta que habían viajado con la radio y el aire acondicionado estropeados. John esperaba con todas sus fuerzas que pasaran un verano agradable en Willow (desde luego, eso esperaba, ya que la Universidad de Missouri no les perdería ojo), pero creía que tal vez les llevaría una semana acostumbrarse e instalarse. Y con un tiempo tan caluroso como el de aquel día, una minucia podía convertirse en una discusión en un santiamén. Ninguno de los dos quería que el verano empezara de aquella forma.

John recorrió lentamente la calle principal en dirección a la Ferretería y Suministros Generales de Willow. De una de las esquinas del porche pendía un cartel oxidado que mostraba un águila azul, y John comprendió que se trataba también de la estafeta de correos. La tienda parecía adormilada a la luz de la tarde, y el único coche que se veía era un Volvo hecho polvo que estaba estacionado junto al cartel que anunciaba BOCADILLOS ITALIANOS - PIZZA - COMESTIBLES - LICENCIAS DE PESCA, pero en comparación con el resto del pueblo, parecía pletórico de vida. En el escaparate brillaba un cartel luminoso de cerveza, aunque faltaban casi tres horas para que cayera la noche. «Bastante radical —pensó John—. Espero que el propietario pidiera permiso al ayuntamiento antes de colgar el cartel.»

—Creía que Maine se llenaba de turistas en verano —murmuró Elise.

—A juzgar por lo que hemos visto hasta ahora, creo que Willow debe de estar un poco alejado de la ruta turística —repuso John.

Salieron del coche y subieron los escalones del porche. Un anciano con sombrero de paja estaba sentado en una mecedora con asiento de rejilla y los observaba con sus pequeños ojos azules y perspicaces. Se estaba liando un cigarrillo y dejaba caer virutas de tabaco sobre el perro que yacía a sus pies. Se trataba de un perrazo amarillo de marca y modelo indefinibles. Tenía las patas justo debajo de una de las guías curvadas de la mecedora. El viejo no hacía caso del perro, ni siquiera parecía darse cuenta de que estaba allí, pero la guía se detenía a un centímetro de las vulnerables patas del perro cada vez que el hombre se mecía hacia delante. A Elise el gesto le pareció inmensamente fascinante.

—Muy buenos días tengan, señores —saludó el anciano.

—Hola —repuso Elise al tiempo que le dedicaba una sonrisa vacilante.

—¿Qué tal? —añadió John—. Me llamo…

—El señor Graham —terminó el viejo con serenidad—. El señor y la señora Graham. Los que han alquilado Hempstead Place para el verano. Me han dicho que está escribiendo un libro o algo así.

—Sí, sobre la inmigración de los franceses en el siglo XVII —asintió John—. Las noticias vuelan, ¿eh?

—Sí, señor —convino el anciano—. Es un pueblo pequeño, ya se sabe…

El anciano se metió el cigarrillo en la boca, pero el cilindro se deshizo de inmediato y cubrió de tabaco las piernas del hombre y el pelaje del perro inmóvil. El animal ni se inmutó.

—Córcholis —masculló el anciano mientras se arrancaba el papel desenrollado del labio inferior—. Bueno, de todas maneras la parienta no quiere que fume. Dice que ha leído que le va a dar cáncer a ella además de a mí.

—Hemos venido al pueblo para comprar unas provisiones —explicó Elise—. Es una casa antigua preciosa, pero la despensa está vacía.

—Ajá —repuso el viejo—. Bueno, encantado de conocerlos. Me llamo Henry Eden.

Extendió una mano en su dirección. John se la estrechó y Elise lo siguió. Ambos le estrecharon la mano con cuidado, y el viejo asintió como para indicar que se lo agradecía.

—Los esperaba hace media hora. Supongo que se han equivocado de dirección un par de veces. Muchas carreteras para un pueblo tan pequeño —comentó con una carcajada hueca y ronca que pronto degeneró en una espesa tos de fumador—. ¡Sí, señor, hay un montón de carreteras en Willow! —añadió sin dejar de reír.

John tenía el ceño fruncido.

—¿Y cómo es que nos esperaba? —quiso saber.

—Lucy Doucette ha llamado y me ha dicho que pasarían por aquí —explicó Eden.

Sacó la lata de tabaco Top, la abrió, introdujo la mano y extrajo un paquete de papel de fumar.

—Ustedes no conocen a Lucy, pero ella dice que usted conoce a su sobrina nieta, señora.

—¿Es la tía abuela de Milly Cousins? —preguntó Elise.

—Exacto —asintió Eden.

Empezó a desmenuzar tabaco. Una parte aterrizó sobre el papel, pero la mayor parte fue a parar sobre el perro. Cuando John Graham empezaba a preguntarse si el perro estaría muerto, el animal levantó la cola y se tiró un pedo. Bueno, eso contestaba a su pregunta, se dijo John.

—En Willow, casi todo el mundo está emparentado con todo el mundo. Lucy vive al pie de la colina. Quería llamarlos yo mismo, pero como Lucy me dijo que venían de todas formas…

—¿Cómo sabía que vendríamos aquí precisamente? —inquirió John.

Henry Eden se encogió de hombros como diciendo: «¿Y adónde iban a ir si no?».

—¿Quería hablar con nosotros? —preguntó Elise.

—Bueno, tengo que hacerlo —repuso Eden.

Selló el cigarrillo y se lo metió en la boca. John esperaba que se rompiera como el anterior. Se sentía algo desorientado por todo aquello, como si hubiera ido a parar sin saberlo a una versión bucólica de la CIA.

El cigarrillo aguantó. En uno de los brazos de la mecedora había un pedazo de papel de lija clavado con una chincheta. Eden encendió allí la cerilla y la aplicó al cigarrillo, la mitad del cual se consumió de golpe.

—Creo que sería mejor que usted y la señora pasaran la noche fuera del pueblo —dijo por fin.

John parpadeó varias veces.

—¿Fuera del pueblo? ¿Por qué? Si acabamos de llegar.

—Pues sería buena idea, señor —dijo una voz detrás de Elise.

Los Graham se volvieron y vieron a una mujer alta de hombros caídos parada en el umbral de la oxidada puerta mosquitera de la tienda. Los miraba por encima de un viejo cartel de hojalata que anunciaba los cigarrillos Chesterfield. VEINTIÚN GRANDES CIGARRILLOS SUMAN VEINTIÚN GRANDES PLACERES. Abrió la puerta y salió al porche. Tenía un rostro cetrino y cansado, pero de ningún modo estúpido. Llevaba una hogaza de pan en una mano y un paquete de seis cervezas Dawson’s Ale en la otra.

—Me llamo Laura Stanton —saludó—. Encantada de conocerlos. No queremos parecer poco hospitalarios, pero es que esta noche tenemos la estación de las lluvias.

John y Elise intercambiaron una mirada de confusión. Elise contempló el cielo. A excepción de algunas nubecillas de buen tiempo, aparecía despejado y azul.

—Ya sé que no lo parece —intervino Laura Stanton—, pero no significa nada, ¿verdad, Henry?

—No, señora —corroboró Eden.

Dio una chupada gigantesca a su desgastado cigarrillo y a continuación lo arrojó por la barandilla del porche.

—Pero se siente la humedad en el ambiente —siguió Laura Stanton—. Y esa es la clave, ¿verdad, Henry?

—Bueno —repuso Eden—, sí. Pero también es que pasa cada siete años. Exactamente.

—Exactamente —asintió Laura Stanton.

Ambos observaron expectantes a los Graham.

—Perdonen —dijo Elise por fin—. No entiendo nada. ¿Es una especie de chiste local o qué?

Esta vez fueron Henry Eden y Laura Stanton quienes intercambiaron una mirada, y a continuación exhalaron sendos suspiros al mismo tiempo, como si lo tuvieran ensayado.

—No soporto hacer esto —comentó Laura Stanton, aunque no quedó claro si se dirigía al anciano, a ella misma o a los Graham.

—Pero hay que hacerlo —replicó Eden.

La mujer asintió con un gesto y exhaló otro suspiro. Era el suspiro de una mujer que ha dejado una pesada carga en el suelo y sabe que tiene que volver a cogerla.

—Esto no pasa muy a menudo —explicó—, porque en Willow, la estación de las lluvias solo aparece una vez cada siete años…

—El diecisiete de junio —intervino Eden—. Estación de las lluvias cada siete años el diecisiete de junio. Siempre igual, incluso en los años bisiestos. Solo dura una noche, pero siempre la hemos llamado estación de las lluvias. Que me aspen si sé por qué. ¿Tú lo sabes, Laura?

—No —repuso la mujer—; y me gustaría que dejaras de interrumpirme, Henry. Creo que te estás volviendo senil.

—Bueno, perdón por respirar, es que estoy tan senil que me acabo de caer del coche fúnebre —replicó el anciano, a todas luces picado.

Elise lanzó a John una mirada algo asustada. «¿Nos están tomando el pelo? —preguntaba aquella mirada—. ¿O es que están locos?»

John no lo sabía, pero deseaba haber ido a Augusta a comprar provisiones. Más tarde podrían haber cenado algo rápido en uno de los chiringuitos de almejas de la carretera 17.

—Escuchen —dijo Laura Stanton en tono amable—. Les hemos reservado una habitación en el motel Wonderview de la carretera de Woolwich, si la quieren. El motel estaba lleno, pero el director es primo mío y conseguí que dejara una habitación libre para mí. Pueden volver mañana y pasar el resto del verano con nosotros. Nos encantará su compañía.

—Si es una broma, yo al menos no la entiendo —replicó John.

—No, no es una broma —aseguró la mujer.

Se volvió hacia Eden, quien le dirigió un brusco gesto de asentimiento, como si dijera: «Sigue, no pares ahora». La mujer miró de nuevo a John y Elise, pareció hacer acopio de fuerzas y por fin siguió hablando.

—Miren, es que aquí, en Willow, llueven sapos cada siete años. Bueno, ahora ya lo saben.

—¡Sí, señor, sapos! —corroboró Henry Eden en tono alegre.

John miró en derredor en busca de ayuda por si llegaban a necesitarla. Pero la calle principal aparecía completamente desierta. No solo desierta, sino cerrada a cal y canto. Ni un coche en la calle. Ni un peatón en ninguna de las dos aceras.

«Podríamos tener problemas aquí —se dijo—. Si esta gente está tan chiflada como parece, podríamos llegar a tener muchos problemas.» De repente, le cruzó por la mente el recuerdo de un relato corto de Shirley Jackson, titulado «La lotería», por primera vez desde que iba a la escuela.

—No crean que estoy aquí diciendo estas barbaridades por placer —prosiguió Laura Stanton—. La verdad es que solo hago mi trabajo, igual que Henry. No es que caigan unos cuantos sapos, sino que hay un verdadero chaparrón de sapos.

—Vamos —dijo John a Elise al tiempo que la tomaba por el codo y dirigía a los otros dos una sonrisa forzada—. Encantado de conocerlos, amigos.

Condujo a Elise escalera abajo, mirando dos veces por encima del hombro al viejo y a la mujer. No le parecía muy buena idea volverles la espalda por completo.

La mujer avanzó un paso hacia ellos, y John estuvo a punto de tropezar y caer en el último escalón.

—Ya sé que es un poco difícil de creer —admitió—. Seguramente creen que estoy como un cencerro.

—Qué va —repuso John.

Tenía la impresión de que la sonrisa amplia y falsa le llegaba ya a las orejas. Dios mío, ¿por qué habría salido de Saint Louis? Había conducido dos mil quinientos kilómetros con la radio y el aire acondicionado estropeados para ir a toparse con el granjero Jekyll y la señora Hyde.

—Pero no importa —insistió Laura Stanton, y la extraña serenidad de su rostro hizo que John se detuviera junto al cartel de los BOCADILLOS ITALIANOS, a unos dos metros del coche—. Ni siquiera las personas que han oído hablar de lluvias de ranas, sapos y pájaros se hacen una idea de lo que ocurre en Willow cada siete años. Pero les daré un consejo; si deciden quedarse, les conviene no salir de la casa. Lo más probable es que no les pase nada si se quedan en la casa.

—Lo mejor es que cierren los postigos —añadió Eden.

El perro volvió a levantar la cola y se echó otro largo y articulado pedo de perro como para subrayar las palabras del anciano.

—Bueno…, bueno, pues eso haremos —aseguró Elise con voz débil.

John abrió la puerta del copiloto y casi la empujó al interior del coche.

—Desde luego —masculló sin dejar de esbozar aquella enorme sonrisa.

—Y vuelvan a vernos mañana —exclamó Eden mientras John se apresuraba a rodear el Ford para abrir su propia puerta—. Mañana se sentirán mucho más seguros con nosotros, creo yo. —Hizo una pausa antes de continuar—: Si es que siguen aquí, claro.

John saludó con la mano, subió al coche y lo puso en marcha.

Durante unos instantes reinó el silencio en el porche, mientras el viejo y la mujer de tez pálida y enfermiza seguían con la mirada el Ford que se alejaba por la calle principal. El coche se alejaba a una velocidad mucho más alta que al llegar.

—Bueno, ya está hecho —comentó el anciano con satisfacción.

—Sí —asintió la mujer—, y me siento fatal. Siempre me siento fatal cuando veo cómo nos miran. Cómo me miran a mí.

—Bueno —repuso el viejo—, solo pasa una vez cada siete años. Y hay que hacerlo exactamente así, porque…

—Porque forma parte del ritual —terminó ella en tono sombrío.

—Sí, señor, el ritual.

El perro volvió a levantar la cola y a echarse un pedo como si quisiera expresar su conformidad.

La mujer le dio un puntapié y se volvió hacia el viejo con los brazos en jarras.

—¡Es el chucho más apestoso en cien kilómetros a la redonda, Henry Eden!

El perro se incorporó con un gruñido y bajó los escalones del porche con paso vacilante, deteniéndose tan solo para lanzar una mirada de reproche a Laura Stanton.

—No puede evitarlo —lo defendió Eden.

Laura exhaló un suspiro al tiempo que seguía el Ford con la mirada.

—Es una pena —dijo—. Parecía una pareja encantadora.

—Eso tampoco podemos evitarlo —repuso Henry Eden antes de empezar a liarse otro pitillo.

Así pues, los Graham acabaron por cenar en un chiringuito de almejas. Encontraron uno en el pueblo vecino, Woolwich («hogar del panorámico motel Wonderview», señaló John en un intento vano de arrancarle una sonrisa), y se sentaron a una mesa de picnic situada al pie de un viejo y frondoso abeto. El chiringuito de almejas contrastaba de forma radical con los edificios de la calle principal de Willow. El aparcamiento estaba casi lleno de coches cuyas matrículas, al igual que la suya, eran principalmente de otros estados, niños con los rostros manchados de helado se perseguían a gritos mientras sus padres paseaban por ahí, mataban moscas y esperaban a que anunciaran sus números por los altavoces. El chiringuito tenía una carta bien surtida. De hecho, se dijo John, uno podía pedir casi cualquier cosa que le apeteciese, siempre y cuando no fuera demasiado grande como para no caber en una freidora.

—No sé si podré pasar ni dos días en ese pueblo, y mucho menos dos meses —comentó Elise—. Estoy un poco hecha polvo, Johnny.

—Era una broma, nada más. El tipo de broma que los del pueblo gastan a los turistas. Seguramente ahora mismo se están partiendo de risa.

—Pues parecía que hablaban en serio —objetó ella—. ¿Cómo voy a volver ahí y mirar a la cara a ese viejo después de lo que ha pasado?

—Yo de ti no me preocuparía… A juzgar por los cigarrillos que liaba, ha alcanzado la fase en que no reconoce a nadie. Ni siquiera a sus amigos más antiguos.

Elise intentó contener la risa, pero finalmente desistió.

—¡Eres malvado! —exclamó entre carcajadas.

—Sincero, quizá, pero no malvado. No quiero decir que tenga la enfermedad de Alzheimer, pero sí tenía el aspecto de necesitar un mapa de carreteras para ir al lavabo.

—¿Dónde crees que estaría la gente? El pueblo parecía desierto.

—Pues comiendo alubias en la fonda o jugando a las cartas en la taberna del pueblo, probablemente —repuso John mientras se desperezaba y echaba un vistazo a la cestita de almejas de Elise—. No has comido mucho, cariño.

—Tu cariño no tiene mucho apetito.

—Te digo que no era más que una broma —insistió John tomándola de las manos—. Alegra esa cara.

—¿Estás completamente seguro de que solo era una broma?

—Segurísimo. ¿Que cada siete años llueven sapos en Willow, Maine? Vamos, hombre, suena a monólogo de Steven Wright.

Elise esbozó una sonrisa tristona.

—No llueve —recordó—, sino que hay un verdadero chaparrón.

—Deben de ser de la opinión de que si cuentas una mentira, cuenta una gorda. Cuando era niño y me iba de colonias, normalmente la cosa iba de cuentos chinos. No es tan distinto. Y si te paras a pensarlo, no es tan sorprendente.

—¿Qué no es tan sorprendente?

—Que la gente que obtiene la mayor parte de sus ingresos del turismo veraniego desarrolle mentalidad de campamento.

—Pues la mujer no se comportaba como si fuera una broma. La verdad, Johnny…, me ha asustado un poco.

El rostro normalmente agradable de John Graham adquirió una expresión severa y dura. Aquella expresión no casaba con su rostro, pero tampoco parecía fingida ni insincera.

—Ya lo sé —repuso mientras recogía los envoltorios, las servilletas y las cestitas de plástico—. Y te aseguro que tendrá que pedirnos disculpas. No me molestan las tonterías inocentes, pero cuando alguien asusta a mi mujer, diablos, a mí también me han asustado un poco, la cosa ya pasa de castaño oscuro. ¿Estás preparada para volver?

—¿Encontrarás el camino?

John sonrió y su rostro adquirió de nuevo su expresión habitual.

—He dejado un rastro de migas de pan.

—¡Qué listo eres, cariño! —alabó ella al levantarse.

John se alegró de comprobar que su mujer volvía a sonreír. Elise respiró profundamente, lo cual hizo milagros con la pechera de la camisa de cambray azul que llevaba, y a continuación espiró todo el aire.

—Parece que ya no hay tanta humedad.

—Es verdad —asintió John mientras depositaba los restos de la cena en la papelera con un gancho de izquierda y le guiñaba un ojo—. Bueno, parece que se ha acabado la estación de las lluvias.

Sin embargo, cuando tomaron la carretera de Hempstead, la humedad había vuelto, y con creces. John tenía la sensación de que la camiseta que llevaba se había convertido en una masa pegajosa de telarañas que se le adhería al pecho y la espalda. El cielo, que había adquirido el delicado matiz rosado del anochecer, seguía despejado, pero aun así, tenía la impresión de que podía coger una pajita y beber directamente del aire.

En la carretera solo había una casa aparte de la suya, y estaba situada al pie de la colina coronada por Hempstead Place. Al pasar junto a ella, John distinguió la silueta de una mujer inmóvil que los miraba por una de las ventanas.

—Bueno, ahí está la tía abuela de tu amiga Milly —comentó John—. Qué encantador por su parte llamar a los chalados de la tienda del pueblo y decirles que íbamos para allá. Me pregunto si habrían sacado los petardos, los matasuegras y las bocas saltarinas si nos hubiéramos quedado más rato.

—El perro tenía un matasuegras incorporado.

John lanzó una carcajada y asintió repetidamente con la cabeza.

Al cabo de cinco minutos entraron en el sendero de coches de la casa. Estaba cubierto de maleza y arbustos enanos, y John tenía intención de ocuparse del asunto antes de que transcurriera mucho tiempo. Hempstead Place era una tortuosa granja ampliada a lo largo de múltiples generaciones según las necesidades… o tal vez tan solo los caprichos. En la parte posterior había un granero conectado en zigzag a la casa por tres incoherentes cobertizos. En el resplandor de principios de verano, dos de los tres cobertizos aparecían casi enterrados en fragantes matojos de madreselva.

La casa gozaba de una espléndida vista del pueblo, sobre todo en una noche tan clara como aquella. John se preguntó cómo era posible que la noche fuera tan clara con aquella humedad. Elise se unió a él frente al coche, y permanecieron allí durante unos minutos, entrelazados, contemplando las colinas que ondulaban suavemente en dirección a Augusta, perdidos entre la sombra de la noche.

—Es precioso —murmuró Elise.

—Y escucha —indicó John.

A unos cincuenta metros del granero había una pequeña marisma de juncos y hierba alta, y desde allí les llegaba el canto y el chasquido de los elásticos que Dios, por alguna razón, había colocado en la garganta de las ranas.

—En fin —comentó Elise—. Aquí tenemos a las ranas.

—Pero no hay sapos —añadió John mientras volvía los ojos hacia el cielo despejado, en el que Venus había encendido su ojo ardiente y frío a un tiempo—. ¡Ahí están, Elise! ¡Ahí arriba! ¡Nubes enteras de sapos!

Su mujer soltó una risita ahogada.

—«Esta noche, en el pequeño pueblo de Willow —canturreó John—, un frente frío de sapos chocó contra un frente cálido de tritones, como consecuencia de lo cual…»

Elise le dio un codazo.

—Oye, tú —le reprendió—. Venga, entremos.

Entraron en la casa. Y no pasaron por la casilla de salida. Y no cobraron los doscientos dólares.

Se fueron directamente a la cama.

Al cabo de una hora, Elise se despertó sobresaltada de un agradable sueño al oír un golpe en el tejado. Se incorporó sobre los codos.

—¿Qué ha sido eso, Johnny?

—Hummm —repuso Johnny, y se dio la vuelta.

«Sapos», pensó y soltó una risita…, aunque una risita nerviosa. Se levantó y se acercó a la ventana, y antes de mirar hacia abajo para ver si había caído algo al suelo, volvió la mirada hacia el cielo.

Seguía completamente despejado y salpicado ahora de millones de estrellas. Elise las contempló durante unos instantes, hipnotizada por su sencilla belleza.

Bum.

Elise se apartó de la ventana con brusquedad y miró el techo. Fuera lo que fuese, había golpeado el tejado justo encima de su cabeza.

—¡John! ¡Johnny! ¡Despierta!

—¿Eh? ¿Qué?

John se incorporó en la cama. Tenía los rizos revueltos.

—Ya ha empezado —repuso ella con una aguda risita—. La lluvia de ranas.

—Sapos —corrigió John—. Elise, ¿de qué estás habla…?

Bum, bum.

John miró en derredor y puso los pies en el suelo.

—Esto es ridículo —murmuró enojado.

—¿Qué quieres…?

Bum CRAC. Ruido de cristales rotos en la planta baja.

—Maldita sea —masculló John mientras se levantaba y se ponía los tejanos a toda prisa—. Ya basta… Ya basta…, joder.

Varios golpes sonaron en los costados y el tejado de la casa. Asustada, Elise se apretó contra John.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que esa chiflada y probablemente el viejo y algunos amigos suyos están ahí afuera tirando cosas a la casa —explicó su marido—. Y voy a acabar con esto ahora mismo. Tal vez en este pueblo tengan la tradición de tomar el pelo a los recién llegados, pero…

¡BUM! ¡BANG! Desde la cocina.

—¡Maldita SEA! —gritó John mientras salía corriendo al pasillo.

—¡No me dejes sola! —gritó Elise, y lo siguió.

John encendió la luz del pasillo antes de correr escaleras abajo. Los golpes se sucedían con cada vez mayor frecuencia, y Elise tuvo tiempo de preguntarse: «¿Cuánta gente del pueblo ha venido? ¿Cuánta gente se necesita para hacer esto? ¿Y qué están tirando? ¿Piedras envueltas en fundas de almohada?».

John llegó al pie de la escalera y se dirigió al salón, donde había un ventanal que ofrecía la misma vista que habían admirado antes de entrar en la casa. La ventana estaba rota. Había fragmentos de vidrio esparcidos por toda la alfombra. Dio unos pasos hacia la ventana con la intención de amenazar a la gente que estuviera afuera con ir a buscar su rifle. Entonces echó otro vistazo a los cristales rotos, recordó que iba descalzo y se detuvo. Durante un instante no supo qué hacer, pero entonces distinguió entre los vidrios una silueta negra, la piedra que uno de aquellos hijos de puta retrasados había utilizado para romper la ventana, supuso, y perdió la paciencia. Es posible que incluso se hubiera abalanzado sobre la ventana a pesar de ir descalzo, pero en aquel preciso momento, la piedra se movió.

«No es una piedra —pensó John—. Es un…»

—John —llamó Elise.

Los golpes se sucedían ahora en todos los rincones de la casa. Era como si los bombardearan con piedras de granizo podridas y de gran tamaño.

—John, ¿qué es?

—Un sapo —repuso John con expresión estúpida.

Seguía con la mirada clavada en la silueta que se retorcía entre los vidrios rotos, y en realidad habló más para sus adentros que para que lo oyera su mujer.

Alzó la cabeza y miró por la ventana. Lo que vio lo dejó mudo de horror e incredulidad. Ya no veía las colinas en el horizonte; maldita sea, ni siquiera veía el granero, y este se hallaba a menos de quince metros de distancia.

El aire estaba lleno de siluetas que caían sin cesar.

Tres más cayeron al interior de la casa por la ventana rota. Una de ellas aterrizó en el suelo, no muy lejos de su compañera. Se estrelló contra un afilado fragmento de cristal y una especie de fluido negruzco y espeso empezó a brotar de su cuerpo.

Elise lanzó un grito.

Las otras dos quedaron enredadas en las cortinas, que empezaron a retorcerse y a revolotear como movidas por una fuerte brisa. Una de ellas consiguió desenredarse, cayó al suelo y a continuación dio un salto en dirección a John, quien palpó a tientas la pared con una mano que no parecía formar parte de su cuerpo, encontró el interruptor de la luz y lo pulsó.

La cosa que daba saltos por entre los vidrios rotos en dirección a él era un sapo, pero al mismo tiempo no era un sapo. Su cuerpo entre verdoso y negruzco era demasiado grande y estaba demasiado lleno de protuberancias. Sus ojos negros y dorados sobresalían como huevos surrealistas. Y en la boca, entre las mandíbulas abiertas, se veían dos hileras de dientes grandes y afilados como cuchillos.

La criatura emitió un croar ronco y se abalanzó sobre John como movido por un resorte. Tras él, otros sapos iban cayendo al salón a través de la ventana. Los que se estrellaban contra el suelo morían o quedaban lisiados, pero muchos otros… demasiados, de hecho, utilizaban las cortinas como red de seguridad y de ahí pasaban al suelo sin novedad.

—¡Sal de aquí! —gritó John a su mujer al tiempo que daba un puntapié al sapo que, aunque pareciera una locura, lo estaba atacando.

El sapo no retrocedió, sino que hundió aquellas hileras de cuchillos en los dedos de sus pies. El dolor fue inmediato, agudo e inmenso. Sin detenerse a pensar, John dio media vuelta y dio una patada a la pared con todas sus fuerzas. Sintió que se le rompían los dedos de los pies, pero el sapo también se rompió, y su sangre negra salpicó el revestimiento de madera en un semicírculo que recordaba un abanico. Sus dedos se habían convertido en una señal de tráfico demente que apuntara en todas direcciones.

Elise estaba paralizada junto a la puerta del pasillo. De toda la casa le llegaba el ruido de cristales rotos. Se había puesto una camiseta de John después de hacer el amor, y ahora se aferraba al cuello de la prenda con ambas manos. El aire estaba repleto del feo croar de los sapos.

—¡Vete, Elise! —chilló John al tiempo que se volvía y sacudía el pie ensangrentado.

El sapo que lo había mordido estaba muerto, pero sus grandes e increíbles dientes seguían clavados en su carne como un amasijo de anzuelos de pesca. Esta vez dio un puntapié al aire, como un futbolista chutando un balón, y por fin el sapo salió despedido.

La desvaída moqueta del salón estaba llena de cuerpos hinchados y saltarines. Y todos ellos se dirigían hacia ellos.

John corrió hacia el vestíbulo. Pisó uno de los sapos y lo abrió en canal. Resbaló en la fría gelatina que brotó del cuerpo de la criatura y estuvo a punto de caer. Elise soltó por fin el cuello de la camiseta y se aferró a él. Se precipitaron juntos al vestíbulo, y John cerró la puerta de golpe, partiendo en dos a uno de los sapos que estaba a punto de pasar. La parte superior del bicho se retorció en el suelo mientras abría la boca negra y dentada y los miraba con sus saltones ojos moteados de negro y oro.

Elise se llevó las manos al rostro y empezó a chillar como una histérica. John alargó la mano hacia ella, pero Elise sacudió la cabeza y se apartó de él con el cabello cayéndole sobre el rostro.

El sonido de los sapos al golpear el tejado era terrible, pero el croar y los chirridos eran peores, porque procedían del interior de la casa… de toda la casa. Recordó el momento en que el viejo sentado en su mecedora, en el porche de la tienda del pueblo, les gritaba: «Lo mejor es que cierren los postigos».

«¡Dios mío! ¿Por qué no le habré creído?»

Y desde el fondo de su corazón surgió otro pensamiento: «¿Cómo iba a creerle? ¡En toda mi vida no he visto nada que me preparara para creerle!».

Y bajo el sonido de los sapos al chocar contra el suelo del jardín y el de los que chocaban contra el tejado y morían aplastados, oyó otro ruido mucho más amenazador: el de los sapos intentando atravesar la puerta a mordiscos. De hecho, vio que la puerta quedaba cada vez más encajada en el marco a medida que más y más sapos se apoyaban contra ella.

John se volvió y comprobó que docenas de sapos bajaban la escalera a saltos.

—Elise —empezó al tiempo que la cogía del brazo.

Su mujer siguió chillando mientras intentaba zafarse de su brazo hasta arrancar una de las mangas de la camiseta. Durante un instante, John se quedó mirando el jirón con expresión de completa estupidez y a continuación lo dejó caer al suelo.

—¡Elise, maldita sea!

Los primeros sapos habían llegado al vestíbulo y saltaban ávidos hacia ellos. Se oyó un frágil tintineo al romperse el montante en abanico que había encima de la puerta. Uno de los sapos lo atravesó, se estrelló contra la moqueta y quedó tendido boca arriba con el vientre jaspeado de rosa expuesto y las patas palmeadas agitándose en el aire.

John agarró de nuevo a su mujer y la zarandeó.

—¡Tenemos que bajar al sótano! ¡En el sótano estaremos a salvo!

—¡No! —gritó Elise.

Sus ojos parecían dos ceros gigantes, y John comprendió que no rechazaba la idea de bajar al sótano, sino que lo rechazaba todo.

No había tiempo para medidas suaves ni palabras de consuelo. John la agarró por la pechera de la camiseta y tiró de ella por todo el vestíbulo como un policía que arrastrara a un preso recalcitrante hacia el furgón celular. Uno de los primeros sapos que había bajado por la escalera dio un salto monstruoso y mordió el aire justo en el lugar que acababa de abandonar el talón descalzo de Elise.

A medio camino del sótano, Elise empezó a captar la idea y a seguirle por su propia voluntad. Alcanzaron la puerta del sótano. John hizo girar el pomo y tiró, pero la puerta no se movió ni un ápice.

—¡Maldita sea! —masculló mientras volvía a tirar.

No sirvió de nada.

—¡John, date prisa!

Elise miró por encima del hombro y vio que gran cantidad de sapos se dirigían hacia ellos por el vestíbulo. Daban enormes saltos sobre los lomos de sus compañeros, tropezaban unos con otros, chocaban contra el papel pintado con motivos florales, aterrizaban boca arriba y eran arrollados por los demás. Eran todo dientes, ojos negros y dorados, y cuerpos hinchados y correosos.

—¡JOHN, POR FAVOR! POR

En aquel instante, uno de ellos se abalanzó sobre ella y aterrizó contra su muslo izquierdo, justo por encima de la rodilla. Elise lanzó un grito y lo agarró, hundiendo los dedos en la piel y la carne líquida de la criatura. Por fin consiguió arrancársela y durante un momento, al levantar los brazos, tuvo el espantoso bicho delante de los ojos, entrechocando los dientes como una pieza del engranaje de una pequeña fábrica asesina. Elise lo arrojó con todas sus fuerzas. La criatura describió una voltereta en el aire y se estrelló contra la pared justo enfrente de la puerta de la cocina. No cayó al suelo, sino que quedó pegado en la cola de sus propias entrañas.

—¡DIOS MÍO! ¡DIOS MÍO, JOHN!

De repente, John Graham vio que lo estaba haciendo mal. En lugar de tirar de la puerta, la empujó. Se abrió de golpe, y John estuvo a punto de precipitarse escalera abajo; por un instante se sintió como un imbécil. Alargó la mano, logró aferrarse a la barandilla, y en aquel instante Elise estuvo a punto de hacerlo caer al pasar corriendo junto a él y lanzarse escalera abajo, gritando como una sirena de bomberos en la noche.

«Se va a caer, no podrá evitarlo, se va a caer y se romperá el cuello…»

Pero de algún modo, Elise no se rompió el cuello. Llegó al pie de la escalera y cayó al suelo hecha un ovillo, sollozando y con las manos aferradas al muslo.

Varios sapos estaban cruzando la puerta abierta del sótano.

John recobró el equilibrio, se volvió y cerró de un portazo. Algunos de los sapos que habían quedado dentro del sótano saltaron del rellano, chocaron contra la escalera y cayeron por entre los peldaños. Uno de ellos dio un salto casi vertical, y John se vio acometido por el acuciante deseo de reír cuando le cruzó por la mente la imagen de la rana Gustavo en patinete en lugar de con gabardina y micrófono. Sin dejar de reír, cerró el puño derecho y golpeó al sapo en el pecho hinchado y viscoso en el momento en que alcanzaba el punto más elevado de su salto y quedaba suspendido en perfecto equilibrio entre la gravedad y el esfuerzo realizado. El bicho salió despedido hacia las sombras, y John oyó un golpe sordo cuando chocó contra la estufa.

Palpó la pared en la oscuridad hasta encontrar el cilindro del anticuado interruptor. Encendió la luz, y en aquel momento, Elise empezó a gritar de nuevo. Se le había enredado un sapo en el cabello. La criatura se retorció, se volvió y empezó a morderle el cuello al tiempo que se enrollaba hasta parecer un gran rulo deforme.

Elise se incorporó de un salto y empezó a correr en círculos, esquivando de milagro las cajas apiladas y almacenadas en el sótano. Chocó contra una de las columnas de soporte, rebotó, y a continuación se volvió para golpearse la parte posterior de la cabeza dos veces contra la columna. Se oyó un ruido parecido al de un torrente espeso; el fluido negro de la bestia empezó a salpicar por todas partes, y el sapo se desenredó por fin del cabello de Elise y resbaló por la espalda de la camiseta, dejando un rastro gelatinoso.

Elise seguía gritando, y la demencia de aquel sonido dejó a John petrificado. Bajó la escalera dando tumbos y la tomó en sus brazos. En el primer momento, Elise intentó zafarse del abrazo, pero por fin sucumbió, y sus gritos se redujeron de forma gradual a sollozos.

De repente, por encima del suave trueno de los sapos al chocar contra la casa y el jardín, les llegó el croar de los sapos que habían caído al suelo del sótano. Elise se apartó de él y miró en derredor con los ojos abiertos de par en par, enloquecidos.

—¿Dónde están? —jadeó con voz ronca, casi afónica de tanto gritar—. ¿Dónde están, John?

Pero no tuvieron que molestarse en mirar; los sapos ya los habían visto y se acercaban a ellos con avidez.

Los Graham retrocedieron unos pasos, y en aquel momento, John vio una oxidada pala apoyada contra la pared. La cogió y fue matando con ella a los sapos a medida que llegaban. Uno de ellos pasó saltando junto a él. Saltó del suelo a una caja, desde la caja se abalanzó sobre Elise y aterrizó en la pechera de su camiseta, entre los pechos, donde quedó enredado y dando patadas.

—¡No te muevas! —gritó John.

Dejó caer la pala, avanzó dos pasos, cogió el sapo y lo arrancó de la camiseta. El bicho se llevó consigo un buen pedazo de tela, que le quedó enganchado entre los dientes mientras latía y se retorcía entre las manos de John. Tenía la piel verrugosa, seca pero espantosamente caliente y, de algún modo, bulliciosa. John cerró los puños y aplastó al sapo. Sangre y babas se le escurrieron entre los dedos.

Solo una media docena de monstruos habían logrado cruzar la puerta del sótano, y no tardaron en estar todos muertos. John y Elise se abrazaron con fuerza mientras escuchaban la constante lluvia de sapos procedente del exterior.

John volvió la mirada hacia las ventanas inferiores del sótano. Estaban oscuras, y de repente imaginó el aspecto que tendría la casa desde fuera, un edificio enterrado bajo un chaparrón de sapos que se retorcían, brincaban y saltaban.

—Tenemos que bloquear las ventanas —urgió con voz ronca—. Van a romperlas con su peso, y si pasa eso van a caer aquí dentro como un chaparrón.

—¿Y con qué las bloqueamos? —preguntó Elise con su voz ya quebrada por los gritos—. ¿Qué podemos utilizar?

John miró en derredor y vio varios tablones de contrachapado viejo y oscuro apoyados contra una pared. No era gran cosa, pero de algo serviría.

—Con esto —señaló—. Ayúdame a partir los tablones en trozos más pequeños.

Trabajaron con rapidez y un gran despliegue de energía. El sótano solo tenía cuatro ventanas, y el hecho de que fueran estrechas había permitido que los vidrios aguantaran más que las ventanas de los pisos superiores. Cuando terminaban con la última ventana, oyeron que el vidrio que se ocultaba tras el tablón de madera se hacía añicos… pero la madera aguantó.

Se dirigieron dando tumbos al centro del sótano; John cojeaba a causa del pie roto.

Desde lo alto de la escalera les llegaba el sonido de los sapos intentando echar la puerta abajo a mordiscos.

—¿Qué hacemos si consiguen atravesarla? —susurró Elise.

—No lo sé.

… Y entonces fue cuando la puerta de la carbonera, en desuso durante años pero todavía intacta, se abrió de pronto bajo el peso de todos los sapos que habían caído o saltado a ella, y centenares de bichos aterrizaron en el suelo del sótano a alta presión.

Esta vez, Elise no gritó. Se había destrozado las cuerdas vocales demasiado como para gritar.

Los Graham no duraron mucho después de que se abriera la puerta de la carbonera, pero John gritó como Dios manda por los dos hasta que todo acabó.

A medianoche, el chaparrón de sapos se había convertido en una suave y ronca llovizna.

A la una y media de la madrugada cayó del cielo oscuro estrellado el último sapo, que aterrizó en un pino situado cerca del lago, saltó al suelo y desapareció en la noche. Ya había pasado todo, al menos hasta al cabo de siete años.

Alrededor de las cinco y cuarto, las primeras luces del alba empezaron a abrirse paso en el cielo y sobre la tierra. Willow estaba enterrado bajo una alfombra latiente, saltarina y quejumbrosa de sapos. Los edificios de la calle principal habían perdido sus ángulos y esquinas; todo aparecía redondeado, jorobado y móvil. El cartel de la carretera que rezaba BIENVENIDOS A WILLOW, MAINE, EL LUGAR MÁS HOSPITALARIO daba la impresión de haber recibido unos treinta balazos. Los orificios, por supuesto, se debían a los sapos que habían chocado contra él. El cartel situado ante la tienda del pueblo y que anunciaba BOCADILLOS ITALIANOS - PIZZA - COMESTIBLES - LICENCIAS DE PESCA estaba volcado. Unos cuantos sapos jugaban sobre y alrededor de él. Se celebraba una pequeña convención de sapos en los surtidores de la gasolinera Sunoco de Donny. Dos sapos estaban sentados sobre la veleta que giraba lentamente en la cúspide de Cocinas Willow; parecían niños pequeños y deformes en un tiovivo.

En el lago, las pocas plataformas flotantes que ya estaban en el lago (aunque solo los nadadores más curtidos se atrevían a zambullirse en el lago Willow antes del Cuatro de Julio, fueran sapos u otras criaturas), aparecían rebosantes de sapos, y los peces se estaban volviendo locos con tanta comida casi al alcance de la mano. De vez en cuando se oía un chapoteo cuando uno o dos sapos que intentaban hacerse un sitio caían de las plataformas y servían de desayuno a alguna trucha o salmón hambriento. Las calles de la ciudad y las carreteras de los alrededores —había muchas para tratarse de un pueblo tan pequeño, como había comentado Henry Eden— estaban pavimentadas de sapos. La electricidad estaba cortada por el momento, ya que muchos sapos habían roto el tendido en muchos puntos al caer. La mayoría de los huertos aparecían arrasados, pero, de todos modos, Willow no era una comunidad agrícola. Algunas personas tenían rebaños bastante grandes, pero los habían puesto a buen recaudo durante la noche. Los propietarios de vacas lecheras de Willow sabían todo lo que había que saber sobre la temporada de lluvias y no les apetecía en absoluto que hordas enteras de sapos saltarines y carnívoros devoraran a sus animales. ¿Qué contarían a sus compañías de seguros?

Cuando la luz del amanecer se extendió sobre Hempstead Place, empezaron a distinguirse pilas de sapos muertos sobre el tejado, canalones de lluvia arrancados por el bombardeo de sapos, un patio que hervía de sapos. Numerosos sapos entraban y salían del granero dando saltos, llenaban las chimeneas, brincaban elegantemente en torno a los neumáticos del Ford de John Graham y estaban sentados en ruidosas hileras sobre los asientos delanteros como una congregación de fieles esperando a que empezara el sermón. Centenares de sapos, en su mayoría muertos, aparecían apiñados contra las paredes del edificio. Algunas de dichas pilas medían casi dos metros de altura.

A las seis y cinco de la mañana, el sol despuntó por el horizonte, y los rayos empezaron a fundir los sapos.

Primero, los rayos de sol blanquearon la piel de las bestias, que al cabo de unos instantes se tornó transparente. A continuación, un vapor que despedía un vago olor a agua estancada empezó a elevarse de los cuerpos, y pequeños riachuelos burbujeantes de humedad empezaron a resbalar por ellos. Los ojos de los sapos se hundieron o se salieron de sus órbitas, según la posición en que se encontraban al caer sobre ellos los rayos de sol. La piel les estalló con un chasquido audible, y durante unos diez minutos dio la impresión de que en todo Willow se estaban descorchando innumerables botellas de champán.

Al término de aquel proceso, los sapos se descompusieron con rapidez, fundiéndose en charcos de una sustancia blanquecina que parecía semen humano. El fluido resbaló por las pendientes del tejado de Hempstead Place en pequeños riachuelos y empezó a gotear de los aleros como pus.

Los supervivientes murieron; los muertos simplemente se pudrieron hasta quedar reducidos a aquella sustancia blancuzca, que burbujeó durante unos instantes y a continuación empezó a filtrarse en la tierra. Del suelo se elevaron hilillos de vapor, y durante un rato, todos los campos de Willow recordaron las cercanías de un volcán agonizante.

A las siete menos cuarto había terminado todo, a excepción de las reparaciones, y los habitantes del pueblo estaban acostumbrados a ellas.

Parecía un precio razonable por otros siete años de tranquila prosperidad en aquel remoto reducto de Maine.

A las ocho y cinco, el Volvo hecho polvo de Laura Stanton entró en el patio de la Ferretería y Suministros Generales Willow. Al apearse del coche, Laura ofrecía un aspecto más pálido y enfermizo que nunca. De hecho, estaba enferma; todavía llevaba el paquete de seis cervezas Dawson’s Ale en una mano, pero ahora todas las botellas estaban vacías. Laura tenía una resaca de las que hacen época.

Henry Eden salió al porche. El perro lo siguió.

—O haces entrar al chucho o me largo a casa ahora mismo —amenazó Laura desde el pie de la escalera.

—No puede evitar tirarse pedos, Laura.

—Eso no significa que yo tenga que estar aquí cuando lo haga —replicó Laura—. Lo digo en serio, Henry. Tengo un dolor de cabeza de narices, y lo último que me apetece es escuchar al perro tocando el himno con el culo.

—Entra, Toby —ordenó Henry mientras sostenía la puerta.

Toby alzó los húmedos ojos como si dijera: «¿De verdad tengo que irme? Ahora que las cosas se ponían interesantes».

—Vamos, entra —repitió Henry.

Toby entró en la tienda, y Henry cerró la puerta. Laura esperó hasta oír el chasquido de la puerta al cerrarse antes de subir los escalones del porche.

—Se te ha caído el cartel —señaló al tiempo que le alargaba las botellas vacías.

—Tengo ojos en la cara —replicó Henry.

Él tampoco estaba del mejor humor aquella mañana. De hecho, pocos habitantes de Willow estarían de buen humor aquel día. Gracias a Dios que aquello solo sucedía una vez cada siete años, porque de lo contrario la gente se volvería loca.

—Deberías haberlo entrado —indicó Laura.

Henry masculló algo que la mujer no entendió.

—¿Qué dices?

—Digo que tendríamos que habernos esforzado más —dijo Henry en tono desafiante—. Era una pareja de lo más agradable. Tendríamos que habernos esforzado más.

Laura sintió una punzada de compasión por el anciano a pesar del dolor de cabeza que tenía, y le puso una mano en el brazo.

—Es el ritual —murmuró.

—Bueno, pues a veces me dan ganas de mandar a la mierda el ritual.

—¡Henry!

Laura apartó la mano, sobresaltada a pesar suyo. Pero Henry se hacía viejo, se recordó a sí misma. Seguro que la azotea ya no le funcionaba como antes.

—Me da igual —insistió el viejo con obstinación—. Parecía una pareja muy agradable. Tú también lo dijiste, o sea que ahora no me vengas con que no lo dijiste.

—Sí que lo dije, y lo pensaba —repuso ella—. Pero no podemos evitarlo, Henry. Pero si tú mismo lo dijiste ayer.

—Ya lo sé —suspiró el anciano.

—No hacemos que se queden —prosiguió Laura—; todo lo contrario. Les advertimos que se vayan del pueblo. Ellos son los que deciden quedarse. Siempre deciden quedarse. Son ellos los que toman la decisión. Y eso también forma parte del ritual.

—Ya lo sé —repitió Henry antes de respirar profundamente y hacer una mueca—. No soporto el olor que deja esto. Todo el maldito pueblo huele a leche agria.

—A mediodía ya no se olerá nada. Ya lo sabes.

—Sí. Pero espero estar criando malvas la próxima vez que pase, Laura. Y si no, espero que otro se encargue del trabajito de hablar con quien se presente aquí justo antes de la estación de las lluvias. Me gusta poder pagar las facturas como a todo el mundo, pero te aseguro que uno se harta de los sapos. Incluso aunque solo aparezcan cada siete años, uno acaba hasta las narices de los sapos.

—A quién se lo cuentas —repuso ella en voz baja.

—En fin —suspiró Henry mirando en derredor—. Será mejor que empecemos a arreglar este desorden, ¿no te parece?

—Sí —asintió Laura—. Y ¿sabes, Henry? No somos nosotros quienes inventamos el ritual, solo lo seguimos.

—Ya lo sé, pero…

—Y las cosas podrían cambiar. No se sabe cuándo ni por qué, pero podrían cambiar. Es posible que ya no volvamos a tener estación de las lluvias. O que la próxima vez no venga nadie al pueblo…

—No digas eso —la interrumpió Henry atemorizado—. Si no viene nadie, es posible que los sapos no desaparezcan al salir el sol.

—¿Lo ves? —exclamó Laura—. Al final te has puesto de mi parte.

—Bueno, la verdad es que es mucho tiempo, ¿no? Siete años es mucho tiempo.

—Sí.

—Pero era una pareja muy agradable, ¿verdad?

—Sí —repitió ella.

—Qué manera tan espantosa de palmarla —comentó Henry con cierta brusquedad.

Laura guardó silencio. Al cabo de un momento, Henry le preguntó si lo ayudaría a enderezar el cartel de la tienda. Pese al terrible dolor de cabeza que la atormentaba, Laura accedió… No le gustaba ver a Henry tan deprimido, sobre todo si estaba deprimido por algo que no podía controlar más de lo que podía controlar las mareas o las fases lunares.

Cuando terminaron, Henry parecía encontrarse un poco mejor.

—Sí, señor —exclamó—. Siete años es mucho, pero que mucho tiempo.

«Es verdad —pensó Laura—. Pero siempre pasa, y la estación de las lluvias siempre vuelve, y los forasteros vuelven con ella, siempre en parejas, siempre un hombre y una mujer, y siempre les contamos exactamente lo que va a pasar, y nunca se lo creen… y pasa lo que tiene que pasar.»

—Vamos, viejo loco —dijo—, invítame a un café antes de que me estalle la cabeza.

Henry la invitó a un café, y antes de que se terminaran la taza ya habían empezado a escucharse los sonidos de los martillos y las sierras en todo el pueblo. Por la ventana vieron que en la calle principal, la gente abría los postigos y se ponía a charlar y a reír.

El aire era cálido y seco, el cielo aparecía de un color azul pálido y nebuloso, y la estación de las lluvias había terminado en Willow.