PARTO EN CASA

Considerando que probablemente se acercaba el fin del mundo, Maddie Pace creía que no lo estaba haciendo del todo mal. Que en realidad, lo estaba haciendo pero que muy bien. De hecho, creía estar afrontando el Fin de Todo mejor que cualquier otra persona en el mundo. Y desde luego, estaba convencida de que lo estaba afrontando mejor que cualquier otra mujer embarazada en el mundo.

Afrontando.

Maddie Pace, ni más ni menos.

Maddie Pace, que a veces no podía dormir si, después de una visita del reverendo Johnson, descubría una sola mota de polvo sobre la mesa del comedor. Maddie Pace, quien, cuando era Maddie Sullivan, volvía loco a su prometido, Jack, cuando se quedaba paralizada ante la carta de un restaurante y tardaba a veces media hora en escoger el primer plato.

—Maddie, ¿por qué no tiras una moneda al aire? —le había preguntado en cierta ocasión en la que, tras reducir las posibilidades a la ternera a la brasa y las costillas de cordero, había sido incapaz de continuar—. Ya me he tomado cinco de estas malditas cervezas alemanas, y si no te decides de una vez, tendrás un langostero borracho debajo de la mesa antes de que pongan un solo plato de comida encima.

Maddie había esbozado una sonrisa nerviosa, había pedido la ternera y se había pasado casi todo el camino de regreso preguntándose si tal vez las costillas de cordero no habrían sido más sabrosas y, por tanto, una elección más adecuada pese a su precio algo más alto.

No obstante, no tuvo dificultad alguna en afrontar la propuesta de matrimonio de Jack; la había aceptado, y lo había aceptado a él, con una intensísima sensación de alivio. Tras la muerte de su padre, Maddie y su madre habían llevado una vida desorientada y borrosa en la isla Little Tall, situada frente a la costa de Maine.

—Si no estuviera yo para manejar el timón y decirles lo que tienen que hacer —gustaba de decir Georgie Sullivan cuando se tomaba unas copas con los amigos en la taberna de Fudgy o en la trastienda de la barbería de Prout—, no sé qué narices harían.

Cuando su padre murió de un ataque al corazón, Maddie tenía diecinueve años y trabajaba por las tardes en la biblioteca del pueblo por un sueldo de cuarenta y un dólares y medio a la semana. Entretanto, su madre se ocupaba de la casa…, es decir, cuando George le recordaba, a veces con un grito que dejaba sordo a cualquiera, que tenía una casa de la que ocuparse.

Cuando llegó la noticia de su muerte, las dos mujeres se habían mirado en silencio, llenas de consternación y aun de pánico, dos pares de ojos que formulaban una sola pregunta: «¿Y ahora qué hacemos?».

Ninguna de las dos lo sabía, pero ambas percibían, y lo percibían con intensidad, que George había tenido razón en sus afirmaciones… Le necesitaban. No eran más que mujeres, y necesitaban que él les dijera no solo lo que tenían que hacer, sino también cómo hacerlo. No hablaban de ello porque les daba vergüenza, pero era cierto…; no tenían ni la menor idea de lo que iban a hacer en el futuro, y el pensamiento de que eran prisioneras de las estrechas ideas y expectativas de George ni se les ocurrió. No eran mujeres estúpidas, pero sí mujeres isleñas.

El problema no residía en el dinero; George había tenido una fe ciega en los seguros de vida, y cuando cayó fulminado durante la final del campeonato de bolos en el Big Duke’s Big Ten, en Machias, su mujer había percibido más de cien mil dólares. Y la vida en la isla resultaba barata si una tenía casa propia, cuidaba de su huerto y sabía cómo hacer conservas de hortalizas cuando llegaba el otoño. El problema residía en no tener nada en qué centrarse. El problema residía en que el centro había desaparecido de sus vidas en el momento en que George, enfundado en su camiseta de la bolera Amoco, había caído de bruces sobre la línea de falta de la calle diecinueve de la bolera (y vaya si se había marcado la jugada que su equipo necesitaba para ganar). Sin George, la vida de ambas mujeres se había convertido en una suerte de extraña neblina.

«Es como estar perdida en medio de una niebla muy espesa —pensaba Maddie a veces—. Solo que en lugar de buscar la carretera, una casa, el pueblo o alguna señal como, por ejemplo, un pino fulminado por un rayo, yo busco el timón. Si algún día lo encuentro, quizá pueda obligarme a cogerlo, a apoyarme en él.»

Finalmente encontró su timón, que resultó ser Jack Pace. Algunos dicen que las mujeres se casan con sus padres y los hombres, con sus madres, y aunque una afirmación tan contundente no puede aplicarse en todos los casos, sí se acercaba a la realidad en el caso de Maddie. La gente había tratado a su padre con temor y admiración. «No te pases con George Sullivan —decían—. Te romperá la nariz con solo que le mires mal.»

Y eso también era cierto en casa. Había sido dominante e incluso violento en ocasiones, pero también había sabido lo que quería y luchado por las cosas que valían la pena, tales como la furgoneta Ford, la sierra eléctrica o los dos acres de terreno que se extendían al sur de su casa. La tierra de Pop Cook. En numerosas ocasiones, George Sullivan había tildado a Pop Cook de hijodeputa apestoso, pero el aroma del viejo no cambiaba el hecho de que todavía quedaba un montón de madera buena en aquellos dos acres. Pop no lo sabía porque se había ido a vivir a tierra firme en 1987, cuando la artritis se hizo demasiado para él, y George se ocupó de que todo el mundo en Little Tall se enterara de que lo que el hijodeputa de Pop Cook no supiera no le haría daño, y además, le rompería todos los huesos a cualquier hombre o mujer que pusiera a Pop en antecedentes. Nadie lo hizo, y a la larga los Sullivan se hicieron con la tierra y con la madera. Por supuesto, la madera se convirtió en leña en el espacio de tres años, pero George decía que aquello no importaba una mierda, porque la tierra siempre acababa amortizándose sola. Eso era lo que decía George y ellas le creían, creían en él y trabajaban, los tres. George también decía que si arrimabas el hombro con el timón y empujabas, tenías que empujar pero que muy fuerte, porque costaba un montón hacerlo girar. Así que eso era lo que hacían.

En aquellos tiempos, la madre de Maddie tenía un puesto de verduras en la carretera que venía de East Head, y muchos turistas compraban las hortalizas que cultivaba, que eran las que George le había ordenado cultivar, por supuesto, y aunque nunca habían sido lo que su madre llamaba unos ricachones, se las arreglaban. Se las arreglaban incluso en los años en que el negocio de la langosta iba mal y tenían que estirar el dinero aún más para seguir pagando al banco lo que George debía por la tierra de Pop Cook.

Jack Pace tenía un carácter más suave de lo que George Sullivan habría soñado jamás, pero pese a ello, llegaba un momento en que se le acababa la paciencia. Maddie sospechaba que podía llegar a lo que en ocasiones se denominaba disciplina doméstica; un brazo retorcido cuando la cena estaba fría, un cachete o incluso unos azotes a tiempo, cuando las cosas no estuvieran muy católicas, por así decirlo. Una parte de ella incluso lo esperaba y deseaba. Las revistas femeninas afirmaban que los matrimonios en que el hombre llevaba los pantalones pertenecían al pasado, y que un hombre que le ponía la mano encima a una mujer merecía ser detenido por asalto, incluso si el hombre en cuestión era el marido legal de la mujer en cuestión. En ocasiones, Maddie leía artículos en esa clase de revistas cuando iba a la peluquería, pero dudaba de que las mujeres que los escribían tuvieran la menor idea de que existían lugares como las islas. Little Tall había dado una escritora, de hecho, Selena St. George, pero casi siempre escribía cosas sobre política, y a excepción de un día en que se había presentado en la isla para la cena de Acción de Gracias, llevaba años sin poner los pies en ella.

—No voy a dedicarme a la langosta toda la vida, Maddie —le había explicado Jack la semana antes de que se casaran.

Maddie le había creído. Un año antes, cuando Jack le había pedido por primera vez que saliera con él (había accedido casi antes de que él acabara la frase, y se había ruborizado hasta las orejas al darse cuenta del ansia que había expresado), había dicho:

—Paso de trabajar en lo de la langosta toda la vida, Maddie.

Una diferencia insignificante, pero al mismo tiempo, la mayor diferencia del mundo. Jack había tomado el viejo ferry Princesa de la Isla tres veces por semana para asistir a la escuela nocturna. Estaba agotado después de pasarse todo el día cargando nasas, pero aun así, iba a la escuela, deteniéndose el tiempo justo para ducharse y deshacerse del intenso olor a langosta y regar un par de estimulantes con café caliente. Al cabo de un tiempo, cuando se dio cuenta de que la cosa iba en serio, Maddie empezó a prepararle sopa caliente para que se la tomara en el ferry, ya que así no tenía que conformarse con los asquerosos perritos calientes que vendían en el bar del barco.

Recordaba lo mal que lo había pasado en el estante de las latas de sopa del supermercado. ¡Había tantas clases! ¿Querría la sopa de tomate? A algunas personas no les gustaba la sopa de tomate. De hecho, algunas personas no soportaban la sopa de tomate, ni siquiera preparada con leche en lugar de agua. ¿Sopa de verduras? ¿Pavo? ¿Crema de pollo? Su mirada impotente había recorrido el estante durante casi diez minutos antes de que Charlene Nedeau le preguntara si podía ayudarla en algo… Claro que Charlene lo había dicho en tono irónico, y Maddie supuso que se lo contaría a todas sus amigas del instituto al día siguiente, y después se morirían de risa en los lavabos, consciente de lo que le pasaba… La pobre e insignificante Maddie Sullivan, incapaz de decidirse ni siquiera en algo tan sencillo como la clase de sopa que tenía que comprar. No sabían cómo había llegado a decidirse a aceptar la proposición matrimonial de Jack Pace…, aunque, por supuesto, no sabían nada del timón que hay que encontrar ni que, cuando lo encuentras, hay que tener a alguien que le diga a una cuándo arrimar el hombro y en qué dirección empujar el maldito trasto.

Maddie había salido de la tienda sin la sopa y con un tremendo dolor de cabeza.

Cuando reunió valor suficiente para preguntarle a Jack cuál era su sopa favorita, él le respondió:

—La de pollo con fideos. De las de lata.

¿Alguna otra sopa que le gustara especialmente?

No, solo la de pollo con fideos, de las de lata. Era el único tipo de sopa que Jack Pace necesitaba en su vida, y la única respuesta, al menos respecto a aquel tema, que Maddie necesitaba en la suya. Al día siguiente, con el paso ligero y el corazón alegre, Maddie subió los abombados escalones de madera de la tienda y compró las cuatro latas de sopa de pollo con fideos que había en el estante. Cuando le preguntó a Bob Nedeau si tenía más, el hombre le contestó que tenía toda una maldita caja en la trastienda.

Compró la caja entera y dejó a Bob tan pasmado que incluso le llevó la caja a la furgoneta y olvidó preguntarle para qué quería tanta sopa, un lapsus por el que sus entrometidas esposa e hija le pidieron explicaciones aquella noche.

—Será mejor que te lo creas y que no lo olvides —le había dicho Jack en aquella ocasión, poco antes de ir al altar.

Maddie se lo había creído y no lo había olvidado.

—No seré un langostero toda la vida. Mi padre dice que estoy cargado de puñetas. Dice que si cargar nasas le bastó a su viejo y al viejo de su viejo y a todas las generaciones hasta Adán y Eva, si le haces caso, entonces también debería bastarme a mí. Pero qué va… digo…, que no me basta y que voy a llegar lejos.

En aquel momento la miró con una expresión severa y resuelta, pero también era una expresión amorosa, llena de esperanza y confianza.

—Quiero ser más que un langostero, y quiero que tú seas algo más que la mujer de un langostero. Tendrás una casa en tierra firme.

—Sí, Jack.

—Y no voy a tener un maldito Chevrolet —prosiguió Jack al tiempo que respiraba profundamente y encerraba las manos de Maddie entre las suyas—. Voy a tener un Oldsmobile.

La miró con fijeza, como si la desafiara a frenar la escalada de su ambición. Maddie no hizo tal cosa, por supuesto, sino que dijo: «Sí, Jack» por tercera o cuarta vez aquella noche. Había pronunciado aquellas palabras miles de veces durante el año que habían pasado saliendo juntos, y esperaba con toda su alma pronunciarlas un millón de veces más antes de que la muerte los separara al llevarse a uno de los dos… o mejor a los dos juntos. Sí, Jack. ¿Existían acaso en el mundo dos palabras que emitieran una música tan celestial al ser pronunciadas juntas?

—Más que un maldito langostero, piense lo que piense mi viejo, y por mucho que se ría.

Había pronunciado la última palabra con el acento más profundo del este.

—Lo conseguiré. ¿Y sabes quién va a ayudarme?

—Sí —repuso Maddie con toda serenidad—. Yo.

Jack había lanzado una carcajada al tiempo que la abrazaba.

—Tienes toda la razón del mundo, cariño mío —le había dicho.

Así pues, se casaron y fueron felices, como suele decirse en los cuentos de hadas, y para Maddie, aquellos primeros meses, durante los que casi todo el mundo los saludaba gritando jovialmente: «Aquí están los recién casados», fueron un cuento de hadas. Tenía a Jack como apoyo, tenía a Jack para ayudarla a tomar decisiones, y aquello era lo mejor de todo. La decisión doméstica más compleja a la que se enfrentó aquel año consistió en qué cortinas quedaban mejor en el salón; en el catálogo había demasiadas para escoger, y desde luego, su madre no le fue de gran ayuda. A la madre de Maddie le costaba un gran esfuerzo decidirse por una marca de papel higiénico.

Por lo demás, aquel año fue pródigo en alegrías y seguridad, la alegría de amar a Jack en su gran cama mientras el viento invernal barría la isla como la hoja de un cuchillo por una tabla de cortar; la seguridad de tener a Jack para decirle qué era lo que querían y cómo iban a conseguirlo. El amor era bueno, tan bueno que a veces, cuando pensaba en él durante el día, le flaqueaban las piernas y sentía un delicioso hormigueo en el estómago, pero el hecho de que Jack siempre supiera las cosas y la creciente confianza que ella tenía en sus instintos eran aún mejores. Así que, durante un tiempo, la vida fue un cuento de hadas para ella.

Y entonces Jack murió y las cosas empezaron a ir mal. Y no solo para ella.

Sino para todo el mundo.

Justo antes de que el mundo se precipitara a aquella incomprensible pesadilla, Maddie descubrió que estaba lo que su madre siempre había llamado «preñá», la abreviatura que sonaba como si alguien estuviera a punto de soltar un gargajo (al menos, eso era lo que siempre le había parecido a Maddie). Por aquel entonces, ella y Jack se habían instalado junto a la casa de los Pulsifer en la isla Gennesault, que tanto sus habitantes como los de Little Tall conocían bajo el nombre de Jenny.

Maddie sostuvo uno de sus atormentadores debates internos cuando no le vino la regla por segundo mes consecutivo, y tras cuatro noches insomnes decidió pedir hora en la consulta del doctor McElwain, en tierra firme. Considerándolo en retrospectiva, se alegraba de haberlo hecho, ya que si hubiera esperado al tercer mes, Jack no habría vivido un mes de júbilo y ella se habría perdido la preocupación y los mimos que le dedicó su marido durante aquel tiempo.

En retrospectiva, ahora que estaba afrontando la situación, su indecisión de entonces le parecía ridícula, pero en el fondo de su corazón, sabía que hacerse la prueba había requerido un tremendo valor. Había deseado sufrir mareos más contundentes por las mañanas para estar más segura; había anhelado que las náuseas la arrancaran de sus sueños. Había llamado para pedir hora cuando Jack no estaba en casa, y había ido cuando estaba fuera, pero resultaba imposible escabullirse de la isla en el ferry; demasiada gente de las dos islas la vería. Alguien le mencionaría de pasada a Jack que había visto a su mujer en la Princesa el otro día, y entonces Jack querría saber qué pasaba, y si se equivocaba, la miraría como si fuera una estúpida.

Pero no se equivocaba; estaba preñá (y no le importaba que aquella expresión sonara como si hubiera agarrado un resfriado y estuviera intentando aclararse la garganta), y Jack Pace había tenido exactamente veintisiete días para alegrarse por la llegada de su primer hijo antes de que una ola lo arrollara y lo arrojara por la borda de la My Lady-Love, la barca langostera que había heredado de su tío Mike. Jack sabía nadar y había salido a flote como un corcho, le había contado Dave Eamons en tono triste, pero en aquel mismo instante, otra ola enorme empujó la barca directamente hacia él, y aunque Dave no dijo nada más, Maddie había nacido y crecido en la isla, y sabía lo que había sucedido; de hecho, casi podía oír el golpe hueco que había emitido la barca de nombre tan traicionero al chocar contra la cabeza de su marido y producir un amasijo de sangre, cabello, hueso y tal vez incluso una parte de su cerebro, el cerebro que le permitía pronunciar su nombre una y otra vez cuando la penetraba en la oscuridad de la noche.

Enfundado en su pesado chaquetón con capucha y pantalones de plumón, Jack Pace se había hundido como una piedra. Habían enterrado un ataúd vacío en el pequeño cementerio situado al norte de la isla Jenny, y el reverendo Johnson (en Jenny y Little Tall uno podía escoger la religión que prefiriese; podía optar por la religión metodista o, de lo contrario, elegir la religión metodista y no practicar) había oficiado la ceremonia ante un ataúd vacío del mismo modo en que lo había hecho en tantas otras ocasiones. Cuando terminó el servicio religioso, Maddie se había convertido a los veintidós años en una viuda preñada y sin nadie que le indicara dónde estaba el timón, ni por supuesto, nadie que le dijera cuándo empujarlo ni en qué dirección.

En un principio pensó en regresar a Little Tall, a esperar la llegada del bebé en casa de su madre, pero aquel año con Jack le había dado cierta perspectiva de la vida, y sabía que su madre estaba tan perdida como ella, si no más, y aquello la hizo preguntarse si regresar constituiría una decisión acertada.

—Maddie —le decía Jack una y otra vez, pues estaba muerto para el mundo pero no en su cabeza, donde seguía tan vivo como podía estarlo un muerto, o al menos eso había creído entonces—, Maddie, la única decisión que puedes tomar es que no puedes tomar ninguna decisión.

Y su madre no le fue de ninguna ayuda. Hablaron por teléfono y Maddie esperó que su madre le ordenara que volviera a casa, pero la señora Sullivan era incapaz de ordenar algo a una persona de más de diez años.

—Quizá sería mejor que volvieras —comentó en tono dubitativo.

Pero Maddie no pudo dilucidar si aquellas palabras significaban: «Por favor, vuelve a casa» o «Por favor, no hagas caso de una oferta que solo te he hecho para guardar las apariencias». Pasó largas noches insomnes intentando decidir qué habían significado aquellas palabras, pero lo único que consiguió fue embrollarse aún más.

Y entonces empezaron a suceder cosas raras, y era una bendición que en Jenny solo hubiera un pequeño cementerio, y además con tantos ataúdes vacíos, algo que antaño le había parecido una pena pero que ahora se le antojaba una bendición, un favor de Dios. En Little Tall, por el contrario, existían dos cementerios, ambos de dimensiones respetables, por lo que le pareció mucho más seguro permanecer en Jenny y esperar.

Maddie podía esperar y ver si el mundo sobrevivía o sucumbía.

Si sobrevivía, ella esperaría el nacimiento del bebé.

Y ahora, tras una vida de obediencia pasiva y resoluciones vagas que por lo general pasaban como sueños una hora o dos después de levantarse, Maddie estaba afrontando la situación. Sabía que una parte de ello no se debía más que al efecto de verse azotada por un revés tras otro, empezando por la muerte de su marido y terminando con una de las últimas retransmisiones de la sofisticada antena parabólica de los Pulsifer que había conseguido sintonizar. En la emisión, un horrorizado muchacho, obligado a actuar como reportero de la CNN, afirmaba que, por lo visto, el presidente de Estados Unidos, la primera dama, el Secretario de Estado, el honorable senador de Oregón y el emir de Kuwait habían sido devorados vivos por zombies en el Salón Este de la Casa Blanca.

—Voy a repetirlo —había dicho el reportero por accidente.

Los granos del acné le destacaban en la frente y la barbilla como estigmas. La boca y las mejillas habían empezado a temblarle, al igual que las manos.

—Quiero repetir que un puñado de cadáveres acaban de merendarse al presidente, a su esposa y un montón de peces gordos que estaban en la Casa Blanca comiendo salmón al vapor y tarteletas de cereza.

En aquel instante, el muchacho había empezado a reír como un demente y a gritar: «¡Vamos, Yale! ¡Adelanteeee!» a pleno pulmón. Por último desapareció de la escena, y la mesa del presentador de la CNN quedó desatendida por primera vez en la historia, al menos por lo que recordaba Maddie. Ella y los Pulsifer permanecieron en consternado silencio cuando la mesa del plató de la CNN desapareció y salió un anuncio de los discos de Boxcar Willie; no estaban a la venta en ninguna tienda; solo podía adquirirse aquella increíble colección marcando el número gratuito que aparecía en aquel momento en la parte inferior de la pantalla. Uno de los lápices de colores de la pequeña Cheyne Pulsifer estaba sobre la mesita que había junto a la silla de Maddie, y por alguna razón incomprensible, la joven lo cogió y apuntó el número en un trozo de papel antes de que el señor Pulsifer se levantara y apagara el televisor sin decir palabra.

A continuación, Maddie había dado las buenas noches y las gracias por compartir con ella su televisor y sus palomitas.

—¿Estás segura de que te encuentras bien, Maddie, cariño? —le había preguntado Candi Pulsifer por quinta vez aquella noche.

Maddie le aseguró que se encontraba perfectamente por quinta vez aquella noche, le explicó que estaba afrontando la situación, y Candi repuso que ya lo sabía, pero que podía quedarse a pasar la noche en la antigua habitación de Brian si lo deseaba. Maddie había abrazado a Candi, la había besado en la mejilla, declinando el ofrecimiento con toda delicadeza y escapando por fin. En medio de un fuerte viento, había recorrido a pie el kilómetro que la separaba de su casa, y no recordó que todavía tenía el papel donde había anotado el número de la televisión hasta que estuvo en su propia cocina. Lo había marcado y no había sucedido nada. No oyó una voz grabada que le dijera que las líneas estaban ocupadas o que el número estaba averiado; ninguna sirena sugería que la línea estuviera cortada; nada de golpes ni clics. Fue entonces cuando Maddie supo con certeza que el fin había llegado o estaba a punto de llegar. Cuando ya resultaba imposible llamar a un número gratuito y encargar los discos de Boxcar Willie que no estaban a la venta en ninguna tienda, cuando por primera vez en tu vida no oías la consabida vocecita grabada en caso de no poder comunicar, entonces la conclusión lógica era que se acercaba el fin del mundo.

Maddie se acarició el vientre redondeado mientras permanecía de pie junto al teléfono colgado de la pared de la cocina, y pronunció aquellas palabras por primera vez, sin darse cuenta al principio de que había hablado.

—Tendrá que ser un parto en casa. Pero no pasa nada, siempre y cuando estés preparada, pequeña. Tienes que recordar que es la única forma de hacerlo. Tendrás que parir en casa.

Esperó a que la acometiera el temor, pero no sucedió nada.

—Puedo afrontarlo sin ningún problema —dijo.

Y esta vez se oyó y la seguridad con que había hablado la consoló.

Un niño.

Cuando naciera el niño acabaría el fin del mundo.

—Edén —murmuró con una sonrisa dulce y virginal.

No importaba cuántos muertos podridos (incluso era posible que Boxcar Willie pudiera estar entre ellos) se arrastraran por el mundo.

Ella tendría un niño, llevaría a buen puerto su parto en casa, y la posibilidad de alcanzar el Edén seguiría viva para ella.

Las primeras noticias llegaron desde una aldea situada a orillas del gran desierto australiano, un lugar llamado Fiddle Dee. El nombre de la primera ciudad americana de la que procedieron informes sobre la presencia de muertos vivientes era Thumper, Florida. El primer artículo apareció en el periódico sensacionalista más importante de América: Inside View.

LOS MUERTOS RESUCITAN EN UNA PEQUEÑA CIUDAD DE FLORIDA, rezaba el titular. El artículo empezaba con una recapitulación de una película llamada La noche de los muertos vivientes, que Maddie no había visto, y mencionaba otra, Macumba Love, que tampoco había visto. El artículo iba acompañado de tres fotos. Una era un fotograma de La noche de los muertos vivientes, y mostraba lo que parecían fugitivos de un manicomio ante una granja aislada. Otra era un fotograma de Macumba Love, en el que una rubia cuyo bikini parecía sostener unos pechos del tamaño de calabazas premiadas en un concurso tenía los brazos alzados y gritaba horrorizada ante lo que podría ser un hombre negro enmascarado. La tercera afirmaba ser una fotografía tomada en Thumper, Florida. Se trataba de una foto borrosa de una persona de sexo indeterminado ante un salón recreativo. El artículo aseguraba que la figura estaba «envuelta en la mortaja», pero era posible que se tratara de una sábana sucia.

Nada del otro mundo. MONSTRUO VIOLA A NIÑO DE CORO la semana pasada, muertos vivientes que resucitan esta semana, el asesino en serie enano la semana que viene.

Nada del otro mundo, cuando menos, hasta que los zombies empezaron a aparecer también en otros lugares. Nada del otro mundo hasta que un reportaje («Es posible que prefieran que sus hijos abandonen la habitación», había advertido Tom Brokaw con gravedad) emitido por la televisión nacional mostró monstruos descompuestos con los huesos sobresaliendo por entre la piel reseca, víctimas de accidentes de tráfico con el maquillaje mortuorio arrancado de modo que se apreciaban sus rostros destrozados y sus cráneos aplastados, mujeres con el cabello convertido en enjambres de suciedad en los que todavía se arrastraban gusanos y escarabajos, mujeres cuya expresión pasaba de la apatía total a una suerte de inteligencia calculadora y demente. Nada del otro mundo hasta las espantosas fotografías aparecidas en un número de la revista People que había sido sellado y puesto a la venta con un adhesivo anaranjado que advertía: PROHIBIDA LA VENTA A MENORES.

Entonces sí se convirtió en algo del otro mundo.

De hecho, cuando uno veía a un cadáver descompuesto, todavía ataviado con los restos cubiertos de barro del traje de Brooks Brothers en que lo habían enterrado, arrancándole el cuello a una mujer que gritaba y llevaba una camiseta con la inscripción PROPIEDAD DE PETROLEROS HOUSTON, uno se daba cuenta de repente de que aquello no era solo algo de otro mundo, sino de otra galaxia.

Fue entonces cuando comenzaron las acusaciones y las amenazas, y durante tres semanas, el mundo entero había olvidado a las criaturas que salían de sus tumbas como grotescas polillas que escaparan de capullos contaminados, y había vuelto su atención hacia el espectáculo de las dos superpotencias nucleares enzarzadas en lo que prometía convertirse en una colisión ineludible.

No había zombies en Estados Unidos, afirmaron comentaristas en la televisión de la China comunista; se trataba de una mentira interesada para camuflar un imperdonable crimen de guerra química contra la República Popular China, una versión más horripilante, además de deliberada, de lo que había sucedido en Bhopal, India. Habría represalias si los camaradas cadáveres que salían de sus tumbas no morían en el espacio de diez días. Todos los diplomáticos estadounidenses fueron expulsados de la patria y se produjeron diversos incidentes, en los que turistas americanos fueron apaleados hasta la muerte.

El presidente, quien al cabo de poco tiempo se convertiría en una estrella del espectáculo zombie, reaccionó portándose como un cerdo, animal al que se parecía, pues había engordado veinticinco kilos desde su reelección. Aseguró al pueblo americano que el gobierno estadounidense tenía pruebas concluyentes de que los únicos muertos vivientes que había en China habían sido puestos en circulación de forma deliberada, y que por mucho que el Jefe Panda, con su cara de ojos rasgados, afirmara que había más de ocho mil muertos vivientes paseándose por ahí en busca del colectivismo definitivo, lo cierto era que el gobierno americano tenía pruebas de que no había más de cuarenta. Eran los chinos los que habían cometido un crimen, un atroz crimen de guerra química, consistente en resucitar a americanos leales con la única intención de devorar a otros americanos leales, y si estos americanos, algunos de los cuales habían sido buenos demócratas, no morían en el plazo de cinco días, la China roja quedaría reducida a cenizas.

NORAD estaba en alerta roja cuando un astrónomo inglés llamado Humphrey Dagholt divisó el satélite. O la nave espacial. O como narices se llamara. Dagholt ni siquiera era un astrónomo profesional, sino un astrónomo aficionado del este de Inglaterra, nadie en especial, podría decirse, aunque no cabía duda de que salvó al mundo de un desagradable intercambio termonuclear, si no de una guerra atómica con todas las de la ley. No estaba mal para un hombre con el tabique nasal desviado y una grave soriasis.

En un principio, dio la impresión de que los dos sistemas políticos enfrentados no querían creer en el hallazgo de Dagholt, ni siquiera después de que el Observatorio Real de Londres certificara la autenticidad de sus fotografías y datos. Finalmente, no obstante, los silos de los misiles se cerraron y los telescopios de todo el mundo se desviaron casi a regañadientes hacia Estrella Ajenjo.

La misión espacial conjunta chinoamericana organizada para investigar al ingrato recién llegado despegó de los altos de Lanzhou menos de tres semanas después de que aparecieran las primeras fotografías en el Guardian, y el astronauta favorito de todo el mundo se hallaba a bordo en compañía de su tabique desviado y demás accesorios. En realidad, habría resultado difícil dejar a Dagholt al margen de la misión, ya que se había convertido en un héroe mundial, el británico más famoso desde Winston Churchill. El día anterior al despegue, cuando un periodista le preguntó si tenía miedo, Dagholt había lanzado una de sus entrañables carcajadas a lo Robert Morley, se había frotado un lado de la enorme nariz que coronaba su rostro y había exclamado:

—¡Estoy aterrado, amigo mío! ¡A-te-rra-do!

Como se supo más tarde, había tenido toda la razón en estar aterrado.

Todos la tenían.

Los tres gobiernos implicados consideraron que los últimos sesenta y un segundos de transmisión de la nave Xiaoping/Truman habían sido demasiado horripilantes como para ser dados a conocer, por lo que no se llegó a elaborar ningún comunicado oficial. Por supuesto, daba igual; al fin y al cabo, casi veinte mil operadores se habían encargado del seguimiento de la nave, y al parecer, al menos diecinueve mil tenían una grabadora en marcha en el momento en que la nave fue… ¿Acaso había otro modo de decirlo? En fin, en el momento en que fue invadida.

Voz china: ¡Gusanos! Parece una bola maciza de…

Voz americana: ¡Dios mío! ¡Cuidado! ¡Viene a por nosotros!

Dagholt: Se está produciendo una especie de extrusión. La ventana de babor está…

Voz china: ¡Una brecha! ¡Una brecha! ¡Poneos los trajes, amigos míos! (Balbuceo indescifrable.)

Voz americana: … y parece que está carcomiendo…

Voz china femenina (Ching-Ling Soong): Basta, basta, los ojos…

(Estruendo de una explosión.)

Dagholt: Descompresión explosiva. Veo tres… esto, cuatro muertos…, y hay gusanos… gusanos por todas partes…

Voz americana: ¡Viseras! ¡Viseras! ¡Viseras!

(Gritos.)

Voz china: ¿Dónde está mi mamá? Oh, por favor, ¿dónde está mi mamá?

(Gritos. Sonidos que recuerdan a un viejo sin dientes comiendo puré de patatas.)

Dagholt: La cabina está llena de gusanos…, como mínimo, parecen gusanos…, lo cual significa que son realmente gusanos, según se da cuenta uno… Al parecer, se han separado del satélite principal… o lo que creíamos que era el satélite principal…, lo cual significa, en suma… que la cabina está llena de partículas corporales flotantes. Estos gusanos espaciales parecen segregar alguna suerte de ácido…

(Explosión de cohetes portadores; duración de la explosión 7,2 segundos. Es posible que se tratara de un intento de escapar o bien atacar el objeto central. En cualquier caso, la maniobra no tuvo éxito. Es probable que las propias cámaras de ignición estuvieran repletas de gusanos y que el capitán Lin Yang, o quienquiera que fuese el oficial al mando en aquel momento, creyera inminente una explosión de los depósitos de combustible como consecuencia de la presencia de gusanos. Por tanto, había apagado los controles de la nave.)

Voz americana: Oh, Dios mío, los tengo en la cabeza, se están comiendo mi maldi…

(Interferencias.)

Dagholt: Creo que la prudencia exige una retirada estratégica al compartimento de popa; el resto de la tripulación ha muerto. No cabe duda de ello. Es una verdadera lástima. Un puñado de hombres valientes. Incluso el americano gordo que no dejaba de hurgarse la nariz. Pero por otro lado, no creo…

(Interferencias.)

Dagholt: … muertos a fin de cuentas porque Ching-Ling Soong, o mejor dicho, la cabeza decapitada de Ching-Ling Soong, acaba de pasar flotando junto a mí; tenía los ojos abiertos y parpadeaba. Al parecer, me ha reconocido, y…

(Interferencias.)

Dagholt: … los mantendré…

(Explosión. Interferencias.)

Dagholt: … en todas partes. Repito, en todas partes. Cosas que se retuercen. Digo yo, ¿sabe alguien si…?

(Dagholt grita y masculla juramentos; al cabo de un momento ya solo grita. De nuevo los sonidos que recuerdan al viejo desdentado.)

(Fin de la transmisión.)

La nave Xiaoping/Truman explotó tres segundos más tarde. La extrusión procedente de la bola apodada Estrella Ajenjo había sido observada desde más de trescientos telescopios situados en la tierra durante el breve y más bien lamentable conflicto. Al inicio de los últimos sesenta y un segundos de transmisión, la nave empezó a quedar oscurecida por unos objetos que realmente parecían gusanos. Al final de la transmisión ya no se veía la nave, sino tan solo la repugnante masa de seres que se había adherido a ella. Instantes después de la explosión, un satélite meteorológico había captado una fotografía de escombros flotantes, una parte de los cuales consistía con toda probabilidad en pedazos de gusanos. Resultó más sencillo identificar una pierna humana enfundada en un traje espacial chino que flotaba entre los restos de gusanos.

Y en cierto sentido, nada de aquello tenía la menor importancia. Los científicos y los políticos de ambos países sabían exactamente dónde se encontraba la Estrella Ajenjo; justo encima del agujero de la capa de ozono. Desde ahí enviaba algo a la Tierra, y era evidente que no se trataba de flores por Interflora.

A continuación entraron en juego los misiles. Ajenjo los esquivó con facilidad y regresó a su lugar sobre el agujero de la capa de ozono.

En el televisor con antena parabólica de los Pulsifer, más cadáveres resucitaron y empezaron a pasearse, pero se había producido un cambio decisivo. Al principio, los zombies se habían limitado a morder a personas vivas que se acercaban demasiado a ellos, pero durante las últimas semanas antes de que el sofisticado televisor Sony de los Pulsifer empezara a no mostrar más que anchas bandas de nieve, los muertos comenzaron a intentar acercarse a los vivos.

Por lo visto, habían decidido que les gustaba lo que mordían.

Estados Unidos fue el responsable del último intento de acabar con aquella cosa. El presidente aprobó el intento de destruir Ajenjo con varias armas nucleares en órbita, ignorando de un modo desvergonzado sus declaraciones anteriores, según las cuales Estados Unidos nunca había puesto armas nucleares estratégicas en órbita y jamás lo haría. El resto del mundo también ignoró dichas declaraciones. Tal vez estaban demasiado ocupados rezando por que la misión tuviera éxito.

Era una buena idea, pero, por desgracia, no dio resultado. Ni una sola de las armas estratégicas en órbita estalló. Un total de veinticuatro estrepitosos fracasos.

El fin de la tecnología moderna, en definitiva.

Y a continuación, después de todos aquellos reveses, tanto en el cielo como en la tierra, sucedió lo del pequeño cementerio de Jenny. Pero tampoco aquello afectó demasiado a Maddie, porque, al fin y al cabo, ella no había estado presente. Ahora que el fin de la civilización estaba al alcance de la mano y la isla había quedado aislada del resto del mundo (por fortuna, en opinión de sus habitantes), las viejas tradiciones se habían impuesto de nuevo con fuerza tácita aunque indiscutible. A aquellas alturas, todos sabían lo que iba a ocurrir; lo que no sabían era cuándo iba a ocurrir. Había que prepararse para ese momento.

Las mujeres quedaron excluidas del asunto.

Por supuesto, fue Bob Daggett quien organizó los turnos de vigilancia. Como Dios manda, pues Bob llevaba de alcalde de Jenny unos mil años. El día después de la muerte del presidente (no se mencionó la imagen de la primera dama y él paseándose como locos por las calles de Washington y mordisqueando piernas y brazos humanos como quien mordisquea patas de pollo en un picnic; era demasiado, aun cuando aquel cabroncete y su mujer fueran demócratas), Bob Daggett convocó la primera reunión municipal solo para hombres que se celebraba desde antes de la Guerra Civil. Maddie no asistió, pero se enteró de muchas cosas. Dave Eamons le contó todo lo que necesitaba saber.

—Ya sabéis cuál es la situación —dijo Bob.

Estaba tan amarillo como si tuviera ictericia, y los presentes recordaron que además de la hija que todavía vivía en la isla, Bob tenía otras tres en otros lugares…, es decir, en tierra firme.

Pero diablos, llegados a eso, todos tenían parientes en tierra firme.

—Aquí en Jenny hay un cementerio —prosiguió Bob—, y todavía no ha pasado nada allí, pero eso no quiere decir que no vaya a pasar nada. Todavía no ha pasado nada en muchos sitios…, pero parece que una vez empieza, las cosas se ponen feas en un periquete.

Se alzó un murmullo de asentimiento entre los hombres reunidos en el gimnasio de la escuela primaria, que era el único lugar lo suficientemente grande como para albergarlos a todos. Eran unos setenta en total, desde Johnny Crane, que acababa de cumplir dieciocho años, hasta el tío abuelo de Bob, que pasaba de los ochenta, tenía un ojo de cristal y mascaba tabaco. Por supuesto, en el gimnasio no había escupidera, así que Frank Daggett se había traído un tarro vacío de mayonesa para escupir el jugo del tabaco, como hizo en aquel momento.

—Al grano, Bobby —dijo—. Esto no es una campaña electoral, y estamos perdiendo el tiempo.

Se oyó otro murmullo de asentimiento, y Bob Daggett se ruborizó. Su tío abuelo siempre se las arreglaba para hacerle quedar como un estúpido, y lo único que le fastidiaba más que eso era que lo llamaran Bobby. Tenía propiedades, maldita sea. Y mantenía al maldito viejo…, ¡incluso le compraba el maldito tabaco!

Pero no podía decir todas aquellas cosas en voz alta; los ojos del viejo Frank eran como dardos.

—Muy bien —anunció en tono seco—. A eso voy. Necesitamos a doce hombres por turno. Voy a hacer un horario dentro de un par de minutos. Turnos de cuatro horas.

—¡Yo puedo hacer turnos de mucho más que cuatro horas! —exclamó Matt Arsenault.

Davey le contó a Maddie que, después de la reunión, Bob había asegurado que ningún haragán que viviera de la seguridad social como Matt Arsenault se habría atrevido a abrir la boca en una reunión de sus superiores, delante de todos los hombres de la isla, si el viejo no lo hubiera llamado Bobby, como si fuera un crío en lugar de un hombre que iba a cumplir los cincuenta al cabo de los tres meses.

—Es posible —replicó Bob—, pero tenemos un montón de vivos en esta isla, y no quiero que nadie se duerma durante la guardia.

—No me dor…

—No he dicho que tú vayas a dormirte —lo interrumpió Bob, aunque sus ojos se posaron en Matt Arsenault como si fuera eso precisamente lo que había querido decir—. Esto no es un juego. Siéntate y cierra el pico.

Matt Arsenault lo abrió para decir algo más, pero entonces miró a los demás hombres, incluyendo a Frank Daggett, y tuvo la sensatez de guardar silencio.

—Si tenéis un rifle, traedlo cuando os toque vigilar —prosiguió Bob.

Se sentía un poco mejor ahora que había puesto a Arsenault más o menos en su sitio.

—A menos que sea del veintidós —añadió—. Si no tenéis un rifle más grande que eso, venid aquí a recoger uno.

—No sabía que la escuela tuviera todo un arsenal —intervino Cal Partridge.

Los hombres acogieron sus palabras con una carcajada.

—Y no lo tiene, pero ya lo tendrá —repuso Bob—, porque todos los que tengáis más de un rifle que no sea del veintidós lo vais a traer aquí. —Lanzó una mirada a John Wirley, el director de la escuela—. ¿Te va bien si los guardamos en tu despacho, John?

Wirley asintió. Junto a él, el reverendo Johnson se frotaba las manos con expresión enloquecida.

—A la mierda —terció Orrin Campbell—. Tengo mujer y dos hijos. ¿Es que tengo que dejarlos sin nada para defenderse si un montón de cadáveres van a casa para un festín adelantado de Acción de Gracias mientras yo estoy de guardia?

—Si hacemos bien nuestro trabajo en el cementerio, no pasará nada —replicó Bob con severidad—. Algunos de vosotros tenéis pistolas. A nosotros no nos sirven de nada. Averiguad qué mujeres saben disparar y dadles pistolas. Las organizaremos en grupos.

—Que jueguen al parchís —comentó el viejo Frank con una risita.

Bob esbozó una sonrisa. Como debe ser, sí señor.

—Por las noches necesitaremos camiones alrededor del cementerio para tener luz suficiente.

Se volvió hacia Sonny Dotson, el encargado de la gasolinera Amoco, la única de la isla. El negocio principal de Sonny no consistía en llenar los depósitos de coches y camiones (joder, casi no había carreteras en la isla), sino en llenar los depósitos de las barcas langosteras y las lanchas motoras que alquilaba durante el verano en su embarcadero.

—¿Nos darás la gasolina, Sonny?

—¿Me vais a dar recibos?

—Te vamos a salvar el pellejo —replicó Bob—. Cuando las cosas se normalicen, si es que se normalizan, supongo que recibirás todo lo que te mereces.

Sonny miró en derredor, vio tan solo un montón de miradas duras y se encogió de hombros. Parecía malhumorado, pero lo cierto es que estaba más confuso que otra cosa, le contó Davey a Maddie al día siguiente.

—Solo tengo mil quinientos litros de gasolina —advirtió Sonny—. La mayor parte diésel.

—Hay cinco generadores en la isla —intervino Burt Dorfman.

Cuando Burt hablaba, todos escuchaban. Puesto que era el único judío de la isla, lo consideraban un ser quijotesco y temible a un tiempo, como un oráculo que trabaja a medio tiempo.

—Todos funcionan con diésel. Puedo montar luces si es necesario.

Un murmullo recorrió la sala. Si Burt decía que podía hacerlo significaba que podía hacerlo. Era un electricista judío, y en las islas prevalecía la convicción tácita aunque firme de que eran los mejores.

—Vamos a iluminar ese cementerio como si fuera un maldito escenario —exclamó Bob.

Andy Kingsbury se levantó.

—He oído en las noticias que cuando les pegas un tiro en la cabeza a esas cosas, a veces se mueren, pero a veces no.

—Tenemos sierras eléctricas —repuso Bob con sequedad—, y lo que no se muera…, bueno, estoy seguro de que podemos conseguir que no vaya muy lejos.

Y aparte de organizar los turnos de vigilancia, aquello fue todo.

Pasaron seis días y seis noches, y los centinelas apostados en torno al pequeño cementerio de Jenny empezaban a sentirse un poco estúpidos.

—No sé si estoy montando guardia o tocándome los cojones —comentó Orrin Campbell una tarde mientras una docena de hombres estaban junto a la verja del cementerio, jugando al mentiroso.

Pero entonces sucedió… y sucedió muy deprisa.

Davey contó a Maddie que oyó un sonido parecido al del viento aullando en la chimenea en una noche de tormenta, y en aquel momento, la lápida que marcaba la tumba del hijo del señor y la señora Fournier, Michael, que había muerto de leucemia a los diecisiete años (una lástima, teniendo en cuenta que era hijo único y los Fournier eran gente tan encantadora), cayó al suelo. Al cabo de un momento, una mano destrozada y adornada con un anillo de la Academia Yarmouth cubierto de musgo surgió de la tierra tras abrirse paso por entre la dura hierba. El tercer dedo había sido arrancado en el intento.

La tierra se estremeció como (como el vientre de una mujer embarazada a un paso del parto, estuvo a punto de decir Dave, pero después se lo pensó mejor) una gran ola rompiendo en una caleta, y entonces el chico se incorporó, aunque estaba irreconocible después de pasar casi dos años bajo tierra. Tenía pequeñas astillas de madera clavadas en lo que le quedaba de cara, explicó Davey, y jirones de tela azul brillante en la maraña que había sido el cabello.

—Era el forro del ataúd —le contó Davey con la mirada fija en sus inquietas manos—. De eso estoy pero que muy seguro. —Hizo una pausa antes de añadir—: Gracias a Dios que el padre de Mike no estaba en ese turno.

Maddie asintió con un gesto.

Cagados de miedo y al mismo tiempo asqueados, los hombres que estaban de guardia abrieron fuego contra el cadáver reanimado del antiguo campeón de ajedrez y excelente segunda base del instituto hasta hacerlo pedazos. Algunos disparos efectuados a causa del pánico arrancaron trozos de su lápida, y fue una suerte que los hombres estuvieran agrupados cuando empezó la fiesta, ya que si hubieran estado divididos en dos grupos, como había propuesto Bob Daggett en un principio, lo más probable era que se hubieran matado unos a otros. En cualquier caso, ningún isleño resultó herido, aunque al día siguiente, Bud Meechum se encontró un orificio bastante sospechoso en la manga de la camisa.

—Seguramente no era más que una espina de zarzamora —dijo—. Hay un montón en esa parte de la isla.

Nadie discutió aquel punto, pero los bordes chamuscados del orificio hicieron pensar a su asustada mujer que la camisa había sido atravesada por una espina de un calibre bastante grande.

El hijo de los Fournier cayó hacia atrás, y la mayor parte de su cuerpo quedó inmóvil, aunque algunas partes seguían contrayéndose…, pero en aquel preciso instante, el cementerio entero empezó a temblar, como si acabara de empezar un terremoto… pero solo ahí.

Aquello había ocurrido una hora antes del anochecer.

Burt Dorfman conectó una sirena a la batería de un tractor, y Bob Daggett pulsó el interruptor. Al cabo de veinte minutos, casi todos los hombres de la isla se hallaban en el cementerio.

—Y vaya suerte, desde luego —exclamó Dave Eamons—, porque algunos de los muertos estuvieron a punto de escabullirse.

El viejo Frank Daggett, al que todavía faltaban dos horas para caer fulminado por un ataque al corazón justo en el momento en que las cosas empezaban a calmarse, organizó a los recién llegados de modo que tampoco se acribillaran a tiros unos a otros, y durante los diez minutos siguientes, el cementerio de Jenny ofreció el aspecto de un sangriento campo de batalla. Al término de la fiesta, las nubes de pólvora eran tan espesas que algunos de los hombres empezaron a devolver. El agrio olor del vómito era casi más intenso que el de la pólvora… También era más penetrante y duró más tiempo.

Y algunos de ellos seguían retorciéndose como serpientes con la espalda rota…, sobre todo los que llevaban menos tiempo criando malvas.

—Burt —llamó Frank Daggett—. ¿Tienes las sierras eléctricas?

—Sí —repuso Burt.

De repente tuvo una arcada, un largo zumbido parecido al de una cigarra intentando atravesar la corteza de un árbol. No podía apartar los ojos de aquellos cadáveres que se retorcían, de las lápidas volcadas, las tumbas abiertas de las que habían salido los muertos.

—Están en el camión.

—¿Tienen combustible?

Del cráneo viejo y calvo de Frank sobresalían venas azuladas.

—Sí —repuso Burt al tiempo que se llevaba la mano a la boca—. Lo siento.

—Echa todas las papas que te dé la gana —exclamó Frank con brusquedad—, pero entretanto mueve el culo y ve a buscarlas. Y tú… tú… tú… tú…

El último «tú» iba dirigido a su sobrino nieto Bob.

—No puedo, tío Frank —repuso Bob asqueado.

Miró en derredor y vio a seis de sus amigos y vecinos acurrucados en la alta hierba. No estaban muertos, sino que habían perdido el conocimiento. La mayoría de ellos había visto a parientes suyos salir de sus tumbas. Buck Karkness, que estaba tendido al pie de un álamo, había participado en el fuego cruzado que había hecho pedazos a su difunta esposa; el hombre se había desmayado después de ver que el cerebro podrido y lleno de gusanos estallaba en la parte posterior de su cabeza en una lluvia grisácea y sangrienta.

—No puedo, no p…

Frank lo abofeteó con una mano torturada por la artritis pero dura como una piedra pese a todo.

—Puedes y vas a hacerlo, amiguito —insistió.

Bob se reunió con el resto de los hombres.

Frank Daggett los observó con expresión sombría al tiempo que se frotaba el pecho, que había empezado a ocasionarle agudas punzadas en el hombro y el brazo izquierdos, hasta la altura del codo. Era viejo pero no estúpido, y estaba bastante seguro de lo que eran aquellos dolores y lo que significaban.

—Me dijo que creía que le iba a dar un soponcio, y mientras me lo decía se daba golpecitos en el pecho —prosiguió Dave al tiempo que se llevaba una mano al hinchado músculo que tenía justo encima del pezón izquierdo.

Maddie asintió con un gesto para indicar que lo entendía.

—Y luego me dijo: «Si me pasa algo antes de que esta guarrada haya terminado, Davey, tú, Burt y Orrin tendréis que haceros cargo de todo. Bobby es un buen muchacho, pero ha perdido los redaños al menos por un tiempo… y ya sabes, hay gente que los pierde para siempre en según qué casos».

Maddie volvió a asentir mientras se decía lo agradecida, lo muy agradecida que estaba de no ser hombre.

—Así que eso hicimos —siguió Dave—. Acabamos con aquella guarrada.

Maddie asintió por tercera vez, pero debía de haber emitido algún sonido, porque Dave le dijo que no seguiría si ella no podía soportarlo; no le importaría parar, de hecho.

—Puedo soportarlo —aseguró ella en voz baja—. La verdad es que te sorprendería saber lo mucho que puedo soportar, Davey.

Al oír aquello, el muchacho la observó con curiosidad por un instante, pero Maddie había apartado la mirada antes de que pudiera descubrir el secreto que encerraban sus ojos.

Davey no conocía el secreto porque nadie en Jenny lo conocía. Eso era lo que quería Maddie, y así era como quería que quedara el asunto. Es posible que antes, en las tinieblas del golpe que había sufrido, fingiera estar afrontando la situación. Pero entonces había sucedido algo que la había obligado a afrontar la situación. Cuatro días antes de que el cementerio vomitara sus cadáveres, Maddie Pace se había enfrentado a una elección bien simple: afrontar la situación o morir.

Estaba sentada en el salón, tomando un vaso de vino de arándanos que ella y Jack habían puesto a fermentar en agosto del año anterior, una época que en aquel momento se le antojaba increíblemente lejana, y haciendo algo tan banal que resultaba ridículo. Estaba tejiendo ropita. Botitas, en concreto. Pero ¿qué otra cosa iba a hacer? Tal como estaban las cosas, nadie cogería el barco para ir a la tienda de ropa infantil Wee Folks en el centro comercial Elsworth durante un tiempo.

De repente, algo chocó contra la ventana.

Un murciélago, se dijo al tiempo que alzaba la mirada. No obstante, dejó de mover las agujas de tejer. Le parecía que algo más grande se había apartado bruscamente de la ventana en aquella noche ventosa. Pero la lámpara de aceite estaba puesta al máximo y arrancaba demasiados reflejos de los cristales como para poder asegurarlo. Alargó el brazo para bajar la llama y en aquel momento oyó otro golpe. Los cristales vibraron. Oyó trocitos de aislante reseco cayendo sobre el marco de la ventana. Jack había tenido la intención de volver a aislar todas las ventanas en otoño, según recordaba, y entonces pensó: «Tal vez ha vuelto por eso». Aquello era una locura; Jack estaba en el fondo del mar, pero…

Maddie permaneció sentada con la cabeza ladeada y la labor inmóvil entre las manos. Una botita de color rosa. Ya había tejido un par de botitas azules. De repente, le parecía oír más de lo normal. El viento. El lejano rugido de las olas rompiendo en Cricket Ledge. Los crujidos y gruñidos de la casa, como una anciana que se buscara la posición más cómoda en la cama. El tictac del reloj en el recibidor.

—¿Jack? —llamó en la silenciosa noche que había dejado de serlo—. ¿Eres tú, querido?

En aquel instante, la ventana del salón se hizo añicos y lo que la atravesó dando tumbos no era Jack, en realidad, sino un esqueleto cubierto por algunos jirones de carne podrida.

Todavía llevaba la brújula colgada del cuello, así como una barba de musgo.

El viento hizo revolotear las cortinas sobre su cabeza cuando cayó de bruces, se incorporó hasta quedar a gatas y la miró con las negras cuencas de los ojos, en las que había lapas adheridas.

Emitía una especie de gruñidos. Abrió la boca descarnada y entrechocó los dientes. Tenía hambre… pero en aquella ocasión no le bastaría la sopa de pollo con fideos. Ni siquiera de las de lata.

Más allá de las cuencas de los ojos rellenas de lapas, colgaba y se balanceaba una sustancia grisácea, y Maddie se dio cuenta de que se trataba de lo que quedaba del cerebro de Jack. Permaneció sentada, paralizada, cuando Jack se levantó y empezó a avanzar hacia ella, dejando rastros negros de algas sobre la moqueta, los dedos alargados hacia ella. Apestaba a sal y a profundidad. Avanzaba con las manos extendidas, abriendo y cerrando la mandíbula con ademán mecánico. Maddie vio que llevaba los restos de la camisa a cuadros negros y rojos que le había comprado en L. L. Bean la pasada Navidad. Le había costado un riñón, pero Jack había afirmado una y otra vez que abrigaba mucho, y mira lo que ha durado, lo que queda después de haber pasado tanto tiempo bajo el agua.

Las frías telarañas de hueso que habían sido sus dedos le rozaron el cuello antes de que el bebé diera su primera patada; aquello ahuyentó la parálisis que la atenazaba y que ella había tomado por calma, y sin vacilar clavó una de las agujas de tejer en el ojo de la criatura.

Entre espantosos gorgoteos que le recordaron la succión de un pozo negro, el ser retrocedió dando tumbos al tiempo que se aferraba a la aguja, de cuyo extremo, frente a la cavidad que antaño había sido su nariz, pendía aún la botita rosa a medio hacer. De la cavidad surgió una babosa que cayó sobre la botita, dejando un rastro húmedo tras de sí.

Jack tropezó contra el borde de la mesa que Maddie había comprado en una subasta al aire libre justo después de la boda. Recordaba lo que le había costado decidirse a comprarla, la lucha interna que había librado hasta que Jack sentenció que o la compraba para ponerla en el salón o le pagaba a la «maruja» que llevaba la subasta el doble de lo que pedía por el maldito trasto y lo convertía en leña con…

… con el…

La criatura chocó contra el suelo y se oyó un crujido cuando su frágil estructura se partió en dos. La mano derecha se sacó la aguja de tejer manchada de grisáceos sesos podridos de la cuenca del ojo y la arrojó lejos de sí. La parte superior de su cuerpo se arrastró de nuevo hacia ella. Las mandíbulas seguían abriéndose y cerrándose mecánicamente.

Maddie creía que la cosa intentaba sonreír, y en aquel momento, el bebé le dio otra patada y ella recordó lo extrañamente cansado que había parecido Jack aquel día que habían ido a la subasta de Mabel Hanratty. «Cómprala, Maddie, por el amor de Dios. Estoy cansado. Quiero ir a casa a cenar. Y si no te decides, le pagaré a la vieja bruja el doble de lo que pide y la convierto en leña con el…»

Una mano fría y húmeda la agarró por el tobillo; los dientes contaminados se prepararon para morder. Para matarlos a ella y al bebé. Maddie se zafó de aquella mano, dejándole tan solo la zapatilla, que la criatura masticó durante un momento antes de escupirla.

Cuando Maddie regresó del vestíbulo, la cosa, es decir, la mitad superior de la cosa, estaba entrando a rastras en la cocina. La brújula se arrastraba sobre las baldosas. Levantó la cabeza al oírla, y a Maddie le pareció distinguir una expresión interrogante en los agujeros negros que habían albergado sus ojos antes de blandir el hacha y partirle el cráneo como él le había advertido que haría con la mesa.

La cabeza se partió en dos; los sesos se esparcieron por las baldosas como gachas de avena podridas, sesos repletos de babosas y gelatinosos gusanos de mar, sesos que olían como una marmota muerta que se hubiera descompuesto, llenado de gas y estallado en un caluroso día de verano.

No obstante, sus manos seguían golpeando las baldosas con un ruidito que recordaba los andares de las cucarachas.

Maddie siguió troceando… troceando… troceando.

Por fin, la criatura quedó inmóvil.

Una intensa punzada de dolor le atenazó el vientre, y durante un instante, Maddie se vio acometida por un terrible pánico. «¿Será un aborto? ¿Voy a abortar?» Pero el dolor cesó y el bebé volvió a patalear, esta vez con mayor fuerza.

Maddie regresó al salón con el hacha, que ahora olía a tripas.

De algún modo, las piernas de Jack habían conseguido no caer al suelo.

—Jack, te quería con toda mi alma —dijo—, pero este no eres tú.

Volvió a blandir el hacha en un arco sibilante que partió la pelvis y la alfombra antes de clavarse profundamente en el sólido parquet de roble.

Las piernas se separaron, se estremecieron violentamente durante al menos cinco minutos y a continuación quedaron inmóviles. Al cabo de un rato, también los dedos de los pies dejaron de temblar.

Maddie lo llevó al sótano pedazo a pedazo. Se puso los guantes acolchados de la cocina y envolvió todos los pedazos en las mantas aislantes que Jack guardaba en el cobertizo y que ella nunca había tirado. Jack y su tripulación las echaban sobre las nasas en los días fríos, a fin de que las langostas no se congelaran.

Una mano arrancada se cerró en torno a la muñeca de Maddie. La mujer esperó con el corazón en un puño, y al cabo de un momento la mano la soltó. Y aquel fue el fin. El fin de Jack.

Bajo la casa había un pozo sin usar. Estaba contaminado, y Jack había tenido la intención de limpiarlo y llenarlo. Maddie apartó la pesada tapa de cemento de modo que su sombra se proyectara sobre el suelo de tierra como un eclipse parcial, y a continuación arrojó los pedazos de Jack, atenta a los chapoteos de los paquetes en cuanto llegaban al fondo del pozo. Una vez terminada la labor, volvió a colocar la pesada tapa en su lugar.

—Descansa en paz —susurró.

Una voz interior le contestó que su marido descansaba en pedazos, y en aquel momento, Maddie estalló en sollozos, y los sollozos degeneraron en chillidos histéricos, y se tiró del cabello y se arañó los pechos hasta sangrar, y pensó: «Me he vuelto loca, esto es lo que se siente cuando una se vuelve lo…».

Pero antes de completar el pensamiento se desmayó, y el desmayo se convirtió en un profundo sueño, y al día siguiente se encontraba como nueva.

No obstante, no se lo contaría a nadie.

Nunca.

—Puedo soportarlo —repitió.

Al pronunciar aquellas palabras, desterró la imagen de la aguja de tejer, con la botita balanceándose en un extremo, clavada en la cuenca manchada de algas de la cosa que antes había sido su marido y padre del bebé que llevaba en su seno.

—De verdad.

Así pues, Dave le contó el resto, tal vez porque tenía que contárselo a alguien si no quería volverse loco, pero pasó por alto los detalles más repugnantes. Le contó que habían troceado con las sierras eléctricas los cadáveres que se negaban en redondo a volver al reino de los muertos, pero no le contó que algunas partes habían seguido retorciéndose… Manos arrancadas de brazos que intentaban aferrarse a algo, pies separados de sus piernas correspondientes que escarbaban en la tierra sembrada de balas como si intentaran escapar… Ni le contó que habían rociado aquellas partes con combustible y les habían prendido fuego. No hacía falta que se lo contara. Maddie había visto la pira desde su casa.

Más tarde, el único camión de bomberos de la isla Gennesault había apuntado la manguera a los restos de la hoguera, aunque no había muchas probabilidades de que se propagara el fuego, porque un fuerte viento del este arrojaba las chispas hacia la costa de la isla. Cuando ya no quedaba nada aparte de un montón de cenizas humeantes, hediondas y sebosas (en las que, de vez en cuando se apreciaba un movimiento, como el espasmo de un músculo cansado), Matt Arsenault puso en marcha su vieja excavadora D-9, sobre cuyo cucharón de acero y bajo la desvaída gorra de tela, el rostro de Matt había aparecido blanco como la nieve, y apisonado toda aquella porquería demoníaca.

La luna se elevaba en el cielo cuando Frank llamó a Bob Daggett, Dave Eamons y Cal Partridge. Se dirigió a Dave.

—Sabía que pronto llegaría el momento, y finalmente ha llegado —empezó.

—Pero ¿de qué estás hablando, tío? —inquirió Bob.

—De mi corazón —repuso Frank—. Mi maldito corazón se ha estropeado del todo.

—Oye, tío Frank…

—Ni tío Frank ni puñetas —interrumpió el viejo—. No tengo tiempo para escuchar tus monsergas. La mitad de mis amigos la han palmado de lo mismo. No es una maravilla, pero podría ser peor; la verdad es que es mucho mejor que diñarla de cáncer. Bueno, pero ahora tenemos este otro asunto de que preocuparnos, y lo único que quiero decir al respecto es que cuando me muera tengo la intención de quedarme bien muerto. Cal, méteme el rifle en la oreja izquierda. Dave, cuando levante el brazo derecho, me hundes el tuyo en el sobaco. Y Bobby, tú me pones el tuyo justo encima del corazón. Voy a rezar el Padrenuestro y cuando diga amén, los tres apretáis el gatillo al mismo tiempo.

—Tío Frank… —consiguió articular Bob.

Estaba a punto de desmayarse.

—Te he dicho que no empieces con eso —volvió a interrumpirlo Frank—. Y no se te ocurra, ni por un instante, desmayarte delante mío, gallina, más que gallina. Y ahora haz el favor de mover el culo y venir aquí.

Bob obedeció.

Frank miró a los tres hombres, cuyos rostros estaban tan pálidos como lo había estado el de Matt Arsenault al apisonar a hombres y mujeres que había conocido desde que era un crío y llevaba pantalones cortos y zapatos de crío.

—No la fastidiéis —advirtió Frank.

Hablaba con todos ellos, aunque tal vez se dirigía especialmente a su sobrino nieto.

—Si creéis que vais a echaros atrás, recordad que yo habría hecho lo mismo por vosotros.

—Déjate de discursos —terció Bob con voz ronca—. Te quiero, tío Frank.

—No eres como tu padre, Bobby Daggett, pero yo también te quiero a ti —repuso Frank con serenidad.

De pronto lanzó un grito de dolor y alzó el brazo izquierdo como un tipo en Nueva York que tiene que encontrar un taxi a toda prisa, y empezó a rezar su última oración.

—Padrenuestro que estás en los cielos… ¡Maldita sea, cómo duele! Santificado sea Tu nombre… ¡Oh, jo…lines! Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad, así en la tierra como en…

El brazo alzado de Frank se agitaba con violencia. Dave Eamnos, que había encajado el cañón del rifle en el sobaco del viejales, lo observó con la misma atención con la que un leñador observa un gran árbol como si tuviera malas intenciones y fuera a caer en la dirección equivocada. Todos los hombres de la isla contemplaban la escena. El pálido rostro del anciano aparecía bañado en sudor. Tenía los labios contraídos en una mueca que ponía al descubierto su dentadura postiza amarillenta, y Dave percibió incluso el olor del elixir para dentaduras postizas en su aliento.

—… ¡como en el cielo! —masculló—. ¡No nos dejes caer en la tentación mas líbranos del mal, oh mierda, por los siglos de los siglos AMÉN!

Los tres hombres dispararon, y tanto Cal Partridge como Bob Daggett perdieron el conocimiento, pero Frank no intentó levantarse y echar a andar.

Frank Daggett había tenido la intención de seguir muerto, y eso fue exactamente lo que hizo.

Una vez hubo empezado a contar la historia, Dave fue incapaz de detenerse, así que se maldijo por haber empezado. No era una historia adecuada para una mujer embarazada.

Pero Maddie lo besó en la mejilla y le dijo que creía que se había portado de maravilla, y que Frank también se había portado de maravilla. Dave se marchó algo mareado, como si lo acabara de besar una mujer desconocida.

Y en el fondo, así era.

Maddie lo miró alejarse por el sendero hacia el camino de tierra que era una de las dos carreteras de Jenny, donde dobló a la izquierda. Se tambaleaba un poco a la luz de la luna, se tambaleaba de cansancio, pensó ella, pero también de horror. El corazón de Maddie lo acompañaba… los acompañaba a todos… Le habría gustado decirle a Dave que lo quería y besarle de lleno en la boca en lugar de rozarle la mejilla, pero quizá habría malinterpretado el gesto, por mucho que estuviera muerto de cansancio y por mucho que ella estuviera embarazada de cinco meses.

Pero lo cierto era que lo quería, que los quería a todos, porque habían pasado por un infierno para convertir aquella pequeña mancha de tierra, situada a setenta kilómetros de la costa, en un lugar seguro para ella.

Y para su hijo.

—Tendrá que ser un parto en casa —murmuró alzando la mirada hacia la luna cuando Dave se perdió de vista tras la oscura sombra de la antena parabólica de los Pulsifer—. Será un parto en casa… y todo irá bien.