Cuando Mary despertó, se habían perdido. Lo sabía, y Clark también lo sabía, aunque al principio no quiso admitirlo. Había adoptado aquella expresión que decía: «Estoy Cabreado Así que No me Fastidies», con la boca empequeñeciéndose cada vez más, hasta que uno tenía la sensación de que iba a desaparecer por completo. Y además, Clark no emplearía la expresión «nos hemos perdido»; Clark diría: «Debemos de haber girado mal en algún sitio», e incluso aquello estaría a punto de provocarle un infarto.
Habían salido de Portland el día anterior. Clark trabajaba en una empresa de ordenadores, una de las gigantes, y había sido idea suya eso de ver algo de Oregón aparte de la agradable pero aburrida zona residencial de clase media alta en la que vivían, una zona que sus habitantes conocían por el nombre de Ciudad del Software.
—Dicen que hay unos parajes preciosos por ahí —le había contado Clark—. ¿Quieres ir a echar un vistazo? Tengo una semana de vacaciones, y ya han empezado a correr rumores de traslado. Si no aprovechamos la ocasión para ir a ver el verdadero Oregón ahora, creo que los últimos dieciséis meses no serán más que un agujero negro en mi memoria.
Mary había accedido de buen grado, porque la escuela había terminado diez días antes y no tenía clases de verano. Además, le seducía la idea de un viaje casual y espontáneo, aunque olvidaba que, a menudo, ese tipo de vacaciones acababan como las suyas, con los viajeros perdidos en alguna carretera secundaria que avanzaba por el sendero cubierto de mala hierba del quinto pino. Era una aventura, suponía Mary, al menos uno podía verlo así si quería, pero había cumplido los treinta y dos en enero, y creía que ya estaba un poco crecidita para las aventuras. A esas alturas, su idea de unas vacaciones realmente agradables consistía en un motel con una piscina limpia, albornoces sobre la cama y un secador de pelo que funcionara en el cuarto de baño.
No obstante, el día anterior lo habían pasado bien; el paisaje era tan maravilloso que incluso Clark había quedado lo suficientemente impresionado como para permanecer en silencio, por una vez. Habían pasado la noche en una encantadora fonda rural situada al este de Eugene, habían hecho el amor no una vez sino dos, algo de lo que, sin lugar a dudas, no era demasiado vieja para disfrutar, y por la mañana se habían dirigido hacia el sur con la intención de pasar la noche en las cataratas Klamath. Habían empezado el día en la carretera estatal 58 de Oregón, y aquello también había estado bien, pero más tarde, mientras comían en Oakridge, Clark había propuesto abandonar la carretera principal, que estaba repleta de caravanas y camiones cargados de troncos.
—Bueno…, no sé —había empezado Mary con el tono dubitativo de una mujer que ha oído muchas propuestas similares de su hombre y ha sufrido las consecuencias de unas cuantas—. No me haría ninguna gracia perderme por ahí, Clark. Parece muy vacío.
Había señalado con una cuidada uña una mancha verde denominada los Bosques de Boulder Creek.
—Aquí dice Bosques, es decir, nada de gasolineras, lavabos ni moteles.
—Oh, vamos —había replicado Clark mientras empujaba a un lado los restos de su pollo frito.
En el tocadiscos, Steve Earle y los Dukes cantaban Seis días en la carretera, y más allá de las ventanas surcadas de suciedad, un puñado de niños de aspecto aburrido hacían piruetas con sus monopatines. Daba la impresión de que estaban matando el tiempo, a la espera de ser lo suficientemente mayores para largarse para siempre de aquel pueblo, y Mary los comprendía a la perfección.
—Pan comido, cariño. Seguimos por la 58 unos cuantos kilómetros al este… y después giramos hacia el sur por la comarcal 42…, ¿lo ves?
—Ajá.
Mary también veía que, mientras que la carretera 58 era una gruesa línea roja, la carretera 42 no era más que una línea flaca en zigzag. Pero en aquel momento había estado repleta de carne y puré de patatas, y no había querido poner en tela de juicio el instinto pionero de Clark mientras se sentía como una boa constrictor que se acabara de tragar una cabra. Lo que le apetecía, de hecho, era retreparse en el asiento de su viejo y encantador Mercedes y echar una cabezadita.
—Y luego —había insistido Clark—, está esta carretera de aquí. No está numerada, así que supongo que no es más que un camino rural, pero va directamente a las Cataratas Toketee. Y desde ahí no hay más que un tiro de piedra hasta la carretera 97, así que, ¿qué te parece?
—Pues que seguramente nos perderemos —había respondido ella, aunque más tarde lo lamentó—. Pero supongo que no pasará nada siempre y cuando encuentres un lugar lo bastante ancho como para dar la vuelta con la Princesa.
—¡Perfecto! —había exclamado Clark con una amplia sonrisa.
Volvió a empujar el pollo frito hacia el centro del plato y dio buena cuenta de él, con salsa fría y todo.
—Argh —había mascullado Mary con una mano ante el rostro mientras hacía una mueca—. ¿Cómo puedes comerte eso?
—Está bueno —había asegurado Clark con la boca llena, de un modo en que solo su mujer lo habría entendido—. Además, cuando viajas deberías comer siempre los platos típicos de cada zona.
—Pues parece como si alguien hubiera estornudado en una hamburguesa pasada —había comentado Mary—. Repito: argh.
Abandonaron Oakridge de buen humor, y al principio todo había marchado sobre ruedas. Los problemas comenzaron cuando dejaron la 42 para tomar la carretera sin numerar, la que, según afirmaba Clark, los conduciría a las cataratas Toketee en un abrir y cerrar de ojos. En un principio no hubo problema, porque fuera un camino rural o no, lo cierto era que aquella vía estaba en mejor estado que la 42, que habían encontrado surcada de baches y grietas causadas por las heladas, aunque fuera verano. Habían avanzado sin novedad, turnándose para poner cintas en el radiocasete del coche. A Clark le gustaba gente como Wilson Pickett, Al Green y los Pop Staples. Mary, por su parte, tenía gustos muy diferentes.
—Pero ¿qué ves en todos estos tipos blancos? —preguntó Clark cuando Mary puso su cinta favorita en aquel momento, New York, de Lou Reed.
—Estoy casada con uno, ¿no? —replicó ella.
Aquello hizo reír a su marido.
El primer problema surgió al cabo de un cuarto de hora, cuando llegaron a una bifurcación. Ambos caminos parecían igualmente prometedores.
—Maldita sea —masculló Clark mientras detenía el coche y abría la guantera para coger el mapa.
Lo examinó durante largo rato.
—Esto no sale en el mapa.
—Oh, no, ya empezamos —suspiró Mary.
Estaba a punto de dormirse cuando Clark se detuvo ante la inesperada bifurcación, y sentía cierta irritación hacia él.
—¿Quieres un consejo? —preguntó.
—No —replicó Clark, también un poco irritado—, pero supongo que me lo darás de todas formas. Y me fastidia cuando pones los ojos en blanco, por si no lo sabías.
—¿Cuando los pongo cómo, Clark?
—Como si yo fuera perro viejo que acabara de tirarse un pedo debajo de la mesa. Vamos, dime lo que piensas. Suéltalo, no te cortes.
—Da la vuelta ahora que estás a tiempo. Ese es mi consejo.
—Ajá. Solo te falta una pancarta que diga ARREPIÉNTETE.
—Qué, ¿te crees muy gracioso?
—No lo sé, Mary —replicó su marido en tono hosco.
Permaneció sentado, mirando alternativamente el parabrisas salpicado de insectos muertos y el mapa que tenía delante. Llevaban casados casi quince años, y Mary lo conocía lo suficiente como para creer que Clark insistiría con toda seguridad en seguir adelante…, no a pesar de la bifurcación inesperada, sino precisamente a causa de ella.
«Cuando Clark Willingham se está jugando las pelotas, no retrocede ante nada», se dijo Mary al tiempo que se llevaba una mano a la boca para ocultar la sonrisa que estaba a punto de escapársele.
No fue lo bastante rápida. Clark le lanzó una mirada y arqueó una ceja. Por la mente de Mary cruzó una idea repentina y desconcertante. Si podía leerle el pensamiento a Clark con la misma facilidad con la que leía un libro de cuentos después de todos aquellos años, era muy posible que él pudiera hacer lo mismo con ella.
—¿Pasa algo? —preguntó Clark con voz un poco demasiado aguda.
Fue en aquel momento, antes de que se durmiera, se daba cuenta ahora, cuando la boca de su marido había empezado a convertirse en una fina línea.
—¿Hay algo que quieras decirme, cariño? —insistió Clark.
Mary meneó la cabeza.
—Nada, solo me estaba aclarando la garganta.
Clark asintió con un gesto, se empujó las gafas sobre la frente cada vez más despejada y alzó el mapa hasta que casi le rozó la punta de la nariz.
—Bueno —empezó—, tiene que ser el camino de la izquierda, porque es el que va hacia el sur, hacia las cataratas Toketee. El otro se dirige hacia el este. Seguramente es el camino de algún rancho o algo así.
—¿Un camino de rancho con una línea divisoria amarilla?
La boca de Clark se empequeñeció un poco más.
—Te sorprendería saber lo bien que les van las cosas a algunos de estos rancheros —replicó.
Mary sopesó la posibilidad de decirle que los tiempos de los exploradores y los pioneros ya habían pasado a la historia, que no se estaba jugando los testículos, pero decidió que prefería mil veces echar una cabezadita bajo el sol de la tarde a discutir con su marido, sobre todo después de la sesión doble de la noche anterior. Y al fin y al cabo, tarde o temprano llegarían a alguna parte, ¿no?
Acunada por aquella idea tan consoladora y con Lou Reed de fondo, cantando un tema sobre la última gran ballena de América, Mary Willingham se durmió. Cuando la carretera que Clark había escogido empezó a deteriorarse, Mary se había sumido en un sueño ligero. Soñaba que estaban de nuevo en la cafetería de Oakridge en la que habían almorzado. Estaba intentando introducir una moneda en el tocadiscos, pero la ranura estaba bloqueada por algo que parecía carne viva. Uno de los niños que había estado jugando en el estacionamiento pasaba junto a ella con su monopatín y la gorra de los Trailblazers puesta del revés.
«¿Qué le pasa a este trasto?», le preguntaba Mary.
El chico se acercaba, echaba un rápido vistazo y se encogía de hombros. «Nada —contestaba—. Es el cuerpo de algún tipo, muerto para ti y para todos. Esto no es cualquier cosa, sino cultura de masas, pichoncito.»
Entonces alargaba la mano, le retorcía el pezón derecho de un modo nada amistoso, por cierto, y se alejaba. Cuando Mary volvía la mirada hacia el tocadiscos, veía que estaba lleno de sangre y objetos oscuros que flotaban y que se parecían sospechosamente a órganos humanos.
«Quizá sea mejor que dejes en paz ese disco de Lou Reed», pensaba Mary. Y de repente, en medio del charco de sangre que crecía tras el vidrio, un disco flotaba hacia el plato, como si le hubiera leído el pensamiento, y Lou Reed empezaba a cantar Busload of Faith.
Mientras Mary tenía aquel sueño cada vez más desagradable, la carretera siguió empeorando; los parches fueron multiplicándose hasta que toda la carretera se convirtió en un remiendo. El disco de Lou Reed, uno de los largos, terminó por fin, y la cinta empezó a sonar de nuevo por la primera cara. Clark ni siquiera se percató de ello. La agradable expresión con la que había iniciado el día había desaparecido por completo. Su boca se había encogido hasta adquirir el aspecto de un capullo. Si Mary hubiera estado despierta, le habría persuadido para que diera la vuelta y retrocediera todos aquellos kilómetros. Lo sabía, al igual que sabía cómo lo miraría si despertaba y veía aquella estrecha serpiente de asfalto troceado, que solo podía denominarse carretera si uno ponía toda la buena voluntad del mundo, flanqueada de espesos bosques de pinos que se cernían sobre la calzada de tal forma que el asfalto permanecía siempre en la sombra. No se habían cruzado con un solo coche desde que abandonaran la carretera estatal 42.
Sabía que debería dar la vuelta; Mary no soportaba que se metiera en líos como aquel, aunque siempre olvidaba la gran cantidad de veces que él había conseguido llegar a su destino sin vacilar por carreteras desconocidas. Clark Willingham era uno de los muchos millones de hombres americanos que estaban convencidos de que tenían una brújula en la cabeza. Pese a todo, continuó, obstinado al principio con que tenían que llegar a las cataratas Toketee por aquel camino, y más tarde solo esperándolo. Además, no había ningún sitio para dar la vuelta. Si lo intentaba, hundiría la Princesa hasta los guardabarros en una de las zanjas lodosas que flanqueaban aquel miserable camino de cabras que no merecía el nombre de carretera…, y quién sabía cuánto tiempo tardaría una grúa en llegar allí, o cuántos kilómetros tendría que recorrer a pie para llamar una.
Por fin llegó a un lugar en el que podía dar la vuelta, otra bifurcación, pero decidió no hacerlo. La razón era bien sencilla. Mientras que la vía de la derecha era un sendero de grava con una tira de hierbajos en el centro, la rama izquierda volvía a ser una carretera ancha, bien pavimentada y dividida por una brillante línea amarilla. Según la brújula cerebral de Clark, aquella carretera se dirigía hacia el sur. Casi olía las cataratas Toketee. Quince kilómetros, tal vez veinticinco; treinta a lo sumo.
No obstante, al menos consideró la posibilidad de dar la vuelta. Cuando se lo contó a Mary más tarde, su mujer lo observó con suspicacia, pero era cierto. Decidió continuar porque Mary había empezado a removerse en su asiento, y estaba casi seguro de que la carretera desigual y llena de baches por la que habían llegado la despertaría si daban la vuelta… y que entonces ella lo miraría con aquellos grandes y hermosos ojos azules suyos. Aquello colmaría el vaso.
Además, ¿por qué perder una hora y media retrocediendo si las cataratas Toketee no estaban más que a un tiro de piedra? «Mira esta carretera —se dijo—. ¿Crees que una carretera así va a quedar cortada de pronto, en ninguna parte?»
Puso la Princesa en primera, tomó el camino de la izquierda y, sí, señor, la carretera quedaba cortada al cabo de un rato. Después de la primera cuesta, la línea divisoria desapareció. Después de la segunda, el pavimento terminó y se hallaron en un maltrecho camino de tierra, con los oscuros bosques cada vez más inclinados sobre ellos y el sol, como Clark advirtió por primera vez, en el lado equivocado del cielo.
El pavimento terminó con demasiada brusquedad como para que Clark tuviera tiempo de frenar y guiar la Princesa suavemente hacia la nueva superficie, y la sacudida de los amortiguadores despertó a Mary, que se incorporó de un salto y miró en derredor con los ojos muy abiertos.
—¿Dónde…? —empezó.
En aquel preciso instante, y para hacer de aquella tarde una ocasión perfecta y completa, la ronca voz de Lou Reed se aceleró hasta que cantó la letra de Good Evening, Mr. Waldheim a la velocidad de un personaje de dibujos animados.
—¡Oh! —exclamó Mary al tiempo que pulsaba el botón de expulsión.
La cinta salió despedida, seguida de una fea sustancia marrón…, metros de cinta brillante.
La Princesa tropezó con un bache casi sin fondo, dio una sacudida hacia la izquierda y por fin se enderezó y salió del hoyo como un barquito de recreo en plena tempestad.
—¿Clark?
—No digas nada —masculló su marido entre dientes—. No nos hemos perdido. Esto volverá a convertirse en asfalto dentro de un momento, seguramente después de la próxima cuesta. No nos hemos perdido.
Alterada todavía por el sueño que había tenido, aunque no recordaba con exactitud de qué se había tratado, Mary, apenada, dejó la cinta estropeada sobre su regazo. Suponía que podría comprar otra… pero no ahí, en el quinto pino. Echó un vistazo a los árboles que avanzaban hacia el sendero como invitados hambrientos en un banquete, y se dijo que faltaba mucho para llegar a la tienda de Tower Records más cercana.
Miró a Clark, comprobó que tenía las mejillas coloradas y que su boca casi había desaparecido, y decidió que lo más diplomático sería mantener la boca cerrada, al menos de momento. Si se quedaba callada y no adoptaba una actitud acusatoria, habría más posibilidades de que Clark recobrara el sentido común antes de que aquel camino de cabras acabara en una cantera o en unas arenas movedizas.
—Además, no puedo dar la vuelta en ninguna parte —prosiguió Clark como si Mary se lo hubiera sugerido.
—Ya lo veo —repuso ella en tono neutro.
Clark le lanzó una mirada, tal vez deseoso de discutir, tal vez tan solo avergonzado y con la esperanza de que Mary no estuviera demasiado cabreada con él, al menos de momento, y a continuación volvió su atención hacia el paisaje. En el centro del sendero se veía ahora una tira de hierbajos, y el camino se había estrechado tanto que si llegaban a cruzarse con otro coche, uno de los dos tendría que dar marcha atrás. Y eso no era todo. El piso de los dos carriles del sendero parecía cada vez menos seguro; los árboles cubiertos de maleza tenían aspecto de estar disputándose su lugar en la empapada tierra.
No había postes de electricidad a lo largo del camino. Mary estuvo a punto de indicárselo a Clark, pero decidió que sería más sensato no mencionar tampoco ese punto. Su marido condujo en silencio hasta que llegaron a una curva en pendiente. Había esperado algún signo de mejora al otro lado de la cuesta, pero el sendero cubierto de maleza continuaba inexorable. En todo caso, se había tornado más desigual y estrecho, y a Clark empezaba a recordarle los senderos de las fantasías épicas que tanto le gustaba leer, obras de escritores tales como Terry Brooks, Stephen Donaldson y, por supuesto, J. R. R. Tolkien, el padre espiritual de todos los anteriores. En aquellos cuentos, los personajes, que, por lo general, tenían los pies peludos y las orejas en punta, tomaban aquellos senderos descuidados en contra de sus instintos pesimistas, y casi siempre acababan luchando contra gnomos, duendes y esqueletos que blandían mazas.
—Clark…
—Ya lo sé —interrumpió su marido golpeando el volante con la mano izquierda, un golpe seco y frustrado que no hizo más que activar el claxon—. Ya lo sé.
Detuvo el Mercedes, que ya ocupaba la carretera entera (¿Carretera?, diablos, callejuela ya era un nombre demasiado rimbombante para ella), puso punto muerto y se apeó. Mary lo siguió, aunque más despacio.
La fragancia balsámica de los árboles era celestial, y Mary se dijo que había algo hermoso en aquel silencio, un silencio que no se veía interrumpido por el rugido de motor alguno, ni siquiera el zumbido lejano de ningún avión, ni por ninguna voz humana…, pero al mismo tiempo, tenía algo sobrecogedor. Incluso los sonidos que oía, el canto de un pájaro en los abetos, el susurro del viento, el sordo gruñido del motor diésel de la Princesa, acentuaban el muro de silencio que los rodeaba.
Mary miró a Clark por encima del techo gris de la Princesa, y en su mirada no había reproche ni enojo, sino una llamada de ayuda. «Sácanos de aquí, ¿de acuerdo? Por favor.»
—Lo siento, cariño. —La preocupación que revelaba su rostro no la tranquilizó en absoluto—. De verdad.
Mary intentó hablar, pero de su boca no brotó sonido alguno en el primer momento. Carraspeó y volvió a intentarlo.
—¿Qué te parece si damos la vuelta, Clark?
Su marido lo consideró durante unos instantes, en los que el pájaro que había oído tuvo tiempo de volver a emitir su llamada y ser contestado desde las profundidades del bosque, y por último meneó la cabeza.
—Solo como último recurso. Hay al menos cuatro kilómetros hasta la última bifurcación…
—¿Quieres decir que hemos pasado otra bifurcación?
Clark hizo una mueca, bajó la mirada y asintió con la cabeza.
—Dar la vuelta… Bueno, ya ves lo estrecha que es la carretera y el fango que hay en las cunetas. Si nos caemos en una…
Meneó la cabeza y suspiró.
—Así que seguimos.
—Creo que sí. Si la carretera se fastidia del todo, tendré que intentar dar la vuelta, por supuesto.
—Pero para entonces ya estaremos mucho más metidos en el bosque, ¿no?
De momento estaba consiguiendo, y no del todo mal, que el tono acusatorio no apareciera en su voz, pero cada vez le resultaba más difícil. Estaba cabreada con él, muy cabreada, y también cabreada consigo misma, por permitir que los metiera en aquel lío y por tratarlo con la suavidad con que lo estaba tratando en aquel momento.
—Sí, pero prefiero intentar encontrar un lugar para dar la vuelta más adelante que arriesgarme a conducir marcha atrás durante varios kilómetros por este camino de mierda. Si resulta que tenemos que dar marcha atrás, me lo tomaré con calma; conduciré durante cinco minutos, descansaré durante diez y volveré a conducir otros cinco. —Esbozó una sonrisa forzada—. Será una auténtica aventura.
—Oh, sí, eso seguro —repuso Mary mientras se repetía que su definición de aquel tipo de cosas no era aventura, sino coñazo—. ¿Estás seguro de que no quieres seguir solo porque en realidad crees que encontraremos las cataratas Toketee al otro lado de la próxima cuesta?
Durante un instante, la boca de Clark pareció desaparecer por completo, y Mary se preparó para aguantar un chaparrón de justiciera ira masculina. De repente, hundió la cabeza entre los hombros y negó con la cabeza. En aquel momento, Mary vio el aspecto que tendría treinta años más tarde, y aquello la asustó mucho más que estar en el quinto pino, atrapada en una carretera secundaria.
—No —dijo Clark—. Ya he desistido de encontrar las cataratas Toketee. Una de las grandes reglas de viajar por América es que los caminos sin postes eléctricos, al menos a un lado, no llevan a ninguna parte.
Así que él también se había dado cuenta.
—Vamos —prosiguió Clark mientras volvía a subir al coche—. Voy a intentar salir de aquí. Y la próxima vez te haré caso.
«Sí, seguro —pensó Mary entre divertida y resentida—. Eso ya lo has dicho mil veces.» Pero antes de que Clark pusiera la palanca de cambio en primera, Mary posó una mano sobre la de él.
—Sé que lo harás —dijo, convirtiendo las palabras de él en una promesa—. Y ahora salgamos de este lío.
—Cuenta con ello —repuso Clark.
—Y ten cuidado.
—También puedes contar con eso.
Clark le dedicó una leve sonrisa que la hizo sentirse un poco mejor, y a continuación puso la primera. El gran Mercedes gris, que desentonaba bastante en aquellos profundos bosques, empezó a deslizarse lentamente por el tenebroso sendero.
Avanzaron casi dos kilómetros más según el cuentakilómetros, pero no se produjo cambio alguno en el paisaje, salvo que el camino de carros se estrechó aún más. Mary pensó que los descuidados abetos ya no parecían invitados hambrientos en un banquete, sino espectadores curiosos y morbosos de un terrible accidente. Si el camino se hacía más estrecho, las ramas de los árboles empezarían a arañar los flancos del coche. Entretanto, la tierra que había debajo de los árboles había dejado de ser fangosa para tornarse pantanosa. En algunas depresiones del terreno, Mary vio charcos de agua estancada cubiertos de polen y agujas de abeto caídas. El corazón le latía demasiado aprisa, y dos veces se sorprendió mordiéndose las uñas, un hábito que creía haber superado definitivamente un año antes de conocer a Clark. Empezaba a darse cuenta de que si se quedaban atascados entonces, lo más probable era que se vieran obligados a pasar la noche en la Princesa. Y en aquel bosque había animales, los había oído en los alrededores. Algunos de ellos parecían osos. La idea de toparse con un oso mientras estaban ahí parados, mirando el Mercedes atascado, hizo que el corazón de Mary diese un vuelco.
—Clark, creo que será mejor que lo dejemos e intentemos dar marcha atrás. Ya son más de las tres y…
—¡Mira! ¿No es una señal?
Mary entornó los ojos para ver mejor. Ante ellos, el sendero ascendía hacia la cumbre de una colina cubierta de espeso bosque. Cerca de la cima se veía una señal de color azul brillante.
—Sí —asintió—. Es una señal.
—¡Estupendo! ¿Puedes leer lo que dice?
—Ajá… Dice: SI HABÉIS LLEGADO HASTA AQUÍ, LA HABÉIS CAGADO DEL TODO.
Clark le lanzó una mirada entre divertida e irritada.
—Muy gracioso, Mary.
—Gracias, Clark. Hago lo que puedo.
—Iremos hasta la cima de la colina, leeremos la señal y veremos lo que hay al otro lado de la cuesta. Si no vemos nada esperanzador, intentaremos dar marcha atrás, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Clark le dio una palmadita en el muslo y a continuación siguió conduciendo con cuidado. El Mercedes avanzaba con tal lentitud que oían el suave sonido de la maleza al chocar contra los bajos del coche. Mary ya distinguía las palabras escritas en la señal, pero en el primer momento no dio crédito a lo que veía, segura de que se había equivocado… Era una locura. Pero cada vez se hallaban más cerca, y las palabras no cambiaron.
—¿Dice lo que creo que dice? —preguntó Clark.
Mary lanzó una carcajada breve y extrañada.
—Sí…, pero debe de ser obra de algún bromista, ¿no crees?
—Ya no creo nada… No hace más que traerme problemas. Pero veo algo que no es una broma. ¡Mira, Mary!
A unos diez metros más allá de la señal, justo antes de llegar a la cima de la colina, el sendero se ensanchaba de forma drástica hasta convertirse de nuevo en una carretera asfaltada y dotada de línea divisoria. Mary sintió que el alivio le quitaba un peso casi físico de encima.
—¿No te parece precioso? —exclamó Clark con una amplia sonrisa.
Mary asintió con una amplía sonrisa que hacía juego con la de su marido.
Al llegar a la altura de la señal, Clark se detuvo para volver a leerla.
—Tiene que ser una broma —repitió Mary.
—Quizá no.
—¿Una ciudad llamada Paraíso del Rock and Roll? Venga, Clark.
—¿Y por qué no? Hay un pueblo llamado Verdad o Acción en Nuevo México, otro que se llama Tiburón Seco, en Nevada, y otro en Pennsylvania que se llama Relaciones. Así que, ¿por qué no Paraíso del Rock and Roll, Oregón?
Mary soltó una risita atolondrada. El alivio que sentía era realmente increíble.
—Te lo has inventado.
—¿Qué?
—Relaciones, Pennsylvania.
—No. Una vez, Ralph Ginzberg intentó enviar desde ahí una revista llamada Eros. Por el matasellos. Los federales no le dejaron. Te lo juro. ¿Y quién sabe? A lo mejor la ciudad fue fundada por un puñado de hippies naturistas en los sesenta. Se volvieron burgueses, con clubes como el Rotary, los masones, etc., pero conservaron el nombre original.
Lo cierto es que la idea le atraía bastante; la hallaba graciosa y extrañamente encantadora al mismo tiempo.
—Además, no creo que importe. Lo que importa es que hemos vuelto a encontrar una carretera asfaltada como Dios manda, cariño. El tipo de carretera por la que conduce la gente normal.
Mary asintió con un gesto.
—Bueno, pues conduce —pidió—; pero ten cuidado.
—No te preocupes.
La Princesa se deslizó sobre el nuevo pavimento, que no era asfalto sino una suave superficie de tierra apisonada que no mostraba ni un remiendo ni una sola junta de dilatación.
—La cautela es mi…
En aquel momento alcanzaron la cima de la colina, y la frase quedó suspendida en sus labios. Pisó el freno con tal brusquedad que los cinturones de seguridad quedaron bloqueados, y a continuación puso la Princesa en punto muerto.
—¡Por las barbas del profeta! —exclamó.
Ambos permanecieron sentados en el Mercedes, con la boca abierta de par en par, contemplando el pueblo que se abría a sus pies.
Se trataba de una joya perfecta, engastada en un valle pequeño y poco profundo que recordaba un hoyuelo. Guardaba un sorprendente parecido, al menos a ojos de Mary, con los cuadros de Norman Rockwell y las ilustraciones de ciudades de provincias de Curtier & Ives. Intentó convencerse de que no se debía más que a la geografía, al hecho de que el pueblo estaba rodeado de bosques verde oscuro, ejércitos de abetos viejos y gruesos que crecían muy juntos más allá de los campos, pero había algo más que la mera geografía, y suponía que Clark lo sabía tan bien como ella. Había algo demasiado encantador y equilibrado en las dos agujas de las iglesias, por ejemplo, que se alzaban en el extremo norte y en el extremo sur del parque municipal respectivamente. El edificio rojo situado al este debía de ser la escuela, y la edificación grande y blanca del oeste, rematada por un campanario y una antena parabólica, debía de ser el ayuntamiento. Las casas parecían demasiado pulcras y acogedoras, la clase de domicilios que uno veía en los anuncios inmobiliarios de revistas de antes de la guerra, como el Saturday Evening Post y American Mercury.
«Debería salir humo de al menos una o dos chimeneas», se dijo Mary, y tras observar el lugar con mayor detenimiento, advirtió que así era. De repente, recordó una de las historias de las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Se titulaba «Marte es el paraíso», y en ella, los marcianos habían camuflado el matadero con tal astucia que llegaba a parecer la ciudad soñada por todo el mundo.
—Da la vuelta —dijo de pronto—. Tendrás sitio suficiente si vas con cuidado.
Clark se volvió lentamente hacia ella con una expresión que no hizo ni pizca de gracia a Mary. La estaba mirando como si creyera que se había vuelto loca.
—Cariño, ¿qué estás…?
—No me gusta, eso es todo —insistió ella.
Sentía un calor cada vez más intenso en el rostro, pero prosiguió pese a todo.
—Me recuerda una historia de miedo que leí cuando era jovencita. —Hizo una pausa—. Me recuerda la casita de chocolate de Hansel y Gretel.
Clark siguió mirándola con aquella mirada patentada por él y que decía: «No puedo creerlo», y Mary se dio cuenta de que su marido quería bajar al pueblo y que seguía siendo víctima del ataque de testosterona que lo había impulsado a abandonar la carretera principal después de comer. Quería explorar, por Dios. Y quería un recuerdo del pueblo, por supuesto. Se conformaría con una camiseta comprada en la tienda del pueblo, una que dijera algo encantador como HE ESTADO EN PARAÍSO DEL ROCK AND ROLL Y ¿SABES? TIENEN UN GRUPO DE LA LECHE.
—Cariño… —empezó en el tono que empleaba cuando pretendía engatusarla para hacer algo o morir en el intento.
—Oh, basta. Si quieres hacer algo agradable por mí, da la vuelta y volvamos a la carretera 58. Si lo haces, podrás volver a comer azúcar esta noche. Ración doble, incluso, si te apetece.
Clark exhaló un profundo suspiro. Tenía las manos sobre el volante y los ojos fijos en el parabrisas.
—Echa un vistazo al otro lado del valle, Mary. —Señaló por fin, aunque sin mirarla—. ¿Ves esa carretera que sube por ahí?
—Sí, ya la veo.
—¿Ves lo ancha que es? ¿Lo lisa que es? ¿Lo bien pavimentada que está?
—Clark, eso no es…
—¡Mira! Creo que acabo de ver un verdadero autobús en esa carretera.
Clark señaló una mancha amarilla que reptaba en dirección al pueblo. Su caparazón de metal brillaba con intensidad bajo el sol de la tarde.
—Ya tenemos un vehículo más en este lado del mundo.
—Aun así…
Clark cogió el mapa que había estado sobre la consola, y cuando se volvió hacia ella, Mary advirtió desconcertada que el tono alegre y persuasivo había ocultado por un momento el hecho de que su marido estaba muy cabreado con ella.
—Escucha, Mare, y escucha con atención porque es posible que después te haga algunas preguntas. Quizá pueda dar la vuelta aquí, pero quizá no. Es un tramo más ancho, pero no estoy tan seguro como tú de que sea lo suficientemente ancho. Y el piso me sigue pareciendo bastante blando.
—Clark, no me grites, por favor. Me está empezando a doler la cabeza.
Clark se esforzó por moderar el tono de voz.
—Aunque consigamos dar la vuelta, hay unos veinte kilómetros hasta la carretera 58, y tenemos que recorrerlos por el mismo camino de cabras…
—Veinte kilómetros no es tanto —repuso Mary en un intento de mantenerse firme, aunque sabía que empezaba a flaquear.
Se odió por ello, pero eso no cambiaba las cosas. La acometió la terrible sospecha de que así era como los hombres se salían casi siempre con la suya; no porque tuvieran razón, sino porque nunca cejaban en su empeño. Discutían igual que jugaban al fútbol, y si insistías, casi siempre acababas la discusión con algunos morados en la psique.
—No, veinte kilómetros no es tanto —admitió Clark con su voz más razonable, esa voz que decía: «Estoy intentando no estrangularte, Mary»—. Pero ¿qué me dices de los ochenta que tendremos que recorrer para rodear estos bosques una vez lleguemos a la 58?
—Hablas como si tuviéramos que coger un tren, Clark.
—Es que me cabrea. Ves un pueblo de lo más agradable y con un nombre de los más gracioso y dices que te recuerda Viernes 13, XX o algo así y que quieres dar la vuelta. Y esa carretera —añadió al tiempo que la señalaba— va hacia el sur. Seguro que no tardamos ni media hora en llegar a las cataratas Toketee desde aquí.
—Eso es lo que dijiste en Oakridge… antes de que nos embarcáramos en la parte misteriosa de nuestro viaje.
Clark siguió mirándola con la boca convertida en un diminuto frunce, y a continuación cogió la palanca de cambio.
—A la mierda —gruñó—. Daremos la vuelta. Pero si nos cruzamos con un coche por el camino, con uno solo, acabaremos dando marcha atrás para volver a Paraíso del Rock and Roll. Así que…
Por segunda vez aquel día, Mary posó una mano sobre la de su marido antes de que este pudiera poner primera.
—Vamos, sigue —terció Mary—. Lo más probable es que tú tengas razón y yo esté diciendo tonterías.
«Poder discutir de esta manera debe de ser algo innato —se dijo—. O eso o es que estoy demasiado cansada para peleas.»
Apartó la mano, pero Clark no hizo nada durante unos breves instantes.
—Solo si estás convencida —dijo por fin.
Y aquello era lo más ridículo de todo, ¿no? Ganar no bastaba para un hombre como Clark. Necesitaba unanimidad. Mary se la había proporcionado en muchísimas ocasiones en las que no estaba convencida en absoluto, pero en aquel momento se dio cuenta de que no era capaz de volver a hacerlo.
—Pero es que no estoy convencida —protestó—. Si me hubieras escuchado de verdad en lugar de limitarte a aguantarme lo sabrías. Es probable que tú tengas razón y que yo esté diciendo tonterías. Lo que tú dices tiene más sentido que lo que pienso yo, eso lo reconozco, por lo menos, y estoy dispuesta a seguir; pero eso no cambiará lo que pienso. Así que por esta vez tendrás que disculparme si no me pongo la faldita de animadora y dirijo los gritos de «¡Vamos, Clark, adelante!».
—¡Madre mía! —exclamó su marido.
Había adoptado una expresión de desconcierto que le confería un aspecto poco característico y desagradablemente infantil.
—Estás de mala baba, ¿verdad, pichoncito?
—Supongo que sí —repuso ella.
Esperaba que su marido no advirtiera lo desagradable que le había resultado aquel apelativo cariñoso. Al fin y al cabo, tenía treinta y dos años y Clark estaba a punto de cumplir los cuarenta y uno. Se sentía un poco demasiado vieja para ser el pichoncito de nadie, y creía que Clark era demasiado viejo para necesitar uno.
De repente, la expresión atribulada desapareció del rostro de su marido y dio paso al Clark que a ella le gustaba, el Clark con el que estaba segura de poder pasar la segunda mitad de su vida.
—Pero estarías muy mona con una faldita de animadora —aseguró mientras fingía medirle el muslo—. Muy mona.
—Eres un tonto, Clark —amonestó ella, aunque sin poder contener una sonrisa.
—Tiene usted toda la razón, señora —asintió él mientras ponía la primera.
El pueblo carecía de afueras, a menos que los escasos campos que lo rodeaban contaran. En un momento dado avanzaban por un sendero sombreado de árboles, al siguiente se vieron rodeados de amplios campos castaños, y de pronto se hallaron pasando junto a hileras de pulcras casitas.
El pueblo aparecía tranquilo pero no desierto. Unos cuantos coches avanzaban perezosos por las cuatro o cinco calles que constituían el centro, y un puñado de peatones paseaban por las aceras. Clark alzó una mano para saludar a un hombre barrigudo y de torso desnudo que regaba el jardín al tiempo que se bebía una lata de Olympia. El hombre barrigudo, al que el sucio cabello le colgaba hasta los hombros en descuidados mechones, los observó al pasar, pero no les devolvió el saludo.
La calle principal producía la misma impresión que los cuadros de Norman Rockwell, aunque tan intensa que provocaba una sensación de déjà vu. Las aceras estaba flanqueadas de robles robustos y viejos, y así era como debía ser, en cierto modo. No había que ver el único bar del pueblo para saber que se llamaba Bar La Gota y que habría un pavo iluminado exhibiendo las mascotas de Budweiser sobre la barra. En aquel pueblo se aparcaba en batería. Había un poste giratorio de color rojo, azul y blanco ante la barbería El Último Grito; sobre la puerta de la farmacia local, que se llamaba La Afinada, se veía un mortero y un majar. La tienda de animales domésticos, que exhibía un cartel con las palabras TENEMOS SIAMESES, se llamaba El Conejo Blanco, como la canción de los Jefferson Airplane. Todo era tan coherente que daba ganas de vomitar. Lo más coherente era el parque municipal, situado en el centro del pueblo. Sobre la glorieta de la banda se veía un cartel colgado con alambres, y Mary no tuvo dificultad alguna para leer lo que decía, aunque se hallaban a unos cien metros de distancia: ESTA NOCHE CONCIERTO.
De repente se dio cuenta de que conocía aquel pueblo, pues lo había visto muchas veces en la televisión, a última hora de la noche. Nada de la infernal visión de Marte de Ray Bradbury ni de la casita de chocolate de Hansel y Gretel; aquel lugar se parecía mucho más a El Pueblo Peculiar al que siempre iban a parar los personajes de diversos episodios de la serie de terror La zona muerta.
Se inclinó hacia su marido.
—No estamos viajando a través de una dimensión visual ni acústica, Clark, sino mental —anunció en voz baja y ominosa—. ¡Mira!
Señaló con el dedo un punto cualquiera, pero una mujer parada ante el concesionario de coches del pueblo vio el gesto y la miró con ojos entornados y llenos de desconfianza.
—¿Que mire qué? —replicó Clark.
Su voz volvía a sonar irritada, y Mary supuso que ahora se debía a que Clark sabía perfectamente a lo que se refería su mujer.
—Hay una señal ahí delante. Estamos llegando a…
—¡Oh, basta ya, Mary! —la interrumpió Clark al tiempo que metía el coche en un sitio vacío de la calle principal.
—¡Clark! —casi chilló Mary—. ¿Qué estás haciendo?
Su marido señaló a través del parabrisas un establecimiento que ostentaba un nombre desagradable en cierto modo, Restaurante Rock-a-Boogie.
—Tengo sed. Voy a entrar para comprarme una Pepsi enorme. No tienes que venir conmigo. Puedes quedarte en el coche. Pon el seguro en todas las puertas, si quieres.
Dicho aquello, Clark abrió la puerta. Antes de que pudiera sacar las piernas, Mary lo agarró por el hombro.
—Clark, no vayas, por favor.
Su marido se volvió para mirarla, y Mary se dio cuenta de inmediato de que debería haberse callado el chistecito sobre la señal y la ciudad a la que estaban llegando, típico de La zona muerta, y no porque estuviera equivocada, sino porque tenía razón. Ya salía otra vez el macho. No había parado porque tuviera sed, nada de eso. Había parado porque aquel extraño pueblo lo había asustado también a él. Tal vez un poco, tal vez mucho, Mary no lo sabía, pero sabía que Clark no tenía intención de seguir hasta estar convencido de que no tenía miedo, ni una pizca.
—No tardaré mucho. ¿Quieres un ginger ale o algo así?
Mary oprimió el botón del cinturón de seguridad.
—Lo que quiero es que no me dejes aquí sola.
Clark le lanzó una mirada, como diciendo que ya sabía que lo acompañaría, y a Mary le entraron ganas de arrancarle un par de mechones de cabello.
—Y lo que también quiero es darte una patada en el culo por meternos en esta situación —añadió.
Le complació comprobar que la expresión indulgente de su marido se trocaba en otra de dolida sorpresa.
—Vamos. Reposta en la boca de incendios más próxima y luego sácame de aquí, Clark.
—¿Boca de incendios…? Mary, ¿de qué narices estás hablando?
—¡De los refrescos! —casi gritó Mary mientras se decía que era realmente increíble que unas buenas vacaciones con un buen hombre pudieran irse al garete en tan poco tiempo.
Miró al otro lado de la calle y vio a dos muchachos de pelo largo. También bebían Olympia y estaban observando a los forasteros. Uno de ellos llevaba un maltrecho sombrero de copa. La margarita de plástico colocada en la banda se balanceaba con el viento. Los brazos de su compañero estaban surcados de tatuajes desvaídos. A Mary le parecían la clase de tipos que han dejado el instituto en primero de Bachillerato por tercera vez a fin de tener más tiempo para reflexionar sobre los placeres de juguetear con motores y forzar a las chicas en la primera cita.
Y lo más extraño era que le resultaban familiares.
Los muchachos la sorprendieron mirando. El del sombrero de copa levantó una mano y agitó los dedos en su dirección. Mary apartó la mirada con rapidez y se volvió hacia Clark.
—Vamos a comprar las bebidas y luego nos largamos de aquí cuanto antes.
—De acuerdo —asintió él—. Y no hacía falta que me gritaras, Mary; estaba justo a tu lado y…
—Clark, ¿ves a esos dos tipos al otro lado de la calle?
—¿Qué dos tipos?
Mary se giró a tiempo de ver a Sombrero de Copa y a Tatuajes entrar en la barbería. Tatuajes miró por encima del hombro, y aunque no estaba del todo segura, Mary creyó que le había guiñado un ojo.
—Esos que están entrando en la barbería. ¿Los ves?
Clark miró, pero lo único que vio fue una puerta que se cerraba y los deslumbrantes destellos que el sol arrancaba del vidrio.
—¿Y qué pasa con ellos?
—Pues que me resultan familiares.
—¿Ah, sí?
—Sí. Pero me cuesta creer que alguna de las personas que conozco se haya mudado a Paraíso del Rock and Roll, Oregón, para aceptar empleos gratificantes y bien pagados como haraganes.
Clark lanzó una carcajada y la tomó por el codo.
—Vamos —dijo al tiempo que la conducía al interior del Restaurante Rock-a-Boogie.
El Rock-a-Boogie contribuyó en gran medida a aplacar los temores de Mary. Había esperado encontrarse con un antro grasiento, no muy diferente del tenebroso y bastante sucio agujero de Oakridge en el que habían parado para almorzar. En lugar de ello, entraron en una cafetería luminosa y agradable, con un aire muy de los años cincuenta. Paredes de baldosas azules, vitrina cromada para pasteles, pulido suelo de parquet amarillo, ventiladores de techo que giraban perezosos sobre sus cabezas. La esfera del reloj de pared estaba rodeada de delgados tubos de neón rojo y azul. Dos camareras en uniformes de rayón verde mar, que a Mary se le antojaron trajes procedentes de American Graffiti, estaban junto a la inmaculada ventanilla de acero que había entre el restaurante y la cocina. Una de ellas era joven, de apenas veinte años, si es que llegaba, y cierta belleza desvaída. La otra, una mujer bajita con una espesa melena rizada de color fuego, tenía una expresión dura que a Mary se le antojó áspera y desesperada a un tiempo… Y había algo más. Por segunda vez en escasos minutos, Mary tuvo la intensa sensación de que conocía a alguien en aquel pueblo.
Sobre la puerta sonó un timbre cuando Clark y Mary entraron en el restaurante. Las camareras los miraron.
—Hola, qué tal —saludó la más joven—. Voy ahora mismo.
—No, creo que tardaremos un poco —replicó la pelirroja—. Estamos muy ocupadas, ¿lo ven?
Recorrió con un gesto la estancia, desierta como solo puede estarlo un restaurante de pueblo en las horas que median entre la comida y la cena, y se rió alegremente de su propia ocurrencia. Al igual que la voz, la risa poseía una cualidad ronca y quebrada que Mary asociaba con whisky y cigarrillos. «Pero conozco esa voz —pensó—. Juraría que la conozco.»
Se volvió hacia Clark y vio que estaba mirando como hipnotizado a las camareras, que habían reanudado su conversación. Se vio obligada a tirarle de la manga para llamar su atención, y después tuvo que volver a tirar de ella cuando Clark se dirigió hacia las mesas que había en la parte izquierda del local. Mary quería que se sentaran en la barra. Quería comprar los malditos refrescos en vasos para llevar y largarse de ahí.
—¿Qué te pasa? —le preguntó en un susurro.
—Nada —repuso él—. Creo.
—Parecía como si se te hubiera comido la lengua el gato.
—Esa es la sensación que he tenido por un momento —contestó su marido, pero antes de que Mary pudiera pedirle explicaciones, Clark ya había dirigido su atención hacia el tocadiscos del local.
Mary se sentó a la barra.
—Voy ahora mismo, señora —repitió la camarera más joven.
A continuación, se acercó más a su compañera de voz ronca para oír lo que decía. A juzgar por su expresión, Mary supuso que a la joven no le interesaba gran cosa lo que decía la pelirroja.
—¡Mary, este tocadiscos es fantástico! —exclamó Clark en tono complacido—. ¡Cantidad de cosas de los cincuenta! Los Moonglows…, Los Five Satins…, Shep and the Limelites…, ¡La Vern Baker! ¡Madre mía, La Vern Baker cantando Tweedlee Dee! ¡No he oído esa canción desde que era un crío!
—Bueno, pues guárdate el entusiasmo. Solo hemos venido a comprar bebidas para llevar, ¿te acuerdas?
—Sí, sí.
Dirigió una última mirada al tocadiscos, exhaló un suspiro de irritación y por último se unió a ella en la barra. Mary sacó la carta del soporte colocado junto al salero y al pimentero, sobre todo para no tener que ver ni el ceño fruncido ni el labio inferior de su marido. «Mira —decía Clark sin pronunciar palabra (un rasgo que, según había descubierto, era uno de los efectos retardados más discutibles del matrimonio)—, he conseguido abrirme camino por la selva mientras tú dormías, he matado al búfalo, he luchado contra los indios, te he traído sana y salva a este encantador oasis en medio del desierto, ¿y cómo me lo agradeces? Ni siquiera me dejas poner Tweedle-Dee en el tocadiscos.»
«Da igual —se dijo Mary—. En seguida nos iremos, así que da igual.»
Buen consejo. Mary lo siguió concentrando toda su atención en la carta. Hacía juego con los uniformes de rayón, el reloj de neón, el tocadiscos y la decoración en general (que, aunque muy discreta, solo podía describirse como de mediados de siglo). El frankfurt no era un frankfurt, sino un perrito caliente. La hamburguesa con queso era un Emparedado Rollizo y la hamburguesa doble con queso era un Big Bopper. La especialidad de la casa era una pizza completa. «Con todo menos orquesta», decía la carta.
—Qué mono —murmuró—. Shubidua, shubidua y todo eso.
—¿Qué dices?
Mary meneó la cabeza.
La camarera joven se acercó a ellos mientras sacaba la libretita del bolsillo del delantal. Les dedicó una sonrisa, pero a Mary le pareció de compromiso. La mujer parecía estar cansada y encontrarse mal. Tenía una costra sobre el labio superior, y sus ojos ligeramente inyectados en sangre recorrían la habitación sin cesar. Parecían posarse en todo menos en sus clientes.
—¿Qué les pongo?
Clark se acercó para coger la carta que sostenía Mary. Ella se apartó.
—Una Pepsi y un ginger ale grandes para llevar, por favor.
—Deberían probar la tarta de cerezas —exclamó la pelirroja con su voz ronca.
La camarera pareció acobardarse al oír la voz de su compañera.
—¡Rick acaba de hacerla! Tendrán la impresión de que han muerto y están en el paraíso —añadió sonriéndoles y con los brazos en jarras—. Claro que ya están en Paraíso, pero ya saben lo que quiero decir.
—Gracias —empezó Mary—, pero tenemos mucha prisa y…
—Pues sí, ¿por qué no? —la interrumpió Clark.
Su voz le llegaba desde muy lejos.
—Dos trozos de tarta.
Mary le propinó una patada en el tobillo, una patada fuerte, pero Clark no dio signos de haberse enterado. Estaba mirando de nuevo a la pelirroja, ahora con la boca abierta de par en par. La pelirroja se daba perfecta cuenta de ello, pero no parecía importarle. Levantó una mano y se atusó la rebelde melena con ademanes perezosos.
—Dos refrescos para llevar, dos trozos de tarta para comer aquí —confirmó la camarera más joven.
Les dirigió otra mirada nerviosa mientras sus inquietos ojos examinaban la alianza de Mary, el azucarero, uno de los ventiladores del techo.
—¿Lo quieres à la mode? —preguntó mientras colocaba dos servilletas y dos tenedores sobre la barra.
—S… —empezó Clark.
—No —lo interrumpió Mary a toda prisa.
La vitrina cromada se hallaba en el otro extremo de la barra. En cuanto la camarera se dirigió hacia allí, Mary se inclinó hacia su marido.
—¿Por qué me haces esto, Clark? —masculló—. Sabes perfectamente que quiero largarme de aquí.
—Esa camarera. La pelirroja. ¿No es…?
—¡Y deja ya de mirarla! —susurró Mary furiosa—. ¡Pareces un crío intentando mirarle las bragas a una niña por debajo de la falda!
Clark apartó la mirada de la camarera… pero con un esfuerzo.
—¿Es el vivo retrato de Janis Joplin o es que me he vuelto loco?
Con un sobresalto, Mary miró de nuevo a la pelirroja. Se había girado un poco para hablar con el cocinero a través de la ventanilla, pero Mary todavía distinguía dos terceras partes de su rostro, y eso le bastó. Un chasquido casi audible le cruzó la mente cuando sobrepuso la cara de la pelirroja sobre la que aparecía en la portada de unos discos que todavía tenía…, discos de vinilo impresos en una época en que nadie tenía walkman y en que el concepto del compact disc habría sido tildado de ciencia ficción; discos empaquetados en cajas de cartón de la licorería del barrio y guardados en algún ático polvoriento; discos con títulos tales como Big Brother and the Holding Company, Cheap Thrills y Pearl. Y el rostro de Janis Joplin, aquel rostro dulce y sencillo que se había tornado viejo, áspero y marcado demasiado pronto. Clark tenía razón: la cara de aquella mujer era el vivo retrato de la que aparecía en las portadas de aquellos viejos discos.
Salvo que no era solo la cara, y Mary sintió que el temor se adueñaba de ella, haciendo que su corazón se tornara de repente ligero, vacilante y peligroso.
Era la voz.
Le vino a la memoria el aullido estremecedor y agudo de Janis al comienzo de Piece of my Heart. Comparó aquel grito desgarrado y alcohólico con la voz ronca de whisky y Marlboro de la pelirroja, al igual que había hecho con los rostros, y supo que si la camarera empezaba a cantar aquella canción, su voz sonaría exactamente igual que la de la muchacha muerta de Texas.
«Porque es la muchacha muerta de Texas. Felicidades, Mary, te ha costado treinta y dos años, pero por fin lo has conseguido; has visto tu primer fantasma.»
Intentó desterrar aquella idea de su mente, intentó convencerse de que cierta combinación de factores, uno de los cuales era, sin duda, el estrés que le había producido el hecho de perderse, la habían conducido a hacer comparaciones peregrinas; pero aquellas reflexiones racionales no tenían ninguna oportunidad contra la certeza que sentía en las entrañas… Estaba viendo un fantasma.
De repente, todo su cuerpo sufrió un extraño cambio. El corazón empezó a latirle con violencia, como un corredor repleto de adrenalina al tomar la salida en una eliminatoria olímpica. La adrenalina le oprimió el estómago y le golpeó el diafragma como un trago de coñac. Sentía las axilas empapadas en sudor y las sienes húmedas. Lo más asombroso era el modo en que el color inundó el mundo, confiriendo a todos los objetos, el neón del reloj, la pulcra ventanilla de la cocina, los trazos de colores del tocadiscos, un aspecto irreal y, al mismo tiempo, demasiado real. Oía el sonido de los ventiladores al surcar el aire sobre su cabeza, un sonido profundo y rítmico que recordaba una mano acariciando una prenda de seda; percibía el olor de carne refrita procedente de la plancha situada en la habitación contigua. Y al mismo tiempo, sintió que estaba a punto de perder el equilibrio y desplomarse al suelo en un letargo mortal.
«¡Contrólate, mujer! —se ordenó con desesperación—. Tienes un ataque de pánico, nada más… Nada de fantasmas, monstruos ni demonios; solo un ataque de pánico global, de los de siempre, no es la primera vez que te pasa; los tenías antes de los exámenes importantes en la universidad; tuviste uno el primer día que te tocó dar clase en una escuela, y otro cuando tuviste que hablar delante de la asociación de padres. Ya sabes lo que es y puedes afrontarlo. No vas a desmayarte, así que contrólate, ¿me oyes?»
Cruzó los dedos de los pies dentro de los zapatos de tacón bajo y los apretó con toda la fuerza de que era capaz, concentrándose en la sensación, utilizándola en un esfuerzo por volver a la realidad y alejarse de aquel lugar excesivamente brillante que sabía era la antesala del desmayo.
—Cariño —la llamó la voz de Clark desde muy lejos—. ¿Estás bien?
—Sí, muy bien —repuso su propia voz desde el mismo lugar.
No obstante, sabía que estaba más cerca de lo que habría estado si hubiera intentado hablar quince segundos antes. Sin dejar de oprimir los dedos de los pies unos contra otros, cogió la servilleta que había dejado la camarera, deseosa de sentir su textura, otro punto de contacto con la realidad y otro modo de alejar el pánico, la sensación irracional (porque era irracional, ¿no?) que se había apoderado de ella con tanta fiereza. Se llevó la servilleta al rostro con intención de secarse el sudor de la frente, y en aquel instante vio que había algo escrito en el dorso, unas palabras garabateadas débilmente con un lápiz que había rasgado el frágil papel. Mary leyó el mensaje escrito en mayúsculas.
VÁYANSE DE AQUÍ ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE.
—Mary, ¿qué te pasa?
La camarera con el herpes en el labio superior y los ojos inquietos y atemorizados se acercó a ellos con la tarta. Mary dejó caer la servilleta sobre su regazo.
—Nada —aseguró con serenidad.
Cuando la camarera colocó los platos frente a ellos, Mary se obligó a mirarla a los ojos.
—Gracias —dijo.
—De nada —farfulló la muchacha mirando a Mary fijamente por un instante antes de que sus ojos volvieran a recorrer todos los rincones del local.
—Veo que has cambiado de idea acerca de la tarta.
Clark pronunció aquellas palabras en el tono condescendiente y sabelotodo tan característico de él y que tanto enfurecía a Mary. «¡Mujeres! —decía aquel tono—. Dios mío, mira que son raras. A veces no basta con darles de comer, sino que tienes que alimentarlas con cucharilla. Forma parte del trabajo. No es fácil ser hombre, pero hago lo que puedo, sí, señor.»
—Bueno, es que tiene muy buen aspecto —repuso Mary, maravillada por la normalidad de su voz.
Dedicó una radiante sonrisa a Clark, consciente de que la pelirroja que se parecía a Janis Joplin no les quitaba ojo de encima.
—No puedo creer lo mucho que se parece a… —empezó Clark.
Mary le propinó otra patada en el tobillo, pero esta vez con todas sus fuerzas, sin andarse con chiquitas. Clark resopló de dolor y abrió los ojos de par en par, pero antes de que pudiera pronunciar palabra, Mary le pasó la servilleta con el mensaje garabateado en lápiz.
Clark bajó la cabeza. Lo miró. Y Mary empezó a rezar, a rezar de verdad, por primera vez en unos veinte años. «Por favor, Dios, haz que vea que no es una broma. Haz que vea que no es una broma, porque esa mujer no solo se parece a Janis Joplin, sino que es Janis Joplin, y tengo una sensación terrible acerca de este pueblo, una sensación espantosa.»
Clark levantó la cabeza, dando al traste con las esperanzas de Mary. En su expresión vio confusión y exasperación, pero nada más. Clark abrió la boca para hablar… y siguió abriéndola hasta que no pudo más, como si alguien le hubiera arrebatado los soportes que le sujetaban la mandíbula.
Mary siguió su mirada. El cocinero, enfundado en un inmaculado uniforme blanco y con un gorrito blanco ladeado sobre un ojo, había salido de la cocina y estaba apoyado en la pared de azulejos con los brazos cruzados. Estaba hablando con la pelirroja. La camarera joven estaba junto a ellos, mirándolos con una combinación de terror y cansancio.
«Si no se larga de aquí muy pronto, ya solo sentirá cansancio —se dijo Mary—. O tal vez apatía.»
El cocinero era increíblemente apuesto, tan guapo que a Mary le resultaba imposible calcular la edad que tendría. Entre treinta y cinco y cuarenta y cinco, seguramente, pero era incapaz de precisar más. Al igual que la pelirroja, le resultaba familiar. El cocinero los miró con unos ojos azules, muy separados y rodeados de espléndidas pestañas. Les dedicó una breve sonrisa antes de volver su atención hacia la pelirroja y decirle algo que la hizo lanzar una áspera carcajada.
—Dios mío, es Rick Nelson —susurró Clark—. No puede ser, es imposible. Rick Nelson murió en un accidente de avión hace unos seis o siete años, pero es él.
Mary abrió la boca para decirle que se equivocaba, dispuesta a descartar aquella idea tan absurda aunque a ella ya le resultaba imposible creer que la camarera pelirroja no fuera Janis Joplin, la ruidosa cantante de blues muerta tantos años antes. Sin embargo, antes de que pudiera articular palabra, percibió de nuevo aquel chasquido, el chasquido que había convertido la vaga comparación en absoluta certeza. Clark había logrado dar nombre a aquel rostro porque le llevaba casi nueve años, porque escuchaba la radio y miraba Escenario Americano cuando Rick Nelson era Ricky Nelson y cuando canciones como Be-Bop Baby y Lonesome Town eran números uno, no solo temas polvorientos desterrados a las emisoras nostálgicas que escuchaban los hijos del boom de la píldora, personajes ya canosos. Clark lo reconoció primero, pero ahora que se lo había señalado, Mary no podía negarlo.
¿Qué había dicho la camarera pelirroja? «Deberían probar la tarta de cerezas. ¡Rick acaba de hacerla!»
Y ahí, a unos siete metros de distancia, la víctima mortal de un accidente aéreo estaba contando un chiste a la víctima mortal de una sobredosis de heroína… y debía de ser un chiste verde, a juzgar por la expresión de ambos.
La pelirroja echó la cabeza hacia atrás y lanzó otra carcajada ronca. El cocinero esbozó una sonrisa, y los hoyuelos se acentuaron junto a las comisuras de sus labios gordezuelos. Y la camarera más joven, la del herpes y los ojos aterrados, miró a Clark y a Mary, como diciendo: «¿Lo ven? ¿Lo están viendo?».
Clark seguía mirando fijamente al cocinero y a la camarera con aquella alarmante expresión de confusa certeza, el rostro tan alargado que parecía reflejado en el espejo de un laberinto de feria.
«Lo van a notar si es que no lo han notado ya —se dijo Mary—. Y entonces habremos perdido cualquier oportunidad de salir de esta pesadilla. Creo que será mejor que te hagas cargo de la situación, pequeña, y deprisa. La cuestión es, ¿qué vas a hacer?»
Alargó una mano hacia la de su marido, con la intención de oprimírsela, pero entonces decidió que aquello no bastaría para cerrar la boca. En lugar de ello, bajó la mano y le apretó las pelotas… con todas sus fuerzas. Clark dio un respingo como si hubiera sufrido una descarga eléctrica y se volvió hacia ella con tal brusquedad que estuvo a punto de caerse del taburete.
—Me he dejado el monedero en el coche —dijo Mary con una voz que se le antojó demasiado frágil y alta—. ¿Te importaría ir a buscarlo, Clark?
Miró a su marido con labios sonrientes y los ojos clavados en los de él con total concentración. Había leído, probablemente en alguna estúpida revista femenina mientras esperaba su turno en la peluquería, que cuando llevas diez o veinte años viviendo con el mismo hombre, desarrollas un leve vínculo telepático con él. Dicho vínculo, proseguía el artículo, resulta de lo más práctico cuando tu marido invita a su jefe a cenar sin llamarte antes, o cuando le has pedido que te traiga una botella de Amaretto y un cartón de nata del supermercado. En aquel momento, Mary intentó transmitirle un mensaje mucho más importante… y lo intentó con todas sus fuerzas.
«Vamos, Clark. Ve, por favor. Esperaré diez segundos y después saldré corriendo. Y si no estás al volante y con la llave en el contacto cuando llegue, tengo la sensación de que estaremos muy, pero que muy jodidos.»
Y al mismo tiempo, una Mary más profunda decía con timidez: «Es un sueño, ¿verdad? Quiero decir que… es un sueño, ¿no?».
Clark la miraba con atención, los ojos llenos de lágrimas por el apretón que le había dado…, pero al menos no se estaba quejando. Por un instante, desvió la mirada hacia la pelirroja y el cocinero, comprobó que seguían absortos en su conversación (por lo visto, ahora era ella la que estaba contando un chiste), y a continuación se volvió de nuevo hacia Mary.
—Quizá se ha caído debajo del asiento —continuó ella con aquella voz demasiado frágil y alta antes de que Clark pudiera pronunciar palabra—. Es el rojo.
Tras un momento de silencio que se le antojó eterno, Clark asintió con una leve inclinación de cabeza.
—De acuerdo.
Mary podría haberle besado al comprobar que hablaba en tono completamente normal.
—Pero no te comas mi trozo de tarta mientras estoy fuera.
—Vuelve antes de que me acabe el mío y no pasará nada —repuso al tiempo que se metía un pedazo en la boca.
La tarta le resultaba completamente insulsa, pero aun así esbozó una sonrisa. Sí, señor. Sonrió como la Reina de la Gran Manzana que había sido en cierta ocasión.
Clark empezó a bajarse del taburete, y de repente, desde el exterior, llegó una serie de notas de guitarra amplificadas; no eran acordes, sino simples notas golpeadas. Clark dio otro respingo y Mary alargó una mano para aferrarse al brazo de su marido. El corazón, que ya había recobrado su ritmo normal, empezó a latirle de nuevo con gran violencia.
La pelirroja y el cocinero… incluso la camarera más joven, que, gracias a Dios, no se parecía a ningún famoso, miraron indiferentes a través de los ventanales del Rock-a-Boogie.
—No se preocupe, querida —dijo la pelirroja—. Solo están empezando la prueba de sonido para el concierto de esta noche.
—Exacto —corroboró el cocinero con sus ojos azules clavados en Mary—. Tenemos concierto casi cada noche.
«Sí —pensó Mary—. Claro. Claro que sí.»
Una voz monótona y al tiempo divina tronó desde el parque municipal, una voz tan fuerte que casi podía romper ventanas. Mary, que había asistido a unos cuantos conciertos de rock, pudo situarla sin problema alguno en un contexto concreto. Le recordaba la imagen de «pipas» de cabello largo y expresión aburrida que se paseaban por el escenario antes de que se encendieran las luces, sorteando con gracia los bosques de amplis y micros, arrodillándose de vez en cuando para empalmar dos cables.
—¡Probando! —gritó la voz—. ¡Probando uno dos, probando uno dos!
Otro rasgueo de guitarra que tampoco era un acorde, pero que ya se acercaba más. Un redoble de batería. A continuación un rápido riff de trompeta sacado de Instant Karma y acompañado por el leve golpeteo de unos bongos. ESTA NOCHE CONCIERTO, a lo Norman Rockwell, anunciaba el cartel del parque municipal, y Mary, que se había criado en Elmira, Nueva York, había asistido a bastantes conciertos gratis al aire libre cuando era pequeña. Aquellos sí habían sido conciertos a lo Norman Rockwell, en los que la banda, consistente en tipos con el uniforme de voluntarios de los bomberos porque no podían permitirse uniformes de banda, se abría paso por entre marchas algo desafinadas y el Cuarteto de la Barbería local, y tocaba cosas como Shenandoah y I’ve Got a Gal from Kalamazoo.
Tenía la impresión de que el concierto de Paraíso del Rock and Roll no se parecería mucho a las sesiones musicales en las que ella y sus amigos se dedicaban a corretear por ahí blandiendo bengalas cuando el atardecer daba paso a la noche cerrada.
Tenía la impresión de que estos conciertos al aire libre tendrían más de Goya que de Norman Rockwell.
—Voy a buscar tu monedero —dijo Clark—. Que aproveche.
—Gracias, Clark.
Mary se metió otro pedazo de tarta insulsa en la boca y observó a su marido acercarse a la puerta. Caminaba a cámara lenta, de un modo que a los espantados ojos de Mary parecía absurdo y al mismo tiempo horrible. «Por lo que a mí respecta, no estoy en la misma habitación con un par de cadáveres famosos —decía su andar—. Cómo, ¿yo preocupado?»
«¡Date prisa! —quería gritar Mary—. ¡Olvida los andares de pistolero y mueve el culo!»
El timbre de la puerta sonó; la puerta se abrió en el momento en que Clark alargaba la mano para abrirla, y otros dos tejanos muertos entraron en el restaurante. El de las gafas oscuras era Roy Orbison. El de las de montura de concha era Buddy Holly.
«Toda la peña de Texas», pensó Mary en un arranque de locura, a la espera de que los dos hombres agarraran a su marido y se lo llevaran.
—Perdón, señor —dijo el hombre de las gafas oscuras con toda cortesía.
Y en lugar de coger a Clark, se hizo a un lado para dejarlo pasar. Clark asintió en silencio (de pronto, Mary tuvo la seguridad de que no podía hablar) y salió a la brillante luz del sol.
Dejándola sola con los muertos. Y aquella idea pareció conducirla de forma natural a otra aún más horrible; Clark iba a marcharse sin ella. De pronto tuvo la certeza de que lo haría. No porque quisiera, y desde luego, no porque fuera un cobarde, pues la situación trascendía toda cuestión de cobardía o valentía, y suponía que la única razón por la que no estaban ya arrastrándose y babeando por el suelo era por la rapidez con que se había desencadenado… No, se marcharía sin ella porque no podría hacer otra cosa. El reptil que anidaba en lo más profundo de su mente, el responsable del instinto de supervivencia, saldría de su asquerosa guarida y se haría cargo de la situación.
«Tienes que salir de aquí, Mary», le advirtió una voz interior, la voz de su propio reptil, en un tono que la asustó. Era una voz más razonable de lo que tenía derecho a ser en vista de la situación, y tenía la sensación de que aquella razón tan dulce podía dar paso a dementes chillidos en cualquier momento.
Mary apartó un pie de la barandilla situada bajo la barra y lo apoyó en el suelo, intentando al mismo tiempo mentalizarse para la huida, pero antes de que estuviera dispuesta, una mano estrecha se posó sobre su hombro. Al levantar la cabeza, vio el rostro sonriente y confiado de Buddy Holly.
Había muerto en 1959, un dato que Mary recordaba de la película en la que Gary Busey había interpretado el personaje de Buddy. Habían pasado más de treinta años desde su muerte, pero Buddy Holly seguía siendo un desgarbado muchacho de veintitrés años que aparentaba diecisiete, de grandes ojos tras los cristales de sus gafas y una nuez que subía y bajaba con rapidez, como si tuviera vida propia. Llevaba una fea cazadora a cuadros y una corbata de lazo. El alfiler de corbata era una gran cabeza de buey cromada. El rostro y el gusto de un paleto, podría decirse, pero el rictus de la boca tenía algo demasiado sabio, demasiado oscuro y, por un momento, la mano se aferró a su hombro con tal fuerza que Mary percibió las duras callosidades de las yemas de los dedos del muchacho… Callosidades causadas por la guitarra.
—Qué tal, cariño —la saludó.
El aliento le olía a chiclé de clavo. En el cristal izquierdo de las gafas se veía una finísima grieta que descendía en zigzag.
—No te había visto nunca por estos parajes.
Aunque pareciera increíble, Mary se llevó otro trozo de tarta a la boca, y su mano ni siquiera vaciló cuando una bola de relleno de tarta aterrizó de nuevo en el plato. Más increíble aún, consiguió deslizar el tenedor entre los labios al tiempo que esbozaba una leve y cortés sonrisa.
—No —repuso.
De algún modo, sabía que no podía dejar que aquel hombre notara que lo había reconocido. Si lo advertía, cualquier posibilidad que tuvieran ella y Clark de salir de ahí se esfumaría por completo.
—Mi marido y yo… pasábamos por aquí, ya sabe.
¿Y se habría marchado ya Clark, intentando desesperadamente respetar el límite de velocidad, con el rostro bañado en sudor, mirando una y otra vez por el espejo retrovisor? ¿Se habría marchado?
El hombre de la cazadora a cuadros sonrió, dejando al descubierto unos dientes demasiado grandes y afilados.
—Sí, ya sé, y tanto que lo sé… Un día por aquí y otro por allá. ¿Van por ahí los tiros, eh?
—Pues yo preferiría estar por allá —replicó Mary con recato.
Al oír aquello, los recién llegados se miraron y a continuación lanzaron una carcajada. La camarera joven los miraba con sus ojos asustados e inyectados en sangre.
—No ha estado nada mal —comentó Buddy Holly—. Pero usted y su hombre tendrían que pensar en quedarse por aquí un rato. Al menos para el concierto de esta noche. Es un espectáculo de narices, se lo digo yo.
De repente, Mary se dio cuenta de que el ojo que había detrás del vidrio agrietado estaba lleno de sangre. Cuando la sonrisa de Holly se amplió y formó arrugas en los rabillos de sus ojos, una gota roja le cayó sobre el párpado inferior y le resbaló por la mejilla como una lágrima.
—¿Verdad, Roy?
—Sí, señora, es verdad —corroboró el hombre de las gafas oscuras—. Hay que verlo para creerlo.
—No lo dudo —terció Mary con voz débil.
Sí, Clark se había ido. Ahora estaba segura de ello. El Niño de la Testosterona se había largado con viento fresco, y suponía que la asustada camarera del herpes no tardaría en llevarla a la trastienda, donde la estarían esperando su propio uniforme de rayón y su libretita.
—Para contar a los amigos —aseguró Holly con orgullo—; se lo digo yo.
La gota de sangre cayó de su rostro y fue a parar al asiento del taburete que Clark había ocupado hasta hacía un momento.
—Quédense. No se arrepentirán —insistió Holly mientras miraba a su amigo en busca de apoyo.
El hombre de las gafas oscuras se había unido al cocinero y las camareras. En aquel momento, posó una mano sobre la cadera de la pelirroja, que colocó la suya sobre la del hombre y lo miró sonriendo. Mary vio que las uñas de los dedos cortos y rechonchos de la mujer estaban comidas hasta la base. Una cruz maltesa pendía en el escote de la camisa de Roy Orbison, quien asintió con un gesto y esbozó una sonrisa.
—Nos encantaría que se quedaran, señora, y no solo por una noche… Quédense a hacernos compañía, eso era lo que decíamos en mi pueblo.
—Se lo preguntaré a mi marido —se oyó decir Mary.
«Si es que lo vuelvo a ver alguna vez», añadió mentalmente.
—¡Eso es, encanto! —exclamó Holly—. ¡Así se habla!
A continuación, y ante el increíble asombro de Mary, le oprimió el hombro una vez más y se alejó dejando libre el camino hacia la puerta. Y más increíble aún, comprobó que la rejilla del radiador del Mercedes y el símbolo distintivo del capó seguían afuera.
Buddy se unió a su amigo Roy, le guiñó un ojo, lo cual provocó una nueva lágrima sangrienta, y a continuación le metió mano a Janis. Esta lanzó una exclamación indignada, y en aquel instante, una nube de gusanos salió despedida de su boca. La mayoría cayeron al suelo, entre sus pies, pero algunos se le quedaron pegados en el labio inferior, donde siguieron retorciéndose.
La camarera joven se volvió de espaldas con una mueca triste y asqueada, al tiempo que se llevaba una mano al rostro a modo de protección. Y para Mary Willingham, que de repente comprendió que sin duda habían estado jugando con ella desde el principio, correr dejó de ser un movimiento planeado para convertirse en una reacción instintiva. Se levantó de un salto y corrió como un rayo hacia la puerta.
—¡Oiga! —gritó la pelirroja—. ¡Oiga, no ha pagado la tarta ni el café! ¡Esto no es un casa de caridad, zorra! ¡Rick! ¡Buddy! ¡A por ella!
Mary agarró el pomo de la puerta, pero este se le escurrió entre los dedos. Oyó el sonido de pasos que se acercaban tras ella. Volvió a coger el pomo, logró hacerlo girar y abrió la puerta con tal violencia que arrancó el timbre que sonaba cuando se abría. De repente, una mano estrecha y llena de callos la agarró justo por encima del codo. Los dedos ya no la oprimían, sino que la pellizcaban. Percibió que un nervio reaccionaba con rapidez, enviando agudas señales de dolor desde el codo hasta la parte izquierda de la mandíbula antes de dormirle el brazo.
Mary lanzó el puño derecho hacia atrás como si fuera un palo de cróquet de mango corto, y golpeó lo que parecía el delgado escudo óseo de una pelvis masculina. Oyó un gruñido de dolor (al parecer, sentían dolor, por muertos que estuvieran) y la presión de la mano cedió. Mary se apartó de un tirón y salió dando tumbos, con el cabello alborotado en todas direcciones por el miedo.
Sus aterrados ojos se clavaron en el Mercedes, que seguía aparcado en la calle. Bendijo a Clark por quedarse. Y por lo visto, había captado todo el mensaje, porque estaba sentado al volante en lugar de buscar el monedero debajo del asiento, y puso en marcha el Mercedes en el mismo momento en que la vio salir del Rock-a-Boogie.
El hombre de la chistera con la margarita y su compañero tatuado se hallaban de nuevo ante la barbería, observando impávidos a Mary mientras abría de golpe la puerta del coche. Mary creyó reconocer al de la chistera; tenía tres discos de los Lynyrd Skynyrd, y estaba casi segura de que era Ronnie van Zant. En aquel mismo instante se dio cuenta de que sabía quién era su compañero tatuado; era Duane Allman, que había resultado muerto cuando su motocicleta fue a parar bajo las ruedas de un gran camión articulado veinte años antes. El hombre extrajo algo del bolsillo de su cazadora tejana y le dio un mordisco. Mary comprobó sin sorpresa alguna que se trataba de un melocotón, fruta famosa en la Georgia natal de Allman.
Rick Nelson salió a toda prisa del Rock-a-Boogie. Buddy Holly le pisaba los talones; tenía la parte derecha del rostro empapada en sangre.
—¡Entra! —gritó Clark—. ¡Entra en el coche, joder!
Mary se zambulló de cabeza en el Mercedes, y Clark dio marcha atrás antes de que su mujer pudiera siquiera cerrar la puerta. Las ruedas traseras de la Princesa chirriaron y levantaron nubarrones de polvo azulado. Mary fue lanzada hacia delante con violencia cuando Clark pisó el freno. Alargó el brazo tras de sí para intentar cerrar la puerta al tiempo que Clark mascullaba un juramento e intentaba poner la primera.
Rick Nelson se abalanzó sobre el capó gris de la Princesa. Tení a los ojos relucientes y los labios abiertos en torno a dientes increíblemente blancos en una escalofriante sonrisa. Se le había caído el gorro de cocinero, y el cabello le colgaba alrededor de las sienes en grasientos mechones y rizos.
—¡Vais a venir al concierto! —chilló.
—¡Vete a tomar por culo! —chilló Clark.
Logró poner la primera y pisó el acelerador a fondo. El motor diésel de la Princesa, tan suave por lo general, aulló y lanzó el coche hacia delante. La aparición seguía sobre el capó, gruñendo y sonriendo.
—¡Abróchate el cinturón de seguridad! —gritó Clark cuando Mary se incorporó.
Mary cogió el cinturón y se lo abrochó mientras contemplaba con horrorizada fascinación cómo aquella cosa alargaba el brazo y se aferraba al limpiaparabrisas derecho. Empezó a empujar hacia delante. El limpiaparabrisas se rompió. La cosa lo miró por un momento, lo arrojó al suelo e intentó coger la escobilla izquierda.
Antes de que pudiera hacerlo, Clark volvió a pisar el freno… esta vez con ambos pies. El cinturón de seguridad de Mary se bloqueó y se le clavó en la parte inferior del pecho izquierdo. Por un instante percibió una presión interna, como si una mano despiadada le empujara las entrañas por el embudo de la garganta. La cosa salió despedida y se estrelló contra el suelo. Mary oyó una suerte de crujido, y de la cabeza de la cosa surgió una lluvia de sangre.
Miró hacia atrás y vio que los demás se acercaban corriendo al coche. A la cabeza iba Janis, cuyo rostro aparecía convulso en una malvada mueca de odio y excitación.
Ante ellos, el cocinero se incorporó con la articulada facilidad de una marioneta y la misma sonrisa pintada en el rostro.
—¡Clark, que vienen! —gritó Mary.
Su marido echó un rápido vistazo por el retrovisor y volvió a pisar el acelerador a fondo. La Princesa dio un salto hacia delante. Mary tuvo tiempo de ver al hombre sentado en la calle llevarse un brazo al rostro a modo de protección, y deseó no tener tiempo de ver nada más, pero sí hubo algo más, algo mucho peor. Bajo la sombra de su brazo alzado, comprobó que el hombre seguía sonriendo.
En aquel momento, dos toneladas de ingeniería alemana lo atropellaron. Mary oyó unos crujidos que le recordaron a un par de críos revolcándose en un montón de hojas secas. Se tapó los oídos con las manos (tarde, demasiado tarde), y gritó.
—No te molestes —dijo Clark mientras miraba con expresión ceñuda por el retrovisor—. No debemos de haberle dado demasiado fuerte… Se está levantando.
—¿Qué?
—Salvo las marcas de los neumáticos en la camisa, está…
Clark se interrumpió de pronto y se la quedó mirando.
—¿Quién te ha pegado, Mary?
—¿Cómo?
—Te sangra la boca. ¿Quién te ha pegado?
Mary se llevó un dedo a la comisura de los labios, observó la mancha roja y la probó.
—No es sangre… sino tarta de cerezas —anunció al tiempo que lanzaba una carcajada histérica y desesperada—. Sácame de aquí, Clark. Por favor, sácame de aquí.
—Desde luego.
Clark volvió su atención a la calle principal del pueblo, que era ancha y, al menos por el momento, estaba desierta. Mary se percató de que, pese a las guitarras y los amplis que esperaban en el parque municipal, tampoco había postes de electricidad en la calle principal. No tenía idea de dónde sacaba Paraíso del Rock and Roll la energía (bueno…, quizá sí tenía una ligera idea), pero desde luego no la sacaba de la Compañía Eléctrica de Oregón.
La Princesa iba ganando velocidad como todos los diésel parecen hacerlo… sin prisas, pero con una fuerza inexorable, y dejaba a su paso grandes nubes marrones de combustible quemado. Mary distinguió apenas la silueta de unos grandes almacenes, una librería y una tienda de artículos premamá llamada La Nana del Rock and Roll. Un joven con el cabello rizado y hasta los hombros estaba de pie ante el Imperio del Billar Em & Sock Em, con los brazos cruzados sobre el pecho y un pie enfundado en una bota de piel de serpiente apoyado contra la pared de ladrillos. Era atractivo de un modo pesado y rechoncho, y Mary lo reconoció al instante.
Clark también.
—El viejo Lizard King en persona —comentó en tono seco y carente de emoción.
—Ya lo sé. Ya lo he visto.
Sí, lo veía, pero las imágenes eran como papel seco devorado por las llamas bajo la luz despiadada y concentrada de su mente; era como si la intensidad de su miedo la hubiera transformado en una lupa humana, y supo que si conseguían salir de ahí, no recordaría nada de aquel Pueblo Peculiar; los recuerdos no serían más que cenizas ahuyentadas por el viento. Así era como funcionaban aquellas cosas. Uno no podía retener aquellas imágenes diabólicas, recordar aquellas experiencias diabólicas y seguir cuerdo, de modo que la mente se convertía en un horno de alta temperatura e incineraba los recuerdos a medida que nacían.
«Seguro que es por eso que la gente aún puede permitirse el lujo de no creer en fantasmas ni casas embrujadas —se dijo—. Porque cuando la mente se vuelve hacia lo terrorífico y lo irracional, como alguien al que obligan a girarse y mirar la cara de Medusa, entonces olvida. Tiene que olvidar. Y ¡Dios mío! Además de salir de aquí, lo único que quiero en el mundo es olvidar.»
En aquel momento vio un pequeño grupo de gente en una gasolinera Cities Service que había en el cruce del final del pueblo. Todos ellos lucían expresiones asustadas y ordinarias sobre sus ropas desvaídas y ordinarias. Un hombre enfundado en un mono de mecánico manchado de grasa. Una mujer en uniforme de enfermera, un uniforme que había sido blanco, quizá, pero que ahora se había tornado de un opaco color grisáceo. Una pareja mayor, ella con zapatos ortopédicos y él con audífono, cogidos como niños que temen haberse perdido en el bosque. Sin necesidad de que se lo explicaran, Mary comprendió de inmediato que aquellas personas, al igual que la camarera joven del restaurante, eran los verdaderos habitantes de Paraíso del Rock and Roll, Oregón. Habían sido atrapados como moscas por una planta carnívora.
—Por favor, sácame de aquí, Clark —dijo—. Por favor.
Algo intentó abrirse paso por su garganta, y Mary se tapó la boca con una mano, segura de que iba a devolver. Pero en lugar de vómito, surgió de su boca un ruidoso eructo que le quemó la garganta y sabía a la tarta de cerezas que se había comido en el Rock-a-Boogie.
—No nos pasará nada. Tranquilízate, Mary.
La carretera, en la que ya no pensaba como calle principal ahora que veía el final del pueblo justo frente a ellos, pasaba junto al cuartel municipal de los bomberos de Paraíso del Rock and Roll, situado a la izquierda, y junto a la escuela, situada a la derecha. Incluso en el estado de extremo terror en que se hallaba, Mary veía algo existencial en un centro de enseñanza llamado Escuela Primaria de Rock and Roll. En el patio adosado a la escuela, tres niños observaron la Princesa con expresión apática. Más adelante, la carretera rodeaba un afloramiento en el que se veía una señal en forma de guitarra: ESTÁ SALIENDO DE PARAÍSO DEL ROCK AND ROLL. BUENAS NOCHES CARIÑO, BUENAS NOCHES.
Clark tomó la curva sin aminorar la marcha, y en el otro extremo, un autobús bloqueaba la carretera.
No era un autocar escolar amarillo como el que habían visto desde lejos al acercarse al pueblo, sino que aparecía surcado de líneas de cientos de colores y miles de trazos psicodélicos, un recuerdo de tamaño industrial del Verano del Amor. En las ventanas se veían mariposas adhesivas y símbolos de la paz, y cuando Clark lanzó un grito y pisó el freno, Mary leyó sin sorpresa alguna las palabras que flotaban en los costados del vehículo como dirigibles repletos de aire: EL AUTOBÚS MÁGICO. La canción de los Who.
Clark hizo lo que pudo, pero no consiguió detenerse a tiempo. La Princesa chocó contra el Autobús Mágico a unos veinticinco kilómetros por hora, con las ruedas bloqueadas y los neumáticos echando humo. Se oyó un golpe hueco cuando el Mercedes colisionó contra el flanco multicolor del autobús. Una vez más, Mary salió despedida hacia delante, contra el cinturón de seguridad. El autobús se balanceó un poco, pero eso fue todo.
—¡Da marcha atrás! —gritó, aunque estaba casi abrumada por la sofocante intuición de que todo había terminado.
El motor de la Princesa sonaba inestable, y Mary vio que de la parte delantera del capó salía vapor; parecía el aliento de un dragón herido. Cuando Clark puso la marcha atrás, el tubo de escape hizo explosión dos veces, el coche se estremeció como un perro viejo y empapado, y por fin se detuvo.
Oyeron el sonido de sirenas que se acercaba tras ellos. Mary se preguntó quién sería el jefe de policía del pueblo. Sin duda, no sería John Lennon, cuyo lema había sido siempre: «Cuestiona Toda Autoridad», ni tampoco Lizard King, quien, a todas luces, era uno de los chicos malos del pueblo y se dedicaba principalmente al billar. ¿Quién sería? Y por otro lado, ¿qué importaba? «Tal vez —se dijo— es Jimi Hendrix.» Aquello parecía una locura, pero Mary se sabía su lección de rock and roll probablemente mejor que Clark, y recordaba haber leído en alguna parte que Hendrix había sido paracaidista en la división 101 del ejército. ¿Y acaso no se decía que los ex militares con frecuencia se convertían en excelentes representantes del orden?
«Te estás volviendo loca», se dijo y asintió con un gesto. Sin duda tenía razón. De algún modo, la certeza de haber perdido el juicio era un alivio.
—¿Y ahora qué? —preguntó sin demasiado entusiasmo.
Clark abrió la portezuela, aunque tuvo que ayudarse con el hombro porque el marco había quedado un poco retorcido.
—Pues echamos a correr —repuso.
—¿Y de qué nos va a servir?
—Ya los has visto. ¿Es que quieres volverte como ellos?
Las palabras de Clark reavivaron el temor de Mary. Se desabrochó el cinturón y abrió su portezuela. Clark dio la vuelta a la Princesa y la tomó de la mano. Cuando se volvieron hacia el Autobús Mágico, la presión de su mano se acentuó cuando vio quién se apeaba de él… un hombre alto, ataviado con una camisa blanca de cuello abierto, pantalones oscuros y gafas de sol de vidrios anchos. Llevaba el cabello negro azabache peinado hacia atrás en un impecable y espeso tupé. Era imposible no reconocer a aquel hombre de apostura imposible, casi alucinante; ni siquiera las gafas oscuras conseguían ocultarla. Aquellos labios gordezuelos se curvaron en una pequeña y maliciosa sonrisa.
Un coche patrulla blanco y azul con las palabras POLICÍA DE PARAÍSO DEL ROCK AND ROLL escritas en las portezuelas tomó la curva y se detuvo con un agudo chirrido de frenos a pocos centímetros del parachoques trasero de la Princesa. El conductor era negro, pero no se trataba de Jimi Hendrix a fin de cuentas. Mary no estaba segura, pero creía que el representante local de la ley era Otis Redding.
El hombre de las gafas oscuras y los vaqueros negros se hallaba ahora delante de ellos, con los pulgares hundidos en las presillas y las pálidas manos colgando como arañas muertas.
—¿Qué taaal, amigos?
También resultaba inconfundible aquel deje lento y ligeramente sardónico tan característico de Memphis.
—Bienvenidos al pueblo. Espero que se queden con nosotros una temporada. No es que haya mucho que ver, pero somos hospitalarios y no nos metemos en los asuntos de nadie. —Alargó una mano adornada con tres anillos ridículamente grandes y brillantes—. Soy el alcalde de aquí. Me llamo Elvis Presley.
Anochecer de un día de verano.
Al entrar en el parque municipal, Mary recordó de nuevo los conciertos a los que había asistido en Elmira cuando era niña, y de repente, una punzada de nostalgia y pena atravesó el caparazón de shock en que su mente y sus emociones la habían encerrado. Tan parecido… y tan diferente al mismo tiempo. No había niños blandiendo bengalas; los únicos menores presentes eran una docena de críos apiñados en el lugar más alejado posible del escenario; sus rostros pálidos aparecían tensos y vigilantes. Entre ellos estaban los niños que ella y Clark habían visto en el patio de la escuela durante su intento fallido de huir hacia las colinas.
Y tampoco había una sencilla banda de viento que fuera a tocar durante quince minutos o tal vez media hora. Esparcidos por el escenario, que a Mary se le antojó casi tan grande como el Teatro Bowl de Hollywood, se veían los instrumentos y accesorios de lo que, por fuerza, tenía que ser el grupo de rock and roll más grande (y más ruidoso, a juzgar por los amplis) del mundo, una combinación apocalíptica de rock que, tocada al volumen máximo, sería sin duda lo suficientemente ruidosa como para romper cristales en un radio de ocho kilómetros. Había cuatro baterías enteras… bongos… congas… una sección rítmica… podios redondos para los coros… un bosque de micrófonos.
El parque estaba lleno de sillas plegables, entre setecientas y mil, calculaba Mary, aunque no creía que hubiera más de cincuenta espectadores, tal vez incluso menos. Vio al mecánico, ataviado ahora con vaqueros limpios y camisa almidonada; la mujer pálida y de belleza marchita que se sentaba junto a él sería su mujer. La enfermera estaba sentada sola en el centro de una larga fila vacía. Tenía el rostro vuelto hacia el cielo; contemplaba las primeras estrellas de la noche. Mary apartó la vista de ella; estaba convencida de que si miraba aquel rostro triste y anhelante con demasiada atención se le quebraría el corazón.
No había rastro de los habitantes más famosos del pueblo. Era evidente; había concluido su jornada laboral, y ahora estarían todos entre bastidores, poniéndose guapos y repasando sus entradas. Preparándose para el gran espectáculo de aquella noche.
Clark se detuvo a medio camino del pasillo central cubierto de hierba. Una ráfaga de brisa vespertina le alborotó el cabello, y Mary pensó que parecía reseco como la paja. Profundas líneas surcaban la frente y las comisuras de la boca de su marido, líneas que Mary nunca había visto. Daba la impresión de haber perdido quince kilos desde la hora de la comida. El Niño de la Testosterona no asomaba por ninguna parte, y Mary tenía la sensación de que había desaparecido para siempre. Se dio cuenta de que no le importaba gran cosa.
«Y por cierto, cariñopichoncito, ¿qué aspecto crees que tienes tú?»
—¿Dónde quieres sentarte? —preguntó Clark.
Hablaba con voz débil y carente de inflexiones, la voz de un hombre que todavía cree estar soñando.
Mary vio a la camarera del herpes. Estaba sentada junto al pasillo, unas cuatro filas más adelante, y llevaba una blusa de color gris claro y una falda de algodón. Se había echado un jersey sobre los hombros.
—Allí —repuso—. Al lado de ella.
Clark la condujo en aquella dirección sin preguntas ni objeciones.
La camarera se volvió para mirar a Mary y a Clark, y Mary comprobó que sus ojos ya no revoloteaban inquietos, lo cual era un alivio. Al cabo de un momento averiguó la razón: la chica iba completamente ciega. Mary bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada nublada durante más tiempo, y en aquel instante se dio cuenta de que la mano izquierda de la camarera estaba envuelta en un abultado vendaje blanco. Mary comprobó horrorizada que le faltaba un dedo o tal vez dos.
—Hola —saludó la muchacha—. Me llamo Sissy Thomas.
—Hola, Sissy. Me llamo Mary Willingham. Este es mi marido, Clark Willingham.
—Mucho gusto —dijo la camarera.
—La mano… —empezó Mary, aunque sin saber cómo proseguir.
—Me lo ha hecho Frankie —dijo Sissy con la indiferencia de una persona absolutamente flipada—. Frankie Lymon. Todo el mundo dice que era el tío más encantador que te pudieras echar a la cara cuando estaba vivo, y que no se convirtió en un cabrón hasta llegar aquí. Fue uno de los primeros… de los pioneros, por así decirlo. Yo no lo sé. Quiero decir que no sé si era un encanto o no antes de llegar aquí. Lo único que sé es que ahora es un cabrón de cuidado. Pero no me importa. Lo único que quisiera es que hubierais podido escapar, y volvería a hacerlo. Además, Crystal se ocupa de mí.
Sissy señaló con un gesto a la enfermera, que había dejado de mirar las estrellas para volverse hacia ellos.
—Crystal me cuida mucho. Si queréis, también se ocupará de vosotros… La verdad es que no hace falta perder ningún dedo para querer colocarse en este pueblo.
—Ni mi mujer ni yo tomamos drogas.
Sissy los miró sin decir palabra durante unos instantes.
—Acabaréis tomando —aseguró por fin.
—¿Cuándo empieza el concierto?
Mary empezaba a sentir que el caparazón… se estaba disolviendo, y la sensación no le hacía ni pizca de gracia.
—Dentro de poco.
—¿Y cuánto rato van a tocar?
Sissy guardó silencio durante casi un minuto, y Mary estaba a punto de repetir la pregunta, creyendo que la chica no la había oído o no la había entendido, cuando Sissy habló por fin.
—Mucho rato. Quiero decir, el concierto habrá acabado a medianoche, como siempre. Es una ley local, pero aun así… seguirán durante mucho tiempo. Porque aquí el tiempo es distinto. Quizá…, oh, no sé… Cuando esos tipos se dan caña de verdad, a veces se tiran tocando un año o más.
Una niebla gris y helada empezó a apoderarse de los brazos y la espalda de Mary. Intentó imaginarse lo que sería estar en un concierto de rock durante un año seguido, pero no pudo. «Esto es un sueño y acabarás por despertarte», se dijo, pero aquella idea, que tan persuasiva le había parecido cuando hablaban con Elvis Presley junto al autobús, bajo la brillante luz del sol, empezaba a perder gran parte de su fuerza y verosimilitud.
—No les serviría de nada seguir por esta carretera —les había asegurado Elvis—. No lleva más que al pantano Umpqua. Ahí no hay carreteras, solo un montón de lodazales. Y arenas movedizas.
Había hecho una pausa. Los cristales de sus gafas oscuras centelleaban como hornos oscuros al sol de media tarde.
—Y otras cosas.
—Osos —había intervenido el policía que tal vez era Otis Redding.
—Eso, osos —había corroborado Elvis al tiempo que sus labios se curvaban en la sonrisa confiada que Mary recordaba también de la tele y las películas—. Y otras cosas.
—Si nos quedamos para el concierto de esta noche… —había empezado Mary.
Elvis había hecho un vigoroso gesto de asentimiento.
—¡El concierto! ¡Oh, sí, tienen que quedarse para el concierto! ¡Llevamos una marcha que para qué! ¡Ya lo verán!
—Y tanto que lo verán —había añadido el policía.
—Si nos quedamos para el concierto…, ¿podremos irnos después?
Elvis y el policía habían intercambiado una mirada seria en apariencia, pero que más bien daba la impresión de ser una sonrisa.
—Bueno, señora —había dicho por fin el antiguo Rey del Rock and Roll—. Este pueblo está en el quinto pino, y atraer público es un trabajo bastante lento…, aunque en cuanto alguien nos ve, se queda y pide más…, y la verdad es que esperábamos que se quedaran una temporadita. Para ver unos cuantos conciertos y disfrutar de nuestra hospitalidad.
Elvis había hecho otra pausa para empujarse las gafas de sol hacia la frente, y durante un momento no vieron más que dos cuencas vacías y arrugadas. De repente, reaparecieron los oscuros ojos azules de Elvis, que los observaban con sombrío interés.
—Es posible —había añadido por fin— que incluso decidan instalarse aquí.
El cielo se estaba llenando de estrellas; había anochecido casi por completo. Sobre el escenario empezaban a encenderse focos anaranjados, suaves como flores nocturnas, que iluminaban cada pie de micro.
—Nos han dado empleos —intervino Clark en tono apático—. Él nos ha dado empleos. El que se parece a Elvis Presley.
—Es Elvis —corrigió Sissy Thomas.
Sin embargo, Clark siguió con la mirada clavada en el escenario. No estaba preparado para pensar en aquello, y aún menos para escucharlo.
—A Mary le han dicho que mañana empieza a trabajar en el salón de belleza Be-Bop —prosiguió—. Tiene una licenciatura en filología inglesa y es profesora diplomada, pero se supone que tiene que pasarse Dios sabe cuánto tiempo lavando cabezas. Y después me mira y dice: «¿Y usté qué hace, señor? ¿Cuál es su especialidad?».
Clark hablaba imitando con sorna el acento de Memphis del alcalde, y aquello hizo aparecer por fin una expresión auténtica en los ojos flipados de la camarera. Mary creyó que se trataba de miedo.
—No deberías burlarte —advirtió—. Si te burlas te meterás en líos… y no te conviene en absoluto meterte en líos —terminó al tiempo que alzaba lentamente la mano envuelta en vendas.
Clark la miró con fijeza y labios temblorosos hasta que la camarera volvió a posarla sobre su regazo, y cuando siguió hablando, lo hizo en voz más baja.
—Le he dicho que era experto en software, y él va y me dice que no hay ordenadores en el pueblo… aunque «no estaría nada mal montar uno o dos chiringuitos de entradas en el pueblo». Entonces el otro tío empieza a reírse y dice que hay un empleo de chico de almacén en el supermercado y…
Un brillante foco blanco iluminó la parte delantera del escenario. Un hombre bajo, enfundado en una cazadora tan estrafalaria que hacía que la de Buddy Holly pareciera discreta, entró en el haz de luz con las manos alzadas como para sofocar una estruendosa ovación.
—¿Quién es ese? —preguntó Mary a Sissy.
—Un disc jockey del año de la pera que presentaba un montón de conciertos. Se llama Alan Tweed o Alan Breed o algo parecido. Casi nunca lo vemos fuera de aquí. Creo que bebe. Se pasa el día durmiendo, eso sí que lo sé.
Y en cuanto el nombre surgió de los labios de la muchacha, el escudo que había protegido a Mary desapareció y el último vestigio de incredulidad se esfumó como por encanto. Ella y Clark habían ido a parar a Paraíso del Rock and Roll; solo que en realidad se trataba de Infierno del Rock and Roll. Y aquello no les había ocurrido porque fueran malvados; no les había ocurrido porque los dioses estuvieran castigándolos, sino porque se habían perdido en el bosque, nada más, y perderse en el bosque era algo que le podía pasar a cualquiera.
—¡¡Esta noche tenemos un concierto fantástico!! —tronó el maestro de ceremonias con entusiasmo—. ¡¡Tenemos a Big Bopper…, Freddy Mercury, recién llegado de Londres…, Jim Croce…, el increíble Johnny Ace…!!
Mary se inclinó, solícita, hacia la muchacha sentada a su lado.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Sissy?
—No sé. Es muy fácil perder la noción del tiempo. Seis años como mínimo. O quizá ocho. O nueve.
—… Keith Moon de los Who…, Brian Jones de los Stones…, la encantadora Florence Ballard de las Supremes…, Mary Wells…
—¿Cuántos años tenías cuando llegaste aquí? —preguntó Mary, articulando por fin el mayor de sus temores.
—Cuss Elliot…, Janis Joplin…
—Veintitrés.
—King Curtis… Johnny Burnette…
—¿Y cuántos años tienes ahora?
—Slim Harpo…, Bob Oso Hite…, Stevie Ray Vaughan…
—Veintitrés —repuso Sissy.
En el escenario, Alan Freed siguió arrojando nombres al parque casi vacío mientras salían las estrellas, primero un centenar, luego mil, después demasiadas como para contarlas, estrellas que habían surgido de la nada y que ahora brillaban en todos los rincones del negro firmamento; el presentador siguió gritando los nombres de las víctimas de sobredosis, las víctimas del alcohol, las víctimas de accidentes aéreos y las víctimas de disparos mortales, las que habían sido halladas en callejones, flotando en piscinas, o en cunetas con la barra de dirección clavada en el pecho y la mayor parte de la cabeza arrancada; recitaba los nombres de los jóvenes y de los viejos, pero la mayor parte eran jóvenes, y cuando oyó los nombres de Ronnie van Zant y Steve Gaines recordó la letra de una de sus canciones, la que decía Oooh, lo hueles, hueles ese olor, y sí, desde luego que olía ese olor; incluso ahí, en medio de la nada, en medio de la clara noche de Oregón, Mary percibía aquel olor, y cuando tomó la mano de Clark, fue como si tocara la mano de un cadáver.
—¡¡Muuuuuuy bieeeeen!! —aulló Alan Freed.
Tras él, en las tinieblas, varias hileras de sombras desfilaban hacia el escenario guiados por «pipas» que llevaban linternas de bolsillo.
—¿Preparados para pasarlo bieeen?
No obtuvo respuesta de los espectadores esparcidos por el parque, pero agitó los brazos y se echó a reír como si un público inmenso hubiera reaccionado extasiado. Todavía quedaba luz suficiente en el cielo como para que Mary pudiera ver cómo el anciano se llevaba la mano a la oreja para bajarse el volumen del audífono.
—¿Preparados para la marcha del siglooooo?
Esta vez sí obtuvo respuesta…, un chillido demoníaco de saxofones que procedía de las sombras del fondo del escenario.
—¡¡Pues entonces, adelante… PORQUE EL ROCK AND ROLL NUNCA MORIRÁ!!
Cuando los demás focos se encendieron y empezó a sonar el primer tema del largo, larguísimo concierto de aquella noche (era Que me aspen, cantada por Marvin Gaye), Mary pensó: «Eso es lo que me temo. Eso es exactamente lo que me temo».