John Tell llevaba trabajando alrededor de un mes en los Estudios Tabori cuando vio por primera vez las zapatillas. Los Estudios Tabori se hallaban en un edificio que antaño se había llamado la Ciudad de la M úsica y que había sido una gran movida en los primeros tiempos del rock and roll y el rhythm and blues de los cuarenta principales. En aquella época no se habría visto un par de zapatillas, a menos que las llevara algún chico de los recados, en ningún piso superior al vestíbulo. Sin embargo, aquellos tiempos habían pasado a la historia, al igual que los productores ricachones con sus pantalones de raya muy marcada y sus puntiagudos zapatos de piel de serpiente. En la actualidad, las zapatillas deportivas formaban parte del uniforme de la Ciudad de la Música, y cuando Tell vio aquel par por primera vez no albergó sospecha alguna sobre su propietario. Bueno, tal vez una, y era que al tipo no le habría venido mal comprarse un par nuevo. Las que vio habían sido blancas en sus buenos tiempos, pero a juzgar por su aspecto, de eso hacía ya mucho.
Eso fue lo primero que advirtió al ver las zapatillas deportivas en el pequeño cuarto en el que uno acaba juzgando a su vecino por el calzado porque eso era lo único que veía de él. Tell se dio cuenta de su presencia bajo la puerta de la primera cabina del servicio de caballeros del tercer piso. Las vio al dirigirse a la tercera y última cabina. Salió al cabo de un par de minutos, se lavó y secó las manos, se peinó y regresó al estudio F, donde estaba ayudando a mezclar un disco de un grupo de heavy metal llamado The Dead Beats. Afirmar que Tell había olvidado ya las zapatillas habría constituido una exageración, porque en realidad apenas si las había registrado en su radar mental.
Paul Jannings producía las sesiones de The Dead Beats. No era famoso del modo en que lo eran los viejos reyes del be-bop en la Ciudad de la Música (de hecho, Tell creía que el rock and roll ya no era lo suficientemente fuerte como para crear aquella clase de realeza mítica), pero sí era bastante conocido, y Tell estaba convencido de que era el mejor productor de discos de rock and roll en activo; solo Jimmy Iovine podía aspirar a compararse con él.
Tell lo había visto por primera vez en una fiesta que siguió al estreno del documental sobre un concierto. De hecho, lo había reconocido desde el otro extremo de la estancia. Tenía el cabello canoso y sus facciones, tan marcadas, se habían tornado casi demacradas, pero resultaba imposible no reconocer al hombre que había grabado las legendarias sesiones de Tokio con Bob Dylan, Eric Clapton, John Lennon y Al Kooper unos quince años antes. A excepción de Phil Spector, Jannings era el único productor musical que Tell habría reconocido al verlo, además de por el sonido característico de sus grabaciones… Agudos cristalinos sobre una percusión tan pesada que te hacía temblar la clavícula. Lo primero que se distinguía en la grabación de las sesiones de Tokio era la claridad de Don McLean, pero al quitar los agudos, lo que se oía latir a través de los graves era puro sonido Sandy Nelson.
La reticencia innata de Tell quedó relegada por la admiración, hasta el punto de que atravesó la estancia en dirección a Paul Jannings, que en aquel momento no hablaba con nadie. Se presentó esperando un apresurado apretón de manos y algunas palabras de compromiso en el mejor de los casos. En cambio, los dos se habían enzarzado en una larga e interesante conversación. Trabajaban en el mismo campo y tenían bastantes conocidos comunes, pero incluso entonces, Tell se dio cuenta de que la magia de aquel primer encuentro encerraba algo más; Paul Jannings era uno de los pocos hombres con los que podía entablar una conversación, y para John Tell, hablar equivalía a magia.
Hacia el final de la conversación, Jannings le había preguntado si estaba buscando trabajo.
—¿Has conocido alguna vez a alguien en este negocio que no busque trabajo? —replicó Tell.
Jannings se echó a reír y le pidió su número de teléfono. Tell se lo había dado, aunque sin conceder demasiada importancia al hecho, pues lo más probable era que se tratara de un gesto de cortesía por parte del otro hombre. No obstante, Jannings le había llamado al cabo de tres días para preguntarle si quería formar parte del equipo de técnicos que se encargarían de mezclar el primer disco de The Deads Beats.
—No sé si se podrá conseguir que el hábito haga al monje —había advertido Jannings—, pero puesto que Atlantic Records pone la pasta, ¿por qué no pasarlo bien intentándolo?
John Tell no veía por qué no, así que se apuntó al carro de inmediato.
Una semana después de ver las zapatillas por primera vez, Tell volvió a verlas. Solo se dio cuenta de que se trataba del mismo tipo porque las zapatillas estaban en el mismo sitio, bajo la puerta de la primera cabina del servicio de caballeros del tercer piso. No cabía duda de que eran las mismas; blancas, al menos lo habían sido, de bota y con los pliegues llenos de polvo. Advirtió que uno de los ojetes estaba vacío. «No debías de tener los ojos bien abiertos todavía cuando te abrochaste la zapatilla, amigo», se dijo. A continuación se dirigió hacia la tercera cabina, que en cierto modo, aunque vago, consideraba «suya». Aquella vez también echó un vistazo a las zapatillas al salir, y notó algo extraño: sobre una de ellas había una mosca muerta. Yacía patas arriba sobre la punta redondeada de la zapatilla izquierda, la que tenía un ojete vacío.
Cuando llegó al estudio F, Jannings estaba sentado junto a la mesa de mezclas con la cabeza hundida entre las manos.
—¿Estás bien, Paul?
—No.
—¿Algo va mal?
—Yo soy el que voy mal. Mi carrera se ha ido al garete. Estoy hundido, muerto, acabado.
—Pero ¿de qué estás hablando?
Tell miró en derredor en busca de Georgie Ronkler, pero no lo vio por ninguna parte. No le sorprendió. Jannings tenía accesos de furia, y Georgie siempre se esfumaba en tales ocasiones. Afirmaba que su karma no le permitía afrontar emociones fuertes.
—Me echo a llorar incluso en las inauguraciones de supermercados —solía decir.
—Definitivamente, el hábito no hace al monje —sentenció Jannings al tiempo que señalaba con el puño el vidrio que separaba el estudio de sonido de la sala de actuación.
Parecía un nazi ejecutando el antiguo saludo Heil Hitler.
—Al menos, no cuando tratas con cerdos como estos.
—Vamos, anímate —empezó Tell, aunque sabía que Jannings estaba en lo cierto.
The Dead Beats, grupo compuesto por cuatro gilipollas atontados y una zorra también atontada, eran repugnantes personalmente e incompetentes profesionalmente.
—¡Anima tú esto! —exclamó Jannings y le dedicó un gesto obsceno con el dedo medio extendido y el resto del puño cerrado.
—¡Dios mío, cómo odio a la gente temperamental! —comentó Tell.
Jannings alzó la vista hacia él y lanzó una risita ahogada. Al cabo de un instante, ambos reían con ganas, y cinco minutos más tarde habían reanudado el trabajo.
La mezcla como tal terminó una semana más tarde. Tell pidió a Jannings una carta de recomendación y una copia de la cinta.
—De acuerdo, pero sabes que no debes dejarle escuchar la cinta a nadie hasta que el disco salga publicado —advirtió Jannings.
—Ya lo sé.
—Y desde luego, se me escapa la razón por la que quieres una cinta por la que nadie daría nada. Estos tipos hacen que los Butthole Surfers suenen como los Beatles.
—Vamos, Paul, no ha sido tan espantoso. Y aunque lo hubiera sido, ya se ha acabado.
—Sí —asintió Jannings con una sonrisa—, es verdad. Y si vuelvo a trabajar en este negocio alguna vez, te llamaré.
—Eso sería estupendo.
Se estrecharon las manos. Tell abandonó el edificio que antaño se había llamado la Ciudad de la Música, y por su mente no cruzó en ningún momento el recuerdo de las zapatillas deportivas bajo la puerta de la primera cabina del servicio de caballeros del tercer piso.
Jannings, que llevaba veinticinco años en aquel mundillo, le había dicho en cierta ocasión que cuando se trataba de mezclar bop (nunca lo llamaba rock and roll, sino bop), o eras una mierda o eras Supermán. Durante los dos meses siguientes a las sesiones de grabación de los Dead Beats, John Tell fue una mierda. No trabajó. Empezó a ponerse nervioso a causa del alquiler. En dos ocasiones estuvo a punto de llamar a Jannings, pero algo en su interior le advirtió de que aquello sería un error.
Un buen día, el técnico encargado de la mezcla de una película llamada Maestros karatekas de la masacre murió de un ataque al corazón y Tell consiguió un trabajo de seis semanas en el edificio Brill, conocido como la Callejuela de Hojalata en los gloriosos tiempos de Broadway y las big bands, para terminar la mezcla. La mayor parte del asunto era música exenta de derechos, aliñada con un par de cítaras, pero servía para pagar el alquiler. Tras el último día de trabajo, Tell entró en su piso en el momento en que empezaba a sonar el teléfono. Era Paul Jannings, que llamaba para preguntarle si últimamente había echado un vistazo a la lista musical de Billboard. Tell repuso que no.
—Entró en el número setenta y nueve —anunció Jannings en un tono entre asqueado, divertido e impresionado—. Y a toda pastilla.
—¿Qué es lo que entró en el número setenta y nueve? —inquirió Tell, aunque al brotar las palabras de sus labios ya sabía cuál sería la respuesta.
—«Buceando en el polvo.»
Era el nombre de uno de los temas del inminente disco de los Dead Beats, Machácalo hasta que se muera, el único tema que Tell y Jannings habían creído, siquiera remotamente, capaz de convertirse en un sencillo.
—¡Mierda!
—Exacto, pero tengo la extraña sensación de que se va a colocar entre los diez primeros. ¿Has visto el vídeo?
—No.
—La leche. Casi todo es Ginger, la tía del grupo, haciendo el calientapollas en una jungla de plástico con un tipo que se parece a Donald Trump en mono. Transmite lo que a mis amigos intelectuales les gusta llamar «mensajes culturales».
Jannings lanzó una carcajada tal que Tell se vio obligado a apartarse el auricular de la oreja.
—En cualquier caso, seguramente eso significa que el disco también se colocará entre los diez primeros —prosiguió Jannings en cuanto logró dominarse—. Un cagarro de perro bañado en platino sigue siendo un cagarro de perro, pero las referencias que da un platino son de platino de verdad, ¿me comprende uzté, buana?
—Desde luego —asintió Tell al tiempo que abría el cajón de su mesa para asegurarse de que la cinta de los Dead Beats, que no había escuchado desde que la obtuvo de Paul Jannings, seguía ahí.
—Bueno, ¿qué estás haciendo ahora? —quiso saber Jannings.
—Buscar trabajo.
—¿Quieres volver a trabajar conmigo? Voy a hacer el nuevo disco de Roger Daltry. Empiezo dentro de dos semanas.
—¡Pues claro que sí!
El dinero le vendría bien, pero había algo más. Después de trabajar con los Dead Beats y pasar seis semanas con la historia de los Maestros karatekas de la masacre, trabajar con el antiguo líder de los Who sería como entrar en un lugar caliente en una noche fría. Fuera como fuese en persona, el hombre sabía cantar. Y trabajar de nuevo con Jannings también estaría bien.
—¿Dónde?
—En el mismo sitio de siempre: Estudios Tabori en la Ciudad de la Música.
Roger Daltry no solo cantaba bien, sino que resultó ser además un tipo bastante majo. Tell se dijo que las tres o cuatro semanas siguientes serían muy agradables. Tenía trabajo, su nombre aparecía en los créditos de un disco que había entrado en las listas de Billboard en el número cuarenta y uno (y el sencillo estaba en el diecisiete y subiendo), y se sentía a salvo respecto al alquiler por primera vez desde que había dejado Pennsylvania para irse a vivir a Nueva York, hacía de eso cinco años.
Corría el mes de junio, los árboles estaban repletos de hojas, las chicas volvían a llevar faldas cortas y el mundo se le antojaba un lugar estupendo. Tell se sintió así el primer día que volvió a trabajar para Paul Jannings hasta alrededor de las dos menos cuarto de la tarde. A esa hora entró en el servicio del tercer piso, vio las mismas zapatillas deportivas que algún día habían sido blancas y todo su bienestar se vino abajo.
«No son las mismas. No pueden ser las mismas.»
Pero eran las mismas. El ojete vacío constituía la identificación más clara, pero todo lo demás también era igual. Exactamente igual, de hecho, incluyendo la posición. La única diferencia que Tell advirtió residía en que había más moscas muertas alrededor de las zapatillas.
Entró lentamente en la tercera cabina, «su» cabina, se bajó los pantalones y tomó asiento. No le sorprendió que la necesidad que le había llevado hasta allí hubiera desaparecido por completo. Pese a ello, permaneció sentado durante un rato, atento a cualquier sonido. El crujido de un periódico. Algún carraspeo. Maldita sea, incluso un pedo.
No oyó sonido alguno.
«Es porque estoy solo —pensó—. Exceptuando, claro está, al tipo muerto que hay en la primera cabina.»
La puerta exterior del servicio se abrió de golpe. Tell estuvo a punto de gritar. Alguien se dirigió tarareando a los urinarios, y cuando el agua empezó a salpicar la porcelana, a Tell se le ocurrió una explicación que lo llenó de alivio. Era tan sencilla que resultaba absurda… y sin duda, correcta. Consultó su reloj y vio que era la 1.47.
«Hombre constante es hombre feliz», decía su padre. El padre de Tell había sido un tipo taciturno, y aquel dicho (junto con «Límpiate las manos antes de limpiar el plato») había sido uno de sus escasos aforismos. Si la constancia significaba felicidad, entonces Tell debía de ser un tío feliz. Le entraban ganas de ir al lavabo aproximadamente a la misma hora cada día, y suponía que lo mismo le sucedía a su amigo Zapatillas, que prefería la primera cabina del mismo modo que él prefería la tercera.
«Si tuvieras que pasar por delante de las cabinas para ir a los urinarios, habrías comprobado que la primera cabina está vacía muchas veces, o habrías visto otros zapatos bajo la puerta. Al fin y al cabo, ¿cuántas probabilidades hay de que un cadáver pase inadvertido en una cabina del servicio durante…
Intentó recordar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había estado allí.
… cuatro meses, más o menos?»
Ninguna probabilidad, esa era la respuesta. Podía creer que los encargados de la limpieza no fueran demasiado meticulosos a la hora de limpiar las cabinas (todas aquellas moscas muertas), pero tendrían que comprobar si había papel higiénico cada día o cada dos días, ¿no? E incluso si pasaran de hacerlo, los muertos empiezan a oler al cabo de un tiempo, ¿no? Dios sabía que aquel no era el lugar más aromático del mundo, y de hecho se hacía casi inhabitable tras una visita del tipo gordo que trabajaba en Janus Music, pero estaba seguro de que el olor de un cadáver era mucho más intenso. Más llamativo.
«¿Llamativo? ¿Llamativo? Dios mío, qué palabreja. ¿Y tú qué sabes? No has olido un cadáver en estado de descomposición en tu vida.»
Cierto, pero estaba convencido de que sabría qué estaba oliendo si algún día se encontraba en tal situación. La lógica era la lógica y la constancia era la constancia, y se acabó. Seguramente aquel tío era un chupatintas de Janus o un escritor que trabajaba para Snappy Kards, la empresa situada en el otro extremo del piso. Por lo que sabía John Tell, el tío podía estar componiendo un par de versos para una tarjeta de felicitación en aquel preciso instante:
Las rosas son rojas; las violetas, azules,
Me creías muerto, pero eso no es cierto,
Tan solo descargo como tú al mismo tiempo.
«Vaya mierda», se dijo Tell al tiempo que lanzaba una extraña carcajada. El tipo que había abierto la puerta de golpe y casi le había hecho gritar había ido a las pilas. En aquel momento, el chapoteo del agua mientras se lavaba las manos se interrumpió durante un instante. Tell imaginó al recién llegado escuchando, preguntándose a quién pertenecería aquella risa procedente de una de las cabinas, preguntándose si se trataría de un chiste, una fotografía obscena o si el hombre simplemente estaba loco. Al fin y al cabo, había un montón de locos en Nueva York. Uno los veía por todas partes, hablando consigo mismos y riendo sin razón aparente…; del mismo modo en que Tell acababa de reírse.
Tell intentó imaginarse a Zapatillas escuchando, pero no lo consiguió.
De repente, se le pasaron las ganas de reír.
De repente, le entraron ganas de salir de ahí cuanto antes.
Sin embargo, no quería que el tipo del lavabo lo viese. El hombre lo miraría. Solo durante un instante, pero aquello bastaría para saber qué estaba pensando. No se podía confiar en las personas que se ríen mientras están en el lavabo.
El golpeteo de los zapatos al chocar contra el suelo de azulejos del lavabo, el zumbido de la puerta al abrirse, el siseo de la puerta al volver a su posición original. Se podía intentar cerrar la puerta de golpe, pero la escuadra neumática impedía que diera un portazo. Aquello podría sobresaltar al recepcionista del tercer piso mientras descansaba fumando Camel y leyendo el último número de Krrang!
«¡Dios mío, esto está tan silencioso! ¿Por qué no se mueve el tío este? ¡Al menos un poco!»
Pero no había más que silencio, un silencio denso, suave y total, la clase de silencio que los muertos oirían en sus ataúdes si pudieran oír algo. De repente, Tell se convenció de nuevo de que Zapatillas estaba muerto, a la porra la lógica, estaba muerto y llevaba muerto quién sabe cuánto tiempo, estaba ahí sentado, y si abría la puerta de la cabina, vería una cosa medio caída y blanda, con las manos colgando entre los muslos, vería…
Por un instante estuvo a punto de exclamar: «¡Eh, Zapatillas! ¿Estás bien?».
Pero ¿qué pasaría si Zapatillas no contestaba con voz interrogante ni irritada, sino con una especie de graznido ronco, parecido al de una rana? ¿No había historias sobre eso de resucitar a los muertos? ¿Sobre…?
De repente, Tell se incorporó con ademán brusco, tiró de la cadena, se abrochó el botón de la bragueta, salió de la cabina a toda prisa y se subió la cremallera mientras corría hacia la puerta, consciente de que al cabo de unos segundos se sentiría como un estúpido, aunque en aquel momento eso no le importaba ni lo más mínimo. No obstante, no pudo evitar lanzar una mirada bajo la puerta de la primera cabina. Las mismas zapatillas sucias y mal anudadas. Y las moscas muertas. Bastantes moscas muertas.
«En mi cabina no había moscas muertas. ¿Y cómo es que después de tanto tiempo todavía no se ha dado cuenta de que tiene la zapatilla mal anudada? ¿O es que las lleva así siempre, en plan de manifiesto artístico?»
Tell empujó la puerta con fuerza al salir. El recepcionista atrincherado al final del pasillo lo observó con la serena curiosidad que reservaba para los pobres mortales, en oposición a las divinidades encarnadas como Roger Daltrey.
Tell se alejó por el pasillo a toda prisa en dirección a los Estudios Tabori.
—Paul.
—¿Qué? —replicó Jannings sin levantar la vista de la mesa de mezclas.
Georgie Ronkler estaba junto a él, observándolo de cerca mientras se mordisqueaba una cutícula, que era lo único que le quedaba por mordisquear. Sus uñas simplemente no existían a partir del punto en que se despedían de la carne viva y las terminaciones nerviosas. Se había apostado cerca de la puerta. Si Jannings empezaba a refunfuñar, haría mutis por el foro.
—Creo que algo va mal en el…
—¿Algo más? —le interrumpió Jannings.
—¿A qué te refieres?
—A la pista de la batería. Es una chapuza de mierda, y no sé qué vamos a hacer con ella.
Pulsó un botón y el sonido de una batería invadió el estudio.
—¿Lo oyes?
—¿Te refieres a la caja?
—¡Pues claro que me refiero a la caja! ¡Destaca como una patada del resto de la percusión, pero está grabada en la misma pista!
—Sí, pero…
—Sí, pero una mierda. Odio estas cosas. ¡Tengo cuarenta pistas, cuarenta malditas pistas para grabar un simple tema de bop, y algún técnico gilipollas…!
Por el rabillo del ojo, Tell vio que Georgie desaparecía como por arte de magia.
—Pero mira, Paul, si bajas la ecualización…
—La ecualización no tiene nada que ver con…
—Cállate y escúchame un momento —le interrumpió Tell en tono conciliador, algo que no se habría atrevido a hacer con ninguna otra persona del mundo.
Desplazó un interruptor. Jannings dejó de refunfuñar y empezó a escucharle. Formuló una pregunta. Tell la contestó. Entonces formuló otra a la que Tell no supo responder, pero Jannings resolvió la cuestión por sí solo, y de repente se les abrió todo un nuevo abanico de posibilidades para un tema titulado «Respuesta para ti, respuesta para mí».
Al cabo de un rato, a sabiendas de que la tormenta había pasado, Georgie Ronkler reapareció.
Y Tell olvidó todo lo referente a las zapatillas.
Le volvieron a la memoria la tarde siguiente. Estaba en su casa, sentado en el retrete de su propio cuarto de baño y leyendo Wise Blood mientras escuchaba la suave música de Vivaldi que procedía de los altavoces instalados en su dormitorio. Aunque mezclaba discos de rock and roll para vivir, Tell solo poseía cuatro discos de rock, dos de Bruce Springsteen y dos de John Fogerty.
De repente, alzó la mirada del libro con cierto sobresalto. Una pregunta que rayaba la ridiculez cósmica acababa de abrirse paso en su mente: «¿Cuánto hace que no cagas por la noche, John?».
No lo sabía, pero creía que tal vez lo haría un poco más a menudo en el futuro. Por lo visto, era posible que cambiara al menos uno de sus hábitos.
Un cuarto de hora más tarde, mientras estaba sentado en el salón, con el libro olvidado sobre el regazo, se le ocurrió otra cosa. No había ido al lavabo del tercer piso ni una sola vez aquel día. A las diez habían ido al bar de enfrente a tomar un café, y allí había meado mientras Paul y Georgie se quedaban en la barra bebiendo café y hablando de sobregrabaciones. Después, a la hora de comer, había hecho una paradita rápida en el restaurante Brew ‘n Burger… y otra en el lavabo del primer piso, al bajar un montón de correspondencia que bien podría haber metido en el buzón que había junto a los ascensores.
¿Estaba rehuyendo el lavabo del tercer piso? ¿Era eso lo que había estado haciendo sin ni siquiera darse cuenta? Apostaría sus Reebok a que sí. Lo había estado rehuyendo como un niño que da un rodeo de una manzana entera cuando vuelve de la escuela para no tener que pasar por delante de la casa embrujada del pueblo. Lo había estado rehuyendo como si fuera la peste.
—Bueno, ¿y qué? —se preguntó en voz alta.
No fue capaz de articular exactamente qué significaba aquel y qué, pero sabía que existía; el hecho de salir espantado de un lavabo público a causa de un par de zapatillas sucias tenía algo demasiado existencial, incluso para una ciudad como Nueva York.
—Esto tiene que acabarse —sentenció Tell en voz alta y clara.
Pero aquello fue el jueves por la noche, y el viernes por la noche sucedió algo que confirió un giro insospechado a la situación. Aquel día se cerraron las puertas entre él y Paul Jannings.
Tell era un hombre tímido y le costaba entablar amistades. En la zona rural de Pennsylvania en la que había ido al instituto, un capricho del destino había colocado a Tell sobre un escenario con una guitarra en las manos… Era el último lugar en el que habría esperado encontrarse. El bajista de un grupo llamado los Satin Saturns había contraído la salmonella el día antes de un bolo que se pagaba bien. El guitarra solista, que también tocaba en la banda del colegio, sabía que John Tell tocaba tanto el bajo como la guitarra rítmica. El guitarra solista era un tipo robusto y al mismo tiempo violento, mientras que John Tell era menudo, humilde y fácil de doblegar. El guitarra solista le propuso elegir entre tocar el instrumento del bajista enfermo o tenerlo metido en el culo hasta el quinto traste. Aquella elección había contribuido en gran medida a aclarar sus sentimientos respecto al hecho de tocar ante un público numeroso.
Pero al final del tercer tema había dejado de tener miedo. Al término de la primera parte, sabía que estaba como en casa. Muchos años después de aquel primer bolo, Tell oyó una anécdota relativa a Bill Wyman, el bajista de los Rolling Stones. Según la historia, Wyman se durmió durante una actuación, y no en un club pequeño, sino en una sala y se cayó del escenario y se rompió la clavícula. Tell suponía que mucha gente creía que la anécdota era un apócrifo, pero a él le parecía que era cierta… y al fin y al cabo, se encontraba en una posición inmejorable para comprender que algo así pudiera suceder. Los bajistas eran los hombres invisibles del mundo del rock. Había excepciones, por supuesto, como Paul McCartney, por ejemplo, pero no hacían sino confirmar la regla.
Tal vez a causa de la falta de glamour que tenía el trabajo, había una escasez crónica de bajistas. Cuando los Satin Saturns se disolvieron un mes más tarde, a causa de una pelea a puñetazos entre el guitarra y el batería por culpa de una chica, Tell entró en un grupo formado por el guitarra rítmica de los Satin Saturns, y desde aquel momento, el curso de su vida quedó decidido, así de sencillo.
A Tell le gustaba tocar en el grupo. Uno estaba en el escenario, mirando a todo el mundo desde arriba, no solo participando en la fiesta, sino haciendo que funcionara. Uno era casi invisible y absolutamente imprescindible al mismo tiempo. De vez en cuando había que cantar algunos coros, pero nadie esperaba que uno pronunciara un discurso ni nada parecido.
Había llevado aquella vida de estudiante a tiempo parcial y gitano de la música a tiempo completo durante diez años. Era bueno, pero nada ambicioso; no tenía fuego en el cuerpo. Al final terminó en Nueva York como músico de sesión, empezó a tontear con las mesas de mezclas y descubrió que la vida le parecía aún más agradable al otro lado de la pecera. Durante todo aquel tiempo, había hecho un solo amigo, Paul Jannings. Habían entablado amistad con rapidez, y Tell suponía que las inigualables presiones de aquel trabajo tenían algo que ver en el asunto… aunque no todo. Sobre todo, sospechaba Tell, se debía a la combinación de dos factores: su soledad esencial y la personalidad de Jannings, tan intensa que casi resultaba abrumadora. Y la situación era bastante parecida para Georgie, como descubrió Tell después de lo que sucedió aquel viernes por la noche.
Tell y Paul estaban tomando algo en una de las mesas más apartadas del pub McManus. Hablaban de la mezcla, el mundillo, los Mets, de todo, en suma, y de repente, la mano derecha de Jannings se deslizó bajo la mesa y oprimió suavemente el paquete de Tell.
Tell se apartó con tal brusquedad que volcó el candelabro del centro de la mesa y el vaso de vino de Jannings. Un camarero se acercó, enderezó la vela antes de que chamuscara la mesa y se marchó. Tell miró a Jannings asombrado, con los ojos abiertos de par en par.
—Lo siento —empezó Paul con expresión sincera… aunque imperturbable.
—¡Dios mío, Paul!
Fue lo único que se le ocurrió, y se le antojaron palabras ridículamente inadecuadas.
—Pensaba que estabas preparado, nada más —explicó Jannings—. Supongo que debería haber sido un poco más sutil.
—¿Preparado? —repitió Tell—. ¿Qué quieres decir? ¿Preparado para qué?
—Para abrirte. Para darte permiso para salir de tu cascarón.
—Yo no soy así —replicó Tell, aunque el corazón le latía con violencia.
Una parte de lo que sentía era indignación, otra era el temor que le inspiraba la implacable certeza que veía en los ojos de Jannings, pero la mayor parte era consternación. Lo que Jannings había hecho había dado al traste con su amistad.
—Dejémoslo, ¿de acuerdo? Pidamos algo y mentalicémonos de que esto no ha pasado.
«Hasta que tú quieras», añadieron aquellos ojos implacables.
«Pues claro que ha pasado», quería gritar Tell, aunque no lo hizo. La voz de la razón y del sentido práctico se lo impedían… le impedían correr el riesgo de encender la extremadamente corta mecha de Jannings. Al fin y al cabo, aquel era un buen trabajo… y no solo el trabajo en sí. Le convenía más tener la cinta de Roger Daltrey en la carpeta que las dos semanas restantes de sueldo. Le convenía ser diplomático y reservar la actitud de joven indignado para otra ocasión. Además, ¿había algo por lo que sentirse indignado? A fin de cuentas, no es que Jannings lo hubiera violado.
Y aquello no era más que la punta del iceberg. El resto transcurrió como sigue. Tell cerró la boca porque eso era lo que su boca había hecho toda la vida. De hecho, su boca hizo algo más que cerrarse simplemente; se cerró de golpe, como una ratonera. Todo su corazón quedó debajo de aquellos dientes apretados, y toda su razón, encima.
—Muy bien —asintió—. No ha pasado.
Tell durmió mal aquella noche, y el sueño que logró conciliar estuvo plagado de pesadillas. En la primera, Jannings le metía mano en McManus. En la segunda veía una de las zapatillas deportivas bajo la primera cabina del lavabo, solo que en esta ocasión, Tell abría la puerta y veía a Paul Jannings sentado dentro. Había muerto desnudo y en un estado de excitación sexual que, de algún modo, persistía aun después de su muerte, aun después del largo tiempo transcurrido. «Exacto; sabía que estabas preparado», decía el cadáver entre una nube de aire verdoso y podrido. Tell despertó de aquella pesadilla al caer al suelo, enredado en la colcha. Eran las cuatro de la mañana. Los primeros rayos de luz reptaban por entre las chimeneas de los edificios que se alzaban ante su ventana. Tell se vistió y se sentó a fumar cigarrillo tras cigarrillo hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Alrededor de las once de la mañana de aquel sábado (trabajaban seis días a la semana a fin de cumplir el calendario de Roger Daltrey), Tell fue al lavabo del tercer piso para orinar. Permaneció junto a la puerta durante un instante mientras se frotaba las sienes, y a continuación echó un vistazo a las cabinas.
No veía nada. Se hallaba en un ángulo incorrecto.
«¡Pues da igual! ¡A la mierda! ¡Mea y lárgate de aquí!»
Se dirigió con pasos lentos hacia los urinarios y se bajó la cremallera. Le costó mucho orinar.
Al salir volvió a detenerse con la cabeza ladeada, como el Perro Nipper en las etiquetas de los viejos discos de la RCA Victor, y a continuación giró en redondo. Dobló de nuevo la esquina y se detuvo en cuanto logró ver lo que había debajo de la puerta de la primera cabina. Las zapatillas blancuzcas seguían ahí. El edificio que antaño había sido conocido como la Ciudad de la M úsica estaba casi vacío, como suele suceder los sábados por la mañana, pero las zapatillas seguían ahí.
Los ojos de Tell se posaron en una mosca que había junto a la cabina. Observó con una suerte de vacua avidez cómo la mosca entraba en la cabina y trepaba a la punta de la zapatilla, donde, simplemente, cayó muerta y pasó a engrosar las filas de insectos muertos que rodeaban las zapatillas. Tell comprobó sin sorpresa alguna, al menos consciente, que entre los montones de moscas había también dos pequeñas arañas y una enorme cucaracha tendida patas arriba, como una tortuga.
Tell salió del servicio de caballeros a largas zancadas, y su regreso a los estudios se le antojó de lo más peculiar. En lugar de caminar, tenía la impresión de que el edificio retrocedía bajo sus pies y a su alrededor, al igual que la corriente de un río en torno a una roca.
«Cuando llegue le diré a Paul que no me encuentro bien y me tomaré el resto del día libre», pensó, aunque sabía que no lo haría. Paul había estado de un humor inestable y desagradable toda la mañana, y Tell sabía que él era parte de la razón, o tal vez toda. ¿Lo despediría Paul por despecho? Una semana antes, Tell se hubiera echado a reír ante tal posibilidad; pero una semana antes todavía creía en lo que había aprendido a creer a lo largo de su vida: que los amigos eran auténticos y los fantasmas, imaginarios. Ahora se preguntaba si tal vez no habría confundido el orden de aquellos dos postulados.
—El regreso del hijo pródigo —lo saludó Jannings sin alzar la vista cuando Tell abrió la segunda puerta del estudio, la puerta denominada de «aire muerto»—. Creía que te habías muerto ahí dentro, Johnny.
—No —repuso Tell—, yo no.
Era un fantasma, y Tell averiguó a quién pertenecía el día antes de que la mezcla de Roger Daltrey y su asociación con Paul Jannings terminara, pero antes de ello sucedieron muchas otras cosas. Solo que todas ellas eran la misma cosa, en realidad, pequeños hitos como los que se ven en la autopista de Pennsylvania y que marcaban el avance constante de John Tell hacia un ataque de nervios. Sabía que estaba ocurriendo pero no podía hacer nada para evitarlo. Era como si no estuviera conduciendo él, sino que lo estuvieran llevando.
En un principio, su línea de actuación le había parecido clara y simple; se trataba de evitar el servicio de caballeros del tercer piso, así como ahuyentar cualquier pensamiento y pregunta acerca de las zapatillas deportivas. No tenía más que desconectar. Fundir la imagen.
Pero no podía. La imagen de las zapatillas se infiltraba en su mente en los momentos más insospechados y se aferraba a él como una antigua pena. A veces estaba sentado en su casa, mirando las noticias de la CNN o algún estúpido programa de debate en la tele, y de pronto se ponía a pensar en las moscas muertas, o en lo que no veía el encargado de cambiar los rollos de papel higiénico, y de repente consultaba el reloj y veía que había transcurrido una hora. En ocasiones más tiempo incluso.
Durante un tiempo estuvo convencido de que se trataba de una broma pesada. Paul estaba en el ajo, por supuesto, y probablemente también el gordo de Janus Music. Tell los había visto hablando con bastante frecuencia, ¿y acaso no se habían vuelto hacia él riendo en cierta ocasión? También cabía la posibilidad de que estuviera metido en el asunto el recepcionista, aquel tipo adicto al Camel y de ojos muertos y escépticos. Georgie no. Georgie habría sido incapaz de guardar el secreto aun cuando Paul lo hubiera intimidado para que participara, pero cualquier otra persona podría estar implicada. Durante un par de días, Tell incluso barajó la posibilidad de que el propio Roger Daltrey se hubiera calzado durante un rato las zapatillas blancas y mal anudadas.
Aunque sabía que aquellas ideas eran fantasías paranoicas, la certeza no contribuyó a disiparlas. Tell les ordenaba marcharse, insistía en que no había ninguna confabulación encabezada por Paul Jannings para ahuyentarlo, y su mente respondía: «Sí, vale, eso tiene sentido», y al cabo de cinco horas, o tal vez solo veinte minutos, imaginaba a un nutrido grupo sentado en la brasería Desmond, situado a dos manzanas de ahí. Paul, el recepcionista que fumaba como un carretero y al que le gustaba el heavy metal y el cuero, tal vez incluso el tipo flaco de Snappy Kards… Todos ellos estarían comiendo cóctel de gambas, bebiendo y riendo, por supuesto. Riéndose de él mientras las sucias zapatillas que se ponían por turnos descansaban bajo la mesa en una arrugada bolsa de papel marrón.
Tell veía la bolsa marrón. Hasta ese extremo había llegado.
Pero aquella breve fantasía no era lo peor. Lo peor era que el servicio de caballeros del tercer piso había cobrado atractivo. Era como si poseyera un poderoso imán y los bolsillos de Tell estuvieran llenos de hierro. Si alguien le hubiera contado algo así, se habría partido de risa, aunque tal vez solo interiormente, si la persona en cuestión se lo estuviera tomando muy en serio, pero era cierto, le acometía el impulso de volverse cada vez que pasaba ante el servicio de camino hacia los estudios o los ascensores. Era una sensación terrible, como si tiraran de él hacia una ventana abierta en un edificio muy alto o como si se observara impotente, como desde fuera, levantar una pistola hasta la altura de la boca y meterse el cañón dentro.
Quería volver a mirar. Era consciente de que un solo vistazo más bastaría para acabar con él, pero daba igual. Quería volver a mirar.
Cada vez que pasaba, sentía aquella necesidad de entrar.
En sus sueños abría la puerta de la primera cabina una y otra vez. Solo para echar un vistazo.
Un buen vistazo.
Y por lo visto, no podía contárselo a nadie. Sabía que las cosas mejorarían un tanto si se lo contaba a alguien, sabía que si se desahogaba el temor cambiaría de forma, tal vez incluso le saldría un mango con el que poder manejarlo. En dos ocasiones entró en bares y logró entablar conversación con los hombres sentados junto a él. Porque los bares, pensó, eran los lugares en los que la conversación estaba más barata. Tirada de precio, en realidad.
No había hecho más que abrir la boca en la primera de aquellas ocasiones cuando el hombre que había elegido empezó a soltarle un sermón sobre los Yankees y George Steinbrenner. Sin duda, aquel tipo tenía a Steinbrenner bien metido en la mollera, y resultó imposible deslizar siquiera una palabra sobre otro tema. Tell renunció.
La segunda vez logró entablar una conversación bastante informal con un hombre que tenía aspecto de obrero de la construcción. Hablaron del tiempo, después de béisbol, aunque, por fortuna, el tipo no estaba chiflado por el tema, y pasaron a debatir la dificultad de encontrar un empleo decente en Nueva York. Tell estaba bañado en sudor. Se sentía como si estuviera realizando algún pesado trabajo físico, como empujar una carretilla llena de cemento por una ligera cuesta, tal vez, pero también tenía la sensación de que no lo estaba haciendo del todo mal.
El hombre con aspecto de obrero de la construcción bebía vodka con kaluha. Tell no pasó de la cerveza. Tenía la sensación de que la sudaba al mismo tiempo que la ingería, pero después de invitar al tipo a un par de copas y de dejarse invitar por él a un par de birras, hizo acopio de valor para ir al grano.
—¿Quiere oír algo realmente extraño? —empezó.
—¿Es usted de la otra acera? —preguntó el hombre con aspecto de obrero de la construcción antes de que Tell pudiera proseguir.
Se volvió hacia Tell y lo miró con amistosa curiosidad.
—Quiero decir que no me importa si lo es o no, pero es que tengo como un presentimiento y antes que nada quiero decirle que a mí eso no me va. Para que lo sepa, ¿entiende?
—No soy de la otra acera —repuso Tell.
—Ah. ¿Qué me decía de algo realmente extraño?
—¿Eh?
—Me hablaba de algo realmente extraño.
—Oh, no era tan extraño, la verdad —aseguró Tell.
De repente, consultó el reloj y comentó que se estaba haciendo tarde.
Tres días antes del fin de la mezcla de Daltrey, Tell salió del estudio F para orinar. Ahora siempre iba al servicio del sexto piso. Al principio había utilizado el del cuarto y después el del quinto, pero ambos estaban situados justo encima del lavabo del tercero, y había empezado a percibir la radiación del propietario de las zapatillas, como si le succionara la esencia. El servicio del sexto se hallaba en el extremo opuesto del edificio, lo cual, al parecer, resolvía el problema.
Pasó junto al mostrador de recepción al dirigirse hacia los ascensores, parpadeó y, de repente, se encontraba en el servicio del tercer piso y la puerta siseaba al cerrarse tras él. Nunca había sentido tanto miedo. Parte de aquel temor se debía a las zapatillas, pero la mayor parte se debía a que acababa de pasar entre tres y seis segundos en blanco. Por primera vez en su vida, se había quedado completamente en blanco.
No sabía cuánto tiempo habría permanecido allí parado si la puerta no se hubiera abierto tras él, propinándole un doloroso golpe en la espalda. Era Paul Jannings.
—Perdona, Johnny —se disculpó—. No sabía que vinieras aquí para meditar.
Pasó junto a Tell sin esperar respuesta, aunque, de todos modos, se dijo Tell, no habría obtenido ninguna, pues la lengua parecía habérsele paralizado en el paladar, y avanzó hacia las cabinas. Tell logró llegar a los urinarios y bajarse la cremallera, y lo hizo porque creía que a Paul Jannings tal vez le habría gustado verle girarse y salir a toda prisa. Antes, no hacía tanto tiempo, había considerado a Paul como a un amigo, tal vez su único amigo en Nueva York, pero los tiempos habían cambiado, y mucho.
Tell permaneció ante el urinario unos diez segundos, y a continuación tiró de la cadena. Se dirigió a la puerta pero de repente se detuvo. Giró en redondo, avanzó dos pasos de puntillas, se inclinó y echó un vistazo bajo la puerta de la primera cabina. Las zapatillas seguían ahí, rodeadas ahora por verdaderas montañas de moscas muertas.
Al igual que los zapatos Gucci de Paul Jannings.
Lo que veía Tell parecía una doble exposición o tal vez uno de esos efectos fantasmales tan horteras que se utilizaban en algunas series antiguas. Al cabo de unos instantes, las zapatillas parecieron solidificarse y Tell las veía a través de los zapatos, como si Paul fuera el fantasma. La diferencia estribaba en que, mientras los miraba, los zapatos de Paul se desplazaban y efectuaban movimientos, mientras que las zapatillas permanecían tan inmóviles como siempre.
Tell salió. Se sentía tranquilo por primera vez en dos semanas.
Al día siguiente hizo lo que probablemente debería haber hecho mucho antes. Invitó a Georgie Ronkler a comer y le preguntó si había oído historias o rumores extraños acerca del edificio que antaño se había llamado la Ciudad de la Música. No tenía idea de por qué no se le había ocurrido antes aquello. Solo sabía que lo sucedido el día anterior parecía haberle despejado las ideas, como un bofetón brusco o un chorro de agua fría en la cara. Era posible que Georgie no supiera nada, pero tal vez sí sabía algo. Llevaba trabajando para Paul unos diez años, y buena parte de ese tiempo lo habían pasado en la Ciudad de la Música.
—Ah, ¿te refieres al fantasma? —preguntó Georgie al tiempo que lanzaba una carcajada.
Habían ido a Cartin’s, una charcutería restaurante de la Sexta Avenida, y el local bullía con la clientela del mediodía.
Georgie mordió un pedazo de su bocadillo de ternera, masticó, tragó y sorbió un poco de refresco a través de las dos pajitas introducidas en la botella.
—¿Quién te ha hablado de eso, Johnny?
—Uno de los de la limpieza, me parece —repuso Tell con voz serena.
—¿Seguro que no lo has visto? —inquirió Georgie con un guiño.
Era lo más parecido a una broma que se permitía el sempiterno ayudante de Paul.
—Qué va —negó Tell.
Y era cierto, no lo había visto. Solo las zapatillas. Y algunos bichos muertos.
—Bueno, sí, ahora ya casi nadie se acuerda de la historia, pero durante un tiempo fue la comidilla de todo el mundo. Eso, que el tipo pululaba por el edificio. La palmó en el tercer piso, ¿sabes? En el wáter.
Georgie alzó las manos, se las colocó a ambos lados de las mejillas cubiertas de pelusa, tarareó unos compases de la serie The Twilight Zone e intentó adoptar una expresión amenazadora, algo de lo que era totalmente incapaz.
—Sí —asintió Tell—, eso es lo que me han contado. Pero el tío de la limpieza no me dijo nada más, o quizá no sabía nada más. Se puso a reír y se marchó.
—Pasó antes de que yo empezara a trabajar para Paul. Paul fue el que me lo contó.
—¿Él nunca vio al fantasma? —preguntó Tell, aunque sabía la respuesta.
El día anterior, Paul se había sentado en él. Había cagado en él, para ser groseramente sinceros.
—No, siempre se burlaba —repuso Georgie mientras dejaba el bocadillo en el plato—. Ya sabes cómo se pone a veces. Un poco d-desagradable.
Cuando se veía obligado a formular una opinión negativa acerca de alguien, por suave que fuera, Georgie empezaba a tartamudear.
—Ya lo sé. Pero dejemos a Paul. ¿Quién era ese fantasma? ¿Qué le pasó?
—Oh, no era más que un camello —explicó Georgie—. Fue en el 72 o quizá en el 73, cuando Paul acababa de empezar; en aquella época era técnico ayudante. Justo antes del bajón.
Tell asintió con un gesto. Entre 1975 y 1980, la industria del rock había caído en picado. Los adolescentes se gastaban el dinero en videojuegos en lugar de discos. Por quizá decimoquinta vez desde 1955, los críticos anunciaron la muerte del rock and roll. Y al igual que en anteriores ocasiones, el rock demostró ser un muerto viviente. Los videojuegos cayeron en picado; la MTV entró en escena; de Inglaterra llegó una hornada de estrellas frescas; Bruce Springsteen publicó Born in the USA; el rap y el hip-hop empezaron a mover billetes además de esqueletos.
—Antes del bajón, los peces gordos de las discográficas llevaban coca en el maletín para repartirla entre bastidores antes de los grandes conciertos —explicó Georgie—. Yo hacía el sonido en conciertos en aquella época, y me enteraba de todo. Había un tipo, que murió en 1978, pero reconocerías su nombre si te lo dijera, que sacaba un frasco de aceitunas antes de cada bolo. El frasco iba envuelto en papel de regalo muy mono, con lacitos y todo eso. Solo que en lugar de flotar en líquido, las aceitunas flotaban en cocaína. Normalmente se las ponía en las copas y las llamaba m-ma-martinis explosivos.
—Seguro que lo eran —comentó Tell.
—Bueno, en aquella época mucha gente creía que la cocaína era casi como una vitamina —prosiguió Georgie—. Decían que no te enganchaba como la heroína ni te dejaba hecho polvo al día siguiente como la bebida. Y este edificio, tío, este edificio era una verdadera tormenta de nieve. Pastillas, maría y chocolate también, pero lo más molón era la cocaína. Y aquel tipo…
—¿Cómo se llamaba?
Georgie se encogió de hombros.
—No sé. Paul no me lo dijo y yo nunca se lo he oído mencionar a nadie del edificio, al menos que yo recuerde. Pero parece que era como uno de esos repartidores de restaurantes que ves subir y bajar en el ascensor con café, donuts y bocatas. Solo que en vez de repartir café, etc., el tipo ese repartía droga. Venía dos o tres veces por semana; subía hasta el último piso y luego iba bajando. Siempre llevaba un abrigo colgado sobre el brazo y un maletín de piel de serpiente en esa mano. Llevaba el abrigo incluso cuando hacía calor. Era para que la gente no viera las esposas…, Pero supongo que a veces las veían de todas formas.
—¿Las qué?
—¡Las espo-po-posas! —repitió Georgie.
Al tartamudear escupió varias partículas de bocadillo de ternera. Se ruborizó de inmediato.
—Madre mía, lo siento, Johnny.
—No importa. ¿Quieres otro refresco?
—Sí, gracias —repuso Georgie agradecido.
Tell llamó por señas a la camarera.
—Así que era un repartidor —comentó, sobre todo para que Georgie se tranquilizara.
Georgie seguía limpiándose los labios con la servilleta.
—Exacto —repuso.
En aquel momento le trajeron el refresco y bebió un sorbo.
—Cuando salía del ascensor en el octavo piso, el maletín esposado a su muñeca estaba lleno de droga. Y cuando salía del ascensor en la planta baja, estaba lleno de dinero.
—El mejor truco desde que la serpiente tentó a Eva —aseguró Tell.
—Sí, pero al final se le acabó el rollo. Un buen día solo llegó al tercer piso. Alguien se lo cargó en el lavabo de hombres.
—¿Lo apuñalaron?
—Lo que me contaron es que alguien abrió la puerta de la cabina en la que estaba s-sentado y le clavó un lápiz en el ojo.
Por un instante, Tell vio la escena tan vívidamente como había visto la bolsa arrugada bajo la mesa del restaurante en que se hallaban los conspiradores imaginarios. Un lápiz de marca Berol Black Warrior, afilado en extremo, que se deslizaba por el aire para hundirse en la sorprendida pupila. La explosión del globo ocular. Hizo una mueca.
Georgie asintió con un gesto.
—Asqueroso, ¿eh? Pero seguramente es mentira. Quiero decir esa parte. Probablemente lo apuñalaron.
—Sí.
—Pero quien fuera llevaría algo afilado, eso seguro —añadió Georgie.
—¿Ah, sí?
—Sí, porque el maletín había desaparecido.
Tell miró a Georgie. También veía esa escena. La veía incluso antes de que Georgie le contara el resto.
—Cuando entraron los polis para llevarse el cadáver, encontraron la mano izquierda dentro de la taza.
—Oh —murmuró Tell.
Georgie bajó la mirada hacia su plato, sobre el que todavía quedaba medio bocadillo.
—Creo que estoy lle-lleno —comentó mientras esbozaba una sonrisa tensa.
—Así que se supone que el fantasma de aquel tipo se aparece en… ¿dónde, en el lavabo? —inquirió Tell cuando regresaban al estudio.
De repente se echó a reír, porque, por escalofriante que fuera la historia, la idea de un fantasma apareciéndose en un cagadero tenía su lado cómico.
—Ya sabes cómo es la gente —sonrió Georgie—. Eso es lo que decían al principio. Cuando empecé a trabajar para Paul, alguna gente me decía que lo habían visto ahí dentro. No entero, solo las zapatillas por debajo de la puerta.
—Solo las zapatillas, ¿eh? Qué chorrada.
—Sí. Así sabías que se lo estaban inventando o imaginando, porque solo se lo oías decir a gente que lo había conocido. De tipos que sabían que llevaba zapatillas deportivas.
Tell, que había sido un crío ignorante de una zona rural de Pennsylvania en la época en que se había cometido el asesinato, asintió con la cabeza. Habían llegado a la Ciudad de la Música.
—Pero ya conoces la estabilidad de este mundillo —comentó Georgie mientras atravesaban el vestíbulo en dirección a los ascensores—. Hoy aquí y mañana, a otra cosa, mariposa. No creo que quede nadie en el edificio que ya trabajase aquí en aquella época, excepto Paul y quizá algunos de los de la lim-limpieza, y ninguno de ellos le compraba nada.
—Supongo que no.
—No. Así que casi nadie habla ya del tema, y nadie v-ve al tipo ahora.
Habían llegado a los ascensores.
—Georgie, ¿por qué sigues trabajando con Paul?
Aunque Georgie bajó la cabeza y las puntas de las orejas se le pusieron coloradas, no pareció sorprendido por el giro que había tomado la conversación.
—¿Por qué no? Me cuida.
«¿Te acuestas con él, Georgie?» La pregunta se le ocurrió de inmediato, como una prolongación natural, supuso Tell, de la primera, pero no la formuló en voz alta. No se atrevía. Porque creía que Georgie le daría una respuesta sincera.
Tell, quien apenas podía reunir valor suficiente para hablar con desconocidos y casi nunca entablaba amistades, dio un abrazo repentino a Georgie. Georgie se lo devolvió sin levantar la mirada. A continuación se apartaron, y llegó el ascensor, y la mezcla continuó, y la tarde siguiente, a las seis y cuarto, mientras Jannings recogía sus papeles volviendo la espalda a Tell deliberadamente, Tell entró en el servicio de caballeros del tercer piso para echar un vistazo al propietario de las zapatillas deportivas.
Al hablar con Georgie había llegado la revelación… o tal vez había que llamar epifanía a aquella sensación tan intensa. Su contenido era el siguiente: a veces uno puede librarse de los fantasmas que lo persiguen si consigue reunir el valor suficiente como para enfrentarse a ellos.
En aquella ocasión no se quedó en blanco ni sintió miedo… tan solo un tamborileo profundo y lento en el pecho. Todos sus sentidos se habían aguzado. Percibía el olor a cloro de aquellas pastillas desinfectantes de color rosa que había en los urinarios, así como el hedor de pedos viejos. Distinguía minúsculas grietas en la pintura de las paredes y mellas en las cañerías. Oía el golpeteo hueco de sus suelas mientras avanzaba hacia la primera cabina.
Las zapatillas estaban casi enterradas en un mar de cadáveres de arañas y moscas.
Al principio solo había una o dos. Porque no había necesidad alguna de que murieran hasta que las zapatillas estuvieran allí, y no estuvieron allí hasta el momento en que yo las vi.
—¿Por qué yo? —preguntó con toda claridad al silencio.
Las zapatillas no se movieron y no se alzó ninguna voz para responderle.
—Yo no te conocía, ni siquiera nos presentaron, y no tomo esas cosas que vendías, nunca las he tomado. Así que, ¿por qué yo?
Una de las zapatillas se crispó. Se oyó un susurro de moscas muertas. A continuación, la zapatilla, la que estaba mal anudada, volvió a su posición original.
Tell abrió la puerta de la primera cabina. Una de las bisagras chirrió de un modo adecuadamente gótico. Y allí estaba. «Invitado misterioso, entre, por favor», pensó Tell.
El invitado misterioso estaba sentado en el retrete con una mano posada sobre el muslo. Se parecía mucho a la persona a la que Tell había visto en sueños, aunque con una diferencia, y era que solo tenía una mano. La otra acababa en un polvoriento muñón marrón al que se habían adherido varias moscas. De repente, Tell se dio cuenta de que nunca se había fijado en los pantalones de Zapatillas, ¿y acaso no se fijaba uno siempre en el modo en que los pantalones bajados se amontonaban sobre los zapatos si miraba por debajo de la puerta de un lavabo? ¿No resultaba cómico, indefenso o las dos cosas juntas? Nunca se había fijado en los pantalones porque los tenía subidos, con el cinturón abrochado y la cremallera subida. Eran pantalones de pata de elefante. Tell intentó recordar cuándo habían pasado de moda los pantalones de pata de elefante, pero no lo logró.
Además de los pantalones de pata de elefante, Zapatillas llevaba una camisa azul de cambray con un símbolo de la paz cosido a cada bolsillo. Llevaba el cabello con la raya a la derecha. Tell comprobó que había moscas muertas en la raya. Del gancho de la puerta colgaba el abrigo del que le había hablado Georgie. Más moscas muertas en los pliegues de los hombros caídos.
Se oyó un chirrido no muy diferente al que había producido la bisagra. Eran los tendones del cuello del muerto, se dio cuenta Tell. Zapatillas estaba levantando la cabeza. Se le quedó mirando, y Tell constató sin sorpresa alguna que, a excepción del lápiz que sobresalía de la cuenca del ojo derecho, era el mismo rostro que veía reflejado en el espejo cada mañana. Zapatillas era él y él era Zapatillas.
—Sabía que estabas preparado —se dijo a sí mismo con la voz ronca y carente de inflexiones de un hombre que lleva mucho tiempo sin utilizar las cuerdas vocales.
—No estoy preparado —replicó Tell—. Vete.
—Para enterarte de la verdad, quiero decir —dijo Tell a Tell.
El Tell situado junto a la puerta del lavabo vio círculos de polvo blanco en torno a las fosas nasales del Tell sentado en el retrete. Había estado esnifando mientras cagaba, por lo visto. Había entrado para meterse una rayita; y entonces alguien había abierto la puerta y le había clavado un lápiz en el ojo. Pero ¿quién cometía un asesinato con un lápiz? Tal vez solo alguien que cometió el asesinato bajo…
—Oh, llámalo impulso, si quieres —comentó Zapatillas con aquella voz ronca y carente de inflexiones—. El mundialmente famoso instinto asesino.
Y Tell, el Tell parado junto a la puerta del lavabo, comprendió a la perfección lo que había sucedido, pensara lo que pensase Georgie. El asesino no había mirado por debajo de la puerta y Zapatillas había olvidado correr el pestillo. Dos vectores convergentes del azar que, bajo otras circunstancias, no habrían causado más que un «Perdone» y una apresurada retirada. Pero en aquella ocasión había sucedido algo bien distinto. En aquella ocasión había ocasionado un asesinato espontáneo.
—No me olvidé de correr el pestillo —explicó Zapatillas con el mismo tono de voz—. Estaba roto.
Sí, señor, el pestillo estaba roto. Daba igual. ¿Y el lápiz? Tell estaba convencido de que el asesino lo llevaba en la mano al abrir la puerta del lavabo, pero no como arma asesina. Lo llevaba porque a veces a uno le gusta juguetear con algo, un cigarrillo, un llavero, un bolígrafo o un lápiz. Tell pensó que el lápiz se hundió en el ojo de Zapatillas antes de que ninguno de los dos hombres tuviera idea de que el asesino iba a clavárselo. Luego, puesto que, probablemente, también había sido un cliente que sabía lo que contenía el maletín, el asesino había vuelto a cerrar la puerta dejando a su víctima sentada en el retrete, había salido del edificio a comprar… bueno, a comprar algo…
—Fue a la ferretería que hay a cinco manzanas de aquí y compró una sierra —puntualizó Zapatillas con su voz monótona.
De repente, Tell se dio cuenta de que ya no era su propio rostro el que veía, sino el de un hombre de unos treinta años y facciones vagamente indias. Tell tenía el cabello de color miel, al igual que el del otro hombre en un principio, pero el del fantasma se había tornado negro azabache, por supuesto.
En aquel instante se dio cuenta de otra cosa, del mismo modo en que uno se percata de las cosas en sueños; cuando la gente ve fantasmas, siempre se ve primero a sí misma. ¿Por qué? Por la misma razón por la que los submarinistas se detienen en su camino hacia la superficie, a sabiendas de que si suben con excesiva rapidez se les meterán burbujas de nitrógeno en la sangre y sufrirán terribles dolores o, tal vez, incluso morirán tras una tremenda agonía. También existían las distorsiones de la realidad.
—La percepción cambia cuando trasciendes lo natural, ¿verdad? —preguntó Tell con voz ronca—. Y por eso me han pasado cosas tan raras últimamente. Algo en mi interior me ha estado empujando para que me enfrente… bueno, para que me enfrente a ti.
El muerto se encogió de hombros. Un montón de moscas cayeron de sus hombros.
—Dímelo tú, cenizo… Tú tienes la cabeza sobre los hombros.
—Muy bien —repuso Tell—. Te lo diré. Compró una sierra y el vendedor se la metió en una bolsa. Después volvió aquí. No estaba preocupado en absoluto. Al fin y al cabo, si alguien te había encontrado ya, se daría cuenta; habría un montón de gente cerca del lavabo. Así se enteraría. Tal vez también habría llegado la pasma. Pero si todo parecía tranquilo, entraría y se llevaría el maletín.
—Primero intentó serrar la cadena —explicó la voz ronca—, pero al ver que no podía, me serró la mano.
Ambos hombres se miraron. Tell se dio cuenta de que veía el asiento del retrete y los sucios azulejos blancos a través del cadáver…, el cadáver que, por fin, se estaba convirtiendo en un auténtico fantasma.
—¿Lo entiendes ahora? —le preguntó a Tell—. ¿Entiendes por qué te ha tocado a ti?
—Sí. Tenías que contárselo a alguien.
—No, la historia es una mierda —rechazó el fantasma mientras esbozaba una sonrisa tan malvada que Tell quedó aterrorizado.
—Pero a veces saberlo sirve de algo… si todavía estás vivo, claro está. —El fantasma hizo una pausa antes de proseguir—: Te olvidaste de hacerle una pregunta importante a tu amigo Georgie, Tell. Una pregunta que quizás no te habría respondido con sinceridad.
—¿Qué? —inquirió Tell, aunque ya no estaba seguro de querer saberlo.
—¿Quién era mi cliente más importante en el tercer piso en aquella época? ¿Quién me debía casi ocho mil dólares? ¿A quién había dejado de venderle droga? ¿Quién se fue a Rhode Island para una cura de desintoxicación y volvió limpio dos meses después de mi muerte? ¿Quién ni se acerca al polvo blanco hoy en día? Georgie no estaba aquí en aquella época, pero creo que, aun así, conoce las respuestas a todas estas preguntas. Porque oye hablar a la gente. ¿Te has dado cuenta del modo en que habla la gente delante de Georgie, como si no estuviera?
Tell asintió con un gesto.
—Y su cerebro no tartamudea, te lo aseguro. Creo que lo sabe todo, te lo digo yo. No se lo contaría a nadie, Tell, pero creo que lo sabe.
El rostro del fantasma empezó a transformarse de nuevo, y las facciones que surgieron de aquella neblina eran taciturnas y marcadas. Las facciones de Paul Jannings.
—No —murmuró Tell.
—Se llevó más de treinta de los grandes —prosiguió el rostro de Paul Jannings—. Tuvo bastante para pagarse la desintoxicación, y aún le quedó un montón para financiarse todos los vicios a los que no renunció.
De repente, la figura del retrete empezó a disiparse y al cabo de un momento había desaparecido. Tell bajó la mirada al suelo y comprobó que las moscas también se habían esfumado.
Ya no tenía ganas de ir al lavabo. Volvió a la sala de control, le dijo a Paul Jannings que era un hijo de puta, se detuvo el tiempo justo para disfrutar del asombro que se pintó en el rostro de Paul y a continuación se marchó. Ya encontraría otro trabajo. Era lo suficientemente bueno como para poder contar con ello. Pero el hecho de saberlo con certeza constituyó una especie de revelación. No la primera del día, pero, sin lugar a dudas, la mejor.
Al llegar a su piso, atravesó sin titubeos el salón y entró directamente en el lavabo. Las necesidades fisiológicas habían regresado, y con renovada intensidad, por lo visto, pero eso no importaba. Aquello formaba parte de la vida. «Hombre constante, hombre feliz», confió a las paredes de azulejos blancos. Volvió un poco el torso, cogió el último número de Rolling Stone, que había dejado sobre la cisterna, la abrió por la sección de Breves y empezó a leer.