EL DEDO MÓVIL

Cuando empezó el chirrido, Howard Mitla estaba solo en el piso de Queens en el que vivía con su mujer. Howard era uno de los asesores fiscales menos conocidos de Nueva York. Violet Mitla, una de las asistentes de dentista menos conocidas de Nueva York, había esperado al final de las noticias para salir a comprar helado. Después de las noticias daban el concurso de preguntas y respuestas Jeopardy, y a ella no le gustaba. Afirmaba que la razón era que Alex Trebek, el presentador, parecía un predicador retorcido, pero Howard conocía el verdadero motivo; Jeopardy la hacía sentirse tonta.

El chirrido procedía del cuarto de baño, situado en el corto pasillo que conducía al dormitorio. Howard se puso tenso en cuanto lo oyó. No podía haber entrado un drogadicto ni un ladrón, no con las rejas que había colocado en todas las ventanas dos años antes, rejas que había pagado de su propio bolsillo. Sonaba más bien como si hubiera un ratón en el lavabo o en la bañera. Tal vez incluso una rata.

Se quedó a ver las primeras preguntas del concurso, con la esperanza de que el chirrido desapareciera por sí solo, pero no fue así. En el intermedio, se levantó a regañadientes y se acercó a la puerta del baño. Estaba entornada, por lo que ahora oía el chirrido con más claridad.

Un ratón o una rata, casi seguro. Pequeñas zarpas que chocaban contra la porcelana.

—Maldita sea —masculló Howard mientras entraba en la cocina.

En el pequeño espacio que mediaba entre el fogón y la nevera había unos cuantos accesorios de limpieza; una fregona, un cubo lleno de trapos viejos, una escoba con un recogedor encajado en el palo. Con una mano, Howard cogió la escoba por la parte inferior del palo, y con la otra agarró el recogedor. Equipado con tales armas, atravesó el salón a regañadientes y se dirigió de nuevo a la puerta del baño. Inclinó la cabeza hacia delante y escuchó.

Ñic, ñic, ñac, ñac.

Un sonido muy leve. Probablemente no era una rata. No obstante, eso es lo que insistía en conjurar su mente. No una simple rata, sino una rata neoyorquina, un bicho feo y peludo, con ojos oscuros, largos bigotes y dientes afilados que sobresalían del labio superior, curvado en forma de V. Una rata con carácter.

El sonido era leve, casi delicado, pero aun así…

—Este ruso loco fue acribillado a tiros, apuñalado y estrangulado… Todo ello la misma noche.

—¿Quién era Lenin? —repuso uno de los concursantes.

—Quién era Rasputín, zoquete —murmuró Howard Mitla.

Se pasó el recogedor a la mano que sostenía la escoba, y a continuación deslizó la mano libre en el baño para encender la luz. Entró en la estancia y avanzó con rapidez hacia la bañera, situada en un rincón, bajo la ventana sucia y enrejada. Odiaba las ratas y los ratones, odiaba todos los bichos pequeños y peludos que chirriaban, se arrastraban por el suelo y a veces incluso mordían, pero cuando era niño y vivía en el barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen había descubierto que si tenías que acabar con uno de esos bichos, lo mejor era hacerlo deprisa. Vi se había tomado un par de cervezas durante las noticias, y seguro que el baño sería su primera parada en cuanto regresara de la tienda. Si había un ratón en la bañera, pondría el grito en el cielo… y le exigiría que cumpliera con su deber masculino y acabara con el bicho de todas formas. De inmediato.

La bañera estaba vacía a excepción del accesorio de la ducha que colgaba de la pared. El tubo flexible yacía sobre el esmalte como una serpiente muerta.

El chirrido había cesado, o bien cuando Howard había encendido la luz, o bien cuando había entrado en el baño, pero en aquel momento empezó de nuevo. Detrás de él. Se volvió y avanzó tres pasos hacia el lavabo al tiempo que alzaba el palo de la escoba.

El puño que envolvía el palo de la escoba llegó hasta la altura de la barbilla y allí se detuvo, congelado. Howard dejó de caminar. Abrió la boca de par en par. Si se hubiera mirado en el espejo salpicado de dentífrico, habría visto brillantes hilillos de saliva, delgados como hilos de telaraña, que se extendían entre la lengua y el paladar.

Un dedo se había abierto camino hasta el agujero del desagüe del lavabo.

Un dedo humano.

Durante un momento, el dedo permaneció inmóvil, como si se hubiera percatado de que lo observaban. De repente empezó a moverse de nuevo, a tientas por la porcelana rosa que rodeaba el desagüe. Así pues, el sonido no se debía a las patitas de un ratón. Era la uña que coronaba aquel dedo y que chirriaba al rozar la porcelana mientras giraba y giraba.

Howard lanzó un grito ronco de extrañeza, soltó la escoba y corrió hacia la puerta del baño. Pero en el camino se golpeó el hombro contra la pared de azulejos, rebotó y lo intentó de nuevo. Esta vez sí acertó, salió del baño, cerró de un portazo y se quedó apoyado en la puerta, sin aliento. El corazón le latía con violencia, un código Morse sordo que le golpeaba un lado de la garganta.

No podía haberse quedado ahí parado durante demasiado tiempo, porque cuando logró controlarse, Alex Trebek seguía guiando a los tres concursantes de la noche por las preguntas de la primera fase del programa. Sin embargo, mientras permanecía apoyado en la puerta, perdió la noción del tiempo, del lugar en que se encontraba e incluso de quién era.

Lo que le arrancó de aquel letargo fue el zumbido electrónico que indicaba el inicio de una pregunta de valor doble en el concurso:

—La categoría es Espacio y Aviación —anunciaba Alex en aquel instante—. En estos momentos tiene setecientos dólares, Mildred. ¿Cuánto quiere apostar?

Mildred, que carecía de la proyección necesaria para actuar de presentadora de concurso, farfulló una respuesta inaudible.

Howard se apartó de la puerta y regresó al salón; tenía las piernas como patas de palo. Todavía sostenía el recogedor en una mano. Lo miró durante un momento y a continuación lo dejó caer sobre la moqueta, contra la que chocó con un golpecito sordo.

—No lo he visto —murmuró con voz temblorosa al tiempo que se desplomaba en su silla.

—Muy bien, Mildred, por cuatrocientos dólares: este campo de pruebas de las Fuerzas Aéreas se llamaba originalmente Campo de Pruebas Miroc.

Howard clavó la mirada en el televisor. Mildred, una mujer menuda y ratonil que llevaba un aparato para la sordera del tamaño de un radiodespertador, se concentró profundamente.

—No lo he visto —repitió Howard en tono algo más convencido.

—¿Qué es… la Base Aérea Vandenberg? —preguntó Mildred.

—Que es la Base Aérea Edwards, cazurra —dijo Howard.

Y en cuanto Alex Trebek confirmó lo que Howard ya sabía, se repitió a sí mismo:

—No lo he visto en absoluto.

Pero Violet volvería enseguida, y se había dejado la escoba en el cuarto de baño.

Alex Trebek explicó a los concursantes y al público que todavía podía ganar cualquiera, y que volverían para jugar la segunda fase de Jeopardy, fase que podía dar la vuelta a los marcadores en un abrir y cerrar de ojos. Salió un político y empezó a explicar las razones por las que debía salir reelegido. Howard se levantó a regañadientes. Sus piernas se parecían un poco más a piernas y ya no tanto a patas de palo, pero aun así no quería regresar al cuarto de baño.

«Mira —se dijo—, esto es muy sencillo. Estas cosas siempre son muy sencillas. Has tenido una alucinación momentánea, el tipo de cosa que probablemente pasa a todo el mundo. La única razón por la que no oyes hablar de cosas aquí más a menudo es que a la gente no le gusta hablar de ello… Tener alucinaciones resulta embarazoso. Hablar de ellas hace que la gente se sienta como tú te vas a sentir si la escoba sigue tirada en el suelo del baño cuando Vi vuelva y te pregunte qué has estado haciendo.»

—Miren —decía el político en la pantalla con voz rica y llena de confianza—. En el fondo, la cosa es bien sencilla: ¿quieren que un hombre honrado y competente dirija el archivo del condado de Nassau, o quieren que un hombre de la ciudad, un pistolero a sueldo que ni siquiera…?

«Era aire en las tuberías, estoy seguro», se dijo Howard.

Aunque el sonido que le había atraído al cuarto de baño no guardaba similitud alguna con el que emiten las tuberías llenas de aire, lo cierto era que el sonido de su propia voz, una voz razonable y de nuevo controlada, le permitió avanzar con una actitud más segura.

Y además… Vi volvería enseguida. De hecho, estaría al caer.

Se detuvo junto a la puerta y escuchó.

Ñic, ñac, ñac. Sonaba como el ciego más pequeño del mundo golpeando la porcelana con el bastón, abriéndose camino a tientas, inspeccionando el terreno.

—¡Aire en las tuberías! —repitió Howard en tono fuerte y dramático, al tiempo que abría de golpe la puerta del baño.

Una vez dentro se agachó, cogió el palo de la escoba y tiró de él para sacarlo del baño. No tuvo que adentrarse ni dos pasos en la pequeña estancia de suelo de linóleo maltrecho y desvaído, y su deslustrada vista sobre el patio de luces, limitada por las rejas de la ventana. No lanzó ni una sola mirada en dirección al lavabo.

Al salir, se quedó junto a la puerta y escuchó.

Ñic, ñac. Ñic, ñac.

Colocó la escoba y el recogedor, de nuevo, en el pequeño espacio que mediaba entre el fogón y la nevera, y a continuación regresó al salón. Permaneció allí un instante, con la mirada clavada en la puerta del cuarto de baño. Estaba entornada y arrojaba un abanico de luz amarilla sobre el suelo del pequeño pasillo.

«Será mejor que vayas a apagar la luz. Ya sabes cómo se pone Vi cuando haces cosas así. Ni siquiera tienes que entrar. Basta con que metas la mano y la apagues.»

Pero ¿qué pasaría si algo le tocaba la mano mientras la alargaba para apagar la luz?

¿Qué pasaría si un dedo le tocara el dedo?

¿Qué pasaría entonces, señoras y señores?

Todavía oía el sonido. Poseía cierta cualidad despiadada. Era para volverse loco.

Ñic. Ñac. Ñac.

En el televisor, Alex Trebek estaba leyendo las categorías de la segunda fase de Jeopardy…, Howard se acercó al aparato y subió un poco el volumen. Después volvió a su silla y se dijo que no oía ningún sonido procedente del baño. Ni un solo sonido.

Salvo tal vez un poco de aire en las cañerías.

Vi Mitla era una de esas mujeres que hacen las cosas con tal precisión que casi parecen frágiles… pero Howard llevaba veintiún años casado con ella, por lo que sabía que no tenía ni un pelo de frágil. Vi comía, bebía, trabajaba, bailaba y hacía el amor de la misma forma, con brío. Aquella noche entró en el piso como un huracán de bolsillo. Con uno de sus grandes brazos sujetaba una bolsa de papel marrón contra el pecho derecho. Llevó la bolsa a la cocina sin detenerse siquiera. Howard oyó el crujido de la bolsa, el ruido de la nevera al abrirse y volverse a cerrar. Al regresar al salón, Vi le arrojó el abrigo.

—Cuélgalo, ¿quieres? —pidió—. Tengo que mear. ¡Uuf! ¡Tengo unas ganas tremendas!

¡Uuf! era una de las expresiones predilectas de Vi. Su versión era la más parecida a la que emplean los niños para referirse a algo maloliente.

—Claro, Vi —repuso Howard mientras se levantaba lentamente con el abrigo azul marino de Vi entre los brazos.

Sus ojos no se apartaron de su mujer mientras esta cruzaba el salón y se dirigía hacia el cuarto de baño.

—A la empresa de la luz le encanta que te dejes las luces encendidas, Howie —exclamó Vi por encima del hombro.

—La he dejado encendida a propósito —replicó Howard—. Sabía que era el primer lugar en que entrarías al llegar a casa.

Vi lanzó una carcajada; Howard oyó el susurro de la ropa de su mujer.

—Me conoces demasiado bien… La gente va a pensar que estamos enamorados.

«Deberías decírselo… advertirla», se dijo Howard, aunque sabía que no podía hacerlo. ¿Qué iba a decirle? «Cuidado, Vi, hay un dedo que sale del desagüe del lavabo, no dejes que el tío al que pertenece te lo meta en el ojo cuando te inclines para llenarte un vaso de agua.»

Además, no había sido más que una alucinación, producida por las cañerías llenas de aire y el miedo que tenía a las ratas y los ratones. Ahora que ya habían pasado algunos minutos, le parecía la explicación más plausible.

Pese a ello, se quedó ahí parado, con el abrigo de Vi entre los brazos, esperando el momento en que su mujer se pusiera a gritar. Y al cabo de diez o quince segundos, oyó el grito, en efecto.

—¡Por Dios, Howard!

Howard dio un respingo y abrazó el abrigo con más fuerza. Su corazón, que había empezado a latir con normalidad, empezó a emitir de nuevo aquel código Morse. Intentó hablar, pero al principio, ningún sonido salió de su garganta.

—¿Qué? —logró articular por fin—. ¿Qué, Vi? ¿Qué es lo que pasa?

—¡Las toallas! ¡La mitad de las toallas está en el suelo! ¡Madre mía! Pero ¿qué ha pasado?

—No lo sé —exclamó Howard.

El corazón le latía cada vez más deprisa, y le resultaba imposible decidir si la náusea que sentía en el fondo de la barriga era de alivio o de terror. Suponía que había tirado las toallas mientras intentaba salir del baño, en el momento de golpearse contra la pared.

—Habrán sido los fantasmas —comentó Vi—. Y otra cosa. No quiero ser pesada, pero te has olvidado otra vez de bajar el asiento del wáter.

—Oh, lo siento.

—Sí, es lo que dices siempre —exclamó su mujer—. A veces creo que quieres que me caiga dentro y me ahogue. ¡De verdad que lo creo!

Se oyó un golpe cuando la mujer bajó el asiento. Howard esperó, con el corazón en vilo y el abrigo apretado contra el pecho.

—Tiene el récord de strikes en un solo partido —leyó Alex Trebek.

—¿Quién era Tom Seaver? —replicó Mildred de inmediato.

—Roger Clemens, imbécil —corrigió Howard.

Splaaash. Ahí va el agua del wáter. Y había llegado el momento que había esperado Howard, el cual se acababa de dar cuenta de ello. La pausa se le antojó eterna. De repente oyó el chirrido del grifo del lavabo marcado con una C (hacía tiempo que tenía pensado cambiarlo y siempre se olvidaba), seguido del sonido del agua, seguido a su vez por el sonido que hacía Vi al lavarse las manos con gestos enérgicos.

No gritó.

Por supuesto que no, porque no había ningún dedo.

—Aire en las cañerías —se repitió Howard con voz más segura mientras se dirigía a colgar el abrigo de su mujer.

Violet salió del lavabo ajustándose la falda.

—He comprado el helado —anunció—; de cereza y vainilla, como querías. Pero antes de comérnoslo, ¿por qué no te tomas una cerveza conmigo, Howie? He comprado una marca nueva. Océano Americano, se llama. Nunca la había visto, pero estaba de oferta, así que he comprado un paquete de seis. En fin, quien no se arriesga no va a la mar, ¿no te parece?

—Ja, ja —repuso Howard arrugando la nariz.

La facilidad de Vi para los juegos de palabras le había atraído mucho al conocerla, pero la cosa había perdido bastante gracia a lo largo de los años. Pese a ello, ahora que había pasado lo peor, una cerveza le vendría como anillo al dedo. Al cabo de unos instantes, cuando Vi se dirigió a la cocina para llenarle un vaso de su nuevo descubrimiento, se dio cuenta de que no había pasado lo peor, ni mucho menos. Suponía que tener alucinaciones era mejor que tener un dedo en el desagüe del lavabo, un dedo que estaba vivo y se movía, pero, desde luego, tampoco era algo como para ponerse a saltar de alegría.

Howard volvió a acomodarse en su silla. Mientras Alex Trebek anunciaba la categoría de la fase final del concurso, Los Años Sesenta, se puso a pensar en las diversas series de televisión en las que el personaje que tenía alucinaciones padecía, o bien epilepsia, o bien un tumor cerebral, y se dio cuenta de que recordaba muchas de aquellas series.

—¿Sabes? —comentó Vi cuando regresó al salón con dos vasos de cerveza—. No me gustan los vietnamitas que llevan la tienda. Creo que nunca me gustarán. Creo que son muy solapados.

—¿Es que los has pescado alguna vez haciendo algo solapado? —replicó Howard.

Consideraba que los Lah eran gente extraordinaria…, pero aquella noche no le importaba gran cosa el asunto.

—No —repuso Vi—, nunca. Y eso es lo que me hace sospechar aún más de ellos. Además, no paran de sonreír. Mi padre decía que nunca hay que fiarse de un hombre que sonríe. Y también decía que… Howard, ¿te encuentras bien?

—¿Decía eso? —quiso saber Howard en un intento fallido por hablar con ligereza.

Très amusant, cheri. Estás más pálido que un muerto. ¿Estás incubando algo?

«No —pensó Howard—. No estoy incubando nada… eso sería una forma demasiado suave de expresarlo. Creo que tengo epilepsia o quizá un tumor cerebral, Vi, ¿qué te parece eso de estar incubando una cosa así?»

—Es el trabajo, supongo —dijo por fin—. Ya te he hablado del nuevo cliente, el hospital de St. Anne.

—¿Y qué pasa con el hospital de St. Anne?

—Pues que es un nido de ratas —replicó Howard.

Aquellas palabras le hicieron pensar de inmediato en el cuarto de baño, en el lavabo y el desagüe.

—Debería estar prohibido que las monjas se ocuparan de la contabilidad. Alguien debería haberlo puesto en la Biblia para ir sobre seguro.

—Dejas que el señor Lathrop haga lo que quiere contigo —aseguró Vi con firmeza—. Y no dejará de hacerlo hasta que le plantes cara. ¿Es que quieres que te dé un ataque al corazón?

—No.

«Y tampoco quiero sufrir epilepsia ni un tumor cerebral. Por favor, Dios, haz que se me pase, ¿de acuerdo? Haz que no sea más que una empanada mental que no aparece más que una sola vez, ¿vale? Por favor. Por favor, por favor. Te lo pido por lo que más quieras.»

—Ya lo creo que no —prosiguió su mujer con firmeza—. El otro día, Arlene Katz me explicó que la mayoría de los hombres de menos de cincuenta años que tienen un ataque al corazón no salen del hospital con vida. Y tú solo tienes cuarenta y uno. Tienes que defender tus derechos, Howard. Tienes que dejar de ser una marioneta.

—Supongo que tienes razón —admitió Howard distraído.

Alex Trebek reapareció en la pantalla y dio la respuesta de la última fase del concurso.

—Este grupo de hippies atravesó Estados Unidos en autobús en compañía del escritor Ken Kesey.

Empezó a sonar la música de la fase final del concurso. Los dos concursantes varones estaban escribiendo con gran rapidez. Mildred, la mujer que llevaba el radiodespertador detrás de la oreja, parecía perdida. Por fin empezó a escribir algo con una marcada falta de entusiasmo.

Vi tomó un gran sorbo de cerveza.

—¡Vaya! —exclamó—. No está nada mal. ¡Y solo por dos dólares sesenta y siete el paquete de seis!

Howard bebió un trago. No era nada del otro mundo, pero al menos estaba húmeda y fresca. Le calmaría los nervios.

Ninguno de los concursantes masculinos se acercó siquiera a la respuesta correcta. Mildred también se equivocó, pero al menos no la fastidió tanto.

—¿Quiénes eran los Hombres Alegres? —había escrito.

—Los Bromistas Alegres, cabeza de chorlito —murmuró Howard.

Vi le lanzó una mirada de admiración.

—Sabes todas las respuestas, ¿verdad?

—Qué más quisiera yo —repuso su marido con un suspiro.

A Howard no le gustaba mucho la cerveza, pero aquella noche apuró tres latas del nuevo hallazgo de Vi. Su mujer comentó algo al respecto; dijo que si hubiera sabido que le iba a gustar tanto, habría pasado por la farmacia y le habría comprado un gotero. Otro clásico del viísmo. Howard forzó una sonrisa. De hecho, esperaba que la cerveza lo ayudara a dormirse más deprisa. Temía que, sin aquella pequeña ayuda, permanecería despierto durante largo rato, pensando en lo que había imaginado ver en el lavabo. Pero, tal como le había informado Vi con mucha frecuencia, la cerveza tiene mucha vitamina P, y hacia las ocho y media, cuando su mujer se retiró al dormitorio para ponerse el camisón, Howard se dirigió a regañadientes hacia el baño para hacer sus necesidades.

En primer lugar se obligó a acercarse al lavabo y mirar.

Nada.

Sintió un gran alivio, pues al fin y al cabo, una alucinación era mejor que un dedo de verdad, había descubierto, a pesar de la posibilidad de padecer un tumor cerebral, pero pese a ello, no le hacía ninguna gracia la idea de mirar por el desagüe. La rejilla de metal que debía atrapar mechones de cabello u horquillas caídas había desaparecido varios años antes, así que tan solo quedaba un agujero oscuro y rodeado por un anillo de acero opaco. Tenía el aspecto de una cuenca ocular.

Howard cogió el tapón de goma y bloqueó el desagüe.

Mucho mejor.

Se apartó del lavabo, subió el asiento del wáter (Vi siempre le regañaba si olvidaba bajar el asiento cuando acababa de orinar, pero no parecía sentir necesidad de subirlo cuando ella acababa de orinar), y se situó frente al inodoro. Era uno de aquellos hombres que solo empieza a orinar de inmediato si siente una necesidad muy urgente, y que no pueden orinar en lavabos públicos llenos de gente (la idea de todos aquellos hombres haciendo cola tras él no hacía sino cerrarle el grifo), e hizo lo que casi siempre hacía durante los segundos que mediaban entre que apuntaba el arma y alcanzaba el objetivo: recitar números primos.

Había llegado a trece y estaba a punto de empezar a orinar cuando, de repente, oyó un sonido seco a sus espaldas. Plonk. Su vejiga, que reconoció antes que su cerebro que el sonido correspondía al tapón de goma al ser retirado del desagüe, se cerró de inmediato y de un modo bastante doloroso.

Al cabo de un instante, aquel sonido, el sonido de la uña al rascar con suavidad la porcelana mientras el dedo se inclinaba y retorcía, tanteando el terreno, volvió a comenzar. Howard sintió que se le ponía la piel de gallina y que se le encogía hasta hacerse demasiado pequeña como para sujetar la carne que ocultaba. Una sola gota de orina cayó y chocó contra el inodoro antes de que el pene de Howard pareciera encogerse entre sus dedos, retirándose como una tortuga que busca la seguridad del caparazón.

Howard avanzó despacio y con pasos vacilantes hacia el lavabo y miró dentro.

El dedo había vuelto. Era un dedo muy largo, pero por lo demás ofrecía un aspecto normal. Howard veía la uña, una uña ni comida ni demasiado larga, y los dos primeros nudillos. Mientras lo miraba, el dedo continuó inspeccionando a tientas el entorno del desagüe.

Howard se agachó y echó un vistazo bajo el lavabo. La cañería que salía del suelo no tenía más de seis centímetros de diámetro. No era lo suficientemente ancha como para que cupiera un brazo. Además, había un recodo muy cerrado en el lugar de la rejilla de contención. Así pues, ¿a quién pertenecía aquel dedo? ¿A quién podía pertenecer?

Howard se incorporó y durante un alarmante instante, tuvo la sensación de que la cabeza estaba a punto de despegársele del cuello y salir flotando. Su campo de visión constaba de miles de puntitos negros.

«¡Voy a desmayarme!», pensó. Se agarró el lóbulo derecho y tiró de él con fuerza, del mismo modo que un pasajero atemorizado que ha visto algo alarmante en la vía tira del freno de emergencia. Se le pasó el mareo… pero el dedo seguía ahí.

No era una alucinación. ¿Cómo iba a ser una alucinación? Veía una minúscula gota de agua sobre la uña y una mancha blanca debajo… jabón, casi seguro que era jabón. Vi se había lavado las manos después de orinar.

«Podría ser una alucinación a pesar de todo. Podría ser. Solo porque ves agua y jabón encima del dedo no significa que no pueda ser producto de tu imaginación. Y escucha, Howard, si no es producto de tu imaginación, entonces, ¿qué hace ese dedo en tu lavabo? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Y cómo es que Vi no lo ha visto?»

«Llámala, entonces, dile que venga», le ordenó su mente. Pero al cabo de un microsegundo, su mente le dio una contraorden. «No, no la llames. Porque si tú sigues viendo ese dedo y ella no lo ve…»

Howard cerró los ojos con fuerza y durante unos instantes vivió en un mundo consistente en destellos rojos y latidos de corazón desbocado.

Cuando volvió a abrirlos, vio que el dedo seguía ahí.

—¿Qué eres? —susurró entre sus labios rígidos—. ¿Qué eres? ¿Qué haces aquí?

El dedo interrumpió su exploración ciega de inmediato. Giró sobre sí mismo… y entonces apuntó directamente hacia Howard. Howard retrocedió un paso y se llevó las manos a la boca para sofocar un grito. Quería apartar los ojos de aquella cosa espantosa y malvada, quería huir del cuarto de baño a toda prisa, sin importar lo que pensara, dijera o viera Vi… pero, de momento, estaba paralizado y se sentía incapaz de apartar la vista de aquel dedo entre blancuzco y rosado, que parecía más que nunca un periscopio orgánico.

De repente se dobló por el segundo nudillo. El extremo del dedo cayó hacia delante, rozó la porcelana y reanudó su ciega exploración.

—¿Howie? —llamó Vi—. ¿Te has caído o qué?

—¡Ahora salgo! —repuso Howard en un tono tan alegre que rayaba en la demencia.

Tiró de la cadena para hacer desaparecer la única gota de orina que había caído en el inodoro y se dirigió hacia la puerta por el camino más alejado del lavabo posible. No obstante, vio su reflejo en el espejo del baño; tenía los ojos abiertos de par en par, la piel pálida como la de un muerto. Se pellizcó ambas mejillas antes de salir del baño, que se había convertido, en el breve espacio de una hora, en el lugar más horrible e inexplicable que había visto en su vida.

Cuando Vi llegó a la cocina para ver por qué tardaba tanto, lo encontró buscando algo en la nevera.

—¿Qué quieres? —inquirió Vi.

—Una Pepsi. Creo que bajaré a la tienda de los Lah a comprarme una.

—¿Después de las tres cervezas y un tazón de helado? Vas a explotar, Howard.

—No, no voy a explotar —repuso el aludido.

Pero si no se libraba pronto del peso que le cargaba los riñones, tal vez sí que explotaría.

—¿Seguro que te encuentras bien? —Vi lo observaba con mirada crítica, aunque su tono se había suavizado un tanto, teñido ahora de auténtica preocupación—. Porque la verdad es que tienes un aspecto terrible.

—Bueno —empezó Howard a regañadientes—, hay una pasa de gripe en la oficina. Supongo que…

—Yo te iré a comprar la maldita Pepsi si tanta falta te hace —lo interrumpió su mujer.

—No, señora —intervino Howard con presteza—. Vas en camisón. Mira, me pondré el abrigo.

—¿Cuándo fue la última vez que te hiciste una revisión médica completa, Howard? Hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo.

—Mañana lo miraré —repuso su marido en tono vago mientras se dirigía al recibidor, donde se hallaba el perchero—. Debe de estar en una de las carpetas de la mutua.

—¡Bueno, pues hazlo! Y si estás tan loco como para salir a la calle, ponte mi bufanda.

—De acuerdo, buena idea.

Se puso el abrigo y se lo abotonó hasta arriba, de espaldas a su mujer para que no viera cómo le temblaban las manos. Se volvió en el preciso instante en que Vi desaparecía por la puerta del baño. Howard esperó unos instantes en fascinado silencio, esperó a que su mujer gritara aquella vez, y entonces empezó a correr el agua en el lavabo. Aquel sonido fue seguido del que producía Vi al cepillarse los dientes con su acostumbrado brío.

Esperó un instante más, y de pronto su mente emitió un veredicto en cuatro palabras llanas y carentes de sentido: «Me estoy volviendo loco».

Tal vez… pero eso no cambiaba el hecho de que si no echaba una meada muy pronto, tendría un accidente pero que muy embarazoso. Aquel, al menos, era un problema que estaba en sus manos solucionar, lo cual lo tranquilizó un tanto. Abrió la puerta, se dispuso a salir y se detuvo un instante para coger la bufanda de Vi del perchero.

«¿Cuándo vas a explicarle este último y fascinante giro que ha dado la vida de Howard Mitla?», le preguntó de repente una vocecilla interior.

Howard apartó de sí aquella idea y se concentró en introducirse las puntas de la bufanda en las solapas del abrigo.

El piso de los Mitla se hallaba en la cuarta planta de un edificio de nueve situado en la calle Hawking. A la derecha, a media manzana de distancia, en la esquina de Hawking y el bulevar de Queens, se encontraba Alimentación y Delicatessen Lah, una tienda abierta las veinticuatro horas del día. Howard dobló hacia la izquierda y caminó hasta el extremo del edificio. Había allí una callejuela estrecha que daba al patio de luces de la parte posterior del edificio. A ambos lados de la callejuela se alineaban grandes cubos de basura. Entre ellos se abrían unos espacios en que gentes sin hogar, algunos de ellos alcohólicos, aunque no todos, ni mucho menos, se montaban sus incómodas camas a base de papel de periódico. Nadie parecía haberse instalado allí aquella noche, por lo que Howard estaba profundamente agradecido.

Se deslizó entre el primer y el segundo cubo, se bajó la cremallera y orinó durante largo rato. En el primer momento, su alivio fue tal que casi sintió que aquello era una bendición pese a las duras pruebas que había arrostrado aquella tarde, pero cuando el río de orina empezó a remitir y se puso a reconsiderar su situación, la ansiedad volvió a adueñarse de él.

En pocas palabras, su situación era insostenible.

Ahí estaba, meando contra la pared del edificio en el que tenía un piso caliente y seguro, mirando por encima del hombro una y otra vez para comprobar si le estaban observando. La llegada de un drogadicto o de un atracador mientras él se encontraba en aquella situación tan indefensa resultaría inconveniente, pero no estaba seguro de que la llegada de algún conocido, como por ejemplo, los Fenster, del 2C, o los Dattlebaum, del 3F, no fuera incluso peor. ¿Qué les diría? ¿Y qué le diría a Vi aquella cotilla de Alicia Fenster?

Howard acabó de orinar, se subió de nuevo la cremallera y retrocedió hasta la boca del callejón. Tras mirar con cautela en ambas direcciones, se dirigió a la tienda de los Lah y compró una lata de Pepsi-Cola a la sonriente señora Lah, una mujer de piel aceitunada.

—Está pálido, señor Mit-ra —comentó la mujer con su eterna sonrisa—. ¿Se encuentla bien?

«Oh, sí —pensó Howard—. Me encuentro perfectamente acojonado, gracias. Nunca me he encontrado mejor en este sentido.»

—Creo que he pillado algún bicho en el lavabo —repuso.

La señora Lah empezó a fruncir el ceño por entre la sonrisa, y Howard se dio cuenta de lo que había dicho.

—Quiero decir… en la oficina.

—Selá mejol que se abligue bien —aconsejó la señora Lah.

La arruga del ceño se había disipado casi por completo de su frente casi etérea.

—La ladio dice que halá mal tiempo.

—Gracias —replicó Howard antes de salir de la tienda.

De camino hacia su casa, abrió la lata de Pepsi y vertió el contenido sobre la acera. En vista de que el cuarto de baño se había convertido, al parecer, en territorio hostil, lo último que le hacía falta aquella noche era beber más.

Al entrar en el piso, oyó que Vi estaba roncando suavemente en el dormitorio. Las tres cervezas habían actuado con rapidez y eficacia. Dejó la lata vacía sobre el mostrador de la cocina y a continuación se detuvo junto a la puerta del baño. Al cabo de unos instantes, ladeó la cabeza.

Ñic, ñac. Ñic ñic ñac.

—Maldito hijo de puta —masculló Howard.

Aquella noche se fue a la cama sin lavarse los dientes por primera vez desde los doce años, cuando había pasado dos semanas en el Campamento High Pines y su madre había olvidado meterle el cepillo de dientes en la mochila.

Y permaneció tendido junto a Vi, despierto.

Oía el sonido que producía el dedo al efectuar sus incansables exploraciones alrededor del desagüe, la uña golpeteando y bailando claqué. En realidad, no lo oía, puesto que ambas puertas estaban cerradas, y lo sabía, pero imaginaba que lo oía, y eso era igual de espantoso.

«No, no es verdad —intentó convencerse—. Al menos sabes que son imaginaciones tuyas, mientras que respecto al dedo en sí mismo ya no puedes estar tan seguro.»

Aquello no fue un gran consuelo. No era capaz de conciliar el sueño y tampoco estaba más cerca de la solución del problema. Sabía que no podía pasar el resto de su vida inventando excusas para salir a la calle y mear en el callejón que había junto al edificio. Dudaba de que pudiera seguir de aquel modo durante otras cuarenta y ocho horas. ¿Y qué pasaría la próxima vez que tuviera que cagar, amigos y vecinos? Era una pregunta que jamás había visto que se formulara en la fase final de Jeopardy, y no tenía ni idea de cuál era la solución. Desde luego, no el callejón, de eso estaba seguro.

«Tal vez acabarás por acostumbrarte a esa maldita cosa», insinuó la vocecilla interior con cautela.

No, eso era una locura. Llevaba casado con Vi veintiún años, y todavía le resultaba imposible hacer sus necesidades cuando ella estaba dentro. Sus circuitos sufrían una sobrecarga y se bloqueaban. Vi podía estar sentada en el wáter con toda tranquilidad, haciendo pipí y hablando de lo que le había pasado aquel día en la consulta del doctor Stone mientras Howard se afeitaba. Pero él no podía mentalizarse para eso.

«Si ese dedo no desaparece por sí solo, será mejor que empieces a introducir algunos cambios en tu mentalidad —insistió la vocecilla interior—. Creo que tendrás que efectuar algunas modificaciones en la estructura básica.»

Howard se volvió para consultar el reloj de la mesilla de noche. Eran las dos menos cuarto de la madrugada… y se dio cuenta con angustia de que tenía que ir al baño otra vez.

Se levantó en silencio, salió del dormitorio de puntillas, pasó junto a la puerta cerrada del baño, tras la cual continuaba el incesante chirrido, y entró en la cocina. Colocó la banqueta ante la pila, se subió a ella y apuntó cuidadosamente al desagüe, atento por si oía a Vi levantarse de la cama.

Por fin lo consiguió… pero no hasta llegar al número trescientos cuarenta y siete de su catálogo de números primos. Un récord histórico. Guardó la banqueta en su lugar y volvió a la cama arrastrando los pies mientras se decía: «No puedo seguir así durante mucho tiempo. No puedo».

Enseñó los dientes a la puerta del baño al pasar junto a ella.

Cuando el despertador sonó a las seis y media de la mañana, Howard se levantó como pudo, se arrastró hasta el cuarto de baño y entró.

El desagüe estaba vacío.

—Gracias a Dios —farfulló con voz temblorosa.

Una sublime ráfaga de alivio le recorrió el cuerpo de pies a cabeza, un alivio tan intenso que parecía una temerosa revelación.

—Oh, gracias a D…

De pronto, el dedo surgió del desagüe como un muñeco de muelles que surge de su caja, como si el sonido de su voz lo hubiera conjurado. El dedo dio tres vueltas y a continuación se inclinó con rigidez, como un setter irlandés preparado para atacar. Y le señalaba a él.

Howard retrocedió. Su labio superior subía y bajaba con rapidez en un gruñido inconsciente.

La punta del dedo se doblaba y se extendía… como si le estuviera saludando. Buenos días, Howard, cuánto me alegro de estar aquí.

—Vete al infierno —masculló Howard antes de volverse hacia el inodoro.

Intentó con toda firmeza hacer pis… pero no lo consiguió. De pronto, se adueñó de él una brusca sensación de furia… una necesidad de girar en redondo, abalanzarse sobre el asqueroso intruso, arrojarlo al suelo y pisotearlo con los pies descalzos.

—¿Howard? —llamó Vi con voz cansada mientras llamaba a la puerta—. ¿Te falta mucho?

—Ya salgo —repuso su marido intentando que su voz sonara normal.

Tiró de la cadena. Era evidente que Vi no se dio cuenta ni le importaba mucho si su voz sonaba normal o no, y que no se tomó ningún interés en comprobar qué aspecto tenía su marido. Vi tenía una resaca con todas las de la ley.

—No la peor que he tenido en mi vida, pero aun así, bastante horrible —farfulló mientras pasaba junto a él para entrar en el baño, se subía los faldones del camisón, se sentaba en el inodoro y apoyaba la cabeza en una mano—. Nunca más, muchas gracias. Océano Americano, por las barbas del profeta. Deberían haberles dicho que los fertilizantes se ponen antes de que crezca el grano, no después. ¡Tener dolor de cabeza después de tres miserables cervezas! ¡Madre mía! En fin, es lo que pasa cuando compras cosas baratas. Sobre todo cuando te las venden esos vietnamitas tan raros. Sé un buen chico y dame un par de aspirinas, ¿quieres, Howie?

—Claro —repuso su marido mientras se acercaba al lavabo con cautela. El dedo había desaparecido de nuevo. Por lo visto, Vi lo había ahuyentado una vez más. Extrajo el frasco de aspirinas del botiquín y cogió dos pastillas. Cuando alargó el brazo para volver a guardar el frasco, la punta del dedo surgió durante un instante del desagüe. No sobresalía más de un centímetro, pero seguía ejecutando aquellos movimientos que le recordaban un saludo.

«Voy a acabar contigo, amigo», se dijo de repente. La sensación que acompañó el pensamiento fue de enojo… puro y simple enojo… y le encantó. La emoción se introdujo en su mente maltrecha y confusa como uno de esos enormes rompehielos soviéticos que se abren camino por entre inmensos bloques de hielo con asombrosa facilidad. «Voy a acabar contigo. Todavía no sé cómo, pero puedes estar seguro de que acabaré contigo.»

Entregó las dos aspirinas a Vi.

—Espera. Iré a buscarte un vaso de agua.

—Da igual —replicó Vi en tono fatigado mientras se metía ambas pastillas en la boca y empezaba a masticarlas—. Así hacen efecto más deprisa.

—Pero apuesto lo que quieras a que te dejan las entrañas hechas polvo.

Se dio cuenta de que no le importaba estar en el baño mientras Vi siguiera ahí con él.

—No me importa —insistió ella en tono aún más fatigado.

Tiró de la cadena.

—¿Y tú cómo te encuentras? —quiso saber.

—No muy bien —admitió Howard.

—¿También tienes?

—¿Qué? ¿Resaca? No, creo que es ese virus del que te hablaba. Me duele la garganta y creo que tengo un poco de dedo.

—¿Qué?

—Fiebre —se corrigió Howard a toda prisa—. Quería decir fiebre.

—Bueno, pues será mejor que te quedes en casa.

Vi se dirigió al lavabo, cogió su cepillo de dientes y empezó a cepillarse con movimientos vigorosos.

—Quizá sería mejor que tú también te quedaras —comentó Howard.

En realidad, no quería que Vi se quedara en casa; quería que estuviera junto al doctor Stone mientras el doctor Stone empastaba caries, arrancaba dientes de raíz y mataba nervios, pero habría sido de poco tacto no decirle nada.

Vi lo miró a través del espejo. Sus mejillas habían recuperado un poco de color y los ojos empezaban a brillarle. Vi también se recuperaba con brío.

—El día que llame para avisar que no voy al trabajo por culpa de una resaca será el día en que deje de beber definitivamente —sentenció—. Además, el doctor me necesita hoy. Vamos a arrancar un juego entero de dientes superiores. Un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo.

Escupió directamente en el desagüe. «La próxima vez que salga del desagüe estará cubierto de dentífrico —pensó Howard fascinado—. ¡Dios mío!»

—Quédate en casa y toma mucho líquido —aconsejó Vi.

Había adoptado el Tono de Enfermera Jefe, ese tono que decía: «Si no te tomas esto, después lo lamentarás».

—Ponte al día con tu libro. Y de paso, le enseñarás a ese capullo de Lathrop lo que se pierde cuando no vas a la oficina. Haz que se lo piense dos veces.

—No es mala idea, desde luego —repuso Howard.

Vi le dio un beso y le dedicó un guiño al pasar.

—Tu pequeña Violeta también conoce algunas de las respuestas —comentó.

Media hora después, cuando salió para tomar el autobús, estaba cantando alegremente, olvidada ya la resaca.

Lo primero que hizo Howard en cuanto Vi salió de casa fue volver a colocar la banqueta ante la pila de la cocina y mear. Le resultó más fácil ahora que Vi no estaba; apenas había llegado a veintitrés, el noveno número primo, cuando empezó a vaciar la vejiga.

Una vez solucionado el problema, al menos durante unas cuantas horas, regresó a la puerta del baño y metió la cabeza. Vio el dedo de inmediato, y aquello significaba que algo andaba mal. Era imposible, de hecho, porque estaba junto a la puerta del baño, y el lavabo debería haber bloqueado su campo de visión. Pero no era así, lo cual significaba que…

—Pero ¿qué estás haciendo, cabrón? —graznó Howard.

El dedo, que había estado retorciéndose como si quisiera comprobar la fuerza del viento, se volvió hacia él. Como había supuesto, la punta estaba cubierta de dentífrico. El dedo se dobló en dirección a Howard… Solo que se dobló por tres sitios, y eso también era imposible, porque cuando se llega al tercer nudillo de cualquier dedo significa que ha empezado el dorso de la mano.

«Está creciendo —farfulló su mente—. No sé cómo es posible, pero está creciendo… Si puedo verlo sobresalir por el borde del lavabo desde donde estoy, tiene que medir al menos ocho centímetros… ¡o más!»

Cerró la puerta del baño con suavidad y regresó al salón dando tumbos. Sus piernas habían vuelto a convertirse en patas de palo en mal estado. El rompehielos mental había desaparecido, aplastado por un gran peso blanco de pánico y confusión. Aquello no era un iceberg, sino un glaciar entero.

Howard Mitla se sentó en su sillón y cerró los ojos. Nunca se había sentido tan solo, desorientado e impotente como en aquel momento. Permaneció sentado en aquella posición durante largo rato, y por fin sus dedos se relajaron sobre los brazos del sillón. Había pasado casi toda la noche anterior en vela, por lo que se durmió mientras el dedo del baño seguía golpeteando y dando vueltas, dando vueltas y golpeteando.

Soñó que era un concursante de Jeopardy, pero no de la nueva versión de alto presupuesto, sino de la versión antigua, que se retransmitía durante el día. En lugar de pantallas de ordenador, una persona situada detrás del panel de juego extraía una tarjeta cuando el concursante pedía un tema determinado. Alex Trebek había sido sustituido por Art Fleming, con su melena engominada y aquella remilgada sonrisa de pobretón de la fiesta. La mujer del centro seguía siendo Mildred y llevaba aquella especie de satélite detrás de la oreja, pero tenía el cabello levantado en un peinado a lo Jacqueline Kennedy y sus gafas de montura de metal habían sido sustituidas por otras de montura en forma de ojos de gato.

Y todo el mundo aparecía en blanco y negro, incluso él mismo.

—Muy bien, Howard —dijo Art al tiempo que lo señalaba.

Su dedo índice era una protuberancia grotesca de unos treinta centímetros de longitud. Sobresalía de su puño semicerrado como el puntero de un maestro. La punta estaba cubierta de pasta dentífrica.

—Es tu turno.

Howard echó un vistazo al panel.

—Insectos y víboras por cien dólares, por favor —repuso.

El marcador que rezaba 100 dólares fue retirado y mostró una respuesta que Art procedió a leer.

—El mejor método para deshacerse de esos inquietantes dedos que surgen del desagüe de tu lavabo.

—¿Qué es…? —empezó Howard antes de quedarse en blanco.

El público del estudio, también en blanco y negro, lo observaba en silencio. Un cámara en blanco y negro se acercó para captar un primer plano de su rostro en blanco y negro y bañado en sudor.

—¿Qué es… eeem…?

—Date prisa, Howard; se te acaba el tiempo —lo engatusó Art Fleming mientras sacudía el largo y grotesco índice ante Howard.

Pero Howard se había quedado en blanco. Se le acabaría el tiempo, le deducirían los cien pavos del marcador, se quedaría en números rojos, se convertiría en un auténtico desgraciado, ni siquiera le darían aquella miserable Enciclopedia Grolier

Un camión de reparto que pasaba por la calle petardeó con gran estruendo. Howard se despertó con un respingo tal que estuvo a punto de salir despedido del sillón.

—¿Qué es desatascador líquido? —gritó—. ¿Qué es desatascador líquido?

Por supuesto, aquella era la respuesta. La respuesta correcta.

Howard se echó a reír. Todavía reía cinco minutos más tarde al ponerse el abrigo y salir de casa.

Howard cogió la botella de plástico que el dependiente de El Manitas Feliz, una tienda del bulevar Queens, acababa de dejar sobre el mostrador mientras mascaba un palillo de dientes. La etiqueta mostraba el dibujo de una mujer con delantal; tenía una mano apoyada en la cadera mientras con la otra vertía un chorro de desatascador en algo que era, o bien una pica industrial, o bien el bidet de Orson Welles. DRAIN-EZE, proclamaba la etiqueta. ¡DOS VECES más eficaz que la mayoría de las marcas! ¡Desatasca lavabos, duchas y desagües en cuestión de POCOS MINUTOS! ¡Disuelve pelos y materia orgánica!

—Materia orgánica —comentó Howard—. ¿Qué significa eso?

El dependiente, un hombre calvo con un montón de verrugas en la frente, se encogió de hombros. El palillo que sostenía entre los dientes rodó de una comisura a la otra.

—Comida, supongo. Pero yo no dejaría la botella al lado del lavavajillas, ya me entiende.

—¿Cree que podría corroer las manos? —preguntó Howard esperando que su voz sonara lo suficientemente horrorizada.

El dependiente volvió a encogerse de hombros.

—Supongo que no es tan fuerte como lo que vendíamos antes, ese líquido que contenía lejía, pero es que ese ya no es legal. Al menos creo que ya no es legal. Pero ve esto, ¿no?

Dio unos golpecitos en el logotipo de la calavera y los huesos cruzados, característico de los productos tóxicos, con un dedo corto y rechoncho. Howard observó aquel dedo con atención. Se dio cuenta de que se había fijado en muchos dedos de camino a El Manitas Feliz.

—Sí —asintió—. Ya lo veo.

—Bueno, pues no lo ponen solo porque queda bien, ¿sabe? Si tiene hijos, mantenga la botella fuera de su alcance. Y no lo utilice para hacer gárgaras.

El hombre lanzó una carcajada, y el palillo empezó a balancearse sobre su labio inferior.

—No lo haré —repuso Howard.

Giró la botella para leer la letra pequeña. Contiene hidróxido de sodio e hidróxido de potasio. Provoca graves quemaduras al contacto con la piel. Bueno, no estaba mal. No sabía si bastaría, pero solo había un modo de averiguarlo, ¿no?

La vocecilla interior se alzó en tono dubitativo. «¿Y qué pasa si lo único que consigues es que se cabree?»

«Bueno… ¿y qué? Al fin y al cabo, estaba en el desagüe, ¿no?»

«Sí, pero por lo visto está creciendo

«Aun así… ¿qué otro remedio le quedaba?» La vocecilla no supo qué responder a aquella pregunta.

—No me gusta tener que darle prisas en tan importante adquisición —intervino el dependiente—, pero estoy solo y tengo que repasar algunas facturas, así que…

—Me lo llevo —terció Howard mientras extraía la cartera.

En aquel momento, se fijó en otra cosa, una vitrina situada bajo un cartel que rezaba LIQUIDACIÓN DE OTOÑO.

—¿Qué es esto? —inquirió.

—¿Esto? —replicó el dependiente—. Son podadoras eléctricas. Compramos dos docenas en junio del año pasado, pero no salen ni a tiros.

—Me llevo una —anunció Howard Mitla.

En su rostro empezó a dibujarse una sonrisa, y más adelante, el dependiente explicó a la policía que aquella sonrisa no le había gustado. De hecho, no le había hecho ni pizca de gracia.

Howard colocó sus compras sobre el mostrador de la cocina al llegar a casa, y dejó la podadora eléctrica a un lado, con la esperanza de no tener que llegar al extremo de utilizarla. Estaba seguro de que no. A continuación, se dispuso a leer con toda atención las instrucciones de la botella de desatascador.

Vierta con cuidado una cuarta parte del contenido de la botella en el desagüe… Déjelo actuar durante quince minutos. Repita la operación en caso necesario.

Pero seguro que tampoco llegaba a ese extremo…, ¿verdad?

A fin de no correr riesgo alguno, Howard decidió verter media botella en el desagüe. Tal vez un poco más.

Forcejeó para abrir el tapón de seguridad y por último lo logró. A continuación atravesó el salón y se dirigió hacia el pasillo, sosteniendo la botella blanca de plástico frente a él y con una expresión torva en su rostro por lo general sereno, la expresión de un soldado que sabe que le van a ordenar salir de la trinchera en cualquier momento.

«¡Un momento! —gritó aquella vocecilla interior cuando Howard estaba a punto de abrir la puerta del baño—. ¡Esto es una locura! ¡Sabes que es una locura! ¡No necesitas desatascador, lo que necesitas es un psiquiatra! Necesitas echarte en un diván y contarle a alguien que te imaginas… esa es la palabra correcta, IMAGINAR… que ves un dedo metido en el desagüe del lavabo. ¡Un dedo que está creciendo!»

—Ah, no —repuso Howard meneando la cabeza—. Ni hablar.

No podía, no podía de ningún modo imaginarse contándole la historia a un psiquiatra… ni a nadie, la verdad. ¿Qué pasaría si el señor Lathrop se olía algo? Era bien posible que se enterara a través del padre de Vi. Bill DeHorne había sido asesor fiscal en la empresa Dean, Green y Lathrop durante treinta años. Era él quien le había conseguido a Howard la primera entrevista con el señor Lathrop, quien le había escrito una entusiasta carta de recomendación… quien, de hecho, lo había hecho todo menos darle el empleo personalmente. El señor DeHorne ya estaba jubilado, pero él y el señor Lathrop seguían viéndose a menudo. Si Vi se enteraba de que su Howie iba a ver a un matasanos (¿y cómo iba a ocultarle una cosa así?), se lo contaría a su madre, porque se lo contaba todo a su madre, y la señora DeHorne se lo contaría a su marido, por supuesto. Y el señor DeHorne…

Por la mente de Howard cruzó una imagen de los dos hombres, su suegro y su jefe, en algún club mítico, acomodados en sendos sillones de orejas, fabricados en cuero rematado por pequeños remaches de oro. Los veía bebiendo jerez. La garrafa de cristal tallado descansaba sobre una mesita situada junto a la mano derecha del señor Lathrop. Howard jamás había visto a ninguno de los dos hombres beber jerez, pero su morbosa fantasía parecía exigir aquel dato. Veía al señor DeHorne, que se acercaba a los ochenta, chocheaba y tenía la discreción de una cotorra, inclinarse hacia delante en ademán de complicidad y decir: «No te vas a creer la última de mi yerno Howard, John. ¡Va al psiquiatra! Cree que hay un dedo en el desagüe de su lavabo, ¿sabes? ¿Crees que puede estar tomando algún tipo de drogas?».

Y tal vez Howard no estuviera del todo seguro de que aquello fuera a ocurrir. Creía que existía la posibilidad de que sucediera, pero ¿y si no era así? Pese a ello, no se veía yendo al psiquiatra. Algo en su interior, un vecino de aquel algo que le impedía orinar en los lavabos públicos si había hombres detrás de él haciendo cola, se negaba a aceptar la idea. No se tendería en uno de aquellos divanes y soltar Hay un dedo en el desagüe de mi lavabo para que un matasanos con perilla lo acribillara a preguntas. Sería como Jeopardy, pero en el infierno.

Volvió a aferrar el pomo de la puerta.

«¡Entonces llama a un fontanero! —gritó la vocecilla en tono desesperado—. ¡Haz eso al menos! ¡No tienes por qué decirle lo que ves! ¡Dile solo que tienes el lavabo embozado! ¡O dile que a tu mujer se le ha caído el anillo de boda por el desagüe! ¡Dile cualquier cosa!»

Pero en cierto modo, aquella idea era aún más inútil que la idea de recurrir a un matasanos. Aquello era Nueva York, no Des Moines. Si a uno se le caía la esmeralda de la esperanza por el desagüe, podía esperar una semana a que se presentara el fontanero. Howard no tenía la menor intención de pasarse los siete días siguientes paseándose furtivamente por todo Queens en busca de gasolineras en las que el empleado estuviera dispuesto a aceptar cinco dólares para permitir que Howard Mitla descargara sus intestinos en un lavabo asqueroso, bajo el calendario obsceno de turno.

«Pues entonces date prisa —instó la vocecilla rindiéndose—. Al menos date prisa.»

A Howard le pareció que se trataba de una idea útil en extremo. Puso manos a la obra de inmediato; se quitó primero un mocasín y luego el otro, mientras se decía que debería haberse puesto guantes de goma por si se salpicaba de desatascador. Se preguntó si Vi guardaría un par bajo el fregadero. Pero daba igual. Era ahora o nunca. Si se detenía para ir a buscar los guantes de goma, tal vez perdería el valor para hacer aquello… quizá durante unos instantes, o quizá para siempre.

Abrió la puerta del baño y se deslizó al interior del mismo.

El baño de los Mitla nunca había sido lo que podría denominarse una estancia alegre, pero a aquella hora del día, aparecía al menos bastante luminosa. No tendría problemas de visibilidad… y no había rastro del dedo. Howard atravesó la habitación de puntillas, sosteniendo la botella de desatascador con firmeza en la mano derecha. Se inclinó sobre el lavabo y miró por el orificio negro que se abría en el centro de la porcelana de color rosa desvaído.

Pero el interior del orificio no estaba oscuro. Algo subía a toda velocidad por entre las tinieblas del desagüe, recorriendo la tubería estrecha y sucia para saludarlo, para saludar a su buen amigo Howard Mitla.

—¡Toma! —gritó Howard al tiempo que inclinaba la botella de desatascador sobre el lavabo. Una especie de fango verde azulado surgió de la botella y chocó contra el lavabo en el momento en que surgía el dedo.

El efecto fue inmediato y aterrador. La espesa sustancia cubrió la uña y la yema del dedo. Este empezó a retorcerse como un derviche, dando vueltas y más vueltas en torno a la limitada circunferencia del desagüe, salpicando el lavabo de gotitas verdiazuladas de desatascador. Algunas gotitas aterrizaron en la camisa azul celeste que llevaba Howard, en cuya pechera se abrieron de inmediato algunos orificios. Aquellos orificios tenían los bordes marrones, pero la camisa le venía bastante grande, y ninguna gota le alcanzó el pecho ni la barriga. Otras gotas le salpicaron la muñeca y la palma de la mano derecha, pero no se percató de ello hasta más tarde. La adrenalina no fluía por su cuerpo, sino que lo recorría como una inundación.

El dedo volvió a surgir del desagüe… nudillo tras nudillo. Le salía humo y olía como una bota de goma asándose sobre una barbacoa.

—¡Toma! ¡La comida está servida, hijo de puta! —gritó Howard mientras seguía rociando aquella cosa.

El dedo siguió saliendo hasta alcanzar una longitud de unos treinta centímetros. Surgía del desagüe al igual que una serpiente repta desde el interior de la cesta del encantador. Estaba a punto de alcanzar la boca de la botella de plástico cuando, de pronto, se agitó, pareció estremecerse y volvió a deslizarse hacia las profundidades del desagüe. Howard se inclinó un poco más sobre el lavabo para verlo desaparecer, y lo único que distinguió fue un lejano destello blanco en las tinieblas. Perezosas nubecillas de humo asomaban por el desagüe.

Howard respiró hondo, lo cual fue un error, pues inhaló una generosa cantidad de vapores de desatascador. De repente le acometió una intensa oleda de náuseas. Vomitó violentamente en el lavabo, y a continuación retrocedió dando tumbos, acuciado todavía por fuertes arcadas.

—¡Lo he hecho! —chilló con delirante alegría.

La cabeza le daba vueltas a causa de la mezcla de vapores corrosivos y el hedor de carne quemada. Pese a ello, se sentía casi en éxtasis. Se había enfrentado al enemigo, y por Dios y todos los santos que lo había vencido. ¡Había acabado con él!

—¡La lara la lara! ¡La lara lara me cago en diez la lara! ¡Lo he hecho! Lo…

Las náuseas volvieron a adueñarse de él. Se arrodilló a medias ante el inodoro, la mano derecha cerrada todavía en torno a la botella de desatascador, y se dio cuenta demasiado tarde de que Vi había cerrado la tapa aquella mañana al bajarse del trono. Howard vomitó sobre la peluda funda rosa del inodoro y luego se desplomó inconsciente sobre su propia porquería.

No podía haber permanecido inconsciente durante demasiado rato, porque el baño gozaba de plena luz del día durante menos de media hora, incluso en verano, antes de que los demás edificios lo despojaran de la luz del sol y sumieran la estancia en la semipenumbra.

Howard alzó la cabeza con lentitud, consciente de que tenía el rostro cubierto de una sustancia pegajosa y maloliente. Aunque era más consciente aún de otra cosa. Un golpeteo que sonaba a sus espaldas y se acercaba cada vez más.

Con toda lentitud volvió la cabeza, que se le antojaba un saco de arena demasiado lleno. Los ojos se le fueron abriendo despacio. Tomó aliento e intentó gritar, pero de su garganta no brotó sonido alguno.

El dedo iba a por él.

Medía ya unos dos metros y seguía creciendo. Surgía del lavabo en un rígido arco formado por alrededor de una docena de nudillos, luego descendía hasta el suelo y ahí volvía a curvarse («¡Nudillos en ambas direcciones!», informó interesado un comentarista lejano apostado en lo más profundo de su mente). El dedo avanzaba a tientas por el suelo de azulejos. Los últimos veinticinco centímetros aparecían descoloridos y humeantes. La uña había adquirido un color entre verdoso y negruzco. A Howard le pareció distinguir el destello blanco del hueso justo debajo del primer nudillo. En aquel punto, el dedo presentaba quemaduras muy graves, pero en ningún caso se había disuelto.

—Márchate —susurró Howard.

Por un instante, aquella grotesca figura salpicada de nudillos se detuvo. Tenía el aspecto de un artilugio de bolsa de cotillón de Nochevieja. De repente, el dedo empezó de nuevo a reptar hacia él. Los últimos seis nudillos se doblaron y la punta del dedo se enroscó en torno al tobillo de Howard Mitla.

—¡No! —chilló cuando los humeantes gemelos Hidróxido disolvieron el calcetín e hicieron chisporrotear su piel.

Howard intentó apartar el pie de un tremendo tirón. El dedo aguantó durante unos segundos antes de soltarlo. Howard se arrastró hacia la puerta con un gran amasijo de cabellos impregnados de vómito colgándole sobre los ojos. Mientras avanzaba intentó mirar por encima del hombro, pero no conseguía ver nada a través de su cabello coagulado. En aquel momento algo se liberó en su pecho y pudo emitir una serie de temerosos graznidos.

No veía el dedo, al menos de momento, pero lo oía, y percibía que se acercaba con rapidez, con un tictictictic que sonaba a sus espaldas, muy cerca. Con la cabeza todavía vuelta hacia el lavabo, Howard chocó contra la pared situada a la izquierda de la puerta con el hombro derecho. Las toallas volvieron a caerse del estante. Howard se desplomó, y de inmediato, el dedo se enroscó en torno a su otro tobillo, con la punta chamuscada y humeante doblada como una garra.

El dedo empezó a tirar de él en dirección al lavabo. Estaba tirando de él.

Howard lanzó un aullido gutural y primitivo, un sonido que jamás había brotado de sus corteses cuerdas vocales de asesor fiscal, y agitó los brazos en dirección a la puerta. Se aferró al marco con la mano derecha y tiró hacia arriba con todas las fuerzas que le confería el pánico. Los faldones de la camisa se le salieron de los pantalones y la costura de la axila derecha se desgarró con un leve ronroneo, pero por fin consiguió liberarse perdiendo tan solo la maltrecha parte inferior del calcetín.

Howard se incorporó dando tumbos y vio que el dedo avanzaba a tientas hacia él una vez más. La uña estaba rota y sangraba.

«Necesitas una buena manicura, colega», se dijo Howard, y lanzó una angustiada carcajada antes de correr a la cocina.

Alguien estaba golpeando la puerta de entrada. Con fuerza.

—¡Mitla! ¡Eh, Mitla! ¿Qué es lo que pasa ahí dentro?

Era Feeney, el tipo que vivía al final del pasillo. Un borracho irlandés gordo y ruidoso. Corrección: un borracho irlandés gordo y muy ruidoso.

—¡Nada que no pueda solucionar yo solo, desgraciado! —gritó Howard mientras entraba en la cocina.

Lanzó otra carcajada y se apartó el cabello de la frente. Por un momento lo consiguió, pero la apestosa mata volvió a su posición original al cabo de unos segundos.

—¡Nada que no pueda solucionar yo solo, te lo aseguro! ¡Te lo aseguro como que me llamo Howard Mitla!

—¿Qué me has llamado? —replicó Feeney.

Su voz, que al principio había sonado truculenta, había adquirido ahora un matiz amenazador.

—¡Cállate! —chilló Howard—. ¡Estoy ocupado!

—¡O paras ese follón o llamo a la poli!

—¡Vete a la mierda! —replicó Howard a gritos.

Otra primicia. Volvió a apartarse el cabello de la frente. Permaneció allí unos segundos y ¡plop! volvió a caer.

—¡No tengo por qué escuchar tus idioteces, maldito cuatroojos de mierda!

Howard se mesó el cabello empapado en vómito y a continuación lo agitó ante sí en un curioso ademán francés et voilà, pareció decir el cabello. Una lluvia de jugo caliente y pedacitos informes salpicó los blancos armarios de la cocina de Vi. Howard ni siquiera se percató de ello. El escalofriante dedo lo había cogido por los tobillos dos veces, y estos le quemaban como si llevara pulseras de fuego, pero aquello tampoco le importaba. Agarró la caja que contenía la podadora eléctrica. En la parte delantera, un papá sonriente con una pipa en la comisura de los labios podaba los setos en el jardín de una casa del tamaño de una mansión.

—¿Es que estás celebrando una orgía con drogas? —quiso saber Feeney.

—¡Será mejor que te largues de aquí si no quieres que te presente a un amigo mío, Feeney! —gritó Howard.

Aquello se le antojó de lo más ingenioso, por lo que echó la cabeza hacia atrás y aulló al techo de la cocina. Su cabello apuntaba en todas direcciones, agrupado en extraños mechones que lanzaban destellos de jugos gástricos. Parecía un hombre inmerso en una violenta aventura amorosa con un tubo de gomina.

—Muy bien, se acabó —sentenció Feeney—. Se acabó. Voy a llamar a la poli.

Howard apenas le oyó. Dennis Feeney tendría que esperar, porque él tenía cosas más importantes que hacer. Había extraído la podadora de la caja, la había examinado con gestos febriles, había encontrado el compartimento de las pilas y lo había abierto a la fuerza.

—Pilas del tipo C —masculló entre risas—. ¡Perfecto! ¡Ningún problema!

Abrió uno de los cajones situados a la izquierda de la pica con tal fuerza que los topes se rompieron y el cajón salió despedido hacia el otro extremo de la cocina, chocando con el fogón en su trayecto y aterrizando boca abajo en el suelo de linóleo con un golpe sordo. Entre los cacharros de costumbre, tales como pinzas, pelapatatas, ralladores, cuchillos y cintas para cerrar las bolsas de basura, descubrió un pequeño tesoro de pilas, principalmente del tipo C y las cuadradas de nueve voltios. Sin dejar de reír (al parecer, le resultaba imposible dejar de reír), Howard se hincó de rodillas y rebuscó entre el revoltijo de objetos. Se cortó la palma de la mano con la hoja de un cuchillo pelapatatas antes de seleccionar dos pilas del tipo C, pero no se dio apenas cuenta de ello, del mismo modo que no había percibido las quemaduras cuando el dedo lo había salpicado. Ahora que Feeney había cerrado por fin su maldito pico irlandés, Howard volvía a oír el golpeteo del dedo. Pero ahora no procedía del lavabo, no, ni hablar. Ahora la maltrecha uña golpeaba la puerta del baño…, o tal vez la del pasillo. Se le acababa de ocurrir que había olvidado cerrar la puerta.

—¿Y a quién le importa? —se preguntó Howard—. ¡HE DICHO QUE A QUIÉN LE IMPORTA! —chilló de repente—. ¡ESTOY PREPARADO, AMIGO! ¡VOY A ACABAR CONTIGO DE TAL MANERA QUE DESEARÁS NO HABER SALIDO DEL DESAGÜE!

Introdujo las pilas en el compartimento situado en el mango de la podadora y pulsó el interruptor de encendido.

Nada.

—¡Maldita sea! —masculló.

Sacó una de las pilas, le dio la vuelta y la insertó de nuevo. Las hojas de la podadora se pusieron en marcha cuando pulsó el interruptor, un movimiento tan rápido que no era más que una silueta borrosa.

Howard dio unos pasos hacia la puerta de la cocina, pero entonces se obligó a apagar el artilugio y regresar al mostrador de la cocina. No quería perder tiempo colocando la tapa del compartimento de las pilas en su lugar, pero el último vestigio de cordura que quedaba en su mente le aseguró que no le quedaba otro remedio. Si le fallaba la mano mientras hacía el trabajito, las pilas podían caerse del compartimento abierto y entonces, ¿qué pasaría? Bueno, pues que estaría delante del malo con el arma descargada, eso era lo que pasaría.

Así pues, intentó colocar el compartimento de las pilas, masculló un juramento al comprobar que no encajaba y le dio la vuelta.

—¡Espérame! —gritó por encima del hombro—. ¡Ya voy! ¡Todavía no he terminado contigo!

Por fin logró cerrar el compartimento. Howard atravesó a toda prisa el salón sosteniendo la podadora como si presentara un arma en un desfile militar. Seguía teniendo el cabello levantado en extrañas puntas, como un punkie. La camisa, desgarrada a la altura de la axila y quemada en varios puntos, revoloteaba en torno a su estómago redondeado y pulcro… Sus pies descalzos emitían suaves golpes sobre el linóleo. Los maltrechos restos de sus calcetines de nailon le pendían alrededor de los tobillos.

—¡Los he llamado, cabeza de chorlito! —gritó Feeney desde el exterior—. ¿Me oyes? ¡He llamado a la poli, y espero que los que vengan sean irlandeses desgraciados como yo!

—Vete a tomar por el culo —replicó Howard.

Pero apenas prestó atención a las palabras de Feeney. Dennis Feeney estaba en otro universo. Lo que había oído no era más que su voz burda e insignificante a través del espacio subetéreo.

Howard se apostó a un lado de la puerta del baño, como un policía de alguna serie televisiva… salvo que le habían dado el accesorio equivocado y llevaba una podadora en lugar de un revólver del 38. Pulsó con firmeza el interruptor situado en la parte superior del mango de la podadora. Aspiró profundamente… y en aquel preciso instante la voz de la cordura, reducida ahora a un minúsculo murmullo, se alzó por última vez antes de hacer las maletas y marcharse para siempre.

«¿Estás seguro de que quieres confiar tu vida a una podadora que has comprado de oferta?»

—No tengo elección —masculló Howard con una sonrisa tensa antes de abalanzarse al interior del cuarto de baño.

El dedo seguía ahí, surgiendo del lavabo en aquel rígido arco que a Howard le recordaba un artilugio de bolsa de cotillón, de aquellos que emiten un sonido parecido a un pedo y se desenrollan frente a la cara del confiado destinatario de la broma cuando soplas. Se había apoderado de uno de los zapatos de Howard. Lo había cogido del suelo y lo estaba estrellando una y otra vez contra la pared de azulejos. A juzgar por el aspecto que presentaban las toallas desparramadas por el suelo, Howard supuso que el dedo había intentado destrozar unas cuantas antes de encontrar el zapato.

Una extraña sensación de júbilo se adueñó de Howard, como si el interior de su cabeza dolorida y mareada se hubiera llenado de luz verde.

—¡Aquí estoy, gilipollas! —aulló—. ¡Ven a por mí!

El dedo salió del zapato, se alzó en una monstruosa ola de nudillos, algunos de los cuales Howard oyó crujir, y flotó con rapidez en su dirección. Howard pulsó el botón de la podadora, y las hojas se pusieron en movimiento, hambrientas. Todo marchaba bien por el momento.

La punta quemada y llena de ampollas del dedo se agitó ante él. La uña rota se balanceaba con ademanes extraños. Howard se precipitó sobre ella. El dedo se hizo a un lado y se enroscó en torno a la oreja de Howard. Le acometió un dolor increíble. Sintió y al mismo tiempo oyó cómo el dedo intentaba arrancarle la oreja. Howard dio un salto hacia delante, aferró el dedo con la mano izquierda y lo atacó con la podadora. El aparato bajó de revoluciones cuando las hojas alcanzaron el hueso, y el agudo zumbido del motor se convirtió en profundo rugido, pero estaba diseñado para cortar ramas pequeñas y duras, por lo que no hubo ningún problema. Ningún problema en absoluto. Aquella era la segunda fase del concurso, en la que los marcadores podían cambiar de forma espectacular, y Howard estaba ganando un montón de dinero. Una fina lluvia de sangre brotó de la herida y a continuación el muñón salió despedido hacia atrás. Howard se abalanzó sobre él. Los veinticinco centímetros del dedo quedaron colgando de su oreja como una percha antes de caer al suelo.

El dedo lo atacó de nuevo. Howard se agachó y el monstruo pasó por encima de su cabeza. Por supuesto, era ciego, lo cual representaba una ventaja. El hecho de que le hubiera agarrado la oreja no había sido más que un golpe de suerte. Avanzó de nuevo con la podadora en un ademán casi propio de un experto en esgrima, y seccionó otros sesenta centímetros de dedo. Aquella serpiente cayó al suelo y permaneció tendida entre espasmos.

El resto del dedo intentaba retroceder hacia el lavabo.

—Ah, no —jadeó Howard—. Eso sí que no. ¡Ni hablar!

Corrió hacia el lavabo, resbaló en un charco de sangre y estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio en el último momento. El dedo estaba entrando de nuevo en la cañería, nudillo tras nudillo, como un tren de mercancía que entrara en un túnel. Howard alargó el brazo hacia él e intentó agarrarlo, pero el monstruo se le escurrió entre los dedos como un tramo grasiento y chamuscado de cuerda de tender. Pese a ello, Howard se abalanzó hacia él y logró cortar el último metro de aquella cosa, justo por encima del punto en que se escurría por entre su puño cerrado.

Se inclinó sobre el lavabo, aunque esta vez conteniendo el aliento, y clavó la mirada en la negrura del desagüe. De nuevo no distinguió más que un destello blanco que se hundía en las tinieblas.

—¡Vuelve cuando quieras! —gritó Howard Mitla—. ¡Vuelve cuando quieras, de verdad! ¡Te estaré esperando!

Se volvió y respiró en un jadeo. El baño seguía oliendo a desatascador. No podía permitirse eso, al menos mientras todavía le quedase trabajo que hacer. Detrás del grifo del agua caliente había una pastilla de jabón Dial envuelta en papel. Howard la cogió y la estrelló contra la ventana del baño. El vidrio se hizo añicos y la pastilla de jabón rebotó en la densa reja que se alzaba más allá. Recordaba el día en que había colocado la reja; recordaba cuán orgulloso se había sentido. Él, Howard Mitla, el pacífico contable, había CUMPLIDO CON SUS TAREAS DOMÉSTICAS. Ahora sabía lo que significaba realmente CUMPLIR CON LAS TAREAS DOMÉSTICAS. ¿De verdad había tenido miedo de entrar en el baño porque creía que tal vez había un ratón en la bañera y que lo tendría que matar a golpes de escoba? Creía recordar que así era, pero aquellos tiempos… y aquella versión de Howard Mitla se le antojaban ahora muy lejanos.

Recorrió el cuarto de baño con la mirada. Era una porquería. Había varios charcos de sangre, y dos pedazos de dedo yacían en el suelo. Otro trozo aparecía doblado en el lavabo. Pequeñas motas de sangre salpicaban las paredes y el espejo. También la pila aparecía manchada de sangre.

—Muy bien —suspiró Howard—. A limpiar, muchachos.

Encendió de nuevo la podadora y cortó los tramos de dedo que había seccionado en trozos lo suficientemente pequeños como para tirarlos al inodoro y tirar de la cadena.

El policía era joven e irlandés, en efecto. Se llamaba O’Bannion. Cuando por fin llegó a la puerta del piso de los Mitla, varios inquilinos se habían agrupado tras él en un apretado amasijo. A excepción de Dennis Feeney, que tenía una expresión de intensa indignación pintada en el rostro, todos parecían preocupados.

O’Bannion llamó a la puerta con los nudillos, después con mayor fuerza y por fin a golpes de puño.

—Será mejor que la eche abajo —aconsejó la señora Javier—. Se oían sus gritos desde el séptimo piso.

—Ese hombre está loco —sentenció Feeney—. Probablemente ha matado a su mujer.

—No —rechazó la señora Dattlebaum—. La he visto salir esta mañana, como siempre.

—Pero eso no quiere decir que no haya vuelto, ¿no? —replicó el señor Feeney en tono furioso.

La señora Dattlebaum optó esta vez por permanecer en silencio.

—Señor Mitter —llamó O’Bannion.

—Se llama Mitla —puntualizó la señora Dattlebaum, sin poderse contener—. Con ele.

—Bah —masculló O’Bannion al tiempo que golpeaba la puerta con el hombro.

La puerta cedió y el policía entró en el piso seguido de cerca por el señor Feeney.

—Quédese aquí, señor —ordenó O’Bannion.

—Y una porra —replicó Feeney.

Estaba contemplando los accesorios esparcidos por el suelo y las salpicaduras de vómito sobre los armarios de la cocina con ojos entornados y relucientes de interés.

—Ese tipo es mi vecino, y al fin y al cabo, he sido yo el que ha llamado.

—Me importa un pepino que haya sido usted quien ha llamado —intervino O’Bannion—. Salga de aquí ahora mismo si no quiere ir a la comisaría con el señor Mittle.

—Mitla —corrigió Feeney mientras retrocedía a regañadientes hacia el pasillo y se volvía de vez en cuando para mirar la cocina.

O’Bannion había hecho salir a Feeney, sobre todo porque no quería que el hombre notara lo nervioso que estaba. El desorden de la cocina era una cosa, pero el olor que impregnaba la casa era otra; una mezcla de hedor de laboratorio químico y otro olor más sutil. Temía que el olor más sutil que percibía fuera sangre.

Echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que Feeney había salido, de que no se había quedado en el recibidor, junto al perchero, y a continuación atravesó lentamente el salón. Una vez fuera del campo de visión de los mirones, desabrochó la correa que sujetaba la culata de su revólver y lo extrajo. Se dirigió hacia la cocina y miró dentro. Estaba vacía. Hecha un asco, pero vacía. Y… ¿qué eran aquellas salpicaduras de los armarios? No estaba seguro, pero a juzgar por el olor…

Un sonido a sus espaldas, un leve arrastrar de pies lo arrancó de sus reflexiones; se volvió con brusquedad y levantó el arma.

—¿Señor Mitla?

No obtuvo respuesta, aunque volvió a escuchar el mismo sonido. Procedía del pasillo, lo cual significaba el baño o el dormitorio. El agente O’Bannion avanzó en aquella dirección con el arma apuntada hacia el techo. La llevaba del mismo modo en que Howard había sostenido la podadora.

La puerta del baño estaba entornada. O’Bannion estaba casi seguro de que el sonido procedía de ahí, y sabía con certeza que era ahí donde el olor se percibía con mayor intensidad. Se agazapó y empujó la puerta con el cañón de la pistola.

—Dios mío —murmuró.

El baño parecía un matadero al final de un día muy ocupado. La sangre salpicaba las paredes y el techo en abanicos de gotas rojas. En el suelo había charcos de sangre; también había gruesos regueros de sangre en las curvas interiores y exteriores del lavabo, que parecía ser el epicentro de la masacre. El policía vio una ventana rota, una botella de algo que parecía ser desatascador, lo cual explicaría el terrible olor que despedía la estancia, así como unos zapatos de hombre bastante distantes uno de otro. Uno de ellos ofrecía un aspecto lamentable.

Y cuando la puerta se abrió por completo, vio al hombre.

Una vez finalizada la operación de limpieza, Howard se había metido en el rincón más alejado del espacio que mediaba entre la bañera y la pared. La podadora descansaba sobre su regazo, pero las pilas se habían agotado. Por lo visto, el hueso era un poco más resistente que las ramas, a fin de cuentas. Seguía teniendo el cabello de punta y las mejillas y la frente surcadas de brillantes churretes de sangre. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero casi vacíos de expresión, algo que el agente O’Bannion asociaba con los adictos al speed y al crack.

«Dios mío —se dijo—. El tipo tenía razón… Ha matado a su mujer. O al menos ha matado a alguien, así que, ¿dónde está el cadaver?»

Echó un vistazo a la bañera, pero no podía ver el interior. Era el lugar más probable, pero también era el único lugar del baño que no parecía manchado y salpicado de sangre y entrañas.

—Señor Mitla —llamó.

No apuntaba directamente a Howard, pero no cabía duda de que el cañón no estaba demasiado desviado.

—Ese soy yo —repuso Howard en tono cortés aunque hueco—. Howard Mitla, asesor fiscal, a su disposición. ¿Quiere ir al lavabo? Adelante. No hay nada de qué preocuparse. Creo que el problema está resuelto, al menos de momento.

—Esto… ¿Le importaría soltar el arma, señor?

—¿El arma?

Howard lo miró impávido durante un instante, y de repente pareció comprender.

—¿Esto? —inquirió al tiempo que levantaba la podadora.

El agente O’Bannion lo apuntó con el revólver por primera vez.

—Sí, señor —asintió.

—No faltaba más —repuso Howard al tiempo que arrojaba el aparato a la bañera con ademán de indiferencia.

Se oyó un chasquido al abrirse el compartimento de las pilas.

—De todas formas, da igual. Las pilas están agotadas. Pero… ¿Qué estaba diciendo de ir al lavabo? La verdad es que, después de considerarlo con mayor detenimiento, le aconsejaría que no lo hiciera.

—¿De verdad?

Ahora que el hombre estaba desarmado, O’Bannion no sabía exactamente cómo proceder. Todo sería mucho más sencillo si la víctima estuviera a la vista. Suponía que lo mejor sería esposar al hombre y pedir refuerzos. Lo único que sabía con certeza era que quería salir de aquel hediondo y escalofriante cuarto de baño.

—Sí —repuso Howard—. Al fin y al cabo, agente, reflexione sobre lo siguiente: una mano tiene cinco dedos… Una sola mano, quiero decir… y… ¿se ha parado a pensar en la cantidad de agujeros conectados al mundo subterráneo que hay en un cuarto de baño cualquiera? Yo he contado siete. —Se detuvo un instante antes de añadir—: Siete es un número primo, es decir, que solo puede dividirse entre uno y entre sí mismo.

—¿Le importaría alargar las manos, señor? —pidió el agente O’Bannion al tiempo que extraía las esposas del cinturón.

—Vi dice que yo sé todas las respuestas —dijo Howard—, pero está equivocada.

Extendió las manos con ademanes lentos. O’Bannion se arrodilló ante él y cerró una de las esposas en torno a la muñeca derecha de Howard.

—¿Quién es Vi? —inquirió.

—Mi mujer —repuso Howard con los ojos vacuos y relucientes clavados en los del agente O’Bannion—. Nunca le ha importado ir al baño cuando hay alguien más dentro, ¿sabe? De hecho, es probable que incluso pudiera ir al lavabo estando usted dentro.

En la mente del agente O’Bannion empezó a forjarse una idea terrible pero plausible al mismo tiempo. Aquel extraño hombrecillo había matado a su mujer con una podadora y después había disuelto el cadáver con desatascador…, y todo porque no se largaba del cuarto de baño cuando él estaba intentando cambiar el agua al canario.

Cerró la otra esposa.

—¿Ha matado a su mujer, señor Mitla?

Por un instante, Howard adoptó una expresión rayana en la sorpresa. A continuación, se sumió en la misma apatía extraña, como de plástico.

—No —repuso—. Vi está en la consulta del doctor Stone. Están arrancando un juego de dientes superiores. Vi dice que es un trabajo sucio, pero que alguien tiene que hacerlo. ¿Por qué iba a matar a Vi?

Ahora que había esposado al tipo, el agente O’Bannion se sentía un poco mejor, percibía que tenía la situación un poco más bajo control.

—Bueno, pues parece que se ha cargado a alguien.

—No era más que un dedo —explicó Howard.

Todavía tenía los brazos extendidos. La luz centelleaba y se deslizaba por la cadena que mediaba entre las esposas como plata líquida.

—Pero una mano tiene más de un dedo. ¿Y qué hay del propietario de la mano? —Los ojos de Howard recorrieron el baño, que ahora se hallaba sumido en la penumbra y aparecía surcado de sombras—. Le he dicho que vuelva cuando quiera —prosiguió en un susurro—, pero es que estaba histérico. He decidido que… que no soy capaz. Estaba creciendo, ¿sabe? Crecía al entrar en contacto con el aire.

De repente se escuchó un chapoteo procedente del inodoro cerrado. Los ojos de Howard se posaron en él, al igual que los del agente O’Bannion. Otro chapoteo. Sonaba como si una trucha hubiera dado un salto.

—No, desde luego, yo de usted no iría al lavabo —recomendó Howard—. Yo de usted me aguantaría, agente. Me aguantaría tanto como pudiera y después iría al callejón que hay junto al edificio.

O’Bannion se estremeció.

«Contrólate, chico —se dijo con firmeza—. Contrólate o acabarás tan chiflado como este tipo.»

Se incorporó para echar un vistazo al inodoro.

—Yo de usted no lo haría —advirtió Howard—. De verdad que no lo haría.

—¿Qué es lo que ha pasado aquí, señor Howard? —quiso saber el agente O’Bannion—. ¿Y qué ha metido en el retrete?

—¿Que qué ha pasado? Pues fue como… como…

Howard se interrumpió, y de repente esbozó una sonrisa. Era una sonrisa de alivio… pero su mirada se dirigía una y otra vez hacia la tapa bajada del retrete.

—Fue como en Jeopardy —explicó por fin—. De hecho, la fase final del concurso. La categoría es Lo Inexplicable. La respuesta es «Porque sí». ¿Sabe cuál es la pregunta, agente?

Fascinado, incapaz de apartar los ojos de los de Howard, el agente O’Bannion meneó la cabeza.

—La última pregunta del concurso —anunció Howard con voz quebrada y ronca por los gritos— es: «¿Por qué a veces suceden cosas terribles a la gente más encantadora del mundo?». Esa es la pregunta. El asunto requerirá un montón de reflexión, pero tengo mucho tiempo. Siempre y cuando me mantenga alejado de los… los agujeros.

Volvió a oírse el chapoteo, esta vez con mayor intensidad. El asiento del retrete cubierto de vómito se alzó y volvió a caer en un movimiento brusco. El agente O’Bannion se incorporó, se acercó al retrete y se inclinó hacia delante. Howard lo observaba con cierto interés.

—La fase final de Jeopardy, agente —dijo—. ¿Cuánto quiere apostar?

O’Bannion reflexionó sobre la cuestión durante un instante… y entonces agarró el asiento del retrete y lo apostó todo.