LA DEDICATORIA

A la vuelta de la esquina del lugar en que se encontraban los porteros, las limusinas, los taxis y las puertas giratorias de la entrada de Le Palais, uno de los hoteles más antiguos y distinguidos de Nueva York, hay otra puerta más pequeña, sin señalizar y que, en la mayoría de los casos, pasa inadvertida.

Cierta mañana, a las siete menos cuarto, Martha Rosewall se acercó a dicha puerta, con su sencilla bolsa de lona azul en una mano y una sonrisa en el rostro. La bolsa de lona era un complemento habitual, pero la sonrisa era mucho menos frecuente. Martha no era infeliz en su trabajo. El hecho de ser la gobernanta jefe de los pisos décimo a duodécimo de Le Palais tal vez no pareciera un empleo demasiado atractivo a muchas personas, pero para una mujer que había llevado vestidos confeccionados con sacos de arroz y harina cuando era niña y vivía en Babylon, Alabama, aquel empleo constituía algo extraordinario y muy gratificante. No obstante, fuera cual fuese el trabajo que desempeñaba una persona, ya fuera mecánico o estrella de cine, la mayor parte de las mañanas uno llegaba al trabajo con una expresión de lo más común en el rostro, una expresión que decía La mayor parte de mí sigue en la cama y poco más.

La vida de Martha había empezado a tornarse extraordinaria la tarde anterior, al regresar del trabajo y encontrar el paquete que su hijo le había enviado desde Ohio. Por fin había llegado aquello que tanto tiempo había esperado. Había dormido muy poco la última noche, pues se había levantado en innumerables ocasiones para asegurarse de que lo que le había enviado su hijo era real y que seguía ahí. Por último, se lo había colocado bajo la almohada, como una dama de honor que se guarda un trozo de pastel de bodas.

Martha abrió la pequeña puerta con su llave y descendió los tres escalones que conducían a un largo pasillo pintado de un suave color verde y flanqueado por hileras de carros Dandux para la colada. Los carros aparecían repletos de ropa de cama limpia y recién planchada. El pasillo estaba inundado de aquel olor a limpio que lo caracterizaba, un olor que Martha siempre asociaba de algún modo vago con el olor de pan recién horneado. El lejano sonido del hilo musical se filtraba desde el vestíbulo, pero en aquellos tiempos, Martha no percibía más que el zumbido del ascensor de servicio o el repiqueteo de la vajilla en la cocina.

A medio camino del pasillo se abría una puerta con una placa que rezaba GOBERNANTAS JEFE. Martha entró, colgó el abrigo y atravesó la gran estancia en la que las gobernantas jefe, once en total, descansaban, resolvían los problemas de los suministros e intentaban ponerse al día en el interminable papeleo que comportaba su trabajo. Más allá de aquella habitación, dotada de una enorme mesa, un tablón de anuncios que ocupaba toda la pared y ceniceros siempre repletos, había un vestuario con paredes de ladrillo pintado de verde claro. En él se veían bancos, taquillas y dos largas barras de acero festoneadas por la clase de perchas que resulta imposible robar.

En el extremo más alejado del vestuario se hallaba la puerta que conducía a las duchas y los lavabos. En aquel momento, la puerta se abrió y por ella apareció Darcy Sagamore, envuelta en un esponjoso albornoz de Le Palais. Lanzó una mirada a la radiante Martha y a continuación avanzó hacia ella con los brazos abiertos, riendo.

—Ha llegado, ¿verdad? —exclamó—. ¡Ya lo tienes! ¡Lo llevas escrito en la cara! ¡Sí, señor!

Martha no sabía que se echaría a llorar hasta que ocurrió. Abrazó a Darcy y oprimió el rostro contra el mojado pelo negro de su amiga.

—No pasa nada, cariño —la tranquilizó Darcy—. Vamos, querida, desahógate.

—Es solo que estoy muy orgullosa de él, Darcy… tan orgullosa.

—Claro que estás orgullosa. Por eso estás llorando, y eso está muy bien… pero quiero verlo en cuanto dejes de llorar —pidió con una sonrisa—. Pero tú lo sostienes, ¿vale? Si dejo caer al bebé, estoy segura de que me sacas un ojo.

Así pues, con la veneración reservada a los objetos sagrados, como era aquel para ella, Martha Rosewall extrajo la primera novela de su hijo de la bolsa de lona azul. La había envuelto con gran mimo en papel de seda y la llevaba guardada debajo del uniforme marrón de nailon. En aquel momento, retiró el papel de seda con cuidado para que Darcy pudiera ver el tesoro.

Darcy miró la portada con gran atención. En ella se veía a tres marines, uno de ellos con un vendaje en torno a la cabeza, que subían por una colina mientras disparaban sus armas. Resplandor de gloria, era el título de la novela, escrito en brillantes letras de color bermellón. Bajo el dibujo de portada se leía Una novela de Peter Rosewall.

—Muy bien, eso está muy bien, es maravilloso, pero ahora enséñame lo otro.

Darcy hablaba en el tono de una mujer que quiere apartar de sí lo meramente interesante e ir al grano.

Martha asintió y con ademanes firmes pasó las hojas hasta llegar a la dedicatoria. «Este libro está dedicado a mi madre, MARTHA ROSEWALL. Mamá, sin ti no lo habría conseguido.» Bajo la dedicatoria impresa había unas palabras escritas con letra fina, inclinada y algo anticuada. «Y es cierto. ¡Te quiero, mamá! Pete.»

—¡Vaya! ¿No es encantador? —comentó Darcy mientras se secaba los oscuros ojos con el dorso de la mano.

—Es más que encantador —repuso Martha mientras volvía a envolver el libro en el papel de seda—. Es cierto.

La mujer esbozó una sonrisa, y en ella su vieja amiga Darcy Sagamore vio algo más que amor. Vio triunfo.

A las tres, al finalizar su turno, Martha y Darcy se detenían con frecuencia en La Pâtisserie, la cafetería del hotel. En contadas ocasiones iban a Le Cinq, el pequeño bar que había al final del vestíbulo, si querían tomar algo más fuerte. Y aquel día era la ocasión perfecta para ir a Le Cinq. Darcy acomodó a su amiga en uno de los reservados y la dejó ahí con un cuenco de galletitas saladas mientras iba a hablar con Ray, el camarero del bar. Martha vio que Ray sonreía a su amiga, asentía con la cabeza y formaba un círculo con el índice y el pulgar de la mano derecha. Darcy regresó al reservado con una expresión de satisfacción en el rostro. Martha la miró con suspicacia.

—¿De qué hablabais?

—Ya lo verás.

Al cabo de cinco minutos, Ray apareció con una cubitera de plata con pie y la colocó junto a ellas. Por el borde superior asomaba una botella de champán Perrier-Jouêt y dos copas heladas.

—¡Vaya! —exclamó Martha con una expresión entre alarmada y divertida mientras miraba a Darcy con asombro.

—Calla —repuso Darcy, y para su satisfacción, Martha obedeció.

Ray descorchó la botella, colocó el corcho junto a Darcy y vertió un poco de champán en su copa. Darcy hizo un gesto con la mano y dirigió un guiño al camarero.

—Que lo disfruten, señoras —dijo Ray al tiempo que lanzaba un beso a Martha—. Y felicita a tu chico de mi parte, cariño.

El hombre se alejó antes de que Martha, todavía asombrada, pudiera articular palabra.

Darcy llenó las copas y alzó la suya. Al cabo de un momento, Martha la imitó. Los vasos se rozaron con un leve tintineo.

—Por el inicio de la carrera de tu hijo —brindó Darcy.

Ambas bebieron. A continuación, Darcy volvió a rozar el borde de su copa con la copa de Martha.

—Y por tu hijo.

Volvieron a beber, y Darcy rozó el borde de la copa de su amiga con la suya por tercera vez.

—Y por el amor de una madre.

—Amén, cariño —repuso Martha.

Sus labios sonreían, pero sus ojos no. Tras los dos primeros brindis, Martha había tomado dos pequeños sorbos de champán. Tras el tercero apuró la copa.

Darcy había encargado la botella de champán a fin de que ella y su mejor amiga pudieran celebrar el triunfo de Peter Rosewall del modo que la ocasión parecía merecer, pero no era esa la única razón. Sentía curiosidad por lo que había dicho Martha. Es más que encantador, es cierto. Y sentía curiosidad por la expresión de triunfo que había leído en su rostro.

Esperó a que Martha apurara la tercera copa de champán antes de preguntarle lo que quería saber.

—¿A qué te referías al hablar de la dedicatoria, Martha?

—¿Cómo?

—Has dicho que no solo era encantador, sino que era cierto.

Martha la miró sin hablar durante tanto rato que Darcy creyó que no iba a responder a la pregunta. De repente, lanzó una carcajada tan amarga que resultaba sobrecogedora, al menos para Darcy. No tenía idea de que la menuda y alegre Martha Rosewall pudiera ser tan amarga, pese a la dura vida que había llevado. Pero aquella nota de triunfo también seguía allí, como un inquietante contrapunto.

—Su libro va a convertirse en un número uno en ventas, y los críticos van a tragárselo como si fuera un caramelo —aseguró Martha—. Eso me lo creo, pero no porque lo diga Pete… aunque lo dice, claro. Lo creo porque eso fue lo que le pasó a él…

—¿A quién?

—Al padre de Pete —repuso Martha mientras entrelazaba las manos sobre la mesa y miraba a Darcy con toda calma.

—Pero… —empezó Darcy antes de interrumpirse.

Johnny Rosewall no había escrito un libro en su vida, por supuesto. Los pagarés y algunos Jódete garabateados con spray en la pared eran más del estilo de Johnny. Era como si Martha estuviera diciendo…

«No te andes con rodeos —se dijo Darcy—. Sabes muy bien lo que está diciendo. Es posible que estuviera casada con Johnny cuando se quedó embarazada de Pete, pero otro hombre más intelectual que él fue el responsable del crío.»

Salvo que algo no encajaba. Darcy no había conocido a Johnny, pero había visto una docena de fotografías suyas en los álbumes de Martha, y había llegado a conocer bien a Pete… tan bien que durante sus dos últimos años de escuela y los dos primeros de universidad había llegado a pensar en él casi como hijo suyo. Y además estaba el parecido físico entre el chico que pasaba tanto tiempo en su cocina y el hombre de los álbumes de fotos…

—Bueno, Johnny era el padre biológico de Pete —prosiguió Martha como si le leyera el pensamiento—. No hay más que echar un vistazo a su nariz y a sus ojos para saberlo. Pero no era su padre natural… ¿Un poco más de champán? Entra tan bien…

Ahora que ya estaba un poco alegre, el acento sureño había reaparecido en su voz como un niño que sale de su escondite.

Dancy vertió la mayor parte del champán que quedaba en la copa de Martha. Martha alzó la copa y miró a través del líquido. Le gustaba el modo en que doraba la mortecina luz de Le Cinq. A continuación tomó un sorbo, dejó la copa sobre la mesa y volvió a lanzar una carcajada amarga y ebria.

—No tienes ni la menor idea de lo que estoy hablando, ¿verdad?

—No, cariño.

—Bueno, pues te lo voy a contar —anunció Martha—. Después de todos estos años se lo tengo que contar a alguien… Ahora más que nunca, ahora que ya ha publicado su libro y ha triunfado después de todos los años que ha pasado preparándose. Dios sabe que no puedo contárselo a él… a él menos que a nadie. Pero, al fin y al cabo, los hijos con suerte nunca saben lo mucho que los quieren sus madres, y los sacrificios que han tenido que hacer por ellos, ¿verdad?

—Bueno, supongo que no —repuso Darcy—. Martha, cariño, quizá deberías pensar si de verdad quieres contarme lo que sea que…

—No, no tienen ni la menor idea —prosiguió Martha, y Darcy se dio cuenta de que no había oído una sola palabra de lo que le había dicho.

Martha Rosewall se había recluido en un mundo particular. Cuando volvió a mirar a Darcy, una pequeña y extraña sonrisa, una sonrisa que a Darcy no le hizo demasiada gracia, bailaba en las comisuras de sus labios.

—Ni la menor idea —repitió—. Si quieres realmente saber lo que significa la palabra dedicar, tienes que preguntárselo a una madre. ¿A ti qué te parece, Darcy?

Pero Darcy no pudo más que menear la cabeza, pues no sabía qué decir. No obstante, Martha hizo un gesto de asentimiento como si Darcy se hubiera mostrado de acuerdo con ella, y entonces empezó a hablar.

No tuvo que explicar los hechos básicos; al fin y al cabo, las dos mujeres habían trabajado juntas en Le Palais durante once años, y habían sido amigas íntimas casi desde el principio.

El más básico de los hechos básicos, habría dicho Darcy, o al menos lo habría afirmado hasta aquella tarde que pasaron en Le Cinq, era que Martha se había casado con un hombre que no valía nada, un tipo al que le interesaba mucho más la bebida y las drogas, por no hablar de cualquier mujer que se contoneara delante suyo, que la mujer con la que se había casado.

Martha llevaba poco tiempo en Nueva York cuando lo conoció. Por entonces, no era más que una chica de pueblo, y estaba embarazada de dos meses cuando le dio el sí. Embarazada o no, había confesado una vez a Darcy, se lo había pensado muy bien antes de casarse con Johnny. Estaba agradecida de que Johnny estuviera dispuesto a quedarse con ella (era lo suficientemente inteligente como para saber que muchos hombres habrían desaparecido como por encanto cinco minutos después de que las palabras «estoy embarazada» hubieran salido de labios de la menuda mujer), pero se daba perfecta cuenta de las limitaciones del hombre. Se hacía una idea de lo que su madre y su padre, sobre todo su padre, habrían pensado de Johnny Rosewall, aquel hombre que tenía un Thunderbird negro y zapatos de dos colores comprados porque Memphis Slim había llevado unos zapatos exactamente iguales la noche que tocó en el Apollo.

Martha había perdido el hijo a los tres meses de embarazo. Al cabo de otros cinco meses, decidió considerar el matrimonio como una simple cuestión de ganancias y pérdidas… sobre todo pérdidas. Había habido demasiadas noches solitarias, demasiadas excusas baratas, demasiados ojos morados. Martha decía que Johnny se enamoraba de sus puños cuando estaba borracho.

—Siempre fue un tipo guapo —había confiado a Darcy en cierta ocasión—, pero un capullo guapo sigue siendo un capullo.

Antes de tener la oportunidad de hacer las maletas, Martha descubrió que volvía a estar embarazada. En aquella ocasión, la reacción de Johnny fue inmediata y hostil. Le golpeó el vientre con el palo de una escoba en un intento de hacerla abortar. Dos noches más tarde, Johnny y un par de amigos suyos, que compartían su afición por la ropa chillona y los zapatos de dos colores, intentaron atracar una licorería en la Calle 116 Este. El propietario tenía una escopeta debajo del mostrador. La sacó. Johnny llevaba una pistola de níquel del 32 que había sacado de no sé dónde. Apuntó con ella al propietario, apretó el gatillo y la pistola estalló. Un fragmento de cañón le entró en el cerebro por el ojo derecho y lo mató en el acto.

Martha trabajó en Le Palais hasta el séptimo mes de embarazo (mucho antes de que Darcy Sagamore entrara a trabajar en el hotel, por supuesto), y entonces la señora Proulx le dijo que se fuera a casa antes de que tuviera el niño en el pasillo del décimo piso o tal vez en el ascensor. Eres una buena trabajadora y podrás recuperar tu empleo más tarde, le aseguró Roberta Proulx, pero por ahora vete a casa, muchacha.

Martha obedeció, y al cabo de dos meses dio a luz un bebé de tres kilos y medio al que llamó Peter, y a su debido tiempo, Peter escribió una novela titulada Resplandor de gloria, obra a la que todo el mundo, incluido el Club del Libro del Mes y los estudios cinematográficos Universal, auguraba fama y fortuna.

Darcy ya sabía todo aquello. Del resto, del increíble resto, se enteró aquella tarde que empezó en Le Cinq, con copas de champán y el ejemplar de prueba de la novela de Pete en la bolsa de lona, a los pies de Martha Rosewall.

—Vivíamos en la parte alta de la ciudad, por supuesto —explicó Martha mientras miraba la copa de champán y la hacía girar entre sus dedos—. En la calle Stanton, cerca de Station Park. He vuelto a ir allí alguna vez. Está peor que antes, mucho peor, de hecho, pero no era ninguna maravilla por aquel entonces.

»En aquella época, vivía en el otro extremo de la calle Stanton una extraña anciana. La gente la llamaba Mamá Delorme, y muchos juraban que era una bruja. Yo no creía en esas cosas, y una vez le pregunté a Octavia Kinsolving, que vivía en el mismo edificio que Johnny y yo, cómo era posible que la gente siguiera creyendo en esa mierda en una época en que los satélites espaciales giraban alrededor de la Tierra y en que había un remedio para casi todas las enfermedades habidas y por haber. ‘Tavia era una mujer culta, porque había ido a la Julliard, y solo vivía en la parte más cutre de la Calle 110 porque tenía madre y tres hermanos pequeños a los que mantener. Creí que estaría de acuerdo conmigo, pero lo único que hizo fue reírse y menear la cabeza.

»—¿Me estás diciendo que crees en la brujería? —le pregunté.

»—No —repuso—, pero creo en ella. Ella es diferente. Tal vez de cada mil o diez mil o incluso un millón de mujeres que afirman ser brujas, hay una sola que lo es de verdad. Y si es así, esa mujer es Mamá Delorme.

»Me eché a reír. La gente que no necesita la brujería puede permitirse el lujo de burlarse de ella, de la misma forma que la gente que no necesita las plegarias puede reírse de ellas. Estoy hablando de cuando estaba recién casada, sabes, y en aquellos tiempos todavía creía que podría cambiar a Johnny, ¿te lo puedes creer?

Darcy asintió con un gesto.

—Entonces aborté. Johnny fue el principal responsable, supongo, aunque no me hacía ninguna gracia admitirlo ni ante mí misma por entonces. Me pegaba casi siempre y bebía siempre. Cogía el dinero que le daba y después me quitaba más del bolso. Cuando le decía que quería que dejara de hurgar en mi bolso, ponía cara de dolido y aseguraba que él no había hecho tal cosa. Eso cuando estaba sobrio. Cuando estaba borracho, se limitaba a echarse a reír.

»Escribí a mi madre. Me costó mucho escribir aquella carta, me daba vergüenza y lloré mientras la escribía, pero tenía que saber qué pensaba ella. Me escribió y en su carta me decía que tenía que largarme, largarme enseguida, antes de que Johnny me enviara al hospital o algo peor. Mi hermana mayor, Cassandra, a la que siempre llamábamos Kissy, fue más lejos incluso. Me envió un billete de autobús con dos palabras escritas en el sobre con lápiz de labios rosa. VETE AHORA, decía.

Martha tomó otro pequeño sorbo de champán.

—Bueno, pues no me fui. Me gustaba pensar que tenía demasiada dignidad. Supongo que no era más que orgullo estúpido. En cualquier caso, no importa; la cuestión es que me quedé. Después de perder el niño, me quedé embarazada otra vez… solo que al principio no lo sabía. No tenía mareos por la mañana… pero bueno, tampoco los había tenido la primera vez.

—¿No irías a ver a esa Mamá Delorme porque estabas embarazada? —inquirió Darcy.

Su primera suposición era que Martha había creído que tal vez la bruja le daría algo para abortar… o que había decidido practicarse un aborto.

—No —repuso Martha—. Fui porque ‘Tavia decía que Mamá Delorme podría decirme qué era lo que encontré en el bolsillo de la chaqueta de Johnny. Polvo blanco en un frasquito de vidrio.

—Oh, oh —murmuró Darcy.

Martha esbozó una sonrisa exenta de alegría.

—¿Quieres saber lo mal que pueden ir las cosas? Quizá no, pero te lo voy a contar de todas formas. Las cosas van mal cuando tu marido bebe y no tiene un trabajo fijo. Las cosas van muy mal cuando bebe, no tiene trabajo y encima te pega. Las cosas van aún peor cuando metes la mano en el bolsillo de su chaqueta, con la esperanza de encontrar algún dólar suelto para comprar papel higiénico de oferta, y te encuentras un frasquito de vidrio y una cuchara. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? Pues mirar el frasquito y esperar con todas tus fuerzas que sea cocaína y no caballo.

—¿Se lo llevaste a Mamá Delorme?

Martha lanzó una carcajada de lástima.

—¿Todo el frasco? No señora. No es que lo pasara demasiado bien en la vida, pero no quería morir. Si Johnny volvía a casa de dondequiera que estuviese y veía que el frasco de dos gramos había desaparecido, me habría dado tal tunda que me habría dejado baldada. Lo que hice fue coger un poco y envolverlo en el papel de celofán de un paquete de cigarrillos. Después me fui a ver a ‘Tavia y ‘Tavia me dijo que fuera a ver a Mamá Delorme, así que fui.

—¿Y cómo era?

Martha meneó la cabeza, incapaz de explicar a su amiga cómo era Mamá Delorme o lo extraña que había sido aquella media hora en casa de la mujer, que vivía en un tercer piso, o el modo en que había bajado la escalera corriendo como una loca, temerosa de que la mujer la estuviera siguiendo. El piso era oscuro y maloliente, saturado por el olor de velas, papel pintado viejo, canela y almohadillas perfumadas pasadas. De una de las paredes colgaba un cuadro de Jesucristo, de otra uno de Nostradamus.

—Era una tía extraña donde las haya —explicó por fin Martha—. Aún hoy no tengo ni idea de cuántos años tenía, igual podría haber tenido setenta que noventa que ciento diez. Tenía una cicatriz blancuzca que le subía desde la nariz hasta la frente y desaparecía en el nacimiento del pelo. Parecía de una quemadura. Le había tirado del ojo hacia abajo, y por eso siempre parecía que lo estuviera guiñando. Estaba sentada en una mecedora, con una labor de punto sobre el regazo. Cuando entré me dijo: «Tengo tres cosas que decirte, pequeña. La primera es que no vas a creer en mí. La segunda es que el frasco que has encontrado en el bolsillo del abrigo de tu marido está lleno de heroína Polvo de Ángel. La tercera es que estás embarazada de tres semanas de un niño al que pondrás el nombre de su padre natural».

Martha miró en derredor para asegurarse de que nadie se había sentado en alguna de las mesas cercanas, comprobó que seguían solas y se inclinó hacia Darcy, que la miraba con silenciosa fascinación.

—Más tarde, cuando fui capaz de volver a pensar con claridad, me dije que, por lo que respectaba a las dos primeras cosas, no había hecho nada que no pudiera hacer un buen mago o uno de esos tipos raros con turbante blanco. Si ‘Tavia Kinsolving había llamado a la anciana para decirle que yo iría a verla, también podría haberle contado la razón. ¿Ves lo fácil que podría haber sido? Y para una mujer como Mamá Delorme, esos pequeños detalles habrían sido importantes, porque si quieres tener fama de bruja, tienes que comportarte como una bruja.

—Supongo que tienes razón —convino Darcy.

—Por lo que respecta a lo de estar embarazada, quizá no fue más que una suposición acertada… O… bueno… algunas mujeres simplemente lo saben.

—Yo tenía una tía a la que se la daba de miedo eso de saber si una mujer estaba embarazada —corroboró Darcy—. A veces lo sabía antes que la propia mujer, y a veces incluso antes de que se supusiera que una mujer pudiera estar embarazada, si entiendes lo que te quiero decir.

Martha lanzó una carcajada y asintió con la cabeza.

—Decía que les cambiaba el olor —prosiguió Darcy—, y a veces una podía percibir ese nuevo olor solo un día después de que la mujer se hubiera quedado preñada, si tenías una buena nariz.

—Ajá —asintió Martha—. Yo también he oído decir eso, pero en mi caso, no era nada de eso. Aquella mujer simplemente lo sabía, y en lo más hondo, debajo de la parte de mí que intentaba creer que todo aquello no era más que una sarta de tonterías, yo sabía que ella lo sabía. Estar con ella significaba creer en la brujería, en su brujería, en cualquier cosa. Y aquella sensación no se iba, no como un sueño, que se va cuando te despiertas, o como cuando crees en un buen mentiroso y dejas de creer en él cuando ya no estás bajo su encanto.

—¿Y qué hiciste?

—Bueno, había una silla con un viejo asiento de rejilla hundida, y supongo que eso fue una suerte, porque cuando me dijo lo que me dijo, el mundo se volvió borroso y las piernas se me pusieron como gelatina. Tenía que sentarme fuera como fuese, así que si esa silla no hubiera estado ahí, me habría sentado en el suelo.

»La mujer esperó a que me recuperara y siguió tejiendo. Era como si hubiera pasado por aquello cientos de veces. Y supongo que así era.

»Cuando el corazón me empezó a latir normalmente, abrí la boca y lo que salió de ella fue: “Voy a dejar a mi marido”.

»—No —contestó de inmediato—. Él te va a dejar a ti. Ya verás cómo se va. Tú quédate, mujer. Habrá un poco de dinero. Pensarás que se ha cargado al niño, pero no es verdad.

»—¿Cómo…? —Pero eso es lo único que podía decir, así que lo repetí una y otra vez—. Cómo, cómo, cómo, igual que Joe Lee Hooker en uno de sus viejos discos de blues.

»Todavía hoy, veintiséis años después, siento el olor de todas aquellas velas quemándose, el queroseno de la cocina y el olor acre del papel pintado reseco, como si fuera queso pasado. La veo a ella, pequeña y frágil en su viejo vestido azul de topos que habían sido blancos, pero que se habían vuelto amarillentos, como periódicos viejos, cuando la conocí. Era tan menuda…, pero emanaba una sensación de poder, como si fuera una luz brillante brillante…

Martha se levantó, se dirigió al bar, habló con Ray y regresó con un gran vaso de agua. Apuró casi todo el contenido de un solo trago.

—¿Mejor? —preguntó Darcy.

—Un poco, sí —repuso Martha al tiempo que se encogía de hombros y sonreía—. Supongo que no sirve de nada explicarlo. Si hubieras estado ahí, lo habrías sentido. La habrías sentido a ella.

»—Cómo hago las cosas o por qué te casaste con esa mierda de tipo son cosas que no importan ahora —siguió Mamá Delorme—. Lo que importa ahora es que tienes que encontrar al padre natural de tu niño.

»Cualquiera que la hubiese oído habría pensado que había estado poniendo los cuernos a mi marido, pero ni se me ocurrió la idea de enfadarme con ella. Estaba demasiado confusa para estar enfadada.

»—¿Qué quiere decir? —pregunté—. Johnny es el padre natural del niño.

»Mamá Delorme emitió una especie de ronquido y agitó una mano delante de mí, como si quisiera decir: “Ese hombre no tiene pero que nada de natural”.

»En aquel momento, se acercó más a mí y empecé a tener un poco de miedo. Aquella mujer sabía tanto, y tenía la sensación de que gran parte de lo que sabía no era demasiado agradable.

»—Cualquier niño que tenga una mujer, es porque el hombre ha echado leche del pito, muchacha —dijo—. Lo sabes, ¿no?

»No creía que fuera así como lo ponía en los libros de medicina, pero aun así, sentí la inclinación de mi cabeza, como si la mujer hubiera alargado los brazos y me la estuviera moviendo ella.

»—Exacto —dijo asintiendo también con la cabeza—. Así es como Dios lo planeó… como un vaivén. Un hombre echa leche del pito, así que esa leche es casi toda suya. Pero es la mujer la que carga al niño y lo cría, así que en realidad es casi todo suyo. Así es la vida, pero cualquier regla tiene una excepción, una que demuestra la regla, y esta es una de ellas. El hombre que te ha dejado preñada no será el padre natural del crío, ni siquiera si no fuera a marcharse. Lo odiaría, lo mataría a palos antes de que cumpliera un año, lo más probable, porque sabría que no es suyo. Un hombre no siempre se lo huele o lo ve, pero sí que se lo huele y lo ve si el niño es demasiado diferente… y este crío será tan diferente del garrulo de Johnny Rosewall como la noche del día. Así que dime, muchacha. ¿Quién es el padre natural del niño? —Y se inclinó hacia mí.

»Lo único que podía hacer era sacudir la cabeza y decirle que no sabía de qué me estaba hablando. Pero creo que algo dentro de mí…, una de esas cosas que está tan metida en el fondo de tu cabeza que solo tiene oportunidad de salir en los sueños, lo sabía. Quizá me lo estoy inventando por todo lo que sé ahora, pero no lo creo. Creo que por un momento se me ocurrió el nombre de ese hombre.

»—No sé qué es lo que quiere que diga —le dije—. No sé nada de padres naturales ni no naturales. Ni siquiera sé con seguridad si estoy embarazada, pero lo que sí sé es que tiene que ser de Johnny, porque es el único hombre con el que me he acostado en mi vida.

»La mujer se echó hacia atrás, se quedó quieta durante un momento y después sonrió. Su sonrisa era como un rayo de sol, y eso me tranquilizó un poco.

»—No quería asustarte, cariño —dijo—. No era eso lo que quería, de ninguna manera. Es solo que he tenido una visión, y a veces son muy fuertes. Voy a hacer un poco de té, eso te calmará. Te gustará. Es un té especial que hago yo.

»Quería decirle que no quería té, pero no podía. Me parecía demasiado esfuerzo abrir la boca, y no me quedaba ni pizca de fuerza en las piernas.

»Tenía una pequeña cocina grasienta, casi tan oscura como una cueva. Me quedé sentada en la silla, junto a la puerta, mientras la mujer echaba hojas de té en una destartalada tetera de porcelana y ponía a hervir agua en la cocina de gas. No quería nada especial de ella, ni nada que saliera de esa pequeña cocina grasienta. Me dije que tomaría un sorbito por educación y luego me largaría de ahí lo más deprisa posible y para no volver.

»Pero entonces trajo dos tacitas de porcelana limpias como una patena, y una bandeja con azúcar, leche y panecillos recién hechos. Vertió el té en las tazas; olía bien, caliente y fuerte. El olor me despertó y antes de que me diera cuenta, ya me había tomado dos tazas y un panecillo.

»La mujer se tomó una taza y un panecillo, y empezamos a hablar de cosas más normales, como a quién conocíamos en la calle, de qué parte de Alabama era yo, en qué tiendas me gustaba hacer la compra y todo eso. De pronto, miré el reloj, y vi que había pasado más de una hora y media. Intenté levantarme y sentí un fuerte mareo, así que me dejé caer otra vez en la silla.

Darcy la observaba con los ojos abiertos de par en par.

»—Me ha drogado —exclamé atemorizada, aunque el temor estaba en lo más hondo de mi cabeza.

»—Mira, muchacha, quiero ayudarte —contestó Mamá Delorme—. Pero tú no quieres soltar lo que yo necesito saber, y sé que no harás lo que tienes que hacer ni siquiera cuando lo hayas soltado… no sin un empujoncito. Y yo te lo he dado. Vas a hacer una siestecita, eso es todo, pero antes me vas a decir el nombre del padre natural del crío.

»Y mientras estaba ahí sentada, en aquella silla con el asiento de rejilla hundida, oyendo el tráfico de la parte alta de la ciudad y los demás ruidos que entraban por la ventana, lo vi tan claramente como te estoy viendo a ti, Darcy. Se llamaba Peter Jefferies, y era tan blanco como yo soy negra, tan culto como yo ignorante. Éramos todo lo diferentes que pueden llegar a ser dos personas, salvo por una cosa, y es que los dos éramos de Alabama. Yo de Babylon, en el quinto pino, junto a la frontera de Florida, y él de Birmingham. Él ni siquiera sabía que yo existía… Yo no era más que la negra que le limpiaba la suite cuando se alojaba en el piso once de este hotel. Y por lo que a mí respecta, solo pensaba en él para recordarme que tenía que apartarme de su camino, porque lo había oído hablar y actuar, y sabía pero que muy bien qué clase de hombre era. No era solo que no se le ocurriera usar un vaso que un negro hubiera utilizado antes sin lavarlo primero; eso lo he visto demasiadas veces como para que me moleste. Era que cuando llegabas a cierto punto en el carácter de aquel hombre, el color ya no tenía nada que ver con su forma de ser. Era un hijo de puta, y esa tribu viene en todos los colores.

»¿Sabes algo? Era como Johnny en muchos sentidos, o como Johnny habría sido si hubiera sido inteligente y hubiera estudiado, y si Dios hubiera querido darle una buena dosis de talento en lugar de una cabeza aficionada a la droga y una nariz obsesionada por los coños mojados.

»No pensaba en nada más respecto a él que en mantenerme alejada, en nada más. Pero cuando Mamá Delorme se inclinó hacia mí y se acercó tanto que creí que el olor a canela que le salía de los poros iba a ahogarme, fue su nombre el que salió de mis labios sin vacilación.

»—Peter Jefferies —dije—. Peter Jefferies, el hombre que se aloja en la 1163 cuando no está escribiendo libros en Alabama. Él es el padre natural. ¡Pero es blanco!

»Mamá Delorme se acercó más a mí.

»—No, no es blanco, cariño. Ningún hombre es blanco. Por dentro todos los hombres son negros. Tú no te lo crees, pero es verdad. Dentro de ellos siempre es medianoche, a cualquier hora del día. Pero un hombre puede convertir la noche en día, y por eso lo que sale de un hombre cuando le hace un niño a una mujer es blanco. Lo natural no tiene nada que ver con el color. Ahora cierra los ojos, cariño, porque estás cansada… muy cansada. ¡Ahora! No te resistas. Mamá Delorme no te va a hacer nada malo, niña. Solo te va a poner algo en la mano. Eso es… No, no mires, solo cierra la mano. —Hice lo que me decía y sentí una forma cuadrada en la mano. Parecía vidrio o plástico.

»—Lo recordarás todo cuando llegue el momento de recordar. De momento, duerme. Chist… Duerme… Chist…

»Y eso fue lo que hice —terminó Martha—. Lo siguiente que recuerdo es que estaba bajando aquella escalera como alma que lleva el diablo. No recordaba de qué estaba escapando, pero daba igual; seguí corriendo. Volví allí una sola vez más, y no la vi en aquella ocasión.

Martha hizo una pausa, y ambas mujeres miraron en derredor como si acabaran de despertar de un sueño compartido. Le Cinq había empezado a llenarse. Eran casi las cinco, y numerosos ejecutivos habían entrado en el bar para tomarse una copa después de finalizar la jornada. Aunque ninguna de las dos quería expresarlo en voz alta, ambas desearon de pronto ir a otro lugar. Ya no llevaban el uniforme, pero tenían la sensación de no pertenecer a aquel lugar, entre aquellos hombres con cartera que no cesaban de hablar sobre acciones, bonos y obligaciones.

—Tengo un estofado hecho y unas cervezas en la nevera —comentó Martha en tono tímido—. Podría poner a calentar el primero y a enfriar las segundas… si es que quieres que te cuente el resto.

—Cariño, creo que no me queda más remedio —repuso Darcy, y lanzó una risita algo nerviosa.

—Y yo creo que no me queda más remedio que contarte el resto —replicó Martha sin reír ni sonreír siquiera.

—Deja que llame a mi marido y le diga que llegaré tarde.

—Muy bien.

Mientras Darcy hacía la llamada, Martha se inclinó para comprobar de nuevo que el valioso libro seguía en la bolsa.

Ya habían dado cuenta del estofado, al menos en la medida que pudieron comer, y habían tomado sendas cervezas. Martha preguntó de nuevo a Darcy si estaba segura de querer escuchar el resto de la historia. Darcy asintió.

—Lo digo porque hay cosas bastante desagradables. Y tengo que serte absolutamente sincera en todo. Algunos detalles son peores que las historias de las revistas que los solteros se dejan en la habitación cuando se van.

Darcy sabía a qué clase de revistas se refería su amiga, pero no podía imaginar a su menuda, limpia y cuidada amiga en relación con ninguna de las cosas que describían aquellas publicaciones. Se levantó para buscar dos cervezas más, y Martha reanudó su historia.

—Ya había llegado a casa cuando me desperté del todo, y puesto que no recordaba casi nada de lo que había pasado en casa de Mamá Delorme, decidí que lo mejor, lo más seguro, sería creer que todo había sido un sueño. Pero el polvo que le había quitado a Johnny no era ningún sueño. Seguía en el bolsillo de mi vestido, envuelto en el papel de celofán de un paquete de cigarrillos. Lo único que quería era deshacerme de él, y a la porra toda la brujería del mundo. Tal vez no debería haber rebuscado en los bolsillos de Johnny, pero él no se cortaba ni un pelo a la hora de rebuscar en los míos, por si acaso escondía un par de dólares que le apeteciera tener.

»Pero el polvo no fue lo único que encontré en el bolsillo de mi vestido; había otra cosa. La saqué, la miré y entonces supe con toda seguridad que había visto a aquella mujer, aunque todavía no me acordaba de casi nada de lo que había pasado en su casa.

»Era una cajita cuadrada de plástico, con una tapa transparente que se podía abrir. Lo único que había dentro era una seta reseca… aunque después de lo que ‘Tavia me había contado sobre la mujer, creí que quizá era un hongo venenoso y no una simple seta, y que seguramente era de aquellas que te lo hacen pasar tan mal por la noche que habrías preferido que te matara de una vez, como sucede con algunos de esos hongos.

»Decidí echarlo al lavabo junto con el polvo que Johnny esnifaba y tirar de la cadena, pero cuando llegó el momento, no pude hacerlo. Era como si Mamá Delorme estuviera allí conmigo, advirtiéndome que no lo hiciera. Incluso tenía miedo de mirarme en el espejo, porque temía que ella pudiera estar detrás de mí.

»Por fin, eché el polvo en la pila de la cocina, y guardé la cajita de plástico en el armario que hay encima de ella. Me puse de puntillas y lo metí en el fondo del armario, tan atrás como pude. Y me olvidé por completo de que existía.

Martha se detuvo por un instante, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—Supongo que debería contarte algunas cosas sobre Peter Jefferies —prosiguió—. La novela de Pete habla de Vietnam y de lo que sabe del ejército por su propia experiencia en el servicio militar. Los libros de Peter Jefferies hablaban de lo que siempre llamaba la Segunda cuando estaba borracho y de parranda con sus amigos. Escribió su primera novela cuando hacía el servicio militar. Se la publicaron en 1946. Se titulaba Resplandor de cielo.

Darcy miró a su amiga con fijeza durante largo rato antes de decidirse a hablar.

—¿De verdad? —inquirió por fin.

—Sí. Tal vez entiendas ahora por dónde voy. Quizá entiendas mejor a qué me refiero al hablar de padres naturales. Resplandor de cielo, Resplandor de gloria.

—Pero si Pete hubiera leído el libro del señor Jefferies, ¿no sería posible que…?

—Claro que sería posible —interrumpió Martha agitando la mano como había hecho Mamá Delorme en su momento—, pero no sucedió así. Pero no voy a intentar convencerte de eso. O estás convencida cuando acabe la historia o no. Solo quería contarte un par de cosas sobre el hombre.

—Adelante —repuso Darcy.

—Lo vi bastante a menudo desde 1957, cuando empecé a trabajar en Le Palais, hasta 1968 más o menos, que fue cuando empezó a tener problemas de corazón y de hígado. Tal como bebía y vivía, me extrañó que no hubiera tenido problemas de salud mucho antes. Solo vino unas seis veces en 1969, y recuerdo el mal aspecto que tenía. Nunca había sido gordo, pero había perdido tanto peso que ya no parecía más que una cuerda rellena. Pero el hombre siguió bebiendo, por amarilla que tuviera la cara. Lo oía toser y vomitar en el baño; a veces incluso lloraba de dolor, y yo pensaba: «Bueno, se acabó, eso es todo. Seguro que ve lo que se está haciendo; ahora dejará de beber». Pero no lo hizo. En 1970 solo vino dos veces. Lo acompañaba un hombre en el que se apoyaba y que le cuidaba. Seguía bebiendo, aunque cualquiera que le echara un vistazo podía ver que no le convenía nada.

»La última vez que vino fue en febrero de 1971. Lo acompañaba otro hombre. Supongo que el primero se hartó. Por entonces, Jefferies iba en silla de ruedas. Cuando entré a limpiar y pasé al baño, vi lo que había colgado en la cortina de la bañera… Ropa interior para incontinentes. Había sido un hombre guapo, pero ya no, desde luego. Las últimas veces que lo vi, parecía como destrozado. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Darcy hizo un gesto de asentimiento. A veces se veía a gente así por la calle, con viejas bolsas marrones bajo el brazo o guardadas dentro del abrigo.

—Siempre se alojaba en la 1163, una de esas suites que hacen esquina, con vistas al edificio de la Chrysler, y yo siempre era la encargada de limpiarle la habitación. Al cabo de un tiempo, empezó a llamarme por mi nombre, pero aquello no tenía importancia, porque, al fin y al cabo, llevaba una placa en el uniforme. No creo que ni siquiera me viera de verdad ni una sola vez. Hasta 1960, siempre dejaba dos dólares sobre el televisor cuando se iba. Después, hasta 1964, dejaba tres. Y al final ya eran cinco. Eran propinas muy buenas en aquellos tiempos, pero en realidad no me las dejaba a mí, sino que seguía una costumbre. Las costumbres son importantes para personas como él. Me dejaba propina por la misma razón por la que sostenía la puerta abierta para que pasara una señora; por la misma razón por la que, sin duda, ponía los dientes de leche bajo la almohada cuando era pequeño. La única diferencia era que yo era la Ratita que Barría la Escalerita en lugar del Ratoncito Pérez.

»Venía a la ciudad para hablar con sus editores o a veces con gente de la tele o del cine, y llamaba a sus amigos. Algunos estaban en el negocio editorial, otros eran agentes o escritores como él… Y entonces hacían fiestas. Siempre hacían fiestas. La mayoría de las veces yo solo me enteraba por la porquería que dejaban y que tenía que limpiar al día siguiente… Docenas de botellas vacías, Jack Daniel’s, casi siempre, millones de colillas, toallas mojadas en el lavabo y la bañera, restos de comida por todas partes. Una vez me encontré una bandeja entera de gambas gigantes tirada en el wáter. Había huellas de vasos por todas partes, y gente roncando en el sofá y en el suelo.

»Eso es lo que pasaba casi siempre, pero algunas veces todavía estaban de fiesta cuando entraba a limpiar, a las diez y media de la mañana. Me dejaba entrar, así que me limitaba a limpiar un poco aquí y allá. Nunca había mujeres en aquellas fiestas. Solo había hombres, y lo único que hacían era beber y hablar de la guerra. A quién habían conocido en la guerra. Dónde habían estado durante la guerra. A quién habían matado en la guerra. Todo lo que habían visto en la guerra, cosas que nunca podrían contar a sus esposas, aunque no importaba si una doncella negra las escuchaba, por supuesto. A veces, aunque no muy a menudo, jugaban al póquer con apuestas muy altas, pero seguían hablando de la guerra mientras apostaban, subían, echaban faroles y pasaban. Cinco o seis hombres, con las caras coloradas cuando se ponían a tono, sentados a la mesa de cristal con las camisas abiertas y las corbatas aflojadas. Había más dinero en aquella mesa del que una mujer como yo ganaría en toda su vida. ¡Y seguían hablando de la guerra! Hablaban de la guerra igual que las chicas jóvenes hablan de sus amantes o sus novios.

Darcy comentó que la sorprendía el hecho de que la dirección del hotel no hubiera echado a Jefferies, por muy famoso que fuera. El hotel era un poco estricto con ese tipo de cosas y, según había oído, aún lo había sido más en aquellos tiempos.

—No, no, no —repuso Martha con una leve sonrisa—. Estás equivocada. Crees que el hombre y sus amigos se portaban como uno de esos grupos de rock a los que les gusta destrozar las suites y tirar los sofás por la ventana. Jefferies no era un patán ordinario, como tampoco lo es mi Pete. Había ido a West Point. Había entrado como teniente y salió como mayor. Tenía clase, la clase que da proceder de una de esas antiguas familias del sur con una casa grande llena de cuadros antiguos, en los que todo el mundo monta a caballo y tiene aspecto aristocrático. Sabía anudarse la corbata de cuatro formas distintas y cómo inclinarse sobre la mano de una mujer cuando se la besaba. Tenía clase, eso te lo aseguro.

La sonrisa de Martha se torció un poco cuando pronunció aquella palabra, convirtiéndose en una mueca amarga y burlona.

—A veces, él y sus amigos hacían un poco de ruido, pero casi nunca se ponían pendencieros, y nunca se descontrolaban del todo. Si había alguna queja de la habitación vecina, y solo había una, porque la suite hace esquina, y alguien de recepción tenía que llamar a la habitación del señor Jefferies y decirle que bajaran un poco el volumen, pues, bueno, siempre lo hacían, ¿entiendes?

—Sí.

—Y eso no es todo. Un hotel de calidad puede trabajar para gente como el señor Jefferies. Puede proteger a gente como él para que puedan seguir haciendo fiestas y pasándoselo bien con el alcohol, las cartas y tal vez las drogas.

—¿Tomaban drogas?

—No lo sé. Lo que sí está claro es que se tomaba un montón en los últimos tiempos, sabe Dios, pero eran de las que tienen etiquetas de la farmacia. Lo único que digo es que la clase, esa idea de clase que tiene un caballero blanco del Sur, no sé si me entiendes, atrae clase. El hombre llevaba alojándose en Le Palais mucho tiempo, y quizá creas que era un cliente importante para la dirección porque era un escritor famoso, pero entonces es que no llevas en Le Palais el tiempo suficiente. Que fuera famoso era importante para la dirección, claro, pero eso no era más que la punta del iceberg. Lo más importante era que llevaba mucho tiempo viniendo al hotel, y que su padre, un gran terrateniente de la zona de Portville, había sido también un cliente fijo. La gente que llevaba el hotel en aquella época creían en la tradición. Sé que los que lo llevan ahora dicen que creen en la tradición, y tal vez incluso crean en ella cuando les conviene, pero en aquellos tiempos, creían en ella de verdad. Cuando sabían que el señor Jefferies llegaba a Nueva York en el tren Southern Flyer desde Birmingham, la habitación que hay junto a su suite se desocupaba al instante, siempre y cuando el hotel no estuviera abarrotado. Nunca le cobraron la habitación vacía. Lo único que pretendían era ahorrarle la vergüenza de tener que decirles a sus compadres que bajaran el volumen hasta mantenerlo en un rugido sordo.

—Es increíble —terció Darcy meneando la cabeza.

—¿No te lo crees, cariño?

—Oh, sí, sí que me lo creo. Pero aun así es increíble.

La amarga y burlona sonrisa reapareció en el rostro de Martha Rosewall.

—Nada es demasiado para la clase… para esa clase de las Barras y Estrella de Robert E. Lee… o al menos, así era antes. Diablos, incluso yo me daba cuenta de que el hombre tenía clase, que no era el tipo de hombre que gritaba obscenidades por la ventana o contaba chistes de negros a sus compadres.

»Odiaba a los negros, eso sí; no vayas a creer que no los odiaba… pero ¿recuerdas lo que te he dicho respecto a que era un hijo de puta? La verdad es que, cuando se trataba de odiar, Peter Jefferies era de lo más equitativo. Cuando murió John Kennedy, Jefferies estaba en la ciudad y organizó una fiesta. Todos sus amigos asistieron, y la fiesta duró hasta el día siguiente. Casi no soportaba estar ahí dentro, ¡las cosas que llegaron a decir! Cosas como que todo sería perfecto si alguien se cargara a su hermano, que no pararía hasta conseguir que todos los jóvenes blancos decentes follaran escuchando música de los Beatles y los morenos (así era como solían llamar a los negros, “morenos”, y yo odiaba esa expresión por lo cursi que sonaba) invadieran las calles como locos, llevando un televisor debajo de cada brazo.

»La cosa se puso tan mal que creí que me pondría a gritar. No paraba de decirme que tenía que callarme y acabar mi trabajo y salir de allí lo más deprisa posible. No paraba de recordarme a mí misma que el hombre era el padre natural de Pete, si es que no podía recordarme otra cosa. No paraba de decirme que Pete solo tenía tres años y que necesitaba conservar el empleo y que lo perdería si no me quedaba calladita.

»Entonces uno de ellos dijo: “Y después de cargarnos a Bobby, nos cargamos al maricón de su hermano”. Y otro dijo: “Y después nos cargamos a todos los hijos varones y hacemos una fiesta a lo grande”.

»—¡Eso! —gritó el señor Jefferies—. ¡Y cuando hayamos colgado la última cabeza en la última pared del castillo, haremos una fiesta tal que tendremos que alquilar el Madison Square Garden!

»En aquel momento tuve que irme. Tenía dolor de cabeza y calambres en la barriga de tanto intentar quedarme callada. Dejé la habitación a medio limpiar, algo que no había hecho nunca y que no he vuelto a hacer desde entonces; pero ser negra tiene sus ventajas a veces. No se dio cuenta de que estaba ahí, y desde luego, tampoco se dio cuenta de que me iba. Ninguno de ellos se enteró, de hecho.

Aquella sonrisa amarga y burlona volvía a curvar sus labios.

—No sé cómo puedes decir que ese hombre tenía clase, ni siquiera en broma —comentó Darcy—. O cómo puedes decir que era el padre natural de tu hijo nonato. A mí me parece que era una bestia.

—No —replicó Martha en tono cortante—, no era una bestia. Era un hombre. En algunos sentidos, en casi todos, de hecho, era un mal hombre, pero un hombre es lo que es. Y tenía algo que puede llamarse «clase» sin sonreír, aunque solo se notaba de verdad en las cosas que escribía.

—¡Ah! —exclamó Darcy en tono desdeñoso mientras miraba a Martha con el ceño fruncido—. Has leído uno de sus libros, ¿eh?

—Cariño, los he leído todos. Solo había escrito tres a finales de 1959, cuando fui a ver a Mamá Delorme con aquel polvo blanco, pero ya había leído dos. Con el tiempo lo adelanté, porque escribía más despacio de lo que yo leía. —Esbozó una sonrisa—. Y ya es decir.

Darcy miró con expresión escéptica la librería de Martha. Había libros de Alice Walker y Rita Mae Brown, Linden Hills, de Gloria Naylor y Yellow Back Radio Broke-Down, de Ishmael Reed, pero los tres estantes se veían dominados ante todo por novelas rosa y libros de Agatha Christie.

—Las historias de la guerra no parecen ser de tu estilo, Martha, si entiendes lo que te quiero decir.

—Claro —repuso Martha mientras se levantaba para coger dos cervezas más—. Te voy a decir algo curioso, Dee. Si el señor Jefferies hubiera sido un hombre agradable, probablemente nunca habría leído ni uno solo de sus libros. Y te diré algo más curioso aún. Si hubiera sido un hombre agradable, no creo que sus libros hubieran sido tan buenos.

—Pero ¿de qué hablas, mujer?

—No lo sé exactamente. Limítate a escuchar, ¿vale?

—Vale.

—Bueno, no tuve que esperar al asesinato de Kennedy para saber qué tipo de hombre era. Ya me enteré durante el verano del cincuenta y ocho. Por entonces ya sabía la mala opinión que tenía de la raza humana en general, no de sus amigos, porque por esos habría dado la vida, sino del resto. Todo el mundo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero, decía… Dinero, dinero, todo el mundo quería hacer dinero a toda costa. Por lo visto, él y sus amigos creían que hacer dinero a toda costa era algo espantoso, a menos que estuvieran jugando al póquer y tuvieran un montón de dinero sobre la mesa. Entonces sí que iban a por el dinero, sí, señor, él incluido.

»Había un montón de mierda bajo la superficie de caballero sureño. Creía que la gente que intentaba hacer el bien o mejorar el mundo era la cosa más divertida que existía, odiaba a los negros y a los judíos, y creía que teníamos que lanzar unas cuantas bombas de hidrógeno sobre Rusia antes de que ellos hicieran lo mismo con nosotros. ¿Por qué no?, decía. Al fin y al cabo, formaban parte de lo que él llamaba “la clase subhumana de la raza”. Para él, aquello incluía a los judíos, a los negros, a los italianos, a los indios y a cualquiera que no veraneara en Outer Banks.

»Le oía soltar todas aquellas porquerías ignorantes y engreídas y, por supuesto, empecé a preguntarme por qué era un escritor famoso… cómo era posible que fuera un escritor famoso. Quería saber qué veían los críticos en él, pero lo que más me interesaba era lo que la gente normal veía en él, la gente que convertía sus libros en números uno en cuanto salían al mercado. Por fin decidí averiguarlo por mí misma. Fui a la Biblioteca Pública y tomé prestado su primer libro, Resplandor de cielo.

»Esperaba que resultara ser una historia parecida a la de la ropa nueva del emperador, pero estaba equivocada. El libro trataba de cinco hombres que estaban en la guerra, y también de lo que les pasaba entretanto a sus mujeres y a sus novias. Cuando vi en la portada que era un libro sobre la guerra, puse los ojos en blanco, creyendo que sería como todas aquellas historias aburridas que se contaban unos a otros.

—¿Y no lo era?

—Después de leer las primeras diez o veinte páginas, me dije: «Bueno, no es nada del otro mundo. No está tan mal como creía, pero no hay acción». Entonces leí otras treinta páginas y bueno… me perdí. La primera vez que levanté la vista, ya era casi medianoche y había leído unas doscientas páginas. Pensé: «Tienes que irte a la cama, Martha, tienes que irte a la cama ahora mismo porque no falta tanto para las cinco y media». Pero leí otras treinta páginas a pesar de lo pesados que tenía los ojos, y ya era la una menos cuarto cuando por fin me levanté para lavarme los dientes.

Martha hizo una pausa y dirigió la mirada hacia las oscuras ventanas y la noche que se extendía más allá de ellas. Tenía los ojos perdidos en el recuerdo, los labios apretados y ligeramente fruncidos. Meneaba la cabeza.

—No entendía cómo un hombre que era tan aburrido de escuchar podía escribir de un modo que no te dejaba cerrar el libro, que te hacía desear que no terminase nunca. Cómo un hombre desagradable y frío como él podía inventar personajes tan reales que te daban ganas de llorar cuando morían. Cuando Noah es atropellado por un taxi y muere casi al final de Resplandor de cielo, lloré. No entendía cómo un hombre amargo y cínico como Jefferies podía conseguir que una persona llegara a amar tanto cosas que no eran reales, cosas que él había inventado. Y había más en aquel libro… una especie de rayo de sol. Estaba lleno de dolor y cosas terribles, pero también había ternura… y amor…

Darcy se sobresaltó cuando Martha lanzó una carcajada repentina.

—En aquella época trabajaba en el hotel un tipo llamado Billy Beck, un muchacho muy simpático que estudiaba filología inglesa en Fordham cuando no trabajaba de portero en el hotel. A veces hablábamos…

—¿Era negro?

—¡No, por Dios! —exclamó Martha entre risas—. En Le Palais no hubo porteros negros hasta 1965. Había mozos negros, botones negros y aparcacoches negros, pero no porteros negros. No estaba bien visto. A la gente de clase como el señor Jefferies no le habría gustado.

»En cualquier caso, le pregunté a Billy cómo un hombre que escribía libros tan maravillosos podía ser tan espantoso en persona. Billy me preguntó si sabía el del pinchadiscos gordo con voz de pito, y yo le contesté que no sabía de qué me estaba hablando. Entonces me dijo que no sabía la respuesta a mi pregunta, pero me contó algo que había dicho uno de sus profes sobre Thomas Wolfe. El profe dijo que algunos escritores, y Wolfe entre ellos, no eran nada del otro jueves hasta que se sentaban ante una mesa y cogían la pluma. Dijo que para tipos como él, la pluma era lo que la cabina telefónica para Clark Kent. Dijo que Thomas Wolfe era como un… —Martha vaciló por un instante y a continuación esbozó una sonrisa—… que era como un carillón. Dijo que un carillón no era nada en sí mismo, pero que cuando sopla el viento a través de él, entonces emite un sonido precioso.

»Creo que Peter Jefferies era igual. Tenía clase, había sido criado con clase y la tenía, pero no podía atribuirse el mérito de tener clase. Era como si Dios la hubiera guardado en el banco y él se limitara a gastarla. Te diré algo que probablemente no te creerás. Después de leer un par de libros suyos, empecé a sentir lástima por él.

—¿Lástima?

—Sí, lástima; porque los libros eran tan hermosos y el hombre que los escribía era sucio como el peor de los pecados. En muchos sentidos era como Johnny, pero hasta cierto punto, Johnny tuvo más suerte, porque nunca soñó con una vida mejor, y el señor Jefferies sí. Sus libros eran sus sueños, en los que se permitía creer en el mundo del que se burlaba y que despreciaba cuando estaba despierto.

Preguntó a Darcy si quería otra cerveza, pero su amiga repuso que no.

—Bueno, si cambias de opinión, avisa. Y es posible que cambies de opinión, porque ahora es cuando la cosa se pone fea.

—Una cosa más acerca de ese hombre —prosiguió Martha—. No era sexy. Al menos no de la forma en que una mujer piensa en un hombre como sexy.

—¿Quieres decir que era…?

—No, no era homosexual ni gay o como quiera que se les tenga que llamar ahora. No era sexy para los hombres, pero tampoco era sexy para las mujeres. Dos veces, tal vez tres en todos aquellos años, me encontré colillas con lápiz de labios en los ceniceros del dormitorio y olí perfume en las almohadas. Una de aquellas veces también encontré un lápiz de ojos en el baño. Había rodado por debajo de la puerta hasta un rincón. Supongo que eran prostitutas, porque las almohadas nunca olían al tipo de perfume que llevan las mujeres decentes, pero de todas formas, dos o tres veces en tantos años no es mucho, ¿verdad?

—No, desde luego —convino Darcy.

Pensaba en todas las bragas que había sacado de debajo de las camas, todos los condones que había visto flotando en lavabos en los que no habían tirado de la cadena, todas las pestañas postizas que había encontrado sobre y bajo las almohadas.

Martha permaneció en silencio durante unos minutos, sumida en sus pensamientos. De pronto alzó la mirada.

—¿Sabes qué te digo? —exclamó—. ¡Pues que ese hombre se encontraba sexy a sí mismo! Parece una locura, pero es verdad. Desde luego, no andaba escaso de semen, eso lo sé por todas las sábanas que llegué a cambiar.

Darcy asintió con la cabeza.

—Y siempre tenía un tarro de crema hidratante en el baño, o a veces sobre la mesita de noche. Creo que la usaba cuando se la pelaba. Para evitar que se le irritara la piel.

Las dos mujeres se miraron, y de pronto se echaron a reír histéricamente.

—¿Estás segura de que no era de la otra acera, cariño? —inquirió por fin Darcy.

—He dicho crema hidratante, no vaselina —replicó Martha, y su comentario fue lo que colmó el vaso.

Durante los cinco minutos siguientes, las mujeres rieron hasta que se les saltaron las lágrimas.

Pero en realidad no era divertido, y Darcy lo sabía. Y cuando Martha reanudó su relato, su amiga se limitó a escuchar, sin apenas dar crédito a lo que oía.

—Fue una semana después de mi visita a Mamá Delorme, o tal vez dos —explicó Martha—. No me acuerdo bien. Hace mucho tiempo de aquella historia. Por entonces estaba casi segura de que estaba embarazada. No vomitaba ni nada por el estilo, pero lo presentía. No es algo que una pueda razonar. Es como si tus encías, las uñas de los dedos de los pies y el puente de la nariz supieran lo que pasa antes que el resto de tu cuerpo. O de repente te apetece algo como chop suey a las tres de la tarde y entonces te dices: «¡Vaya! ¿Qué me estará pasando?». Pero sabes muy bien qué te pasa. Pero no le dije una palabra a Johnny… Sabía que tendría que hacerlo a la larga, pero me daba miedo.

—No me extraña —terció Darcy.

—Una mañana, a última hora, estaba en el dormitorio de la suite de Jefferies, y mientras limpiaba pensaba en Johnny y en la forma en que le daría la noticia sobre el bebé. Jefferies se había marchado a algún sitio, seguramente a una de esas reuniones con los editores. La cama era de matrimonio y estaba deshecha por los dos lados, pero eso no significaba nada, porque el hombre se removía mucho mientras dormía. A veces, la sábana bajera estaba toda salida del colchón.

»En fin, aparté la colcha y las dos mantas que había debajo. El hombre era un friolero y siempre dormía con todo lo que podía. Entonces empecé a apartar la sábana de arriba y lo vi enseguida. Era semen y ya casi estaba seco.

»Me quedé ahí parada mirando el charco durante… Oh, no sé durante cuánto tiempo. Era como si me hubieran hipnotizado. Lo vi ahí, tendido en la cama a solas, después de que sus amigos se hubieran ido, ahí tendido sin nada que oler más que el humo de los cigarrillos y su propio sudor. Lo vi tendido de espaldas, vi cómo empezaba a hacer el amor con Mamá Pulgar y sus cuatro hijitas. Lo vi tan claramente como te estoy viendo a ti en este momento, Darcy. Lo único que no vi fueron sus pensamientos, las imágenes que le pasaban por la cabeza… y teniendo en cuenta el modo en que hablaba cuando no estaba escribiendo libros, la verdad es que me alegré de no verlas.

Darcy la miraba en silencio, petrificada.

—Lo siguiente que recuerdo es… bueno, tuve una sensación muy extraña. —Se detuvo por un momento antes de menear la cabeza con ademán deliberado—. Una obsesión muy extraña. Era como querer chop suey a las tres de la tarde, o helado y pepinillos a las dos de la madrugada, o… ¿A ti qué te apetecía, Darcy?

—Corteza de bacon —repuso Darcy con labios tan pesados que apenas los sentía—. Mi marido bajó a comprar, pero no encontró, así que me trajo una bolsa de cortezas de cerdo y me puse a devorarlas.

Martha asintió con un gesto y siguió hablando. Al cabo de treinta segundos, Darcy se precipitó al baño, donde tuvo un par de arcadas antes de vomitar toda la cerveza que había ingerido.

«Míralo por el lado bueno —pensó mientras buscaba a tientas la cadena—. Mañana no tendrás resaca.» Y casi sin pausa, se dijo: «¿Cómo voy a mirarla a la cara? ¿Cómo diablos voy a mirarla a la cara?».

No debería haberse preocupado. Al volverse vio que Martha estaba de pie junto a la puerta del baño, mirándola con expresión intranquila.

—¿Estás bien?

—Sí —repuso Darcy mientras intentaba esbozar una sonrisa que, para su alivio, resultó del todo natural—. Es que… es que…

—Lo sé —interrumpió Martha—. Créeme, lo sé. ¿Quieres que siga o ya has tenido suficiente?

—Sigue —replicó Darcy en tono resuelto al tiempo que tomaba a su amiga por el brazo—. Pero en el salón. No quiero ni ver la nevera, y mucho menos abrirla.

—Amén.

Al cabo de pocos instantes se habían instalado en los dos extremos del destartalado pero cómodo sofá del salón.

—¿Estás segura, cariño?

Darcy asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

Sin embargo, Martha permaneció en silencio durante unos instantes, con la mirada clavada en sus esbeltas manos, entrelazadas sobre el regazo, oteando el pasado al igual que el capitán de un submarino otea las aguas hostiles a través del periscopio. Por fin alzó la cabeza, se volvió hacia Darcy y reanudó su historia.

—Trabajé durante el resto del día como aturdida. Era como si estuviera hipnotizada. La gente me hablaba y yo contestaba, pero me parecía oírlos a través de una pared de vidrio y hablarles del mismo modo. «Sí, señor, estoy hipnotizada», recuerdo que me dije. «Ella me hipnotizó. Esa anciana. Me echó uno de esos encantamientos poshipnóticos, como cuando un mago dice: “Si alguien te dice la palabra Chiclets, te pondrás a cuatro patas y ladrarás como un perro”. Y el tipo que estaba hipnotizado lo hace durante los próximos diez años aunque nadie le diga la palabra Chiclets. Me puso algo en el té y me hipnotizó y luego me hizo hacer esto. Esa maldita vieja.»

»También sabía por qué lo había hecho… Una vieja lo bastante supersticiosa como para creer en remedios consistentes en agua estancada en muñones de árboles y en cómo embrujar a un hombre para que te ame poniéndole una gota de sangre menstrual en el talón mientras duerme, y en el vudú y en Dios sabe qué más… Si una mujer así con una fijación por los padres naturales sabe hipnotizar, entonces lo más probable que hipnotice a una mujer como yo. Porque una mujer como yo se lo cree. Y yo le di el nombre de Jefferies, ¿no? Sí señor.

»No se me ocurrió que hasta entonces casi no había recordado nada de lo que había pasado en casa de Mamá Delorme hasta después de lo que hice en el dormitorio del señor Jefferies. Pero aquella noche sí que lo recordé.

»Pasé el resto del día sin novedad. Quiero decir que no me eché a llorar ni a gritar ni nada por el estilo. Mi hermana Kissy se portó peor el día en que estaba sacando agua del viejo pozo y se le enredó un murciélago en el pelo. Solo tenía aquella sensación de estar detrás de un cristal, y me dije que si eso era todo, entonces podría aguantarlo.

»Cuando llegué a casa me entró una sed tremenda. Tenía más sed de la que había tenido en toda mi vida; era como si me hubiera estallado una tormenta de arena en la garganta. Empecé a beber agua. Parecía que no podría dejar de beber jamás. Y entonces empecé a escupir. Escupía y escupía y escupía. Y entonces empecé a tener náuseas. Corrí al cuarto de baño y me miré en el espejo. Incluso saqué la lengua para comprobar si se veía algo, alguna señal de lo que había hecho, pero claro, no se veía nada. Y pensé: “¿Lo ves? ¿Te encuentras mejor ahora?”.

»Pero no me encontraba mejor. La verdad es que me encontraba peor. Me arrodillé delante del wáter e hice lo que acabas de hacer tú, Darcy, solo que mucho más. Vomité hasta que creí que iba a desmayarme. Me eché a llorar y rogué a Dios que me permitiera dejar de vomitar antes de que perdiera al niño, si es que estaba preñada. Y entonces me vi a mí misma en el dormitorio del señor Jefferies, con los dedos en la boca, sin pensar ni siquiera en lo que estaba haciendo… Y te digo que me veía a mí misma, como si me estuviera mirando en una película. Y entonces vomité otra vez.

»La señora Parker me oyó, llamó a la puerta y me preguntó si me encontraba bien. Eso me ayudó a controlarme un poco, y cuando Johnny llegó aquella noche, ya había pasado lo peor. Estaba borracho, listo para una pelea. Como no le di pie, me dio un puñetazo en el ojo de todas formas y se volvió a marchar. Casi me alegré de que me pegara, porque así tendría otra cosa en que pensar.

»Al día siguiente, cuando entré en la suite del señor Jefferies, lo vi sentado en el salón, todavía en pijama, garabateando algo en una de sus carpetas amarillas. Siempre viajaba con un montón de carpetas, que llevaba unidas por una gran goma roja, siempre, hasta el final. Cuando vino a Le Palais por última vez y vi que no las llevaba, supe que había decidido morirse. Y no es que lo sintiera, desde luego.

Martha lanzó una mirada en dirección a la ventana del salón, con una expresión que no delataba el menor atisbo de piedad ni perdón. Era una mirada fría, que indicaba una ausencia total de sentimientos.

—Cuando vi que no había salido sentí un gran alivio, porque eso quería decir que podía dejar la limpieza para más tarde. No le gustaba que hubiera doncellas cuando trabajaba, así que pensé que a lo mejor no mandaba llamar a nadie para limpiar hasta que empezase el turno de Yvonne, a las tres.

»Le dije: “Volveré más tarde, señor Jefferies”.

»—No, limpie ahora —me contestó—. Pero no haga mucho ruido. Tengo un dolor de cabeza terrible y una idea de muerte. La combinación me está matando.

»En cualquier otra circunstancia me habría dicho que volviera más tarde, te lo juro. Casi me parecía oír la risa de aquella vieja negra.

»Fui al cuarto de baño y empecé a limpiar, quité las toallas sucias y puse otras limpias, cambié la pastilla de jabón, coloqué una caja nueva de cerillas, y durante todo ese rato pensaba: “No puedes hipnotizar a una persona que no quiere ser hipnotizada, vieja. Fuera lo que fuese lo que me metiste en el té aquel día, fuera lo que fuese lo que me dijeras o cuántas veces me lo dijeras, ya sé de qué pie cojeas, y no me vas a engañar”.

»Fui al dormitorio y me quedé mirando la cama. Esperaba que tuviera para mí el mismo aspecto que un armario tiene para un niño que tiene miedo al coco, pero vi que no era más que una cama. Sabía que no iba a hacer nada, y eso fue un alivio. Así que aparté las mantas y la sábana y ahí estaba otra vez, una de esas manchas pegajosas, secándose, como si el hombre se hubiera despertado cachondo una hora antes y se hubiera hecho una paja.

»Cuando lo vi pensé que iba a sentir algo especial, pero la verdad es que no sentí nada. No eran más que los restos de un hombre que tiene una carta y ningún buzón para echarla, como hemos visto las dos cientos de veces. Aquella vieja no era más bruja que yo. Tal vez estaba embarazada o tal vez no, pero si lo estaba, el niño sería hijo de Johnny. Era el único hombre con el que me había acostado en mi vida, y nada de lo que encontrara entre las sábanas de aquel blanco ni en ningún otro lado iban a cambiar ese hecho.

»Era un día nublado, pero en el mismo momento en que me di cuenta de eso, salió el sol como si Dios hubiera puesto punto final a aquel tema. No recuerdo haberme sentido tan aliviada en toda mi vida. Me quedé ahí parada, dando gracias a Dios por hacer que todo estuviera en orden, y mientras decía esa plegaria de gratitud empecé a recoger aquella cosa blanca de la sábana, bueno todo lo que pude, y a metérmela en la boca y a tragármela.

»Era como si hubiera salido de mi cuerpo y me estuviera observando. Una parte de mí estaba diciendo: “Estás loca por hacer esto, muchacha, pero estás aún más loca por hacerlo cuando él está aquí mismo, en la habitación de al lado. Podría levantarse en cualquier momento para ir al lavabo y sorprenderte. Con lo gruesas que son las alfombras en este hotel, no lo oirías llegar. Y eso sería el fin de tu trabajo en Le Palais… o en cualquier otro hotel importante de Nueva York, probablemente. Una chica a la que cogen haciendo lo que tú estás haciendo nunca volverá a trabajar en esta ciudad como doncella, al menos no en un hotel medianamente decente”.

»Pero daba igual. Seguí hasta que acabé, o hasta que una parte de mí quedó satisfecha, y entonces me quedé mirando las sábanas durante un rato. No me llegaba ningún ruido desde la otra habitación, y se me ocurrió que el señor Jefferies estaba justo detrás de mí, junto a la puerta. Me imaginaba al dedillo la expresión de su cara. Cuando era pequeña, había un espectáculo ambulante que pasaba por Babylon cada agosto. Había un hombre, bueno, supongo que era un hombre, que montaba un numerito detrás del escenario. Estaba metido en un agujero, y entonces un tipo soltaba un rollo sobre que él era el eslabón perdido y le tiraba un pollo vivo. El monstruo lo decapitaba de un mordisco. Una vez, mi hermano mayor, Bradford, que murió en un accidente de coche en Biloxi, dijo que quería ir a ver cómo era el monstruo. Mi padre le contestó que lamentaba oír eso, pero no se lo prohibió, porque Brad tenía diecinueve años, o sea, casi un hombre. Así que fue a ver al monstruo, y Kissy y yo queríamos preguntarle cómo era cuando volvió, pero cuando vimos la expresión de su cara decidimos no hacerlo. Esa era la expresión que esperaba ver en la cara de Jefferies cuando me girara y lo viera de pie junto a la puerta. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Darcy hizo un gesto de asentimiento.

—Sabía que estaba ahí, lo sabía. Por fin reuní el valor suficiente para girarme, pensando en que le rogaría que no se lo dijera a la jefa de gobernantas, que se lo pediría de rodillas si era necesario… pero no estaba ahí. Todo había sido fruto de mi sentimiento de culpabilidad. Me llegué a la puerta, eché un vistazo a la otra habitación y lo vi ahí sentado, escribiendo en su carpeta amarilla más deprisa que nunca. Así que me puse a cambiar las sábanas y a limpiar la habitación como siempre, pero la sensación de estar detrás de un cristal había vuelto y era más intensa que antes.

»Me ocupé de las toallas y las sábanas sucias como está mandado, sacándolas al pasillo por la puerta del dormitorio. Lo primero que aprendí cuando entré a trabajar en el hotel es que nunca debes sacar la ropa sucia por el salón de una suite. Después volví al salón. Quería decirle que lo limpiaría más tarde, pero no estaba trabajando. Aunque cuando vi cómo se comportaba, me quedé tan sorprendida que me paré ahí mismo, junto a la puerta, mirándolo.

»Estaba andando por la habitación tan deprisa que el pijama de seda amarilla le revoloteaba alrededor de las piernas. Tenía las manos hundidas en el pelo y se lo retorcía en todas direcciones. Parecía uno de esos matemáticos sesudos de las viñetas del Saturday Evening Post. Tenía ojos de loco, como si acabara de sufrir un shock. Lo primero que se me ocurrió fue que me había visto al fin y al cabo, y que le habían, bueno, le habían entrado tales náuseas que se había vuelto medio loco.

»Resultó que lo suyo no tenía nada que ver conmigo… al menos eso era lo que creía él. Fue la única vez que habló conmigo para otra cosa que para pedirme que le llevara más papel de carta, otra almohada o le regulara el aparato del aire acondicionado. Habló conmigo porque no le quedaba más remedio. Le había pasado algo, algo grave, y tenía que hablar con alguien si no quería volverse loco, supongo.

»—Me estalla la cabeza —dijo.

»—Lo siento mucho, señor Jefferies —contesté—. Puedo traerle una aspirina…

»—No —me interrumpió—. No es eso. Es esa idea. Es como si hubiera salido a buscar unas pepitas de oro y me hubiera topado con todo el filón. Escribo libros para ganarme la vida, ¿sabe? Ficción.

»—Sí, señor Jefferies —le dije—. He leído dos de sus libros y me han gustado.

»—¿Ah, sí? —preguntó como si creyera que me había vuelto loca—. Bueno, muy amable de su parte, de todas formas. Esta mañana me he levantado con una idea en la cabeza.

»“Sí, señor —me dije—. Sí que se ha levantado con una idea, una idea tan caliente y fresquita que se ha derramado por toda la sábana. Pero ya no está ahí, así que no tiene por qué preocuparse.” Estuve a punto de echarme a reír. No creo que se hubiera dado cuenta de todas formas.

»—He encargado el desayuno —siguió el hombre mientras señalaba el carrito que había junto a la puerta—, y mientras comía se me ha ocurrido una pequeña idea. He pensado que quizá daría para un relato corto. Hay una revista, ¿sabe? La New Yorker… Bueno, es igual. —No iba a hablar del New Yorker con una palurda como yo, claro está.

Darcy esbozó una sonrisa.

—Pero al terminarme el desayuno —continuó Jefferies—, tenía la impresión de que más bien daría para una novela corta. Y entonces… al empezar a pulir algunas ideas… —De pronto soltó una risita aguda—. No recuerdo haber tenido una idea tan buena en los últimos diez años. Quizá es la mejor idea que he tenido en toda mi vida. ¿Cree que es posible que dos hermanos gemelos… bivitelinos, no idénticos, acaben por luchar en frentes enemigos durante la Segunda Guerra Mundial?

»—Bueno, tal vez no en el Pacífico —repuse.

»No creo que en otra ocasión hubiera tenido el valor de hablarle, Darcy, me habría limitado a quedarme ahí parada con la boca abierta. Pero seguía con la sensación de estar detrás de un cristal, o como si me hubieran puesto una inyección de novocaína en el dentista y todavía no se me hubiera pasado el efecto.

»Jefferies se echó a reír como si acabara de escuchar el chiste más divertido del mundo, y dijo:

»—Ja, ja. No, ahí no, no podría pasar ahí, pero sí que podría pasar en el escenario bélico europeo. Y podrían encontrarse cara a cara en la contraofensiva alemana del cuarenta y cuatro.

»—Sí, quizá… —empecé, pero el hombre ya estaba andando otra vez por el salón, pasándose la mano por el pelo, que tenía un aspecto cada vez más salvaje.

»—Sé que suena como un melodrama estúpido —dijo—, una obra tonta como Bajo dos banderas o Armadale, pero el concepto de hermanos gemelos… y podría explicarse de un modo racional… Ya me imagino cómo… —De pronto se volvió hacia mí—. ¿Cree que tendría impacto dramático?

»—Sí, señor —contesté—. A todo el mundo le gustan las historias de hermanos que no saben que son hermanos.

»—Exacto —dijo—. Y le voy a decir otra cosa…

»De pronto se interrumpió y vi la expresión más extraña en su cara. Era una expresión extraña, eso sí, pero la entendí al pie de la letra. Era como si acabara de despertar y darse cuenta de que había hecho una tontería, como un hombre que se da cuenta de que se ha embadurnado toda la cara con espuma de afeitar y estado a punto de afeitarse con la maquinilla eléctrica. Estaba hablando con una doncella negra de lo que quizá era la mejor idea que había tenido en su vida… Una doncella negra cuya idea de una buena historia debía de ser algo así como The Edge of Night. Había olvidado que yo había leído dos de sus libros…

—O quizá creyó que lo estabas adulando para conseguir una propina mayor —murmuró Darcy.

—Sí, eso encajaría perfectamente con el concepto que tenía de la naturaleza humana. En cualquier caso, aquella expresión decía que se acababa de dar cuenta de la persona con quien estaba hablando, eso es todo.

»—Creo que me voy a quedar unos días más —dijo—. Avise en recepción, ¿quiere? —Giró en redondo, empezó a andar de nuevo y de pronto se golpeó una pierna contra el carrito del desayuno—. Y llévese este maldito trasto de aquí, ¿de acuerdo?

»—¿Quiere que vuelva más tarde y… —empecé.

»—Sí, sí, sí —me interrumpió—. Vuelva más tarde y haga lo que quiera, pero ahora sea buena chica y saque todo esto de aquí… inclusive usted misma.

»Le obedecí al instante, y nunca me he sentido tan aliviada como cuando la puerta del salón se cerró detrás mío. Empujé el carrito de servicio hacia un lado del pasillo. Había desayunado zumo, huevos revueltos y bacon. Empecé a alejarme y entonces vi que había una seta en su plato, apartada hacia un lado junto con un resto de huevos revueltos y un pedacito de bacon. Lo miré y fue como si una luz me atravesara el cerebro. Me acordé de la seta que me había dado ella… Mamá Delorme… en aquella cajita de plástico. Lo recordé por primera vez desde aquel día. Recordé el momento en que la había encontrado en el bolsillo de mi vestido y el lugar en que la había guardado. La seta del plato era exactamente igual, arrugada y reseca, como si fuera un hongo venenoso en lugar de una simple seta, un hongo que pudiera ponerte pero que muy enfermo.

Miró a Darcy con firmeza.

—Y se había comido un buen pedazo. Más de la mitad, diría yo.

—Aquel día estaba en recepción el señor Buckley, y le dije que el señor Jefferies quería prolongar su estancia. El señor Buckley dijo que no creía que eso planteara ningún problema, aunque el señor Jefferies había pensado marcharse aquella misma tarde.

»Después bajé a la cocina del servicio de habitaciones y hablé con Bedelia Aaronson, seguro que te acuerdas de ella, y le pregunté si había visto a alguien fuera de lo normal aquella mañana. Bedelia me preguntó a quién me refería y le contesté que en realidad no lo sabía. “¿Por qué lo preguntas, Marty?”, inquirió, y yo le dije que prefería no decírselo. Me dijo que no había visto a nadie, ni siquiera al hombre de la empresa de catering que siempre intentaba quedar para salir con la cocinera.

»Empecé a alejarme y entonces Bedelia dijo:

»—A menos que te refieras a la anciana negra.

»Me giré y le pregunté qué anciana negra quería decir.

»—Bueno —contestó Bedelia—. Me imagino que entró en busca del lavabo. Pasa una o dos veces al día. Muchas veces los negros no preguntan dónde está el lavabo porque tienen miedo de que la gente del hotel los eche, incluso si van bien vestidos…, lo cual, como sabes muy bien, pasa muchas veces. En cualquier caso, esa pobre mujer entró aquí… —Se interrumpió y me miró fijamente—. Marty, ¿te encuentras bien? Parece como si estuvieras a punto de desmayarte.

»—No voy a desmayarme —contesté—. ¿Y qué es lo que hacía la mujer?

»—Dar vueltas por aquí, mirando los carritos del desayuno como si no supiera dónde estaba —dijo Bedelia—. Pobre mujer. Tenía al menos ochenta años. Parecía como si una ráfaga fuerte de viento pudiera llevársela volando como si fuera una cometa… Martha, ven aquí y siéntate. Pareces el retrato de Dorian Gray de la película esa.

»—¿Qué aspecto tenía? ¡Dímelo!

»—Ya te lo he dicho; era una anciana. Todas me parecen iguales. La única diferencia es que esta tenía una cicatriz en la cara que le llegaba hasta el pelo. Era…

»Pero ya no oí nada más porque en ese momento sí que me desmayé.

»Me dejaron irme a casa pronto, y en cuanto llegué empecé otra vez a tener ganas de escupir, beber un montón de agua y probablemente acabar en el lavabo como el día anterior, para sacar hasta las entrañas. Pero durante un rato me quedé sentada junto a la ventana, mirando la calle y hablando conmigo misma.

»Lo que me había hecho aquella mujer no era solo hipnosis, eso ya lo sabía. Era algo mucho más poderoso que la hipnosis. Todavía no estaba segura de creer en la brujería, pero lo que estaba claro era que me había hecho algo, y fuera lo que fuese, tendría que aguantarlo. No podía dejar el empleo; no, teniendo un marido que no valía un chavo y con un hijo en camino, probablemente. Ni siquiera podía pedir que me trasladaran a otra planta. Un año o dos antes podría haberlo hecho, pero sabía que estaban hablando de hacerme ayudante de la jefa de gobernantas de los pisos diez a doce, y eso significaba un aumento de sueldo. Más que eso, significaba que lo más probable es que me guardaran el mismo empleo hasta después de que hubiera tenido el niño.

»Mi madre tenía un dicho. “Lo que no puede curarse tiene que soportarse.” Se me ocurrió la idea de volver a casa de la vieja y pedirle que me quitara el embrujo, pero de alguna forma sabía que no lo haría… se le había metido en la cabeza que era lo mejor para mí, y una cosa que he aprendido mientras me habría paso en este mundo, Darcy, es que no tienes la menor esperanza de hacer cambiar de opinión a una persona si se le ha metido en la cabeza que te está ayudando.

»Me quedé ahí sentada, pensando en todo eso y mirando por la ventana hacia la calle, a la gente que iba y venía, y me quedé dormida. No pude haber dormido mucho más de un cuarto de hora, pero cuando me desperté sabía otra cosa. Aquella anciana quería que siguiera haciendo lo que ya había hecho dos veces, y eso no sería posible si Peter Jefferies se iba a Birmingham. Así que entró en la cocina del servicio de habitaciones y colocó la seta en su plato; él se comió una parte y entonces se le ocurrió aquella idea, que por cierto, acabó siendo una historia de las grandes, Muchachos en la niebla, se titulaba. Trataba sobre lo que me explicó aquel día, hermanos gemelos, uno era un soldado americano y el otro un soldado alemán, y los dos se encuentran en la contraofensiva alemana del cuarenta y cuatro. Fue el mayor éxito de toda su carrera.

Martha hizo una pausa antes de añadir:

—Lo leí en su esquela.

—Se quedó una semana más. Cada mañana, cuando entraba a limpiar, me lo encontraba sentado en el salón, escribiendo en una de sus carpetas amarillas, todavía en pijama. Cada día le preguntaba si quería que volviera más tarde, y cada día me contestaba que limpiara el dormitorio pero sin hacer ruido. Nunca levantaba la vista de la carpeta cuando me hablaba. Cada día entraba diciéndome a mí misma que no iba a hacerlo, cada día veía aquella cosa entre las sábanas, y cada día, todas las plegarias y las promesas que me hacía salían volando por la ventana y volvía a hacerlo. En realidad no era como combatir una obsesión, porque en ese caso luchas contigo misma, sudas y tienes escalofríos. Era más bien como parpadear un momento y darte cuenta de que ya había sucedido. Ah, y cada día, cuando entraba en la suite, Jefferies se estaba sosteniendo la cabeza como si lo estuviera matando. ¡Vaya par! Él tenía mis náuseas matinales y yo sus sudores nocturnos.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Darcy.

—Pues que era por la noche cuando pensaba en lo que estaba haciendo, cuando escupía, bebía agua y acababa vomitando un par de veces. La señora Parker estaba tan preocupada que al final le dije que creía estar embarazada, pero que no quería decirle nada a Johnny hasta que estuviera segura.

»Johnny Rosewall era un hijo de puta egoísta, pero creo que incluso él se habría dado cuenta de que me pasaba algo si no hubiera estado tan metido en sus historias, la mayor de las cuales era el atraco a la licorería que él y sus amigos estaban planeando. Claro que entonces yo no lo sabía. Simplemente, estaba contenta de que no se me acercara. Al menos eso me facilitaba un poco las cosas.

»Una mañana entré en la 1163 y el señor Jefferies se había marchado. Había hecho las maletas y se había ido a Alabama a trabajar en su libro y pensar en su guerra. ¡Oh, Darcy, no puedes ni imaginarte lo contenta que me puse! Me sentí como se debió de sentir Lázaro al enterarse de que le iban a dar una segunda ración de vida. Aquella mañana me pareció que quizá todo saldría bien, como en una historia… Le diría a Johnny que estaba embarazada y él se enmendaría, tiraría la droga a la basura y encontraría un empleo. Sería un marido como Dios manda y un buen padre para su hijo… Ya estaba casi segura de que sería niño.

»Entré en el dormitorio del señor Jefferies y vi que la cama estaba tan deshecha como siempre, con las mantas salidas del colchón y la sábana hecha una bola. Me acerqué a la cama como si estuviera soñando otra vez y aparté la sábana. “Bueno, muy bien, si no queda más remedio… pero es la última vez”, pensé.

»Resultó que ya no habría última vez. No había rastro del hombre en aquella sábana. Fuera cual fuese el embrujo que nos había lanzado la vieja, se había acabado. “Perfecto —me dije—. Yo tendré el niño, él tendrá su libro y los dos estamos libres del embrujo. Y tampoco me importan un comino los padres naturales, siempre y cuando Johnny sea un buen padre para el bebé que espero.”

—Se lo dije a Johnny aquella misma noche… No le hizo mucha gracia la idea, creo que ya lo sabes —añadió con sequedad.

Darcy asintió.

—Me pegó con el palo de una escoba unas cinco veces, y después se me quedó mirando mientras yo lloraba en un rincón. «¿Qué te pasa? ¿Estás loca? ¡No vamos a tener ningún hijo! ¡Estás como una puta cabra!» Después se giró y salió.

»Me quedé echada durante un rato, pensando en el primer aborto y muerta de miedo de que los dolores empezaran en cualquier momento. Recordé la carta que me había escrito mi madre, diciéndome que me apartara de él antes de que me enviara al hospital, y en el billete de autobús que me había enviado Kissy, con las palabras VETE AHORA escritas en el sobre con lápiz de labios. Y cuando estuve segura de que no iba a abortar, me levanté para hacer la maleta y largarme de allí inmediatamente, antes de que Johnny volviera. Pero en cuanto abrí la puerta del vestidor volví a pensar en Mamá Delorme. Recordé que le había dicho que iba a dejar a Johnny, y recordé también lo que me había contestado: “No, él te va a dejar a ti. Ya verás cómo se va. Tú quédate, mujer. Habrá un poco de dinero. Pensarás que se ha cargado al niño, pero no es verdad”.

»Era como si estuviera allí mismo, diciéndome lo que tenía que buscar y lo que tenía que hacer. Entré en el vestidor, sí señor, pero ya no buscaba mi ropa, sino que empecé a rebuscar entre la suya, y encontré un par de cosas en la maldita cazadora en la que había encontrado el frasco de caballo. Era su chaqueta favorita, y supongo que decía todo lo que alguien podía querer saber de Johnny Rosewall. Era de satén brillante y de aspecto barato. A mí me daba asco. Esa vez no encontré ningún frasco de droga, sino una navaja automática en un bolsillo y una pistola pequeña y barata en el otro. Cogí el arma, la miré y de pronto me entró la misma sensación que había tenido tantas veces en el dormitorio del señor Jefferies, como hacer algo justo después de despertar de un sueño muy pesado.

»Entré en la cocina con la pistola en la mano, y la dejé en el pequeño mostrador que había al lado del fogón. Entonces abrí el armario que hay sobre la pila y busqué a tientas entre las especias y el té. No encontraba lo que me había dado la vieja, y me entró una sofocante sensación de pánico… Tenía el típico miedo que uno tiene en los sueños. De pronto, mi mano tropezó con la cajita de plástico. Tiré de ella para bajarla.

»La abrí y saqué la seta. Era una cosa repugnante, demasiado pesada para su tamaño, y estaba caliente. Era como sostener un pedazo de carne que todavía está vivo. ¿Lo que hice en el dormitorio del señor Jefferies? Bah, volvería a hacerlo mil veces antes de tocar de nuevo esa seta.

»La sostuve en la mano derecha y cogí la pistolita del 32 con la izquierda. Entonces apreté la derecha con toda la fuerza que pude, y sentí que la seta estallaba y sonaba… bueno, ya sé que es casi imposible de creer…, pero sonaba como si gritara. ¿Puedes creértelo?

Darcy meneó la cabeza con lentitud. De hecho, no sabía si lo creía o no, pero estaba absolutamente segura de que no quería creérselo.

—Bueno, yo tampoco me lo creo, pero así es como sonaba. Y otra cosa que no te vas a creer, pero que yo sí me creo, porque lo vi, es que sangraba; la seta sangraba. Vi un hilillo de sangre que me salía del puño y caía sobre la pistola. Pero la sangre desaparecía en cuanto tocaba el cañón.

»Al cabo de un rato se acabó. Abrí la mano, esperando encontrármela llena de sangre, pero solo vi la seta arrugada y con las marcas de mis dedos. No había sangre sobre la seta, ni en mi mano ni en el arma ni en ninguna parte. Y cuando empezaba a pensar que todo aquello no había sido más que una especie de sueño que había tenido despierta, aquella maldita cosa se agitó en mi mano. La miré y durante un momento no pareció una seta… sino como un pene minúsculo que todavía estuviera vivo. Pensé en la sangre que me salía del puño y recordé lo que había dicho la vieja: “Cualquier niño que tenga una mujer, es porque el hombre ha echado leche del pito, muchacha”. La seta volvió a moverse… te juro que se movió, yo me puse a gritar y la tiré a la basura. En aquel momento, oí que Johnny subía la escalera, así que cogí la pistola, corrí al dormitorio y la volví a guardar en el bolsillo de su chaqueta. Después me metí en la cama, totalmente vestida, incluso con los zapatos puestos, y me subí la manta hasta la barbilla. Cuando entró vi que tenía ganas de pelea. En una mano llevaba un sacudidor de alfombras. No sé de dónde lo había sacado, pero sí sabía lo que pretendía hacer con él.

»—No vamos a tener ningún niño —dijo—. Ven aquí ahora mismo.

»—No —contesté—, no vamos a tener ningún niño. Y tampoco necesitas eso, así que ya puedes guardarlo. Ya te has ocupado del niño, maldito cabrón.

»Sabía que era un riesgo insultarlo de aquella manera, pero creí que quizá eso haría que me creyera, y la verdad es que funcionó. En lugar de pegarme, vi que una gran sonrisa de borracho se extendía por su cara. Te juro que nunca lo había odiado tanto como en aquel momento.

»—¿Ya no hay niño? —preguntó.

»—No, ya no hay niño —contesté.

»—¿Y dónde está la porquería?

»—¿Y tú qué crees? Probablemente a medio camino del East River.

»Entonces se acercó e intentó besarme… ¡Dios mío, besarme! Le giré la cara y me golpeó en la cabeza, aunque no muy fuerte.

»—Ya verás cómo tengo razón, mujer —dijo—. Ya habrá tiempo para bebés más adelante.

»Y entonces volvió a marcharse. Dos noches después, él y sus amigos intentaron atracar la licorería y la pistola le estalló en la cara y lo mató.

—Crees que embrujaste la pistola, ¿no? —inquirió Darcy.

—No —repuso Martha con toda calma—. Ella embrujó la pistola… a través de mí, podríamos decir. Ella sabía que yo no iba a ayudarme a mí misma, de forma que hizo que me ayudara a mí misma.

—Pero crees que la pistola estaba embrujada.

—No es que lo crea —replicó Martha en tono sereno.

Darcy fue a la cocina a buscar un vaso de agua. De repente tenía la boca muy seca.

—Bueno, eso es todo —prosiguió Martha cuando Darcy volvió al salón—. Johnny murió y yo tuve a Pete. No me di cuenta de la cantidad de amigos que tenía hasta que estuve demasiado embarazada como para trabajar. Si lo hubiera sabido, quizá habría abandonado a Johnny antes… o quizá no. Nadie sabe cómo funciona el mundo en realidad, pensemos lo que pensemos y digamos lo que digamos.

—Pero te has dejado algo, ¿verdad? —preguntó Darcy.

—Bueno, hay dos cosas más —admitió Martha—. Pequeños detalles, en realidad —añadió, aunque a juzgar por su expresión, no parecían precisamente pequeños detalles.

—Cuando Pete tenía unos cuatro meses, volví a casa de Mamá Delorme. No quería, pero lo hice. Llevaba veinte dólares en un sobre. En realidad no podía permitírmelo, pero, de alguna forma, sabía que aquel dinero era suyo. Estaba oscuro. La escalera parecía más estrecha que la otra vez, y cuanto más subía, más fuerte era el olor a ella y a las cosas que tenía en el piso, como las velas quemadas, el papel pintado reseco y la canela del té que preparaba.

»Tuve por última vez la sensación de estar haciendo cosas como en sueños, de estar detrás de un cristal. Llegué a su puerta y llamé. No contestó, así que volví a llamar. Tampoco esa vez contestó, de forma que me arrodillé para deslizar el sobre por debajo de la puerta. Y entonces oí su voz justo al otro lado de la puerta, como si ella también estuviera arrodillada. Nunca había estado tan asustada como cuando aquella voz vieja y apergaminada salió por la ranura de debajo de la puerta… Era como oír una voz que salía de una tumba.

»—Será un buen muchacho —dijo—. Igualito que su padre. Que su padre natural.

»—Le he traído algo —susurré tan bajo que casi no podía oír mi propia voz.

»—Pásalo por debajo de la puerta, cariño —susurró ella. Deslicé el sobre por debajo de la puerta y, cuando estaba a la mitad, ella tiró de él. Oí cómo lo abría y esperé. Me limité a esperar.

»—Es suficiente —susurró—. Y ahora vete de aquí, cariño, y no vuelvas nunca a casa de Mamá Delorme, ¿me oyes?

»Me levanté y salí de ahí como alma que lleva el diablo.

Martha se dirigió a la librería y volvió al cabo de unos instantes con un libro de tapas duras. Darcy quedó asombrada por la similitud que guardaba aquella portada con la del libro de Peter Rosewall. El libro que trajo Martha se titulaba Resplandor de cielo y era de Peter Jefferies. En la portada se veía a una pareja de soldados rasos atacando un fortín enemigo. Uno de ellos sostenía una granada, mientras que el otro disparaba un M-1.

Martha rebuscó en su bolsa de lona azul, extrajo el libro de su hijo, retiró el papel de seda que lo envolvía y lo colocó con gran mimo junto a la novela de Jefferies. Resplandor de cielo, Resplandor de gloria. Al verlos juntos se hacía imposible pasar por alto los puntos de comparación.

—Esta es la segunda cosa que me faltaba por contarte —explicó Martha.

—Sí —comentó Darcy en tono de duda—. Se parecen. ¿Y qué hay de los argumentos? ¿Son… bueno…?

Se interrumpió confusa y miró a Martha por entre las pestañas. Sintió un gran alivio al comprobar que su amiga estaba sonriendo.

—¿Me estás preguntando si mi pequeño copió el libro de ese tipo asqueroso? —inquirió sin la menor sombra de rencor.

—¡No! —replicó Darcy, tal vez con demasiada vehemencia.

—Aparte de que los dos tratan de la guerra, no se parecen en nada —aseguró Martha—. Son tan diferentes como… bueno, como el blanco y el negro.

Se detuvo un momento antes de proseguir.

—Pero hay algo en los dos, algo que notas de vez en cuando, casi de pasada. Es ese rayo de sol del que te hablaba antes… esa sensación de que el mundo, en general, es mucho mejor de lo que parece, sobre todo mejor de lo que les parece a las personas que son demasiado inteligentes como para ser amables.

—Entonces, ¿no es posible que tu hijo se inspirara en Peter Jefferies… que leyera sus libros en la universidad y…?

—Claro —interrumpió Martha—. Supongo que mi Peter leyó los libros de Jefferies… Eso sería más que probable, incluso aunque no se tratara más que de dos personas similares que se atraen. Pero hay algo más, algo que es más difícil de explicar.

Cogió la novela de Jefferies, la miró con expresión pensativa y a continuación se volvió hacia Darcy.

—Compré este ejemplar cuando mi hijo tenía más o menos un año —explicó—. Todavía estaban publicando ediciones, aunque la librería lo tuvo que encargar especialmente a la editorial. Cuando el señor Jefferies vino a la ciudad en una de sus visitas, reuní todo el valor de que fui capaz y le pedí que me lo dedicara. Creí que se negaría, pero en realidad me parece que se sintió un poco halagado. Mira.

Pasó las hojas hasta llegar a la página de la dedicatoria de Resplandor de cielo.

Darcy leyó las palabras impresas y la acometió la sensación de que algo se superponía en su mente. «Este libro está dedicado a mi madre, ALTHEA DIXMONT JEFFERIES, la mujer más extraordinaria que he conocido en toda mi vida.» Y debajo de aquellas palabras, Jefferies había escrito una frase en tinta negra, que ahora aparecía desvaída: «A Martha Rosewall, que ordena mi desorden sin quejarse jamás». Más abajo había firmado con su nombre e indicado la fecha, Agosto de 1961.

En el primer momento, aquellas palabras parecieron despectivas a Darcy, aunque las encontró extrañas. Pero antes de que pudiera pensar en ello, Martha ya había abierto el libro de su hijo, Resplandor de gloria, y pasado a la página de la dedicatoria. Una vez más, Darcy leyó las palabras impresas: «Este libro está dedicado a mi madre, MARTHA ROSEWALL. Mamá, sin ti no lo habría conseguido». Y debajo había escrito con lo que parecía un rotulador Flair de punta fina: «Y es cierto. ¡Te quiero, mamá! Pete».

Pero en realidad no leyó estas últimas palabras, sino que se limitó a mirarlas. Sus ojos pasaban de un libro a otro, de un libro a otro, entre la página de la dedicatoria fechada en agosto de 1961 y la página de la dedicatoria fechada en abril de 1985.

—¿Lo ves? —preguntó Martha.

Darcy asintió con la cabeza. Lo veía.

La caligrafía delgada, algo inclinada y anticuada era idéntica en ambos libros… al igual que las propias firmas, salvo las pequeñas variaciones que permitían el amor y la familiaridad. Solo variaba el tono del mensaje, se dijo Darcy, y entre ambas frases la diferencia era tan clara como la diferencia que existe entre el blanco y el negro.