LA BOCA SALTARINA

Contemplar la vitrina del mostrador era como contemplar a través de un sucio vidrio una parte de su niñez, la época entre los siete y los catorce años, en que se había sentido fascinado por aquel tipo de cosas. Hogan se acercó más, olvidando el aullido del viento y el crujido de la arena que golpeaba las ventanas. La caja aparecía repleta de fantásticos trastos, la mayoría de ellos fabricados en Taiwan y Corea, probablemente, pero no cabía duda de cuál era el juguete rey de aquella maraña. Era la boca saltarina más grande que había visto en su vida. También era la primera boca saltarina con pies que veía… Grandes zapatos de cartón de color naranja con polainas blancas. Sensacional.

Hogan observó a la gruesa mujer parapetada tras el mostrador. Llevaba una camiseta con una inscripción que rezaba NEVADA ES TIERRA DE DIOS, palabras que se hinchaban y encogían según en qué zona de los enormes pechos se encontraran, y aproximadamente una hectárea de vaqueros para completar su atuendo. En aquel momento, estaba vendiendo un paquete de cigarrillos a un joven pálido, que llevaba el cabello largo y rubio recogido en una cola y sujeto con un cordón de zapatilla deportiva. El joven, cuyo rostro recordaba el de una rata inteligente, estaba pagando en monedas que contaba laboriosamente en una de sus manos mugrientas.

—¿Cómo dice, señora? —preguntó Hogan.

La mujer le lanzó una mirada rápida, y de pronto, la puerta trasera de la tienda se abrió de un golpe. Por ella entró un hombre flaco, con la boca y la nariz cubiertas por un pañuelo. El viento lo rodeaba de un ciclón de arena del desierto y agitó el calendario de Valvoline clavado en la pared con una chincheta. El recién llegado tiraba de una carretilla. Sobre ella se amontonaban tres jaulas de metal. En la de arriba se veía una tarántula, mientras que en las otras dos había serpientes de cascabel que se agitaban con rapidez y hacían sonar los cascabeles.

—Cierra la maldita puerta, Scooter. ¿Es que no sabes ni cerrar una maldita puerta o qué? —rugió la mujer del mostrador.

El hombre le lanzó una mirada rápida. Tenía los ojos rojos e irritados a causa de la arena.

—¡Tranquila, mujer! ¿Es que no ves lo cargado que voy? ¿No tienes ojos en la cara? ¡Maldita sea!

El hombre alargó el brazo y cerró de un portazo. La arena se desplomó sobre el suelo mientras el hombre llevaba la carretilla a la trastienda sin dejar de mascullar.

—¿Son las últimas? —inquirió la mujer.

—Solo falta Lobo —repuso el hombre, pronunciando la palabra como Luobo—. Lo voy a poner en la caseta de los surtidores de gasolina.

—¡Ni hablar! —replicó la mujer—. Lobo es nuestra atracción estrella, por si lo has olvidado. Lo vas a entrar. La radio dice que esto se va a poner peor. Pero que mucho peor.

—¿A quién te crees que estás engañando?

El hombre flaco, el marido de la mujer, suponía Hogan, se la quedó mirando con una suerte de cansado enojo pintado en el rostro.

—Ese maldito bicho no es más que un perro salvaje de Minnesota, y eso lo vería cualquiera que se molestara en echarle un vistazo de cerca.

El viento volvió a arreciar, aullando a lo largo de los aleros del tejado de Alimentación y Zoo de Carretera Scooter. Desde luego, la tormenta estaba arreciando, y Hogan esperaba que pudiera salir a tiempo de ella. Había prometido a Lita y a Jack que llegaría a casa a las siete, a las ocho como máximo, y le gustaba cumplir sus promesas.

—Bueno, trátalo bien —advirtió la mujer antes de volverse irritada hacia el muchacho de cara de rata.

—Señora… —empezó Hogan.

—Un momento, no tenga tanta prisa —interrumpió la señora Scooter.

Hablaba con el tono de una persona que se ahoga en un mar de clientes impacientes, aunque Hogan y el chico de cara de rata eran los únicos de la tienda.

—Te faltan diez centavos, Sunny Jim —dijo la mujer al muchacho rubio tras echar un breve vistazo a las monedas que había sobre el mostrador.

—¿No me los fiaría? —preguntó el chico mirándola con ojos muy abiertos e inocentes.

—No creo que el Papa de Roma fume Merit 100, pero en tal caso, no le fiaría ni a él.

La mirada inocente desapareció del rostro del muchacho y fue sustituida por otra de hosco disgusto mientras el chico volvía a rebuscar en sus bolsillos. Aquella expresión resultaba mucho más natural en él, se dijo Hogan.

«Olvídalo y lárgate de aquí —pensó—. No llegarás a Los Ángeles a las ocho si no empiezas a moverte, haya tormenta o no. Este es uno de esos sitios que solo tienen dos velocidades, lenta y parada. Ya has llenado el depósito y has pagado, así que sal de aquí y ponte en camino de nuevo antes de que la tormenta empeore.»

Estuvo a punto de seguir el buen consejo del hemisferio izquierdo de su cerebro… y entonces volvió a ver aquella boca saltarina en el escaparate, aquella boca saltarina con grandes pies de cartón anaranjado. ¡Y polainas blancas! Eran fenomenales. «A Jack le encantaría —le susurró el hemisferio derecho del cerebro—. Y la verdad, Bill, viejo amigo; si resulta que Jack no la quiere, tú sí la quieres. Tal vez vuelvas a cruzarte algún día con una boca saltarina gigante, todo es posible, pero seguro que no volverás a tropezar con otra que tenga grandes pies de color naranja. No lo creo, vaya.»

Esta vez escuchó el consejo del hemisferio derecho de su cerebro… y todo lo demás vino rodado.

El muchacho de la cola seguía rebuscando en sus bolsillos; la expresión hosca de su rostro se acentuaba cada vez que sacaba la mano vacía. Hogan no era partidario del tabaco, pues su padre, que fumaba dos paquetes diarios, había muerto de cáncer de pulmón, pero no podía quitarse de la cabeza que se pasaría una hora esperando si no hacía algo.

—¡Oye, chico!

El muchacho se volvió y Hogan le lanzó una moneda de veinticinco.

—¡Vaya, gracias, señor!

—De nada.

El muchacho terminó la transacción con la gruesa señora Scooter, se metió el paquete de cigarrillos en un bolsillo y los quince centavos de cambio en otro. No hizo el menor gesto de devolvérselos a Hogan, el cual, en realidad, no lo había esperado. El mundo estaba lleno de chicos y chicas como aquel en aquellos días. Llenaban las carreteras de costa a costa, dando tumbos como arbustos muertos llevados por el viento. Tal vez siempre habían existido, pero a Hogan, la juventud actual le parecía desagradable, aparte de darle un poco de miedo, como las serpientes de cascabel que Scooter estaba guardando en la trastienda.

Las serpientes de insignificantes casas de fieras como aquella no te mataban; les extraían el veneno dos veces a la semana para venderlo a hospitales, que fabricaban medicamentos con él. De eso podía uno estar tan seguro como de que los borrachos iban a la Cruz Roja local cada martes y jueves para vender sangre. Pero las serpientes podían darle a uno un doloroso mordisco si te acercabas demasiado y las enojabas. Eso, se dijo Hogan, era lo que la generación actual de chicos de carretera tenía en común con ellas.

La señora Scooter se acercó arrastrando los pies mientras las palabras de la inscripción de la camiseta se bamboleaban.

—¿Qué quiere? —preguntó en tono irritado.

Las gentes del Oeste tenían fama de ser amables, y durante los veinte años que había pasado vendiendo sus productos en la zona, Hogan había observado que, por lo general, la gente hacía honor a su reputación, pero aquella mujer tenía el encanto de una tendera de Brooklyn a la que hubieran atracado tres veces en dos semanas. Hogan supuso que ese tipo de personas estaba entrando a formar parte del escenario del nuevo Oeste tanto como los chicos callejeros. Triste pero cierto.

—¿Cuánto cuesta? —inquirió Hogan al tiempo que señalaba a través del sucio vidrio el cartel que rezaba BOCAS SALTARINAS GIGANTES. ¡LAS ÚNICAS QUE ANDAN! La vitrina estaba repleta de artículos de broma, tales como tracas chinas, chiclé de pimienta, polvos pica-pica, petardos especiales para cigarrillos (Para Morirse de Risa, según el paquete, aunque Hogan creía que más bien serían un método ideal para arrancarse los dientes), gafas de rayos X, vómito de plástico (¡Tan real!), matasuegras…

—No sé —repuso la señora Scooter—. ¿Dónde estará la caja?

La boca saltarina era el único artículo sin empaquetar de la vitrina, pero no cabía duda de que era gigante, pensó Hogan, supergigante, de hecho, unas cinco veces más grande que las bocas a cuerda que tanta gracia le habían hecho cuando era niño, allá en Maine. Si se le quitaban los pies, parecería la boca de algún gigante bíblico. Las muelas eran grandes bloques blancos, y los colmillos parecían vientos de tienda hundidos en las extrañas encías rojas. De una de las encías surgía una llave. La boca estaba sujeta por una ancha goma.

La señora Scooter le quitó el polvo de un soplido, y le dio la vuelta para buscar la etiqueta del precio sobre los pies anaranjados. No la encontró.

—Yo no lo sé —prosiguió con brusquedad mientras miraba a Hogan como si él hubiera robado la etiqueta—. Solo a Scooter se le ocurriría comprar trastos como estos. Llevan aquí desde que Noé se bajó del arca. Tendré que preguntárselo.

De pronto, Hogan se sintió harto de la mujer y de Alimentación y Zoo de Carretera Scooter. La boca saltarina era realmente estupenda, y a Jack le encantaría, sin duda alguna, pero lo había prometido… a las ocho a más tardar.

—No importa —dijo—. Solo era…

—Esta boca cuesta en realidad quince noventa y cinco, ni más ni menos —anunció Scooter desde detrás suyo—. No es de plástico, sino de metal pintado de blanco. Podría darle un buen mordisco si funcionara… pero mi mujer dejó caer la caja hace dos o tres años cuando quitaba el polvo de la vitrina, y se rompieron todas.

—Oh —exclamó Hogan decepcionado—. Qué pena. Nunca había visto una boca con pies, ¿sabe?

—Ahora hay muchas de estas —repuso Scooter—. Las venden en las tiendas de artículos de broma en Las Vegas y Dry Springs. Pero nunca he visto una boca tan grande. Era muy divertido verla andar, abriéndose y cerrándose como la mandíbula de un cocodrilo. Es una pena que la parienta las tirara.

Scooter lanzó una mirada a su mujer, que siguió con la vista fija en las nubes de arena que se alzaban afuera. En su rostro se pintaba una expresión que Hogan fue incapaz de descifrar. ¿Sería tristeza, asco, o ambas cosas?

Scooter se volvió de nuevo hacia Hogan.

—Podría dejárselo por tres cincuenta si lo quiere. Estamos liquidando los artículos de broma. Vamos a poner vídeos en esa estantería.

El hombre cerró la puerta de la trastienda. Se había bajado el pañuelo, que ahora descansaba sobre la polvorienta pechera de su camisa. Tenía el rostro macilento y demasiado delgado. Hogan entrevió lo que podrían ser las sombras de una enfermedad grave bajo la piel tostada por el sol del desierto.

—¡No puedes hacer eso, Scooter! —intervino la gruesa mujer mientras se volvía hacia él… casi se abalanzaba sobre él.

—Cierra el pico —replicó Scooter—. Me das dolor de cabeza.

—Te he dicho que entres a Lobo

—Myra, si quieres que Lobo esté en la trastienda, lo vas a buscar tú.

El hombre avanzó unos pasos en su dirección, y para sorpresa de Hogan, o mejor dicho, para su ilimitado asombro, la mujer se rindió.

—De todas formas, no es más que un perro salvaje de Minnesota. Tres dólares, amigo, y la boca saltarina es suya. Un dólar más y se puede llevar el lobo de Myra. Y si me da cinco, le vendo toda la tienda. De todas formas, esto es un muermo desde que construyeron la autopista de peaje.

El muchacho rubio de pelo largo se hallaba junto a la puerta, arrancando el plástico de la parte superior del paquete de cigarrillos que Hogan había contribuido a comprar. El chico contemplaba aquella pequeña opereta con expresión sardónica. Sus pequeños ojos grises relucían al posarse alternativamente en Scooter y su mujer.

—Vete a la mierda —masculló Myra malhumorada, y Hogan se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar—. Si tú no vas a buscar a mi bebé, iré yo misma.

La mujer pasó junto a él como una exhalación, y casi le golpeó con uno de sus pechos de tamaño industrial. Hogan pensó que habría derribado a su menudo marido de haberlo rozado.

—Mire —intervino Hogan—. Creo que no me la llevo.

—Bah, hombre —replicó Scooter—. No se preocupe por Myra. Yo tengo cáncer y ella está menopáusica perdida, y no es asunto mío si ella lo lleva peor que yo. Llévese la bendita boca. Seguro que tiene un hijo al que le encantará. Además, seguro que solo es un diente fuera de sitio. Seguro que un hombre un poco manitas puede conseguir que vuelva a funcionar.

El hombre se volvió con expresión impotente y pensativa. Afuera, el aullido del viento se tornó más agudo cuando el chico rubio abrió la puerta para salir. Había decidido que el espectáculo había terminado, al parecer. Una nube de arena se deslizó por el pasillo central de la tienda, entre las conservas y la comida para perros.

—Yo era bastante manitas antes —confesó Scooter.

Hogan permaneció en silencio durante un rato. No se le ocurría nada, literalmente nada que decir. Bajó la mirada hacia la boca saltarina gigante que había sobre la vitrina arañada y polvorienta del mostrador, deseando con desesperación romper el silencio. Ahora que Scooter estaba frente a él, veía que los ojos del hombre eran enormes y oscuros, relucientes a causa del dolor y de algún fármaco fuerte… Darvon o tal vez morfina. Hogan pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron.

—Vaya, pues no parece estar rota.

Cogió la boca. Era de metal, desde luego, demasiado pesada para ser de cualquier otro material, y al atisbar por entre las mandíbulas un poco separadas, quedó sorprendido por el tamaño del mecanismo del juguete. Suponía que hacía falta un mecanismo de aquellas dimensiones para que los dientes castañetearan y andaran a un tiempo. ¿Qué había dicho Scooter? «Podría darle un buen mordisco si funcionara.» Hogan tiró de la goma hasta liberar la boca. Seguía mirándola con fijeza para no tener que ver los ojos oscuros y atormentados por el dolor. Cogió la llave y por fin se atrevió a alzar la vista. Sintió un gran alivio al comprobar que el hombre esbozaba una ligera sonrisa.

—¿Le importa? —le preguntó.

—Qué va, compañero, dele caña.

Hogan sonrió e hizo girar la llave. Al principio, todo fue bien, pero de pronto, se oyó una serie de leves chasquidos metálicos, y Hogan vio cómo el mecanismo se enrollaba. Al dar la tercera vuelta a la llave, surgió del interior otro chasquido, y a partir de entonces, la llave empezó a girar sin resistencia alguna.

—¿Lo ve?

—Sí —repuso Hogan dejando la boca sobre el mostrador.

El juguete, posado sobre sus extraños pies anaranjados, permaneció inmóvil. Scooter golpeó las muelas izquierdas con uno de sus dedos nudosos. Las mandíbulas se abrieron. Uno de los pies avanzó un vacilante paso. Al cabo de un instante, la boca dejó de moverse y cayó de lado, sobre la llave, una sonrisa torcida e incorpórea en medio de la nada. Después, los grandes dientes volvieron a juntarse con un leve chasquido. Eso fue todo.

Hogan, que jamás había tenido un presentimiento, se vio acometido de repente por una certidumbre sobrecogedora y repugnante al mismo tiempo. «Dentro de un año, este hombre llevará ocho meses bajo tierra, y si alguien desenterrase el ataúd y levantara la tapa, vería una boca idéntica a esta surgiendo de su cara muerta y seca como una trampa de esmalte.»

Volvió a alzar la vista hacia los ojos de Scooter, que relucían como oscuras gemas en engastes deslustrados, y de repente ya no solo sintió deseos de marcharse, sino una acuciante necesidad de salir de ahí cuanto antes.

—Bueno —empezó esperando que Scooter no extendiera la mano para estrechársela—, tengo que irme. Le deseo mucha suerte, señor.

Scooter extendió la mano, pero no para estrechársela. En lugar de ello, volvió a colocar la goma en torno a la boca, aunque Hogan no sabía por qué, puesto que no funcionaba, la puso derecha sobre los extraños pies de cartón y la deslizó por el mostrador hacia Hogan.

—Muchas gracias —repuso por fin—. Y llévese esta boca. Se la regalo.

—Oh… bueno, gracias, pero no podría…

—Claro que sí, hombre —interrumpió Scooter—. Llévesela para su hijo. Le encantará tenerla en un estante del cuarto aunque no funcione. Entiendo mucho de chicos. Yo mismo he criado a tres.

—¿Cómo sabe que tengo un hijo? —inquirió Hogan.

Scooter guiñó el ojo. Fue un gesto tan terrorífico como patético.

—Se le ve en la cara —aseguró—. Vamos, llévesela.

El viento volvió a arreciar, arrancando gemidos de los tablones del edificio. Hogan cogió la boca por los pies, sorprendido una vez más por lo pesada que era.

—Aquí tiene —dijo Scooter mientras extraía de debajo del mostrador una bolsa de papel casi tan arrugada y maltrecha como su rostro—. Métala aquí. Lleva una cazadora muy bonita. La deformará si lleva la boca en el bolsillo.

Dejó la bolsa sobre la mesa como si comprendiera que Hogan no sentía deseo alguno de tocarle.

—Gracias —contestó al tiempo que metía la boca en la bolsa y enrollaba la parte superior de la misma—. Gracias también de parte de Jack… mi hijo.

Scooter esbozó una sonrisa que reveló dos hileras de dientes tan falsos, aunque no tan grandes, como los del juguete.

—Ha sido un placer, señor. Conduzca con cuidado hasta que salga de esta tormenta. Todo irá bien cuando llegue a las colinas.

—Sí, ya lo sé —asintió Hogan antes de carraspear—. Gracias otra vez. Espero que… esto… que se mejore pronto.

—Ya me gustaría —respondió Scooter en tono neutro—, pero no creo que tenga muchas posibilidades, ¿no le parece?

—Esto… bueno —farfulló Hogan al tiempo que se percataba de que no tenía ni la más remota idea del modo de acabar aquella conversación—. Cuídese.

—Lo mismo digo —repuso Scooter con una inclinación de cabeza.

Hogan retrocedió hasta la puerta, la abrió y la sujetó con fuerza al comprobar que el viento intentaba arrebatársela y empujarla contra la pared. Una nube de arena fina le golpeó el rostro. Cerró los ojos para protegerse de ella.

Salió de la tienda, cerró la puerta tras de sí, se cubrió la boca y la nariz con la solapa de su estupenda cazadora, atravesó el porche, bajó los escalones y se dirigió hacia la furgoneta Dodge reformada que había estacionado justo detrás de los surtidores de gasolina. El viento le tiraba del cabello, y la arena le aguijoneaba las mejillas. Estaba a punto de alcanzar la puerta del conductor cuando sintió que alguien le tiraba de la manga.

—¡Eh, oiga! ¡Oiga!

Hogan giró sobre sus talones. Era el chico rubio de la cara pálida de rata. Estaba encogido a causa del viento y la arena, y solo llevaba una camiseta y unos 501 desvaídos. Tras él, la señora Scooter tiraba de un bicho sarnoso atado a una correa corta; se dirigía hacia la parte trasera de la tienda. Lobo, el perro salvaje de Minnesota, parecía un cachorro de pastor alemán desnutrido, y además, el más débil de la camada.

—¿Qué quieres? —replicó Hogan, aunque sabía perfectamente lo que quería el chico.

—¿Puede llevarme? —preguntó el muchacho a gritos para hacerse oír por encima del estruendo del viento.

Por lo general, Hogan no llevaba a autoestopistas, al menos, no desde cierta tarde de hacía cinco años. Había parado para recoger a una chica en las afueras de Tonopah. Allí parada junto a la carretera, la muchacha se parecía a una de esas huerfanitas de ojos tristes de los pósters de Unicef, una niña que daba la impresión de que su madre y su último amigo habían muerto en el mismo incendio una semana antes. Pero en cuanto subió a la furgoneta, Hogan se percató de la piel grasienta y los ojos enloquecidos propios de una drogadicta, aunque para entonces ya era demasiado tarde. La chica le había apuntado con una pistola y le había exigido la cartera. La pistola era vieja y estaba oxidada. La empuñadura aparecía envuelta en cinta aislante; de hecho, Hogan dudaba de que estuviera cargada o de que disparara si lo estaba… pero tenía mujer e hijo en Los Ángeles, e incluso aunque hubiera sido soltero, ¿merecía la pena jugarse la vida por ciento cuarenta dólares? En aquel momento no se lo había parecido, ni siquiera entonces, en una época en que acababa de empezar su nuevo trabajo y ciento cuarenta dólares significaban mucho más para él. Le dio la cartera. Por entonces, el novio de la chica había aparcado un sucio Chevrolet Nova azul junto a la furgoneta, en aquellos tiempos una Ford Encoline, ni mucho menos tan elegante como la Dodge XRT. Hogan había preguntado a la chica si le dejaría conservar el carné de identidad y las fotografías de Lita y Jack.

—Te jodes, cariño —replicó la chica y le abofeteó con su propia cartera antes de apearse y salir corriendo hacia el coche azul.

Efectivamente, los autoestopistas no traían más que problemas.

Pero la tormenta estaba arreciando, y el chico ni siquiera tenía una chaqueta. ¿Qué le iba a decir? Te jodes, cariño. Métete debajo de una roca con el resto de las lagartijas y espera a que amaine el viento.

—De acuerdo —convino.

—¡Gracias, tío! ¡Muchas gracias!

El chico corrió hacia la portezuela derecha, intentó abrirla, comprobó que estaba cerrada con llave y se quedó esperando mientras encogía los hombros hacia las orejas. El viento le alzaba el dorso de la camiseta como una vela, revelando trozos de una espalda delgada y sembrada de granos.

Hogan se volvió hacia Alimentación y Zoo de Carretera Scooter cuando se dirigía hacia la portezuela izquierda. Scooter estaba de pie junto a la ventana, mirándole. Alzó la mano, con la palma hacia fuera en un ademán solemne. Hogan le devolvió el gesto antes de introducir la llave en la cerradura. Abrió la puerta, pulsó el botón de apertura que había junto al elevalunas eléctrico e indicó al muchacho que subiera.

El chico entró y tuvo que utilizar ambas manos para cerrar la portezuela. El viento aullaba en torno a la furgoneta y la mecía.

—¡Vaya! —jadeó el chico mesándose el cabello con un gesto brusco.

Había perdido el cordón de la zapatilla y el cabello le caía sobre los hombros en mechones lacios.

—Qué tormenta, ¿eh? ¡Una pasada! —prosiguió.

—Sí.

Había una consola entre los dos asientos delanteros, el tipo de asientos que los folletos gustan de llamar «sillas de capitán», y Hogan dejó la bolsa de papel en una de las bandejitas para vasos. A continuación, hizo girar la llave de contacto. El motor se puso en marcha con un suave rugido propio de un vehículo bien cuidado.

El muchacho se volvió para lanzar una mirada de admiración a la parte trasera de la furgoneta. Había una cama plegable que en aquel momento servía como sofá, una pequeña cocina de gas, algunos estantes en los que Hogan guardaba las muestras de sus artículos y un lavabo en el rincón posterior.

—¡Qué guapo, tío! —exclamó el chico—. Con todas las comodidades.

Se volvió para mirar a Hogan.

—¿Hacia dónde vas? —le preguntó.

—A Los Ángeles.

—¡Qué guay, yo también!

Extrajo el paquete de Merit recién comprado y le dio unos golpecitos para sacar un cigarrillo.

Hogan había encendido los faros y puesto la primera. En aquel momento, puso el coche en punto muerto y se volvió hacia el chico.

—Vamos a aclarar un par de cosas —empezó.

El chico le lanzó su mirada inocente de ojos muy abiertos.

—Claro, tío, no hay problema.

—Primero, no suelo llevar a autoestopistas. Hace unos años tuve una mala experiencia con uno. Aquello me vacunó, por así decirlo. Te llevaré hasta el otro lado de las colinas de Santa Clara, pero eso es todo. Ahí hay un área de servicio, Sammy’s. Está cerca de la autopista. Ahí es donde nos separaremos, ¿estamos?

—Vale, de acuerdo.

Seguía mirándole con ojos inocentes y muy abiertos.

—Segundo, si no puedes aguantarte sin fumar, nos separamos ahora mismo, ¿estamos?

Durante un breve instante, Hogan entrevió la otra mirada del muchacho (y aunque apenas lo conocía, estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que solo tenía dos); era la mirada mezquina, vigilante. De pronto, volvió a ser todo inocencia y ojos abiertos de par en par. Se colocó el cigarrillo tras la oreja y le mostró las manos vacías. Fue entonces cuando Hogan vio el tatuaje casero que el chico lucía en el bíceps izquierdo: DEF LEPPARD HASTA LA MUERTE.

—Nada de pitillos —asintió el chico—. Entendido.

—Muy bien. Soy Bill Hogan —se presentó Hogan extendiendo la mano.

—Bryan Adams —repuso el chico mientras se la estrechaba.

Hogan volvió a poner la primera y se dirigió lentamente hacia la carretera 46. De pronto, sus ojos se posaron sobre una funda de casete que yacía sobre el salpicadero. Era Reckless, de Bryan Adams.

«Seguro —pensó—. Tú eres Bryan Adams y yo soy Beethoven. Qué, acabas de parar en Alimentación y Zoo de Carretera Scooter para recabar material para tus próximos discos, ¿eh, tío?»

Al salir a la carretera, luchando por ver algo entre la polvareda, se sorprendió pensado de nuevo en la muchacha de Tonopah que le había abofeteado con su propia cartera antes de huir. Empezó a darle mala espina todo aquel asunto.

De pronto, una intensa ráfaga de viento empujó la furgoneta hacia el carril contrario, por lo que Hogan tuvo que concentrarse en la conducción.

Viajaron en silencio durante un rato. Al volver la cabeza hacia la derecha, Hogan vio que el chico estaba recostado en su asiento con los ojos cerrados… tal vez dormido o adormilado, o tal vez simplemente fingía dormir porque no tenía ganas de hablar. A él no le importaba, pues tampoco tenía ganas de hablar. En primer lugar, no tenía ni la menor idea de lo que podría decirle al señor Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU. Seguro que el joven señor Adams no estaba en el mercado de etiquetas o lectores de códigos de barras universales, que era lo que él vendía. Y en segundo lugar, mantener la furgoneta en la carretera se estaba convirtiendo en un auténtico desafío.

Tal como había augurado la señora Scooter, la tormenta había arreciado. La carretera no era más que un fantasma mortecino, rasgado a intervalos irregulares por costillas de arena tostada. Aquellos bultos eran como tramos rugosos para reducir la velocidad y obligaban a Hogan a conducir a unos cuarenta kilómetros por hora. En fin, aquello no le importaba tanto. En algunos puntos, sin embargo, la arena se había esparcido en mantos más llanos por la superficie de la carretera, camuflándola, y en aquellos lugares, Hogan se veía obligado a reducir la velocidad a veinticinco kilómetros por hora, a navegar guiado por el reflejo de los faros en los catadriópticos alineados al borde de la carretera.

De vez en cuando, un coche o un camión surgía de la arena como un fantasma prehistórico de ojos redondos y ardientes. Uno de ellos, un Lincoln Mark IV del tamaño de un camión, circulaba por el centro de la carretera. Hogan tocó el claxon y se desvió hacia la derecha, sintiendo el crujido de la arena contra los neumáticos, percibiendo la mueca de impotencia que se dibujó en sus labios. Cuando ya creía que el otro vehículo lo obligaría a lanzarse a la cuneta, el Lincoln volvió a su propio carril, de modo que Hogan pasó junto a él casi rozándolo. Le pareció oír el chasquido metálico de su parachoques besando el parachoques del otro coche, pero dado el chirrido constante del viento, estaba casi seguro de que se había tratado de imaginaciones suyas. Entrevió el rostro del otro conductor, un anciano calvo muy erguido en su asiento, que escudriñaba la cortina de arena con una mirada concentrada casi propia de un maníaco. Hogan agitó el puño en su dirección, pero el vejestorio ni se dignó a mirarlo. «Probablemente ni se ha enterado de mi presencia —pensó Hogan—. Ni, por supuesto, de que ha estado a punto de echárseme encima.»

Durante unos instantes, se sintió tentado de abandonar la carretera. Los neumáticos derechos se hundían cada vez más en la arena, y la furgoneta empezaba a ladearse. Sin embargo, se limitó a pisar el acelerador con mayor fuerza y continuar en la misma dirección, mientras su última camisa decente se empapaba de sudor a la altura de las axilas. Por fin, la presión de la arena sobre los neumáticos cedió, y Hogan percibió que volvía a tener la furgoneta bajo control. Exhaló un suspiro de alivio.

—Conduces de narices, tío.

Había estado tan concentrado que había olvidado a su pasajero, por lo que al oírlo hablar se sobresaltó de tal forma que estuvo a punto de girar bruscamente hacia la izquierda, lo cual no habría hecho sino traerle más problemas. Se volvió para mirar al chico rubio, que le estaba observando. Sus ojos relucían de un modo inquietante, sin el menor atisbo de somnolencia.

—Cuestión de suerte —repuso Hogan—. Si hubiera un sitio para parar, me pararía… pero conozco este tramo de carretera. O paramos en Sammy’s o nada. Una vez hayamos pasado las colinas el tiempo mejorará.

—Eres vendedor, ¿verdad?

—Tú lo has dicho.

Habría preferido que el chico no hablara. Quería concentrarse en la carretera. Más adelante, unos faros antiniebla surgían de las tinieblas como espectros amarillos. Fueron seguidos de un Iroc Z con matrícula de California. La furgoneta y el Z se cruzaron con gran lentitud como dos ancianas en el pasillo de una residencia geriátrica. Por el rabillo del ojo, Hogan vio que el chico se sacaba el cigarrillo de detrás de la oreja y empezaba a juguetear con él. Bryan Adams, desde luego. ¿Por qué le habría dado un nombre falso? Era como algo sacado de una vieja película barata, el tipo de película que se puede ver en las sesiones de madrugada, una película policíaca en blanco y negro en la que el viajante, personaje interpretado probablemente por Ray Milland, recoge a un muchacho, interpretado por Nick Adams, por ejemplo, que acaba de evadirse de la prisión de Gabbs o Deeth o algún sitio parecido…

—¿Y qué es lo que vendes, colega?

—Etiquetas.

—¿Etiquetas?

—Exacto. Etiquetas con el código de barras universal. Es un pequeño bloque con un número determinado de barras negras.

Hogan quedó sorprendido al ver que el chico asentía.

—Ah, sí, son las que pasan por ese trasto del ojo eléctrico en los supermercados y entonces el precio aparece en la caja como por arte de magia, ¿no?

—Sí, aunque no es magia ni tampoco un ojo eléctrico. Es un lector láser. También los vendo yo. Tanto los grandes como los portátiles.

—Qué pasada, tronco.

El matiz de sarcasmo en su voz era vago… pero inequívoco.

—Bryan.

—¿Sí?

—Me llamo Bill, no tío ni colega ni, desde luego, tronco.

Cada vez sentía mayores deseos de retroceder en el tiempo, regresar a Scooter para poder decirle al chico que no lo llevaba. Los Scooter no eran mala gente; sin duda lo habrían dejado quedarse hasta que la tormenta cesara por la tarde. Tal vez la señora Scooter incluso le habría dado cinco pavos por cuidar a la tarántula, las serpientes de cascabel y a Lobo, el Increíble Perro Salvaje de Minnesota. A Hogan cada vez le gustaban menos aquellos ojos de color verde grisáceo. Sentía en el rostro el peso de aquellos ojos duros como piedrecillas.

—Claro… Bill. Bill el Tío de las Etiquetas.

Bill permaneció en silencio. El chico entrelazó los dedos y dobló las manos para hacer crujir los nudillos.

—Bueno, como decía mi vieja, no es mucho pero da para vivir, ¿verdad, Tío de las Etiquetas?

Hogan gruñó algo poco comprometedor y se concentró en la carretera. La sensación de que había cometido un error se había convertido en certeza. Al recoger a aquella chica, Dios le había permitido salir bien librado. «Por favor —rogó en silencio—. Una vez más, ¿de acuerdo, Dios? Mejor aún, haz que me haya equivocado con este chico, haz que no sea más que una paranoia agudizada por las bajas presiones, el viento y la coincidencia de un nombre que, al fin y al cabo, no puede ser tan poco común.»

Vio acercarse un gran camión Mack; el bulldog plateado que había sobre la rejilla del radiador parecía observar la polvareda. Hogan volvió a desviarse a la derecha hasta sentir que la arena acumulada en el borde de la carretera se apoderaba de los neumáticos. La larga caja que remolcaba el Mack había bloqueado la visión de Hogan. Se encontraba a unos diez centímetros de la furgoneta, y parecía que no iba a acabar de pasar nunca.

—Parece que te van bien las cosas, Bill —comentó el chico rubio cuando el camión hubo pasado por fin—. Un cacharro como este debe de haberte costado al menos treinta de los grandes. Así que, ¿por qué…?

—Me costó mucho menos —terció Hogan.

No sabía si «Bryan Adams» había advertido el tono cortante de su voz, pero él sí lo había percibido.

—Yo mismo hice la mayor parte de las reformas.

—Aun así, no parece que te estés muriendo de hambre. Así que, ¿por qué no pasas de todo esto y surcas el cielo azul?

Era una pregunta que Hogan se hacía a veces en los largos viajes entre Tempe y Tucson o Las Vegas y Los Ángeles; el tipo de pregunta que no tenía que hacerse cuando no encontraba nada en la radio aparte de pop pésimo o música carroza, y escuchaba la última cinta del número uno en ventas de Libros Grabados, cuando no había nada que contemplar aparte de kilómetros y kilómetros de hondanadas y arbustos, todo ello propiedad del Tío Sam.

Podría decir que se le agudizaba la sensibilidad hacia los clientes y sus necesidades al viajar en coche por las tierras en que vivían y vendían sus productos, y era cierto, pero no era esa la razón. Podría decir que facturar las cajas de muestras, que eran demasiado voluminosas como para guardarlas bajo el asiento del avión, era un coñazo, y que esperarlas en la cinta de llegada de equipajes siempre se convertía en una aventura; en cierta ocasión, una caja que contenía cinco mil etiquetas de refrescos aterrizó en Hilo, Hawai, en lugar de Hillside, Arizona. Así pues, eso también era cierto, pero tampoco era la razón.

La razón era que en 1982 se había hallado a bordo de un avión de la compañía Western Pride que se había estrellado en las mesetas a unos veinticinco kilómetros al norte de Reno. Seis de los diecinueve pasajeros y los dos miembros de la tripulación habían muerto. Hogan se había roto la espalda. Había pasado cuatro meses en la cama y diez más encerrado en un aparato ortopédico que Lita llamaba la Virgen de Hierro[4]. La gente, fuera quien fuese esa gente, decía que si te caes del caballo tienes que volver a montar de inmediato. William I. Hogan había decidido que aquello era una chorrada, y a excepción de un viaje a Nueva York para asistir al funeral de su padre, durante el cual se había tomado dos Valium y no había cesado de apretarse los nudillos hasta dejarlos blancos, jamás había vuelto a poner los pies en un avión.

Volvió en sí de repente y se percató de dos cosas. No se había cruzado con nadie en la carretera desde el enorme camión Mack, y el chico lo seguía mirando con aquellos ojos inquietantes, a la espera de que contestara a su pregunta.

—Una vez tuve una mala experiencia en un avión —explicó—. Desde entonces, he optado siempre por el tipo de transporte que te permite pararte en el arcén cuando te falla el motor.

—Desde luego, has tenido un montón de malas experiencias, Bill, tío —comentó el chico con una repentina nota de sardónico pesar—. Y ahora, cuánto lo siento, vas a tener una más.

Se oyó un breve chasquido metálico. Hogan se volvió y no quedó demasiado sorprendido al ver que el chico sostenía una navaja abierta, cuya hoja medía unos veinte centímetros.

«Oh, mierda —se dijo Hogan—. Ahora que por fin había sucedido, que lo tenía delante de las narices, apenas sentía miedo. Solo cansancio. Oh, mierda, y a solo setecientos kilómetros de casa. Maldita sea.»

—Para, Bill, tío. Y despacito.

—¿Qué es lo que quieres?

—Si de verdad no sabes la respuesta a tu propia pregunta, entonces es que eres más tonto de lo que pareces.

Una leve sonrisa bailaba en las comisuras de los labios del chico. El tatuaje casero de su brazo se ondulaba cada vez que se contraía el músculo oculto bajo él.

—Quiero la pasta, y creo que también quiero tu casa de putas sobre ruedas, al menos por un rato. Pero no te preocupes… Hay una pequeña área de servicio por aquí cerca, Sammy’s. La gente que no pare para llevarte te mirará como si fueras un cagarro de perro pegado a sus zapatos, y quizá tengas que suplicar un poquito, pero estoy seguro de que alguien te llevará a la larga. Y ahora, para el coche.

Hogan se sorprendió un poco al comprobar que no solo estaba cansado, sino también enojado. ¿Había estado enojado en aquella ocasión, cuando la chica le robó la cartera? Sinceramente, no lo recordaba.

—No me vengas con tonterías —dijo al tiempo que se volvía hacia el chico—. Yo te he llevado cuando lo necesitabas, y no te he hecho suplicar. Si no fuera por mí, aún estarías tragando arena y con el pulgar extendido. Así que, ¿por qué no guardas esa cosa? Ha…

De repente, el chico alargó el brazo que sostenía la navaja, y Hogan sintió una punzada de ardiente dolor en la mano derecha. La furgoneta se tambaleó y sufrió una sacudida al hundirse de nuevo en uno de los montones de arena acumulada en la cuneta.

—He dicho que pares. O vas a pie o te dejo en el barranco más cercano con el cuello rebanado y uno de tus trastos lectores de precios metido en el culo. ¿Y quieres saber una cosa? Voy a fumar un pitillo detrás de otro durante todo el camino a Los Ángeles, y cada vez que me acabe uno, lo apagaré en tu maldito salpicadero.

Hogan se miró la mano y advirtió una línea diagonal de sangre que se extendía desde el nudillo del meñique hasta la base del pulgar. Y ahí estaba de nuevo el enojo… solo que ahora se había convertido en verdadera rabia, y si el cansancio seguía allí, entonces estaba enterrado en las profundidades de aquel ojo rojo e irracional. Intentó conjurar la imagen de Lita y Jack para controlar sus sentimientos antes de que se apoderaran por completo de él y lo obligaran a hacer alguna locura, pero la imagen era vaga y borrosa. En su mente había una imagen clara, eso sí, pero era la imagen equivocada, el rostro de la chica de las afueras de Tonopah, la chica de la boca lobuna bajo los ojos tristes de póster, la chica que le había dicho «Te jodes, cariño» antes de abofetearle con su propia cartera.

Pisó el acelerador y la furgoneta empezó a circular a mayor velocidad. La aguja del cuentakilómetros pasó de los cuarenta y cinco kilómetros.

El chico adoptó una expresión sorprendida, a continuación confundida y, por último, enojada.

—Pero ¿qué haces? ¡Te he dicho que pares! ¿Quieres acabar con los intestinos en el regazo o qué?

—No lo sé —replicó Hogan.

Mantuvo el pie sobre el acelerador. La velocidad había aumentado a más de setenta. La furgoneta pasó sobre una serie de pequeñas dunas y tembló como un perro febril.

—¿Qué es lo que quieres, niñato? ¿Qué te parece un cuello roto? Lo único que tengo que hacer es girar el volante. Yo me he puesto el cinturón. Veo que a ti se te ha olvidado.

Los ojos de color verde grisáceo lo miraban muy abiertos, relucientes en una mezcla de temor y rabia. Se supone que tienes que parar, decían aquellos ojos. Eso es lo que tiene que pasar si te apunto con una navaja, ¿es que no lo sabes?

—No provocarás un accidente —afirmó el chico, aunque Hogan creyó que estaba intentando convencerse de ello.

—¿Y por qué no? —replicó Hogan al tiempo que se volvía hacia él—. Al fin y al cabo, estoy casi seguro de que yo saldré ileso, y la furgoneta está asegurada. Tú verás, capullo. ¿Qué te parece la idea?

—Eres… —empezó el chico.

De pronto, sus ojos se abrieron aún más y perdió todo interés por Hogan.

—¡Cuidado! —chilló.

Hogan volvió la cabeza con brusquedad y vio cuatro enormes faros blancos que se abalanzaban sobre él a través de la polvareda. Era un camión cisterna que probablemente transportaba gasolina o propano. Un claxon hidráulico surcaba el aire como el grito de una oca gigantesca y enfurecida. ¡MOOOOC! ¡MOOOOOC! ¡MOOOOOOOC!

La furgoneta se había desviado mientras Hogan intentaba negociar con el chico, y ahora era él el que estaba en medio de la carretera. Giró el volante hacia la derecha, a sabiendas de que no le serviría de nada, de que era demasiado tarde. Sin embargo, el camión también se estaba moviendo, desviándose al igual que Hogan se había desviado para esquivar el Mark IV. Los dos vehículos se cruzaron bailando entre las nubes de arena, a menos de un suspiro de distancia. Hogan percibió que los neumáticos derechos de la furgoneta volvían a hundirse en la arena y supo que no tenía ni la más mínima posibilidad de mantener la furgoneta en la carretera… no a más de setenta y cinco kilómetros por hora. Cuando la silueta borrosa de la gran cisterna de acero hubo desaparecido de su vista (en el costado de la cisterna se veían las palabras SUMINISTROS AGRÍCOLAS Y FERTILIZANTES ORGÁNICOS CARTER), Hogan sintió que el volante se convertía en papilla entre sus dedos, que seguía arrastrando el vehículo hacia la derecha. Y por el rabillo del ojo, vio que el chico volvía a inclinarse hacia delante, navaja en ristre.

«¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás loco?», quería gritar al chico, pero habría sido una pregunta estúpida, aun cuando hubiera tenido tiempo de formularla. Por supuesto, el chico estaba loco; no había más que echar un buen vistazo a aquellos ojos de color verde grisáceo para saberlo. Sin duda, Hogan también estaba loco por haberse ofrecido a llevarlo, pero nada de eso importaba en aquel momento. Tenía una situación que afrontar, y si se permitía el lujo de creer que aquello no podía estar pasándole a él, si se permitía creerlo aunque fuera por un solo instante, lo más probable es que lo encontraran al día siguiente o al otro con el cuello rebanado y los ojos devorados por los buitres. Aquello estaba sucediendo; era real.

El chico intentó mantener el equilibrio para clavar la navaja en el cuello de Hogan, pero en aquel momento, la furgoneta empezó a ladearse de nuevo y hundirse cada vez más en la cuneta ahogada en arena. Hogan se apartó para esquivar la hoja, soltó el volante, y cuando ya creía haberse librado del ataque, sintió la húmeda calidez de la sangre que le goteaba por el cuello. La navaja le había abierto la mejilla desde la mandíbula hasta la sien. Alargó la mano derecha para intentar agarrar la muñeca del chico, pero en aquel momento, la rueda delantera de la furgoneta tropezó con una piedra del tamaño de un teléfono público y dio un salto brusco, igual que los coches que salen en las películas que, sin duda, tanto gustaban a aquel chico sin raíces. La furgoneta volcó en el aire, con las cuatro ruedas patas arriba, a unos cincuenta kilómetros por hora según el cuentakilómetros, y Hogan sintió que el cinturón de seguridad se le clavaba en el pecho y el vientre. Era como revivir el accidente de avión… En aquel momento, como entonces, era incapaz de creer que aquello estuviera sucediendo de verdad.

El chico salió despedido hacia arriba y hacia delante, aunque no soltó la navaja. Su cabeza rebotó en el techo cuando el techo y el suelo de la furgoneta cambiaron de lugar. Hogan observó que su mano izquierda seguía agitándose con violencia, y advirtió con asombro que el crío seguía intentando apuñalarlo. Desde luego, era una serpiente de cascabel. Hogan había estado en lo cierto, pero nadie le había extraído el veneno a aquel bicho.

De repente, la furgoneta chocó contra el suelo duro del desierto. Los estantes del equipaje se desprendieron, y la cabeza del chico volvió a chocar contra el techo de vehículo, esta vez con mucha más fuerza. La navaja se le había escurrido de entre los dedos. Los armarios de la parte trasera de la furgoneta se abrieron de golpe, y montones de libros de muestras y lectores láser se esparcieron por todas partes. Hogan percibió a medias un chillido inhumano… el prolongado berrido del techo de la XRT al deslizarse por la gravilla del desierto hacia el otro extremo del barranco. «Así que esta es la sensación que uno tendría si estuviera dentro de una lata en el momento en que alguien la abriera con un abrelatas», se dijo.

El parabrisas se hizo añicos, lanzando una nube de millones de fragmentos afilados. Hogan cerró los ojos y alzó los brazos para protegerse el rostro mientras la furgoneta seguía rodando, ladeándose sobre el lado de Hogan el tiempo suficiente para romper la ventanilla del conductor y enviar al interior una ráfaga de piedras y tierra polvorienta antes de enderezarse. Durante un instante se balanceó como si fuera a volcar sobre el lado del muchacho… y fue entonces cuando se detuvo por completo.

Hogan permaneció quieto durante unos cinco segundos, con los ojos abiertos de par en par, las manos aferradas a los apoyabrazos del asiento, sintiéndose un poco como el capitán Kirk después de un ataque de los Klingon. Era consciente de la cantidad de tierra y trozos de vidrio que descansaban sobre su regazo, así como de que había algo más, aunque no sabía qué era. También era consciente del viento, que lanzaba más tierra a través de los cristales rotos.

De pronto, su visión quedó bloqueada por un objeto que se movía a toda velocidad. El objeto era un amasijo de piel blanca, nudillos en carne viva y sangre roja. Era un puño que golpeó a Hogan en plena nariz. El dolor fue inmediato e inmenso, como si alguien le hubiera disparado una bengala directamente en el cerebro. Durante un instante, quedó cegado, inmerso en un gran destello blanco. Recuperó la vista en el momento en que las manos del chico le rodearon el cuello y le cortaron la respiración.

El crío, Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU., estaba inclinado sobre la consola que había entre los dos asientos delanteros. La sangre procedente de media docena de heridas abiertas en el cuero cabelludo le llenaba las mejillas, la nariz y la frente como si de pintura de guerra se tratara. Los ojos de color verde grisáceo estaban clavados en él con la furia propia de un demente.

—¡Mira lo que has hecho, hijo de puta! —chilló—. ¡Mira lo que me has hecho!

Hogan intentó apartarse y pudo inhalar media bocanada de aire cuando las manos del chico resbalaron por un momento, pero con el cinturón aún atado y bloqueado, por lo visto, no iba a llegar muy lejos. Las manos del chico se le aferraron casi al instante, y esta vez, le oprimió la tráquea con los pulgares.

Hogan intentó alzar las manos, pero los brazos del chico, rígidos como barrotes de prisión, le impedían realizar cualquier movimiento. Intentó apartar aquellos brazos, pero no se movían ni un ápice. Ahora oía otro viento… un viento agudo que rugía dentro de su cabeza.

—¡Mira lo que me has hecho, imbécil de mierda! ¡Estoy sangrando!

Era la voz del crío, pero ahora sonaba mucho más lejana.

«Me está matando», pensó Hogan. «Exacto. Te jodes, encanto», corroboró otra voz.

Aquella vocecilla hizo aflorar de nuevo el enojo. Alargó la mano hacia el regazo para comprobar qué había allí aparte de tierra y vidrios rotos. Era una bolsa de papel que contenía un objeto abultado, aunque Hogan no recordaba de qué se trataba. Hogan se aferró a la bolsa y asestó un tremendo puñetazo a la mandíbula del chico, contra la que su mano chocó con un golpe sordo. El chico lanzó un grito de sorpresa y dolor, y soltó el cuello de Hogan al caer hacia atrás.

Hogan inhaló una profunda y convulsa bocanada de aire y oyó un sonido que le recordó el aullido de una tetera lista para ser retirada del fuego. «¿Soy yo el que hace ese ruido? ¿Dios mío, soy yo?»

Respiró profundamente una vez más. El aire que inhaló estaba lleno de polvo, le quemó la garganta y le hizo toser, pero, pese a todo, era celestial. Bajó la mirada hacia su puño y distinguió con claridad la silueta de la boca saltarina contra la bolsa de papel marrón.

Y de repente sintió que se movía.

Aquel movimiento tenía algo tan sobrecogedoramente humano que Hogan lanzó un grito y soltó la bolsa de inmediato; era como si acabara de recoger una mandíbula humana que intentara entablar conversación con su mano.

La bolsa golpeó la espalda del chico y cayó al suelo alfombrado mientras Bryan Adams se ponía de rodillas con ademanes pesados. Hogan oyó el sonido de la goma al romperse… y el inconfundible chasquido de los dientes al abrirse y cerrarse.

«Seguro que solo es un diente fuera de sitio —había asegurado Scooter—. Seguro que un hombre un poco manitas puede conseguir que vuelva a funcionar.»

«O tal vez bastaría con un buen golpe», reflexionó Hogan. «Si salgo de esta con vida y vuelvo a pasar por esta carretera, tendré que decirle a Scooter que lo único que hay que hacer para arreglar una boca saltarina es hacer volcar la furgoneta y utilizarla para pegar a un autoestopista psicótico que intenta estrangularte; tan fácil que incluso un niño podría hacerlo.»

La boca saltarina castañeteaba y emitía chasquidos dentro de la bolsa de papel rasgada; los costados de la bolsa se hinchaban y deshinchaban, confiriéndole el aspecto de un pulmón amputado que se negara a morir. El chico se apartó a rastras de la bolsa mientras sacudía la cabeza para intentar aclarársela. La sangre brotaba de sus mechones lacios en una finísima lluvia.

Hogan encontró el botón del cinturón y lo pulsó. Nada. La hebilla no cedió ni un milímetro, y el cinturón seguía bloqueado y tirante como un calambre, clavado en la grasa de su vientre de mediana edad y a través de su pecho. Intentó mecerse en el asiento con la intención de soltar el cinturón. El flujo de sangre que le inundaba el rostro se tornó más intenso, y sintió que su mejilla se agitaba hacia delante y hacia atrás como una tira de papel pintado reseco, pero eso fue todo. Percibió que una oleada de pánico intentaba abrirse camino por entre el shock que había sufrido, y echó un vistazo por encima del hombro para ver qué estaba tramando el chico.

Resultó que no tramaba nada bueno. Había divisado la navaja en el extremo más alejado de la furgoneta, sobre un montón de manuales de instrucciones y folletos. La cogió, se apartó el cabello del rostro y miró por encima del hombro a Hogan. Estaba sonriendo, y había algo en aquella sonrisa que hizo que las pelotas de Hogan se tensaran y encogieran a un tiempo, hasta que tuvo la sensación de que alguien le había metido un par de huesos de melocotón en los calzoncillos.

«¡Ajá! —decía la sonrisa del chico—. Durante un momento o dos he estado preocupado… realmente preocupado, pero todo va a salir bien a fin de cuentas. Ha habido un poco de improvisación durante un rato, pero ahora ya volvemos a trabajar sobre el guión.»

—¿Te has quedado atascado, Tío de las Etiquetas? —preguntó el chico por encima del incesante aullido del viento—. Sí, ¿verdad? Qué suerte que llevaras el cinturón de seguridad, ¿verdad? Qué suerte para mí.

El chico intentó incorporarse, y estuvo a punto de conseguirlo, pero de pronto se le doblaron las rodillas. Una expresión de sorpresa tan exagerada que habría resultado cómica bajo otras circunstancias cruzó su rostro por un instante. A continuación, volvió a apartarse del rostro el cabello empapado en sangre y empezó a arrastrarse de nuevo en dirección a Hogan, la mano izquierda cerrada en torno a la empuñadura de imitación de hueso de la navaja. El tatuaje de Def Leppard subía y bajaba a cada flexión de su bíceps malnutrido, y Hogan le recordó el modo en que las palabras de la camiseta de Myra, NEVADA ES TIERRA DE DIOS, se habían ondulado cuando la mujer se movía.

Hogan agarró la hebilla del cinturón de seguridad y pulsó con ambos pulgares el botón de apertura con el mismo entusiasmo con el que el chico se había abalanzado sobre su tráquea. Ningún resultado. El cinturón estaba atascado. Se retorció para mirar al crío.

Bryan Adams había llegado hasta la cama plegable, donde se había detenido. La expresión de cómica sorpresa había reaparecido en su rostro. Tenía la vista clavada al frente, lo cual significaba que estaba mirando algo que había en el suelo, y de repente Hogan se acordó de la boca, que seguía avanzando y castañeteando.

Bajó la mirada justo a tiempo para ver la boca saltarina gigante salir de la rasgada bolsa marrón y ponerse en marcha sobre sus extraños pies anaranjados. Las muelas, los colmillos y los incisivos subían y bajaban con rapidez, emitiendo un sonido parecido al del hielo dentro de una coctelera. Los zapatos, elegantes en sus polainas blancas, casi parecían rebotar sobre la alfombra gris. A Hogan le recordó a Fred Astaire bailando claqué por todo el escenario, a Fred Astaire con un bastón bajo el brazo y el sombrero calado sobre un ojo.

—¡Mierda! —exclamó el chico casi riendo—. ¿Es eso por lo que has estado regateando en la tienda? ¡Joder! Yo te mato, Tío de las Etiquetas, te mato y le hago un favor al mundo.

«La llave —pensó Hogan—. La llave que hay en un lado de la boca, la que sirve para darle cuerda… No se mueve.»

Y de repente tuvo otra premonición, y comprendió a la perfección lo que estaba a punto de ocurrir. El chico alargaría el brazo para cogerla.

De pronto, la boca se detuvo y dejó de castañetear. Permaneció quieta sobre el suelo ligeramente ladeado de la furgoneta, las mandíbulas algo separadas. Pese a que carecía de ojos, pareció lanzar una mirada enigmática al chico.

—Una boca saltarina —exclamó el señor Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU.

En aquel momento, alargó el brazo y rodeó la boca con la mano derecha, tal como había previsto Hogan.

—¡Muérdelo! —gritó—. ¡Arráncale los malditos dedos!

El chico alzó la cabeza con ademán brusco y lo miró con aquellos ojos de color verde grisáceo, abiertos ahora en una expresión de asombro. Clavó la mirada en Hogan por un instante, con aquella expresión de sorpresa estúpida… y entonces se echó a reír. Tenía una risa aguda, histérica, un complemento perfecto para el viento que aullaba a través de la furgoneta y agitaba las cortinas como si fueran largas manos fantasmales.

—¡Muérdeme! ¡Muérdeme! ¡Muérdemeeeeee! —canturreó el chico como si se tratara del chiste más gracioso que hubiera oído en su vida—. ¡Eh, Tío de las Etiquetas! ¡Creía que era yo el que se había dado un golpe en la cabeza!

El chico sujetó la empuñadura de la navaja entre los dientes e introdujo el índice de la mano izquierda entre los dientes de la boca saltarina gigante.

—¡Buérbebe! —farfulló con la boca llena de la empuñadura, mientras soltaba risitas ahogadas y agitaba el dedo entre las enormes mandíbulas—. ¡Buérbebe! ¡Abos, buérbebe!

La boca no se movió, ni tampoco los pies. El presentimiento de Hogan se desplomó a su alrededor al igual que los sueños se desploman al despertar. El chico introdujo el dedo entre los dientes una vez más, empezó a sacarlo… y entonces empezó a gritar a pleno pulmón.

—¡Oh, mierda! ¡MIERDA! ¡Cabrón HIJODEPUTA!

Durante un largo instante, el corazón de Hogan dio un vuelco, pero no tardó en darse cuenta de que, aunque el chico seguía gritando, lo que en realidad estaba haciendo era reír. Reírse de él. La boca había permanecido completamente inmóvil.

El chico levantó la boca para echarle un vistazo de cerca al tiempo que volvía a coger la navaja. Agitó la hoja ante la boca saltarina como un maestro que agitara el puntero ante un alumno travieso.

—No deberías morder —amonestó—. Eso no está nada…

De repente, uno de los pies anaranjados avanzó un paso sobre la mugrienta palma de la mano del chico. Las mandíbulas se abrieron al mismo tiempo, y antes de que Hogan se percatara de lo que sucedía, la boca saltarina se había cerrado en torno a la nariz del muchacho.

Esta vez, los gritos de Bryan Adams eran reales… fruto de la agonía y de la madre de todas las sorpresas. Intentó apartar la boca de sí con la mano derecha, pero el juguete estaba atascado en su garganta con el mismo empeño con el que el cinturón de seguridad de Hogan se cerraba sobre su vientre. Sangre y filamentos de cartílago surgieron por entre los colmillos en tiras rojas. El chico cayó de espaldas y por un momento, Hogan no vio más que su cuerpo caído, los brazos dando sacudidas, los pies surcando el aire. En aquel momento distinguió el destello de la navaja.

El chico volvió a gritar y se incorporó hasta quedar sentado. El largo cabello le caía sobre el rostro como una cortina. La boca sobresalía como el remo de una extraña barca. De algún modo, el chico había conseguido insertar la hoja de la navaja entre la boca y lo que le quedaba de nariz.

—¡Mátalo! —gritó Hogan con voz ronca.

Había perdido el juicio. De alguna forma, comprendía que tenía que haber perdido el juicio, pero de momento no importaba.

—¡Vamos, mátalo!

El chico lanzó un chillido, un sonido largo, agudo, y retorció la navaja. La hoja se cerró con un chasquido, pero no antes de lograr separar un poco las incorpóreas mandíbulas. La boca cayó sobre el regazo del chico, y con ella la mayor parte de su nariz.

El chico se apartó el cabello de la cara. Sus ojos de color verde grisáceo bizqueaban en un esfuerzo por mirarse el muñón despedazado que surgía del centro de su rostro. Tenía la boca contraída en un rictus de dolor, los tendones del cuello tensos como alambres.

Alargó el brazo para hacerse con la boca. El juguete retrocedió con agilidad sobre sus pies de cartón anaranjado. Subía y bajaba, desfilando a la perfección mientras sonreía al chico, que ahora estaba sentado con el trasero apoyado sobre las pantorrillas. Tenía la pechera de la camiseta empapada de sangre.

En aquel instante, el chico dijo algo que confirmó las sospechas de Hogan de que había perdido el juicio, pues solo en un delirio desbocado podían pronunciarse semejantes palabras.

—¡Debuélbebe bi dariz, hijo de buta!

El chico alargó el brazo hacia la boca, y entonces el juguete echó a correr hacia delante, bajo la mano que se agitaba, y se oyó un chasquido carnoso cuando se cerró sobre el bulto de los vaqueros desvaídos, justo debajo del punto en el que terminaba la cremallera.

Los ojos de Bryan Adams se abrieron como platos. Su boca también. Alzó las manos a la altura de los hombros, con las palmas abiertas, y por un momento se pareció a una especie de extraño Al Jolson a punto de cantar la canción Mammy. La navaja voló por encima de su hombro y fue a estrellarse en el extremo más alejado de la furgoneta.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios míoooooooo…!

Los pies anaranjados se movían con rapidez, como si bailaran una danza escocesa. Las mandíbulas rosadas de la boca saltarina gigante subían y bajaban, como si dijeran ¡Sí! ¡Sí!, y a continuación se movieron hacia delante y hacia atrás como si dijeran ¡No! ¡No!

—¡Diooooooooooooo…!

Cuando la tela de los vaqueros del chico empezó a rasgarse (y no era lo único que se estaba rasgando, a juzgar por el sonido), Hogan perdió el conocimiento.

Volvió en sí dos veces. La primera debió de ser al cabo de poco rato, porque la tormenta seguía aullando a través y alrededor de la furgoneta, y la luz apenas había cambiado. Intentó volverse, pero una monstruosa punzada de dolor le atenazó el cuello. Se trataba tan solo de un latigazo, por supuesto, y probablemente no tan grave como podría haber sido o como sería al día siguiente.

Siempre y cuando siguiera vivo al día siguiente.

«El chico. Tengo que girarme y asegurarme de que está realmente muerto.»

«No, no lo hagas. Claro que está muerto. Si no estuviera muerto, tú sí lo estarías.»

De pronto oyó un sonido nuevo tras de sí, el chasquido constante de la boca.

«Viene a por mí. Ha acabado con el chico, pero todavía tiene hambre, por eso viene a por mí.»

Volvió a colocar las manos en la hebilla del cinturón de seguridad, pero el mecanismo de apertura seguía atascado y además parecía que no tenía fuerza en las manos.

La boca se acercaba cada vez más; se hallaba justo detrás de su asiento, a juzgar por el sonido, y la mente confusa de Hogan leyó un ritmo en el incesante chasquido que producía. «Clic clac, clic clac. Soy la boca, clic clac, y he vuelto a por más. Mira cómo ando, mira cómo mastico, me lo he comido a él, ahora te comeré a ti y luego me iré.»

Hogan cerró los ojos.

El chasquido cesó.

Solo se oía ya el incesante aullido del viento y el susurro de la arena al golpear el costado abollado de la XRT.

Hogan esperó. Al cabo de un rato que se le antojó eterno, oyó un solo chasquido, seguido del ruido característico de fibras al desgarrarse. Hubo una pausa, y a continuación se repitieron ambos sonidos.

¿Qué está haciendo?

La tercera vez que se produjo el chasquido del rasgueo, sintió que el respaldo de su asiento se movía y comprendió lo que sucedía. La boca estaba trepando por el respaldo hacia él. De alguna forma estaba trepando hacia él.

Hogan recordó el momento en que la boca se había cerrado en torno al bulto que sobresalía bajo la cremallera de los vaqueros del chico, e intentó desmayarse de nuevo. Una nube de arena entró por el parabrisas roto y le hizo cosquillas en las mejillas y la frente.

Clic… ras. Clic… ras. Clic… ras.

La última secuencia había sonado muy cerca. Hogan no quería bajar la mirada, pero no pudo contenerse. Y más allá de su cadera derecha, donde el asiento se encontraba con el respaldo, vio una sonrisa amplia y blanca. Ascendía con exasperante lentitud, ayudándose con los pies anaranjados, que Hogan no veía, cada vez que aferraba un pequeño pliegue de funda gris entre los incisivos… antes de abrir las mandíbulas y subir otro trocito.

En aquel momento, la boca se aferró al bolsillo de los pantalones de Hogan, y este volvió a perder el conocimiento.

Cuando lo recobró por segunda vez, el viento había amainado y casi era noche cerrada. La atmósfera había adquirido un matiz violáceo que Hogan no recordaba haber visto nunca en el desierto. Las cortinas de arena que barrían el desierto más allá de los restos del parabrisas parecían niños fantasmales en plena huida.

Durante un momento, no recordó la razón por la que había ido a parar ahí. Lo último que recordaba era el momento en que había echado un vistazo al indicador de gasolina, había visto que estaba casi vacío y al alzar la mirada, ahí estaba el cartel que anunciaba ALIMENTACIÓN Y ZOO DE CARRETERA SCOOTER GASOLINA CAFETERÍA CERVEZA FRÍA. ¡VEAN SERPIENTES DE CASCABEL VIVAS!

Comprendió que podía aferrarse a la amnesia durante un rato si así lo deseaba; si le concedía un poco de tiempo, su subconsciente tal vez incluso podría desterrar ciertos recuerdos peligrosos para siempre. Pero tal vez también sería peligroso no recordar. Muy peligroso. Porque…

El viento aulló de nuevo. Nubes de arena golpearon el maltrecho costado de la furgoneta. Casi sonaba como

(¡dientes! ¡dientes! ¡dientes!)

La frágil superficie de la amnesia se resquebrajó y liberó todo el torrente de golpe, y el calor abandonó la superficie de la piel de Hogan. Emitió un ronco gruñido al recordar el sonido

(chump)

que había emitido la boca saltarina al acercarse al paquete del chico, e instintivamente se protegió el paquete con las manos mientras buscaba la boca con ojos desesperados.

No la vio, pero la libertad con la que sus hombros siguieron el movimiento de sus ojos le resultaba extraña. Bajó la mirada hacia su regazo y apartó las manos. Ya no era prisionero del cinturón de seguridad. Ahí estaba, tirado sobre la alfombra gris. La lengüeta de metal seguía hundida en la hebilla, pero tras ella tan solo quedaba un jirón de tela roja. El cinturón no había sido cortado, sino roído.

Al mirar por el espejo retrovisor vio otra cosa. Las puertas traseras de la furgoneta estaban abiertas, y sobre la alfombra de la parte posterior tan solo se veía una vaga huella roja con forma humana, el lugar en el que había yacido el chico. El señor Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU., había desaparecido.

Y la boca saltarina también.

Hogan salió de la furgoneta muy despacio, como un hombre afectado por un caso gravísimo de artritis. Advirtió que si mantenía la cabeza completamente recta, el dolor no era tan terrible… pero cuando lo olvidaba e intentaba mirar en derredor, una serie de espantosas punzadas le atenazaban el cuello, los hombros y la parte superior de la espalda. Ni siquiera podía permitirse el lujo de echar la cabeza hacia atrás.

Se dirigió con toda lentitud hacia las puertas traseras, acariciando suavemente la superficie pelada y abollada mientras escuchaba el crujido de vidrios rotos bajo sus pies. Permaneció largo rato en el extremo posterior del lado del conductor, temeroso de doblar la esquina. Temeroso de que, cuando lo hiciera, ahí estaría el chico, aún en cuclillas, con la navaja en la mano izquierda y esbozando aquella sonrisa vacua. Sin embargo, no podía quedarse ahí, sosteniendo la cabeza erguida sobre su cuello magullado como si fuera una gran botella de nitroglicerina, a la espera de que la noche se cerrara sobre él, así que por fin se decidió a doblar la esquina.

Nadie. El chico había desaparecido de verdad. O al menos eso le pareció en el primer momento.

El viento se alzó de nuevo, agitando el cabello de Hogan alrededor de su maltrecho rostro, y a continuación amainó por completo. En aquel momento, Hogan oyó una suerte de chirrido a unos veinte metros de distancia. Miró en aquella dirección justo a tiempo para ver desaparecer las suelas de las zapatillas del chico por encima de un montículo. Las zapatillas aparecían separadas en forma de V. Se detuvieron por un instante, como si lo que fuera que estuviera arrastrando el cuerpo necesitara unos momentos de reposo para recobrar fuerzas, y a continuación reanudaron sus movimientos espasmódicos.

Una imagen de claridad terrible y momentánea cruzó la mente de Hogan. Vio la boca saltarina apoyada sobre sus extraños pies anaranjados, al otro lado del montículo, con esas polainas tan guapas que hacían que los monigotes del anuncio de las pasas de California parecieran palurdos de Fargo, Dakota del Norte, la boca erguida bajo la eléctrica luz violácea que se había extendido sobre aquellas tierras desiertas al oeste de Las Vegas, cerrada en torno a un grueso mechón del cabello rubio del chico.

La boca saltarina retrocedía.

La boca saltarina llevaba a Bryan Adams a Ninguna Parte, EE.UU.

Hogan se dio la vuelta y caminó lentamente hacia la carretera, manteniendo la cabeza de nitroglicerina erguida sobre el cuello. Tardó cinco minutos en cruzar la hondonada y otros quince en conseguir que un coche le recogiera. Y durante todo ese rato, no volvió la vista atrás ni una sola vez.

Nueve meses más tarde, un caluroso y claro día de junio, Bill Hogan volvió a pasar por Alimentación y Zoo de Carretera Scooter… salvo que la tienda había cambiado de nombre. EL RINCÓN DE MYRA, rezaba el cartel. GASOLINA-CERVEZA FRÍA-VÍDEOS. Bajo las letras se veía el dibujo de un lobo, o tal vez solo un lobo, que gruñía a la luna. El propio Lobo, el Increíble Perro Salvaje de Minnesota, estaba tendido en una jaula colocada a la sombra del toldo del porche. Tenía las patas traseras extendidas en ademán extravagante, y el hocico apoyado en las patas delanteras. No se levantó cuando Hogan salió del coche para llenar el depósito. No había rastro de las serpientes de cascabel ni de la tarántula.

—Hola, Lobo —saludó Hogan mientras subía los escalones.

El inquilino de la jaula rodó sobre sí mismo y dejó que su larga lengua roja le colgara seductora de la boca al alzar la mirada hacia Hogan.

El interior de la tienda parecía mayor y más limpio. Hogan supuso que ello se debía a que el tiempo no era tan amenazador ese día, pero había más. Las ventanas estaban limpias, lo cual confería al lugar un aspecto del todo distinto. Las paredes de tablones habían sido sustituidas por paneles de madera que todavía olían a bosque y resina. En la parte trasera de la tienda había una barra de bar nueva con cinco taburetes. La vitrina de artículos de broma seguía ahí, pero los petardos para cigarrillos, los matasuegras y los polvos pica-pica habían desaparecido. La vitrina estaba llena de estuches de vídeo. Un cartel escrito a mano rezaba PELÍCULAS X EN LA TRASTIENDA «PARA MAYORES DE 18 AÑOS».

La mujer de la caja estaba de perfil, con la mirada fija en la calculadora con la que estaba trabajando. Por un momento, Hogan creyó que se trataba de la hija del señor y la señora Scooter, el complemento femenino de aquellos tres chicos de los que Scooter le había hablado. Pero cuando la mujer alzó la cabeza, Hogan comprobó que se trataba de la propia señora Scooter. Le resultaba difícil creer que pudiera ser la misma mujer de pechos monstruosos que casi había reventado las costuras de su camiseta NEVADA ES TIERRA DE DIOS, pero así era. La señora Scooter había perdido al menos veinticinco kilos, y se había teñido el cabello de un brillante color castaño. Tan solo las arruguitas del sol que circundaban sus ojos y su boca eran las mismas.

—¿Ha puesto gasolina? —preguntó.

—Sí. Quince dólares.

Le alargó un billete de veinte, y la mujer registró la cantidad en la caja.

—Este sitio ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí.

—Ha habido muchos cambios desde que murió Scooter —asintió la señora Scooter mientras extraía un billete de cinco de la caja.

Cuando estaba a punto de entregárselo, lo miró bien por primera vez y vaciló.

—Oiga… ¿no es usted el tipo al que por poco matan el año pasado, el día de la tormenta?

Bill asintió con un gesto y extendió la mano.

—Me llamo Bill Hogan.

La mujer no titubeó, sino que extendió la mano y se la estrechó con un firme apretón. Por lo visto, la muerte de su marido le había mejorado el carácter… o tal vez se debía tan solo a que la espera de la muerte había terminado.

—Siento lo de su marido. Parecía un buen hombre.

—¿Scoot? Sí, era un buen hombre antes de ponerse enfermo —corroboró—. ¿Y usted qué tal? ¿Se ha recuperado del todo?

Hogan volvió a asentir con un gesto.

—Llevé un collarín durante unas seis semanas, y no por primera vez, por cierto, pero ya estoy bien.

La mujer estaba observando la cicatriz que le recorría toda la mejilla derecha.

—¿Se lo hizo él? ¿El chico ese?

—Sí.

—Le rajó bien, ¿eh?

—Sí.

—Me han dicho que quedó hecho polvo en el accidente, y que luego se arrastró hasta el desierto para morir —comentó la mujer al tiempo que le lanzaba una mirada perspicaz—. ¿Fue eso lo que pasó?

—Más o menos, creo —repuso Hogan con una sonrisa.

—J. T., el sheriff de por aquí, dijo que los animales se ensañaron con él. Las ratas del desierto no son nada corteses por estos parajes.

—No conozco mucho estos parajes.

—J. T. dijo que ni la propia madre del chico lo habría reconocido.

La mujer se llevó una mano al reducido pecho y miró a Hogan con una expresión de gran solemnidad.

—Y que me aspen si miento.

Hogan lanzó una carcajada. En las semanas y los meses que habían pasado desde la tormenta, había empezado a reír mucho más de lo habitual. A veces le parecía que toda su actitud hacia la vida había cambiado.

—Tuvo suerte de que no lo matara —comentó la señora Scooter—. Se libró por los pelos. Seguro que Dios estaba con usted.

—Exacto.

Hogan bajó la vista hacia la vitrina de los vídeos.

—Veo que ha retirado los artículos de broma.

—¿Esos trastos viejos? ¡Desde luego! Fue la primera cosa que hice después de… —De repente abrió los ojos de par en par—. ¡Madre mía! ¡Virgen santa! Tengo algo suyo. Si me olvido de dárselo, estoy segura de que Scooter volverá para atormentarme.

Hogan frunció el ceño, desconcertado, pero la mujer ya había dado la vuelta al mostrador. Se puso de puntillas y bajó un objeto de un estante alto situado sobre el de los cigarrillos. Hogan comprobó sin sorpresa alguna que se trataba de la boca saltarina gigante. La mujer la dejó junto a la caja registradora.

Hogan miró fijamente la sonrisa helada y despreocupada, y se vio acometido por la intensa sensación de haber vivido aquella situación con anterioridad. Allí estaba, la boca saltarina más grande del mundo, apoyada en sus extraños zapatos anaranjados junto al tarro de salchichas ahumadas, fresca como una brisa de montaña, sonriéndole como si dijera: «Hola, tío. No te habrás olvidado de mí, ¿eh? Yo no me he olvidado de ti, amigo mío. Para nada».

—La encontré en el porche al día siguiente, cuando amainó la tormenta —explicó la señora Scooter entre risas—. Muy propio del viejo Scoot regalarle algo y luego meterlo en una bolsa agujereada. Estuve a punto de tirarla, pero me dijo que quería dársela, y que la guardara en algún estante. Dijo que un viajante que pasaba una vez volvería a pasar algún día… y aquí está usted.

—Sí —repuso Hogan—. Aquí estoy.

Cogió la boca y deslizó los dedos por entre las mandíbulas ligeramente separadas. Pasó la yema del dedo por las muelas, y le pareció escuchar a Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU., canturrear: «¡Muérdeme! ¡Muérdeme! ¡Muérdemeeeee!».

¿Estarían las muelas todavía manchadas con el rastro reseco de la sangre del chico? A Hogan le pareció ver algo en el fondo de la boca, pero tal vez no era más que una sombra.

—La he guardado porque Scooter me dijo que tenía usted un hijo.

—Es verdad —asintió Hogan.

«Y el niño todavía tiene padre —pensó—. Y la razón está en mis manos en este momento. La pregunta es: ¿Regresó caminando sobre sus pequeños pies anaranjados porque esta era su casa… o porque de algún modo sabía que Scooter lo sabía? ¿Que Scooter sabía que tarde o temprano un viajante siempre vuelve a pasar por un sitio, del mismo modo que se dice que un asesino siempre vuelve a la escena del crimen?»

—Bueno, pues si todavía la quiere, ya se la puede llevar —dijo la mujer.

Adoptó una expresión solemne durante un instante, y entonces se echó a reír.

—Mierda, seguramente la habría tirado de todas formas, solo que me olvidé. Claro que sigue rota.

Hogan hizo girar la llave que sobresalía de la encía. La llave dio dos vueltas, emitiendo pequeños chasquidos, y a la tercera empezó a girar sin resistencia. Estaba rota. Claro que estaba rota. Y seguiría rota hasta que decidiera que quería dejar de estarlo por un rato. Y la cuestión no residía en cómo había regresado a la tienda, ni siquiera por qué, ya que eso era muy sencillo. Había estado esperándole, a él, William I. Hogan. Había estado esperando al Tío de las Etiquetas.

La cuestión era la siguiente: ¿qué quería?

Introdujo un dedo en la blanca sonrisa metálica.

—Muérdeme. ¿Quieres morderme?

La boca permaneció quieta, apoyada en sus fantásticos pies anaranjados, sonriendo.

—Parece que no habla —terció la señora Scooter.

—No —convino Hogan.

De pronto, se sorprendió pensando en el chico. El señor Bryan Adams de Ninguna Parte, EE.UU. Había un montón de chicos como él. Y también un montón de adultos como él, que se arrastraban por las carreteras como arbustos muertos movidos por el viento, siempre dispuestos a robarte la cartera, a decirte «Te jodes, encanto» y echar a correr. Uno podía dejar de llevar a autoestopistas, instalarse una alarma en casa, cosa que también había hecho, pero el mundo seguía siendo duro, un mundo en el que los aviones caían del cielo, en el que los locos podían aparecer por cualquier esquina, y en el que siempre podía tomarse alguna medida de seguridad más. Al fin y al cabo, tenía una esposa en la que pensar.

Y un hijo.

Sería conveniente que Jack guardara la boca saltarina encima de su mesa. Por si acaso pasaba algo.

Por si acaso.

—Gracias por guardarla —dijo por fin mientras cogía la boca saltarina por los pies con todo cuidado—. Creo que a mi hijo le encantará aunque esté rota.

—Dele las gracias a Scoot, no a mí. ¿Quiere una bolsa? —inquirió con una sonrisa—. Tengo bolsas de plástico… Nada de agujeros, se lo garantizo.

Hogan meneó la cabeza y se guardó la boca en un bolsillo de la cazadora.

—La llevaré aquí —repuso al tiempo que le devolvía la sonrisa—. Bien a mano.

—Como quiera. Vuelva por aquí —exclamó mientras Hogan se dirigía hacia la puerta—. Hago unos bocadillos de ensalada de pollo estupendos.

—No lo dudo. Volveré —aseguró Hogan.

Salió al porche, bajó los escalones y se detuvo un momento bajo el sol del desierto, con una sonrisa pintada en el rostro. Se sentía bien. Se sentía bien a menudo aquellos días. Se había convencido de que así era como había que sentirse.

A su izquierda, Lobo, el Increíble Perro Salvaje de Minnesota, se puso en pie, empujó el hocico por entre el alambre cruzado de la jaula y ladró. En el bolsillo de Hogan, la boca saltarina emitió un solo chasquido. Fue un sonido débil, pero Hogan lo oyó… y percibió un movimiento. Se dio una palmadita en el bolsillo.

—Tranquilo, amigo —susurró.

Hogan atravesó el patio con prontitud, subió a su nueva furgoneta Chevrolet y se puso en camino hacia Los Ángeles. Había prometido a Lita y a Jack que llegaría a casa a las siete, a las ocho como máximo, y le gustaba cumplir sus promesas.