El otoño de Nueva Inglaterra y la delgada tierra se muestran en algunos fragmentos entre los dientes de león y la ambrosía, a la espera de las primeras nevadas, que aún tardarán al menos un mes en caer. Las alcantarillas están sembradas de hojas muertas, el cielo aparece siempre gris, y las cañas del maíz se alinean en ordenadas hileras cual soldados que han encontrado un fantástico modo de morir de pie. Las calabazas, hundidas por la podredumbre, se amontonan apoyadas contra cobertizos anodinos, y despiden un olor que recuerda el aliento de una vieja. En esta época del año, no hace frío ni calor, tan solo se percibe una brisa pálida que nunca cesa, que sopla sobre los desnudos campos, bajo el cielo blanco que surcan, de camino al sur, bandadas de pájaros en forma de cheurones. El viento levanta polvo de los suaves hombros de los caminos y lo convierte en derviches danzantes; divide los campos exhaustos del modo en que un peine divide el cabello, y se abre paso hasta los coches desguazados que se agolpan en los jardines traseros.
La casa de los Newall, situada en Town Road, n.° 3, goza de una espléndida vista sobre lo que en Castle Rock se conoce como el Recodo. De algún modo, resulta imposible experimentar cualquier sensación positiva al ver esta casa. Ofrece un aspecto de muerte que la falta de pintura no logra explicar del todo. El jardín delantero consiste en un amasijo de morones a los que las primeras heladas conferirán una silueta aún más grotesca. Una delgada columna de humo surge de la tienda de Brownie, situada al pie de la colina. Antaño, el Recodo constituía una parte bastante importante de Castle Rock, pero eso se acabó con la guerra de Corea. En el viejo escenario de la banda municipal que hay frente a la tienda de Brownie, dos niños pequeños se pasan un camión rojo de bomberos. Tienen rostros cansados y gastados, rostros de viejos, casi. Sus manos parecen cortar el aire cuando se pasan el camión de juguete, y solo se detienen de vez en cuando para limpiarse las narices que no cesan de gotear.
En la tienda, Harley McKissick, un hombre corpulento y de rostro colorado, preside la sesión, mientras que el viejo John Clutterbuck y Lenny Partridge permanecen sentados junto a la estufa con las piernas apoyadas en ella. Paul Corliss está apoyado en el mostrador. La tienda despide un olor antiguo, olor a salami, papel matamoscas, café, tabaco, sudor, Coca-Cola pasada, pimienta, clavo y loción capilar O’Dell, que parece semen y transforma el cabello en escultura. Un cartel salpicado de moscas muertas, que anuncia una cena a base de alubias celebrada en 1986, todavía aparece apoyado contra el escaparate, junto a otro cartel que anuncia la actuación de Ken Corriveau, el cantante de country, en la feria del condado de Castle de 1984. La luz y el sol de casi diez veranos han caído implacables sobre este último cartel, y ahora, Ken Corriveau, que lleva más de cinco años apartado del mundo de la música y actualmente se dedica a vender Fords en Chamberlain, presenta un aspecto desvaído y a un tiempo tostado. En la parte trasera de la tienda se ve un inmenso congelador de vidrio, traído de Nueva York en 1933, y en cada rincón se percibe el vago pero persistente aroma de los granos de café.
Los viejos observan a los niños y hablan en tono bajo y confuso. John Clutterbuck, cuyo nieto, Andy, está muy ocupado emborrachándose a muerte este otoño, ha estado hablando del vertedero del pueblo. El vertedero apesta a rayos en verano, dice. Nadie discute este punto, porque es cierto, pero tampoco están demasiado interesados en el tema, porque no es verano, es otoño, y la enorme estufa de gasóleo despide una aplastante oleada de calor. El termómetro de Winston, colgado tras el mostrador, marca veinticinco grados. La frente de Clutterbuck muestra una inmensa hendidura justo encima de la ceja izquierda, producto de un golpe que se dio en un accidente de coche en 1963. A veces, los niños le preguntan si pueden tocarla. De hecho, el viejo Clut ha sacado un buen puñado de dinero a muchos veraneantes, que no se creen que la hendidura de la frente de Clut pueda albergar el contenido de un vaso de tamaño mediano.
—Paulson —murmura Harley McKissick.
Un viejo Chevrolet se ha detenido detrás del cacharro de Lenny Partridge. En el costado hay un cartel de cartón sujeto con cinta de embalaje. REPARACIÓN DE SILLAS DE MIMBRE GARY PAULSON COMPRAVENTA DE ANTIGÜEDADES, reza el cartel, además de indicar el número de teléfono. Gary Paulson se apea del coche con lentitud, un anciano enfundado en pantalones verdes desvaídos con un gran parche de pana en el trasero. Extrae un nudoso bastón del coche, y se aferra con firmeza al marco de la portezuela hasta que coloca el bastón ante él en la posición que le gusta. El mango del bastón aparece envuelto en la funda de un manillar de bicicleta de niño, como un condón. El bastón deja pequeñas marcas circulares en el polvo cuando Paulson emprende su cuidadosa excursión en dirección a la puerta de la tienda de Brownie.
Los niños del escenario alzan la vista para mirarlo, a continuación siguen su mirada, atemorizados, al parecer, hasta el bulto algo ladeado y crepitante de la casa de Newall, allá en la colina, y después vuelven a concentrarse en su coche de bomberos.
Joe Newall se instaló en Castle Rock en 1904 y allí permaneció hasta 1929, pero amasó su fortuna en las serrerías de un pueblo cercano, Gates Falls. Era un hombre flacucho, de rostro enojado y ojos de córneas amarillentas. Compró al Banco Nacional de Oxford una gran parcela de terreno en el Recodo, cuando aquel sector era próspero y contaba con serrerías e incluso una fábrica de muebles. El banco se lo había arrebatado a Phil Budreau en un embargo de hipoteca a la que contribuyó el sheriff del condado, Nickerson Campbell. Phil Budreau, un tipo popular, pero al que la mayoría de sus vecinos consideraba un poco tonto, se trasladó a Kittery y pasó los diez o doce años siguientes haciendo chapuzas con coches y motos. A continuación, partió hacia Francia para luchar contra los teutones, cayó de un avión durante una misión de reconocimiento, o al menos eso es lo que cuenta la historia, y se mató.
La parcela de Budreau permaneció abandonada durante la mayor parte de aquellos años, pues a la sazón, Joe Newall vivía en una casa de alquiler en Gates Falls y se ocupaba de amasar una fortuna. Era más famoso por sus severas medidas empresariales que por el modo en que había salvado una serrería que había estado al borde de la ruina en 1902, el año en que él la había comprado. Los trabajadores lo llamaban Joe de los Despidos, porque si alguien dejaba de acudir a un solo turno, lo ponía de patitas en la calle sin aceptar ni siquiera escuchar disculpa alguna.
Se casó con Cora Leonard, sobrina de Carl Stowe, en 1914. El matrimonio tenía gran valor a los ojos de Joe Newall, por supuesto, pues Cora era la única pariente viva de Carl, y, sin duda, recibiría una buena tajada en cuanto Carl pasara a mejor vida, siempre y cuando, claro está, Joe mantuviera buenas relaciones con él, y Joe, por supuesto, no tenía otra intención que estar a buenas con el viejo, quien, en sus buenos tiempos, había sido Muy Listo, pero en los últimos años de su vida, se había vuelto Bastante Blando. Había otras serrerías en la zona que podían comprarse por cuatro chavos y reformarse…, siempre y cuando uno tuviera un pequeño capital de arranque. Joe no tardó en disponer de dicho capital, pues el adinerado tío de su mujer falleció un año después de la boda.
Así pues, el matrimonio tenía gran valor, sin duda alguna. Cora, por su parte, no tenía ninguno. Era una especie de saco de patatas, increíblemente ancha de caderas, con un trasero increíblemente grande, pero de pecho casi tan plano como un chico y dotada de un cuello ridículamente corto, sobre el que su desproporcionada cabeza se asemejaba a un extraño girasol pálido. Las mejillas le colgaban, flácidas; sus labios eran tiras de hígado; tenía un rostro tan inexpresivo como la luna llena de una noche invernal. Sudaba tanto que sus vestidos mostraban grandes manchas oscuras bajo los sobacos incluso en febrero, y un fétido olor a sudor la acompañaba dondequiera que fuese.
En 1915, Joe empezó a construir una casa para su mujer en la parcela de Budreau, y al cabo de un año dio la impresión de estar terminada. Era una construcción pintada de blanco y dotada de doce habitaciones que surgían de los ángulos más inverosímiles. Joe Newall no era popular en Castle Rock, en parte porque había amasado su fortuna fuera del pueblo, en parte porque Budreau, su predecesor, había sido un encanto de hombre, aunque un estúpido, no cesaban de recordarse, y su estupidez y amabilidad iban siempre de la mano, y eso no podía olvidarse jamás; pero Joe era impopular sobre todo porque su maldita casa no había sido construida con mano de obra del pueblo. Antes de que se colgaran los canalones y los alerones, alguien garabateó con tiza amarilla un dibujo obsceno y una palabra anglosajona monosílaba sobre la entrada de montante en abanico.
En 1920, Joe Newall se había convertido en un hombre rico. Sus tres serrerías de Gates Falls marchaban viento en popa, repletas de los beneficios producidos por una guerra mundial y alimentadas regularmente con los pedidos de la nueva o incipiente clase media. Empezó a construir una nueva ala en su casa. La mayoría de la gente del pueblo lo consideraba innecesario, pues al fin y al cabo, vivían los dos solos, y casi todos opinaban que el añadido no hacía sino afear una construcción que la mayoría consideraban ya de por sí de una fealdad inconmensurable. La nueva ala añadía un piso a la casa y contemplaba ciega la colina, que en aquellos tiempos aparecía cubierta de pinos dispersos.
La noticia de que la familia iba a incorporar un nuevo miembro llegó desde Gates Falls, y la fuente de información más probable era Doris Gingercroft, a la sazón enfermera del doctor Robertson. Así pues, el ala nueva de la casa constituía una suerte de celebración, al parecer. Tras seis años de gozo conyugal y cuatro años en el Recodo, durante los cuales la gente solo la había visto a distancia, cuando cruzaba el jardín o cogía flores (azafrán, rosas silvestres, margaritas salvajes, escarpines de dama, amapolas) en el prado que se extendía tras el edificio, después de todos aquellos años, Cora Leonard Newall había florecido.
Cora nunca hacía la compra en la tienda de Brownie. Cada jueves por la tarde, acudía a la tienda de Kitty Korner, en el centro comercial de Gates Falls.
En enero de 1921, Cora dio a luz un monstruo sin brazos y, según se rumoreaba, con un pequeño racimo de dedos perfectos saliéndole de una de las cuencas oculares. La criatura murió después de que seis horas de contracciones arrojaran su carita roja e inconsciente a la luz de este mundo. Joe añadió una cúpula a la casa diecisiete meses más tarde, a finales de primavera de 1922, pues en Maine occidental no hay principios de primavera, solo finales de primavera y antes de eso, invierno. Siguió comprando sus provisiones fuera del pueblo, y no quería saber nada de la tienda de Bill Brownie McKissick. Asimismo, nunca puso los pies en la Iglesia Metodista del Recodo. El bebé deforme que había salido del vientre de su mujer fue enterrado en el panteón que los Newall poseían en Gates Falls, y no en Homeland, el cementerio local. La inscripción de la pequeña lápida rezaba:
SARAH TAMSON TABITHA FRANCINE NEWALL
14 DE ENERO DE 1921
QUE DIOS LA ACOJA EN SU SENO
En la tienda hablaban de Joe Newall, de la mujer de Joe y de la casa de Joe mientras el hijo de Brownie, Harley, demasiado joven para afeitarse (pero, pese a ello, con la senectud enterrada en lo más profundo de su ser, hibernando, esperando, tal vez soñando), aunque lo suficientemente mayor como para apilar verduras y colocar montones de patatas en los estantes de calle cuando se lo ordenaban, permanecía cerca y escuchaba. Sobre todo hablaban de la casa, pues consideraban que era una afrenta a la sensibilidad y a la vista.
—Pero llega a gustarte —afirmaba de vez en cuando Clayton Clutterbuck, el padre de John.
Nunca obtenía respuesta a su comentario. Era una afirmación que carecía de significado alguno… pero, al mismo tiempo, constituía un hecho patente. Si uno estaba ante la tienda de Brownie, mirando las frutas del bosque para escoger la mejor caja durante la estación de las frutas del bosque, tarde o temprano volvía la mirada hacia la casa de la colina, del mismo modo que la veleta se vuelve hacia el nordeste antes de una ventisca de marzo. Tarde o temprano, uno sentía la necesidad de mirar, y con el paso del tiempo, más temprano que tarde en el caso de la mayoría de la gente. Porque, como decía Clayt Clutterbuck, la casa de los Newall atraía.
En 1924, Cora se cayó por la escalera que había entre la cúpula y el ala nueva de la casa, y se rompió el cuello y la espalda. Por el pueblo circulaba el rumor, procedente sin duda de un Comité Femenino de Asistencia, de que en el momento del accidente, Cora estaba completamente desnuda. Recibió sepultura junto a la hija deforme que tan solo había vivido unas horas.
Joe Newall, quien, tal como convenía casi toda la gente del pueblo, tenía algo de sangre judía, siguió ganando dinero a espuertas. Construyó dos cobertizos y un granero en la cima de la colina, todos ellos conectados a la casa principal a través de la nueva ala. El granero quedó terminado en 1927, y su propósito se puso de manifiesto de inmediato; por lo visto, Joe había decidido convertirse en un granjero acomodado. Compró dieciséis vacas a un tipo de Mechanic Falls. Compró una ordeñadora pequeña y brillante al mismo tipo. El aparato se antojaba un pulpo de metal a aquellos que echaron un vistazo al camión de reparto y lo vieron cuando el conductor se detuvo en la tienda de Brownie para tomarse una cerveza fría antes de subir la colina.
Una vez instaladas las vacas y la ordeñadora, Joe contrató a un imbécil de Motton para que se hiciera cargo de su inversión. La razón por la que un propietario de serrerías tan duro y frío como él habría hecho tal cosa asombraba a todos, que se decían que la única causa posible era que Joe estaba perdiendo la cabeza, pero lo cierto es que lo hizo y que, por supuesto, todas las vacas murieron.
El funcionario de sanidad del condado apareció en la colina para echar un vistazo a las vacas, y Joe le mostró un certificado firmado por un veterinario, un veterinario de Gates Falls, se dijeron más tarde los del pueblo, enarcando las cejas del modo más significativo, certificado según el cual las vacas habían muerto de meningitis bovina.
—Eso significa mala suerte en inglés —comentó Joe.
—¿Es un chiste?
—Tómeselo como quiera —replicó Joe—. No pasa nada.
—Haga callar a ese imbécil, ¿quiere? —ordenó el funcionario de sanidad del condado.
Estaba observando al tonto a través de la calzada de entrada. El hombre estaba apoyado contra el buzón, llorando a lágrima viva. Gruesas lágrimas le rodaban por las rechonchas y sucias mejillas. De vez en cuando, se contenía y se daba un buen sopapo, como si él tuviera la culpa de todo cuanto había sucedido.
—A él tampoco le pasa nada.
—A mí me parece que aquí pasa de todo —contravino el funcionario de sanidad—, y lo de menos son esas dieciséis vacas muertas, con las patas tiesas para arriba como si fueran postes. Si las veo desde aquí…
—Pues me alegro —terció Joe—, porque no va a acercarse más.
El funcionario de sanidad del condado tiró el certificado del veterinario de Gates Falls al suelo y lo pisoteó con la bota al tiempo que contemplaba a Joe Newall con el rostro tan ruborizado que las venitas de los lados de la nariz sobresalían casi violetas.
—Quiero ver esas vacas. Llevarme una, si hace al caso.
—No.
—Oiga, usted no es el dueño del mundo… Conseguiré una orden del juez.
—Eso ya lo veremos.
El funcionario de sanidad se marchó mientras Joe lo observaba. En el extremo más alejado de la calzada de entrada, el subnormal, enfundado en su mono de trabajo manchado de estiércol y comprado a través del catálogo de Sears y Roebuck, siguió apoyado en el buzón de los Newall, llorando a lágrima viva. Ahí se quedó todo aquel caluroso día de agosto, llorando tan fuerte como se lo permitían sus pulmones, con el rostro plano y mongoloide vuelto hacia el cielo amarillo.
—Berreando como una ternera a la luz de la luna —fueron las palabras del joven Gary Paulson.
El funcionario de sanidad del condado era Clem Upshaw, de Sirois Hill. Tal vez habría renunciado al asunto en cuanto las aguas se calmaron un poco, pero Brownie McKissick, que le había apoyado para que pasara a ocupar el cargo y que le fiaba una cantidad de cerveza respetable, le acució para que continuara. El padre de Harley McKissick no era la clase de hombre que sacara las garras por norma, y además, por lo general no lo necesitaba, pero hacía tiempo que quería dejar las cosas claras con Joe Newall respecto a la cuestión de la propiedad privada. Quería hacer entender a Joe que la propiedad privada era algo estupendo, por supuesto, algo realmente americano, pero que, pese a ello, la propiedad privada va unida a la comunidad, y en Castle Rock, la gente todavía creía que la comunidad ocupaba el primer lugar, incluso en el caso de tipos ricos que podían construir un trozo de casa sobre su propia casa cada vez que les entraba el capricho. Así pues, Clem Upshaw bajó a Lakery, la capital del condado por aquel entonces, y obtuvo la orden del juez.
En el mismo momento en que la obtenía, un gran furgón pasó junto al imbécil, que seguía aullando, y se dirigió al granero. Cuando Clem Upshaw regresó, ya solo quedaba una vaca, que le miraba con grandes ojos negros, ojos que habían perdido el brillo y se habían tornado distantes bajo la capa de ahechaduras de heno. Clem determinó que al menos aquella vaca había muerto de meningitis bovina y se marchó. En cuanto se perdió de vista, el furgón regresó a recoger la última vaca.
En 1928, Joe inició la construcción de otra ala en la casa. Fue entonces cuando los hombres que se reunían en la tienda de Brownie concluyeron que el hombre estaba loco. Era inteligente, eso sí, pero estaba loco de atar. Benny Ellis afirmó que Joe le había sacado un ojo a su hija y lo guardaba en un frasco de lo que Benny denominaba «flomaldelido» sobre la mesa de la cocina, junto con los dedos amputados que sobresalían de la otra cuenca al nacer la niña. Benny era un apasionado lector de revistas de terror, publicaciones que mostraban mujeres desnudas raptadas por hormigas gigantes y pesadillas similares en las portadas, y, sin lugar a dudas, su historia sobre el frasco de Joe Newall se inspiraba en sus lecturas habituales. Como consecuencia de ello, muchos habitantes de Castle Rock, y no solo del Recodo, no tardaron en afirmar a ultranza que aquello era del todo cierto. Muchos afirmaron que Joe incluso guardaba otras cosas en el frasco, cosas de las que no se podía siquiera hablar.
La segunda ala de la casa quedó terminada en agosto de 1929, y dos noches más tarde, un cacharro rápido que tenía grandes círculos de sodio por ojos se abalanzó entre chirridos sobre la calzada de entrada de la casa de Joe Newall, y el cadáver hediondo y descompuesto de una gran mofeta salió despedido y colisionó contra la nueva ala. El animal estalló por encima de una de las ventanas, dejando un abanico de sangre en los marcos que casi parecía un ideograma chino.
En septiembre de aquel mismo año, un incendio devoró la sala de cardas de la serrería más importante que Newall poseía en Gates Falls, y ocasionó pérdidas valoradas en cincuenta mil dólares. En octubre, la bolsa se desmoronó. En noviembre, Joe Newall se ahorcó de una viga de una de las habitaciones inacabadas, probablemente un dormitorio, del ala más nueva de la casa. Lo encontró Cleveland Torburt, el subdirector de las serrerías de Gates Falls y socio de Joe, o al menos eso se rumoreaba, en toda una serie de negocios de Wall Street que ahora tenían más o menos el mismo valor que el vómito de un chucho tuberculoso. El cadáver fue levantado por el funcionario de justicia del condado, que resultó ser el hermano de Clem Upshaw, Noble.
Joe fue enterrado junto a su mujer y a su hija el último día de noviembre. Era un día claro y brillante, y la única persona que asistió al servicio fue Alvin Coy, conductor del coche fúnebre de Hay & Peabody. Alvin informó de que uno de los espectadores era una mujer joven y de buena figura, que llevaba un abrigo de mapache y un elegante sombrero negro. Sentado en la tienda de Brownie mientras comía un pepinillo directamente del barril, Alvin esbozaba una sonrisa mordaz y contaba a sus compadres que aquella mujer era una preciosidad donde las hubiera. No guardaba similitud alguna con Cora Leonard Newall ni con nadie de su familia, y no había cerrado los ojos durante las plegarias.
Gary Paulson entra en la tienda con exquisita lentitud, y a continuación cierra la puerta tras de sí con todo cuidado.
—Buenas —saluda Harley McKissick en un tono neutro.
—He oído que anoche ganaste un pavo en La Grange —comenta el viejo Clut mientras se prepara la pipa.
—Ajá —responde Gary.
Ha cumplido los ochenta y cuatro años y, al igual que los demás, recuerda los tiempos en que el Recodo era un lugar mucho más lleno de vida que ahora. Ha perdido dos hijos en dos guerras, ambos antes del desastre de Vietnam, y eso le ha resultado muy duro. El tercero, un buen muchacho, murió en una colisión con un camión que transportaba madera en 1973. En cierto modo, aquella pérdida le resultó más fácil de asimilar, Dios sabe por qué. A veces, Gary babea y, con frecuencia, emite ruidosos chasquidos con la boca cuando intenta succionar la saliva para evitar que se salga con la suya y le baje por la barbilla. No se entera de gran cosa últimamente, pero sabe que envejecer es una manera asquerosa de pasar los últimos años de vida.
—¿Café? —pregunta Harley.
—No, creo que no.
Lenny Partridge, que seguramente no se recuperará de las costillas que se rompió en un extraño accidente de coche hace dos otoños, dobla las piernas para que el más viejo pueda pasar y dejarse caer con todo cuidado en la silla del rincón, que él mismo tapizó en 1982. Paulson emite un chasquido con los labios, succiona la saliva que amenaza con escapársele y entrelaza las manos sobre el puño del bastón. Ofrece un aspecto cansado y macilento.
—Va a llover a cántaros —anuncia por fin—. Me duelen todos los huesos.
—Es un mal otoño —contesta Paul Corliss.
Se produce un silencio. El calor de la estufa llena la tienda, que cerrará en cuanto Harley muera o tal vez incluso antes si su hija menor se sale con la suya, llena la tienda, protege los huesos de los ancianos, al menos lo intenta, y sube por los sucios cristales del escaparate, cubierto de viejos carteles que miran hacia el patio, en el que hubo surtidores de gasolina hasta 1977. Son ancianos, y la mayor parte de ellos han visto a sus hijos partir hacia lugares más prósperos. La tienda no obtiene beneficios dignos de mencionar en la actualidad, no tiene más clientes que unos pocos habitantes del pueblo y algunos turistas de paso que creen que viejos como estos, ancianos que se sientan junto a la estufa enfundados en camisetas de termolactil incluso en pleno julio, son pintorescos. El viejo Clut siempre ha afirmado que van a llegar nuevas gentes a esta parte del condado de Rock, pero los últimos dos años, las cosas han ido peor que nunca, y da la sensación de que todo el maldito pueblo se muere.
—¿Quién está construyendo un ala nueva en la maldita casa de Newall? —inquiere Paulson por fin.
Los demás se vuelven hacia él. Por un instante, la cerilla de cocina que el viejo Clut acaba de encender permanece suspendida sobre la pipa como una llama mística, quemando la madera y tornándola negra. El fósforo se vuelve grisáceo y se riza. Por fin, el viejo Clut hunde la cerilla en la pipa y aspira.
—¿Un ala nueva? —pregunta Harley.
—Ajá.
Una cortina de humo azulado procedente de la pipa del viejo Clut se eleva sobre la estufa y allí se extiende como una delicada red de pescador. Lenny alza el mentón para desentumecer los músculos del cuello y, a continuación, se pasa la mano por él, lo que produce un sonido áspero.
—Nadie, que yo sepa —dice Harley en un tono que indica que eso incluye, como consecuencia, a todo el mundo, al menos en esta parte del mundo.
—No han tenido un comprador para la casa desde el ochenta y uno —comenta el viejo Clut.
Al decir «no han tenido», el viejo Clut se refiere tanto a la Tejeduría del Sur de Maine como al Banco del Sur de Maine, pero también se refiere a otra cosa, concretamente a los Espaguetti de Massachusetts. La Tejeduría del Sur de Maine se apropió de las tres serrerías de Joe, así como de su casa de la colina, alrededor de un año después de que Joe se quitara la vida, pero, por lo que respecta a los hombres congregados en torno a la estufa de la tienda de Brownie, ese nombre no es más que una cortina de humo… o lo que a veces denominan El Legal, como en La mujer obtuvo una orden de protección contra él y ahora él no puede ver a sus propios hijos a causa del Legal. Estos hombres odian El Legal por cuanto usurpa sus vidas y las de sus amigos, pero les fascina lo indecible el modo en que ciertas personas lo ponen al servicio de sus infames planes para ganar dinero.
La Tejeduría del Sur de Maine, es decir, el Banco del Sur de Maine, es decir, los Espaguetti de Massachusetts, vivieron una larga época de gran prosperidad tras salvar las serrerías de Joe Newall de la ruina, pero el hecho de que hayan sido incapaces de deshacerse de la casa fascina a los ancianos que pasan los días en la tienda de Brownie.
—Es como un moco que no puedes arrancarte de la punta del dedo —comentó Lenny Partridge en cierta ocasión, y los demás asintieron—. Ni siquiera esos Espaguetti de Malden y Revere pueden librarse de esa piedra de molino.
El viejo Clut y su nieto, Andy, no se hablan, y la propiedad de la fea casa de Joe Newall fue la causa de ello… aunque otros motivos más personales flotan justo debajo de la superficie, sin duda, casi siempre ocurre. El tema surgió cierta noche después de que abuelo y nieto, ambos viudos, disfrutaran de una sabrosa cena a base de espagueti en casa del joven Clut.
El joven Andy, que todavía no había perdido su empleo en la policía local, intentaba, de un modo bastante condescendiente, por cierto, explicar a su abuelo que la Tejeduría del Sur de Maine no había tenido nada que ver con ninguna de las antiguas propiedades de Newall durante años, que el verdadero propietario de la casa del Recodo era el Banco del Sur de Maine, y que las dos empresas no guardaban ninguna relación en absoluto. El viejo John dijo a Andy que estaba loco si se tragaba eso. Todo el mundo sabía, afirmó, que tanto el banco como la empresa textil eran tapaderas de los Espaguetti de Massachusetts, y que la única diferencia entre ellos residía en un par de palabras. Estas empresas se limitaban a camuflar las conexiones más obvias con una densa burocracia, explicó el viejo Clut, El Legal, en otras palabras.
El joven Clut había tenido el mal gusto de reírse de su abuelo. El viejo Clut se puso colorado, tiró la servilleta sobre el plato y se levantó. «Tú ríete —exclamó—. ¿Por qué no? La única cosa que un borracho hace mejor que reírse de lo que no entiende es llorar sin saber por qué.» Aquellas palabras enojaron a Andy, el cual dijo algo respecto a que Melissa era la razón por la que bebía, y John preguntó a su nieto cuánto tiempo iba a seguir culpando a su esposa muerta de su problema con la bebida. Andy palideció cuando su abuelo dijo eso, le ordenó que saliera de su casa, John se fue y desde entonces no ha vuelto. No es que quiera. Acusaciones aparte, no puede soportar ver cómo Andy se va derechito al infierno.
Especulaciones o no, no puede negarse lo siguiente: la casa de la colina lleva once años vacía, nadie ha vivido en ella en todo este tiempo y, por lo general, es el Banco del Sur de Maine el que intenta venderla a través de una de las inmobiliarias locales.
—Las últimas personas que la compraron eran del estado de Nueva York, ¿verdad? —pregunta Paul Corliss.
Por lo general, habla tan poco que todos se vuelven hacia él, incluso Gary.
—Sí señor —asiente Lenny—. Un matrimonio muy simpático. El hombre iba a pintar el granero de rojo y convertirlo en una especie de tienda de antigüedades, ¿no?
—Ajá —corrobora el viejo Clut—. Y entonces su chico cogió el arma que guard…
—La gente es muy descuidada —tercia Harley.
—¿Se murió? —pregunta Lenny—. El chico. ¿Se murió?
El silencio se hace eco de la pregunta. Por lo visto, ninguno de ellos lo sabe. Por fin, Gary habla, casi a regañadientes.
—No, pero se quedó ciego. Se mudaron a Auburn. O tal vez a Leeds.
—Eran gente como Dios manda —comenta Lenny—. Realmente creí que iban a quedarse. Les encantaba la casa. Creían que todo el mundo les tomaba el pelo al decirles que traía mala suerte porque eran forasteros. —Hace una pausa—. Tal vez ahora hayan cambiado de opinión… estén donde estén.
Se hace el silencio mientras los ancianos piensan en aquella gente de Nueva York, o tal vez en sus órganos y sentidos maltrechos. En la penumbra que reina tras la estufa, se oyen los gorgoteos del aceite. Más allá, un postigo golpea una y otra vez, movido por el inquieto aire otoñal.
—Están construyendo un ala nueva allá arriba, sí señor —insiste Gary.
Habla en voz baja pero vehemente, como si uno de los otros hubiera contradicho su afirmación.
—Lo he visto cuando bajaba por River Road. Ya tienen casi toda la estructura hecha. Parece que esa maldita cosa va a medir treinta metros de largo por diez de ancho. No lo había visto antes. Parece buena madera de arce. ¿Dónde conseguirán buena madera de arce en estos días?
Nadie responde. Nadie lo sabe.
—¿Estás seguro de que no es otra casa, Gary? —pregunta por fin Paul Corliss en tono cauteloso—. Tal vez te…
—Y una mierda —interrumpe Gary en el mismo tono bajo, pero con mayor vehemencia—. Es la casa de Newall, un ala nueva en la casa de Newall, con la estructura acabada, y si todavía tenéis dudas, salid y echad un vistazo vosotros mismos.
Una vez dicho esto, no queda nada más que añadir. Todos le creen. Ni Paul ni ninguno de los demás se apresura a ir a ver el ala nueva de la casa de Newall. Consideran que se trata de una cuestión de cierta importancia y, por tanto, no deben precipitarse en modo alguno. Pasa el tiempo… En más de una ocasión, Harley McKissick ha pensado que si el tiempo fuera madera, todos ellos serían ricos. Paul se dirige a la vieja nevera de refrescos y saca uno de naranja. Entrega sesenta centavos a Harley, el cual los registra en la caja. Al cerrar de un golpe el cajón, se da cuenta de que el ambiente de la tienda ha cambiado. Hay otros temas que discutir.
Lenny Partridge tose, hace una mueca, se oprime con las manos el lugar en que se encuentran las costillas rotas que nunca han llegado a curarse, y pregunta a Gary cuándo es el funeral de Dana Roy.
—Mañana —responde Gary—. En Gorham. Ahí es donde está enterrada su mujer.
Lucy Roy murió en 1968; Dana, quien hasta 1979 fue electricista en la sucursal de Gates Falls de la empresa U.S. Gypsum, que los ancianos suelen llamar U.S. Gyp Em, murió de cáncer de colon hace dos días. Vivió en Castle Rock toda su vida, y le gustaba contar a la gente que en sus ochenta años de vida solo había salido de Maine tres veces; una para visitar a una tía suya en Connecticut, otra para ver un partido de los Red Sox de Boston («y perdieron, los muy desgraciados») y la última para asistir a una convención de electricistas en Portsmouth, New Hampshire. «Una maldita pérdida de tiempo», decía siempre acerca de la convención. «No había más que alcohol y mujeres, y las mujeres no valían un chavo, desde luego.» Era un compadre de estos hombres, que han acogido su fallecimiento con una extraña mezcla de dolor y triunfo.
—Le sacaron dos metros de intestinos —explica Gary a los demás—. Pero no sirvió de nada. Lo tenía extendido por todas partes.
—Él sí conocía a Joe Newall —interviene Lenny de pronto—. Estaba ahí arriba con su padre cuando su padre estaba instalando la electricidad en casa de Joe… No tendría más de seis u ocho años, creo yo. Recuerdo que dijo que una vez Joe le dio un caramelo, pero que lo tiró por la ventana de camino a casa. Dijo que tenía un sabor agrio y raro. Después, cuando volvieron a poner en marcha las serrerías, a finales de los años treinta, creo que fue, se encargó de cambiar la instalación eléctrica. ¿Te acuerdas, Harley?
—Ajá.
Ahora que la conversación ha vuelto a centrarse en Joe Newall a través de Dana Roy, los hombres permanecen sentados en silencio, hurgando en sus recuerdos en busca de anécdotas. Pero cuando el viejo Clut rompe el silencio, lo hace con una afirmación de lo más asombroso.
—Fue el hermano mayor de Dana, Will, quien tiró la mofeta contra la pared de la casa. Estoy casi seguro de que fue él.
—¿Will? —exclama Lenny con las cejas enarcadas—. Will Roy era demasiado estable para hacer algo así, me parece a mí.
—Sí señor, fue Will —tercia Gary Paulson en voz baja.
Todos se vuelven hacia él.
—Y fue la mujer quien le dio un caramelo a Dana el día que fue allá con su padre —prosigue Gary—. Fue Cora, no Joe. Y Dana no tenía seis u ocho años. La mofeta aterrizó en la casa más o menos cuando el crack, y Cora ya estaba muerta por entonces. No, tal vez Dana se acordara de algo, pero no podía tener más que dos años por entonces. Fue alrededor de 1916 cuando le dieron aquel caramelo, porque fue en el 16 cuando Eddy Roy instaló la electricidad en la casa. Nunca volvió a ir allá arriba. Frank, el mediano, que lleva unos diez o doce años muerto, él sí que tendría unos seis u ocho años en aquella época. Frank vio lo que Cora le hizo al pequeño, eso lo sé, pero no cuando se lo contó a Will. No importa. Por fin, Will decidió hacer algo. La mujer ya estaba muerta, así que se desahogó con la casa que Joe había construido para ella.
—Eso da igual —interviene Harley fascinado—. ¿Qué es lo que le hizo a Dana? Eso es lo que yo quiero saber.
Gary prosigue con voz calmosa, casi sentenciosa.
—Lo que Frank me contó una noche que había bebido unas cuantas copas fue que aquella mujer le dio el caramelo con una mano y con la otra le tocó el paquete. Delante de las narices del hermano mayor.
—¡Eso es imposible! —rechaza el viejo Clut, escandalizado a pesar suyo.
Gary se limita a mirarle con sus ojos amarillentos y desvaídos, pero no dice nada.
De nuevo se hace el silencio, roto tan solo por el golpeteo del postigo. Los niños del escenario de la banda han cogido el coche de bomberos y se han marchado a otro sitio, y la tarde eterna sigue y sigue, bajo la luz de un cuadro de Andrew Wyeth, blanca, quieta y llena de significados dementes. La tierra ha cesado de dar sus escuálidos frutos y espera yerma la caída de las primeras nieves.
A Gary le gustaría hablarles de la habitación del hospital de Cumberland en la que Dana Roy yacía moribundo, con mocos negros pegados en torno a las fosas nasales, y un olor idéntico al de un pescado abandonado al sol. Le gustaría hablar de los fríos azulejos azules y de las enfermeras con el cabello recogido en redecillas, criaturas jóvenes, dotadas en su mayoría de bonitas piernas y pechos firmes, sin conocimiento de que 1923 fue un año real, tan real como los dolores que atenazan los huesos de los viejos. Tiene la sensación de que le gustaría pronunciar un discurso sobre la maldad del tiempo y tal vez incluso sobre la maldad de determinados lugares, así como explicar por qué Castle Rock es ahora como un diente podrido, a punto de desprenderse. Sobre todo, le gustaría contarles que Dana Roy sonaba como si le hubieran atestado el pecho de heno y estuviera intentando respirar a través de él, y que tenía el aspecto de haber empezado ya a pudrirse. Sin embargo, no puede decir ninguna de estas cosas porque no sabe cómo decirlas, de modo que se limita a succionarse la saliva y permanecer en silencio.
—A nadie le caía bien Joe —comenta el viejo Clut.
De repente, se le ilumina el rostro.
—¡Pero, desde luego…, acababa por gustarte!
Los demás no responden.
Diecinueve días más tarde, una semana antes de que la primera nevada cubra la tierra yerma, Gary Paulson tiene un sueño sorprendentemente erótico… aunque, en realidad, se trata más bien de un recuerdo.
El 14 de agosto de 1923, cuando pasaba junto a la casa de los Newall en la camioneta de su padre, Gary Martin Paulson, que por entonces contaba trece años, vio cómo Cora Leonard Newall se apartaba del buzón. En una mano sostenía el periódico. Al ver a Gary, alargó la otra para cogerse el dobladillo del vestido de estar por casa que llevaba. No sonreía. La inmensa luna que tenía por rostro aparecía pálida y vacua mientras se alzaba el vestido y le mostraba el sexo… Era la primera vez que veía aquel misterio del que todos los niños a los que conocía hablaban con tal avidez. Sin sonreír, mirándole con expresión grave, la mujer adelantó las caderas y se las colocó delante del rostro perplejo y asombrado cuando la camioneta pasó a su lado. De pronto, Gary dejó caer una mano sobre el regazo y al cabo de un instante eyaculó en los pantalones de franela.
Fue su primer orgasmo. En los años que han pasado desde entonces, ha hecho el amor con muchas mujeres, empezando por Sally Ouelette, a la que sedujo bajo el puente Tim en el 26, y cada vez que se acercaba al orgasmo, cada vez, sin excepción, veía a Cora Leonard de pie junto al buzón, bajo el cielo caluroso y acerado; la veía levantarse el vestido y revelar un matojo casi inexistente de vello rojizo que se abría bajo el monte pálido de su vientre; veía el signo de exclamación con sus labios rojos que se teñían de un color que, como sabía, sería el más delicado rosa coral
(Cora)
Sin embargo, no es la visión de su vagina con la promiscua hinchazón de entraña lo que le ha perseguido todos estos años, haciendo que todas las mujeres se convirtieran en Cora en el instante del orgasmo. Lo que siempre lo ha vuelto loco de placer cuando recordaba la escena, algo que, de todas formas, no podía evitar cuando hacía el amor, era el modo en que había arrojado las caderas hacia delante, hacia su rostro… una, dos, tres veces. Eso y la falta de expresión en su rostro, una impavidez tan profunda que parecía fruto de un trastorno mental, como si la mujer representara la suma de la limitada comprensión y el deseo de todo muchacho, una oscuridad angosta y anhelosa, nada más, un Edén limitado que relucía en tono rosado cora.
Su vida sexual ha quedado marcada y delimitada por aquella experiencia, una experiencia seminal donde las haya, pero nunca ha hablado de ella con nadie, aunque en más de una ocasión se ha visto tentado a ello después de tomarse unas copas. Siempre ha guardado el secreto. Y esto es lo que está soñando, con el pene perfectamente erecto por primera vez en casi nueve años, cuando de repente, un pequeño vaso sanguíneo estalla en su cerebro y forma un coágulo que acaba con su vida con rapidez, ahorrándole cuatro semanas o cuatro meses de parálisis, de tubos en los brazos, de catéter, de enfermeras silenciosas con el cabello recogido en redecillas y pechos erguidos. Muere mientras duerme, con el pene apuntando al cielo, y el sueño se desvanece como el eco de una imagen televisiva tras apagar el aparato en una habitación oscura. No obstante, sus compadres quedarían confundidos si estuvieran junto a él para escuchar las dos últimas palabras que pronuncia jadeante, pero con claridad:
«¡La luna!»
El día después de ser enterrado en el cementerio de Homeland, una nueva cúpula empieza a surgir de la nueva ala de la casa de Newall.