1
A pesar de su licencia de piloto, Dees no se interesó por el tema hasta que ocurrieron los asesinatos del aeropuerto de Maryland, el tercer y el cuarto asesinatos de la lista. Entonces empezó a sentir aquella especial combinación de sangre y entrañas que los lectores de Inside View esperaban. Eso combinado con un buen misterio baratejo como este hacía más que probable un aumento en la tirada del periódico y, en el negocio de la prensa sensacionalista, el aumento de la tirada no solo es importante, sino que es la madre del cordero.
No obstante, para Dees había tanto buenas como malas noticias. Las buenas eran que había sido el primero en hacerse con la historia; seguía siendo invicto, el mejor, el gallo del gallinero. Las malas noticias eran que la gloria en realidad era para Morrison, al menos de momento. Morrison, el editor pipiolo, había estado machacando el tema incluso después de que Dees, el reportero veterano, le dijera que no eran más que habladurías. A Dees no le gustaba la idea de que Morrison hubiera olido la sangre antes que él, de hecho, no la soportaba, y eso le dio unas tremendas ganas de joderlo. Y sabía cómo hacerlo.
—Duffrey, Maryland, ¿verdad?
Morrison asintió con la cabeza.
—¿Alguien de la revista se ha hecho con el tema? —preguntó Dees, encantado al ver que Morrison pegaba un respingo.
—Si lo que quiere saber es si alguien ha sugerido que podría haber un asesino en serie suelto por ahí fuera, la respuesta es no —replicó con frialdad.
Pero no falta mucho, pensó Dees.
—Pero no falta mucho —prosiguió Morrison—. Si hay algún otro…
—Deme el expediente —pidió Dees señalando la carpeta color de ante que yacía sobre la mesa tan sobrecogedoramente ordenada de Morrison.
El editor, que era medio calvo, puso la mano sobre el dossier, lo que hizo comprender a Dees dos cosas. Morrison iba a dársela, pero no antes de hacerle pagar por su incredulidad inicial y esa actitud altanera de «aquí el veterano soy yo». Al fin y al cabo, quizá eso fuera lo justo. Tal vez, incluso un gallito necesitaba que lo achucharan de vez en cuando para refrescarle la memoria respecto al orden establecido de las cosas.
—Creía que estarías en el Museo de Historia Natural hablando con el tipo de los pingüinos —comentó Morrison con una leve aunque inconfundiblemente malvada sonrisa—. El tipo que cree que son más inteligentes que las personas y los delfines.
Dees señaló la otra cosa que había sobre la mesa de Morrison aparte de las fotografías de su repelente esposa y sus repelentes hijos: un cesto de alambre con una etiqueta que decía EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA. Solía contener un pequeño fajo de papeles manuscritos, seis o siete páginas unidas por un característico clip color magenta de Dees, y un sobre en el que se leía PELÍCULA, NO DOBLAR.
Morrison retiró la mano de la carpeta (preparado para atraparla de nuevo si Dees hacía un movimiento en falso), abrió el sobre y sacó dos hojas llenas de fotos en blanco y negro, no más grandes que sellos. En cada foto había largas hileras de pingüinos con la mirada clavada en la cámara. Había algo indefectiblemente horripilante en ellos; a Merton Morrison le parecían los muertos vivientes de George Romero, pero en esmoquin. Asintió con la cabeza y volvió a meterlas en el sobre. Por definición, Dees sentía antipatía hacia los editores, pero tenía que reconocer que este al menos atribuía el mérito a quien realmente lo tenía. Era una cualidad poco común, y Dees supuso que iba a acarrearle todo tipo de problemas de salud más adelante en su vida, si es que no le había sucedido ya. Ahí estaba; seguramente no llegaba ni a los treinta y cinco, y casi el setenta por ciento de su cráneo ya estaba al descubierto.
—No está mal —comentó Morrison—. ¿Quién las ha tomado?
—Yo mismo —repuso Dees—. Siempre tomo las fotografías que acompañan a mis historias. ¿No mira nunca los epígrafes?
—Por lo general no —replicó Morrison, mirando de reojo el titular que Dees había adherido a su artículo sobre los pingüinos.
Libby Granit, del departamento de composición, se inventaría uno mucho más vistoso, porque al fin y al cabo, ese era su trabajo, pero las ideas de Dees eran buenas incluso en lo que respectaba a los titulares, y con frecuencia se acercaba bastante al más adecuado aunque no diera exactamente en el clavo. INTELIGENCIA EXTRATERRESTRE EN EL POLO NORTE, rezaba este titular. Por supuesto, los pingüinos no eran extraterrestres y Morrison creía que en realidad vivían en el Polo Sur, aunque este tipo de cosas apenas importaban. A los lectores de Inside View les entusiasmaban tanto los extraterrestres como la inteligencia (quizá porque la mayoría de ellos se sentían como los primeros y tenían una notabilísima carencia de la segunda), y eso era lo que importaba.
—Al titular le falta un poco de chispa —empezó Morrison—, pero…
—Para eso está Libby —terminó Dees por él—. Así que…
—¿Así que qué? —preguntó Morrison.
Sus ojos aparecían grandes, azules y tristones detrás de sus gafas de montura de oro. Volvió a poner la mano sobre la carpeta, esbozó una sonrisa y esperó.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que estaba equivocado?
La sonrisa de Morrison se amplió un poco.
—Solo que tal vez se ha equivocado. Creo que eso bastaría; ya sabe que soy un trozo de pan.
—Sí, dígamelo a mí —respondió Dees, aunque se sentía aliviado.
Podía soportar una pequeña humillación, pero no le gustaba tener que arrastrarse cual vil serpiente.
Morrison siguió mirándolo con la mano derecha extendida sobre la carpeta.
—De acuerdo. Tal vez me he equivocado.
—Qué generoso —exclamó Morrison al tiempo que le alargaba la carpeta.
Dees se la arrebató con avidez, se dirigió a la silla que estaba junto a la ventana y la abrió. Lo que leyó esta vez, aunque no era más que un montaje inconexo de telegramas y recortes de periódicos de los semanarios de unas pequeñas poblaciones, lo dejó de piedra.
No lo había visto anteriormente, pensó antes de preguntarse por qué no lo había visto antes.
No lo sabía, pero sí sabía que tendría que reconsiderar el hecho de ser el gallito del corral de la prensa sensacionalista si se perdía más historias como aquella. Y sabía algo más; si él y Morrison hubieran invertido los papeles (y Dees había rechazado el puesto de director de Inside View no una vez sino dos en los últimos siete años), habría hecho que Morrison se arrastrara cual vil serpiente antes de darle la carpeta.
Y una mierda, se corrigió. Lo habrías echado del despacho de un puntapié.
Se le ocurrió la idea de que podría estar quemándose. El índice de quemados en la profesión era bastante alto, lo sabía. Aparentemente, uno solo podía pasarse un cierto número de años escribiendo artículos sobre platillos volantes que se llevan pueblos enteros de Brasil (generalmente ilustrados con fotografías desenfocadas de bombillas colgando de hilos), perros que entienden de cálculo y padres sin trabajo que descuartizan a sus hijos como quien corta leña. Y un buen día se te cruzaban los cables; al igual que Dottie Walsh, que al llegar a casa cierto día, se tomó un baño con la cabeza metida en una bolsa de la tintorería.
No seas imbécil, se dijo, pero de todos modos no las tenía todas consigo. La historia estaba ahí, ahí mismo, tan grande como la vida misma y dos veces más horrible. ¿Cómo demonios se le podía haber escapado?
Miró a Morrison, que se balanceaba en su sillón de despacho con los dedos entrelazados sobre el estómago mientras lo observaba.
—¿Y bien? —preguntó Morrison.
—Sí —replicó Dees—. Esto podría ser algo gordo. Y eso no es todo. Creo que podría ser real.
—Me da igual si es real o no —dijo Morrison—, siempre y cuando haga vender periódicos. Y va a hacer que se vendan muchos periódicos, ¿verdad, Richard?
—Sí.
Dees se levantó y se guardó la carpeta debajo del brazo.
—Quiero seguir la pista de este tipo, empezando por la primera que tenemos, en Maine.
—Richard.
Se volvió en el umbral de la puerta y vio que Morrison miraba de nuevo las hojas de película con una sonrisa en los labios.
—¿Qué le parece si ponemos las mejores junto a una foto de Danny De Vito en la película Batman?
—Me parece bien —repuso Dees antes de salir.
De repente se desvanecieron todas las preguntas y las dudas, gracias a Dios; el viejo olor a sangre volvía a impregnar su nariz, fuerte y pungente, y, por el momento, lo único que quería era seguirlo hasta el final. Y el final llegó una semana más tarde, no en Maine, ni en Maryland, sino mucho más hacia el sur, en Carolina del Norte.
2
Era verano, lo que significa que la vida debía ser fácil y el algodón debía estar crecido, pero no le estaba resultando nada fácil a Richard Dees mientras el día se consumía hacia el anochecer.
El problema principal residía en que no podía, al menos de momento, aterrizar en el pequeño aeropuerto de Wilmington, que servía solo a una empresa de transportes, unas pocas líneas comerciales y muchos aviones privados. Era una zona de fuertes tormentas y Dees estaba describiendo círculos a unos ciento treinta kilómetros del campo de aviación, tambaleándose arriba y abajo en el aire y echando pestes al ver que se le escapaba la última hora de luz. Eran las ocho menos cuarto cuando le dieron autorización para aterrizar. Exactamente cuarenta minutos antes de la puesta de sol. No sabía si el Piloto Nocturno se ajustaba a las normas o no, pero si lo hacía, sería una cuestión de minutos.
Y el Piloto Nocturno estaba ahí; Dees estaba seguro de ello. Había encontrado el lugar adecuado, el Cessna Skymaster correcto. Su presa podría haber ido a Virginia Beach, a Charlotte, a Birmingham o incluso a algún otro punto más al sur, pero no lo había hecho. Dees no sabía dónde se había escondido entre el momento de abandonar Duffrey, Maryland, y llegar aquí, pero tampoco le importaba. Le bastaba con saber que su intuición no le había fallado, que su hombre seguía concentrado en los campos de aviación. Dees había pasado gran parte de la semana anterior llamando a los aeropuertos del sur de Duffrey que podían coincidir con el modus operandi del Piloto Nocturno, insistiendo una y otra vez, pulsando las teclas del teléfono desde su habitación del motel Days Inn hasta que le empezaron a doler los dedos y las personas al otro lado del hilo comenzaron a dar muestras de irritación ante su insistencia. A pesar de todo, la persistencia acabó por arrojar sus frutos, como suele ocurrir.
La noche anterior habían aterrizado aviones privados en todos los aeropuertos más probables, y Cessnas Skymasters 337 en todos ellos. No era de extrañar, puesto que eran los Toyotas de la aviación privada. Pero el Cessna 337 que había aterrizado la noche anterior en Wilmington era el que andaba buscando, sin lugar a dudas. Ya lo tenía.
Lo tenía bien cogido.
—N471B, vector aterrizaje por instrumentos pista 34 —recitó la voz de la radio en tono lacónico—. Tome rumbo 160. Descienda a mil metros.
—Rumbo 160. Abandono 6 y me mantengo a mil metros. Roger.
—Y vaya con cuidado, todavía hace mal tiempo por aquí.
—Roger —repuso Dees.
Se dijo que el cateto que estaba allá abajo, sentado en el barril de cerveza que debía de hacer las veces de torre de control, era un encanto por decirle eso. Ya sabía que hacía mal tiempo; veía los nubarrones de tormenta y los relámpagos que surgían de ellos como fuegos artificiales gigantes, y se había pasado los últimos cuarenta minutos dando vueltas como si estuviera en una batidora en lugar de un Beechcraft bimotor.
Desconectó el piloto automático, que llevaba demasiado tiempo haciéndole dar vueltas estúpidas sobre todas las granjas de Carolina del Norte, y cogió los mandos. Por aquí no había algodón, ni crecido ni por crecer, al menos que él pudiera ver. Solo un puñado de campos de tabaco consumidos y cubiertos de hierbajos. Dees se alegró de poder acercarse a Wilmington y empezar el descenso, dirigido por el piloto, Control de Tráfico Aéreo y la torre de control para la aproximación por instrumentos.
Cogió el micrófono con la intención de preguntarle al cateto de la torre si algo extraño estaba pasando ahí abajo, quizá el tipo de historias sobre noches tormentosas que entusiasmaban a los lectores de Inside View, pero se lo pensó mejor. Todavía faltaba un rato hasta el anochecer; había comprobado la hora oficial en Wilmington durante el trayecto desde el aeropuerto nacional de Washington. Se dijo que le convenía reservarse las preguntas para más tarde.
Dees se creía que el Piloto Nocturno era un vampiro tanto como se creía que era el Ratoncito Pérez quien había puesto todas aquellas monedas de veinticinco centavos debajo de su almohada cuando era niño, pero si el tipo se creía un vampiro, de lo que Dees estaba convencido, lo más probable era que eso bastara.
Al fin y al cabo, la vida es una imitación del arte.
El conde Drácula con licencia de piloto.
«Tienes que admitir —pensó Dees— que esto es mucho mejor que los pingüinos asesinos conspirando para destruir la raza humana.»
El Beech se desequilibró al pasar por una espesa capa de cúmulos durante el descenso. Dees masculló un juramento y equilibró el avión, que parecía estar cada vez más descontento por el tiempo que hacía.
«Yo también, pequeño», pensó Dees.
Cuando volvió a tener visibilidad, distinguió con claridad las luces de Wilmington y de Wrightsville Beach.
«Sí, señor, a las focas que compran en el 7-Eleven les va a encantar —pensó mientras los rayos centelleaban sobre el puerto—. Comprarán tropecientos ejemplares cuando salgan a buscar su ración diaria de pastelillos y cerveza.»
Pero había más, y él lo sabía.
Esta historia podía ser buena. Podía ser genial, joder.
Esta historia podía ser verdadera.
«Antes nunca se te habría ocurrido una palabra como esta, viejo amigo —pensó—. A lo mejor sí que te estás quemando.»
Sin embargo, grandes titulares bailaban en su cabeza como confeti. REPORTERO DE INSIDE VIEW ATRAPA A PILOTO NOCTURNO DEMENTE. ARTÍCULO EXCLUSIVO SOBRE CÓMO EL PILOTO NOCTURNO BEBEDOR DE SANGRE FUE FINALMENTE ATRAPADO. «TENÍA QUE BEBÉRMELA», DECLARA EL MORTÍFERO CONDE DRÁCULA.
No era precisamente ópera, Dees tenía que admitirlo, pero pensaba que sonaba igual de bien. Pensaba que sonaba como un pajarillo.
Cogió el micrófono a fin de cuentas y pulsó el botón. Sabía que su amigo el sangriento seguía ahí abajo, pero también sabía que no se sentiría cómodo hasta que se asegurara por completo de ello.
—Wilmington, aquí N471B. ¿Todavía tiene un Skymaster 337 de Maryland ahí abajo en la rampa?
Interferencias.
—Parece que sí, viejo amigo. No puedo hablar ahora, tengo mucho tráfico aéreo.
—¿Tiene ribetes rojos? —insistió Dees.
Durante un momento creyó que no iba a obtener respuesta.
—¡Sí señor! ¡Ribetes rojos! —repuso por fin la voz—. Vamos N471B, si no quiere ver cómo le meto una multa de la Comisión Federal de Comunicaciones. Tengo demasiadas cosas que hacer y solo dos brazos.
—Gracias, Wilmington —repuso Dees en su voz más cortés.
Colgó el micrófono y le hizo un signo obsceno con el dedo, pero estaba sonriendo, dándose apenas cuenta de los botes que iba dando mientras atravesaba otra membrana de nubes. Skymaster, ribetes rojos, y estaba dispuesto a apostar el sueldo de todo el año siguiente a que si el gilipollas de la torre no hubiera estado tan ocupado, habría podido confirmar la matrícula del avión. N101BL.
Una semana, Dios mío, una semana nada más. No había tardado más que eso. Había encontrado el Piloto Nocturno, todavía no había caído la noche y, por imposible que pareciera no había rastro de la policía. Si hubiera habido policía, y si hubieran estado ahí a causa del Cessna, lo más probable era que el paleto de allá abajo se lo hubiera dicho, por mucho tráfico aéreo que tuviera y por muy mal tiempo que hiciera. Algunas cosas eran simplemente demasiado buenas como para no murmurar sobre ellas.
Quiero una foto tuya, hijo de puta, pensó Dees. Ya veía las luces de aterrizaje que brillaban blancas al anochecer. De tu historia ya me ocuparé, pero primero la foto, solo una foto, pero tengo que hacértela. Sí, porque era la foto lo que lo convertiría en una historia real. Nada de bombillas desenfocadas, nada de «la concepción del artista»; una foto real como la vida misma, en blanco y negro. Empezó a bajar en un ángulo más empinado, ignorando el pitido del descenso. Su rostro aparecía pálido y compuesto. Tenía los labios ligeramente abiertos, dejando al descubierto una hilera de pequeños dientes blancos y relucientes.
En la confusa luz del atardecer y del salpicadero, Richard Dees tenía aspecto de vampiro.
3
Había muchas cosas que Inside View no era; por ejemplo, culta. Y tampoco estaba demasiado preocupada por detalles tan insignificantes como la precisión y la ética, pero una cosa era innegable; estaba exquisitamente sensibilizada en lo que respectaba a los horrores. Merton Morrison era un imbécil, aunque no tanto como Dees había creído cuando lo había visto por primera vez con aquella estúpida pipa en la boca, pero tenía que reconocer una cosa; había recordado las cosas que habían convertido Inside View en un éxito: cubos de sangre y entrañas a porrillo.
Ah, sí, todavía había fotos de chicas guapas, muchas predicciones clarividentes y dietas milagrosas que recomendaban la ingestión de alimentos tan poco probables como la cerveza, el chocolate y las patatas fritas, pero Morrison había observado un cambio en los tiempos y nunca se había cuestionado su propia opinión respecto a la dirección que debía seguir el periódico. Dees suponía que aquella confianza era la razón principal por la que Morrison había durado tanto tiempo en el puesto, pese a su pipa y a sus chaquetas de tweed de Gilipollas Brothers de Londres. Lo que Morrison sabía era que los niños hippies de los sesenta se habían convertido en los caníbales de los noventa. Lo de la terapia de contacto físico, la corrección moral y «el lenguaje de los sentimientos» podían ser grandes cosas entre los intelectuales de clase alta, pero el hombre de a pie, siempre tan de moda, seguía estando mucho más interesado en los asesinos en serie, escándalos enterrados en las vidas de las estrellas y el modo en que Magic Johnson había contraído el sida.
Dees no albergaba ninguna duda de que aún existía un público para Todo lo bello y maravilloso, pero el público de Todo lo asqueroso y repugnante se había convertido en un contingente muy importante cuando la generación de Woodstock empezó a descubrir canas en su cabello y líneas que descendían desde las comisuras de sus bocas petulantes y autocomplacientes. Merton Morrison, a quien Dees consideraba ahora una especie de genio intuitivo, expresaba su opinión en un famoso memorándum entregado a todo el personal de la redacción y a todos los reporteros menos de una semana después de que él y su pipa tomaran posesión de la oficina de la esquina. Por supuesto, deteneos a oler las rosas de camino al trabajo, sugería aquel memorándum, pero una vez estéis en la oficina, abrid las fosas nasales, abridlas bien, y empezad a husmear la sangre y las entrañas.
A Dees, que estaba hecho para husmear sangre y entrañas, le había encantado. Su nariz era la razón por la que estaba ahí, precisamente, volando hacia Wilmington. Ahí abajo había un monstruo humano, un monstruo que se creía un vampiro. Dees ya había escogido un nombre para él; le quemaba la mente como una moneda valiosa podía quemar el bolsillo. Muy pronto sacaría la moneda y la gastaría. Y cuando lo hiciera, su nombre aparecería en todos los expositores de periódicos de todos los supermercados de América, llamando la atención de los clientes en estridentes titulares.
¡Mirad! ¡Cuidado! pensó Dees. Cuidado, mujeres y buscadores de sensaciones. Todavía no lo sabéis, pero un hombre diabólico está a punto de cruzarse en vuestro camino. Leeréis su nombre real y lo olvidaréis, pero no importa, porque lo que recordaréis será mi nombre, el nombre que yo le di, el nombre que lo colocará a la misma altura que Jack el Destripador, el Asesino del Torso de Cleveland, y la Dalia Negra. Recordaréis al Piloto Nocturno, próximamente en las cajas de supermercado más cercanas a usted. La historia exclusiva, la entrevista exclusiva, pero lo que más quiero es la foto exclusiva. Volvió a consultar el reloj y se permitió relajarse un poco (que era lo único que podía relajarse). Todavía le quedaba casi media hora hasta que cayera la noche, y aparcaría junto al Skymaster blanco de ribetes rojos (y matrícula N101BL también escrita en rojo) al cabo de menos de quince minutos.
¿Estaría el Piloto durmiendo en la ciudad o en algún motel de camino a la ciudad? Dees no lo creía. Una de las razones de la popularidad del Skymaster 337, además de su precio relativamente asequible, consistía en que era el único avión de su tamaño que tenía bodega. No era mucho más grande que el portaequipajes de un viejo Volkswagen Escarabajo, era cierto, pero sí lo suficientemente espaciosa como para albergar tres maletas grandes o cinco maletas pequeñas y, desde luego, suficientemente espaciosa como para albergar a un hombre si no era de la estatura de un jugador de baloncesto profesional. El Piloto Nocturno podía encontrarse en la bodega del Cessna, siempre y cuando estuviera a) durmiendo en posición fetal con la barbilla apoyada en las rodillas; o b) lo bastante loco como para creerse que era un vampiro de verdad; o c) las dos cosas. Dees apostaba por c.
Ahora, mientras el altímetro descendía de mil quinientos a mil metros, Dees pensó: «No, nada de hoteles para ti, amigo mío, ¿verdad? Cuando juegas a vampiro, juegas como Frank Sinatra, a tu manera. ¿Sabes lo que creo? Creo que cuando se abra la bodega de ese avión, lo primero que veré es un montón de tierra de cementerio (y, si no lo es, puedes apostar tus colmillos superiores a que lo será cuando aparezca el artículo), y entonces veré primero una pierna envuelta en unos pantalones de esmoquin, y después la otra, porque vas a estar vestido, ¿verdad? Ay, querido amigo, creo que estarás vestido de punta en blanco, vestido para matar, y el rebobinado automático ya está preparado en mi cámara, y cuando vea esa capa revoloteando en la brisa…».
Pero en aquel momento, sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad porque fue entonces cuando las blancas luces parpadeantes de ambas pistas del aeropuerto se apagaron.
4
«Quiero seguir la pista de este tipo —le había dicho a Merton Morrison—, empezando por la primera que tenemos, en Maine.»
Menos de cuatro horas más tarde había llegado al aeropuerto del condado de Cumberland y hablado con un mecánico llamado Ezra Hannon. El señor Hannon tenía el aspecto de acabar de salir de una botella de ginebra, y Dees no le habría dejado ni acercarse a su avión, pero pese a ello lo trató con toda deferencia y atención. Por supuesto, al fin y al cabo Ezra Hannon era el primer eslabón en lo que Dees estaba empezando a considerar como una cadena muy importante.
El aeropuerto del condado de Cumberland era un eufemismo para una especie de campo de aviación rural que consistía en dos cobertizos y dos pistas perpendiculares. Una de estas pistas estaba asfaltada, y puesto que Dees nunca había aterrizado en una pista sin asfaltar solicitó aterrizar en la que sí lo estaba. Los botes que su Beech 55 (por el que estaba endeudado hasta las cejas) dio al aterrizar lo convencieron de que debía probar la pista de tierra cuando despegara y, al hacerlo, quedó encantado al comprobar que era tan suave y firme como el pecho de una colegiala. El campo disponía asimismo de una manga de aire, por supuesto, y por supuesto también, esta estaba remendada como un par de calzoncillos viejos. Los lugares como el aeropuerto del condado de Cumberland siempre tenían una manga de aire. Formaba parte de su dudoso encanto, al igual que el viejo biplano que siempre parecía estar aparcado delante del único hangar.
El condado de Cumberland era el más poblado de Maine, pero nadie lo habría adivinado nunca al ver aquel mísero aeropuerto, se dijo Dees… o al ver a Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra. Cuando sonreía, dejando al descubierto los únicos seis dientes que le quedaban, parecía un extra de la versión cinematográfica de Deliverance de James Dickey.
El aeropuerto se hallaba situado en las afueras de la elegantísima ciudad de Falmouth, que principalmente subsistía gracias a las cuotas de aterrizaje que pagaban los ricos veraneantes. Claire Bowie, la primera víctima del Piloto Nocturno, había sido el controlador nocturno del aeropuerto del condado de Cumberland, y poseía una parte de las acciones del campo de aviación. El resto del personal consistía en dos mecánicos y un segundo controlador de tierra (los controladores de tierra también vendían patatas fritas, cigarrillos y refrescos; además, había averiguado Dees, el hombre asesinado hacía unas hamburguesas de queso bastante potables). Los mecánicos y los controladores también hacían las veces de gasolineros y vigilantes. No era infrecuente que un controlador tuviera que regresar a toda prisa del baño, donde había estado fregando el retrete con desinfectante para dar autorización de aterrizaje y asignar una de las pistas del complicadísimo laberinto del que disponía. La operación provocaba tal tensión que durante el momento más duro de la temporada veraniega, el controlador nocturno a veces solo llegaba a dormir seis horas entre medianoche y las siete de la mañana.
Claire Bowie había sido asesinado casi un mes antes de la visita de Dees, y la imagen que el periodista se había forjado era una configuración creada a partir de los artículos periodísticos del delgado expediente de Morrison y de las florituras mucho más pintorescas de Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra. Y ya en el momento de abonar la correspondiente asignación a su principal fuente de información, Dees estaba convencido de que algo muy extraño había sucedido en aquel insignificante aeropuerto a principios de julio.
El Cessna 337, matrícula N101BL, había contactado por radio con el campo para solicitar permiso de aterrizaje poco antes del amanecer del día 9 de julio. Claire Bowie, que llevaba trabajando en el turno de noche del aeropuerto desde 1954, época en la que los pilotos a veces se veían obligados a abortar sus aterrizajes (una maniobra que, en aquellos tiempos, se conocía con el simple nombre de «aparcamiento») porque las vacas se cruzaban en lo que entonces era la única pista, le dio luz verde a las 4.32 de la mañana. Apuntó que la hora de aterrizaje había sido las 4.49, registró el nombre del piloto como Dwight Renfield y la procedencia del N101BL como Bangor, Maine. Sin duda alguna, las horas que había anotado eran correctas, pero el resto era una chorrada; Dees se había puesto en contacto con Bangor, y no se había sorprendido en absoluto al averiguar que nunca habían oído hablar del N101BL; pero aunque Bowie hubiera sabido que era una chorrada, lo más probable es que no se hubiera preocupado. Al fin y al cabo, en el aeropuerto del condado de Cumberland el ambiente era bastante distendido, y una tasa de aterrizaje era una tasa de aterrizaje.
El nombre que el piloto había indicado era un chiste muy extraño. Dwight era el nombre de pila de un actor llamado Dwight Frye, y Dwight Frye, entre un sinfín de personajes, había representado el de Renfield, el lunático babeante cuyo ídolo había sido el vampiro más famoso de todos los tiempos. Pero Dees suponía que llamar por radio a la torre de control y pedir autorización de aterrizaje en nombre del conde Drácula habría levantado, con toda probabilidad, sospechas incluso en un lugar tan soporífero como ese.
Tal vez, pero Dees no estaba del todo seguro. Al fin y al cabo, una tasa de aterrizaje era una tasa de aterrizaje, y Dwight Renfield había pagado la suya en efectivo y al instante, del mismo modo que había pagado para que le llenaran los depósitos; el dinero había estado en la caja registradora al día siguiente, junto con una copia del recibo que Bowie había extendido.
Dees sabía que en los años cincuenta y sesenta el tráfico aéreo privado había sido tratado de un modo casual e indiferente en los campos de aviación más pequeños, pero aun así lo asombraba el informal tratamiento que había recibido el avión del Piloto Nocturno en el aeropuerto del condado de Cumberland. A fin de cuentas, los cincuenta y los sesenta ya habían pasado… Nos encontrábamos en la era de la paranoia de las drogas, y la mayoría de la mierda a la que se suponía que uno debía decir no llegaba a pequeños puertos en pequeños barcos, o a pequeños aeropuertos en pequeños aviones…, aviones como el Cessna Skymaster de Dwight Renfield. Una tasa de aterrizaje era una tasa de aterrizaje, por supuesto, pero Dees habría esperado que Bowie se pusiera en contacto con Bangor a causa de la falta de un plan de vuelo, aunque solo fuera para cubrirse las espaldas; pero no lo había hecho. En aquel momento, a Dees se le había ocurrido la idea de un soborno, pero su informante empapado en ginebra afirmó que Claire Bowie era tan honrado como largo era el día, y los dos policías de Falmouth con los que Dees habló más tarde habían confirmado la opinión de Hannon.
La negligencia parecía una solución mucho más probable, pero a fin de cuentas no importaba realmente; a los lectores de Inside View no les interesaban cuestiones esotéricas como por ejemplo cómo y por qué habían sucedido las cosas. Los lectores de Inside View se contentaban con saber qué había pasado, cuánto había durado, y si la persona a la que había pasado había tenido tiempo de gritar. Y las fotografías, por supuesto. Querían fotografías. Grandes fotografías en blanco y negro de alta intensidad, a ser posible; el tipo de foto que parecía abalanzarse sobre uno desde la página en un enjambre de puntos que se clavaban en el cerebro.
Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, había parecido sorprendido y pensativo cuando Dees le había preguntado dónde creía que Renfield había ido después de aterrizar.
—No sé —repuso—. Al motel supongo. Supongo que cogió un taxi.
—¿Llegó usted a las…? ¿A qué hora llegó? ¿A las siete de la mañana? ¿El nueve de julio?
—Ajá. Justo antes de que Claire se marchara a casa.
—¿Y el Cessna Skymaster estaba aparcado y vacío?
—Sí. Aparcado justo aquí, en el mismo sitio que el suyo.
Ezra señaló con el dedo y Dees se apartó un poco. El mecánico olía como un queso Roquefort muy pasado y empapado en ginebra barata.
—¿Dijo Claire si había llamado a algún taxi para el piloto? ¿Para llevarlo al motel? Porque no parece que haya muchos hoteles a los que se pueda llegar a pie desde aquí.
—No hay —asintió Ezra—. El más cercano es el Sea Breeze, y está a unos tres kilómetros. Tal vez más. —Se rascó la barbilla mal afeitada—. Pero no recuerdo que Claire dijera ni una sola palabra sobre llamar a un taxi para aquel tipo.
Dees tomó nota mental de llamar a todas las empresas de taxis de la zona. En aquel momento, suponía algo que parecía ser lo más razonable, que el tipo que estaba buscando dormía en una cama, como casi todo el mundo.
—¿Y qué hay de una limusina? —preguntó.
—No —dijo Ezra con mayor seguridad—. Claire no dijo nada de una limusina, y eso lo hubiera mencionado.
Dees asintió con la cabeza y decidió llamar a las compañías de limusinas más cercanas. Asimismo interrogaría al resto del personal, pero no esperaba que sus respuestas arrojaran luz alguna sobre el asunto; ese viejo borrachín era más o menos la única persona que había por ahí. Había tomado una taza de café con Claire antes de que este se marchara a casa, y otra cuando Claire había vuelto a su puesto aquella noche, y eso parecía ser todo.
Aparte del propio Piloto Nocturno, Ezra parecía ser la última persona que había visto a Claire Bowie con vida.
El objeto de sus reflexiones desvió la mirada maliciosa hacia lontananza, se rascó los pelillos que crecían bajo su barbilla, y a continuación volvió sus ojos inyectados en sangre hacia Dees.
—Claire no dijo nada de ningún taxi o ninguna limusina, pero sí dijo otra cosa.
—¿Ah, sí?
—Sí —repuso Ezra.
Se abrió un bolsillo del mono manchado de grasa, sacó un paquete de Chesterfield, se encendió uno, y empezó a toser con una terrible tos de viejo. Miró a Dees a través de la nubecilla de humo con una expresión de listillo.
—A lo mejor no significa nada, pero a lo mejor sí. Lo que sí sé es que dejó a Claire hecho polvo. Eso seguro, porque Claire casi nunca decía una mierda a menos que no estuviera bien achispado.
—¿Y qué es lo que dijo?
—No me acuerdo —repuso Ezra—. A veces, sabe, cuando me olvido de las cosas un dibujito de Alexander Hamilton me refresca la memoria.
—¿Y qué tal uno de Abraham Lincoln? —preguntó Dees con sequedad.
Tras considerarlo durante un instante, un breve instante, en realidad, Hannon convino en que, a veces, Lincoln también le refrescaba la memoria y, por lo tanto, un retrato de este caballero pasó de la cartera de Dees a la mano algo paralítica de Ezra. Dees pensó que un retrato de George Washington habría surtido el mismo efecto, pero quería asegurarse de que tenía al hombre de su parte… Y además todo iba a parar a su cuenta de gastos.
—Bueno, dispare.
—Claire dijo que el tipo parecía como si fuera a una fiesta de lo más elegante —explicó Ezra.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
Dees creía que, a fin de cuentas, debería haber optado por Washington.
—Dijo que el tipo tenía pinta de director de orquesta. Esmoquin, corbata de seda y toda la mandanga. —Ezra hizo una pausa—. Claire dijo que el tipo llevaba incluso una capa muy grande. Roja como el fuego por dentro, y negra como ala de cuervo por fuera. Dijo que cuando se extendía detrás de él parecía como el ala de un maldito murciélago. De repente, una gran palabra se iluminó en el cerebro de Dees; BINGO.
«Tú no lo sabes, mi querido amigo empapado en ginebra —se dijo Dees—, pero es posible que acabes de decir las palabras que van a hacerme famoso.»
—Todas estas preguntas sobre Claire —prosiguió Ezra— y todavía no me ha preguntado si yo vi algo raro.
—¿Vio algo raro?
—Pues sí, resulta que sí.
—¿Y qué es lo que vio, amigo mío?
Ezra se rascó la barba hirsuta con sus uñas largas y amarillentas mientras miraba a Dees por el rabillo de sus ojos inyectados de sangre y daba otra chupada al cigarrillo.
—Ya estamos otra vez —dijo Dees.
Sin embargo, extrajo otro dibujo de Abraham Lincoln y procuró mantener su voz y su rostro amables en todo momento. Sus instintos se habían puesto a cien y le estaban diciendo que el señor Empapado en Ginebra no estaba del todo exprimido. Todavía no.
—Pues esto no me parece suficiente para todo lo que le estoy diciendo —le reprochó Ezra—. Un tipo rico de la ciudad como usted debería marcarse algo más que diez pavos.
Dees miró el reloj…, un pesado Rolex con diamantes brillando sobre la esfera.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Mire lo tarde que es! ¡Y todavía no he ido a hablar con la policía de Falmouth!
Antes de que pudiera empezar a levantarse, los cinco dólares ya habían desaparecido de entre sus dedos para ir a hacer compañía a su amigo en el bolsillo del mono de Hannon.
—Muy bien, si tiene algo más que decir, dígamelo —dijo Dees sin rastro de amabilidad—. Tengo sitios a los que ir y personas con las que hablar.
El mecánico se lo pensó mientras se rascaba los pelos de la barba y exhalaba pequeñas nubecillas de su olor a queso viejo y pasado.
—Vi un montón de tierra debajo del Skymaster. Justo debajo de la bodega.
—¿Ah, sí?
—Sí, le di una patada con la bota.
Dees esperó. Podía permitírselo.
—Una cosa asquerosa, llena de gusanos.
Dees esperó. Aquello era útil, pero no creía que el viejo estuviera completamente exprimido.
—Muchos gusanos —siguió Ezra—. Muchísimos gusanos. Como en los sitios donde se ha muerto algo.
Aquella noche Dees se alojó en el motel Sea Breeze, y a las ocho de la mañana siguiente se dirigía hacia la ciudad de Alderton en el estado de Nueva York.
5
De todo lo que Dees no entendía sobre los movimientos de su presa, lo que más le desconcertaba era la calma con la que se había tomado las cosas el Piloto Nocturno. Incluso había pasado un tiempo en Maine y en Maryland antes de matar. Su única parada de una sola noche había sido en Alderton, donde había ido dos semanas después de acabar con Claire Bowie.
El aeropuerto Lakeview de Alderton era aún más pequeño que el aeropuerto de Cumberland; consistía en una única pista sin asfaltar y una oficina y torre de control que no era más que un cobertizo con una capa de pintura fresca. No disponía de un sistema de aterrizaje con instrumentos; sin embargo, había una gran antena parabólica para que ninguno de los granjeros voladores que utilizaban el lugar se perdiera ningún capítulo de Murphy Brown, La Rueda de la Fortuna o cualquier otra cosa importante por el estilo.
Una cosa que a Dees le gustó mucho fue que la pista sin asfaltar de Lakeview fuera tan lisa como lo había sido la de Maine. Podría acostumbrarme, pensó Dees mientras aterrizaba con el Beech suavemente en la superficie y empezaba a frenar. Nada de botes sobre los parches de asfalto, ni baches que pretenden hacer volcar tu avión cuando aterrizas… Sí, podría acostumbrarme a esto muy fácilmente.
En Alderton, nadie le había pedido dibujos de presidentes o amigos de presidentes. En Alderton, toda la ciudad, una comunidad de poco menos de mil almas, estaba consternada. No solo los pocos trabajadores a tiempo parcial que, junto con el difunto Buck Kendall, habían llevado el aeropuerto de Lakeview casi como una obra de beneficencia y, desde luego, siempre en números rojos. En realidad, no había nadie con quien hablar, ni siquiera un testigo del calibre de Ezra Hannon. Hannon no había sido demasiado claro, reflexionó Dees, pero al menos había hecho declaraciones que merecían ser impresas.
—Seguro que fue un hombre muy fuerte —le aseguró uno de los trabajadores a tiempo parcial a Dees—. El viejo Buck pesaba más o menos ciento diez kilos y por lo general era un tipo bastante tranquilo, pero si le tocabas las narices te lo hacía pagar. Le vi noquear a un tipo en una feria ambulante de carnaval que pasó por P’keepsie hace dos años. Ese tipo de pelea no es legal, claro, pero a Buck le faltaba dinero para pagar ese Piper que tiene, así que le pegó una paliza a aquel tipo. Sacó doscientos dólares y los llevó a la financiera dos días antes de que le mandaran a alguien para confiscarle el avión, creo.
El empleado sacudió la cabeza con aspecto realmente consternado y Dees sintió no haber abierto la cámara. Los lectores de Inside View se habrían vuelto locos con aquel rostro alargado, curtido y lleno de dolor. Dees tomó nota mental de averiguar si el difunto Buck Kendall había tenido perro. Los lectores de Inside View también se volvían locos al ver fotos del perro de un hombre muerto. Había que ponerlo en el porche de la casa del difunto y debajo de la foto escribir EMPIEZA LA LARGA ESPERA DE BUFFY o algo por el estilo.
—Es una pena —comentó Dees en tono compasivo.
El empleado exhaló un suspiró y asintió.
—El tipo lo debió de atacar por detrás. Es la única manera.
Dees no sabía desde dónde habían atacado a Gerard «Buck» Kendall, pero sabía que esta vez no habían rebanado el cuello de la víctima. Esta vez había agujeros, agujeros por los que, con toda probabilidad, Dwight Renfield había chupado la sangre de la víctima; salvo que, de acuerdo con el informe del forense, había agujeros a cada lado del cuello de la víctima, uno en la yugular y el otro en la carótida. No eran las pequeñas marcas de la era de Bela Lugosi, ni las marcas un poco más asquerosas de la era de Cristopher Lee. El informe del forense se expresaba en centímetros, pero a Dees no le costó nada traducir las medidas, y Morrison tenía a la infatigable Libby Granit para explicar lo que el seco lenguaje del forense solo revelaba en parte; o bien el asesino tenía dientes del tamaño de uno de los Bigfeet que tanto gustaban a los lectores de View, o bien había practicado los orificios del cuello de Kendall de un modo mucho más prosaico, con un martillo y un clavo.
EL MORTÍFERO PILOTO NOCTURNO CLAVA CLAVOS A SUS VÍCTIMAS Y LES CHUPA LA SANGRE, habían pensado ambos en lugares diferentes el mismo día. No está mal.
El Piloto Nocturno había solicitado permiso para aterrizar en el aeropuerto de Lakeview poco después de las 22.30 del 23 de julio. Kendall le había concedido permiso y había anotado la matrícula que Dees ya conocía tan bien, N101BL. Kendall había anotado el nombre del piloto como Dwite Renfield y la marca y tipo del avión como Cessna Skymaster 337. No había mención alguna de los ribetes rojos ni, por supuesto, de la capa en forma de ala de murciélago que era roja como el fuego por dentro y negra como ala de cuervo por fuera, pero Dees estaba seguro de que el piloto la llevaba.
El Piloto Nocturno había llegado al aeropuerto Lakeview de Alderton poco después de las diez y media. Había matado al robusto Buck Kendall, se había bebido su sangre y se había marchado de nuevo con su Cessna antes de que Jenna Kendall llegara a las cinco de la mañana del 24 para darle a su marido un gofre recién hecho, momento en el que había descubierto el cadáver desangrado de su esposo.
Mientras permanecía de pie ante el destartalado hangar/torre de Lakeview reflexionando sobre todas aquellas cosas, se le ocurrió que si uno donaba sangre lo máximo que podía esperar era un vaso de zumo de naranja y las gracias, pero si la bebía, si la chupaba, para ser más exactos, obtenía titulares. Mientras vertía el resto del asqueroso café en el suelo y se dirigía hacia su avión dispuesto a volar hacia el sur, a Maryland, se le ocurrió que la mano de Dios debió de temblar un poquito en el momento en que terminaba la supuesta obra maestra de Su imperio creativo.
6
Ahora, apenas dos horas después de abandonar el aeropuerto nacional de Washington, las cosas habían empeorado mucho y, además, de un modo absolutamente repentino. Las luces de la pista se habían apagado, pero Dees comprobó que no era lo único que se había apagado, sino que la mitad de Wilmington y todo Wrightville Beach se habían quedado a oscuras. El sistema de aterrizaje por instrumentos seguía allí, pero cuando Dees cogió el micrófono para gritar: «¿Qué ha pasado? ¡Hábleme, Wilmington!», lo único que obtuvo fue el chirrido de las interferencias en las que unas cuantas voces balbuceaban como fantasmas lejanos.
Volvió a colgar el micro, pero no lo consiguió. El aparato chocó contra el suelo de la cabina y Dees lo olvidó. Coger el micrófono para gritar no había sido más que instinto propio de piloto. Sabía lo que había sucedido con tanta seguridad como sabía que el sol se ponía por el oeste… para lo cual no faltaba casi nada. Sin duda alguna, un relámpago había caído directamente sobre una subestación eléctrica cercana al aeropuerto. La cuestión era si aterrizar o no a pesar de todo.
Tenías pista libre, dijo una voz. Otra respondió inmediata y correctamente que eso era una mierda de racionalización. Había aprendido lo que debía hacer en una situación como aquella cuando todavía se encontraba en el equivalente de la autoescuela. La lógica y el libro dicen que hay que dirigirse a un aeropuerto alternativo e intentar contactar con Control de Tráfico Aéreo. Aterrizar bajo condiciones tan espantosas como aquella significaría una violación de las reglas y una sustanciosa multa.
Por otra parte, no aterrizar ahora, ahora mismo, podría hacerle perder al Piloto Nocturno. Asimismo, podría costar una vida (o varias), pero Dees apenas tomó en consideración ese factor… hasta que una idea se encendió como una bombilla en su mente; una inspiración que surgió, como surgían la mayor parte de sus inspiraciones, en grandes letras propias de la prensa sensacionalista: PERIODISTA HEROICO SALVA A (indicar un número tan alto como sea posible, lo cual significaba un número bastante elevado dado el generoso margen de la credulidad humana) PERSONAS DEL PILOTO NOCTURNO LOCO.
Chúpate esa, cateto, pensó Dees antes de proseguir su descenso hacia la pista 34.
De repente las luces de la pista volvieron a encenderse, como si aprobaran su decisión, y a continuación volvieron a apagarse dejando manchas azules en sus retinas que se tornaron color verde de aguacates podridos al cabo de un instante. En aquel momento, las extrañas interferencias que salían de la radio desaparecieron y volvió a oír la voz del cateto del aeropuerto, esta vez a gritos:
—¡A babor, N471B! —gritó—. ¡Piedmont, a estribor! ¡Dios mío, oh, Dios mío! ¡Colisión aérea! ¡Creo que tenemos una colisión!
El instinto de supervivencia de Dees estaba tan en forma como el que le permitía oler sangre en cualquier esquina. En ningún momento vio las luces del Piedmont 727. Estaba demasiado ocupado intentando que el Beech virara todo lo posible (un viraje tan cerrado como el coño de una virgen, y a Dees no le importaría en absoluto dar fe de ello si salía con vida de aquella situación) en el momento en que la segunda palabra salió de labios del cateto del aeropuerto. Por un momento percibió más que vio un objeto enorme que pasaba a escasos centímetros sobre él, y entonces el Beech 55 empezó a tambalearse de tal modo que las turbulencias anteriores le parecieron una minucia. Los cigarrillos se escaparon del bolsillo de la pechera de su camisa y se desparramaron por todas partes. El horizonte oscuro de Wilmington empezó a ladearse de un modo salvaje. Su estómago pareció intentar levantarle el corazón hasta la garganta y la boca. Un hilillo de saliva le subía por una mejilla como un niño que se desliza por un tobogán engrasado. Los mapas revoloteaban por todas partes como pajarillos. El aire retumbaba al igual que los truenos de la tormenta. Una de las ventanas del compartimento de cuatro pasajeros explotó y un viento asmático invadió el avión, revolviendo todo lo que no estaba atado como si fuera un tornado.
—¡Vuelva a la altitud anterior, N471B! —gritaba el cateto del aeropuerto.
Dees se dio cuenta de que acababa de echar a perder unos pantalones de doscientos dólares al llenarlos de aproximadamente medio litro de pis caliente, pero le tranquilizó en parte la idea de que el viejo cateto del aeropuerto, sin duda alguna, acababa de llenarse los calzoncillos de un cargamento de zurullos frescos. Al menos eso era lo que parecía.
Dees llevaba una navaja suiza. Se la sacó del bolsillo derecho de los pantalones mientras sostenía los mandos con la mano izquierda y se practicó un corte en la camisa justo por encima del codo izquierdo hasta hacerse sangre. A continuación, sin detenerse, se practicó otro corte superficial, justo por debajo del ojo izquierdo. Cerró la navaja y la guardó en el bolsillo elástico de la portezuela del piloto. Más tarde tendré que limpiarla, se dijo, y si me olvido podría meterme en apuros serios. Pero sabía que no se olvidaría, y tomando en consideración lo que había hecho el Piloto Nocturno impunemente, creía que todo saldría bien.
Las luces de la pista volvieron a encenderse, esta vez definitivamente, esperaba, aunque su parpadeo indicaba que estaban siendo alimentadas por un generador. Volvió a dirigir el Beech hacia la pista 34. Un hilillo de sangre le corría por la mejilla izquierda hasta la comisura de los labios. Se metió un poco en la boca y a continuación escupió una mezcla rosada de sangre y saliva sobre el cuentakilómetros. Nunca hay que perder una oportunidad, hay que seguir los instintos, ya que ellos siempre te llevarán por el buen camino.
Miró el reloj. Solo faltaban catorce minutos para la puesta de sol. Le iba a ir pero que muy justo.
—¡Arriba, Beech! —gritó el cateto del aeropuerto—. ¿Está sordo o qué?
Dees agarró el cable en espiral del micro sin apartar la mirada de las luces de la pista. Tiró del cable hasta llegar al micrófono, lo agarró y pulsó el botón de emisión.
—Escúcheme, hijo de puta desgraciado —dijo apartando los labios hasta dejar al descubierto las encías—. Ese 727 ha estado a punto de convertirme en mermelada de fresa porque su maldito generador no se ha puesto en marcha cuando debía y, como consecuencia, no he podido ponerme en contacto con el Control de Tráfico Aéreo. No sé cuántas personas en ese avión han estado a punto de convertirse en mermelada de fresa, pero estoy seguro de que usted sí lo sabe, y sé que la tripulación también. La única razón por la que esos tipos siguen vivos es que el capitán ha sido lo bastante inteligente como para dirigir bien, y yo he sido lo bastante inteligente como para seguirle bien, pero he sufrido tantos daños estructurales como físicos. Si no me da permiso de aterrizaje ahora mismo, voy a aterrizar de todas formas. La única diferencia es que si tengo que aterrizar sin permiso, le denunciaré a la Administración Federal Aérea, aunque primero me aseguraré personalmente de que su cabeza y su culo cambien de sitio. ¿Lo ha entendido, amigo?
Un silencio largo y lleno de interferencias. A continuación, una voz muy tímida, completamente distinta a las exclamaciones anteriores del palurdo del aeropuerto.
—Tiene permiso para aterrizar en la Pista 34, N471B.
Dees esbozó una sonrisa y dirigió el avión hacia la pista.
—Me he puesto nervioso y he levantado la voz —se disculpó tras pulsar de nuevo el botón del micrófono—. Lo siento. Solo me pasa cuando estoy a punto de palmarla.
Ninguna respuesta desde tierra.
—Pues muy bien, que te jodan —dijo Dees.
A continuación prosiguió el descenso resistiendo el impulso de echar una rápida mirada a su reloj mientras bajaba.
7
Dees estaba muy curtido y se sentía orgulloso de ello, pero no podía engañarse; lo que encontró en Duffrey le puso los pelos de punta. El Cessna del Piloto Nocturno había pasado otro día, el 31 de julio, en la rampa, pero eso solo empezó a ponerle los pelos de punta. Lo que interesaría a sus leales lectores de Inside View sería la sangre, por supuesto, y así era como debía ser, amén, pero Dees era cada vez más consciente de que la sangre (o en el caso de los ancianos Ray y Ellen Sarch, la falta de sangre) era tan solo el principio de la historia. Bajo la sangre habían oscuras y extrañas cavernas.
Dees llegó a Duffrey el 8 de agosto, apenas una semana después que el Piloto Nocturno. Volvió a preguntarse adónde iría su amigo el murciélago entre asesinato y asesinato. ¿A Disneylandia? ¿A los Jardines Busch? ¿A Atlanta tal vez, a ver un partido de los Braves? Tales reflexiones eran relativamente insignificantes en aquel momento, puesto que la caza seguía, pero tendrían un gran valor más adelante. De hecho, se convertirían en el equivalente periodístico de las patatas, que alargarían las sobras de la historia del Piloto Nocturno durante unos números más del periódico, y permitirían a los lectores disfrutar una vez más del sabor incluso después de haber digerido los pedazos más grandes de carne cruda.
Sin embargo todavía existían lugares oscuros en aquella historia en los que un hombre podía caerse y perderse para siempre. Aquello sonaba tanto absurdo como ridículo, pero cuando Dees empezó a hacerse una idea de lo que había pasado en Duffrey, empezó a creer en la historia, lo cual significaba que aquella parte de ella jamás saldría impresa, y no solo porque se tratara de algo personal, sino porque quebrantaba el único principio férreo de Dees: nunca creas en aquello que publicas, y nunca publiques aquello en lo que creas. A lo largo de los años, aquella regla le había permitido conservar la cordura mientras que todos los que le rodeaban perdían la suya. Había aterrizado en el aeropuerto nacional de Washington, un aeropuerto real para variar, y alquilado un coche con el que recorrió los cien kilómetros que lo separaban de Duffrey, porque sin Ray Sarch y su mujer, Ellen, no había aeropuerto de Duffrey. Aparte de la hermana de Ellen, Raylene, que era una mecánica bastante potable, el matrimonio había sido el único personal del que constaba el chiringuito. El aeropuerto disponía de una sola pista de aterrizaje sin asfaltar cubierta de aceite, tanto para evitar que se levantara el polvo como para impedir el crecimiento de malas hierbas. Asimismo, contaba con una cabina de control no mucho más grande que un armario y que estaba pegada al remolque Jet-Aire en el que vivía el matrimonio Sarch. Ambos estaban jubilados, ambos eran pilotos, ambos tenían fama de ser duros como piedras y estaban locamente enamorados el uno del otro incluso después de casi cinco décadas de matrimonio.
Además, averiguó Dees, los Sarch controlaban el tráfico aéreo privado que salía y entraba en su aeropuerto con gran atención, ya que tenían un interés personal en la guerra contra las drogas. Su único hijo había muerto en los Everglades de Florida cuando intentaba aterrizar en lo que parecía una extensión lisa de agua clara con más de una tonelada de heroína de Acapulco guardada en un Beech 18 robado. De hecho, la extensión de agua había sido lisa… salvo por un solo tronco. El Beech 18 chocó contra el tronco, volcó y estalló. Doug Sarch había salido despedido, con el cuerpo humeante y chamuscado pero seguramente aún vivo, por poco que a sus apenados padres les gustara creerlo. Había sido devorado por los caimanes, y todo lo que quedaba de él cuando los tipos de la administración de la lucha contra la droga lo encontraron, por fin, una semana más tarde era un esqueleto desmembrado, unos cuantos jirones de carne sembrados de gusanos, un par de tejanos Calvin Klein chamuscados y una cazadora de la tienda Paul Stuart, de Nueva York. Uno de los bolsillos de la cazadora contenía más de veinte mil dólares en efectivo, mientras que el otro reveló casi una onza de cocaína peruana pura.
—Fueron las drogas y los hijos de puta que trafican con ellas los que mataron a mi chico —había asegurado Ray Sarch en numerosas ocasiones.
Su mujer, Ellen Sarch, estaba más que dispuesta a corroborar las palabras de su marido. El odio que sentía hacia las drogas y los traficantes, le aseguraron a Dees una y otra vez (casi le divirtió la convicción prácticamente unánime que existía en Duffrey respecto a que el asesinato del anciano matrimonio Sarch había sido un «asunto de bandas»), solo se veía superado por el dolor y la confusión que sentían por el hecho de que su hijo se había visto implicado con aquellas mismas personas.
Tras la muerte de su hijo, los Sarch se habían mantenido alerta a cualquier cosa o cualquier persona que se pareciera, aunque solo fuera de un modo remoto, a un transportador de droga. Habían llamado a la policía estatal de Maryland cuatro veces que habían resultado ser falsas alarmas, pero a los muchachos del estado no les importaba porque los Sarch también habían contribuido a detener a tres transportadores pequeños y a dos muy importantes. El último de ellos llevaba quince kilos de cocaína boliviana pura. Este era el tipo de alijo que hacía olvidar unas cuantas falsas alarmas, el tipo de alijos que conseguía ascensos.
Así pues, a última hora de la tarde del 30 de julio llegó el Cessna Skymaster con la matrícula y la descripción que había sido entregada a todos los aeropuertos de América, incluyendo el de Duffrey; un Cessna cuyo piloto se había identificado como Dwight Renfield y que había asegurado que su punto de procedencia era el aeropuerto de Bayshore, en Delaware, un campo que jamás había oído hablar de Renfield ni de un Skymaster con matrícula N101BL; el avión de un hombre que, casi con toda seguridad, era un asesino.
—Si hubiera llegado aquí, lo más probable es que ahora estuviera en chirona —había asegurado uno de los controladores de Bayshore a Dees por teléfono.
Sin embargo, Dees lo dudaba. Sí, lo dudaba mucho.
El Piloto Nocturno había aterrizado en Duffrey a las 11.27 de la noche, y Dwight Renfield no solo había firmado en el registro de los Sarch sino que también había aceptado la invitación de Ray Sarch para ir a su remolque, tomar una cerveza y ver la reposición de la serie Gunsmoke en el canal TNT. Ellen Sarch había explicado todo aquello a la propietaria del salón de belleza de Duffrey al día siguiente. Aquella mujer, Selida McCammon, se había identificado ante Dees como una de las amigas más íntimas de la difunta Ellen Sarch.
Cuando Dees le preguntó qué aspecto había tenido Ellen, Selida hizo una pausa antes de explicárselo.
—Pues tenía un aspecto soñador, en cierto modo. Como una colegiala que está enamorada, aunque tenía casi setenta años. Estaba tan ruborizada que creí que llevaba maquillaje, hasta que empecé a hacerle la permanente. Entonces vi que solo estaba… solo estaba…
Selida McCammon se encogió de hombros. Sabía lo que quería decir pero no cómo expresarlo.
—Sofocada —sugirió Dees, ante lo cual Selida Mc-Cammon lanzó una carcajada y batió de palmas.
—¡Exacto! ¡Exacto! ¡Usted sí es un escritor!
—Oh, sí señor, escribo de maravilla —repuso Dees al tiempo que le dedicaba una sonrisa que esperaba resultara amable y cálida.
Se trataba de una expresión que en el pasado había practicado de un modo casi constante y que continuaba practicando con bastante regularidad en el espejo del dormitorio del piso de Nueva York que llamaba su hogar, así como en los espejos de los hoteles y moteles que realmente eran su hogar. Pareció funcionar. De hecho, Selida McCammon se la devolvió con toda presteza, pero lo cierto era que Dees no se había sentido amable ni cálido en toda su vida. Cuando era niño creía que dichas emociones no existían, que tan solo eran una máscara, una convención social. Más tarde, decidió que estaba equivocado. La mayor parte de lo que él consideraba «emociones del Reader’s Digest» eran reales, al menos para la mayoría de la gente. Tal vez incluso el amor, aquella fábula, era real. El hecho de que él no pudiera sentir dichas emociones era sin duda alguna una pena, pero no el fin del mundo. Al fin y al cabo, había gente que padecía cáncer, que tenía el sida o la memoria de un periquito con trastornos mentales. Visto desde ese punto de vista, uno se daba cuenta con gran rapidez que estar desprovisto de algunas emociones sentimentaloides no era más que una minucia. Lo importante era que si uno sabía cómo estirar los músculos del rostro en las direcciones adecuadas, entonces no le pasaba nada. No dolía y era fácil; al fin y al cabo, si podía recordar subirse la bragueta después de mear, también podía recordar sonreír y adoptar una expresión cálida cuando eso era lo que se esperaba de él. Y una sonrisa comprensiva, había descubierto a lo largo de los años, era la mejor arma del mundo para cualquier entrevista. De vez en cuando, una vocecilla interior le preguntaba cuál era su propia visión de las cosas, pero Dees no quería tener su propia visión de las cosas. Lo único que quería era escribir y hacer fotos. Se le daba mejor escribir, siempre había sido así y las cosas no cambiarían y lo sabía, pero de todos modos le gustaban más las fotografías. Le gustaba tocarlas, ver cómo congelaban a las personas, ya fuera con sus rostros reales expuestos al mundo entero, ya fuera con sus máscaras, tan obvias que era imposible ignorarlas. Le gustaba el hecho de que en las mejores fotografías la gente siempre parecía sorprendida y horrorizada. Parecía atrapada.
Si le presionaban, diría que las fotografías le proporcionaban toda la visión que necesitaba, y de todos modos el asunto no tenía importancia alguna en este caso. Lo que importaba era el Piloto Nocturno, su pequeño amigo el murciélago y el modo en que había entrado en las vidas de Ray y Ellen Sarch hacía aproximadamente una semana.
El Piloto había salido de su avión y entrado en la oficina que ostentaba un aviso ribeteado de rojo de la Administración Aérea Federal, un aviso que indicaba que había un tipo peligroso pilotando un Cessna Skymaster 337, con matrícula N101BL, y que era bien posible que hubiera asesinado a dos hombres. Aquel tipo, proseguía el aviso, podía hacerse llamar Dwight Renfield, pero no necesariamente. El Skymaster había aterrizado, Dwight Renfield había firmado en el registro y era casi seguro que había pasado el día siguiente oculto en la bodega de su avión. ¿Y los Sarch, aquellos dos ancianos tan perspicaces?
Los Sarch no habían dicho nada; los Sarch no habían hecho nada.
Salvo que esto último no era del todo cierto, había averiguado Dees. Ray Sarch había hecho algo, sí señor; había invitado al Piloto Nocturno a su casa a ver un episodio de la serie Gunsmoke y a beber una cerveza con su mujer. Lo habían tratado como si fuera un viejo amigo y entonces, al día siguiente, Ellen Sarch había pedido hora en el salón de belleza, lo cual le había parecido algo extraño a Selida McCammon. Por lo general, las visitas de Ellen eran tan puntuales como un reloj, y aquella se había adelantado al menos dos semanas según la opinión de Selida. Sus instrucciones habían sido desusadamente explícitas: no solo el corte habitual sino también una permanente… y un poco de color.
—Quería parecer más joven —contó Selida Mc-Cammon a Dees antes de enjugarse una lágrima de la mejilla con el dorso de la mano.
Pero la conducta de Ellen Sarch había sido completamente normal en comparación con la de su marido. Ray había llamado a Administración Aérea Federal en el aeropuerto nacional de Washington para decirles que emitieran un comunicado que apartara a Duffrey de la actividad aérea al menos por el momento. En otras palabras, había bajado las persianas y cerrado el chiringuito.
De regreso a su casa se había detenido a poner gasolina en la gasolinera Texaco Duffrey y había explicado a Norm Wilson, el propietario, que creía estar a punto de pillar la gripe. Norm explicó a Dees que creía que Ray tenía razón, pues parecía pálido y macilento, de repente más viejo incluso de lo que era.
Aquella noche los dos vigilantes perspicaces habían caído en la trampa. A Ray Sarch lo encontraron en la pequeña sala de control; le habían arrancado la cabeza, que apareció en un rincón, donde yacía sobre el muñón del cuello mirando fijamente a la puerta abierta con los ojos de par en par y vidriosos como si realmente hubiera algo que ver.
A su mujer la habían encontrado en el dormitorio del remolque de los Sarch. Estaba acostada y llevaba un salto de cama tan nuevo que quizá ni siquiera había sido estrenado. Era una anciana, había explicado a Dees un ayudante del sheriff que le había costado veinticinco dólares, por lo que resultaba más caro que Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, aunque realmente valía ese dinero, pero bastaba con echarle un vistazo para ver que aquella mujer se había vestido para amar. A Dees le había gustado tanto el deje vaquero del hombre que lo había anotado en su libreta. A la mujer le habían practicado dos orificios enormes del tamaño de clavos en el cuello, uno en la carótida y el otro en la yugular. Su rostro aparecía compuesto, con los ojos cerrados, y tenía las manos entrelazadas sobre el pecho. Aunque había perdido casi hasta la última gota de sangre, tan solo se veían unas pequeñas manchas en las almohadas y unas pocas más en el libro que yacía abierto sobre su estómago: The Vampire Lestat, de Anne Rice.
¿Y el Piloto Nocturno?
En algún momento antes de la medianoche del 31 de julio o justo después, en la madrugada del primero de agosto, el Piloto Nocturno se había marchado. Como un pajarillo.
O un murciélago.
8
Dees aterrizó en Wilmington siete minutos antes de la puesta de sol oficial. Mientras empezaba a frenar sin dejar de escupir la sangre que se le había metido en la boca desde el corte que se había practicado debajo del ojo, vio que caía un relámpago con un fuego blanquiazul tan intenso que casi lo cegó. Justo después oyó el trueno más ensordecedor de toda su vida. Su humilde opinión quedó confirmada cuando otra ventana del compartimento de pasajeros, agrietada en el momento en que había estado a punto de colisionar con el Piedmont 727, explotó en una lluvia de diamantes de bisutería.
En la brillantísima luz vio que un edificio bajo y cuadrado, situado en la parte de babor de la pista 34, era atravesado por el relámpago. El edificio estalló despidiendo una columna de fuego hacia el cielo, una columna que, aunque brillante, no se acercó ni de lejos a la potencia del relámpago que lo había hecho arder.
Como encender un cartucho de dinamita con una bomba nuclear, pensó Dees confusamente, y a continuación: el generador. Ha sido el generador.
Las luces, todas las luces, las luces blancas que marcaban los bordes de la pista de aterrizaje, y las brillantes luces rojas que marcaban su final, se apagaron de repente, como si no fueran más que velas extinguidas por una fuerte ráfaga de viento. Y Dees se vio avanzando a más de ciento cuarenta kilómetros por hora en la oscuridad más completa.
La onda expansiva de la explosión que había destruido el generador principal del aeropuerto golpeó el Beech como un puño de hierro. De hecho, no solo lo golpeó sino que lo martilleó con una enorme fuerza. El Beech, que apenas sabía que ya se había vuelto a convertir en una criatura terrestre, derrapó peligrosamente hacia estribor, se alzó, volvió a caer sobre la pista con la rueda derecha rebotando sobre algo…, sobre algo… que Dees se dio cuenta, aunque de un modo vago, eran luces de aterrizaje.
«¡A babor! —gritó su mente—. ¡A babor, hijo de puta!»
Estuvo a punto de hacerlo antes de que su parte más racional se impusiera. Si giraba los mandos hacia babor a esta velocidad volcaría sin lugar a dudas. Lo más probable era que no estallara teniendo en cuenta la poca cantidad de combustible que le quedaba en los depósitos, pero todo era posible. O tal vez el Beech simplemente se partiría en dos, dejando a Richard Dees de cintura para abajo retorciéndose en su asiento, mientras que la parte superior del cuerpo de Richard Dees salía despedida en otra dirección, arrastrando tras de sí intestinos amputados como confeti y dejando caer los riñones sobre el hormigón como un par de enormes cagarros de pájaro.
«¡Aguanta! —se gritó a sí mismo—. ¡Aguanta, hijo de puta, aguanta!»
En aquel momento, algo, los tanques depósitos secundarios del generador, se dijo cuando tuvo tiempo de decirse algo, explotó empujando el Beech aún más hacia estribor, pero eso le fue bien, ya que lo apartó de las luces de aterrizaje apagadas, y de repente volvió a circular con relativa suavidad, con el lado de babor rodando por el borde de la pista 34, y el lado de estribor en el escalofriante abismo que había entre las luces y la cuneta que había observado se abría a la derecha de la pista. El Beech seguía estremeciéndose pero no mucho, y Dees comprendió que una de las ruedas, la de estribor, estaba pinchada a causa de las luces de aterrizaje que había pisoteado.
Estaba frenando y eso era lo que importaba; finalmente, el Beech empezaba a comprender que se había convertido en una criatura distinta, una criatura que volvía a pertenecer a la tierra. Dees empezaba a tranquilizarse cuando vio el ancho Learjet, el que los pilotos denominan El Gordo Albert, justo delante de él, aparcado por increíble que pareciera, en el centro de la pista donde el piloto lo había detenido mientras esperaba la autorización para despegar en la pista 5.
Dees lo miró atónito, vio las ventanillas iluminadas, rostros que lo miraban con los ojos abiertos de par en par, como los locos de un asilo observan un truco de magia y, entonces, sin pensar, giró los mandos hacia la derecha, apartando el Beech de la pista y precipitándolo a la cuneta; logró esquivar el Lear por aproximadamente tres centímetros. Llegaron hasta sus oídos débiles gritos, pero de hecho no se dio cuenta de nada aparte del que ahora explotaba frente a él como una tira de petardos cuando el Beech intentó convertirse de nuevo en una criatura aérea, aunque sin poder hacerlo porque las aletas estaban bajadas y los motores funcionaban a muy pocas revoluciones. El avión dio un salto como una convulsión en la mortecina luz de la segunda explosión, y a continuación empezó a patinar por una pista de espera; Dees vio el edificio de la terminal general por el rabillo del ojo. Estaba iluminada con luces de emergencia que funcionaban con baterías de reserva. Asimismo, vio los aviones aparcados, uno de los cuales era, con toda seguridad, el Skymaster del Piloto Nocturno. Como siluetas oscuras de papel de seda recortadas contra la lastimosa luz anaranjada de la puesta del sol, y que ahora se distinguían gracias a los relámpagos.
«¡Voy a volcar!» se gritó a sí mismo y, de hecho, el Beech intentó volcar; el ala de babor empezó a arrastrarse por la pista de espera más cercana a la terminal levantando un manantial de chispas hasta que la punta se desprendió y rodó hasta los arbustos, donde la fricción encendió un mortecino fuego en los hierbajos mojados.
A continuación el Beech se detuvo, y los únicos sonidos que oyó eran las interferencias de la radio, el sonido de botellas rotas que vertían su contenido sobre la alfombra del compartimento de pasajeros y el enloquecido martilleo de su propio corazón. Dees se desabrochó el cinturón y se dirigió hacia la puerta del avión antes de estar totalmente seguro de que seguía vivo.
Recordaba lo que sucedió a continuación con extraña claridad, pero lo único que recordaba con seguridad desde el momento en que el Beech se detuvo por fin sobre la pista de espera, de espalda hacia el Lear e inclinado hacia un lado, hasta el momento en que oyó los primeros gritos procedentes de la terminal, era que había alargado el brazo para coger la cámara. No podía salir del avión sin la cámara; la Nikon era la cosa más parecida que tenía a una esposa. La había comprado en una casa de empeño de Toledo cuando tenía diecisiete años y la conservaba desde entonces. Le había añadido objetivos, pero la carcasa básica seguía siendo la misma que entonces; las únicas modificaciones que había introducido habían sido algunos rasguños y abolladuras que formaban parte de su trabajo. La Nikon se encontraba en el bolsillo elástico que había detrás de su asiento. Tiró de ella para sacarla, la miró para comprobar que seguía intacta y comprobó que así era. Se la colgó del cuello y se inclinó sobre la puerta del avión.
Tiró de la palanca, saltó del avión, tropezó, estuvo a punto de caerse, y logró coger la cámara antes de que chocara contra el hormigón de la pista de espera. Se oyó el rugido de otro trueno, pero esta vez no fue más que un rugido, distante y poco amenazador. Una brisa lo rozó como la caricia de una mano cariñosa sobre el rostro…, pero más fría por debajo del cinturón. Dees hizo una mueca; el episodio de que se había meado encima cuando el Beech y el Piedmont habían estado a punto de chocar tampoco figuraría en el artículo.
De repente, un chillido agudo y penetrante llegó hasta sus oídos desde la terminal general; un grito teñido de agonía y horror. Aquel sonido lo golpeó como una bofetada. Volvió en sí, y se concentró de nuevo en el objetivo. Miró el reloj. No funcionaba. O bien se había roto a causa de la explosión o bien se había detenido. Se trataba de una de esas antiguallas divertidas a las que hay que dar cuerda, y no recordaba cuándo lo había hecho por última vez.
¿Se había puesto ya el sol? Afuera estaba oscuro, joder, pero con todos esos truenos y esos nubarrones agolpados alrededor del aeropuerto era difícil determinar lo que significaba. ¿Realmente se había puesto el sol?
Oyó otro grito. No, un grito no, un verdadero chillido, así como el sonido de cristales al romperse.
Dees decidió que la puesta de sol carecía de toda importancia.
Echó a correr sin darse cuenta apenas de que los depósitos auxiliares del generador seguían ardiendo y de que olía a gas en el aire. Intentó correr más deprisa, pero tenía la sensación de correr sobre cemento líquido. La terminal se acercaba cada vez, pero no demasiado deprisa. No lo bastante deprisa.
—¡No, por favor! ¡Por favor, no! ¡POR FAVOR, NO! ¡OH, POR FAVOR, NO!
Aquel chillido cada vez más fuerte se vio interrumpido de repente por un terrible aullido inhumano. No obstante, sí había algo humano en él, y eso era tal vez lo más terrible de todo. A la mortecina luz de las bombillas de emergencia instaladas en las esquinas de la terminal, Dees vio que una figura oscura que se agitaba rompía más cristales de la pared de la terminal que se orientaba hacia el aparcamiento, una pared que constaba casi únicamente de cristal; la figura salió despedida a través de ella, aterrizó sobre la rampa con un golpe sordo, rodó sobre sí misma, y Dees vio que se trataba de un hombre.
La tormenta se alejaba pero seguían brillando los relámpagos, y cuando Dees entró corriendo en el aparcamiento, jadeante, vio por fin el avión del Piloto Nocturno, con la matrícula N101BL pintada en la cola. Las letras y los números parecían negros en aquella luz, pero él sabía que eran rojos y, de todos modos, no importaba. La cámara estaba cargada con película rápida en blanco y negro y armada con un flash inteligente que tan solo se dispararía cuando la luz fuera demasiado poco intensa para la velocidad de la película.
La bodega del Skymaster estaba abierta como la boca de un cadáver. Bajo ella se veía un gran montículo de tierra en el que se retorcían pequeños objetos. Dees le echó un vistazo casual, se volvió para mirarlo por segunda vez y se detuvo a duras penas. Ahora su corazón no solo estaba lleno de temor sino también de una salvaje felicidad. ¡Qué bien que todo hubiera salido como había salido!
Sí, se dijo, pero no lo llames suerte, no te atrevas a llamarlo suerte, no lo llames ni siquiera un presentimiento.
Correcto. No era la suerte la que lo había mantenido en esa destartalada habitación de motel con aquel ruidoso aparato de aire acondicionado. No había sido un presentimiento, no exactamente al menos, lo que lo había atado al teléfono hora tras hora llamando a pequeños aeropuertos y dando la matrícula del Piloto Nocturno una y otra vez. Se trataba de puro instinto de periodista, y aquí es donde empezaba a verse recompensado. Claro que no se trataba de una recompensa como las demás; era el premio gordo, El Dorado, la maravillosa fábula.
Se detuvo frente a la bodega abierta como un bostezo, intentó levantar la cámara y estuvo a punto de estrangularse con la correa. Masculló un juramento. Desenredó la correa. Apuntó.
Desde la terminal le llegó otro grito, el de una mujer o bien un niño. Dees apenas se percató de ello. La idea de que ahí dentro se estaba produciendo una verdadera masacre fue seguida por la idea de que dicha masacre no haría sino enriquecer la historia. Y a continuación, ambos pensamientos se disiparon mientras tomaba tres rápidas fotografías del Cessna, asegurándose de que tomaba una de la bodega y otra de la matrícula. El rebobinado automático emitía su zumbido.
Dees siguió corriendo. Más ruido de cristales rotos. Otro golpe sordo cuando otro cuerpo cayó al cemento como una muñeca de trapo rellena de algún líquido espeso y oscuro, como por ejemplo, jarabe para la tos. Dees alzó la mirada, distinguió un movimiento confuso, el revoloteo de algo que podría haber sido una capa… pero se encontraba demasiado lejos como para asegurarlo. Se volvió y tomó otras dos fotografías del avión, esta vez de muy cerca. La bodega abierta y el montículo de tierra aparecerían claros e innegables en el periódico.
A continuación se volvió y echó a correr hacia la terminal. Ni siquiera se le ocurrió el hecho de que solo iba armado con una vieja Nikon.
Se detuvo a unos diez metros del edificio. Había tres cadáveres, dos adultos, uno de cada sexo, y uno que podía haber sido o bien de una mujer menuda o bien de una chica de unos trece años; era difícil de determinar puesto que le faltaba la cabeza.
Dees apuntó la cámara y tomó seis rápidas fotografías, mientras el flash emitía su propio relámpago blanco y el rebobinado automático no cesaba de emitir su pequeño zumbido.
Mientras tomaba las fotografías iba contando. Disponía de 36 y había hecho once, lo cual significaba que le quedaban veinticinco. Tenía más película en los bolsillos profundos de sus pantalones, y eso estaba muy bien… si tenía la oportunidad de recargar la cámara. Nunca se podía contar con eso, sin embargo. En el caso de fotografías como aquellas había que aprovechar el momento. Se trataba de un banquete de comida rápida, nada más.
Dees alcanzó la terminal y abrió la puerta de un tirón.
9
Pensó que ya lo había visto todo, pero nunca había visto algo como aquello. Nunca.
«¿Cuántos? —se preguntó su mente—. ¿A cuántos te has cargado? ¿Seis? ¿Ocho? ¿Tal vez una docena?»
No lo sabía. El Piloto Nocturno había convertido la terminal del pequeño aeropuerto privado en un matadero. Cadáveres y partes de cadáveres yacían esparcidos por doquier. Dees vio un pie enfundado en una zapatilla deportiva negra y sacó una fotografía. Un torso desgarrado; sacó una fotografía. Había un hombre enfundado en un mono de mecánico que todavía estaba con vida, y por un momento creyó que era Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, del aeropuerto del condado de Cumberland, pero aquel tío no se estaba quedando calvo, sino que no le quedaba ni un solo pelo en la cabeza. Le habían partido la cara desde la frente hasta la barbilla. La nariz estaba partida en dos y a Dees la escena le recordó, por alguna extraña razón, un perrito caliente abierto y listo para el panecillo. Sacó una fotografía.
Y de repente, algo en su interior se rebeló y gritó: ¡Para! con voz tan imperiosa que resultaba imposible ignorarla, y, por supuesto negarla.
«¡Para! ¡Ya se ha acabado todo!»
En aquel momento vio una flecha pintada en la pared. Bajo ella se veía la palabra SERVICIOS. Dees echó a correr en la dirección que indicaba la flecha, con la cámara balanceándose tras él.
Por casualidad se topó primero con el servicio de caballeros, pero no le habría importado toparse primero con el de extraterrestres. Estaba llorando presa de incontenibles sollozos. Apenas podía creer que aquellos sonidos procedieran de su interior. Hacía años que no lloraba. De hecho, no lloraba desde que era niño.
Abrió la puerta de un empujón, derrapó como un esquiador a punto de perder el control y se aferró al borde de la segunda pica de la fila.
Se inclinó sobre ella y todo brotó de su interior en una corriente espesa y nauseabunda; una parte le salpicó en la cara mientras que otra aterrizaba en el espejo en manchas amarronadas. Olió el pollo a la criolla para llevar que había comido colgado del teléfono en la habitación del motel, justo antes de coger la puerta y echar a correr hacia su avión; vomitó de nuevo emitiendo una especie de ronquido que recordaba una máquina sobrecargada a punto de estropearse.
Dios mío, pensó, Dios mío, no es un hombre, no puede ser un hombre…
Y en aquel momento oyó el sonido.
Se trataba de un sonido que había oído al menos mil veces con anterioridad, un sonido de lo más habitual en la vida de cualquier americano… pero que ahora lo llenó de un miedo y de un terror que iba más allá de todo lo que conocía y de lo que podía creer.
Era el sonido de un hombre orinando en un urinario.
Pero aunque veía los tres urinarios del baño en el espejo manchado de vómito, no vio a nadie en ninguno de ellos.
Los vampiros no se refle…, se dijo Dees.
En aquel momento vio un líquido rojizo golpear la porcelana del urinario del centro, lo vio correr urinario abajo, confluir en el círculo geométrico de orificios que había en la parte inferior.
No se veía ninguna corriente de líquido en el aire; tan solo la veía cuando chocaba contra la porcelana.
Era entonces cuando se hacía visible.
Dees se quedó petrificado. Permaneció inmóvil, con las manos aferradas al borde del lavabo; la boca, el cuello, la nariz y las fosas nasales espesas por el sabor y el olor del pollo a la criolla, observando el increíble y al mismo tiempo prosaico fenómeno que se estaba produciendo justo detrás de él.
«Estoy viendo mear a un vampiro», se dijo confusamente.
La escena parecía no tener fin, la orina sangrienta golpeando la porcelana, tornándose visible y desapareciendo por el desagüe. Dees permaneció con las manos pegadas a los costados de la pica en la que había vomitado, mirando el reflejo del espejo, sintiéndose como un diente paralizado en una enorme máquina estropeada.
«Soy hombre muerto, casi seguro», se dijo.
Por el espejo vio que la manecilla cromada de la cadena bajaba por sí sola. A continuación, el rugido del agua.
Dees escuchó un susurro y un revoloteo y supo que se trataba de una capa, del mismo modo que sabía que si se volvía podría tachar el «casi seguro» de su último pensamiento. Se quedó donde estaba, con las palmas de las manos hundidas en los bordes de la pica.
De repente, una voz profunda, de ultratumba, se alzó justo detrás de él. El propietario de dicha voz estaba tan cerca que Dees percibió su frío aliento en el cuello.
—Me has estado siguiendo —empezó la voz de ultratumba.
Dees gimió.
—Sí —prosiguió aquella voz como si Dees se hubiera mostrado en desacuerdo con él—. Te conozco, ¿sabes? Lo sé todo sobre ti. Y ahora escúchame con atención, mi inquisitivo amigo, porque solo te lo diré una vez: deja de seguirme.
Dees volvió a gemir, un gemido parecido al de un perro, y más agua le llenó los pantalones.
—Abre la cámara —exigió la voz.
«¡Mi película! —gritó una parte de Dees—. ¡Mi película! ¡Lo único que tengo! ¡Lo único que tengo! ¡Mis fotos!»
Otro revoloteo seco, y parecido al de un murciélago. Aunque Dees no veía nada, sintió que el Piloto Nocturno se había acercado aún más a él.
—Ahora.
Su película no era lo único que tenía.
También tenía la vida.
Más o menos.
Se vio a sí mismo darse la vuelta y ver lo que el reflejo no reflejaba o no podía reflejar: se vio a sí mismo viendo al Piloto Nocturno, a su amigo murciélago, una cosa grotesca salpicada de sangre y trocitos de carne y de mechones de pelo arrancado; se vio a sí mismo tomando fotografía tras fotografía, mientras el rebobinado automático zumbaba… Pero no se vería nada.
Nada en absoluto.
Porque tampoco se les podía sacar fotos.
—Eres real —graznó, sin moverse, con las manos en apariencia soldadas a los bordes de la pica.
—Tú también —gruñó la voz.
Dees percibió el hedor de antiguas criptas y tumbas selladas en el aliento de la cosa.
—Al menos, de momento. Esta es tu última oportunidad, mi inquisitivo biógrafo de pacotilla. Abre la cámara… O la abro yo.
Con manos que se le antojaban del todo entumecidas, Dees abrió la Nikon.
Una ráfaga de aire pasó junto a su rostro helado; parecía un juego de navajas en movimiento. Por un instante vio una mano larga y blanca salpicada de sangre; vio unas uñas rotas, llenas de porquería.
En aquel momento la película se rompió y empezó a brotar de su cámara.
Otro seco revoloteo. Otro aliento hediondo. Por un momento creyó que el Piloto Nocturno iba a matarlo de todas formas. Pero entonces, a través del espejo vio que la puerta del lavabo de caballeros se abría sola.
«No me necesita —se dijo Dees—. Sin duda alguna ha comido muy bien esta noche.» Aquello le hizo vomitar de nuevo, esta vez directamente sobre el reflejo de su propio rostro con los ojos abiertos de par en par.
La puerta se cerró.
Dees permaneció donde estaba durante al menos tres minutos; se quedó ahí hasta que las sirenas llegaron a la terminal; se quedó ahí hasta que oyó la tos y el rugido del motor de un avión.
El motor de un Cessna Skymaster 337, sin lugar a dudas.
A continuación salió del servicio con las piernas como patas de palo, chocó contra la pared más alejada del pasillo, rebotó y se dirigió de regreso a la terminal. Resbaló en un charco de sangre y estuvo a punto de caer.
—¡Quieto! —gritó un policía tras él—. ¡Quieto! ¡No se mueva o lo mato!
Dees ni siquiera se volvió.
—Prensa, gilipollas —dijo al tiempo que levantaba la cámara con una mano y el carné de prensa con la otra.
Se dirigió hacia una de las ventanas rotas mientras la película seguía brotando de su cámara como una larga serpentina marrón, y se quedó ahí mirando cómo el Cessna aceleraba por la pista 5. Por un instante fue una silueta negra recortada contra el brillante incendio del generador y de los depósitos auxiliares. Una silueta que se parecía bastante a un murciélago; y entonces se elevó, desapareció, y el policía empujó a Dees con tal fuerza hacia la pared que empezó a sangrar por la nariz. Pero no le importó. No le importaba nada, y cuando los sollozos empezaron a abrirse paso en su pecho, volvió a cerrar los ojos, y volvió a ver la sangrienta orina del Piloto Nocturno chocar contra la porcelana, tornarse visible y desaparecer por el desagüe.
Creía que jamás dejaría de verla.