EMMA

¡Los Von Kieren habíamos barrido a Drácula! Besé de nuevo a Frank. Al mismo tiempo, Jacqueline besó por primera vez a un Max humano. Lo apartó un poco, se rio y dijo:

—A ver cuándo te sale la barba.

Y volvió a besarlo.

Ada los miró y dijo sonriendo:

—Si hasta el renacuajo puede encontrar el amor, seguro que yo también tendré novio algún día.

—¿Uno? ¡Al menos 427! —dijo Cheyenne con una gran sonrisa.

—Buen plan —dijo Ada riendo.

Sin embargo, no todo era paz, alegría y dulzura.

Me despedí un momento de los demás, bajé a las mazmorras y fui a ver a Baba Yaga. La pobre estaba agonizando. A su lado, acurrucado en silencio, el pequeño Golem.

Baba me reconoció y me preguntó con voz débil y trémula:

—¿Habéis dado patada en culo de Drácula?

—¡Y menuda patada! —confirmé.

—Entonces, tú no mujer ridícula.

Sonreí levemente.

—Yo ahora muero…

—Lo siento mucho…

Lo dije sinceramente. Sin Baba, los Von Kieren habríamos seguido siendo los de antes y, a la corta o a la larga, nos habríamos desintegrado como familia. Seguramente a la corta.

—Tú no tiene que sentir… —susurró Baba—. Yo tengo que pidirte cosa…

—¿Qué?

Me hizo una seña para que me agachara y me susurró al oído:

—Por favor… cuida tú mi Golem…

No lo dudé ni un instante y, con voz firme, le prometí:

—Lo criaré como a mis propios hijos.

—Entonces… será buen niño.

Se me hizo un nudo en la garganta.

Pero Baba sonrió y, con su último aliento, murmuró:

—Yo ahora puede morir feliz.

Cerró los ojos. Para siempre.

Golem se echó a llorar en silencio. Me acerqué a él y lo estreché en mis brazos. Miré a Baba, que ya había muerto y tenía una sonrisa bondadosa en los labios. Le estaba infinitamente agradecida. Gracias a ella había comprendido algo muy importante: no hay que estar siempre feliz para ser feliz.

Cuando el pequeño estuvo demasiado agotado para seguir llorando, le sequé la cara. Lo saqué de las mazmorras para llevarlo arriba y anuncié que había un nuevo miembro en la familia. Todos le dieron una cariñosa bienvenida.

—Vaya, lo que siempre había querido: ¡otro hermano! —bromeó Ada.

Max fingió que le daba un codazo entre las costillas. Y los dos se sonrieron mutuamente. Incluso Golem esbozó algo parecido a una pequeña sonrisa.

—¡Ahora toca irse a casa! —proclamé.

—Creo que no —replicó Ada—. Al menos, yo no.

Eso me sorprendió y, entonces, ella explicó:

—Y no sólo porque, después de todo lo que hemos vivido, tenga todavía menos ganas de que el profe de biología me ponga la cabeza como un bombo con el rollo de las medusas…

—Entonces ¿por qué? —le pregunté.

—Mientras tú estabas abajo, me ha pedido ayuda un hada, una criatura mágica que se llama Campanilla…

—Oh —dijo Jacqueline—, pensaba que se llamaba Cogorcilla…

—El caso es que vivía en el País de Nunca Jamás y necesita ayuda para liberar el reino de la tiranía de un malvado capitán… —siguió contando Ada.

No pude evitar una sonrisa.

—Hace tres días, te habría internado en un psiquiátrico si llegas a venirme con esa historia.

—La ayudaré.

—Y no lo hará porque el destino la ha elegido como a Harry Potter o Luke Skywalker —la defendió Max emocionadísimo—, sino porque ella elige su destino.

—Y eso es muchísimo mejor —concluí, sonriendo con orgullo.

Ada me devolvió una sonrisa de agradecimiento y, de repente y sin más preámbulos, preguntó:

—¿Venís conmigo?

Max contestó sin vacilar:

—No permitiremos que vayas sola.

Y Frank dijo en broma:

—Ufta.

Los tres me miraron esperanzados, y me di cuenta de que estaban más que decididos a vivir nuevas aventuras.

En los últimos días había aprendido una cosa: nunca viene mal hacer cosas en familia.

Y nuestra familia era ahora más numerosa que antes.

Por eso exclamé:

—¡Al País de Nunca Jamás!