Al despertar, estaba solo en mi búnker. Con miles de cajas llenas de píldoras rojas. Bastarían para mucho, muchísimo tiempo. Los elfos, las hadas y los ángeles de la guarda incluso me habían instalado el baño de Lázaro. Pero los botones del búnker estaban destrozados y la puerta, cerrada a cal y canto: seguiría allí dentro eternamente. El único alivio en aquel momento fue saber que los vampiros no hacen la digestión.
Miré alrededor: por fin estaba solo, sin humanos que me incordiaran. Seguramente para siempre. De repente, ya no estuve tan seguro de que eso me depararía realmente tanta alegría.