Me mantuve quieta todo el rato, mirando a mi familia. Con buenos ojos. Fue fantástico verlos en acción.
Luego, como habíamos acordado, Ada me tiró la máscara de gas. De ese modo ganábamos los segundos decisivos que nos hacían falta para que el gas mezclado con ajo saliera de las boquillas. Me puse la máscara mientras, para variar, los demás respiraban con dificultad y se desplomaban. Sin embargo, en esta ocasión, Frank, Ada y Max lo hicieron con una sonrisa en los labios. En cambio, Drácula jadeaba y, entre dos ataques de tos, dijo:
—¡Me las pagarás!
Me acerqué a él, me agaché y con una preciosa voz de máscara de gas le susurré al oído:
—¡No creo!
El resto fue bastante sencillo: corrí hacia la consola y detuve los misiles, cosa que el presidente ruso seguramente celebraría con un cargamento de vodka. Luego busqué los interruptores que controlaban las rejas de las mazmorras. Los encontré, los pulsé y vi en las pantallas que las celdas se abrían. Elfos, ángeles de la guarda y hadas salieron de su encierro. Gritaron de alegría, volaron bailando por el aire y cantaron canciones preciosas de libertad. Después me ayudaron, con Cheyenne y Jacqueline, a registrar el castillo, a encerrar en las mazmorras a los criados que intentaban huir en desbandada, como Renfield, y a asistir a mi familia. Pero, sobre todo, me ayudaron a cumplir el mayor deseo de Drácula.