Mientras subíamos en el ascensor, constaté dos hechos que habían cambiado a mejor: por un lado, me sostenía sobre dos piernas. Como homo sapiens. Y, todavía más grandioso: no sentía terror. Mi organismo no segregaba ni un solo nanolitro de adrenalina.
¿Por qué iba a tener miedo de alguien como Drácula? Él era mucho más cobarde, mucho más miedoso que un niño normalísimo de doce años. Al contrario que él, ¡yo no le tenía miedo al amor!
Sí, había sido muy valiente por mi parte confesarle mi amor a Jacqueline. Con ello había ganado más que otros grandes héroes: Frodo Bolsón acababa solo en las Tierras Imperecederas, y la historia de Luke Skywalker incluso acababa en el celibato. Quizás esos héroes eran más valientes que yo en la lucha. ¡Pero no en el amor! Comparados conmigo, ¡eran unos blandengues sin coraje!
Esperaba la confrontación con la moral muy alta: si tenía que vencer el bien, los cuatro Von Kieren nos convertiríamos en héroes. En caso contrario, ¿quién quiere vivir en un mundo donde no triunfa el bien? Excepto, tal vez, Drácula, Darth Vader y los gerentes de las centrales nucleares.
Al llegar al piso trece, corrimos por el pasillo y abrimos la puerta de los aposentos de Drácula, que estaba sentado delante de su inmenso teclado del horror, con cuya ayuda pretendía lanzar los misiles rusos. En las pantallas se veía cómo se abrían las escotillas de los silos atómicos. Oh, oh, en esos momentos, no me habría gustado formar parte de la guarnición de uno de esos silos y tener que decir por teléfono: «Ejem, señor presidente… Acabamos de tener un pequeño percance…».
El príncipe de las tinieblas se quedó perplejo al vernos y, encima, en nuestra forma humana. Cuando recuperó el habla, preguntó desconcertado:
—¿Sois los Von Kieren?
—No, tres chinos con el contrabajo —contestó Ada.
—¡Te ha llegado la hora, bribón! —grité con mucho patetismo. Sonreí contento y les dije a los demás—: Siempre había querido pronunciar esa frase.