Mientras corríamos hacia el ascensor, me sentí muy feliz: ya no era un monstruo. Podía hablar de nuevo y por fin era capaz de volver a contar más allá de ocho (si hubiera podido hacerlo cuando era un monstruo, habría tenido que confesarle a Emma que me había acostado doce veces con Suleika). Tampoco chocaba contra las lámparas ni contra los techos bajos. Pero lo mejor de todo era esto: ya no estaba cansado. Ya no me apetecía tararear canciones tipo No puedo más, Tampoco quiero más o Se me cae la cabeza encima de la mesa.
En vez de eso, quería cantar bien alto canciones tipo: Tú señálame el árbol, y yo lo cortaré. ¿Quién necesita un Red Bull? o Ey, lady Endorfina.
Quería salvar el mundo, abrazar a mis hijos y dormir con mi mujer.
Cuando nos montamos en el ascensor, le miré el culo a Emma. Fantástico. Comparado con ella, Stephenie Meyer tenía realmente el culo gordo.
Hacía mucho que no le miraba el culo así a Emma, y todavía peor: hacía mucho que no contemplaba su preciosa cara. Era una maravilla ver cómo se le iluminaba cuando se entusiasmaba con algo. Con esa mujer maravillosa había tenido dos hijos de los que podía sentirme orgulloso. Qué absurdo: no había comprendido lo grandiosa que era mi familia hasta que fui un monstruo descerebrado.
Ahora que había recuperado mi cerebro, no podía volver a caer en la vieja rutina. La estúpida consigna de erigirse en sustentador había estado a punto de costarme la familia. Y entonces, idiota de mí, en mi vida sólo habría quedado el banco. Una idea terrorífica. Tenía compañeros que sólo tenían su trabajo, con los que se podría rodar tranquilamente la película El carnaval de las almas.
A mí no me ocurriría. Lo había comprendido por fin: el sentido de la vida consistía en salvar gente y, sobre todo, a mi familia, pero no a los bancos.