Los vampiros yacían en el suelo convertidos en esqueletos, y salía humo de sus huesos pelados. La maldición de la momia no dejaba las cosas a medias.
Ada yacía inconsciente junto a ellos, pero aún respiraba. Lenta y superficialmente. Había sobrevivido. De aquella manera. Pero ¿volvería a despertar?
Me quedé mirándola, enferma de preocupación, sin saber cómo podía ayudarla, hasta que Jacqueline dijo algo muy odioso:
—Nos queda un minuto.
Poco después dijo algo aún más odioso:
—59 segundos.
Sabía que tenía que separarme de Ada si no quería que su sacrificio hubiera sido en vano. Pero no podía.
—58…
—¡De acuerdo! —vociferé, pero no me aparté de Ada.
—¡57!
—He dicho ¡DE ACUERDO!
—Vaya, una que se estresa.
Le pedí a Frank que levantara a nuestra hija del suelo y la llevara con nosotros. La cogió cariñosamente en sus enormes brazos. Casi como antes, cuando Ada aún era una niña pequeña. En el fondo, Frank siempre había sido un buen padre. Maldito trabajo. Con tantas horas extra, su empleo había sido para el pobre tan perjudicial como Drácula para la humanidad.
Echamos a correr hacia el fondo del pasillo, donde había una puerta de roble alta. Detrás debían de encontrarse los aposentos de Drácula. Abrí la pesada puerta y, en efecto, el príncipe de los malditos estaba dentro de su baño de Lázaro, en una sala prácticamente vacía. Era muy distinto de como lo había imaginado. Drácula flotaba subiendo y bajando lentamente dentro de un enorme cilindro de metacrilato que parecía una columna de anuncios translúcida. El líquido donde estaba sumergido despedía destellos de un azul transparente, y él parecía sumido en un profundo sueño. Además de él, dentro del tanque sólo había una caja de plata depositada en el fondo. Ni idea de qué había en el interior ni de qué se llevaba uno a un baño como aquél. ¿Un patito de goma? ¿O acaso alguien como Drácula tenía más bien una piraña de goma? ¿Una hiena de goma? ¿Un Gadafi de goma?
El hecho de que Drácula estuviera desnudo me provocó calor y escalofríos al mismo tiempo, porque volví a recordar el sexo con él, que primero me había parecido tan fantástico y, después, tan repugnante. Me estremecí, Frank lo notó y lo miré avergonzadísima. Y aunque era lento de mollera, no lo era de sentimientos. Se dio perfecta cuenta de que lo había engañado con Drácula. Muy afectado, dejó a Ada en el suelo, pero no dijo nada.
—Hala, ¡menuda cosita tiene el príncipe! —dijo asombrada Jacqueline.
—¡Jacqueline! —aulló contrariado Max.
Frank echó un vistazo a la entrepierna de Drácula y se puso todavía más celoso.
Envidia de pene entre monstruos.
Freud se habría quedado boquiabierto.
—Saltaré sobre el cilindro y verteré el agua bendita dentro —anuncié.
Pero Max me cerró el paso.
—Me parece demasiado fácil.
—¿Demasiado fácil?
No me lo podía creer. Nos habíamos impuesto a la guardia personal de Drácula y a la versión infernal de Jamie Oliver; habíamos dejado atrás a Cheyenne y Ada estaba inconsciente. Si eso era fácil, no quería participar en nada difícil y no quería saber tampoco qué podía ser muy difícil.
—Es el príncipe de los malditos, sería demasiado simple que lo venciéramos así —insistió Max.
Antes de que pudiera contestarle, oí la voz de Drácula a través de unos altavoces supermodernos que estaban instalados en el tanque:
—Vaya, un lobo listo.
Miré espantada a Drácula, que seguía flotando arriba y abajo dentro del cilindro con los ojos cerrados. Todavía estaba dormido, ¿no? Entonces, ¿cómo es que podía hablar? De repente, abrió los ojos. Se me encogió el corazón inexistente. Luego, Drácula sonrió. Y la sangre se me heló en las venas.
—Veo que me has traído algo —dijo sonriendo, y señaló la jarra a través del cristal—. Supongo que será agua bendita improvisada.
—Tienes que tirarla dentro ya —me urgió Jacqueline—. ¡Sólo nos quedan treinta segundos!
—¿En serio creías que no me prepararía para una traición por tu parte? —me preguntó Drácula sonriendo.
—Ya os lo había dicho —gimió Max.
—¡Me da igual! —dije resuelta—, ahora mismo haré lo que he venido a hacer.
Gracias a mis piernas fuertes, salté con la jarra encima del cilindro y me quedé de pie en el borde, que debía de medir unos veinte centímetros. Drácula nadó rápidamente y con elegancia hacia el fondo y abrió la cajita. Pero ¿qué podía sacar de allí dentro? ¿Su Gadafi de goma? Todo lo que pudiera matarme a mí, también lo liquidaría a él.
—¡Se acabaron los masajes! —exclamé furiosa, y me dispuse a tirar la jarra dentro del tanque.
Sin embargo, Drácula sacó entonces del cofrecillo una pequeña píldora de color azul, la lanzó y la pastilla atravesó el líquido como una bala, salió del tanque y fue directa hacia mi boca. Desde allí fue a parar a mi estómago a través de la garganta. Y al instante me atormentó la sed de sangre más terrible que jamás había tenido.
Dentro del tanque, el príncipe de las tinieblas sonreía:
—Todo antídoto tiene su antídoto.
Olvidé por completo lo que me proponía hacer. Sólo quería sangre. ¡Puñetera sangre deliciosa!
Salté del cilindro y tiré la jarra del agua bendita bien lejos, contra una pared donde quedó hecha añicos. Los pedazos cayeron al suelo, el agua impregnó el parqué y el horror se extendió por las caras de los demás.
—¡Mierda! —exclamó Jacqueline.
—«Mierda» es una manera suave de formularlo —dijo Max temblando—. Era… nuestra última posibilidad.
—Eres un lobo listo de verdad —ratificó Drácula.
—Preferiría ser un pingüino —contestó temblando Max—. En el Antártico.
A mí, en cambio, me daba igual haber destruido la única opción de eliminar a Drácula. Quería sangre… no la de un lobo ni la de una momia inconsciente, tampoco la de una adolescente cervecera; quería la sangre de la criatura que atesoraba más cantidad de aquel néctar vital maravilloso.
Me abalancé sobre Frank, lo empujé al suelo y me tiré encima. Me dispuse a clavarle vorazmente los colmillos en el cuello. Si acaso esperaba algo en pleno delirio, era que se defendiera con toda su fuerza sobrehumana. Pero no lo hizo. Al contrario. Se quedó inmóvil y no luchó. Sólo susurró:
—Te quiero.
No dijo «Tfe qfiero» ni «Fte fquierfo» ni nada semejante; no, aunque le costó un esfuerzo de concentración enorme y sobrehumano, por primera vez pronunció una frase correctamente. La mejor frase de todas: «Te quiero».
El ansia vertiginosa de sangre aún bullía en mi interior, pero aparté los colmillos de su cuello. No obstante, continué encima de él y, por lo tanto, podía morderle la yugular en cualquier momento.
Frank siguió hablando, le costaba mucho esfuerzo pronunciar las palabras correctamente. Y no consiguió articular más de tres palabras seguidas. Pero bueno. Con tres palabras se pueden decir muchas cosas. Y dijo:
—Trabajo muy importante… Ahora ya no… Sólo importamos nosotros… Suleika fue error…
Al recordar a aquella mujer, estuve a punto de hincarle los colmillos otra vez.
—Pero eso acabó… Tenemos futuro juntos…
Esa idea hizo que olvidara el hambre por un momento.
—Futuro estupendo —ratificó Frank.
Eso eran sólo dos palabras, pero maravillosas.
Dentro del cilindro, Drácula se dio cuenta de que yo dudaba y de que Frank tal vez lograría despertar nuestro amor hasta tal punto que yo me olvidaría del hambre. Por eso gritó:
—¡Me he acostado con tu mujer!
Frank se quedó conmocionado. Aunque lo había sospechado, la confirmación supuso un duro golpe para él. Seguro que se enfurecería, gruñiría y me apartaría de su lado. Entonces yo volvería a sentir el delirio de la sangre y lo despedazaría como un animal salvaje.
—¡Y es muy buena en la cama! —añadió Drácula metiendo cizaña.
Frank tendría que haber descargado su furia entonces, como muy tarde, pero no hizo nada parecido. Ni siquiera gruñó. Lo miré a los ojos, y esto es lo que vi:
Frank me sonrió cariñosamente.
—Fue culpa mía… Te perdono…
Su amor era tan grande que podía perdonarme. Y ese gran amor atravesó mi delirio y me llegó al alma.
—¡Muérdele de una vez! —gritó Drácula.
Aún tenía sed, pero no escuché a Drácula. Y Frank consiguió entonces pronunciar incluso más de tres palabras seguidas:
—Yo siempre te querré.
Después de que lo dijera, no sólo me olvidé del hambre, sino que la superé. La sed de sangre había desaparecido. Vencida definitivamente por el amor que Frank sentía por mí.
El amor es más grande que cualquier delirio.
El amor convierte a los monstruos en personas.
Tenía la cabeza despejada. Y también el corazón. Frank perdonaba mi engaño y, gracias a ello, yo el suyo con Suleika. Su ejemplo me había enseñado que el amor es perdón.
Seguía encima de él, en una posición ideal: lo besé en su boca metálica y él besó mis labios fríos de vampiro. A pesar de todo, ese beso reconfortó mi corazón, orgánicamente inexistente. Fue el mejor beso que jamás nos habíamos dado. Incluso mejor que el primero. Y, a su manera, ése también fue un primer beso. El primero de un amor reavivado.
—Humanos… —oímos suspirar a Drácula—, sois insoportables.
La voz ya no salía de los altavoces. Miramos asustados hacia el tanque, y el príncipe de las tinieblas estaba en el borde del cilindro.
Oh, oh, seguro que el sol ya se había puesto.
—¡Hala otra vez! —dijo asombrada Jacqueline—. Pensaba que las cositas se encogían en el agua, pero si ésa está encogida… ¿cómo es cuando está normal?
—¡Jacqueline! —exclamó contrariado Max.
—Emma sabe cómo es —dijo sonriendo el príncipe desnudo.
Frank y yo nos levantamos deprisa. Pero ya no teníamos agua bendita para destruir a Drácula. ¿Podríamos los Von Kieren vencerlo igualmente? Sin ajo, agua bendita ni estacas de madera, Drácula era inmortal. Y tenía miles de años de experiencia en matar. Nosotros sólo llevábamos tres días siendo monstruos. Se acercaba nuestro final definitivo.
Pero a mí no podía matarme, por la profecía de Haribo. Quizás aún me quedaba una posibilidad de salvar a mi familia, aunque con ello me viera obligada a soportar una vida inmortal de tormento al lado de Drácula.
—Salva a mi familia y me quedaré voluntariamente contigo —dije.
—¡Emma! —exclamó Frank.
—Sé lo que hago —dije valerosa.
—¡No! —exclamó mi marido. Gracias a su amor por mí, había recuperado el habla.
—Tranquilo —se burló Drácula—, ya no quiero a Emma.
¿Ya no me quería? Eso no fue muy halagador que dijéramos.
—Me resultaría demasiado tedioso tenerte para siempre a mi lado y engendrar hijos contigo.
Rotundamente, nada halagador.
—He tenido innumerables mujeres a lo largo de mi vida inmortal, y debo decir que estás por debajo de la media.
Si hubiera dibujado como Frank, en aquel momento habría garabateado esto:
—Al intentarlo contigo —dijo Drácula, ahora con voz queda—, realmente tenía la esperanza de que podría sentir algo parecido al amor… Pero no ocurrió nada.
Por un momento pareció desilusionado, o sea que no había mentido cuando me habló de su nostalgia por el amor. Pero, por lo visto, era incapaz de amar.
—¿Y qué pasa con la profecía? —pregunté, albergando la esperanza de que al menos la humanidad quedara a salvo si no podíamos engendrar una horda de vampiros.
—Hay otras formas de exterminar a la humanidad.
—¿Como cuál? —preguntó Jacqueline.
—Creo que no queremos saberlo —dijo Max tragando saliva.
—Os lo contaré sin rodeos —replicó Drácula, cuya sonrisa maníaca había perdido todo el encanto—. En mi consorcio informático hemos desarrollado un virus extraordinario y, con su ayuda, esta noche me haré con el control del arsenal atómico ruso.
—¿Iniciarás la tercera guerra mundial? —pregunté con espanto.
—Yo la llamo la «última guerra mundial» —dijo sonriendo con sarcasmo, y de un salto se plantó en el suelo.
—Este hombre ha visto demasiadas películas de James Bond —comentó Max tragando saliva.
—Si contaminas el planeta con radioactividad —intenté argumentar—, morirá todo el mundo, pero también tu fuente de alimentación.
—Tengo suficientes píldora rojas para una vida eterna. Y por fin me liberaré de los insoportables humanos.
Le brillaron los ojos ante esa idea. Todos teníamos en algún momento el deseo de estar solos, por ejemplo, en reuniones de trabajo, fiestas familiares o veladas con los padres… pero aquello… Aquello era la perversión máxima de las ganas de estar solo.
Drácula se dirigió a una cómoda de madera de roble maciza y sacó una máscara de gas de uno de los cajones.
—¿A qué viene eso? —preguntó Jacqueline.
—Creo que tampoco queremos saberlo —contesté.
—No, más bien queremos echar a correr —coincidió Max.
—Demasiado tarde —oímos resollar a Drácula a través de la máscara.
—Y encima con efectos de sonido a lo Darth Vader —se lamentó Max.
Entonces supimos por qué era demasiado tarde para echar a correr: el príncipe pulsó un botón poco llamativo que había en la pared. Del suelo surgió un centro de mando supermoderno, con pantallas, ordenadores y consolas. Mientras lo mirábamos boquiabiertos, Drácula accionó otro botón en una de las consolas. De las paredes de la sala salieron boquillas por todas partes, y esas boquillas pulverizaron gas. Frank, Max y Jacqueline comenzaron a toser enseguida, se retorcieron y se desplomaron uno tras otro en el suelo.
—Mamá… eres nuestra única posibilidad… —jadeó Max poco antes de ser el último en perder el conocimiento.
Seguramente pensaba que yo era inmune al gas porque era un vampiro. Pero yo también me encontraba terriblemente mal. El gas estaba mezclado con ajo.
Al despertar, olía como si me hubieran macerado en salsa tsatsiki. Me sentía muy débil y yacía sobre un austero suelo de cemento. A mi lado, en una gran sala vacía que parecía un búnker, estaban Frank, Max y Ada.
¡Mi hija había recobrado el conocimiento! La maldición de la momia no la había matado. Sin embargo, no pude alegrarme sin ninguna sombra de preocupación. Por un lado, porque todavía parecía débil; por otro, y esto era mucho peor, porque tenía las manos atadas a la espalda con cadenas plateadas, igual que los demás. Las cadenas iban a parar al suelo, donde estaban fijadas en el cemento. Frank tiraba furiosamente de las suyas, pero no logró arrancarlas del anclaje. El material plateado del que estaban hechas parecía mucho más resistente que el hierro normal. No obstante, lo más extraño de la situación era: ¿por qué yo no estaba encadenada?
—Bueno, por fin has despertado —oí decir a Drácula.
Estaba apoyado tan tranquilo junto a la puerta de la sala, sin máscara, con un traje elegante, agitando una copa de champán y sonriendo burlón.
—Siempre es mejor que las personas mueran despiertas. Bueno… mejor para mí.
—¿Dónde está Jacqueline? —preguntó Max, preocupado.
—Con la vieja Cheyenne en las mazmorras. He pensado que vuestra última décima parte de hora tenía que ser una fiesta puramente familiar. Mandé construir esta sala para ejecuciones especiales, inspirándome en uno de mis escritores favoritos…
—No será Jane Austen —murmuré.
—Mi escritor favorito es Edgar Allan Poe.
Terror antiguo de un zumbado. Evidente.
—Deberías probar con Alan Alexander Milne. Winnie the Pooh es encantador —repliqué, con una sonrisa forzada.
—Tal vez lo lea cuando todos los humanos hayáis muerto, entonces estaré por fin solo. Y por fin tendré tiempo. Y, sobre todo, paz. —Puso cara de añoranza, y prosiguió—: Poe escribió una magnífica historia sobre la Inquisición española…
—El pozo y el péndulo —dijo Max tragando saliva.
—Lo que más me gusta de la historia es la parte en la que habitación se reduce.
Pulsó el botón de un mando, que estaba fijado en la pared de la puerta y tenía dos botones más. Del techo salieron unas estacas de madera. Docenas. Sólidas, afiladas, letales. También y precisamente para un vampiro.
—Nunca me ha gustado Edgar Allan Poe —gimió Max.
—Mucho mejor Schiller en clase de literatura alemana —coincidió Ada.
—Que disfrutéis de la vida —nos deseó Drácula, se bebió el champán y, mientras se dirigía a la puerta, dijo—: Ah, por cierto, las cadenas son de titanio indestructible.
Frank las sacudió con más fuerza. En vano. Pero yo no estaba encadenada. Corrí como una loca hacia Drácula. Y él me tendió con mucha calma una gargantilla de la que colgaba un crucifijo. Aunque aún lo tenía a un metro de distancia, hizo que me ardieran las entrañas. Un paso más y me fundiría por dentro. Retrocedí instintivamente y me sorprendí bufando como un animal salvaje. Hasta tal punto afectaba la cruz mi sustancia vampiresca.
A Drácula no le afectaba. Colgó la gargantilla en el mando, se acercó sonriendo a la puerta y la cerró después de salir, mientras el techo descendía imparable sobre nosotros. Intenté acercarme a los botones, pero la cruz me lo impidió. Me derrumbé delante con un padecimiento terrible y, antes de que me desgarrara definitivamente, me alejé a rastras de la cruz y volví con mi familia.
—Los vampiros judíos y los musulmanes lo tienen mejor en situaciones como ésta —dijo Max.
—Si tuviera fuerzas para lanzar otra maldición —dijo Ada, sin miedo ni desesperada.
Dios mío, acababa de sobrevivir a una maldición y estaba dispuesta a jugarse la vida de nuevo.
Había sido realmente injusta con mi hija. Siempre había pensado que sólo se interesaba por sí misma, que era una chica caótica sin iniciativa. Y resultaba que podía sentirme orgullosa de ella; era desinteresada, tomaba decisiones. Sí, incluso podía sentirme halagada cuando alguien decía que éramos clavadas.
Ada era una chica fuerte.
Seguramente siempre había sido fuerte. Sólo que yo no lo había visto.
Igual que tampoco había reconocido lo valiente que era Frank.
Y tampoco que en Max, detrás de su fachada de rata de biblioteca, se escondía un niño romántico que incluso era capaz de confesarle su amor a alguien como Jacqueline.
En aquel instante lo comprendí definitivamente: yo, idiota de mí, había estado demasiado ocupada conmigo misma todos esos años para ver a mi familia como se merecía.
Si hubiera hecho eso en vez de dar vueltas y más vueltas a lo que me molestaba de mi vida y a cómo habría podido irme mejor, los habría juzgado a todos de otra manera.
Y mi vida no me habría sacado tanto de quicio, ¡y habría sido mejor!
Seguro que tampoco habría discutido constantemente con ellos, no habría ocurrido la debacle de Stephenie Meyer, Frank y yo no nos habríamos puesto los cuernos y ahora no estaríamos en el búnker-monumento a Edgar Allan Poe de Drácula.
Pero, sobre todo: si los hubiera mirado a todos con otros ojos, habríamos podido ser más felices como familia.
Esa conclusión llegaba tarde. Muy tarde.
O no, quizás no era demasiado tarde. ¡Aún estábamos vivos!
Aunque la situación era desesperada, no podíamos salvarnos y pronto moriríamos, no era demasiado tarde para mirar a mi familia como se merecía. No a la luz de la vida cotidiana, de la frustración y el exceso de exigencia. Sino a la luz de sus posibilidades.
Los observé a todos. Por primera vez con otros ojos.
A Ada, una chica fuerte.
A Frank, un hombre valiente.
A Max, un niño amoroso.
Pude verlos como eran: algo muy especial.
Me sentí orgullosa de ellos.
Por eso dije con el corazón henchido:
—Os quiero.
Ada me miró sorprendida un momento. Luego sonrió y dijo:
—Todos habéis arriesgado la vida por mí. ¿Quién tiene una familia así?
—Ningún héroe de la literatura —replicó riendo Max.
—No es tan malo ser un Von Kieren —comentó Ada sonriendo feliz.
—No puedo estar más de acuerdo contigo —dijo Max con una sonrisa de oreja a oreja.
Luego, Ada pronunció unas palabras maravillosas. Las más hermosas que existen:
—Yo también os quiero.
A Max se le iluminó la cara.
—No puedo estar más de acuerdo contigo.
Miramos a Frank. Aunque las estacas del techo ya estaban a tan sólo cinco centímetros de su cabeza, se irguió y nos sonrió. Y en sus ojos vimos esto:
Nos arrimamos todos, los demás encadenados y yo no, y nos abrazamos.
Muy efusivamente.
Muy fuerte.
Y con mucho amor.
Sí, seguramente no formábamos una familia que siempre era feliz, sino una familia que discutía y estaba un poco estresada. Pero éramos una familia que se quería. Y, al final, eso es lo único que cuenta en la vida.
Me hizo feliz tener una familia como aquélla.
Profundamente feliz.
Y, por lo visto, no sólo a mí.
Porque, en ese instante, Ada, Frank y Max se transformaron de nuevo en personas.
Eso sólo admitía una conclusión: con el abrazo, ellos también habían compartido conmigo un momento de felicidad. Y puesto que lo habíamos sentido al mismo tiempo, el hechizo de Baba Yaga había quedado sin efecto.
Yo también me transformé en la vieja Emma. O mejor dicho: en la nueva Emma. Una Emma más feliz que tres días antes.
Dado que Frank había recuperado su constitución normal, era más bajo y delgado que antes, y pudo soltarse de sus cadenas. Lo abracé, él me besó y el contacto con sus labios normales fue mucho mejor que con los metálicos. Y con mis labios normales, el beso también fue mucho mejor que con mis labios de vampiro.
—No tengo nada en contra de vuestros besuqueos —nos urgió Ada—, pero… ¡ESTAMOS A PUNTO DE MORIR ENSARTADOS, MALDITA SEA!
Tenía razón, los chicos habían cambiado de aspecto, pero no de tamaño, y seguían encadenados. Y el techo descendía imparable.
Frank y yo corrimos hacia los botones. No me resultó fácil, puesto que con mis ojos humanos y sin gafas no veía muy bien. Pero ya lo dijo Antoine de Saint-Exupéry: «Sólo con el corazón se puede ver bien». Y el mío había recuperado por fin la vista.
El techo había bajado tanto que los niños habían tenido que sentarse. Frank y yo tuvimos que correr agachados, y pensé: «Que no me dé ahora un ataque de lumbago».
Llegamos por fin al mando, apretamos el botón que accionaba el techo y éste volvió a subir.
—Gracias a Dios —gimió Frank aliviado. Fue fantástico volver a oír su voz normal.
Los niños también respiraron hondo. Apreté otro botón, y la puerta se abrió. Entonces me pregunté para qué serviría el tercer botón, y confié en que fuera para las cadenas: de alguna manera tenían que soltarlas cuando querían deshacerse de los cadáveres de las víctimas. Efectivamente: apenas había apretado el botón, las cadenas saltaron. Los niños corrieron hacia nosotros y nos abrazamos por fin como es debido. Sin cadenas. Como personas.
Al cabo de un momento, Frank comentó:
—Ya va siendo hora de que nos marchemos de este castillo.
—Vamos a buscar a Jacqueline y a Cheyenne y, luego, ¡pies para qué os quiero! —remachó Max.
—Pero antes tenemos que liberar a los prisioneros —dijo Ada con determinación.
—No, nos quedamos —repliqué.
—¿Porque aquí se está de maravilla? —preguntó Ada con una mueca.
—Porque tenemos que salvar el mundo. Si nos vamos, Drácula desencadenará una guerra atómica.
—Podemos dar parte a la policía o al ejército o a los servicios secretos… —argumentó Max.
—¿Acaso nos creerían? —dije, planteando una pregunta retórica.
—Seguramente, no —admitió encogido Max.
—Pero ya no tenemos la fuerza de los monstruos —planteó Ada.
Cierto. Ya no teníamos la fuerza con que habíamos vencido a zombis, godzillas, momias y vampiros. Según todos los indicios, estábamos indefensos.
Sin embargo, no había sido la fuerza de los monstruos lo que nos había permitido salir airosos de todos los peligros, ahora lo sabía. Era otra la fuerza que habíamos descubierto en aquel viaje.
—Tranquilos —anuncié—. Drácula no tiene ninguna posibilidad contra nosotros.
—¿Y eso? —preguntó Ada.
—Bueno… —dije sonriendo satisfecha—. ¡Somos los Von Kieren!