Una docena aproximada de bichos se balanceaban cabeza abajo del techo. Luego echaron a volar y a dar vueltas lanzando pitidos a nuestro alrededor. Amenazadores. Siniestros. Siempre pasando a un pelo de nuestras cabezas.
—Me gustan más cuando sólo se cagan —comentó Jacqueline.
A mí también. Pero incluso ese revoloteo fue genial comparado con lo que vendría después: los murciélagos frikis se transformaron en vampiros de dos metros y medio de altura, con trajes negros y gafas de sol también negras. Tenían pinta de ser capaces de matar a sus enemigos de 1234 maneras diferentes, y sin darles tiempo de enterarse de que ellos también tenían enemigos.
—Debe de ser la guardia personal de Drácula —dijo mamá tragando saliva.
El más alto de todos se nos acercó. Se quitó las gafas de sol y nos lanzó una mirada asesina con sus ojos rojos, una mirada que decía: no estoy a partir un piñón con nadie. Ni un plátano. Ni un menú ahorro del McDonald’s. Lo único que se come conmigo es sangre humana.
En voz baja, pero profunda, amenazadora y penetrante, le dijo a mamá:
—En circunstancias normales, mataríamos de inmediato a cualquiera que se atreviera a acercarse a los aposentos de Drácula, pero tú eres la novia del príncipe. Por eso sólo mataremos a los que no son vampiros.
—¿Sólo? —preguntó aterrorizado Max—. ¿Cómo que «sólo»?
Los vampiros aullaron con ansia asesina. Fue tan desagradable que casi añoré el cuchillo del demonio cocinero.
—¡Les tiraré el agua bendita! —nos dijo mamá en voz baja.
¡No podía hacerlo! Tenía que guardar el agua para Drácula. No debía desperdiciarla para salvarnos. Aunque eso significara que nunca me estrenaría con un chico porque iba a ocurrirme algo tan tonto como morirme.
Mamá estaba a punto de verter la jarra sobre los guardaespaldas, pero la detuve cogiéndole el brazo.
Uf, cuando me ponía altruista, ¡era insoportable!
Enfrentarme a la guardia era un suicidio. No podía mirar simultáneamente a doce vampiros a los ojos para hipnotizarlos, y seguro que esos tíos no se dejarían impresionar por una lluvia de ranas ni por un enjambre de mosquitos. Ni siquiera la peste podía hacerles nada. Por lo tanto, no me quedaba otro remedio: ¡la terrible maldición de la momia!
Lo malo era que la maldición probablemente sería tanto como un suicidio. Immo me había explicado que la maldición causaba la muerte fulminante de las víctimas, pero, por desgracia, la momia también podía diñarla. Seguro que se debía a algún tipo de retroacción mística.
Soltar la maldición era sencillo. Sólo había que decir: «Yo os maldigo». No obstante, yo le di un toque personal y grité:
—¡Yo os maldigo, cabrones!
Los vampiros se desplomaron en el suelo al instante.
Y yo me desplomé con ellos.
—La madre y la hija son realmente clavadas. ¡Se sacrifican la una por la otra! —murmuró Jacqueline elogiosamente.
Y tenía razón: por lo visto, mamá y yo nos parecíamos de veras, no sólo en tonterías como ser pecho plano o en que siempre nos acalorábamos tanto con los demás que al final estallábamos. Yo también tenía la abnegación de mamá. Quizás no era tan deplorable ser como ella. Pero, evidentemente, no pensaba reconocerlo nunca delante de ella, eso sería demasiado adulador. Además, estaba demasiado ocupada diñándola.