La puñalada me provocó un dolor infernal, pero al cabo de un minuto ya estaba curada y sólo se veía una cicatriz, que también desapareció al cabo de unos segundos. Los vampiros teníamos una capacidad de cicatrización impresionante. No era de extrañar que sólo pudieran eliminarnos con cosas tan absurdas como el ajo o el agua bendita.
Con todo, yo no había calculado esa curación milagrosa: en el instante en que el demonio intentó clavarle el cuchillo a Ada, sólo seguí mi instinto de madre. Mi propia vida me daba igual, quería salvar a mi hija. Y me sentía aliviadísima por haberlo logrado.
Me levanté. Ada me abrazó y me dio un beso muy fuerte en la mejilla. Eso casi volvió a derribarme: ¿mi hija me besaba? ¿Mi hija adolescente? ¿Me besaba? ¿A mí?
Quizás estaba muerta y había ido a parar a una vida después de la muerte, que era de lo más estrambótico.
—A ver si acabáis de sobaros —nos interrumpió Jacqueline—, que aún tenemos que mojar un pequeño problema con el agua bendita. Y no nos queda mucho tiempo.
Señaló hacia la ventana de la cocina y vimos que el sol se estaba poniendo por encima de las montañas de Transilvania.
—Además, estás pisando una meada de perro —añadió.
Bajé la vista hacia mis pies desnudos y, efectivamente, estaba en medio de un charquito de líquido caliente.
—Yo… —dijo Max sonriendo abochornado— ¡voy a despertar a papá!
Salió corriendo y le lamió ruidosamente la cara a su padre.
Frank se levantó aturdido mientras yo, siguiendo las instrucciones de Max, preparaba una jarra de agua bendita con agua, aceite de oliva, sal y el bálsamo que pudimos rascar de las vendas de momia de Ada. Luego salimos a toda prisa de la cocina, fuimos al vestíbulo del castillo y nos dirigimos a un viejo ascensor con puertas de reja y el interior forrado de terciopelo granate. Entramos y nos apiñamos en aquella jaula, que olía a moho. Frank estuvo a punto de chocar con el techo, y todos observamos el cuadro con los botones de los distintos pisos, numerados del uno al trece.
Apreté el trece porque estaba segura de que un individuo como Drácula viviría ahí, y el ascensor se puso en marcha rechinando, como correspondía a un chisme tan viejo. Max se arrimó a las piernas de Jacqueline, y ella lo acarició. Definitivamente, me había perdido algo en el desarrollo de su relación.
En el noveno piso, la mirada de Frank y la mía se cruzaron por descuido, y los dos la desviamos con rapidez. Busqué desesperadamente un punto donde mirar, y fijé la vista en el indicador de los pisos:… 11, 12, 13… ¿Qué nos esperaba?… ¡13! ¡Se oyó «ping»!
Habíamos llegado. Las puertas se abrieron a sacudidas. Tensos y en silencio, nos adentramos en un pasillo antiguo donde había muchos cuadros colgados. A cada paso que daba, sujetaba con más fuerza la jarra del agua bendita.
—Rembrandt, Renoir, Van Gogh —enumeró impresionado Max a los viejos maestros.
—¿Van Gogh? ¿No es ése el que entrenaba al Bayern de Múnich? —preguntó Jacqueline.
Max iba a corregirla, como era costumbre en él, pero se lo pensó dos veces y se limitó a sonreírle. Sólo a quien se quiere de todo corazón se le salva la cara de ese modo.
A pesar de la situación, sentía mucha curiosidad por saber exactamente qué había entre los dos; al fin y al cabo, yo era madre y él era mi hijo. Así pues, le pregunté en voz baja:
—¿Salís juntos?
—Yo… creo que sí —contestó Max tímidamente.
Me alegré por él, yo también apreciaba a Jacqueline por su valentía y su sinceridad. Mejor una chica así para mi hijo que una muñequita que supiera más de maquillaje que de la vida. Entonces, Max dijo algo que me sorprendió mucho:
—Y te lo debo a ti.
—¿A mí?
—Tú me dijiste que podía superar mis miedos, y eso me dio valor.
Me miró con los ojos radiantes de gratitud. Y eso que la noche anterior me había maldecido. Sí, ya era oficialmente un adolescente, con los cambios de humor que eso comportaba. Si sobrevivíamos a la aventura en el castillo, tendría que aguantar otra pubertad.
—Esperad —dijo Ada, que se había parado de repente—, me ha caído algo en la cabeza.
Los demás también nos paramos. Ada se quitó una bolita marrón de la cabeza. La examinó y dijo:
—Tengo una sensación… de mierda. —Nos enseñó la bolita sujetándola con los dedos y añadió—: En el sentido literal de la palabra.
Levantamos la vista lentamente hacia el techo. De allí colgaban murciélagos.