No había subido tantas escaleras desde que la tarada de nuestra tutora nos había llevado de excursión a la catedral de Colonia, para alegría de los fumadores de la clase.
—Si tuviera diez años menos… —gimió Cheyenne.
—… tendrías sesenta y ocho —se burló mamá con cariño.
—… y estaría igual de acabada —le dio la razón Cheyenne.
Se sentó agotada en un peldaño y nos pidió:
—Dejadme aquí. Soy una molestia.
—Pero aquí no estás a salvo —replicó mamá.
—Tampoco lo estaré si voy con vosotros.
—Me encantaría poder objetar algo —dijo mamá suspirando, abrazó a Cheyenne como sólo se abraza a la gente que no sabes si volverás a ver algún día, y añadió—: Me alegro de no haberte despedido.
—Yo también. Aunque por eso he acabado aquí —comentó Cheyenne sonriendo.
Jacqueline, que se había vuelto a reunir con nosotros acompañada por Max, corrió hacia la vieja hippie y le dio un beso de despedida. Qué disparate, yo siempre había pensado que lo más cariñoso que podía hacer Jacqueline era tirarle a alguien una lata de cerveza a la cabeza.
—Vendremos a buscarte —le prometió a Cheyenne—, y luego nos echaremos unas caladas, mamá.
—¿La has llamado mamá? —preguntamos mi madre y yo al unísono, bestialmente sorprendidas.
—¿Nunca os han dicho que sois clavaditas? —se burló Jacqueline.
Papá levantó la mano:
—Fyo.
—¡No somos clavaditas! —protestamos nosotras a coro.
—No, qué va… —se burló Jacqueline.
—Vuestro parecido es secundario ahora —urgió Max—. ¡Hay que darse prisa!
Tenía razón, claro. Dejamos atrás a Cheyenne, como a un soldado herido en una película americana; seguimos subiendo a paso ligero las escaleras y luego corrimos por unas galerías llenas de celdas. Ver el sufrimiento de las hadas, los ángeles de la guarda y los elfos que estaban encerrados dentro fue un verdadero horror. Su imagen me inundó de una furia increíble. Yo personalmente le vertería a Drácula el agua bendita en el baño y, acto seguido, echaría sus cenizas en el comedero de los cerdos.
—¿Dónde están las llaves de las celdas? —pregunté.
—¡No tenemos tiempo de liberarlos! —contestó mamá.
La miré furiosa. No quería ver sufrir a aquellas criaturas ni un segundo más.
—Primero tenemos que ocuparnos de Drácula.
Tenía razón, claro. Por poco que me gustara. Carecía de sentido liberarlos si luego se acababa el mundo. Y en las condiciones en que estaban, esas criaturas no podían ayudarnos ni un poquito a luchar contra Drácula.
No obstante, no conseguí apartarme: era la primera vez que veía con mis propios ojos sufrir tanto a alguien. Era muy distinto de verlo en televisión. Y de repente tuve claro qué quería hacer con mi vida si salíamos vivos de allí: ayudar a los necesitados. No se trataba de desencadenar revoluciones ni de derrocar dictadores, se trataba de reducir el sufrimiento. Para eso no hacían falta momias con superpoderes, sino personas comprometidas con los demás.
Vaya, si alguien me lo hubiera dicho dos días antes, le habría preguntado si había respirado demasiado incienso.
—Ven de una vez —me urgió mamá.
Asentí y salimos corriendo de las mazmorras al verdadero edificio del castillo. Mientras corríamos, mamá nos explicó:
—Drácula tiene un cocinero con tres estrellas.
—Si trabaja para él, será un mamón con cuatro estrellas —contesté.
—La mayoría de los cocineros con estrellas cocinan para gente no muy agradable, porque son los únicos que pueden permitírselos —comentó mamá, haciendo crítica social.
—En cualquier caso, un imbécil que hace malabares con tenedores no podrá detenernos —contesté mientras abría de un empujón la puerta batiente de la cocina.
—También se podría formular la hipótesis contraria —dijo Max tragando saliva y señalando al cocinero.
El tío estaba junto a los fogones, en el centro de una cocina, toda de acero inoxidable. Era un demonio salido del infierno, medía más de dos metros de altura y tenía cuernos en la frente y una cola con púas en la punta, igual que un mangual. Si te encontrabas de cara con una cosa así, no volvías a preocuparte nunca más por las espinillas. Por desgracia, el hecho de que el demonio llevara puesto un gorro de cocinero no lo hacía parecer más inofensivo. Nos miró y gritó cabreado:
—Fuera de mi cocina, ¡aquí hay normas de higiene muy estrictas!
Papá se dirigió de inmediato hacia él. Seguro que pronto fregaría el suelo con el demonio, igual que había hecho con el escarabajo Impotente.
Con un sonoro «ufta», le atizó un puñetazo al demonio en su cara roja. Pero luego gritó y se cogió la mano. Al parecer, el demonio tenía la piel más dura que el acero. Sonriendo, éste le pegó un sartenazo a papá, que cruzó volando la cocina y chocó contra una estantería llena de ollas. Cayó inconsciente al suelo, las ollas le llovieron encima de la cabeza dura y sonó una melodía semejante a la de un carillón desafinado.
—El demonio tiene una fuerza enorme —gimió Max.
—Vaya, no me había dado cuenta —dije tragando saliva.
El cocinero demoníaco tenía otras preocupaciones:
—¡La salsa bearnesa está rebosando!
«Menudo problemón», pensé.
—Verá… —Mamá lo intentó con la comunicación—, sólo queremos un poco de sal y aceite de…
No continuó. El demonio también le pegó un sartenazo, ella también voló contra la pared y aterrizó junto a papá. No se podía derrotar a aquella criatura infernal mediante la fuerza bruta. Por lo tanto, tocaba averiguar qué tal iba de voluntad. Con un canguelo bestial y tembleque en las rodillas, me acerqué a él justo cuando apartaba del fogón el cazo de la salsa. O lograba hipnotizarlo o me atizaría igual que había hecho con papá y mamá. Sólo que yo no me quedaría atontada en un rincón como ellos dos. Semejante golpe me arrancaría la cabeza de momia del cuello.
Llegué junto a los fogones y dije:
—Eh, tú, Tim Mälzer…
El demonio me miró, clavé mi mirada en sus ojos rojos, que brillaban demoníacamente, y le pedí:
—Quiero que nos des sal y aceite de oliva.
—¡Será un placer! —contestó.
Respiré aliviada. Mi plan funcionaba. El demonio se dejaba hipnotizar. Cogió sal y aceite. Pero el diablo cocinero no me los dio.
—¿Qué pasa? —pregunté desconcertada.
Sonrió malicioso.
—¡Que os den!
Y se rio diabólicamente, en el sentido literal de la palabra. Detrás de mí oí murmurar a Max:
—El sentido del humor de este demonio es de lo más deplorable.
En cambio, el cuchillo de cocina que acababa de coger era de lo más impresionante. Y de mala manera.
—Haré paños de cocina contigo —dijo el chef infernal con una sonrisa de oreja a oreja.
Miré el enorme cuchillo, y me dio más miedo que todas las cosas sobrenaturales que había vivido los últimos días. Mucho más.
Nunca había entendido por qué en las películas de psicópatas las adolescentes con minifalda siempre chillan, en vez de salir corriendo cuando el asesino en serie se les planta delante armado con un cuchillo. Entonces lo comprendí, y yo misma sólo fui capar de proferir un grito.
El demonio levantó el cuchillo. Sentí más miedo que nunca en toda mi vida, pero no fui capaz de dar ni un paso. Estaba paralizada y oía mis gritos como si fueran un eco lejano.
El demonio asestó el golpe…
… y, en ese preciso instante, mamá se interpuso de un salto.
El cuchillo le dio de lleno en el corazón.
Mamá se llevó las manos al pecho y se desplomó delante de mí.
—¡Mamá! —grité.
La parálisis se disipó y me precipité hacia ella. Tenía una puñalada profunda en el pecho y no se movía… Dios mío, ¡no se movía!
Max corrió también hacia mamá y husmeó inquieto a su alrededor, gimiendo despavorido.
—¡Por el purulento Belcebú! —exclamó suspirando el demonio al darse cuenta de lo que había hecho—. ¡He matado a la vampira! Drácula se vengará sin piedad cuando se entere. ¡Será mejor que me largue! —Y se quitó el gorro de cocinero mientras murmuraba—: ¡Prefiero volver a asar hamburguesas humanas en el infierno antes que contárselo!
Dicho y hecho; se esfumó en el aire con un estrépito de bums, pufs, pams, y no volvimos a verlo.
Abracé a mamá, me quedé mirando fijamente la herida abierta en su carne y me eché a llorar.
—Mamá… Mamá…
Max aullaba a moco tendido:
—¡Auuuuuuuuuuu!
No podía pensar en nada, ni en que mamá se había sacrificado por mí, ni en que yo era la culpable de su muerte, ni en lo que le pasaría a la humanidad… Por mi cabeza sólo pasaban imágenes de cuando me sentaba en su regazo, con el pijama puesto y ella me leía libros… Y de ella tapándome en la cama y dándome tres besos… en la frente, en la nariz y en los labios… Y mientras esas imágenes me pasaban a toda velocidad por la cabeza, todo mi cuerpo se estremeció con un llanto convulsivo. Lloré… y lloré… y lloré…
De repente oí una voz suave:
—Snufi…
¡Era mamá!
La tenía en mis brazos, y hablaba. Flojito, ¡pero hablaba!
Max paró de aullar.
—No es para tanto —susurró mamá—. Los vampiros no tenemos corazón.
Estaba viva. Estaba viva. Dios mío, ¡estaba viva!
Max se meó de alegría.
Y yo lloré de alivio.
Y de vergüenza.
Porque, tonta de mí, le había echado en cara que no me quería por hija.
Pero mamá había arriesgado su vida por mí.
Y cuanto más comprendía cuánto le importaba, más se mezclaba otro sentimiento con la vergüenza, y acabé llorando de felicidad.