MAX

El miedo invadió mi cuerpo, porque fui el único que pensó que Drácula tendría a su servicio a seres atroces que lo escoltarían durante el baño recreativo. Si cualquier malvado de tercera categoría contaba con matones siniestros a sueldo, con más razón los tendría uno de primera clase como el príncipe de los malditos. Pero ni mi miedo ni los mercenarios de Drácula eran el problema prioritario; antes teníamos que preocuparnos por saber cómo podíamos aniquilarlo.

—Ajos, seguro que no hay en este castillo —deduje en voz alta—. No será tan tonto. Un vampiro no llega a viejo siendo un cretino.

—¿Un qué? —preguntó Jacqueline.

—Idiota —tradujo Ada.

—Tampoco habrá estacas de madera a montones —añadió Cheyenne.

Mamá asintió con la cabeza:

—Acabo de darme cuenta de que no he visto ni un solo trozo de madera en todo el castillo.

—Entonces, Drácula no es un idiota —constató Jacqueline.

—Y tampoco habrá agua bendita para que podamos verterla en el baño de barro —suspiró Ada.

Todos ponían cara de desánimo. Sólo nos quedaban catorce minutos hasta la puesta de sol y no se nos ocurría una idea ni por asomo. Miré a Jacqueline: si el día anterior, cuando hablamos por teléfono, sólo se había reído porque había fumado… entonces no se había reído de mí. Eso sería maravilloso. No significaba que correspondía a mis sentimientos, pero al menos no se había burlado de ellos.

Ahora bien, si la humanidad era eliminada, Jacqueline también dejaría de existir. Ni idea de qué pasaría con nosotros, los monstruos. Pero yo no quería un futuro sin Jacqueline, ni siquiera si ella no me quería.

Las sinapsis neuronales de mi cerebro trabajaron a destajo por salvar a Jacqueline, se mandaron señales y se conectaron aquí y allá para llegar a una solución. Y las sinapsis ofrecieron resultados:

—¡Seguro que hay sal y aceite de oliva en el castillo! —exclamé.

Los demás me miraron como si no tuviera todos los números atómicos en la tabla periódica.

—No sabía que la sal podía destruir a los vampiros —dijo mamá.

—Y no tienen la presión alta —añadió Cheyenne.

—Y seguro que el aceite de oliva no obliga a huir a los vampiros —comentó Ada.

—Ufta —metió baza también papá.

—Sí —dije sonriendo—, pero con sal, aceite de oliva, agua y un poco de bálsamo se fabrica agua bendita. Y tenemos bálsamo. Las vendas de momia de Ada fueron embalsamadas. Sólo tenemos que rascar un poco.

Todos se quedaron asombrados, y Ada me dedicó una sonrisa de aprobación.

—Hermanito, no tienes un pelo de tonto —dijo, y me dio una palmadita en el pecho.

No recordaba cuándo fue la última vez que mi hermana me había sonreído tan cariñosa. Probablemente, cuando de pequeño encontré su ratoncito Diddl debajo del mueble del comedor. La sonrisa de Ada era otro ejemplo del fenómeno consistente en no darse cuenta de que se echa algo de menos hasta que se recupera.

Papá liberó con sus fuertes zarpas al hijo de Baba Yaga, dejamos a la bruja debilitada en la gruta y subimos las escaleras a toda prisa. Al cabo de unos cien peldaños, Jacqueline me pidió que me parara un momento. Nos pegamos a un muro, dejamos pasar a los demás y prometimos seguirlos enseguida. Cuando todos estuvieron a una distancia desde la que no podían oírnos, Jacqueline me dijo con una dulzura que nunca le había visto antes:

—No sólo no tienes un pelo de tonto, también eres bestialmente valiente.

—No, no lo soy —dije meneando afligido la cabeza—. La adrenalina inunda mi cuerpo por el miedo que me da saber que pronto nos enfrentaremos a Drácula.

—No me refería a eso —dijo sonriendo—. Has hecho una cosa mucho más valiente que luchar contra un vampiro.

No entendí a qué se refería.

—Me dijiste que me querías. Yo no me habría atrevido nunca —dijo en voz baja. Y al decirlo, pareció realmente femenina. Pero no lo mencioné; quería evitar la colisión, provocada adrede por ella, de su pie contra mis partes.

—Tu valor me ispira —confesó dulcemente.

—Se dice «inspira» —la corregí.

—¿Vas a destrozar este momento haciéndote el listillo? —se burló.

—¿Qué momento? —pregunté inseguro.

Mi corazón de hombre lobo se puso a latir de pronto tan deprisa como pudo, que ya es decir, porque sabido es que el corazón de los lobos late 7,83 veces más deprisa que el de los humanos.

—Este momento —replicó Jacqueline.

Se inclinó hacia mí y me dio un beso tierno, cariñoso, en mi morro de lobo.

A veces no sabes lo que te has perdido en la vida hasta que lo experimentas por primera vez.